EL JARDINERO FIEL
CLARISSA PINKOLA ESTÉ
En las páginas de este pequeño libro se guardan varios cuentos. Al igual que las muñecas rusas, unos
encajan dentro de los otros.
Entre
mi gente, tanto la magiar como la mexicana, se conserva una antigua
tradición: nos contamos
cuentos mientras llevamos a cabo nuestras tareas cotidianas. Las
preguntas acerca de la vida, en particular las que están relacionadas con el corazón
y el alma, suelen res-
ponderse mediante la narración de una historia o de una serie de cuentos. Pensamos en nues-
tros parientes vivos como si se tratara de cuentos, de ahí que nos parezca del todo lógico que,
del mismo modo que un amigo invita a otro a
participar en la conversación, un determinado cuento dé lugar a otro, el cual, a su
vez, evocará un tercer cuento, a menudo
un cuarto y un quinto y, algunas
veces, muchos más hasta que la respuesta
a una única pregunta está formada por toda una cadena de cuentos. (1)
Por
lo tanto, y de acuerdo con nuestras rústicas
costumbres, comprenderéis que antes de dar comienzo a esta singular historia acerca de Aquello que jamás puede
morir,
deba
contarles la historia de mi tío, un
anciano granjero campesino que
sobrevivió a los horrores de la Se- gunda Guerra Mundial en Hungría.
Llevó
consigo
la semilla
de
este relato al atravesar bosques en llamas, dejando atrás el recuerdo de los
atroces días y noches en los campos de trabajos forzados. Llevó la semilla de
esta historia al cruzar el océano sumido en la oscuridad
de las bodegas, camino de América. La conservó mientras viajaba en los negros trenes que
recorrían los dorados campos de la frontera que separa Canadá de Estados
Unidos. A pesar de todas estas peripecias, y muchas otras más, conservó
el espíritu del relato en un refugio situado muy cerca de su corazón, manteniéndolo
a salvo de algún modo de las guerras
que estallaban en su interior.
Antes de contarles la historia de mi tío, sin embargo, debo narrarles
lo que él me contó acerca de «Éste Hombre», el anciano granjero que conoció en su país y que intentó evitar la
destrucción de un precioso bosque de árboles jóvenes a manos de un ejército invasor.
Pero aun antes de hablarles de «Éste Hombre», tengo que contarles cómo se crearon los
cuentos, pues, si los cuentos no hubiesen si-do creados, no habría cuento alguno que contar - ni cuento acerca de los cuentos, ningún cuento acerca de mi tío, ni acerca de «Este Hombre», ni
acerca de Aquello
que jamás puede morir-, por lo que las restantes páginas
de este libro permanecerían
en blanco, como la luna de otoño.
En mi familia,
los ancianos conservaban una tradición que denominaban «hacer cuentos». Se trataba de un momento del día -a menudo durante una comida rica en aromas de cebollas, pan
recién hecho y picantes morcillas de
arroz- en el que los mayores animaban a los jóvenes a tejer narraciones,
poemas y otras composiciones.
Los ancianos se reían mirándose entre sí mientras comían. «Vamos a ver si habéis adquirido algún conocimiento que merezca la
pena. Venga, venga, contadnos un cuento desde el principio. Queremos
ver cómo ejercitáis el músculo de los cuentos.»
Esta historia acerca de los cuentos fue una de las primeras que tejí siendo niña. (2)
La creación de los cuentos
¿Cómo nacieron
los cuentos? (3) Ah, los cuentos vinieron
al mundo porque Dios se
sentía solo.
¿Que
Dios se sentía solo? Pues sí, veréis, el vacío en el principio de los tiempos era muy oscuro.
Él
vacío era oscuro porque estaba tan abarrotado de cuentos que ni siquiera uno
solo de ellos sobresalía entre
los demás.
Los cuentos, por lo tanto, no tenían forma, y el rostro de Dios se desplazaba sobre el
abismo, buscando y buscando... un cuento. Y la soledad de Dios era muy grande.
Al final, surgió una gran idea, y Dios murmuró: «Hágase la luz.»
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Y se hizo una luz tan grande que Dios pudo entonces adentrarse
en el vacío y se-parar los cuentos oscuros de los cuentos
de la luz. Como consecuencia de
ello, nacieron los claros cuentos del amanecer
y también los hermosos cuentos del atardecer. Y Dios vio que
eso era bueno.
Ahora Dios estaba ya más animado y, a continuación,
separó los cuentos celestiales de los cuentos terrenales, y éstos de los cuentos sobre el agua. Después
Dios se complació en
crear los árboles pequeños y los grandes y las semillas y plantas de brillantes colores,
para que también pudiera haber cuentos acerca de los árboles y las se-millas y las plantas.
Dios
se rió con satisfacción y su risa hizo que las estrellas y el cielo se colocaran en su sitio. Dios puso en el cielo la luz dorada, el sol, para que gobernara el día, y la luz plateada, la luna, para que gobernara la noche. Y
Dios creó todo eso para que hubiera cuentos de las estrellas y la luna, cuentos acerca del sol y cuentos sobre todos los misterios de la noche.
Tan
satisfecho estaba Dios de lo que había hecho que se dedicó a crear los pájaros, los monstruos marinos y todas las criaturas vivientes que se mueven, todos los peces y las plantas que hay bajo el mar, y todas
las criaturas aladas, todo el ganado
y las cosas que se arrastran, y todas las bestias de la tierra según su especie. Y de todo ello surgieron cuentos sobre los mensajeros
alados de Dios, y cuentos
de fantasmas y monstruos,
y cuentos de ballenas y peces,
y otras historias sobre la vida antes de que la vida supiera de sí misma, sobre todo lo que ahora tiene vida y todo lo que algún día cobrará vida.
Y, sin embargo, a pesar de todas estas prodigiosas
criaturas y todos estos soberbios cuentos y de todos los placeres de la creación, Dios seguía sintiéndose solo.
Entonces
Dios se echó a andar y a pensar, a pensar y a andar y, ¡por fin!, a nuestro
gran Creador se le ocurrió la idea. «Ya está. Hagamos a los seres humanos a
nuestra imagen y semejanza. Dejemos que cuiden de todas las
criaturas de los mares y del aire
y de la tierra, y que éstas
cuiden a su vez de ellos.»
Así pues, Dios creó a los seres humanos a partir del polvo de la tierra y les insufló el
aliento de la vida, y los seres humanos se convirtieron
en almas vivientes: Dios los creó hombre y mujer. Y, en cuanto los hubo creado,
cobraron vida de repente todos los cuentos relativos a la existencia humana, millones y millones
de cuentos. Y Dios los bendijo a todos y los puso en un jardín llamado Edén.
Ahora Dios paseaba por los cielos
todo sonrisas, porque ya no estaba
solo.
No
eran cuentos lo que faltaba en la creación, sino más bien, y muy especialmente, los
seres humanos emotivos que pudieran contarlos.
Y
no cabe duda de que, entre los seres humanos más
emotivos
jamás creados, en particular aquellos a los que les encantan
los cuentos, el trabajo duro y el simple hecho
de vivir, figuraban los insensatos bailarines, los prudentes
y viejos charlatanes, los sabios cascarrabias y
los «casi santos» que eran los
ancianos de nuestra familia.
Éntre
ellos se encontraba mi
tío, el cual, siempre
que yo contaba «La creación de los cuentos», solía gritar: «Éscuchad,
amigos míos, lo que acaba de decir
esta niña. ¿Acaso no
creemos en un Dios que ama los cuentos? ¡Por eso precisamente, si no fuera por nosotros,
Dios se sentiría solo! No debemos
defraudar a Dios... Así pues, ¡ahora hay que contar un cuento, otro cuento!» Y nosotros seguíamos trabajando
y contándonos cuentos; a veces a lo largo de todo el día y hasta bien entrada la noche.
El que pedía otro cuento como quien pide otra jarra de cerveza negra
era mi tío, a quien yo llamaba Zovár,(4) pues siempre
que
conseguía
reunir
unas
monedas se compraba un enorme cigarro liado de cualquier
manera. Experimentaba un inmenso placer tratando
de apurarlo al máximo
antes de que se le apagara por
enésima vez.
Mi tío formaba parte de mi familia adoptiva. Éra un viejo granjero que un anochecer, en Hungría, durante
la Segunda Guerra Mundial,había sido sacado a rastras
de su pequeña alque- ría y, de algún modo, había logrado conservar
la vida -«gracias a una fuerza divina que nadie
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comprende», según confesaba él mismo-, tras haber sido conducido a un campo
de trabajos forzados situado en la frontera con Rusia, don-de lo mataban de hambre y le hacían
trabajar hasta la extenuación. Recuerdo que cuando yo era una adolescente, cada vez que alguien
decía -como solía oírse en la radio y
a los desconocidos con lo que se cruzaba en la calle- «la Alemania nazi hizo tal cosa,
los ale-manes hicieron tal otra», mi tío siempre respondía:
«Estáis equivocados. Los nazis y sus colaboradores no eran de Alemania. Gyáva
népnek nincs
hazája. Los cobardes no
son de ningún país. Aquellos demonios procedían del infierno.»
Después de mucho tiempo, la virulencia de la guerra en Europa amainó.'
Mi padre adoptivo, con la
ayuda de la Cruz Roja y los miembros
de la resistencia, buscó en los campos
de refugiados
y
localizó
finalmente a nuestro
tío y, más
tarde, a varios
otros
parientes ancianos.
Mi padre adoptivo contribuyó a que todos ellos fueran puestos
en libertad de los campos en
los que se encontraban retenidos. Pero para encontrar un puerto donde embarcar,
los refugiados tuvieron que cruzar Europa en todas direcciones, a pie, montados
en carros y en camiones hasta que, tras muchas inspecciones de documentos y muchas temerosas esperas,
pudieron recorrer la pasarela que les conduciría al vientre de un enorme barco rumbo a «Ah-
mer-i-kha»: América.
No había teléfono en ninguna
de las dos orillas del gran océano, no había manera de sa-
ber dónde ni cuándo encontrar a alguien. El destino
de todos estaba en manos de descono-
cidos: campesinos y familias que vivían junto a las carreteras, santos varones de la resistencia,
valerosas monjas y enfermeras que prestaban
ayuda en minúsculas avanzadas... En
nuestra familia nos seguimos refiriendo a todos ellos como «los benditos».
Tras
permanecer tres semanas en la oscuridad, mi tío
llegó al otro lado del océano. Una vez allí y en medio de un sofocante
verano, re-corrió media
frontera septentrional de Estados Unidos a bordo de un tren abarrotado de gen-te, donde el aire ardía de día y asfixiaba
de no- che.
Al final, recibimos la noticia de la llegada
del tío gracias a un telegrama en el que no
figuraba ningún mensaje.
Las
organizaciones de ayuda a los refugia-dos,
que andaban muy escasas de recursos, se habían
inventado el sistema del envío de tele-gramas en blanco la víspera del día de la llega- da del refugiado al punto indicado.
Por consiguiente, sabíamos que el tío
llegaría en algún momento del día siguiente
al lugar denominado la «Estación
de los Refugiados», la gran es- tación ferroviaria de Chicago, a más de ciento sesenta kilómetros al
oeste de nuestra aldea.
Yo tenía cinco años el día en que subimos al
tren para ir a buscar a nuestro tío. El viaje
hacia el oeste duró tres horas. El tren se detenía en todos los huertos y las plataformas de cajas de madera
que encontraba a su paso.
Recogimos a suficientes
miembros de la familia como para crear con ellos una pequeña nación soberana e independiente. Llevábamos tanto pan y tanto queso, bolsas, cajas y botellas de agua, cerveza y vino de cosecha propia, y tanta gaseosa caliente que no sólo
habríamos podido comer y beber nosotros sino también otras cincuenta familias, de haberse presentado
la ocasión.
Apretujados todos como ciruelas enlata-das en un tarro de vidrio de medio kilo, via- jamos en aquel insoportable y asfixiante tren hasta
llegar a Chicago. Y, sin embargo, volvía- mos a sentirnos rebosantes
de anhelo, esperanza y emoción ante la perspectiva de reunirnos
con aquel miembro de nuestra
devastada familia y llevarlo finalmente a casa con nosotros.
La espera del tren que traía a nuestro
tío fue muy larga. Én aquella
inmensa gruta con
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techumbre de hierro a la que llamaban estación ferroviaria esperamos toda la tarde, vimos ponerse el sol y
seguimos esperando hasta bien entrada la noche... soportando un calor que marchitaba las flores, la ropa y a los
seres humanos.
La enorme masa humana que abarrotaba aquel lugar
se sentía más bien confusa, pues los altavoces que anunciaban los números de las vías de los trenes que llegaban resonaban con tal estridencia que nadie podía entender lo que
decían. Los andenes vibraban y se estremecían
cada vez que llegaba
un tren. Él chirriar de los frenos que inmovilizaban las ruedas de hierro,
el metálico estruendo y los ensordecedores silbidos, el olor de los aceites de las chimeneas
de las locomotoras y del queroseno
de las linternas que los ferroviarios sostenían
en sus manos... todo era abrumador.
Los
trenes estaban hechos de hierro y
acero ennegrecido y ensamblados con lo que pare- cían centenares de ruedas, tanto
grandes como pequeñas, perfectamente fresadas, así como con miles y miles de remaches por todas partes. Los vagones ostentaban una preciosa inscripción dorada
perfilada en rojo.
Las locomotoras triplicaban la altura
del más
alto de los hombres. Él calor que despedía
uno sólo de los trenes era como el
soplo de veinticinco hornos
blindados, unidos entre sí por medio
de unas gigantescas abrazaderas. Las
personas permanecían indolentemente apoya-das contra los pilares de la estación, y sin hacer el menor
esfuerzo, tal como lo expresaba mi padre
adoptivo, «schevet como elefantes».
Desde
mi perspectiva de niña, todo eran codos, estómagos y traseros, todo eran
hombros, estiramientos de cuello, manchadas
camisas de hombre, mujeres con sombreros de tres picos y plumas que se agitaban y
altos tacones que parecían
pezuñas de ciervo. Había mujeres en babushkas y con las piernas y los brazos sin depilar y los vientres encogidos,
y hombres vestidos
con trajes negros
que el humo y la ceniza habían convertido en grises.
Había muchos ancianos, algunos tan
encorvados que apenas eran más altos
que yo, de manera que podía mirar
a los ojos a muchos viejos, y ellos me correspondían con sonrisas alarmantemente desdentadas, aunque no por ello menos bondadosas.
La
gente se congregaba alrededor de las
puertas de las largas hileras
de vagones. Jamás
en mi vida había visto a tantas personas
mayo-res llorando, bailando jigas, riéndose, dándose palmadas en la espalda, parloteando y gritando a la vez. La muchedumbre se arremolinaba y las lágrimas quedaban
ocultas bajo los olores a ajo, whisky y sudor, mientras la neblina
de la húmeda noche y el vapor de las enormes locomotoras
cubrían la escena formando un inmenso
nimbo.
De
repente, se despejó el revoltijo en continuo
movimiento que formaban las espinas de
pescado y demás alimentos, los tejidos a cuadros escoceses y a
topos y, al final del andén, en un solitario espacio exclusivamente suyo, apareció un perplejo anciano vestido con un raído atuendo de campesino. Lo enmarcaba por detrás la luz de las grandes lámparas de tren ence- rradas en jaulas
de alambre.
Por
la expresión del rostro de mi padre adoptivo,
comprendí que aquélla era la persona
a la que estábamos esperando.
Por un instante, el rostro de mi padre se quedó petrifica-do, pero después le vi saltar -sí, estoy segura de que mi altísimo padre
pegó un brinco- por encima de varias
docenas de carros de equipaje y abrirse paso contra corriente entre la multitud para
acabar abrazando a aquel hombre
adusto e imponente.
Mi padre acompañó a nuestro pobre tío por
el
andén, rodeándole los hombros con su
brazo y sujetándolo también por el codo, a través de la muchedumbre.
-¡Éste! ¡Éste
es vuestro tío! -gritó mi padre como si acabara
de recibir el mejor de los
premios que mereciera la pena ganar
en todo el universo.
Visto de cerca, mi tío era un hombre corpulento, una especie de gigante
de cuento de hadas que hubiera cobrado vida. Vestía una arrugada camisa
blanca sin cuello ni puños y unos pantalones
tan anchos y largos que parecían
una amplia falda
que llegara hasta el suelo. En
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sus
desnudos y enrojecidos antebrazos se perfilaban
unos músculos poderosos. Tuve que le-
vantar mucho la cabeza para poder verle la cara. Sus enormes bigotes
se extendían por sus mejillas, y en ese momento fui consciente de todo
lo que me resultaba extranjero en él, des-de la
lana de oveja de sus deformados zapatos
(6) hasta algo que se había puesto en el pelo y que
parecía laca.
Mi tío dejó en el suelo la bolsita con
sus pertenencias y la maleta de cartón.
Lentamente se quitó el sombrero y se arrodilló delante de mí allí mismo, en el andén
de hormigón. Muchos zapatos y
muchas
botas corrieron presurosos a nuestro alrededor. Vi los cabellos plateados de
sus patillas empapados de
sudor, así como
las cerdas plateadas,
casi fluorescentes, que le crecían en el mentón y las mejillas.
Él tío alargó los brazos, me sostuvo la cabeza con una de sus manazas
y colocó la otra alrededor de mi cuerpo.
Jamás olvidaré las pocas palabras
que dijo al
estrecharme con
fuerza contra sí:
«Una... ni-ña... viva...
», murmuró.
A pesar de que yo era muy tímida con los desconocidos, le devolví el abrazo con todo
mi
corazón, pues, aunque entonces no tenía palabras para describirlo, comprendí lo que expre- saban sus ojos. Era una mirada que ya había visto en otra ocasión en mi joven
existencia, cuando contemplé los ojos
de unos caballos que habían sobrevivido a un repentino y voraz in- cendio en la cuadra.
Aquel
gigante, mi tío recién hallado, se instaló en nuestra casa. Había oído decir
que era un hombre muy solitario.
Descubrí también que, incluso cuando se quitaba el cigarro de la boca,
uno de los lados de su labio era más
alto que el otro y que su boca no se cerraba de ma-
nera uniforme.
-Éso es lo que ocurre cuando se empieza a fumar puros de niño -me dijo, riéndose-. Tú no fumes, y así tu
preciosa boquita no se parecerá a la
mía
cuando seas mayor.
Yo quería mucho a mi tío, a pesar de que sus dientes
delanteros eran de color gris cuando sonreía. Tenía unas oscuras y
temibles
muelas en la parte posterior de la
boca. En su frente, insólitamente despejada, destacaban unas sorprendentes cejas que parecían dos cepillos en forma de alas que le colgaban sobre los ojos
como viseras. Podía sujetar cinco faisanes por el cuello con una sola mano. Pero lo mejor de todo eran sus ojos claros. Bajo la luz del sol,
adquirían el auténtico y cálido color del oro fundido.
Mi tío sólo había cursado enseñanza
primaria y vivía en el
nuevo país tal como había vivido en
el viejo: sabía arreglar unas guarniciones de caballo pero no era capaz de arreglar nada que tuviera piezas que funcionaran con
electricidad, sabía gobernar un buey pero no conducir un automóvil, jamás
había tenido un aparato de radio pero
podía pasarse horas narrando cuentos hasta el anochecer,
sabía hilar y tejer un lienzo
pero no acertaba a comprender qué llevaba a la gente a subir en una escalera mecánica. En una ocasión, un
hombre vestido con traje se acercó
a nuestra verja para intentar
vendernos una póliza de
seguros. El tío Zovár no comprendía
por qué razón tenía que comprar un
«sic-ur-ou», Si se trataba de apostar
en contra de su buena salud.
El hombre le dijo a mi tío que era un «palurdo ignorante». Pero es que aquel vendedor
no conocía a mi tío, no sabía que su vida había sido arrasada por el fuego has-ta los cimientos y que, a pesar de todo, seguía mostrándose bondadoso con los niños y
cariñoso con los animales y seguía
creyendo que la tierra era un ser
vivo, con sus propias esperan-zas, necesidades
y sueños.
Como los demás refugiados de nuestra familia, el tío sufría debido a sus recuerdos y
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evitaba a toda costa hablar de sus propias experiencias durante la guerra.
Pero la gente tiene
que hablar de lo que le ha hecho daño, de lo contrario la bestia de la guerra
se manifiesta de pronto en forma de pesadillas, repentinos arre-batos de llanto y estallidos de cólera.
Cuando el tío hablaba del pasado, cuanto más breves eran sus
palabras, tanto más doloroso
resultaba escucharlas. Decía: «Fue algo muy malo», y luego permanecía
en silencio durante un largo rato.
Pero,
por regla general, solía hablar recurriendo a los cuentos y utilizando la
tercera persona, como por ejemplo: «Una vez conocí a"Este Hombre" que decía que lo peor de los campos de trabajos
forzados era el hecho de que separaran a los seres queridos. Las madres y los padres se volvían
locos, completamente locos, tratando de adivinar el posible parade-ro
de sus hijos e hijas. Y los hijos, los hijos...»
Y aquí el tío guardaba silencio, se levantaba y salía fuera.
Lloviera o nevara,
fuera de día o en plena noche, salía por
la puerta y tardaba un buen rato en regresar. Yo le quería y temía
por él. En tales ocasiones, los mayores
adoptaban de repente un semblante impasible
y reanudaban deliberadamente su
tarea, ya fuera mondar patatas,
tejer unos calcetines de lana, acarrear leña al interior de la casa o fregar el suelo, todo
en el
más absoluto silencio, un si-
lencio mediante el cual trataban de protegerse de sus propios y mal amarrados
fantasmas.
Yo no; yo salía corriendo en busca de mi tío y siempre lo encontraba descendiendo por el camino o, tras haberse apartado del mismo para adentrarse en los campos, paseando por el bosque o arreglando
pequeñas cuerdas o alambres en el cobertizo de ahumar. El hecho de salir en busca de mi tío me permitió conocer la existencia de aquel extraño amigo y álter ego,
«Este Hombre»... «uno al que
conocí en el viejo país».
Tantas
veces habló mi tío
de «este hombre» a lo largo de los
años que, por respeto al sufrimiento que había provocado
su aparición, yo acabé por denominar Éste Hombre y, a
veces, Aquel Hombre a aquel remoto yo-espiritual, como si se tratara
de un personaje en toda
regla, merecedor de un nombre como es debido.
Una vez mi tío me dijo:
-Este
Hombre...
Este Hombre a quien yo conocía estaba
atormentado por las últimas imágenes
de las ancianas de la aldea, cuando los camiones
se llevaron a los hombres y a los chicos... Ellas... las viejas casi
desdentadas literal-mente aullaban al
cielo, tiradas en el suelo mientras la nieve les caía sobre los ojos
y la boca, golpeaban con los puños la tierra cenagosa; ancianas que, apoyadas sobre sus
manos y rodillas, no
cesaban de golpear la tierra con los puños, presas del dolor.
»Este
Hombre
-prosiguió mi tío- tiene muchos recuerdos.
Cuando llegó por vez primera
el ejército extranjero y, antes de que se llevaran a todo el mundo, a Este Hombre le dijeron:
»-Si nos das comida, no destruiremos tus árboles. Dinos qué hilera de árboles es la tuya
y no le haremos nada.
»Los
árboles, Dios mío, los árboles. Todoshabíamos plantado aquellas hileras de árboles
por amor, para que dieran sombra y protegieran contra el viento. A veces, para pasar el invierno, vendíamos
una pequeña parte cerca del borde como plantones cuando ya habían crecido lo
suficiente.
»Éste Hombre había cuidado
de los árboles, ¿comprendes?, los había cuidado desde que eran
pequeños. Eran su orgullo y su alegría.
»Por consiguiente, Este Hombre procuró proteger los árboles. Como
todos los demás campesinos, había ido a la escuela del campo, no a la escuela del maestro con gafas. Nadie comprendía
esa guerra que se cernía como un halcón
gigantesco y se llevaba aldeas enteras a su nido infernal, y nadie sabía cómo escapar.
»Desesperado,
Este Hombre les contestó a los soldados:
»-¿Que cuáles son mis árboles?
Todos los árboles que veis hasta donde alcanza la vista,
todos esos son mis árboles.
»Y señaló no sólo sus árboles sino
también las hileras de todos sus vecinos, así como el viejo bosque que se extendía a lo largo
de varios kilómetros hasta el
horizonte.
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»Y, debido a esa respuesta, lo arrojaron al suelo y le propinaron
repetidos puntapiés en la boca por "tener una lengua embustera". Le rompieron la mandíbula y lo dejaron tirado. Ciegos de furia, prendieron
fuego a la madera muerta de
la parte central de los abetos de ma- yor tamaño. Las ramas secas ardieron al instan-te desde la parte inferior hasta lo más alto de
las copas. De esa manera, consiguieron quemar las
hileras de árboles en apenas unos minutos.
Durante mucho tiempo nuestra casita estuvo
llena, pues vinieron muchas personas que acababan de regresar de la guerra... y también del mundo de los muertos. Llevaban
consigo centenares de horribles
imágenes y pérdidas imposibles de describir con simples palabras.
A pesar de que los miembros de mi familia empezaron a sacarles poco a poco sus bellas
y melancólicas canciones
y sus singulares relatos, el dolor de la guerra seguía atrincherado en sus mentes
y sus espíritus. Al principio, no podían dejar de hablar con profunda emoción
de lo que les había ocurrido. Más adelante hicieron esfuerzos sobrehumanos por no hablar nunca
más
de lo que les había ocurrido. Sin embargo,
durante mucho tiempo, la bestia
de la guerra impuso su presencia de
muy diversas maneras y en numerosas ocasiones.
¿Qué significa
vivir con la experiencia de una guerra y los recuerdos de la misma dentro de uno? Significa vivir en dos mundos.
Uno de ellos busca la esperanza mientras
el otro se siente desesperanzado. Uno busca algún sentido a lo sucedido mientras el otro está conven- cido de que el único sentido de la
vida es que la vida carece por completo
de sentido.
En cada uno de los miembros de mi familia que tanto
habían sufrido coexistían dos personas en conflicto. Una de ellas vivía la vida
del nuevo mundo, mientras que la otra huía,
huía sin descanso de los recuerdos del infierno que surgían inesperadamente y la perseguían sin descanso. Los fantasmas se presentaban de repente llamados por el chasquido
de una puerta, un gato en celo maullando en plena noche, el inocente perro que rascaba la cancela
para entrar en la casa, una súbita ráfaga de viento que, agitando una cortina, provocaba
que un jarrón se cayera de una
mesa y se rompiera.
Las cuestiones cotidianas podían
causar terror, lágrimas o repugnancia: el olor de cierto
aceite para armas de fuego, la primera nevada y la sangre reciente
de un ciervo destripado
para servir de alimento, cierta
clase de dolor en los huesos provocado
por el trabajo en el campo,
un viejo relato acerca de un velo de novia, el rumor de las pezuñas del ganado
sobre una alcantarilla de metal, un
repentino silbido de tren y el sordo retumbo
del largo caballete.
En el espíritu de mi tío se libraban
unas guerras que, según él mismo decía, le hacían
recordar «demasiado». Guerras entre la muerte
de la esperanza y la esperanza de la
muerte, la esperanza de la vida y una vida de esperanza. A veces el único alto el fuego posible tenía que negociarse mediante un tratado firmado gracias a una gran cantidad de aguardiente y vodka.
Pero también había períodos de paz. El tío conocía la
tierra como las arrugas de su pro-
pio rostro, como las venas del dorso de sus manos, el patio de atrás, el
patio lateral, el campo más
cercano,
los
campos
intermedios y los
más lejanos. Cuando
cruzábamos aquellos campos, las botas nos resultaban cada vez más pesadas a causa del barro negro que se adhería
a ellas: medio kilo, un kilo y después
un kilo y medio en cada pie. Notábamos la tensión de los músculos
de nuestros muslos. Despegar
un pie del suelo para dar el
siguiente paso nos resultaba cada vez más arduo. Pero nos encantaba aquel pequeño esfuerzo
que no le hacía
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daño a nadie. Era nuestra pequeña
demostración de que seguíamos vivos.
Paseábamos prestando
atención a la salud de las plantas,
los árboles y las cosechas que nos rodeaban. ¿Congregaba aquel arbusto tantas
mariposas como necesitaba? ¿Albergaban los árboles
todos los pájaros cantores que necesitaban? Sabíamos que tanto los pájaros
como las mariposas tenían una importancia decisiva
a la hora de transportar el polen
entre los árboles frutales, de tal forma que hubiera una abundan-te
cosecha de cerezas y obtuviéramos una bue-
na cantidad de peras, ciruelas y melocotones
que almacenar para el invierno.
Mientras paseábamos, mi
tío decía en tono pensativo:
-A veces la gente pregunta: «¿Dónde está el jardín del Edén?» ¡Vaya! El Edén está en
es-te mundo, dondequiera que nos hallemos nosotros.
Toda esta tierra al
completo, bajo las vías del tren y las carreteras, bajo su gastada superficie, bajo los cascotes, bajo todas estas cosas, es el jardín de Dios... tan
lozano como el día en que fue creado.
»Es cierto que en muchos lugares el Edén ha quedado
sepultado y ha sido olvidado, pero se le puede devolver la integridad. Dondequiera que haya un suelo gastado, agostado
o en desuso, debajo sigue existiendo el Edén.
»Sin
embargo,
nosotros no podemos
devolverle la vida a la tierra a fuerza de cavar y tampoco sacaremos a paletadas
el Edén que hay debajo. No, no. Por
muy grande que sea el jardín -de un codo por un codo o bien campos tan inmensos que no puedan abarcarse con la
mi-rada-, si quieres plantar algo en él tienes que hacerlo
dando suaves palmadas sobre
la tierra, tomando puñaditos.
Procura ser amable y moderado. No recojas enormes paletadas para terminar más rápido la tarea. Cuando echas
leche en la harina, no la viertes
toda de golpe,
¿ver-dad? No, lo haces poquito
a poco, remueves, echas un poco más, sigues removiendo...
Así es como debes tratar la tierra,
con consideración, con serenidad.
Así fue como comprendí que esta tierra,
de la que dependía
nuestro alimento, nuestra
existencia, nuestro descanso
y nuestra posibilidad de descubrir la belleza, tenía que ser tratada de la misma manera en que deseamos
tratar a los demás
y a nosotros mismos. Cualquier cosa
que le ocurra a ese campo también nos ocurre en cierto modo a nosotros.
Y nosotros
teníamos en cuenta todo esto para ver en qué condiciones estaba todo, cómo serían las cosechas y qué se movía
en los campos y en nosotros.
Nos
complacía vivir en aquellos días, y
el espíritu errante de mi tío, expulsado de su interior por tanta guerra,
empezó a depositarse de nuevo sobre él. Y, poco a poco, el tío volvió
a convertirse de nuevo en una sola persona, en lugar de dos.
Todo
iba bien y reverdecía de nuevo... hasta que llegó cierto día. Aunque la mañana em- pezó bien, por la tarde se desencadenó el infierno.
La
comisión
de carreteras del estado envió a unos funcionarios para anunciar a todos los habitantes de nuestra aldea que el estado «anexaría»
las tierras que pertenecían a particulares.
Él estado construiría una autopista
de peaje que atravesaría los tranquilos bosques en los que vivíamos.
«Anexarían» bosques y campos enteros,
el terreno esencial que permitía
curar a los que habían quedado
destrozados por la guerra, la tierra
donde la gente cultivaba sus alimentos estivales e invernales, los lugares
donde los niños jugaban
al escondite, los lechos de ramas de
pino de los vagabundos que viajaban
en tren, los refugios de aquellos
cuyo único hogar era un trozo de lona sobre una estaca.
Durante muchos años aquellas
tierras habían sido el descanso y el consuelo
de nuestras almas.
Mi tío se puso
en pie gritando:
-¿Qué significa «anexar»? ¡Lo que
ustedes quieren decir es robar,
ustedes nos roban!
13
Varios atemorizados
miembros de la familia sujetaron con gran esfuerzo
a nuestro
tío e in-tentaron calmarlo.
Todo el pueblo estaba consternado. El esta-do condenó
la tierra y las humildes casas, los destartalados establos, los cobertizos de las herramientas, para vender la tierra a cambio de unos centavos
de dólar. A los que trabajaban
la tierra, a los que amaban la tierra, a los que vivían de la tierra y gracias a ella, no se les concedía la posibilidad de recurrir ni de dar su con-sentimiento.
A
nuestro tío y a otros refugiados
inmigrantes de
nuestra familia y de las de muchos de nuestros vecinos supervivientes de la guerra,
aquellos acontecimientos les recordaron de forma aterradora las terribles penalidades sufridas durante la guerra:
sus tierras fueron ocupadas contra su voluntad; sus alquerías, sus cosechas, sus medios de vida y, por encima de todo, su espíritu y aquello que
lo alimentaba les fueron arrebatados
en un abrir y cerrar de ojos... por parte de unos hombres...
vestidos de uniforme... que insistían... que decían que se
limitaban a cumplir órdenes... que pretendían
imponer su derecho sobre el de
los de-más...
El tío Zovár perdió el juicio temporalmente.
El día en que aparecieron por primera vez los bulldozers, mi tío echó a correr por el
campo lanzando maldiciones, sacudiendo el puño para que lo vieran los que removían la tierra
allá a lo lejos. Pretendía insultar
a los conductores cuando decía:
-Annyit ért hozzá, mint tyúk
as ábécéhëz!
Los conductores de las excavadoras, que
no sabían húngaro, no tenían ni idea de lo que es-taba diciendo. «¡Sabéis tan poco sobre el jardín de Dios como una gallina sobre el
abeceda- rio!», les gritaba.
En su angustia y desesperación,
mi
tío re-cogió un puñado de piedrecitas
y lo arrojó con todas sus fuerzas
contra las máquinas que re-movían la tierra. Los guijarros golpearon el la-
teral de una de las máquinas
con un sonido semejante
al de un puñado de arena arrojado contra una pared de hierro.
Dos corpulentos trabajadores agarraron a mi tío por los brazos y lo
llevaron a casa. Mi tío lloraba mientras lo acarreaban más rápido de lo que él podía caminar.
-Que este viejo
se quede en casa y deje de molestarnos
-advirtieron. Tras lo cual, soltaron bruscamente a mi tío y éste cayó hacia delante.
Mi anciana tía y yo lo levantamos del suelo y lo acompañamos al interior de la casa.
Los corpulentos obreros regresaron rezongando
a sus impresionantes máquinas.
Mi tío no quería
que lo consolaran.
-Kinyílik a bicska a zsebëmben! ¡Se me ha abierto la navaja en el bolsillo! -gritó.
Era una antigua manera familiar de decir que se está terriblemente desesperado y no puede hacer nada para remediarlo.
Los preocupados
parientes se reunieron en un apretado grupo.
-Que venga la niña -murmuraron-.... La niña, la niña. Que
venga la niña.
Yo me acerqué a mi tío y éste me tomó las manos con los ojos llenos de lágrimas. Sus
pa-labras fueron tantas que, por más
que lo intenté, no pude captar por
entero su significado. Sin embargo,
tuve la sensación de que gracias al
tono de sus entrecortadas palabras, podía comprender las esperanzas y los
temores que se ocultaban detrás de ellas, y que podía llorar por él y por todas
las personas del mundo hasta el fin de los tiempos.
14
Todos
los miembros de la comunidad rezaban para que la comisión de carreteras recapacitara, para que los burócratas cambiaran
sus planes por el bien de todos, para que
dejaran de destripar la tierra y para que Dios enviara lejos, muy lejos, aquella
autopista hasta el fin de los tiempos.
Pero no pudo ser. Cada día aparecían los que removían
la tierra y cada día sus máquinas
soltaban balidos y gemidos, machacando,
cortando y reventando el hermoso
bosque y los campos de labranza.
Una mañana oímos al tío en el exterior
de la casa en medio de un ensordecedor ruido de azadas y rastrillos y un
estruendo de herramientas de hierro
cayendo al suelo.
-¡Voy a hacer algo! -gritó
el tío-. ¡Voy a hacer algo!
Tomó
dos palas de gran
tamaño. Nosotros
afilábamos las
palas y las
azadas con grandes ruedas de piedras de amolar. Todas las herramientas
cortaban como navajas. Era un
vestigio del viejo país, donde cabía la posibilidad
de que uno tuviera que utilizar las herramientas no sólo para cavar, sino también para defenderse. No había nadie que
hubiera vivido lo bastante lejos de la guerra como para haber encontrado un motivo para dejar atrás aquella costumbre.
-¡No,
Zovár! ¡No! -gritó todo el mundo-.
¡Suelta las palas! ¿Qué estás haciendo? ¡No hagas tonterías!
¡Zovár! ¡Zováaarrr!
Pero mi tío no contestó. Se encaminó hacia los campos con una pala echada sobre cada
hombro, «una para descansar y otra
para trabajar». Se pasó toda la
mañana cavando en una pequeña parcela, lo que quedaba de un campo más grande una vez trazado el recorrido de la autopista de peaje. En su entusiasmo por construir la carretera,
algunos trabajadores habían removido más tierra de la necesaria. Lo único
que habían dejado a su espalda eran unos
cuantos troncos destrozados y unas pocas hileras de maíz destrozadas.
Habían reducido
a escombros una tierra llena de vida y se habían largado.
Ahora la nueva autopista de
peaje ya estaba terminada y pasaba a menos
de trescientos metros al oeste.
Mi tío cavó una profunda zanja a lo largo del perímetro del
campo, siguiendo aproxima-
damente el peralte de la nueva
carretera y dejando a su espalda un
largo y serpenteante montículo de tierra. Cavó y traspaló
una y otra vez la tierra. Varios
vecinos interrumpieron sus tareas y bajaron por la
carretera para darle consejos. Regresaron
con palas y picos para echar-le una mano.
Por la tarde ya había una zanja que bordeaba
aproximadamente media hectárea de terre-
no hasta donde alcanzaba la vista. Tenía más o menos dos codos de ancho y bordeaba la estre-
cha franja del campo que permanecería en poder de
la aldea.(7)
Cayó la noche. Mi tío regresó a casa con
paso cansino. Se tomó una buena sopa
en un cuenco de loza con un pájaro magiar
pintado en
un
lado, mascó un trozo de pan de centeno casero y se bebió una cerveza muy fría directa-mente
de una botella de vidrio color ámbar.
15
Después salió de casa con un viejo y abolla-do balde de color rojo lleno hasta el borde de combustible. Se alejó con su carga, ladeando el cuerpo para hacer contrapeso.
Una vez en el campo, en mitad de una noche en
la que no soplaba ni una brizna de aire, vertió con cuidado el combustible
a los lados del campo, dejando un reguero en el centro.
Desde el borde del campo, encendió
unas cerillas de madera y las arrojó a ras del suelo en va-
rios puntos.
Todo el campo estalló
en una llamarada tan grande que atrajo a la gente de todos los
lugares desde donde se veía la densa humareda.
Los anchos caminos de tierra de tres de los lados y la zanja del cuarto
contuvieron las llamas.
Hasta bien entrada la noche, hombres y mujeres, sosteniendo
en sus brazos a los niños
adormilados, permanecieron de pie en largas hileras anaranjadas,
asintiendo con la cabeza en señal de aprobación mientras el campo seguía ardiendo.
Al día siguiente, el campo todavía
humeaba, pero el fuego ya se había extinguido. Con su azada tan afilada como una navaja,
mi tío despellejó
las ennegrecidas raíces y los rastrojos
diseminados aquí y allá, dejando la tierra todavía más al descubierto.
-¿Veis esa tierra ardiente
y renegrida? -dijo mi tío-. Muy pronto obtendremos mucho de
ella, tanto que no os lo vais a creer.
-¿Qué sembrarás allí? -le pregunté.
-No sembraré nada -contestó él.
No lo comprendí. Ya habíamos quemado la tierra otras veces, pues la ceniza fertilizaba el terreno cansado.
-¿Por qué vas a dejar la tierra vacía y sin sembrar, tío?
-Para que sea una invitación,
niña mía.
Mi
tío me explicó que los pinos y los robles no se propagan en los campos ni se
desarrollan creando nuevos bosques a no ser que se deje el terreno
sin sembrar. Mi tío soñaba con que aquella tierra estéril se convirtiera
en un nuevo bosque de sublime belleza en el que nosotros pudiéramos descansar.
-Si uno es pobre y carece de árboles, es la persona más necesitada del mundo. Si uno es pobre y tiene árboles, es inmensamente
rico en algo que el dinero no puede
comprar.
Los árboles, decía, no saldrían si se plantaran semillas en la tierra.
-Las semillas de la nueva vida no hallarán
hospitalidad ni razón alguna para descansar aquí a menos que dejemos la
tierra sin labrar y desnuda de tal forma
que un bosque de semillas la encuentre
acogedora.
Tiempo atrás, el padre de mi
tío había tenido un buen amigo que le había dicho esas palabras que ahora
él me transmitía a mí: hachmasat orchim. Significan «hospitalidad»,
especialmente con los forasteros. El tío me explicó que éste era el principio por el que trataban de regirse
antes de la guerra,
el principio al que in-tentaron atenerse durante la guerra
y también ahora, después de la guerra, el principio que tendríamos que seguir para intentar vivir una vez más (8).
Mi
tío dijo que era una bendición acoger
al forastero, dar consuelo al caminante y muy en especial al viajero
cansado.
-De la misma manera que la risa hospitalaria aguarda
un chiste con el que poder expre- sarse, de la misma manera que
los moribundos se muestran hospitalarios en la confiada
espera del Único, así también la tierra se muestra
hospitalaria y acogedora, tal como corresponde a un verdadero anfitrión.
»Porque la tierra es paciente,
¿sabes? Recibe la semilla, la mala hierba, el árbol, la flor;
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recibe la lluvia, el grano, el fuego. Permite y favorece la entrada. Es la anfitriona perfecta
- concluyó mi tío.
Y
yo lo comprendí. Las semillas de la
tierra, las criaturas
de la tierra, las estrellas
en el firmamento y nosotros mismos... todos éramos huéspedes en ese campo.
Así
pues, dejamos la tierra baldía
para que las semillas encontraran el camino que conducía hasta aquel campo. Serían transportadas por las bocas de
animalillos, que tal vez supieran que aquel campo los estaba esperando y dejarían caer las
semillas. El mapache comería y depositaría en el campo lo que quedara. El venado
que se rascara contra una estaca
soltaría las semillas que llevara adheridas
a la piel. Tal vez las palomas que
sobrevolaban el campo soltaran las semillas que llevaban
en el pico. Las condiciones
climáticas y el aire contribuirían también a transportar las semillas con
el viento.
-Ya lo verás, gracias a la impresionante hachmasat orchim de esta tierra, aquí ocurrirá
un prodigio.
»¿Sabes cómo conseguir que los árboles crezcan tan libres y hermosos como
los más bellos que hayas visto en tu vida? Permitiendo
que la tierra sea hospitalaria. ¿Y
eso cómo se hace?
»No tiene nada de asombroso. Tal como se hace con un huésped, primero le ofreces
agua. Bueno, eso Dios ya lo ha hecho por nosotros.
Aquí, en los campos, Dios nos ha dado
esta lluvia. ¡Qué gran anfitrión es Dios!
»Después
añades un poco de sol y un poco de sombra.
Pero Dios ya se encarga de eso, con las nubes y el sol. ¡Qué gran anfitrión es
Dios!
»Finalmente, dejas la tierra en barbecho. ¿Y eso qué quiere decir? Quiere decir que la
dejas arada pero sin sembrar. Quiere decir que
la haces pasar por el fuego con el fin de
prepararla para su nueva vida.
»Esa
es la parte que Dios no hace solo.
Dios pide colaboración. De nosotros
depende echar una mano a lo que Dios
ya ha empezado. A nadie le gusta esta
clase de incendio, esta clase de fuego. Queremos que el campo siga siendo lo que siempre fue, en toda su singular belleza, de la misma manera que queremos que la vida siga
siendo lo que siempre fue.
»Pero
viene el fuego. A pesar de nuestro miedo,
aparece de todos modos, a veces por
casualidad, a veces de manera intencionada, a veces por razones
que nadie acierta
a comprender... unas razones
que sólo son asunto de Dios.
»Pero
el fuego también puede encauzarlo
todo en una nueva dirección, hacia una vida nueva y distinta, una vida con una
fuerza propia y una manera propia de configurar el mundo.
Yo ya estaba empezando a comprender
que, en cierto, aquello
era verdad. Podía ver con
mis
propios ojos que de la noche a la mañana el campo había recuperado la vida, una minúscula forma de vida: unas criaturas
que semejaban bastones para caminar y asomaban
como
verdes briznas de paja contra
la negra ceniza
del campo, al tiempo que unos hombres
que pare-cían hormigas paseaban por doquier, ataviados con
pantalones negros y chalecos rojos.
-Quiero contarte un cuento -dijo mi tío-, un
cuento acerca del tiempo de la paz y el
tiempo de las cenizas, acerca de cómo el jo-ven
y el viejo llegan a conocer aquello que ja-más
puede morir.
El tío sacó un enorme
y tosco puro de la bolsa de algodón
que llevaba alrededor de la cintura cuando salía al campo. En aquella bolsa
guardaba entre otras cosas su navaja, un pañuelo de repuesto, unos cuantos clavos de
hierro para los árboles frutales,(9) unas
cerillas de madera y un pequeño frasco envuelto en piel
de cabra con un «remedio líquido».
Mi tío me había explicado qué
era:
-Este
remedio sirve para verterlo sobre una
herida, por si me corto.
Si tengo suerte y no me hago daño, me lo bebo cada día para conservar la
salud.
Cortó de un mordisco
el extremo del cigarro y lo recortó con la navaja. Después
dio va- rias chupadas para encenderlo.
Clavó la navaja a su lado en el suelo y allí nos sentamos, en el límite del pequeño
17
campo
en-negrecido, rodeado de
otros campos más
altos llenos de maíz
en fase de maduración.
Los largos pantalones tableados de mi tío se agitaban alrededor de sus botas. Un
sombrero de ala ancha protegía su
rostro del sol. Yo me senté con las
piernas estiradas, las punteras de mis gasta-dos zapatos
marrones vueltas hacia adentro y los viejos cordones de los zapatos curvados en los extremos tras haber pasado por las oxidadas hebillas.
-Verás
-prosiguió mi tío-. Érase una vez hace mucho,
mucho tiempo, en la época en que
los benditos animales aún podían
hablar...
Aquello que jamás puede morir
... y los seres
humanos aún podían comprender el lenguaje de los animales, un jo-
ven abeto que, a pesar de su escasa altura,
tenía un espíritu grande.
Vivía
en lo más profundo del bosque rodeado
por árboles mucho más altos, mucho más
majestuosos y mucho más viejos que ninguno de los que hasta
entonces se hubiera conocido.
Todos los inviernos, los padres, las madres y los hijos se adentraban en lo más pro- fundo del bosque en viejos trineos
de madera. Con gran alegría
y regocijo cortaban varios árboles de tamaño mediano y se los llevaban.
Los venerables caballos que tiraban de los
trineos resoplaban y los cascabeles
de sus guarniciones tintineaban. Las risas de los niños y de los mayores resonaban por todo el bosque.
Sí, el pequeño abeto había oído decir en susurros a los árboles más viejos,
a aquellos que eran demasiado altos y demasiado grandes para
que los cortaran con el hacha y se
los llevaran... pues sí, había oído decir que los árboles que talaban los llevaban a un lugar maravilloso, un lugar que llamaban hogar.
Allí los trataban con gran respeto, eran acariciados por muchas manos y colocados
en un agua calmante. Después,
decían, toda una familia de personas sonrientes se congregaba a su alrededor. Adornaban el
árbol con pequeños y preciosos objetos, pequeñas bolas confeccionadas con cintas
y nueces peladas en su interior,
galletas azucaradas y otras golosinas. Después
encendían unas preciosas velitas y
las colocaban en los codos y en los brazos del árbol. Y al final, con sus guirnaldas de caramelo, sartas de frutas y hasta a veces
adornos de cristal y espejitos
de colores, el árbol se convertía en el huésped
más reverenciado de la casa. Era,
en efecto, el mayor de los honores
que se pu-diera tributar a un árbol.
Los
árboles más viejos, que sabían de
estas cosas, aseguraban que para los
seres hu- manos que participaban en
ese acto era un momento
de gran alegría, pues unos preciosos chiquillos entraban cantando en la
habitación y el fuego ardía en todas las chimeneas e incluso las estrellas del cielo parecían brillar con renovado fulgor.
Según contaban los viejos, se veían por doquier muchachos y muchachas
corriendo de un lado a otro y entrando
en el salón con toda suerte de alimentos que compartían con todos
los demás. Las ancianas se ponían sus
mejores delantales blancos. Los viejos se ponían sus mejores trajes negros y sus mejores sombreros
negros, y todas las mujeres lucían sus mejores vestidos negros.
Todos los chicos llevaban pantalones que les picaban
y las chicas llevaban las
faldas más adecuadas para hacer
reverencias. Bueno, todo parecía ser absolutamente maravilloso. Y eso soñaba nuestro abeto.
Año
tras año, el abeto esperaba que pasara el verano, que llegara el otoño y que, por fin,
empezara el ansiado invierno. Cuando sentía el mordisco de los gélidos
vientos, se llenaba de júbilo. Era entonces más feliz que nunca, envuelto en su gran capa
verde cada año más tupida. Y también cada año, en invierno, regresaban los trineos y los hombres
volvían a cortar árboles mientras los niños gritaban y hacían ángeles de nieve en los grandes ventisqueros.
Y, aunque el pequeño
abeto era muy tímido, no podía contenerse y cada año gritaba con más atrevimiento: «¡Venid! ¡Elegidme a mí! Me encantan los niños. Me en-canta esa famosa
fiesta que celebráis. ¡Elegidme! ¡Por favor! ¡Elegidme!»
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Pero
pasaban los años y nadie lo elegía. A muchos de los árboles del bosque que lo
rodeaban ya se los habían llevado. Ahora su pariente
más próximo se encontraba muy lejos de él y el pequeño abeto se sentía
solo, pero a pleno sol fue creciendo
y creciendo como jamás había crecido.
Al
invierno siguiente, aparecieron de nuevo unos caballos que tiraban de un trineo
cargado de alegres niños, en compañía de sus padres.
Los caballos pasaron haciendo cabriolas justo
por delante del abeto, pues el padre
quería echar un vistazo a la espesa
arboleda que había
más adelante. «Esperad
-gritó uno de los niños-. Aquél de allí abajo, el que está solo.»
Y el abeto empezó a temblar de esperanza.
«¡Sí!
¡Acercaos un poco más! ¡Elegidme a mí! ¡Por favor!» El abeto trató de poner-se lo más tieso que pudo. Y la familia debió de oírle, pues el trineo se detuvo y los caballos dieron
la vuelta trotando y regresa-ron, y muy
pronto la familia se abrió paso
a través de la nieve para examinar
el árbol.
«Mirad
qué ramas tan fuertes tiene», gritó
un niño con unas preciosas y arreboladas mejillas.
«Mirad qué verde y lozano es este árbol», dijo la madre.
«Sí -dijo el padre-,
éste no es ni demasiado alto ni demasiado bajo
sino justo lo que necesitamos.»
Y el padre sacó el hacha que guardaba en
el trineo. Al primer golpe, el abeto experi- mentó
el dolor más intenso que jamás había sentido en toda su vida.
«Oh -gritó
el árbol-, voy
a caer.» Y allí mismo
se desmayó. El
hacha siguió descargando golpes
hasta que el árbol quedó separado de sus raíces y se desmoronó en medio de una
gran lluvia de nieve.
Más
tarde, el abeto fue colocado en la plataforma que
avanzaba serpenteando tras el trineo.
Los cascabeles de las guarniciones de los caballos tintineaban y el abeto oía las conversaciones y las risas de las personas.
Ahora se le estaba empezando a calmar el terrible dolor y, además, recordaba vagamente que se dirigían a un lugar, un
lugar importan-te, un lugar bello y maravilloso, un lugar que él había pasado
todos los días y los años de su vida
deseando ver con toda su alma.
En ese punto, mi tío se detuvo para recortar su retorcido puro.
-Tú ya sabes, mi niña, lo que decimos en un cuento como éste en un momento así, ¿ver-
dad?
Yo lo sabía, pues habíamos jugado
muchas veces a aquel juego. (10)
-Claro -contesté de inmediato-.
Cuan-do llega el primer momento decisivo del cuento,
siempre decimos: «Al igual que los gitanos
cuando la caravana
se pone en marcha,
aunque abandonen un lugar conocido para dirigirse a un lugar desconocido, nadie está triste.»
-Muy
bien -sonrió mi tío, alborotándome el cabello-. A cambio de esta respuesta tan bonita,
serás recompensada con la siguiente parte
del cuento.
Al final, cayó la noche, y el trineo con la familia y el árbol en la plataforma de atrás
se detuvo frente a una casita cubierta
por la nieve. Un anciano y una anciana salieron al nevado exterior y se acercaron al trineo.
«Qué árbol tan bonito,
tan alto y tan ancho -dijeron-. Es justo el tamaño apropiado. Justo lo que necesitamos.»
«Bueno
-pensó el abeto-,
qué agradable resulta ser tan bien recibido. Me pregunto si éste será el lugar al que algunos de
mis parientes han estado viniendo a lo largo de todos estos
años. Espero volver a verlos muy
pronto.»
Los ancianos lo levantaron de la plata-forma
del trineo con sumo cuidado. Lo ad- miraron, le dieron palmadas
y lo examina-ron por todos lados. Colocaron el tronco cortado del árbol en un cubo de agua fría
que le alivió mucho el dolor.
Y, cuando apagaron las linternas, el
abeto que amaba la profundidad y la
oscuridad del bosque empezó a
apreciar también
la oscuridad de aquella
casa. Y aunque
estaba acostumbrado a ver todo el cielo estrellado y ahora sólo alcanzaba
a ver un retazo de cielo
19
nocturno a través del cristal de una pequeña
ventana, distinguió una estrella
que parpadeaba más que las otras. Y, al verla, el abeto sintió que aún le aguardaban muchas cosas buenas.
Con estos pensamientos,
el abeto, al igual que el resto de moradores
de la casa, se dur- mió profundamente, inmerso en la dicha.
A primera hora de la mañana siguiente, hubo mucho ruido y alboroto, pues todo el mundo se felicitaba, se quejaba
y chismorreaba. Alguien sacaba
las virutas de madera del
cubo dándole golpecitos para luego volver a llenarlo:
clank, clunk, clunk. Los perros entraron
a toda prisa soltando pequeños
ladridos, después aparecieron los niños, el padre y la madre,
los viejos y también otros niños y amigos, todos cargados con gran cantidad de
cajas.
El árbol esperó emocionado, conteniendo literalmente la respiración.
La gente retiró las tapas de las cajas.
Dentro de ellas había adornos de todas clases, formas y tamaños, hechos de finísimo cristal. Había guirnaldas
de arándanos y velas con papelitos de colores colocadas
en el interior de cuencos de
cristal.
Todo
eso lo colgaron alrededor del árbol. Y después ¡oh prodigio!, se encendieron docenas de velas, una detrás de
la otra, y las colocaron en círculos y espirales cada vez más
arriba en las ramas, y el abeto se
sintió en la gloria.
«Oh, eso es de lo que hablaban los viejos allá en
el bosque y mucho más», exclamó el
abeto. Y procuró por todos los medios estirar todavía más las ramas para estar lo más guapo posible. Los niños no dejaban de gritar y correr en círculo a su alrededor mientras los demás
tocaban música y cantaban. Qué alegre
se sentía el abeto, sobre todo
cuando un precioso niño sostenido en brazos por su abuelo colocó una estrella
de papel en la rama más alta.
Aquella
noche, cuando los niños ya estaban durmiendo y el abeto se moría de sueño, y mientras la luz de aquella
estrella tan grande penetraba
a través de la ventana, los mayores entraron sigilosamente en la estancia
cargados con regalos envueltos con un bonito y suave
papel de color marrón y con trozos de tela cosidos entre
sí con brillante hilo de seda de
bordar. Sobre la repisa de la chimenea colocaron caballitos, cerditos y patitos
y unas vacas hechas con manzanas
y naranjas, con unas ramitas clavadas
a modo de patas
y unos ojos y unas narices
grabadas para que pudieran sonreír. Y todo aquello
lo habían hecho unas manos llenas de esa clase de amor que ansía sor-prender y deleitar a los niños.
A la mañana siguiente, el árbol
se despertó sobresaltado cuando los niños entra-ron
corriendo en la estancia entre gritos y exclamaciones.
«Oh, mira qué bonito está el
árbol con los regalos debajo.»
Y desenvolvieron los paquetes
y sacaron unas lindas muñecas de trapo
con unos pre- ciosos bucles
hechos con hilo marrón y unos
vestidos de ganchillo. Después saca-ron unos vagones de tren hechos con trozos
de madera y con ruedas que giraban de
verdad.
Después tomaron alegremente nueces peladas del abeto y el árbol agitó las ramas, alegrándose de formar
íntimamente parte de todo aquello, algo que superaba todos sus
sueños.
Bien entrado el día, los niños
se queda-ron dormidos sobre la alfombra y los mayo-res hicieron la siesta, e incluso los perros y los gatos se echaron
a dormir y a soñar. El árbol pudo entonces reflexionar
acerca de su maravilloso destino y de todos los acontecimientos que habían tenido lugar. Y se sintió plenamente dichoso.
Aquella noche,
cuando todos estaban
en la cama roncando
muy quedos -el perro y el
gato así, zzzzz, los niños así, zzzzzz, el padre, la madre y los viejos así,
zzzzzz- el árbol también
se durmió y soñó con su nueva vida.
Al
día siguiente, y al otro, el árbol siguió ocupando con orgullo su sitio en el salón,
aunque un poco maltrecho,
pues le habían arrancado todas
las cintas y la estrella le colgaba de lado sobre un ojo. Pese a ello, al abeto todo
le parecía estupendo, inclusocuando vio que casi todos los niños y los mayores
subían a sus trineos y se iban. «Bueno, ya volverán esta noche - pensó el
abeto-, y volverán a colocar una vez más mi
dolorido tronco en agua fría. Volverán a adornarme otra vez y los festejos
se reanudarán.»
Entonces entró el padre, le arrancó
los adornos y los colocó en unas cajas, protegidos
con capas de algodón. Después
sacó el árbol del cubo de agua y lo sacudió con tal fuerza que
20
todo lo que permanecía escondido
entre sus ramas cayó al suelo. Dejó las guirnaldas de arándanos secos en el árbol y lo sacó a
rastras del salón.
El abeto, aunque sorprendido ante aquel inesperado maltrato, seguía conservando la esperanza. «Bueno, a ver a qué habitación van a llevarme.» Se imaginó el gozoso pro-ceso
de la colocación de los adornos y los re-galos mientras los niños
brincaban y todo el mundo cantaba de
nuevo, y lanzó un suspiro sólo de pensarlo.
Pero
el padre arrastró sin contemplaciones
al abeto por la escalera de madera
que conducía arriba, cuyos peldaños eran cada vez más
estrechos conforme iban
subiendo. Al final, al llegar al último rellano, el padre abrió una puertecita y, sin ningún
miramiento, arrojó el árbol dentro. Alarmado, el abeto preguntó, con lo
que a
él le pareció un gran grito, «¿Qué significa esta oscuridad?».
Pero, al parecer, nadie le escuchó, pues el
padre cerró la puerta y volvió a bajar.
En
este punto, mi tío dejó escapar un
suspiro, sosteniendo la colilla del
cigarro entre sus dientes ennegrecidos:
-Ah -dijo-,
llegamos ahora al momento de la historia de esta pequeña
vida en que lo único seguro es
que va a producirse un cambio. ¿Comprendes lo que estoy diciendo?
Creí entenderlo, pero
no
estaba
segura. Me
pasé un buen
rato pensándolo detenidamente. ¿Acaso debía contestar «Aunque el violinista
haya perdido el violín, todavía puede
cantar»?
No,
debido a la solemne expresión en el rostro de mi tío, comprendí
que no era ésa la respuesta adecuada.
¿Sería
acaso «En el ejército no hay ningún Peter bátya», «En el ejército
no hay ningún tío Peter»? Lo cual significa
que, cuando uno está sufriendo grandes penalidades en la cárcel,
no hay ningún vigilante amable que le vende las heridas.(11)
No, por su cara me di cuenta de que ésa tampoco
era la respuesta apropiada.
Mi tío mostraba
una expresión expectante. Estaba esperando como lo haría un perro:
con un levísimo temblor justo a flor de piel. Mi tío esperaba a que yo pronunciase la
única palabra apropiada y, en caso de que la pronunciara y en el momento en que lo hiciera, asentiría de in-mediato
o me haría un guiño, sonreiría, soltaría
una exclamación o se daría
una palmada en la rodilla.
Entonces lo recordé. Y bajando la voz, me
atreví a decirlo.
-¿Quiere
acaso decir, mi querido tío, que aunque creamos seguir el mapa apropiado... Mi
tío empezó a sonreír.
-... Dios decide de pronto
levantar el camino...
Mi tío asentía ya con satisfacción.
-... y colocarlo, y a nosotros
con él, en otro lugar?
-Bueno, ya veo que has aprovechado bien
la escuela, niña mía -dijo
soltando una sonora carcajada-.(12) ¡Sí, aunque creamos estar siguiendo el mapa correcto, Dios decide de pronto
levantar el camino y colocarnos en otro lugar! ¡Eso es exactamente!
Tomó
mi
rostro entre sus enormes
manos.
-Ahora
sí te has ganado el resto del cuento.
...Verás,
resulta que en aquel pequeño y frío desván no había más luz que la que pe-
netraba a través de una sola ventanita cubierta de escarcha en el alero de la casa, a través de la cual resplandecía aquella estrella tan grande.
«Qué
desgraciado soy -pensó el árbol, al tiempo
que se tocaba todas las ramas para ver si se había roto algo-. ¿Qué he he-cho yo para que me abandonen en
este frío y solitario lugar?»
Pero nadie lo oyó. Y allí permaneció el abeto durante muchos días
y muchas noches.
21
Cierta noche, sin embargo, el árbol
pu-do ver con el rabillo del ojo cuatro brillan-tes puntitos rojos que eran
los ojos de dos minúsculas
ratas que vivían entre las pare-des del
desván.
«Oh
-les dijo con dulzura-, oh, señoras mías,
¿sabéis cuándo vendrán a sacarme de este desván para llevarme de nuevo a la habitación especial?»
La ratita vestida con mono de trabajo y bufanda empezó a reírse:
«¿V-venir a sac-carte y llevarte de nue- vo a la habitación e-especial? Ja ja
ja.»
En cambio, la otra ratita vestida con una
pequeña falda y un delantal blanco le dio un
codazo a su amiga y le dijo con amabilidad: «Oh, querido árbol,
¿pero qué dices,
aca-
so no has tenido una vida satisfactoria?» «Sí»,
contestó el árbol, asintiendo
tris-
temente con su copa.
«Ah, ya sé que te creías nacido para este
tipo de vida... y que no deseabas cambiarla.
Pero... -aquí la ratita le dio una palmada al árbol- todo termina, mi querido árbol, incluso las cosas buenas.»
«¿Esta temporada tiene que quedar atrás entonces?», preguntó el abeto.
«Sí
-contestó la ratita, alargando una
pata para darle otra palmada al
árbol-. Es-ta temporada ha terminado. Pero ahora empieza otra distinta. Una nueva vida, siempre otra clase
de vida viene después de la antigua.
Ya lo verás.»
Y
las dos ratitas se pasaron toda la noche sentadas junto al árbol, contándole
cuentos y cantándole todas las canciones que sabían. Y el abeto les preguntó si les gustaría encaramarse
a sus ramas para estar más calentitas y ellas aceptaron de muy buen grado.
Y juntos se pasaron toda la oscura noche durmiendo, mientras la gran estrella del otro lado de la ventana
se acercaba cada vez más, casi como si estuviera al corriente de la situación
y, movida por la compasión,
quisiera derramar toda su luz sobre
ellos.
A la
mañana siguiente, el abeto y las
ratitas fueron bruscamente despertados por el ruido de unas
fuertes pisadas en la escalera. Las
ratitas saltaron de las ramas del
abeto.
«Adiós, querido
amigo. Acuérdate denosotras, tal como nosotras
nos acordaremos de ti y de tu bondad», dijeron las
ratitas que corrieron a esconderse en una grieta de la pared.
«Y yo de vosotras -gritó el abeto-. Me acordaré de vosotras.»
La puerta del desván se abrió con estrépito
y el padre, abrigado con un gorro de lana y
un gabán, tomó el abeto y lo arrastró
escaleras abajo, cruzó la puerta
con él y lo llevó hasta el patio. Allí lo dejó apoyado contra
un viejo tocón y, alzando una enorme hacha, la dejó caer con todo su peso en me-dio del árbol, provocando un terrible fragor de la madera al desgarrarse. Al primer gol-pe, el árbol creyó morir
de dolor y, al segun-do, se desmayó.
Un
buen rato después, el abeto se despertó de nuevo en un rincón de la habitación
especial y, aunque no era exactamente el mismo de antes,
le pareció que sólo le faltaban las hojas y que sus brazos estaban colocados de otra manera, separados de él y troceados. Pero
también vio en las sillas que había
delante de la chimenea a los dos
ancianos
que habían cuidado de él al principio, cuando había llegado a la casa desde el
bosque. Eran los que tiempo atrás
habían aliviado el dolor de su herida
con agua fresca.
Y allí estaban, arrebujados delante del fuego. A pesar del estado en
que se encontraba, el abeto contempló con una sonrisa el amor
que reinaba entre ambos.
El viejo se levantó y arrojó uno de los brazos del árbol al fuego y, aunque al principio el abeto opuso resistencia
y gritó, no tardó en comprender, mientras
las llamas penetraban en su interior,
que aquélla era su gozosa misión en el mundo: darles calor a seres como aquéllos. Oh, qué dicha tan grande ser
calentado por dentro por la llama del
amor y por fuera por el amor de
alguien como él.
El abeto ardía cada vez con más fuerza.
«Nunca habría imaginado
que fuera capaz de
22
arder con semejante brillo, que pudiera llenar una estancia con semejante calor. Amo a estos viejos con todo mi corazón.» El abeto y todos los nudos de su leña -y de su corazón- estallaron de alegría entre las llamas.(13)
Noche
tras noche el abeto se entregaba a
aquel
acto. Se alegraba tanto de ser útil
y de vivir de aquella manera, que siguió ardiendo hasta que no quedó nada de él, excepto las cenizas que cubrían el suelo del
hogar.
Y,
mientras
los viejos retiraban sus restos, pensó que jamás habría podido imaginar una
gloria superior a la que había experimentado
hasta
entonces y que jamás habría podido desear una existencia
superior a la que había tenido hasta
aquel momento.
Los
ancianos tuvieron mucho cuidado y, con sus sabias y viejas manos, barrieron de- licadamente todas las cenizas del hogar, y las colocaron en una suave
bolsa muy gastada y las guardaron
para la primavera.
En cuanto empezó a calentarse la tierra,
el viejo y la vieja sacaron
la bolsa de las ce- nizas, salieron a sus huertos y sus campos,
y esparcieron cuidadosamente las cenizas
del abeto por todas partes,
por encima de las parras,
y mezclaron las cenizas
del abeto con toda su
tierra. Con el paso del tiempo, cuando cayeron
las lluvias primaverales
y empezó a brillar
el sol, las cenizas del abeto percibieron una especie de rápido movimiento debajo de ellas.
Aquí
y allá, por debajo, entre ellas y a su alrededor
surgieron unos minúsculos y bri- llantes brotes verdes y entonces el abeto esbozó mil sonrisas y lanzó mil suspiros,
alegrándose de poder ser útil una
vez más.
«Oh,
nunca hubiese imaginado que pu-diera convertirme en ceniza y producir de nuevo semejante vida. Qué gran suerte me ha deparado la vida, Crecí allí arriba, en la soledad del bosque. Más tarde,
qué días y noches tan agradables entre
el tintinear de los vasos y la luz de las velas y los cantos que aprendí.
En mis momentos de soledad y necesidad en la más oscura de todas las noches, me hice amigo de unos seres desconocidos que querían ser una familia y
algo más. E incluso mientras
el fuego me desgarraba, des-cubrí
que podía emitir una luz inmensa y
un reconfortante calor desde mi
corazón. Qué gran suerte he tenido.
»Ah -suspiró el abeto-, de entre todo lo que se levanta y cae y vuelve a levantarse, sólo el amor a una nueva vida, sólo este amor, es el que perdura.
Ahora estoy en todas partes.
¿Veis hasta
dónde llego?»
Y aquella noche, mientras la gran estrella atravesaba el cielo nocturno del universo,
el abeto descansó en la bendita
tierra, muy cerca de todas las raíces y las semillas para
darles calor, pues sus cenizas
alimenta-rían para siempre todas las
cosas que crecen y éstas, a su vez, alimentarían a otras que, a su vez, alimentarían
a otras a lo largo de todas las generaciones futuras.
En aquella
generosa tierra de la que él procedía y a la que de nuevo había
regresado, durmió profundamente y tuvo muchos
sueños, rodeado -como antaño en lo más
profundo del bosque- por aquello que es mucho más
grande, mucho más majestuoso, mucho más
antiguo que ninguna otra cosa que jamás
se haya conocido.
-¿Lo ves, mi niña? Nincs oly hitrány eszköz,
hogy hasznát në léhetne
vënni. No hay nada
que no tenga valor. Todo se puede utilizar para algo. En el jardín
de Dios, toda persona y todas las cosas tienen una utilidad.
En nuestra
familia decimos: «Vete a llorar a los campos porque
allí tus lágrimas os harán
bien tanto a ti como a la tierra.» Mi tío
y yo
permanecimos sentados
largo rato en el
campo, alternando la conversación con el intercambio de cuentos y llorando un poquito al pensar en los episodios tristes y los
episodios felices de nuestras vidas y de los cuentos. Al final,
mi tío dijo:
-Declaro que hemos bautizado por completo esta tierra como Dios manda.
Después se enjugó las lágrimas con el dorso de sus grandes manos. Me abrazó y me
23
secó las lágrimas
con los largos extremos de su pañuelo.
Ya era tarde y hora de regresar a casa. El tío me tendió la mano para ayudarme a levantar y ambos nos echamos las azadas al hombro. Él me ayudó a encontrar
el equilibrio apropiado para el peso de la azada.
-Veamos lo que ocurre con nuestro campo. Tal
vez por la mañana se haya convertido ya en un bosque.
Soltó una carcajada y se inclinó para colocar-me la azada en su sitio,
haciéndome un guiño.
Regresamos a casa en
la penumbra del oca-so mientras la tierra quemada dormía
momentáneamente a nuestras espaldas.
Y, mientras nosotros dormíamos aquella
noche, las semillas de todos los rincones de nuestro mundo empezaron
a desplazarse venturosamente hacia aquel campo.
Y
aconteció que, con el tiempo, aquel
campo abierto por el fuego -aquel campo en bar- becho y a la espera- atrajo hacia sí justo
a los forasteros apropiados, justo las semillas
ade- cuadas.
A su debido tiempo, empezaron a brotar unos menudos
arbolillos.
Llegaron los robles, llegaron los pinos blancos, los arces rojos y los plateados, y hasta
los sauces verdes y los rojos encontraron
el camino hacia el rincón más distante del
hospitalario campo, donde los
esperaba una pequeña reserva de agua subterránea. A juicio de mi tío, aquellos
árboles eran como muchachos humanos que volvían a coquetear y bailar
como antes. Estaba tan contento como yo.
Durante
mucho
tiempo -pues los árboles madereros tardan mucho en crecer-, se fue
desarrollando un bosquecillo y un espeso soto-bosque, con mucha paja para la creación
de de- fensas contra la nieve, con rincones
secretos para los juegos infantiles y pequeños y
moteados claros que podían servir como
lugares de oración y descanso
para toda suerte de caminantes
y viajeros. Aquel bosque se convirtió
en el hogar viviente de las oropéndolas negras y ana- ranjadas, los cardenales
escarlata y los azulísimos arrendajos
azules; a todos ellos los llamába-
mos «las joyas del bosque de Dios». Allí acudían
también las mariposas, que se posaban con un
levísimo y tenue rumor sobre las delicadas
hierbas, haciendo que las
largas hojas apenas se
estremecieran bajo su ingrávido peso.
Además,
a primera hora de la mañana, justo durante unos pocos minutos si te levantabas lo suficientemente temprano, podías ver cómo el rocío orlaba todas las formas del bosque has-
ta donde alcanzaba la vista.
Cual
minúsculas sartas de luces, el rocío humedecía
todos los espinos, todas las pelusillas, todos los dentados bordes de todas las largas hierbas, todos los puntos de
cada una de las hojas. Se aferraba
a todos los ásperos bordes de la corteza de los árboles, a todos los tallos, a todos los juguetes
infantiles abandonados en el bosque.
Con
las primeras luces del alba, el campo antaño vacío y convertido ahora en
bosque resplandecía como un palacio
donde todas las formas recibían luz y nos la devolvían multiplica-da por mil.
Mi
tío
y
yo teníamos
la certeza de encontrarnos
en
el
Edén,
el grandioso jardín de Dios.
24
Cuarenta y cinco años pasaron por nosotros. Mi tío aún vivió muchos años y yo creo
que su larga vida se puede atribuir a esa fiel e inmutable fuerza que empuja a todos los seres humanos hacia una nueva vida, cualquiera que sea el fuego que los haya abatido.
A
lo largo de los años, junto con todos los campos reales que él nos ayudó a sembrar,
hubo unos campos en barbecho que él volvió a sembrar
en su interior. Su fuerza vital
adquirió impulso y volvió a penetrar en la tierra.
Surgió de las cenizas
que cubrían el campo baldío de su interior.
Yo fui testigo
de la recuperación
en su interior de una pequeña
parcela del Edén. Sé que fue así. Lo vi con mis propios ojos.
Cuando estuvo
finalmente preparado para abandonar este mundo, se desplomó como
uno de esos altos y viejos árboles
del bosque. Y, como un gran árbol caído, aunque no separado de sus raíces, su
existencia se prolongó a lo largo de muchas
otras estaciones y, durante algún tiempo, siguió echando valientemente hojas aquí y allá. Y una noche, en medio de un vendaval de la clase que era de esperar, los últimos retazos de su vieja leña se partieron y él fue finalmente libre.
Lloré la pérdida entonces
y la sigo llorando ahora, no simplemente por la desaparición de un ser sino por la de dos: por mi queridísimo y anciano tío, y por el amado y fidelísimo ser a quien llamábamos Este Hombre.
Todas
las lecciones de mi tío, las
lecciones relacionadas con las
arboledas del viejo país, las lecciones del campo
en barbecho de nuestros cuentos
forjados por la guerra, el hambre y la esperanza, permanecen esplendorosamente vivas en espíritu,
en mí y, a través de mí, en mis hijos y en los hijos de mis
hijos, y espero que también en los
hijos de éstos.
Siento
que el espíritu de Zovár sigue vivo. Los muchos relatos del viejo país -y del nue- vo
país- que protagonizó Este Hombre perduran en todos los campos baldíos, en todos y cada
uno de los que asumen el papel de anfitriones y esperan con paciencia, fielmente, a que llegue la nueva semilla
y haga fructificar en ellos una generosa cosecha, tal como sin duda será.
Estoy
segura de que en todas las tierras en barbecho,
una nueva vida está a la espera de re-nacer.
Y, lo que es más sorprendente
todavía, que la nueva vida llegará tanto si uno quiere co-
mo si no. Por mucho que cada vez se la intente
arrancar, cada vez volverá a echar raíces y a reimplantarse. La nueva semilla volará con el viento y seguirá llegando y ofreciendo múltiples ocasiones para el cambio del corazón,
el regreso del corazón, el restablecimiento del corazón, y para volver a optar
finalmente por la vida... de todo eso estoy segura.
¿Qué es aquello
que jamás puede morir? Es
aquella fuerza fiel que nace en nuestro
inte- rior, la que es más
grande que nosotros, la que atrae la nueva semilla hacia los
lugares
abiertos, maltrechos y estériles de tal manera
que pueda volver a arraigar en nosotros. Esta fuerza, en
su insistencia, en su leal-
tad
a nosotros, en su amor por noso- tros, en su acción casi siempre
miste-
riosa, es mucho más grande, mucho más majestuosa y mucho más an- tigua que cualquier otra fuerza
que jamás se haya conocido.
25
Epílogo
Mientras termino este libro, contemplo la pequeña arboleda que decidí cultivar hace
tres años cuando empecé a escribir El jardinero fiel. Desarrollé tanto la
arboleda como el libro a modo de plegarias
activas en honor de mi tío y
del resto de mis seres queridos refugiados, y también a modo de súplica para que la bendición más poderosa que conozco se derramara sobre
los muchos millones de personas de este
mundo que, por necesidad y a menudo invo- luntariamente y sin culpa por su parte, tratan de seguir un camino desconocido o doloroso.
Para crear esta plegaria viviente, empecé a
cavar una ancha franja de césped y a hacer
ciertas abluciones sobre la tierra, según nuestra costumbre.
A continuación, prendí fuego a la
pequeña parcela, un pequeño incendio limita-do
por todas partes en un día sin el menor
soplo de viento.(14) Después dejé la tierra en barbecho.
El primer año y el siguiente se derramaron sobre la tierra las suficientes lágrimas como para que se la pudiera declarar
bautizada como Dios manda.
Después me puse a esperar,
contemplando la pequeña
parcela vacía. En medio de
nuestra aldea de bungalows de ladrillo, ¿podría alguna
semilla ser capaz de encontrar el
camino hacia aquel minúsculo
campo baldío?
Los vecinos
y los viandantes se detenían
para preguntar por qué razón el campo parecía
«destripado». «¿Por qué está tan vacío?» ¿Acaso no prefería plantar un poco de preciosa
Hierba Azul de Kentucky? «¿Tienes pensado construir un garaje?» Pero yo defendí mi sen- cilla tierra baldía.
26
-¿Que vas a cultivar qué?
-Voy a cultivar un bosque en la
ciudad, un bosque urbano.
La gente se alejaba, rascándose la cabeza. Se presentó
un inspector del pueblo.
Dijo que había oído decir que
alguien del barrio iba a cultivar un
bosque en el patio de atrás de su casa.
-Eso no tiene mucha pinta de bosque -dijo.
-Espere -repliqué.
-Podría ser ilegal -dijo.
-Como puede ver, de momento el bosque está
sólo en el aire. (15)
-Mmmm -dijo.
Al
llegar
el
segundo
año
se produjo el fiel milagro. Unos diminutos arbolillos empezaron a brotar en la tierra
baldía, unos árboles tan me-nudos que cualquiera hubiera podido caer en la tentación de decirles a los niños que en ellos habitaban los elfos. Eran simples ramitas de abeto, de delicado arce rojo y siete minúsculos
laureles procedentes de un enorme árbol madre que había al final de la calle.
Ahora, al término del tercer año, hay dos arces
de metro veinte de altura, quince laureles, dos fresnos de casi un metro y medio de altura,
tres dorados árboles
de la lluvia cuyos inflados farolillos ya han florecido dos veces, y
veintisiete brotes de olmo.
Por sorprendente que parezca, es como si la tierra
recordara sus más antiguas pautas, pues bajo los brotes han empezado a crecer pequeñas
hiedras terrestres, helechos dilatados y otras plantas rastreras.
El trébol de los prados ya ha asomado a través de la piel de esta tierra.
Los picamaderos americanos,
los gorriones, los pájaros carpinteros y otros pequeños
animales han traído semillas de distintas clases. Está naciendo un brote de fresas silvestres y hay tam- bién cebollas silvestres. Hay yerbabuena, menta, yanica y otras hierbas, todas ellas muy bien
desarrolladas, como si la naturaleza amara no sólo lo medicinal sino también lo bello.
A
esta parcela de tierra en la que antaño no había nada, han venido también nuevas mariposas, mariquitas
oceladas y grillos, pero no los habituales y monótonos
grillos urbanos que hacen «cri-cri», sino unos grillos que cantan melodías
en cuatro movimientos y suenan como cascabeles, «tuituituituitui»... Una vieja cerca de madera protege
la pequeña arboleda de los vientos
del norte en invierno. Ahora las estrellas
del cielo pueden arrojar su luz sobre otra minúscula parte del Edén recuperado.
El milagro de la nueva vida que surge en la tierra baldía es un cuento muy antiguo.
En la antigua Grecia,
Perséfone, la virginal doncella
de la tierra, fue raptada y mantenida
mucho tiempo bajo tierra. A lo largo de aquel período, su madre, la diosa de la
tierra, echaba tanto en falta su dulce espíritu, que se hizo estéril y un frío e infecundo invierno perenne se abatió
sobre la tierra.
Cuando Perséfone
fue liberada finalmente de las angustias
del infierno, regresó
a la tierra tan rebosante de alegría que todas
las pisadas de sus pies descalzos sobre el yermo suelo
dieron lugar al nacimiento instantáneo de toda suerte de plantas
y flores.
A través de
este pequeño bosque urbano contemplo a mi familia adoptiva de refugiados,
los fieles que hace ya tanto tiempo,
y por obra del destino, se convirtieron en mi propia fami- lia. El hecho de que una niña desgarrada en un determinado sentido
se uniera a otros seres
27
desgarrados en otro, constituye un destino que pa-rece, tal como decimos nosotros, «designio
de Dios y asunto de Dios».
No sé muy bien qué le di yo a mi familia adoptiva,
pero sí sé lo que ellos me dieron a mí. Amor,
por supuesto, y también sabiduría, y
una ininterrumpida y austera
severidad que suavizó los cortantes filos de algo que había en
mí que cabía la posibilidad de que resultara valioso y mereciera
la pena pulir. Me sometieron
a duras pruebas de muchas clases y me
inculcaron un profundo respeto por
la supervivencia, no de los más aptos
sino de los más sabios, de los más leales defensores de la vida
y la tierra, de los propios seres queridos, incluidos aquellos a quienes más cuesta amar, y de aquellos que necesitan amor por encima de todo.
Gracias
a la vida que vivimos aprendí la lección-ofrenda más dura de aceptar y también
lamás poderosa que conozco:
el conocimiento, la certeza absoluta de que la vida se repite y se re-nueva por muchas veces que se la apuñale, se la despoje
de todo, se la arroje al suelo, se la
dañe y ridiculice, se la desprecie y se la mire por en-cima del hombro, se la torture
o se la deje indefensa. (16)
Aprendí de mis seres queridos
tantas
cosas acerca del sepulcro, del enfrentamiento con los demonios y del renacimiento como las que he aprendido a lo largo
de toda mi formación
psicoanalítica y de mis veinticinco años de práctica clínica.
Sé que aquellos que han estado en
cierto modo y durante algún tiempo privados
de la fe en la vida
son en último extremo los que
mejor
llegarán a comprender que el Edén se encuentra
bajo el campo baldío, que la nueva se- milla se desplaza primero hacia los espacios vacíos y abiertos, incluso cuando ese espacio
abierto sea un corazón afligido, una mente
torturada o un espíritu quebrantado.
¿Qué son este fiel proceso espiritual y esta semilla que cae en terreno yermo y
10
vuelve
fecundo? No tengo la pretensión de comprender
su mecanismo de actuación. Pero sé que cualquier actividad a la que entreguemos nuestros días podría ser lo menos importante
que hagamos si no comprendemos al mismo tiempo que hay algo que permanece a la espera
de que le abramos
el camino, algo que está a nuestro
la-do, algo que ama y espera a que
preparemos el terreno apropiado
para que manifieste su presencia
en toda su plenitud.
Estoy segura de que, mientras cuidemos con esmero de esta poderosa
fuerza, aquello que parecía
muerto ya no lo estará,
lo que parecía perdido dejará de
estarlo, lo que algunos consideraban
imposible será claramente posible
y
cualquier terreno
en barbecho estará simple-mente descansando... descansando y a la espera
de
que la bendita semilla sea venturosamente llevada por el viento."
Y lo será.
Plegaria
Niégate
a caer.
Si
no puedes negarte a caer, niégate a permanecer
en el suelo, eleva tu corazón hacia el cielo
y,
como un mendigo hambriento,
suplica que te lo llenen, y te lo llenarán.
Puede
que te empujen hacia abajo. Puede que
te impidan levantarte.
Pero
nadie puede impedirte elevar tu corazón hacia el cielo...
sólo tú.
Es
justo en medio de la desdicha cuando muchas cosas se aclaran.
28
El
que dice que nada bueno se ha conseguido con ello es que aún no está prestando
atención.
C. P. ESTÉS
29
NOTAS
1. En el viejo país hay ciertos
cuentos que, como los amigos, «caminan juntos» por distintos motivos que atañen a la razón
y al
espíritu. En mi familia, el conocimiento
de estas combinaciones de cuentos y de los ingeniosos subtextos y estructuras que las forman se adquiere a lo largo
de varias décadas
de aprendizaje, es decir,
escuchando tanto a nivel
interior como exterior a los mayores,
que a su vez escucharon de este mismo modo
a sus mayores que a su vez también
escucharon a los suyos... y así sucesivamente.
2. Mis
primeros cuentos
surgieron en
parte
debido
al
intercambio de interminables
parábolas con mi tía Káti, una de las hermanas mayores de mi padre y también
una de mis grandes mentoras. En
particular, mantenía el ritual de contar las historias bíblicas del viejo país en determinados días sagrados, onomásticas, días festivos y fiestas de
guardar.
3. Este cuento está formado
por
una
selección
de
fragmentos de un cuento
literario más largo original de la autora, «The Creation
of Stories», copyright
@ 1970, C. P. Estés.
4. Un juego de palabras con szivar, que
signifi¬ca «puro».
5. Cuando termina una guerra, nunca
termina sin más. La primera guerra
tiene lugar durante el momento en
que se desarrolla. La segunda guerra, la más larga, empieza
cuando cesan los combates; esta
guerra tarda años en finalizar y, a menudo,
ocupa incluso diferentes generaciones.
6. Estos zapatos hechos a mano se llaman bocskorok.
Unas finas suelas de cuero curtido se cosen a los empeines «de tal forma que notas el suelo que pisas». El hecho de que
un mismo bocskorok pudiera servir para cualquiera
de los dos pies constituía
para mí, en mi infancia, un
constante motivo de asombro.
7. Una hectárea equivale a diez mil metros
cuadrados; un codo corresponde aproximadamente a unos cuarenta y seis centímetros.
8. Muchos miembros de nuestra
familia pensaban
que en todos los cristianos se conservaban todavía las raíces del antiguo credo judío del siglo 1 o incluso de períodos muy
anteriores. En las raíces de nuestro viejo país se conservan muchos conceptos de carácter
hebreo, por ejemplo, el concepto del mitzvah,
la bendición, y, en particular, el mitzvah
de acoger a los huéspedes en nuestro espacio vital.
9. En aquel tiempo creíamos que el hecho de clavar en la corteza de un árbol frutal debilitado clavos de hierro podría infundirle nueva vida. No
pa¬sábamos por alto el simbolismo
de la madera viva traspasada por los
clavos.
10. Una de las maneras mediante
las cuales yo descubrí la naturaleza
curativa de los cuentos fue practicar la técnica de preguntas y respuestas tal y como la llevaban
a cabo mis
mayores. Ciertos conocimientos
se adquieren gracias a determinados
re-latos. Aunque los hay que consideran un tanto pintoresco este método de enseñanza, se trata de una forma muy
compleja y sofisticada de transmitir conocimientos
acerca de la vida por medio de la exégesis del subtexto de algunos cuentos
concretos.
11. Nincs a hadban sémmi Péter bátya. En el ejército no hay
ningún tío Peter.
12. Muchos miembros de mi familia pensaban
que educar a las niñas era una
pérdida de tiempo. Sin embargo,
una de mis abuelas, a pesar de
que no sabía leer ni escribir, solía protestar
a este respecto, afirmando que el hecho de educar a una mujer equivalía a educar a toda su familia.
13. Un
cuento muy distinto
y mucho más breve
de Hans Christian
Andersen termina sin más con la quema de un árbol. Los cuentos de nuestra familia que hablan del humus son curiosos en el sentido
de que muchos de ellos son más misteriosos
y presentan
«desenlaces» de una mayor
singularidad que la mayoría
de los retocados y embellecidos
«clásicos». En mi opinión,
los encuentros directos con la muerte,
los encuentros de primera
30
mano con los terrores de la humanidad,
han
permitido que los cuentos
de
mi familia
conserven su poder de redención.
14. Si nunca han prendido fuego a un
terreno, jamás se les ocurra hacerlo,
y punto.
15. Pecando un poco
de
ligereza,
quizá resultaría
conveniente
solicitar
del
Gobierno de Estados Unidos la
denominación de «minúsculo bosque nacional».
16. De los muchos miembros refugiados de mi familia que me criaron, adquirí, invirtiéndolos por completo, muchos
conocimientos acerca del alma y la
psique: sus heridas, sus sufrimientos
y su recuperación definitiva. En mi
calidad de única niña de la familia
en aquella época descubrí
no sólo los aspectos más oscuros
y más susceptibles en
lo que a recuperación de la vida se refiere, sino también
la constante proximidad de la muerte de una manera y con una profundidad por lo general reservadas a los muy viejos.
17. El viento de los tiempos antiguos
del que hablaba mi tío se llama Ruach. Mi tío me
explicaba que el Ruach es el viento
hebreo de la sabiduría,
el viento que une a los seres humanos con Dios. Ruach es el aliento
de Dios que desciende
a la tierra para despertar
una y otra vez las almas.
31
R e c u r s o s
Audio
La doctora
Clarissa Pinkola Estés es la autora de una colección de grabaciones
de audio en las que se combinan los mitos y los cuentos
con análisis arquetípicos y comentarios psicológicos. Entre los títulos cabe citar:
The Faithful Gardener:
A Wise Tale
About
That Which Can Never Die (90 minutos)
Women Who Run with the Wolves:
Myths and Stories on
the Instinctual Nature of Women
(180 minutos)
The Creative Fire:
Myhts and Stories on
the Cycles of Creativity (180 minutos)
Theatre of the Imagination
Una serie dividida en doce partes relativas a mi-tos, cuentos
y comentarios, retransmitidos a través de la National Public Radio y Pacifica Networks a nivel nacional (1.080 minutos)
Warming the Stone Child:
Myths and Stories About Abandonement and the Unmothered
Child
(90 minutos)
The Radiant Coat:
Myths and Stories on
the Crossing Between Life and Death
(90 minutos)
In the House of the Riddle Mother: Archetypal Motifs in Women's Dreams (180 minutos)
The Red Shoes: On Torment and the Recovery of
Soul Life
(80 minutos)
The Gift of Story: A Wise Tale About What is Enough
(60 minutos)
The Boy Who Married an Eagle:
Myths and Stories on
Male Individuation (90 minutos)
How to Love a Woman:
On Intimacy and the Erotic Life of Women (180 minutos)
Para más información acerca de estas y otras producciones de audio de la
doctora Estés, escribir o llamar a Sounds True, 735 Walnut St., Dept. FGX, Boulder, CO 80302. Teléfono 1-
800-333-
9185.
Libros
32
Mujeres que corren con los lobos. Ediciones B,
Barcelona, 1998
The Gift of Story: A Wise Tale About What Is
Enough.
Ballantine, Nueva York, 1993
3
Agradecimientos
Este libro está escrito a modo de «cuento de ha-das», la
lengua materna psíquica de las familias de mi infancia. De ese modo, escribo
acerca de «un padre», «un anciano», «una niña»,
«un árbol», «un campo». Como en los cuentos de hadas, muchos de los miembros de mi familia adoptiva vivieron en
un tiempo y un lugar
que ahora ya sólo existen en la
memoria: aquella guerra, absurdamente denomi- nada
el «escenario europeo», y también la enriquecedora pero dura existencia en los bosques
de las zonas rurales
del norte de Estados
Unidos a finales de los años cuarenta y cincuenta.
Para escribir acerca de aquella época, he echa-do mano de la tendencia magiar a la lírica que
aprendí durante mi infancia, el sencillo ritmo de la historia que mantiene
unidos nuestras canciones, nuestros grandes poemas, nuestra épica y los cantos de los gyógyítók de nuestra familia, los sanadores
y creadores de oraciones.
En lo relativo al léxico estoy parcialmente en deuda
con mis queridos padres
adoptivos, Joszéf y Márushka, y con sus dieciocho hermanos y hermanas, de los cuales el tío Zovár fue uno de los que
más cerca estuvo de mí. Todos ellos -incluidos sus cónyuges y sus padres, así como todos nuestros seres queridos que fueron
asesinados en guerras de diversa índole y los que murieron en distintos brotes epidémicos- elevan el número total de mis mayores de esta
familia a sesenta y dos personas.
Diez de estos mayores, que
ahora cuentan ochenta y tantos o noventa
y tantos años, siguen mi-
lagrosamente vivos. Ellos, y la miríada
de aquellos que ahora descansan en paz, siguen siendo para mí tan esenciales como siempre y los alabo, los aprecio y les doy las gracias. Son los últimos miembros de su clase sobre la faz
de la tierra.
Quiero expresar
también mi agradecimiento a Tom Grady, que comprendió que los tíos son para
los niños algo así como gigantes. A Kip Kotzen por sus muchas gentilezas para conmigo. De inestima- ble ayuda han sido para mí el amor y la paciencia
cotidiana de Bogie, T. J., Juan, Lucy, Virginia, Che- rie,
Charlie y Lois. Todos cuentan a cambio con mi gratitud.
Doy las gracias en particular
a Ned Leavitt, que con toda justicia puede
decirse que re-movió cielo y tierra.
La doctora Clarissa Pinkola Estés, poeta, estudiosa,
y diplomada en psicoanálisis junguiano
por la Asociación de Psicología Analítica de Zurich, Suiza, es también una contadora, guardiana de los
antiguos cuentos de la tradición latinoamericana. La obra de la doctora Estés es mundialmente conocida debido al aporte de sus innovadoras
investigaciones sobre la naturaleza de la psique a través
de la utilización de los mitos, los cuentos de hadas, la poesía y los comentarios
de carácter psicoanalítico. Atribuye buena parte del mérito
de lo que se
ha dado en
llamar su «singular y poderosísima» voz al hecho de haber vivido inmersa desde la infancia
en las antiguas y exigentes
tradiciones orales que fueron transmitiéndole
«día a día, tarea a tarea, prueba a prueba, oración a
oración» los mayores de su familia, inmigrantes y refugiados, tanto húngaros como mexicanos.
La doctora Estés ha sido directora
ejecutiva del C. G. Jung Center for Education and Research
de Estados Unidos. Se doctoró en estudios interculturales y psicología clínica
y lleva veinticinco años ejerciendo la docencia y la práctica
privada.
Entre las restantes obras publicadas
por la doctora Estés figuran The Gift of Story y Mujeres que
corren con los lobos, traducidas a dieciocho idiomas.
Es autora
de una serie en once volúmenes de exitosas
grabaciones de audio y de un programa en directo dividido en doce
entregas, Theatre of the Imagination, retransmitido por la National Public Radio
y Pacifica Networks a
nivel nacional en Estados
Unidos y Canadá.
Activista desde hace muchos años, ha fundado y dirige la C.P. Estés Guadalupe Foundation, una de cuyas incipientes misiones es la retransmisión, en onda corta, de relatos para el fortalecimiento de la propia conciencia en puntos conflictivos de todo el mundo.
Por su constante
activismo social y sus escritos, ha sido galardonada con el premio Las Primeras
de la MANA, la National Latina Foundation de Washington,
D.C.; en 1994 recibió la Medalla
del Presidente en el apartado de justicia
social por parte del Union Institute;
ha sido galardonada también con
el primer premio «Keeper of the Lore»
del festival anual
Joseph Campbell; ha recibido el premio a
la Escritura de la Associated Catholic Church Press y el premio Gradiva
de 1995 de la National Association for the Advancement of Psychoanalysis, Nueva York.
La doctora Estés está casada y tiene tres hijos. Es miembro desde que nació de la Sociedad
de
Guadalupe.
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