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domingo, 27 de noviembre de 2011

EL JARDINERO FIEL CLARISSA PINKOLA EST


EL JARDINERO FIEL
CLARISSA PINKOLA ESTÉ

En las páginas de este pequeño libro se guardan varios cuentos. Al igual que las  muñecas rusas, unos encajan dentro de los otros.
Entre mi gente, tanto la magiar como la mexicana, se conserva una antigua tradición: nos contamos cuentos mientras llevamos a cabo nuestras tareas cotidianas. Las preguntas acerca de la vida, en particular las que están relacionadas con el corazón y el alma, suelen res- ponderse mediante la narración de una historia o de una serie de cuentos. Pensamos en nues- tros parientes vivos como si se tratara de cuentos, de ahí que nos parezca del todo lógico que, del mismo modo que un amigo invita a otro a participar en la conversación, un determinado cuento dé lugar a otro, el cual, a su vez, evocará un tercer cuento, a menudo un cuarto y un quinto y, algunas veces, muchos más hasta que la respuesta a una única pregunta está formada por toda una cadena de cuentos. (1)
Por lo tanto, y de acuerdo con nuestras rústicas costumbres, comprenderéis que antes de dar comienzo a esta singular historia acerca de Aquello que jamás puede morir, deba contarles la historia de mi tío, un anciano granjero campesino que sobrevivió a los horrores de la Se- gunda  Guerra  Mundial  en  Hungría.  Llevó  consigo  la  semilla  de  este  relato  al  atravesar bosques en llamas, dejando atrás el recuerdo de los atroces días y noches en los campos de trabajos forzados. Llevó la semilla de esta historia al cruzar el océano sumido en la oscuridad de las bodegas, camino de América. La conservó mientras viajaba en los negros trenes que recorrían los dorados campos de la frontera que separa Canadá de Estados Unidos. A pesar de todas estas peripecias, y muchas otras más, conservó el espíritu del relato en un refugio situado muy cerca de su corazón, manteniéndolo a salvo de algún modo de las guerras que estallaban en su interior.
Antes de contarles la historia de mi tío, sin embargo, debo narrarles lo que él me contó acerca de «Éste Hombre», el anciano granjero que conoció en su país y que intentó evitar la destrucción de un precioso bosque de árboles jóvenes a manos de un ejército invasor.
Pero aun antes de hablarles de «Éste Hombre», tengo que contarles mo se crearon los
cuentos, pues, si los cuentos no hubiesen si-do creados, no habría cuento alguno que contar - ni cuento acerca de los cuentos, ningún cuento acerca de mi tío, ni acerca de «Este Hombre», ni acerca de Aquello que jamás puede morir-, por lo que las restantes páginas de este libro permanecerían en blanco, como la luna de otoño.
En mi familia, los ancianos conservaban una tradición que denominaban «hacer cuentos». Se trataba de un momento del día -a menudo durante una comida rica en aromas de cebollas, pan recién hecho y picantes morcillas de arroz- en el que los mayores animaban a los jóvenes a tejer narraciones, poemas y otras composiciones. Los ancianos se reían mirándose entre mientras comían. «Vamos a ver si habéis adquirido algún conocimiento que merezca la pena. Venga, venga, contadnos un cuento desde el principio. Queremos ver mo ejercitáis el músculo de los cuentos.»
Esta historia acerca de los cuentos fue una de las primeras que tejí siendo niña. (2)



La creación de los cuentos

¿Cómo nacieron los cuentos? (3)  Ah, los cuentos vinieron al mundo porque Dios se sentía solo.
¿Que Dios se sentía solo? Pues sí, veréis, el vacío en el principio de los tiempos era muy oscuro.
Él vacío era oscuro porque estaba tan abarrotado de cuentos que ni siquiera uno solo de ellos sobresalía entre los demás.
Los cuentos, por lo tanto, no tenían forma, y el rostro de Dios se desplazaba sobre el abismo, buscando y buscando... un cuento. Y la soledad de Dios era muy grande.
Al final, surgió una gran idea, y Dios murmuró: «Hágase la luz.»
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Y se hizo una luz tan grande que Dios pudo entonces adentrarse en el vacío y se-parar los cuentos oscuros de los cuentos de la luz. Como consecuencia de ello, nacieron los claros cuentos del amanecer y también los hermosos cuentos del atardecer. Y Dios vio que eso era bueno.
Ahora Dios estaba ya más animado y, a continuación, separó los cuentos celestiales de los cuentos terrenales, y éstos de los cuentos sobre el agua. Después Dios se complació en crear los árboles pequeños y los grandes y las semillas y plantas de brillantes colores, para que también pudiera haber cuentos acerca de los árboles y las se-millas y las plantas.
Dios se rió con satisfacción y su risa hizo que las estrellas y el cielo se colocaran en su sitio. Dios puso en el cielo la luz dorada, el sol, para que gobernara el a, y la luz plateada, la luna, para que gobernara la noche. Y Dios creó todo eso para que hubiera cuentos de las estrellas y la luna, cuentos acerca del sol y cuentos sobre todos los misterios de la noche.
Tan satisfecho estaba Dios de lo que había hecho que se dedicó a crear los pájaros, los monstruos marinos y todas las criaturas vivientes que se mueven, todos los peces y las plantas que hay bajo el mar, y todas las criaturas aladas, todo el ganado y las cosas que se arrastran, y todas las bestias de la tierra según su especie. Y de todo ello surgieron cuentos sobre los mensajeros alados de Dios, y cuentos de fantasmas y monstruos, y cuentos de ballenas y peces, y otras historias sobre la vida antes de que la vida supiera de misma, sobre todo lo que ahora tiene vida y todo lo que algún día cobrará vida.
Y, sin embargo, a pesar de todas estas prodigiosas criaturas y todos estos soberbios cuentos y de todos los placeres de la creación, Dios seguía sintiéndose solo.
Entonces Dios se echó a andar y a pensar, a pensar y a andar y, ¡por fin!, a nuestro gran Creador se le ocurrió la idea. «Ya está. Hagamos a los seres humanos a nuestra imagen y semejanza. Dejemos que cuiden de todas las criaturas de los mares y del aire
y de la tierra, y que éstas cuiden a su vez de ellos.»
Así pues, Dios creó a los seres humanos a partir del polvo de la tierra y les insufló el aliento de la vida, y los seres humanos se convirtieron en almas vivientes: Dios los creó hombre y mujer. Y, en cuanto los hubo creado, cobraron vida de repente todos los cuentos relativos a la existencia humana, millones y millones de cuentos. Y Dios los bendijo a todos y los puso en un jardín llamado Edén.
Ahora Dios paseaba por los cielos todo sonrisas, porque ya no estaba solo.
No eran cuentos lo que faltaba en la creación, sino más bien, y muy especialmente, los seres humanos emotivos que pudieran contarlos.



Y no cabe duda de que, entre los seres humanos más emotivos jamás creados, en particular aquellos a los que les encantan los cuentos, el trabajo duro y el simple hecho de vivir, figuraban los insensatos bailarines, los prudentes y viejos charlatanes, los sabios cascarrabias y los «casi santos» que eran los ancianos de nuestra familia.
Éntre ellos se encontraba mi tío, el cual, siempre que yo contaba «La creación de los cuentos», solía gritar: «Éscuchad, amigos míos, lo que acaba de decir esta niña. ¿Acaso no creemos en un Dios que ama los cuentos? ¡Por eso precisamente, si no fuera por nosotros, Dios se sentiría solo! No debemos defraudar a Dios... Así pues, ¡ahora hay que contar un cuento, otro cuento!» Y nosotros seguíamos trabajando y contándonos cuentos; a veces a lo largo de todo el día y hasta bien entrada la noche.
El que pedía otro cuento como quien pide otra jarra de cerveza negra era mi tío, a quien yo  llamaba  Zovár,(4)   pues  siempre  que  conseguía  reunir  unas  monedas  se  compraba  un enorme cigarro liado de cualquier manera. Experimentaba un inmenso placer tratando de apurarlo al máximo antes de que se le apagara por enésima vez.
Mi tío formaba parte de mi familia adoptiva. Éra un viejo granjero que un anochecer, en Hungría, durante la Segunda Guerra Mundial,había sido sacado a rastras de su pequeña alque- ría y, de algún modo, había logrado conservar la vida -«gracias a una fuerza divina que nadie

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comprende», según confesaba él mismo-, tras haber sido conducido a un campo de trabajos forzados situado en la frontera con Rusia, don-de lo mataban de hambre y le hacían trabajar hasta la extenuación. Recuerdo que cuando yo era una adolescente, cada vez que alguien decía -como solía oírse en la radio y a los desconocidos con lo que se cruzaba en la calle- «la Alemania nazi hizo tal cosa, los ale-manes hicieron tal otra», mi tío siempre respondía:
«Estáis equivocados. Los nazis y sus colaboradores no eran de Alemania. Gyáva népnek nincs
hazája. Los cobardes no son de ningún país. Aquellos demonios procedían del infierno.»
Después de mucho tiempo, la virulencia de la guerra en Europa amainó.' Mi padre adoptivo, con la ayuda de la Cruz Roja y los miembros de la resistencia, buscó en los campos de  refugiados  y  localizó  finalmente  a  nuestro  tío  y,  más  tarde,  a  varios  otros  parientes ancianos.
Mi padre adoptivo contribuyó a que todos ellos fueran puestos en libertad de los campos en los que se encontraban retenidos. Pero para encontrar un puerto donde embarcar, los refugiados tuvieron que cruzar Europa en todas direcciones, a pie, montados en carros y en camiones hasta que, tras muchas inspecciones de documentos y muchas temerosas esperas, pudieron recorrer la pasarela que les conduciría al vientre de un enorme barco rumbo a «Ah- mer-i-kha»: América.
No había teléfono en ninguna de las dos orillas del gran océano, no había manera de sa- ber dónde ni cuándo encontrar a alguien. El destino de todos estaba en manos de descono- cidos: campesinos y familias que vivían junto a las carreteras, santos varones de la resistencia, valerosas monjas y enfermeras que prestaban ayuda en minúsculas avanzadas... En nuestra familia nos seguimos refiriendo a todos ellos como «los benditos».
Tras permanecer tres semanas en la oscuridad, mi tío llegó al otro lado del océano. Una vez allí y en medio de un sofocante verano, re-corrió media frontera septentrional de Estados Unidos a bordo de un tren abarrotado de gen-te, donde el aire ardía de día y asfixiaba de no- che.
Al final, recibimos la noticia de la llegada del tío gracias a un telegrama en el que no figuraba ningún mensaje.
Las organizaciones de ayuda a los refugia-dos, que andaban muy escasas de recursos, se habían inventado el sistema del envío de tele-gramas en blanco la víspera del día de la llega- da del refugiado al punto indicado. Por consiguiente, sabíamos que el tío llegaría en algún momento del día siguiente al lugar denominado la «Estación de los Refugiados», la gran es- tación ferroviaria de Chicago, a más de ciento sesenta kilómetros al oeste de nuestra aldea.
Yo tenía cinco años el día en que subimos al tren para ir a buscar a nuestro tío. El viaje hacia el oeste duró tres horas. El tren se detenía en todos los huertos y las plataformas de cajas de madera que encontraba a su paso.
Recogimos a suficientes miembros de la familia como para crear con ellos una pequeña nación soberana e independiente. Llevábamos tanto pan y tanto queso, bolsas, cajas y botellas de agua, cerveza y vino de cosecha propia, y tanta gaseosa caliente que no sólo habríamos podido comer y beber nosotros sino también otras cincuenta familias, de haberse presentado la ocasión.
Apretujados todos como ciruelas enlata-das en un tarro de vidrio de medio kilo, via- jamos en aquel insoportable y asfixiante tren hasta llegar a Chicago. Y, sin embargo, volvía- mos a sentirnos rebosantes de anhelo, esperanza y emoción ante la perspectiva de reunirnos con aquel miembro de nuestra devastada familia y llevarlo finalmente a casa con nosotros.






La espera del tren que traía a nuestro tío fue muy larga. Én aquella inmensa gruta con
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techumbre de hierro a la que llamaban estación ferroviaria esperamos toda la tarde, vimos ponerse el sol y seguimos esperando hasta bien entrada la noche... soportando un calor que marchitaba las flores, la ropa y a los seres humanos.
La enorme masa humana que abarrotaba aquel lugar se sentía más bien confusa, pues los altavoces que anunciaban los números de las vías de los trenes que llegaban resonaban con tal estridencia que nadie podía entender lo que decían. Los andenes vibraban y se estremecían cada vez que llegaba un tren. Él chirriar de los frenos que inmovilizaban las ruedas de hierro, el metálico estruendo y los ensordecedores silbidos, el olor de los aceites de las chimeneas de las locomotoras y del queroseno de las linternas que los ferroviarios sostenían en sus manos... todo era abrumador.
Los trenes estaban hechos de hierro y acero ennegrecido y ensamblados con lo que pare- cían centenares de ruedas, tanto grandes como pequeñas, perfectamente fresadas, así como con miles y miles de remaches por todas partes. Los vagones ostentaban una preciosa inscripción dorada perfilada en rojo.
Las locomotoras triplicaban la altura del más alto de los hombres. Él calor que despedía uno sólo de los trenes era como el soplo de veinticinco hornos blindados, unidos entre sí por medio de unas gigantescas abrazaderas. Las personas permanecían indolentemente apoya-das contra los pilares de la estación, y sin hacer el menor esfuerzo, tal como lo expresaba mi padre adoptivo, «schevet como elefantes».
Desde  mi  perspectiva  de  niña,  todo  eran  codos,  estómagos  y  traseros,  todo  eran hombros, estiramientos de cuello, manchadas camisas de hombre, mujeres con sombreros de tres picos y plumas que se agitaban y altos tacones que parecían pezuñas de ciervo. Había mujeres en babushkas y con las piernas y los brazos sin depilar y los vientres encogidos, y hombres vestidos con trajes negros que el humo y la ceniza habían convertido en grises. Había muchos ancianos, algunos tan encorvados que apenas eran más altos que yo, de manera que podía mirar a los ojos a muchos viejos, y ellos me correspondían con sonrisas alarmantemente desdentadas, aunque no por ello menos bondadosas.
La gente se congregaba alrededor de las puertas de las largas hileras de vagones. Jamás en mi vida había visto a tantas personas mayo-res llorando, bailando jigas, riéndose, dándose palmadas en la espalda, parloteando y gritando a la vez. La muchedumbre se arremolinaba y las lágrimas quedaban ocultas bajo los olores a ajo, whisky y sudor, mientras la neblina de la húmeda noche y el vapor de las enormes locomotoras cubrían la escena formando un inmenso nimbo.
De repente, se despejó el revoltijo en continuo movimiento que formaban las espinas de pescado y demás alimentos, los tejidos a cuadros escoceses y a topos y, al final del andén, en un solitario espacio exclusivamente suyo, apareció un perplejo anciano vestido con un raído atuendo de campesino. Lo enmarcaba por detrás la luz de las grandes lámparas de tren ence- rradas en jaulas de alambre.
Por la expresión del rostro de mi padre adoptivo, comprendí que aquélla era la persona a la que estábamos esperando. Por un instante, el rostro de mi padre se quedó petrifica-do, pero después le vi saltar -sí, estoy segura de que mi altísimo padre pegó un brinco- por encima de varias docenas de carros de equipaje y abrirse paso contra corriente entre la multitud para acabar abrazando a aquel hombre adusto e imponente.
Mi padre acompañó a nuestro pobre tío por

el andén, rodeándole los hombros con su brazo y sujetándolo también por el codo, a través de la muchedumbre.
-¡Éste! ¡Éste es vuestro tío! -gritó mi padre como si acabara de recibir el mejor de los premios que mereciera la pena ganar en todo el universo.
Visto de cerca, mi tío era un hombre corpulento, una especie de gigante de cuento de hadas que hubiera cobrado vida. Vestía una arrugada camisa blanca sin cuello ni puños y unos pantalones tan anchos y largos que parecían una amplia falda que llegara hasta el suelo. En

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sus desnudos y enrojecidos antebrazos se perfilaban unos músculos poderosos. Tuve que le- vantar mucho la cabeza para poder verle la cara. Sus enormes bigotes se extendían por sus mejillas, y en ese momento fui consciente de todo lo que me resultaba extranjero en él, des-de la lana de oveja de sus deformados zapatos (6) hasta algo que se había puesto en el pelo y que parecía laca.
Mi tío dejó en el suelo la bolsita con sus pertenencias y la maleta de cartón. Lentamente se quitó el sombrero y se arrodilló delante de mí allí mismo, en el andén de hormigón. Muchos zapatos y muchas botas corrieron presurosos a nuestro alrededor. Vi los cabellos plateados  de  sus  patillas  empapados  de  sudor,  así  como  las  cerdas  plateadas,  casi fluorescentes, que le crecían en el mentón y las mejillas. Él tío alargó los brazos, me sostuvo la cabeza con una de sus manazas y colocó la otra alrededor de mi cuerpo. Jamás olvidaré las pocas  palabras  que  dijo  al  estrecharme  con  fuerza  contra  sí:  «Una...  ni-ña...  viva...  », murmuró.
A pesar de que yo era muy mida con los desconocidos, le devolví el abrazo con todo mi corazón, pues, aunque entonces no tenía palabras para describirlo, comprendí lo que expre- saban sus ojos. Era una mirada que ya había visto en otra ocasión en mi joven existencia, cuando contemplé los ojos de unos caballos que habían sobrevivido a un repentino y voraz in- cendio en la cuadra.



Aquel gigante, mi tío recién hallado, se instaló en nuestra casa. Había oído decir que era un hombre muy solitario. Descubrí también que, incluso cuando se quitaba el cigarro de la boca, uno de los lados de su labio era más alto que el otro y que su boca no se cerraba de ma- nera uniforme.
-Éso es lo que ocurre cuando se empieza a fumar puros de niño -me dijo, riéndose-. Tú no fumes, y así tu preciosa boquita no se parecerá a la mía cuando seas mayor.
Yo quería mucho a mi tío, a pesar de que sus dientes delanteros eran de color gris cuando sonreía. Tenía unas oscuras y temibles muelas en la parte posterior de la boca. En su frente, insólitamente despejada, destacaban unas sorprendentes cejas que parecían dos cepillos en forma de alas que le colgaban sobre los ojos como viseras. Podía sujetar cinco faisanes por el cuello con una sola mano. Pero lo mejor de todo eran sus ojos claros. Bajo la luz del sol, adquirían el auténtico y cálido color del oro fundido.
Mi tío sólo había cursado enseñanza primaria y vivía en el nuevo país tal como había vivido en el viejo: sabía arreglar unas guarniciones de caballo pero no era capaz de arreglar nada que tuviera piezas que funcionaran con electricidad, sabía gobernar un buey pero no conducir un automóvil, jamás había tenido un aparato de radio pero podía pasarse horas narrando cuentos hasta el anochecer, sabía hilar y tejer un lienzo pero no acertaba a comprender qué llevaba a la gente a subir en una escalera mecánica. En una ocasión, un hombre vestido con traje se acercó a nuestra verja para intentar vendernos una póliza de seguros. El tío Zovár no comprendía por qué razón tenía que comprar un «sic-ur-ou», Si se trataba de apostar en contra de su buena salud. El hombre le dijo a mi tío que era un «palurdo ignorante». Pero es que aquel vendedor no conocía a mi tío, no sabía que su vida había sido arrasada por el fuego has-ta los cimientos y que, a pesar de todo, seguía mostrándose bondadoso con los niños y cariñoso con los animales y seguía creyendo que la tierra era un ser vivo, con sus propias esperan-zas, necesidades y sueños.




Como los demás refugiados de nuestra familia, el tío sufría debido a sus recuerdos y
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evitaba a toda costa hablar de sus propias experiencias durante la guerra. Pero la gente tiene que hablar de lo que le ha hecho daño, de lo contrario la bestia de la guerra se manifiesta de pronto en forma de pesadillas, repentinos arre-batos de llanto y estallidos de cólera. Cuando el tío hablaba del pasado, cuanto más breves eran sus palabras, tanto más doloroso resultaba escucharlas. Decía: «Fue algo muy malo», y luego permanecía en silencio durante un largo rato.
Pero, por regla general, solía hablar recurriendo a los cuentos y utilizando la tercera persona, como por ejemplo: «Una vez conocí a"Este Hombre" que decía que lo peor de los campos de trabajos forzados era el hecho de que separaran a los seres queridos. Las madres y los padres se volvían locos, completamente locos, tratando de adivinar el posible parade-ro de sus hijos e hijas. Y los hijos, los hijos...»
Y aquí el tío guardaba silencio, se levantaba y salía fuera. Lloviera o nevara, fuera de día o en plena noche, salía por la puerta y tardaba un buen rato en regresar. Yo le quería y temía por él. En tales ocasiones, los mayores adoptaban de repente un semblante impasible y reanudaban deliberadamente su tarea, ya fuera mondar patatas, tejer unos calcetines de lana, acarrear leña al interior de la casa o fregar el suelo, todo en el más absoluto silencio, un si- lencio mediante el cual trataban de protegerse de sus propios y mal amarrados fantasmas.
Yo no; yo salía corriendo en busca de mi tío y siempre lo encontraba descendiendo por el camino o, tras haberse apartado del mismo para adentrarse en los campos, paseando por el bosque o arreglando pequeñas cuerdas o alambres en el cobertizo de ahumar. El hecho de salir en busca de mi tío me permitió conocer la existencia de aquel extraño amigo y álter ego,
«Este Hombre»... «uno al que conocí en el viejo país».
Tantas veces habló mi tío de «este hombre» a lo largo de los años que, por respeto al sufrimiento que había provocado su aparición, yo acabé por denominar Éste Hombre y, a veces, Aquel Hombre a aquel remoto yo-espiritual, como si se tratara de un personaje en toda regla, merecedor de un nombre como es debido.
Una vez mi tío me dijo:
-Este Hombre... Este Hombre a quien yo conocía estaba atormentado por las últimas imágenes de las ancianas de la aldea, cuando los camiones se llevaron a los hombres y a los chicos... Ellas... las viejas casi desdentadas literal-mente aullaban al cielo, tiradas en el suelo mientras la nieve les caía sobre los ojos y la boca, golpeaban con los puños la tierra cenagosa; ancianas que, apoyadas sobre sus manos y rodillas, no cesaban de golpear la tierra con los puños, presas del dolor.
»Este Hombre -prosiguió mi tío- tiene muchos recuerdos. Cuando llegó por vez primera el ejército extranjero y, antes de que se llevaran a todo el mundo, a Este Hombre le dijeron:
»-Si nos das comida, no destruiremos tus árboles. Dinos qué hilera de árboles es la tuya y no le haremos nada.
»Los árboles, Dios mío, los árboles. Todoshabíamos plantado aquellas hileras de árboles por amor, para que dieran sombra y protegieran contra el viento. A veces, para pasar el invierno, vendíamos una pequeña parte cerca del borde como plantones cuando ya habían crecido lo suficiente.

»Éste Hombre había cuidado de los árboles, ¿comprendes?, los había cuidado desde que eran pequeños. Eran su orgullo y su alegría.
»Por consiguiente, Este Hombre procuró proteger los árboles. Como todos los demás campesinos, había ido a la escuela del campo, no a la escuela del maestro con gafas. Nadie comprendía esa guerra que se cernía como un halcón gigantesco y se llevaba aldeas enteras a su nido infernal, y nadie sabía cómo escapar.
»Desesperado, Este Hombre les contestó a los soldados:
»-¿Que cuáles son mis árboles? Todos los árboles que veis hasta donde alcanza la vista,
todos esos son mis árboles.
»Y señaló no sólo sus árboles sino también las hileras de todos sus vecinos, así como el viejo bosque que se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta el horizonte.
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»Y, debido a esa respuesta, lo arrojaron al suelo y le propinaron repetidos puntapiés en la boca por "tener una lengua embustera". Le rompieron la mandíbula y lo dejaron tirado. Ciegos de furia, prendieron fuego a la madera muerta de la parte central de los abetos de ma- yor tamaño. Las ramas secas ardieron al instan-te desde la parte inferior hasta lo más alto de las copas. De esa manera, consiguieron quemar las hileras de árboles en apenas unos minutos.






Durante mucho tiempo nuestra casita estuvo llena, pues vinieron muchas personas que acababan de regresar de la guerra... y también del mundo de los muertos. Llevaban consigo centenares de horribles imágenes y pérdidas imposibles de describir con simples palabras.
A pesar de que los miembros de mi familia empezaron a sacarles poco a poco sus bellas y melancólicas canciones y sus singulares relatos, el dolor de la guerra seguía atrincherado en sus mentes y sus espíritus. Al principio, no podían dejar de hablar con profunda emoción de lo que les había ocurrido. Más adelante hicieron esfuerzos sobrehumanos por no hablar nunca más de lo que les había ocurrido. Sin embargo, durante mucho tiempo, la bestia de la guerra impuso su presencia de muy diversas maneras y en numerosas ocasiones.
¿Qué significa vivir con la experiencia de una guerra y los recuerdos de la misma dentro de uno? Significa vivir en dos mundos. Uno de ellos busca la esperanza mientras el otro se siente desesperanzado. Uno busca algún sentido a lo sucedido mientras el otro está conven- cido de que el único sentido de la vida es que la vida carece por completo de sentido.
En cada uno de los miembros de mi familia que tanto habían sufrido coexistían dos personas en conflicto. Una de ellas vivía la vida del nuevo mundo, mientras que la otra huía, huía sin descanso de los recuerdos del infierno que surgían inesperadamente y la perseguían sin descanso. Los fantasmas se presentaban de repente llamados por el chasquido de una puerta, un gato en celo maullando en plena noche, el inocente perro que rascaba la cancela para entrar en la casa, una súbita ráfaga de viento que, agitando una cortina, provocaba que un jarrón se cayera de una mesa y se rompiera.
Las cuestiones cotidianas podían causar terror, lágrimas o repugnancia: el olor de cierto aceite para armas de fuego, la primera nevada y la sangre reciente de un ciervo destripado para servir de alimento, cierta clase de dolor en los huesos provocado por el trabajo en el campo, un viejo relato acerca de un velo de novia, el rumor de las pezuñas del ganado sobre una alcantarilla de metal, un repentino silbido de tren y el sordo retumbo del largo caballete.
En el espíritu de mi tío se libraban unas guerras que, según él mismo decía, le hacían recordar «demasiado». Guerras entre la muerte de la esperanza y la esperanza de la muerte, la esperanza de la vida y una vida de esperanza. A veces el único alto el fuego posible tenía que negociarse mediante un tratado firmado gracias a una gran cantidad de aguardiente y vodka.





Pero también había períodos de paz. El tío conocía la tierra como las arrugas de su pro- pio rostro, como las venas del dorso de sus manos, el patio de atrás, el patio lateral, el campo más  cercano,  los  campos  intermedios  y  los  más  lejanos.  Cuando  cruzábamos  aquellos campos, las botas nos resultaban cada vez más pesadas a causa del barro negro que se adhería a ellas: medio kilo, un kilo y después un kilo y medio en cada pie. Notábamos la tensión de los músculos de nuestros muslos. Despegar un pie del suelo para dar el siguiente paso nos resultaba cada vez más arduo. Pero nos encantaba aquel pequeño esfuerzo que no le hacía

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daño a nadie. Era nuestra pequeña demostración de que seguíamos vivos.
Paseábamos prestando atención a la salud de las plantas, los árboles y las cosechas que nos rodeaban. ¿Congregaba aquel arbusto tantas mariposas como necesitaba? ¿Albergaban los árboles todos los pájaros cantores que necesitaban? Sabíamos que tanto los pájaros como las mariposas tenían una importancia decisiva a la hora de transportar el polen entre los árboles frutales, de tal forma que hubiera una abundan-te cosecha de cerezas y obtuviéramos una bue- na cantidad de peras, ciruelas y melocotones que almacenar para el invierno.
Mientras paseábamos, mi tío decía en tono pensativo:
-A veces la gente pregunta: «¿Dónde está el jardín del Edén?» ¡Vaya! El Edén está en es-te mundo, dondequiera que nos hallemos nosotros. Toda esta tierra al completo, bajo las vías del tren y las carreteras, bajo su gastada superficie, bajo los cascotes, bajo todas estas cosas, es el jardín de Dios... tan lozano como el día en que fue creado.
»Es cierto que en muchos lugares el Edén ha quedado sepultado y ha sido olvidado, pero se le puede devolver la integridad. Dondequiera que haya un suelo gastado, agostado o en desuso, debajo sigue existiendo el Edén.
»Sin embargo, nosotros no podemos devolverle la vida a la tierra a fuerza de cavar y tampoco sacaremos a paletadas el Edén que hay debajo. No, no. Por muy grande que sea el jardín -de un codo por un codo o bien campos tan inmensos que no puedan abarcarse con la mi-rada-, si quieres plantar algo en él tienes que hacerlo dando suaves palmadas sobre la tierra, tomando puñaditos. Procura ser amable y moderado. No recojas enormes paletadas para terminar más rápido la tarea. Cuando echas leche en la harina, no la viertes toda de golpe,
¿ver-dad? No, lo haces poquito a poco, remueves, echas un poco más, sigues removiendo... Así es como debes tratar la tierra, con consideración, con serenidad.
Así fue como comprendí que esta tierra, de la que dependía nuestro alimento, nuestra existencia, nuestro descanso y nuestra posibilidad de descubrir la belleza, tenía que ser tratada de la misma manera en que deseamos tratar a los demás y a nosotros mismos. Cualquier cosa que le ocurra a ese campo también nos ocurre en cierto modo a nosotros.
Y nosotros teníamos en cuenta todo esto para ver en qué condiciones estaba todo, cómo serían las cosechas y qué se movía en los campos y en nosotros.
Nos complacía vivir en aquellos días, y el espíritu errante de mi tío, expulsado de su interior por tanta guerra, empezó a depositarse de nuevo sobre él. Y, poco a poco, el tío volvió a convertirse de nuevo en una sola persona, en lugar de dos.






Todo iba bien y reverdecía de nuevo... hasta que llegó cierto día. Aunque la mañana em- pezó bien, por la tarde se desencadenó el infierno.
La comisión de carreteras del estado envió a unos funcionarios para anunciar a todos los habitantes de nuestra aldea que el estado «anexaría» las tierras que pertenecían a particulares. Él estado construiría una autopista de peaje que atravesaría los tranquilos bosques en los que vivíamos. «Anexarían» bosques y campos enteros, el terreno esencial que permitía curar a los que habían quedado destrozados por la guerra, la tierra donde la gente cultivaba sus alimentos estivales e invernales, los lugares donde los niños jugaban al escondite, los lechos de ramas de pino de los vagabundos que viajaban en tren, los refugios de aquellos cuyo único hogar era un trozo de lona sobre una estaca.

Durante muchos años aquellas tierras habían sido el descanso y el consuelo de nuestras almas.
Mi tío se puso en pie gritando:
-¿Qué significa «anexar»? ¡Lo que ustedes quieren decir es robar, ustedes nos roban!
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Varios atemorizados miembros de la familia sujetaron con gran esfuerzo a nuestro tío e in-tentaron calmarlo.
Todo el pueblo estaba consternado. El esta-do condenó la tierra y las humildes casas, los destartalados establos, los cobertizos de las herramientas, para vender la tierra a cambio de unos centavos de dólar. A los que trabajaban la tierra, a los que amaban la tierra, a los que vivían de la tierra y gracias a ella, no se les concedía la posibilidad de recurrir ni de dar su con-sentimiento.
A nuestro tío y a otros refugiados inmigrantes de nuestra familia y de las de muchos de nuestros vecinos supervivientes de la guerra, aquellos acontecimientos les recordaron de forma aterradora las terribles penalidades sufridas durante la guerra: sus tierras fueron ocupadas contra su voluntad; sus alquerías, sus cosechas, sus medios de vida y, por encima de todo, su espíritu y aquello que lo alimentaba les fueron arrebatados en un abrir y cerrar de ojos... por parte de unos hombres... vestidos de uniforme... que insistían... que decían que se limitaban a cumplir órdenes... que pretendían imponer su derecho sobre el de los de-más...
El tío Zovár perdió el juicio temporalmente.






El día en que aparecieron por primera vez los bulldozers, mi tío echó a correr por el campo lanzando maldiciones, sacudiendo el puño para que lo vieran los que removían la tierra allá a lo lejos. Pretendía insultar a los conductores cuando decía:
-Annyit ért hozzá, mint tyúk as ábécéhëz!
Los conductores de las excavadoras, que no sabían húngaro, no tenían ni idea de lo que es-taba diciendo. «¡Sabéis tan poco sobre el jardín de Dios como una gallina sobre el abeceda- rio!», les gritaba.
En su angustia y desesperación, mi tío re-cogió un puñado de piedrecitas y lo arrojó con todas sus fuerzas contra las máquinas que re-movían la tierra. Los guijarros golpearon el la- teral de una de las máquinas con un sonido semejante al de un puñado de arena arrojado contra una pared de hierro.
Dos corpulentos trabajadores agarraron a mi tío por los brazos y lo llevaron a casa. Mi tío lloraba mientras lo acarreaban más rápido de lo que él podía caminar.
-Que este viejo se quede en casa y deje de molestarnos -advirtieron. Tras lo cual, soltaron bruscamente a mi tío y éste cayó hacia delante.
Mi anciana tía y yo lo levantamos del suelo y lo acompañamos al interior de la casa. Los corpulentos obreros regresaron rezongando a sus impresionantes máquinas.
Mi tío no quería que lo consolaran.
-Kinyílik a bicska a zsebëmben! ¡Se me ha abierto la navaja en el bolsillo! -gritó.
Era una antigua manera familiar de decir que se está terriblemente desesperado y no puede hacer nada para remediarlo.
Los preocupados parientes se reunieron en un apretado grupo.
-Que venga la niña -murmuraron-.... La niña, la niña. Que venga la niña.
Yo me acerqué a mi tío y éste me tomó las manos con los ojos llenos de lágrimas. Sus pa-labras fueron tantas que, por más que lo intenté, no pude captar por entero su significado. Sin embargo, tuve la sensación de que gracias al tono de sus entrecortadas palabras, podía comprender las esperanzas y los temores que se ocultaban detrás de ellas, y que podía llorar por él y por todas las personas del mundo hasta el fin de los tiempos.





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Todos los miembros de la comunidad rezaban para que la comisión de carreteras recapacitara, para que los burócratas cambiaran sus planes por el bien de todos, para que dejaran de destripar la tierra y para que Dios enviara lejos, muy lejos, aquella autopista hasta el fin de los tiempos.
Pero no pudo ser. Cada día aparecían los que removían la tierra y cada día sus máquinas soltaban balidos y gemidos, machacando, cortando y reventando el hermoso bosque y los campos de labranza.






Una mañana mos al tío en el exterior de la casa en medio de un ensordecedor ruido de azadas y rastrillos y un estruendo de herramientas de hierro cayendo al suelo.
-¡Voy a hacer algo! -gritó el tío-. ¡Voy a hacer algo!
Tomó  dos  palas  de gran  tamaño.  Nosotros  afilábamos  las  palas  y  las  azadas  con grandes ruedas de piedras de amolar. Todas las herramientas cortaban como navajas. Era un vestigio del viejo país, donde cabía la posibilidad de que uno tuviera que utilizar las herramientas no sólo para cavar, sino también para defenderse. No había nadie que hubiera vivido lo bastante lejos de la guerra como para haber encontrado un motivo para dejar atrás aquella costumbre.








-¡No, Zovár! ¡No! -gritó todo el mundo-. ¡Suelta las palas! ¿Qué estás haciendo? ¡No hagas tonterías! ¡Zovár! ¡Zováaarrr!
Pero mi tío no contestó. Se encaminó hacia los campos con una pala echada sobre cada hombro, «una para descansar y otra para trabajar». Se pasó toda la mañana cavando en una pequeña parcela, lo que quedaba de un campo más grande una vez trazado el recorrido de la autopista de peaje. En su entusiasmo por construir la carretera, algunos trabajadores habían removido más tierra de la necesaria. Lo único que habían dejado a su espalda eran unos cuantos troncos destrozados y unas pocas hileras de maíz destrozadas.
Habían reducido a escombros una tierra llena de vida y se habían largado. Ahora la nueva autopista de peaje ya estaba terminada y pasaba a menos de trescientos metros al oeste.
Mi tío cavó una profunda zanja a lo largo del perímetro del campo, siguiendo aproxima- damente el peralte de la nueva carretera y dejando a su espalda un largo y serpenteante montículo de tierra. Cavó y traspaló una y otra vez la tierra. Varios vecinos interrumpieron sus tareas y bajaron por la carretera para darle consejos. Regresaron con palas y picos para echar-le una mano.
Por la tarde ya había una zanja que bordeaba aproximadamente media hectárea de terre- no hasta donde alcanzaba la vista. Tenía más o menos dos codos de ancho y bordeaba la estre- cha franja del campo que permanecería en poder de la aldea.(7)
Cayó la noche. Mi tío regresó a casa con paso cansino. Se tomó una buena sopa en un cuenco de loza con un pájaro magiar pintado en
un lado, mascó un trozo de pan de centeno casero y se bebió una cerveza muy fría directa-mente de una botella de vidrio color ámbar.
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Después salió de casa con un viejo y abolla-do balde de color rojo lleno hasta el borde de combustible. Se alejó con su carga, ladeando el cuerpo para hacer contrapeso.
Una vez en el campo, en mitad de una noche en la que no soplaba ni una brizna de aire, vertió con cuidado el combustible a los lados del campo, dejando un reguero en el centro. Desde el borde del campo, encendió unas cerillas de madera y las arrojó a ras del suelo en va- rios puntos.
Todo el campo estalló en una llamarada tan grande que atrajo a la gente de todos los lugares desde donde se veía la densa humareda. Los anchos caminos de tierra de tres de los lados y la zanja del cuarto contuvieron las llamas.
Hasta bien entrada la noche, hombres y mujeres, sosteniendo en sus brazos a los niños adormilados, permanecieron de pie en largas hileras anaranjadas, asintiendo con la cabeza en señal de aprobación mientras el campo seguía ardiendo.






Al día siguiente, el campo todavía humeaba, pero el fuego ya se había extinguido. Con su azada tan afilada como una navaja, mi tío despellejó las ennegrecidas raíces y los rastrojos diseminados aquí y allá, dejando la tierra todavía más al descubierto.
-¿Veis esa tierra ardiente y renegrida? -dijo mi tío-. Muy pronto obtendremos mucho de ella, tanto que no os lo vais a creer.
-¿Qué sembrarás allí? -le pregunté.
-No sembraré nada -contestó él.
No lo comprendí. Ya habíamos quemado la tierra otras veces, pues la ceniza fertilizaba el terreno cansado.
-¿Por qué vas a dejar la tierra vacía y sin sembrar, tío?
-Para que sea una invitación, niña mía.
Mi tío me explicó que los pinos y los robles no se propagan en los campos ni se desarrollan creando nuevos bosques a no ser que se deje el terreno sin sembrar. Mi tío soñaba con que aquella tierra estéril se convirtiera en un nuevo bosque de sublime belleza en el que nosotros pudiéramos descansar.
-Si uno es pobre y carece de árboles, es la persona más necesitada del mundo. Si uno es pobre y tiene árboles, es inmensamente rico en algo que el dinero no puede comprar.
Los árboles, decía, no saldrían si se plantaran semillas en la tierra.
-Las semillas de la nueva vida no hallarán hospitalidad ni razón alguna para descansar aquí a menos que dejemos la tierra sin labrar y desnuda de tal forma que un bosque de semillas la encuentre acogedora.
Tiempo atrás, el padre de mi tío había tenido un buen amigo que le había dicho esas palabras que ahora él me transmitía a mí: hachmasat orchim. Significan «hospitalidad», especialmente con los forasteros. El tío me expli que éste era el principio por el que trataban de regirse antes de la guerra, el principio al que in-tentaron atenerse durante la guerra y también ahora, después de la guerra, el principio que tendríamos que seguir para intentar vivir una vez más (8).

Mi tío dijo que era una bendición acoger al forastero, dar consuelo al caminante y muy en especial al viajero cansado.
-De la misma manera que la risa hospitalaria aguarda un chiste con el que poder expre- sarse, de la misma manera que los moribundos se muestran hospitalarios en la confiada espera del Único, así también la tierra se muestra hospitalaria y acogedora, tal como corresponde a un verdadero anfitrión.
»Porque la tierra es paciente, ¿sabes? Recibe la semilla, la mala hierba, el árbol, la flor;

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recibe la lluvia, el grano, el fuego. Permite y favorece la entrada. Es la anfitriona perfecta - concluyó mi tío.
Y yo lo comprendí. Las semillas de la tierra, las criaturas de la tierra, las estrellas en el firmamento y nosotros mismos... todos éramos huéspedes en ese campo.
Así pues, dejamos la tierra baldía para que las semillas encontraran el camino que conducía hasta aquel campo. Serían transportadas por las bocas de animalillos, que tal vez supieran que aquel campo los estaba esperando y dejaan caer las semillas. El mapache comería y depositaría en el campo lo que quedara. El venado que se rascara contra una estaca soltaría las semillas que llevara adheridas a la piel. Tal vez las palomas que sobrevolaban el campo soltaran las semillas que llevaban en el pico. Las condiciones climáticas y el aire contribuirían también a transportar las semillas con el viento.
-Ya lo verás, gracias a la impresionante hachmasat orchim de esta tierra, aquí ocurrirá un prodigio.
»¿Sabes cómo conseguir que los árboles crezcan tan libres y hermosos como los más bellos que hayas visto en tu vida? Permitiendo que la tierra sea hospitalaria. ¿Y eso mo se hace?
»No tiene nada de asombroso. Tal como se hace con un huésped, primero le ofreces agua. Bueno, eso Dios ya lo ha hecho por nosotros. Aquí, en los campos, Dios nos ha dado esta lluvia. ¡Qué gran anfitrión es Dios!
»Después añades un poco de sol y un poco de sombra. Pero Dios ya se encarga de eso, con las nubes y el sol. ¡Qué gran anfitrión es Dios!
»Finalmente, dejas la tierra en barbecho. ¿Y eso qué quiere decir? Quiere decir que la dejas arada pero sin sembrar. Quiere decir que la haces pasar por el fuego con el fin de prepararla para su nueva vida.
»Esa es la parte que Dios no hace solo. Dios pide colaboración. De nosotros depende echar una mano a lo que Dios ya ha empezado. A nadie le gusta esta clase de incendio, esta clase de fuego. Queremos que el campo siga siendo lo que siempre fue, en toda su singular belleza, de la misma manera que queremos que la vida siga siendo lo que siempre fue.
»Pero viene el fuego. A pesar de nuestro miedo, aparece de todos modos, a veces por casualidad, a veces de manera intencionada, a veces por razones que nadie acierta a comprender... unas razones que sólo son asunto de Dios.
»Pero el fuego también puede encauzarlo todo en una nueva dirección, hacia una vida nueva y distinta, una vida con una fuerza propia y una manera propia de configurar el mundo.
Yo ya estaba empezando a comprender que, en cierto, aquello era verdad. Podía ver con mis propios ojos que de la noche a la mañana el campo había recuperado la vida, una minúscula forma de vida: unas criaturas que semejaban bastones para caminar y asomaban como verdes briznas de paja contra la negra ceniza del campo, al tiempo que unos hombres que pare-cían hormigas paseaban por doquier, ataviados con pantalones negros y chalecos rojos.
-Quiero contarte un cuento -dijo mi o-, un cuento acerca del tiempo de la paz y el tiempo de las cenizas, acerca de cómo el jo-ven y el viejo llegan a conocer aquello que ja-más puede morir.
El tío sacó un enorme y tosco puro de la bolsa de algodón que llevaba alrededor de la cintura cuando salía al campo. En aquella bolsa guardaba entre otras cosas su navaja, un pañuelo de repuesto, unos cuantos clavos de hierro para los árboles frutales,(9) unas cerillas de madera y un pequeño frasco envuelto en piel de cabra con un «remedio líquido». Mi tío me había explicado qué era:
-Este remedio sirve para verterlo sobre una herida, por si me corto. Si tengo suerte y no me hago daño, me lo bebo cada día para conservar la salud.
Cortó de un mordisco el extremo del cigarro y lo recortó con la navaja. Después dio va- rias chupadas para encenderlo.
Clavó la navaja a su lado en el suelo y allí nos sentamos, en el mite del pequeño
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campo  en-negrecido,  rodeado  de  otros  campos  más  altos  llenos  de  maíz  en  fase  de maduración. Los largos pantalones tableados de mi tío se agitaban alrededor de sus botas. Un sombrero de ala ancha protegía su rostro del sol. Yo me senté con las piernas estiradas, las punteras de mis gasta-dos zapatos marrones vueltas hacia adentro y los viejos cordones de los zapatos curvados en los extremos tras haber pasado por las oxidadas hebillas.
-Verás -prosiguió mi tío-. Érase una vez hace mucho, mucho tiempo, en la época en que los benditos animales aún podían hablar...



Aquello que jamás puede morir

... y los seres humanos aún podían comprender el lenguaje de los animales, un jo- ven abeto que, a pesar de su escasa altura, tenía un espíritu grande.
Vivía en lo más profundo del bosque rodeado por árboles mucho más altos, mucho más majestuosos y mucho más viejos que ninguno de los que hasta entonces se hubiera conocido.
Todos los inviernos, los padres, las madres y los hijos se adentraban en lo más pro- fundo del bosque en viejos trineos de madera. Con gran alegría y regocijo cortaban varios árboles de tamaño mediano y se los llevaban. Los venerables caballos que tiraban de los trineos resoplaban y los cascabeles de sus guarniciones tintineaban. Las risas de los niños y de los mayores resonaban por todo el bosque.
Sí, el pequeño abeto había oído decir en susurros a los árboles más viejos, a aquellos que eran demasiado altos y demasiado grandes para que los cortaran con el hacha y se los llevaran... pues sí, había oído decir que los árboles que talaban los llevaban a un lugar maravilloso, un lugar que llamaban hogar.
Allí los trataban con gran respeto, eran acariciados por muchas manos y colocados en un agua calmante. Después, decían, toda una familia de personas sonrientes se congregaba a su alrededor. Adornaban el árbol con pequeños y preciosos objetos, pequeñas bolas confeccionadas con cintas y nueces peladas en su interior, galletas azucaradas y otras golosinas. Después encendían unas preciosas velitas y las colocaban en los codos y en los brazos del árbol. Y al final, con sus guirnaldas de caramelo, sartas de frutas y hasta a veces adornos de cristal y espejitos de colores, el árbol se convertía en el huésped más reverenciado de la casa. Era, en efecto, el mayor de los honores que se pu-diera tributar a un árbol.
Los árboles más viejos, que sabían de estas cosas, aseguraban que para los seres hu- manos que participaban en ese acto era un momento de gran alegría, pues unos preciosos chiquillos entraban cantando en la habitación y el fuego ardía en todas las chimeneas e incluso las estrellas del cielo parecían brillar con renovado fulgor.
Según contaban los viejos, se veían por doquier muchachos y muchachas corriendo de un lado a otro y entrando en el salón con toda suerte de alimentos que compartían con todos los demás. Las ancianas se ponían sus mejores delantales blancos. Los viejos se ponían sus mejores trajes negros y sus mejores sombreros negros, y todas las mujeres lucían sus mejores vestidos negros. Todos los chicos llevaban pantalones que les picaban y las chicas llevaban las faldas más adecuadas para hacer reverencias. Bueno, todo parecía ser absolutamente maravilloso. Y eso soñaba nuestro abeto.

Año tras año, el abeto esperaba que pasara el verano, que llegara el otoño y que, por fin, empezara el ansiado invierno. Cuando sentía el mordisco de los gélidos vientos, se llenaba de júbilo. Era entonces más feliz que nunca, envuelto en su gran capa verde cada año más tupida. Y también cada año, en invierno, regresaban los trineos y los hombres volvían a cortar árboles mientras los niños gritaban y hacían ángeles de nieve en los grandes ventisqueros.
Y, aunque el pequeño abeto era muy mido, no podía contenerse y cada año gritaba con más atrevimiento: «¡Venid! ¡Elegidme a mí! Me encantan los niños. Me en-canta esa famosa fiesta que celebráis. ¡Elegidme! ¡Por favor! ¡Elegidme!»
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Pero pasaban los años y nadie lo elegía. A muchos de los árboles del bosque que lo rodeaban ya se los habían llevado. Ahora su pariente más próximo se encontraba muy lejos de él y el pequeño abeto se sentía solo, pero a pleno sol fue creciendo y creciendo como jamás había crecido.
Al invierno siguiente, aparecieron de nuevo unos caballos que tiraban de un trineo cargado de alegres niños, en compañía de sus padres. Los caballos pasaron haciendo cabriolas justo por delante del abeto, pues el padre quería echar un vistazo a la espesa arboleda que había más adelante. «Esperad -gritó uno de los niños-. Aquél de allí abajo, el que está solo.» Y el abeto empezó a temblar de esperanza.
«¡Sí! ¡Acercaos un poco más! ¡Elegidme a mí! ¡Por favor!» El abeto trató de poner-se lo más tieso que pudo. Y la familia debió de oírle, pues el trineo se detuvo y los caballos dieron la vuelta trotando y regresa-ron, y muy pronto la familia se abrió paso
a través de la nieve para examinar el árbol.
«Mirad qué ramas tan fuertes tiene», gritó un niño con unas preciosas y arreboladas mejillas.
«Mirad qué verde y lozano es este árbol», dijo la madre.
«Sí -dijo el padre-, éste no es ni demasiado alto ni demasiado bajo sino justo lo que necesitamos.»
Y el padre sacó el hacha que guardaba en el trineo. Al primer golpe, el abeto experi- mentó el dolor más intenso que jamás había sentido en toda su vida.
«Oh  -gritó  el  árbol-,  voy  a  caer.»  Y  allí  mismo  se  desmayó.  El  hacha  siguió descargando golpes hasta que el árbol quedó separado de sus raíces y se desmoronó en medio de una gran lluvia de nieve.
Más tarde, el abeto fue colocado en la plataforma que avanzaba serpenteando tras el trineo. Los cascabeles de las guarniciones de los caballos tintineaban y el abeto oía las conversaciones y las risas de las personas. Ahora se le estaba empezando a calmar el terrible dolor y, además, recordaba vagamente que se dirigían a un lugar, un lugar importan-te, un lugar bello y maravilloso, un lugar que él había pasado todos los días y los años de su vida deseando ver con toda su alma.
En ese punto, mi tío se detuvo para recortar su retorcido puro.
-Tú ya sabes, mi niña, lo que decimos en un cuento como éste en un momento así, ¿ver-


dad?



Yo lo sabía, pues habíamos jugado muchas veces a aquel juego. (10)
-Claro -contesté de inmediato-. Cuan-do llega el primer momento decisivo del cuento,


siempre decimos: «Al igual que los gitanos cuando la caravana se pone en marcha, aunque abandonen un lugar conocido para dirigirse a un lugar desconocido, nadie está triste.»
-Muy bien -sonrió mi tío, alborotándome el cabello-. A cambio de esta respuesta tan bonita, serás recompensada con la siguiente parte del cuento.
Al final, cayó la noche, y el trineo con la familia y el árbol en la plataforma de atrás se detuvo frente a una casita cubierta por la nieve. Un anciano y una anciana salieron al nevado exterior y se acercaron al trineo.
«Qué árbol tan bonito, tan alto y tan ancho -dijeron-. Es justo el tamaño apropiado. Justo lo que necesitamos.»
«Bueno -pensó el abeto-, qué agradable resulta ser tan bien recibido. Me pregunto si éste será el lugar al que algunos de mis parientes han estado viniendo a lo largo de todos estos años. Espero volver a verlos muy pronto.»
Los ancianos lo levantaron de la plata-forma del trineo con sumo cuidado. Lo ad- miraron, le dieron palmadas y lo examina-ron por todos lados. Colocaron el tronco cortado del árbol en un cubo de agua fría que le alivió mucho el dolor.
Y, cuando apagaron las linternas, el abeto que amaba la profundidad y la oscuridad del bosque  empezó  a  apreciar  también  la  oscuridad  de  aquella  casa.  Y  aunque  estaba acostumbrado a ver todo el cielo estrellado y ahora sólo alcanzaba a ver un retazo de cielo

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nocturno a través del cristal de una pequeña ventana, distingu una estrella que parpadeaba más que las otras. Y, al verla, el abeto sintió que aún le aguardaban muchas cosas buenas.
Con estos pensamientos, el abeto, al igual que el resto de moradores de la casa, se dur- mió profundamente, inmerso en la dicha.
A primera hora de la mañana siguiente, hubo mucho ruido y alboroto, pues todo el mundo se felicitaba, se quejaba y chismorreaba. Alguien sacaba las virutas de madera del cubo dándole golpecitos para luego volver a llenarlo: clank, clunk, clunk. Los perros entraron a toda prisa soltando pequeños ladridos, después aparecieron los niños, el padre y la madre, los viejos y también otros niños y amigos, todos cargados con gran cantidad de cajas.
El árbol esperó emocionado, conteniendo literalmente la respiración. La gente retiró las tapas de las cajas. Dentro de ellas había adornos de todas clases, formas y tamaños, hechos de finísimo cristal. Había guirnaldas de arándanos y velas con papelitos de colores colocadas en el interior de cuencos de cristal.
Todo eso lo colgaron alrededor del árbol. Y después ¡oh prodigio!, se encendieron docenas de velas, una detrás de la otra, y las colocaron en círculos y espirales cada vez más arriba en las ramas, y el abeto se sintió en la gloria.
«Oh, eso es de lo que hablaban los viejos allá en el bosque y mucho más», exclamó el abeto. Y procuró por todos los medios estirar todavía más las ramas para estar lo más guapo posible. Los niños no dejaban de gritar y correr en círculo a su alrededor mientras los demás tocaban música y cantaban. Qué alegre se sentía el abeto, sobre todo cuando un precioso niño sostenido en brazos por su abuelo colocó una estrella de papel en la rama más alta.
Aquella noche, cuando los niños ya estaban durmiendo y el abeto se moría de sueño, y mientras la luz de aquella estrella tan grande penetraba a través de la ventana, los mayores entraron sigilosamente en la estancia cargados con regalos envueltos con un bonito y suave papel de color marrón y con trozos de tela cosidos entre con brillante hilo de seda de bordar. Sobre la repisa de la chimenea colocaron caballitos, cerditos y patitos y unas vacas hechas con manzanas y naranjas, con unas ramitas clavadas a modo de patas y unos ojos y unas narices grabadas para    que      pudieran         sonreír. Y todo aquello lo habían hecho unas manos llenas de esa clase de amor que ansía sor-prender y deleitar a los niños.
A la mañana siguiente, el árbol se despertó sobresaltado cuando los niños entra-ron corriendo en la estancia entre gritos y exclamaciones.
«Oh, mira qué bonito está el árbol con los regalos debajo.»
Y desenvolvieron los paquetes y sacaron unas lindas muñecas de trapo con unos pre- ciosos bucles hechos con hilo marrón y unos vestidos de ganchillo. Después saca-ron unos vagones de tren hechos con trozos de madera y con ruedas que giraban de verdad.
Después tomaron alegremente nueces peladas del abeto y el árbol agitó las ramas, alegrándose de formar íntimamente parte de todo aquello, algo que superaba todos sus sueños.
Bien entrado el día, los niños se queda-ron dormidos sobre la alfombra y los mayo-res hicieron la siesta, e incluso los perros y los gatos se echaron a dormir y a soñar. El árbol pudo entonces reflexionar acerca de su maravilloso destino y de todos los acontecimientos que habían tenido lugar. Y se sintió plenamente dichoso.
Aquella noche, cuando todos estaban en la cama roncando muy quedos -el perro y el gato así, zzzzz, los niños así, zzzzzz, el padre, la madre y los viejos así, zzzzzz- el árbol también se durmió y soñó con su nueva vida.
Al día siguiente, y al otro, el árbol siguió ocupando con orgullo su sitio en el salón, aunque un poco maltrecho, pues le habían arrancado todas las cintas y la estrella le colgaba de lado sobre un ojo. Pese a ello, al abeto todo le parecía estupendo, inclusocuando vio que casi todos los niños y los mayores subían a sus trineos y se iban. «Bueno, ya volverán esta noche - pensó el abeto-, y volverán a colocar una vez más mi dolorido tronco en agua fría. Volverán a adornarme otra vez y los festejos se reanudarán.»
Entonces entró el padre, le arrancó los adornos y los colocó en unas cajas, protegidos con capas de algodón. Después sacó el árbol del cubo de agua y lo sacudió con tal fuerza que

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todo lo que permanecía escondido entre sus ramas cayó al suelo. Dejó las guirnaldas de arándanos secos en el árbol y lo sacó a rastras del salón.
El abeto, aunque sorprendido ante aquel inesperado maltrato, seguía conservando la esperanza. «Bueno, a ver a qué habitación van a llevarme.» Se imaginó el gozoso pro-ceso de la colocación de los adornos y los re-galos mientras los niños brincaban y todo el mundo cantaba de nuevo, y lanzó un suspiro sólo de pensarlo.
Pero el padre arrastró sin contemplaciones al abeto por la escalera de madera que conducía  arriba,  cuyos  peldaños  eran  cada  vez  más  estrechos  conforme  iban
subiendo. Al final, al llegar al último rellano, el padre abrió una puertecita y, sin ningún
miramiento, arrojó el árbol dentro. Alarmado, el abeto preguntó, con lo que a él le pareció un gran grito, «¿Qué significa esta oscuridad?». Pero, al parecer, nadie le escuchó, pues el padre cerró la puerta y volvió a bajar.



En este punto, mi tío dejó escapar un suspiro, sosteniendo la colilla del cigarro entre sus dientes ennegrecidos:
-Ah -dijo-, llegamos ahora al momento de la historia de esta pequeña vida en que lo único seguro es que va a producirse un cambio. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
Creí   entenderlo,   pero   no   estaba   segura.   Me   pasé   un   buen   rato   pensándolo detenidamente. ¿Acaso debía contestar «Aunque el violinista haya perdido el violín, todavía puede cantar»?
No, debido a la solemne expresión en el rostro de mi tío, comprendí que no era ésa la respuesta adecuada.
¿Sería acaso «En el ejército no hay ningún Peter bátya», «En el ejército no hay ningún tío Peter»? Lo cual significa que, cuando uno está sufriendo grandes penalidades en la cárcel, no hay ningún vigilante amable que le vende las heridas.(11)
No, por su cara me di cuenta de que ésa tampoco era la respuesta apropiada.
Mi tío mostraba una expresión expectante. Estaba esperando como lo haría un perro: con un levísimo temblor justo a flor de piel. Mi tío esperaba a que yo pronunciase la única palabra apropiada y, en caso de que la pronunciara y en el momento en que lo hiciera, asentiría de in-mediato o me haría un guiño, sonreiría, soltaría una exclamación o se daría una palmada en la rodilla.
Entonces lo recordé. Y bajando la voz, me atreví a decirlo.
-¿Quiere acaso decir, mi querido tío, que aunque creamos seguir el mapa apropiado... Mi tío empezó a sonreír.
-... Dios decide de pronto levantar el camino...
Mi tío asentía ya con satisfacción.
-... y colocarlo, y a nosotros con él, en otro lugar?
-Bueno, ya veo que has aprovechado bien la escuela, niña mía -dijo soltando una sonora carcajada-.(12)    ¡Sí, aunque creamos estar siguiendo el mapa correcto, Dios decide de pronto levantar el camino y colocarnos en otro lugar! ¡Eso es exactamente!
Tomó mi rostro entre sus enormes manos.
-Ahora sí te has ganado el resto del cuento.



...Verás, resulta que en aquel pequeño y frío desván no había más luz que la que pe- netraba a través de una sola ventanita cubierta de escarcha en el alero de la casa, a través de la cual resplandecía aquella estrella tan grande.
«Qué desgraciado soy -pensó el árbol, al tiempo que se tocaba todas las ramas para ver si se había roto algo-. ¿Q he he-cho yo para que me abandonen en este frío y solitario lugar?»
Pero nadie lo oyó. Y allí permaneció el abeto durante muchos días y muchas noches.
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Cierta noche, sin embargo, el árbol pu-do ver con el rabillo del ojo cuatro brillan-tes puntitos rojos que eran los ojos de dos minúsculas ratas que vivían entre las pare-des del desván.
«Oh -les dijo con dulzura-, oh, señoras mías, ¿sabéis cuándo vendrán a sacarme de este desván para llevarme de nuevo a la habitación especial?»
La ratita vestida con mono de trabajo y bufanda empezó a reírse:
«¿V-venir a sac-carte y llevarte de nue- vo a la habitación e-especial? Ja ja ja.»
En cambio, la otra ratita vestida con una pequeña falda y un delantal blanco le dio un
codazo a su amiga y le dijo con amabilidad: «Oh, querido árbol, ¿pero qué dices,


aca-


so no has tenido una vida satisfactoria?» «Sí», contestó el árbol, asintiendo tris-


temente con su copa.
«Ah, ya que te creías nacido para este tipo de vida... y que no deseabas cambiarla. Pero... -aquí la ratita le dio una palmada al árbol- todo termina, mi querido árbol, incluso las cosas buenas.»
«¿Esta temporada tiene que quedar atrás entonces?», preguntó el abeto.
«Sí -contestó la ratita, alargando una pata para darle otra palmada al árbol-. Es-ta temporada ha terminado. Pero ahora empieza otra distinta. Una nueva vida, siempre otra clase de vida viene después de la antigua. Ya lo verás.»
Y las dos ratitas se pasaron toda la noche sentadas junto al árbol, contándole cuentos y cantándole todas las canciones que sabían. Y el abeto les preguntó si les gustaría encaramarse a sus ramas para estar más calentitas y ellas aceptaron de muy buen grado. Y juntos se pasaron toda la oscura noche durmiendo, mientras la gran estrella del otro lado de la ventana se acercaba cada vez más, casi como si estuviera al corriente de la situación y, movida por la compasión, quisiera derramar toda su luz sobre ellos.
A la mañana siguiente, el abeto y las ratitas fueron bruscamente despertados por el ruido de unas fuertes pisadas en la escalera. Las ratitas saltaron de las ramas del abeto.
«Adiós, querido amigo. Acuérdate denosotras, tal como nosotras nos acordaremos de ti y de tu bondad», dijeron las ratitas que corrieron a esconderse en una grieta de la pared.

«Y yo de vosotras -gritó el abeto-. Me acordaré de vosotras.»
La puerta del desván se abrió con estrépito y el padre, abrigado con un gorro de lana y un gabán, tomó el abeto y lo arrastró escaleras abajo, cruzó la puerta con él y lo llevó hasta el patio. Allí lo dejó apoyado contra un viejo tocón y, alzando una enorme hacha, la dejó caer con todo su peso en me-dio del árbol, provocando un terrible fragor de la madera al desgarrarse. Al primer gol-pe, el árbol cremorir de dolor y, al segun-do, se desmayó.
Un buen rato después, el abeto se despertó de nuevo en un rincón de la habitación especial y, aunque no era exactamente el mismo de antes, le pareció que sólo le faltaban las hojas y que sus brazos estaban colocados de otra manera, separados de él y troceados. Pero también vio en las sillas que había delante de la chimenea a los dos
ancianos que habían cuidado de él al principio, cuando había llegado a la casa desde el bosque. Eran los que tiempo atrás habían aliviado el dolor de su herida con agua fresca. Y allí estaban, arrebujados delante del fuego. A pesar del estado en que se encontraba, el abeto contempló con una sonrisa el amor que reinaba entre ambos.
El viejo se levantó y arrojó uno de los brazos del árbol al fuego y, aunque al principio el abeto opuso resistencia y gritó, no tardó en comprender, mientras las llamas penetraban en su interior, que aquélla era su gozosa misión en el mundo: darles calor a seres como aquéllos. Oh, qué dicha tan grande ser calentado por dentro por la llama del amor y por fuera por el amor de alguien como él.
El abeto ardía cada vez con más fuerza. «Nunca habría imaginado que fuera capaz de
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arder con semejante brillo, que pudiera llenar una estancia con semejante calor. Amo a estos viejos con todo mi corazón.» El abeto y todos los nudos de su leña -y de su corazón- estallaron de alegría entre las llamas.(13)

Noche tras noche el abeto se entregaba a aquel acto. Se alegraba tanto de ser útil y de vivir de aquella manera, que siguió ardiendo hasta que no quedó nada de él, excepto las cenizas que cubrían el suelo del hogar.
Y, mientras los viejos retiraban sus restos, pensó que jamás habría podido imaginar una gloria superior a la que había experimentado hasta entonces y que jamás habría podido desear una existencia superior a la que había tenido hasta aquel momento.
Los ancianos tuvieron mucho cuidado y, con sus sabias y viejas manos, barrieron de- licadamente todas las cenizas del hogar, y las colocaron en una suave bolsa muy gastada y las guardaron para la primavera.
En cuanto empezó a calentarse la tierra, el viejo y la vieja sacaron la bolsa de las ce- nizas, salieron a sus huertos y sus campos, y esparcieron cuidadosamente las cenizas del abeto por todas partes, por encima de las parras, y mezclaron las cenizas del abeto con toda su tierra. Con el paso del tiempo, cuando cayeron las lluvias primaverales y empezó a brillar el sol, las cenizas del abeto percibieron una especie de rápido movimiento debajo de ellas.
Aquí y allá, por debajo, entre ellas y a su alrededor surgieron unos minúsculos y bri- llantes brotes verdes y entonces el abeto esbozó mil sonrisas y lanzó mil suspiros, alegrándose de poder ser útil una vez más.
«Oh, nunca hubiese imaginado que pu-diera convertirme en ceniza y producir de nuevo semejante vida. Qué gran suerte me ha deparado la vida, Crecí allí arriba, en la soledad del bosque. Más tarde, qué días y noches tan agradables entre el tintinear de los vasos y la luz de las velas y los cantos que aprendí. En mis momentos de soledad y necesidad en la más oscura de todas las noches, me hice amigo de unos seres desconocidos que querían ser una familia y algo más. E incluso mientras el fuego me desgarraba, des-cubrí que podía emitir una luz inmensa y un reconfortante calor desde mi corazón. Qué gran suerte he tenido.
»Ah -suspiró el abeto-, de entre todo lo que se levanta y cae y vuelve a levantarse, sólo el amor a una nueva vida, sólo este amor, es el que perdura. Ahora estoy en todas partes.
¿Veis hasta dónde llego?»
Y aquella noche, mientras la gran estrella atravesaba el cielo nocturno del universo, el abeto descansó en la bendita tierra, muy cerca de todas las raíces y las semillas para darles calor, pues sus cenizas alimenta-rían para siempre todas las cosas que crecen y éstas, a su vez, alimentarían a otras que, a su vez, alimentarían a otras a lo largo de todas las generaciones futuras.
En aquella generosa tierra de la que él procedía y a la que de nuevo había regresado, durmió profundamente y tuvo muchos sueños, rodeado -como antaño en lo más profundo del bosque- por aquello que es mucho más grande, mucho más majestuoso, mucho más antiguo que ninguna otra cosa que jamás se haya conocido.



-¿Lo ves, mi niña? Nincs oly hitrány eszköz, hogy hasznát në léhetne vënni. No hay nada que no tenga valor. Todo se puede utilizar para algo. En el jardín de Dios, toda persona y todas las cosas tienen una utilidad.

En nuestra familia decimos: «Vete a llorar a los campos porque al tus lágrimas os harán bien tanto a ti como a la tierra.» Mi tío y yo permanecimos sentados largo rato en el campo, alternando la conversación con el intercambio de cuentos y llorando un poquito al pensar en los episodios tristes y los episodios felices de nuestras vidas y de los cuentos. Al final, mi tío dijo:
-Declaro que hemos bautizado por completo esta tierra como Dios manda.
Después se enjugó las lágrimas con el dorso de sus grandes manos. Me abrazó y me

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secó las lágrimas con los largos extremos de su pañuelo.
Ya era tarde y hora de regresar a casa. El tío me tendió la mano para ayudarme a levantar y ambos nos echamos las azadas al hombro. Él me ayudó a encontrar el equilibrio apropiado para el peso de la azada.
-Veamos lo que ocurre con nuestro campo. Tal vez por la mañana se haya convertido ya en un bosque.
Soltó una carcajada y se inclinó para colocar-me la azada en su sitio, haciéndome un guiño.

Regresamos a casa en la penumbra del oca-so mientras la tierra quemada dormía momentáneamente a nuestras espaldas.
Y, mientras nosotros dormíamos aquella noche, las semillas de todos los rincones de nuestro mundo empezaron a desplazarse venturosamente hacia aquel campo.






Y aconteció que, con el tiempo, aquel campo abierto por el fuego -aquel campo en bar- becho y a la espera- atrajo hacia sí justo a los forasteros apropiados, justo las semillas ade- cuadas.
A su debido tiempo, empezaron a brotar unos menudos arbolillos.
Llegaron los robles, llegaron los pinos blancos, los arces rojos y los plateados, y hasta los sauces verdes y los rojos encontraron el camino hacia el rincón más distante del hospitalario campo, donde los esperaba una pequeña reserva de agua subterránea. A juicio de mi tío, aquellos árboles eran como muchachos humanos que volvían a coquetear y bailar como antes. Estaba tan contento como yo.
Durante mucho tiempo -pues los árboles madereros tardan mucho en crecer-, se fue desarrollando un bosquecillo y un espeso soto-bosque, con mucha paja para la creación de de- fensas contra la nieve, con rincones secretos para los juegos infantiles y pequeños y moteados claros que podían servir como lugares de oración y descanso para toda suerte de caminantes y viajeros. Aquel bosque se convirtió en el hogar viviente de las oropéndolas negras y ana- ranjadas, los cardenales escarlata y los azulísimos arrendajos azules; a todos ellos los llamába- mos «las joyas del bosque de Dios». Allí acudían también las mariposas, que se posaban con un levísimo y tenue rumor sobre las delicadas hierbas, haciendo que las largas hojas apenas se estremecieran bajo su ingrávido peso.
Además, a primera hora de la mañana, justo durante unos pocos minutos si te levantabas lo suficientemente temprano, podías ver mo el rocío orlaba todas las formas del bosque has- ta donde alcanzaba la vista.
Cual misculas sartas de luces, el rocío humedecía todos los espinos, todas las pelusillas, todos los dentados bordes de todas las largas hierbas, todos los puntos de cada una de las hojas. Se aferraba a todos los ásperos bordes de la corteza de los árboles, a todos los tallos, a todos los juguetes infantiles abandonados en el bosque.
Con las primeras luces del alba, el campo antaño vacío y convertido ahora en bosque resplandecía como un palacio donde todas las formas recibían luz y nos la devolvían multiplica-da  por  mil.  Mi  tío  y  yo  teníamos  la  certeza  de  encontrarnos  en  el  Edén,  el grandioso jardín de Dios.





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Cuarenta y cinco años pasaron por nosotros. Mi tío aún vivió muchos años y yo creo que su larga vida se puede atribuir a esa fiel e inmutable fuerza que empuja a todos los seres humanos hacia una nueva vida, cualquiera que sea el fuego que los haya abatido.
A lo largo de los años, junto con todos los campos reales que él nos ayudó a sembrar, hubo unos campos en barbecho que él volvió a sembrar en su interior. Su fuerza vital adquirió impulso y volvió a penetrar en la tierra. Surgió de las cenizas que cubrían el campo baldío de su interior.
Yo fui testigo de la recuperación en su interior de una pequeña parcela del Edén. Sé que fue así. Lo vi con mis propios ojos.
Cuando estuvo finalmente preparado para abandonar este mundo, se desplomó como uno de esos altos y viejos árboles del bosque. Y, como un gran árbol caído, aunque no separado de sus raíces, su existencia se prolongó a lo largo de muchas otras estaciones y, durante algún tiempo, siguió echando valientemente hojas aquí y allá. Y una noche, en medio de un vendaval de la clase que era de esperar, los últimos retazos de su vieja leña se partieron y él fue finalmente libre.
Lloré la pérdida entonces y la sigo llorando ahora, no simplemente por la desaparición de un ser sino por la de dos: por mi queridísimo y anciano tío, y por el amado y fidelísimo ser a quien llamábamos Este Hombre.





Todas las lecciones de mi tío, las lecciones relacionadas con las arboledas del viejo país, las lecciones del campo en barbecho de nuestros cuentos forjados por la guerra, el hambre y la esperanza, permanecen esplendorosamente vivas en espíritu, en mí y, a través de mí, en mis hijos y en los hijos de mis hijos, y espero que también en los hijos de éstos.
Siento que el espíritu de Zovár sigue vivo. Los muchos relatos del viejo país -y del nue- vo país- que protagonizó Este Hombre perduran en todos los campos baldíos, en todos y cada uno de los que asumen el papel de anfitriones y esperan con paciencia, fielmente, a que llegue la nueva semilla y haga fructificar en ellos una generosa cosecha, tal como sin duda será.
Estoy segura de que en todas las tierras en barbecho, una nueva vida está a la espera de re-nacer. Y, lo que es más sorprendente todavía, que la nueva vida llegará tanto si uno quiere co-
mo si no. Por mucho que cada vez se la intente arrancar, cada vez volverá a echar raíces y a reimplantarse. La nueva semilla volará con el viento y seguirá llegando y ofreciendo múltiples ocasiones para el cambio del corazón, el regreso del corazón, el restablecimiento del corazón, y para volver a optar finalmente por la vida... de todo eso estoy segura.

¿Qué es aquello que jamás puede morir? Es aquella fuerza fiel que nace en nuestro inte- rior, la que es más grande que nosotros, la que atrae la nueva semilla hacia los lugares
abiertos, maltrechos y estériles de tal manera que pueda volver a arraigar en nosotros. Esta fuerza, en su insistencia, en su leal-
tad a nosotros, en su amor por noso- tros, en su acción casi siempre miste- riosa, es mucho más grande, mucho más majestuosa y mucho más an- tigua que cualquier otra fuerza
que jamás se haya conocido.



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Epílogo



Mientras termino este libro, contemplo la pequeña arboleda que decidí cultivar hace tres años cuando empecé a escribir El jardinero fiel. Desarrollé tanto la arboleda como el libro a modo de plegarias activas en honor de mi tío y del resto de mis seres queridos refugiados, y también a modo de súplica para que la bendición más poderosa que conozco se derramara sobre los muchos millones de personas de este mundo que, por necesidad y a menudo invo- luntariamente y sin culpa por su parte, tratan de seguir un camino desconocido o doloroso.
Para crear esta plegaria viviente, empecé a cavar una ancha franja de sped y a hacer ciertas abluciones sobre la tierra, según nuestra costumbre. A continuación, prendí fuego a la pequeña parcela, un pequeño incendio limita-do por todas partes en un día sin el menor soplo de viento.(14) Después dejé la tierra en barbecho.


El primer año y el siguiente se derramaron sobre la tierra las suficientes lágrimas como para que se la pudiera declarar bautizada como Dios manda.
Después me puse a esperar, contemplando la pequeña parcela vacía. En medio de nuestra aldea de bungalows de ladrillo, ¿podría alguna semilla ser capaz de encontrar el camino hacia aquel minúsculo campo baldío?
Los vecinos y los viandantes se detenían para preguntar por qué razón el campo parecía
«destripado». «¿Por qué está tan vacío?» ¿Acaso no prefería plantar un poco de preciosa Hierba Azul de Kentucky? «¿Tienes pensado construir un garaje?» Pero yo defendí mi sen- cilla tierra baldía.
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-¿Que vas a cultivar qué?
-Voy a cultivar un bosque en la ciudad, un bosque urbano.
La gente se alejaba, rascándose la cabeza. Se presentó un inspector del pueblo. Dijo que había oído decir que alguien del barrio iba a cultivar un bosque en el patio de atrás de su casa.
-Eso no tiene mucha pinta de bosque -dijo.
-Espere -repliqué.
-Podría ser ilegal -dijo.
-Como puede ver, de momento el bosque está sólo en el aire. (15)
-Mmmm -dijo.







Al  llegar  el  segundo  año  se  produjo  el  fiel  milagro.  Unos  diminutos  arbolillos empezaron a brotar en la tierra baldía, unos árboles tan me-nudos que cualquiera hubiera podido caer en la tentación de decirles a los niños que en ellos habitaban los elfos. Eran simples ramitas de abeto, de delicado arce rojo y siete minúsculos laureles procedentes de un enorme árbol madre que había al final de la calle.

Ahora, al término del tercer año, hay dos arces de metro veinte de altura, quince laureles, dos fresnos de casi un metro y medio de altura, tres dorados árboles de la lluvia cuyos inflados farolillos ya han florecido dos veces, y veintisiete brotes de olmo.
Por sorprendente que parezca, es como si la tierra recordara sus más antiguas pautas, pues bajo los brotes han empezado a crecer pequeñas hiedras terrestres, helechos dilatados y otras plantas rastreras. El trébol de los prados ya ha asomado a través de la piel de esta tierra. Los picamaderos americanos, los gorriones, los pájaros carpinteros y otros pequeños animales han traído semillas de distintas clases. Está naciendo un brote de fresas silvestres y hay tam- bién cebollas silvestres. Hay yerbabuena, menta, yanica y otras hierbas, todas ellas muy bien desarrolladas, como si la naturaleza amara no sólo lo medicinal sino también lo bello.
A esta parcela de tierra en la que antaño no había nada, han venido también nuevas mariposas, mariquitas oceladas y grillos, pero no los habituales y monótonos grillos urbanos que hacen «cri-cri», sino unos grillos que cantan melodías en cuatro movimientos y suenan como cascabeles, «tuituituituitui»... Una vieja cerca de madera protege la pequeña arboleda de los vientos del norte en invierno. Ahora las estrellas del cielo pueden arrojar su luz sobre otra minúscula parte del Edén recuperado.
El milagro de la nueva vida que surge en la tierra baldía es un cuento muy antiguo. En la antigua Grecia, Perséfone, la virginal doncella de la tierra, fue raptada y mantenida mucho tiempo bajo tierra. A lo largo de aquel período, su madre, la diosa de la tierra, echaba tanto en falta su dulce espíritu, que se hizo estéril y un frío e infecundo invierno perenne se abatió sobre la tierra.
Cuando Perséfone fue liberada finalmente de las angustias del infierno, regresó a la tierra tan rebosante de alegría que todas las pisadas de sus pies descalzos sobre el yermo suelo dieron lugar al nacimiento instantáneo de toda suerte de plantas y flores.






A través de este pequeño bosque urbano contemplo a mi familia adoptiva de refugiados, los fieles que hace ya tanto tiempo, y por obra del destino, se convirtieron en mi propia fami- lia. El hecho de que una niña desgarrada en un determinado sentido se uniera a otros seres
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desgarrados en otro, constituye un destino que pa-rece, tal como decimos nosotros, «designio de Dios y asunto de Dios».
No muy bien qué le di yo a mi familia adoptiva, pero sí lo que ellos me dieron a mí. Amor, por supuesto, y también sabiduría, y una ininterrumpida y austera severidad que suavizó los cortantes filos de algo que había en mí que cabía la posibilidad de que resultara valioso y mereciera la pena pulir. Me sometieron a duras pruebas de muchas clases y me inculcaron un profundo respeto por la supervivencia, no de los más aptos sino de los más sabios, de los más leales defensores de la vida y la tierra, de los propios seres queridos, incluidos aquellos a quienes más cuesta amar, y de aquellos que necesitan amor por encima de todo.
Gracias a la vida que vivimos aprendí la lección-ofrenda más dura de aceptar y también lamás poderosa que conozco: el conocimiento, la certeza absoluta de que la vida se repite y se re-nueva por muchas veces que se la apuñale, se la despoje de todo, se la arroje al suelo, se la dañe y ridiculice, se la desprecie y se la mire por en-cima del hombro, se la torture o se la deje indefensa. (16)
Aprendí de mis seres queridos tantas cosas acerca del sepulcro, del enfrentamiento con los demonios y del renacimiento como las que he aprendido a lo largo de toda mi formación psicoanalítica y de mis veinticinco años de práctica clínica. Sé que aquellos que han estado en cierto modo y durante algún tiempo privados de la fe en la vida son en último extremo los que mejor llegarán a comprender que el Edén se encuentra bajo el campo baldío, que la nueva se- milla se desplaza primero hacia los espacios vacíos y abiertos, incluso cuando ese espacio abierto sea un corazón afligido, una mente torturada o un espíritu quebrantado.
¿Q son este fiel proceso espiritual y esta semilla que cae en terreno yermo y 10 vuelve fecundo? No tengo la pretensión de comprender su mecanismo de actuación. Pero sé que cualquier actividad a la que entreguemos nuestros días podría ser lo menos importante que hagamos si no comprendemos al mismo tiempo que hay algo que permanece a la espera de que le abramos el camino, algo que está a nuestro la-do, algo que ama y espera a que preparemos el terreno apropiado para que manifieste su presencia en toda su plenitud.

Estoy segura de que, mientras cuidemos con esmero de esta poderosa fuerza, aquello que parecía muerto ya no lo estará, lo que parecía perdido dejará de estarlo, lo que algunos consideraban  imposible  será  claramente  posible  y  cualquier  terreno  en  barbecho  estará simple-mente descansando... descansando y a la espera de que la bendita semilla sea venturosamente llevada por el viento."
Y lo será.



Plegaria

Niégate a caer.
Si no puedes negarte a caer, niégate a permanecer en el suelo, eleva tu corazón hacia el cielo
y, como un mendigo hambriento, suplica que te lo llenen, y te lo llenarán.
Puede que te empujen hacia abajo. Puede que te impidan levantarte.
Pero nadie puede impedirte elevar tu corazón hacia el cielo...
sólo tú.
Es justo en medio de la desdicha cuando muchas cosas se aclaran.
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El que dice que nada bueno se ha conseguido con ello es que aún no está prestando atención.



C. P. ESTÉS


































































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NOTAS



1.           En el viejo país hay ciertos cuentos que, como los amigos, «caminan juntos» por distintos motivos que atañen a la razón y al espíritu. En mi familia, el conocimiento de estas combinaciones de cuentos y de los ingeniosos subtextos y estructuras que las forman se adquiere a lo largo de varias décadas de aprendizaje, es decir, escuchando tanto a nivel interior como exterior a los mayores, que a su vez escucharon de este mismo modo a sus mayores que a su vez también escucharon a los suyos... y así sucesivamente.
2.           Mis   primeros   cuentos   surgieron   en   parte   debido   al   intercambio   de interminables parábolas con mi tía Káti, una de las hermanas mayores de mi padre y también una de mis grandes mentoras. En particular, mantenía el ritual de contar las historias bíblicas del viejo país en determinados días sagrados, onomásticas, días festivos y fiestas de guardar.
3.           Este  cuento  está  formado  por  una  selección  de  fragmentos  de  un  cuento literario más largo original de la autora, «The Creation of Stories», copyright @ 1970, C. P. Estés.
4.           Un juego de palabras con szivar, que signifi¬ca «puro».
5.           Cuando termina una guerra, nunca termina sin más. La primera guerra tiene lugar durante el momento en que se desarrolla. La segunda guerra, la más larga, empieza cuando cesan los combates; esta guerra tarda años en finalizar y, a menudo, ocupa incluso diferentes generaciones.
6.           Estos zapatos hechos a mano se llaman bocskorok. Unas finas suelas de cuero curtido se cosen a los empeines «de tal forma que notas el suelo que pisas». El hecho de que un mismo bocskorok pudiera servir para cualquiera de los dos pies constituía para mí, en mi infancia, un constante motivo de asombro.
7.          Una hectárea equivale a diez mil metros cuadrados; un codo corresponde aproximadamente a unos cuarenta y seis centímetros.
8.           Muchos miembros de nuestra familia pensaban que en todos los cristianos se conservaban todavía las raíces del antiguo credo judío del siglo 1 o incluso de períodos muy anteriores. En las raíces de nuestro viejo país se conservan muchos conceptos de carácter hebreo, por ejemplo, el concepto del mitzvah, la bendición, y, en particular, el mitzvah de acoger a los huéspedes en nuestro espacio vital.
9.           En aquel tiempo creíamos que el hecho de clavar en la corteza de un árbol frutal debilitado clavos de hierro podría infundirle nueva vida. No pa¬sábamos por alto el simbolismo de la madera viva traspasada por los clavos.
10.         Una de las maneras mediante las cuales yo descubrí la naturaleza curativa de los cuentos fue practicar la técnica de preguntas y respuestas tal y como la llevaban a cabo mis mayores. Ciertos conocimientos se adquieren gracias a determinados re-latos. Aunque los hay que consideran un tanto pintoresco este método de enseñanza, se trata de una forma muy compleja y sofisticada de transmitir conocimientos acerca de la vida por medio de la exégesis del subtexto de algunos cuentos concretos.
11.         Nincs a hadban sémmi Péter bátya. En el ejército no hay ningún tío Peter.
12.         Muchos miembros de mi familia pensaban que educar a las niñas era una pérdida de tiempo. Sin embargo, una de mis abuelas, a pesar de que no sabía leer ni escribir, solía protestar a este respecto, afirmando que el hecho de educar a una mujer equivalía a educar a toda su familia.
13.         Un  cuento  muy  distinto  y  mucho  más  breve  de  Hans  Christian  Andersen termina sin más con la quema de un árbol. Los cuentos de nuestra familia que hablan del humus son curiosos en el sentido de que muchos de ellos son más misteriosos y presentan
«desenlaces» de una mayor singularidad que la mayoría de los retocados y embellecidos
«clásicos». En mi opinión, los encuentros directos con la muerte, los encuentros de primera

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mano  con  los  terrores  de  la  humanidad,  han  permitido  que  los  cuentos  de  mi  familia conserven su poder de redención.
14.         Si nunca han prendido fuego a un terreno, jamás se les ocurra hacerlo, y punto.
15.         Pecando  un  poco  de  ligereza,  quizá  resultaría  conveniente  solicitar  del
Gobierno de Estados Unidos la denominación de «minúsculo bosque nacional».
16.         De los muchos miembros refugiados de mi familia que me criaron, adquirí, invirtiéndolos por completo, muchos conocimientos acerca del alma y la psique: sus heridas, sus sufrimientos y su recuperación definitiva. En mi calidad de única niña de la familia en aquella época descubrí no sólo los aspectos más oscuros y más susceptibles en lo que a recuperación de la vida se refiere, sino también la constante proximidad de la muerte de una manera y con una profundidad por lo general reservadas a los muy viejos.
17.         El viento de los tiempos antiguos del que hablaba mi tío se llama Ruach. Mi tío me explicaba que el Ruach es el viento hebreo de la sabiduría, el viento que une a los seres humanos con Dios. Ruach es el aliento de Dios que desciende a la tierra para despertar una y otra vez las almas.



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R e c u r s o s

Audio

La doctora Clarissa Pinkola Estés es la autora de una colección de grabaciones de audio en las que se combinan los mitos y los cuentos con análisis arquetípicos y comentarios psicológicos. Entre los títulos cabe citar:

The Faithful Gardener:
A Wise Tale About That Which Can Never Die (90 minutos)

Women Who Run with the Wolves:
Myths and Stories on the Instinctual Nature of Women
(180 minutos)

The Creative Fire:
Myhts and Stories on the Cycles of Creativity (180 minutos)
Theatre of the Imagination
Una serie dividida en doce partes relativas a mi-tos, cuentos y comentarios, retransmitidos a través de la National Public Radio y Pacifica Networks a nivel nacional (1.080 minutos)

Warming the Stone Child:
Myths and Stories About Abandonement and the Unmothered Child
(90 minutos)

The Radiant Coat:
Myths and Stories on the Crossing Between Life and Death
(90 minutos)

In the House of the Riddle Mother: Archetypal Motifs in Women's Dreams (180 minutos)

The Red Shoes: On Torment and the Recovery of Soul Life
(80 minutos)

The Gift of Story: A Wise Tale About What is Enough
(60 minutos)

The Boy Who Married an Eagle:
Myths and Stories on Male Individuation (90 minutos)
How to Love a Woman:
On Intimacy and the Erotic Life of Women (180 minutos)

Para más información acerca de estas y otras producciones de audio de la doctora Estés, escribir o llamar a Sounds True, 735 Walnut St., Dept. FGX, Boulder, CO 80302. Teléfono 1-
800-333-
9185.

Libros

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Mujeres que corren con los lobos. Ediciones B, Barcelona, 1998

The Gift of Story: A Wise Tale About What Is
Enough.
Ballantine, Nueva York, 1993


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Agradecimientos



Este libro está escrito a modo de «cuento de ha-das», la lengua materna psíquica de las familias de mi infancia. De ese modo, escribo acerca de «un padre», «un anciano», «una niña», «un árbol», «un campo». Como en los cuentos de hadas, muchos de los miembros de mi familia adoptiva vivieron en
un tiempo y un lugar que ahora ya sólo existen en la memoria: aquella guerra, absurdamente denomi- nada el «escenario europe, y también la enriquecedora pero dura existencia en los bosques de las zonas rurales del norte de Estados Unidos a finales de los años cuarenta y cincuenta.



Para escribir acerca de aquella época, he echa-do mano de la tendencia magiar a la lírica que aprendí durante mi infancia, el sencillo ritmo de la historia que mantiene unidos nuestras canciones, nuestros grandes poemas, nuestra épica y los cantos de los ggyítók de nuestra familia, los sanadores y creadores de oraciones.
En lo relativo al léxico estoy parcialmente en deuda con mis queridos padres adoptivos, Joszéf y Márushka, y con sus dieciocho hermanos y hermanas, de los cuales el tío Zovár fue uno de los que más cerca estuvo de mí. Todos ellos -incluidos sus cónyuges y sus padres, así como todos nuestros seres queridos que fueron asesinados en guerras de diversa índole y los que murieron en distintos brotes epidémicos- elevan el número total de mis mayores de esta familia a sesenta y dos personas.
Diez de estos mayores, que ahora cuentan ochenta y tantos o noventa y tantos años, siguen mi- lagrosamente vivos. Ellos, y la miríada de aquellos que ahora descansan en paz, siguen siendo para mí tan esenciales como siempre y los alabo, los aprecio y les doy las gracias. Son los últimos miembros de su clase sobre la faz de la tierra.
Quiero expresar también mi agradecimiento a Tom Grady, que comprendió que los tíos son para los niños algo así como gigantes. A Kip Kotzen por sus muchas gentilezas para conmigo. De inestima- ble ayuda han sido para el amor y la paciencia cotidiana de Bogie, T. J., Juan, Lucy, Virginia, Che- rie, Charlie y Lois. Todos cuentan a cambio con mi gratitud. Doy las gracias en particular a Ned Leavitt, que con toda justicia puede decirse que re-mov cielo y tierra.


 


La doctora Clarissa Pinkola Estés, poeta, estudiosa, y diplomada en psicoanálisis junguiano por la Asociación de Psicología Analítica de Zurich, Suiza, es también una contadora, guardiana de los antiguos cuentos de  la  tradición latinoamericana. La  obra  de  la  doctora Estés  es  mundialmente conocida debido al aporte de sus innovadoras investigaciones sobre la naturaleza de la psique a través de la utilización de los mitos, los cuentos de hadas, la poesía y los comentarios de carácter psicoanalítico. Atribuye buena parte del  mérito de lo  que se  ha dado en  llamar  su  «singular y poderosísima» voz al hecho de haber vivido inmersa desde la infancia en las antiguas y exigentes tradiciones orales que fueron transmitiéndole «día a día, tarea a tarea, prueba a prueba, oración a oración» los mayores de su familia, inmigrantes y refugiados, tanto húngaros como mexicanos.
La doctora Estés ha sido directora ejecutiva del C. G. Jung Center for Education and Research de Estados Unidos. Se doctoró en estudios interculturales y psicología clínica y lleva veinticinco años ejerciendo la docencia y la práctica privada.
Entre las restantes obras publicadas por la doctora Estés figuran The Gift of Story y Mujeres que corren con los lobos, traducidas a dieciocho idiomas.
Es autora de una serie en once volúmenes de exitosas grabaciones de audio y de un programa en directo dividido en doce entregas, Theatre of the Imagination, retransmitido por la National Public Radio
y Pacifica Networks a nivel nacional en Estados Unidos y Canadá.
Activista desde hace muchos años, ha fundado y dirige la C.P. Estés Guadalupe Foundation, una de cuyas incipientes misiones es la retransmisión, en onda corta, de relatos para el fortalecimiento de la propia conciencia en puntos conflictivos de todo el mundo.
Por su constante activismo social y sus escritos, ha sido galardonada con el premio Las Primeras de la MANA, la National Latina Foundation de Washington, D.C.; en 1994 recibió la Medalla del Presidente en el apartado de justicia social por parte del Union Institute; ha sido galardonada también con el primer premio «Keeper of the Lore» del festival anual Joseph Campbell; ha recibido el premio a la Escritura de la Associated Catholic Church Press y el premio Gradiva de 1995 de la National Association for the Advancement of Psychoanalysis, Nueva York.
La doctora Estés está casada y tiene tres hijos. Es miembro desde que nació de la Sociedad de
Guadalupe.


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