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jueves, 10 de noviembre de 2011

EDUCACIÓN PARA GLOBALIZAR LA ESPERANZA Y LA SOLIDARIDAD


EDUCACIÓN PARA

GLOBALIZAR LA ESPERANZA
Y LA SOLIDARIDAD

Por: Antonio Pérez  Esclarín


Primero se llevaron a los negros,
                   pero a mí no me importó porque yo no era
                   Enseguida se llevaron a los judíos,
                   pero a mí no me importó porque tampoco era.
                   Después detuvieron a los curas,
                   pero como yo no soy religioso, tampoco me importó
                   Luego apresaron a unos comunistas,
                   pero como tampoco soy comunista, tampoco me importó.
                   Ahora me llevan a mí, pero ya es tarde. 
Bertolt Brecht:

 
CRISIS DE CIVILIZACIÓN Y CRISIS DE EDUCACIÓN

I.1.-El llamado a la ilusión

Por estar muy convencido de que tanto la humanidad como la educación atraviesan una profunda crisis de orientación y de sentido, quiero comenzar mis reflexiones sobre la Educación Necesaria para globalizar la esperanza y la solidaridad,  con un ferviente llamado al coraje,  la ilusión y la creatividad. Sobre todo en estos tiempos en que se está poniendo de moda el desencanto y la desesperanza; en que el pragmatismo más ramplón está acabando con los ideales y los sueños, y el egoísmo e individualismo están siendo considerados como valores esenciales. Tiempos de globalización neoliberal en que el éxito de la macroeconomía se traduce, de hecho, en la generalización de la  macropobreza, y miles de millones de personas, los excluidos del festín, ven cómo se aleja la posibilidad de una existencia digna. De pobres y marginados pasaron a excluidos, a desechables, a poblaciones sobrantes. Al no tener trabajo, no cuentan ni siquiera con el privilegio de ser explotados: simplemente no son, su delito es existir.

 

Tiempos en que se pretende reducir la vida, la tarea y apasionante aventura de la vida, a una mezcla de  teleconsumo: televisión y compras. El mundo es un gran mercado y todo, hasta lo más sagrado, se convierte en mercancía. En la actual vorágine del cambio continuo y de una productividad abocada no a satisfacer las necesidades esenciales de las mayorías, sino los caprichos de la minoría que puede pagarlos, el mercado crea permanentemente  nuevos productos y la publicidad se encarga de seducirnos para convencernos de que los necesitamos. Los espacios públicos (edificios, calles, estadios, salas de conciertos, autobuses, el metro, los periódicos, revistas, la televisión...), son acaparados cada vez más por la publicidad, que doblega voluntades y espíritus bajo la férrea tiranía de las marcas. Ellas prometen y ofrecen (Klein, 2001) todo lo que extrañamos y nos falta: autorrealización, prestigio, amistad, libertad, seguridad, felicidad...Las marcas confieren calidad, pertenencia al grupo de selectos;  son valores signo para expresar  las diferencias sociales. Las cosas son deseadas y buscadas no por sí mismas, sino por sus apariencias; ellas nos permiten alardear, ostentar, demostrar que pertenecemos al grupo de los exclusivos, del beautifull people, nos confieren personalidad ante los demás. De ahí que la publicidad más que productos, vende estilos de vida, emociones, sueños... Para ello, todos los medios son lícitos: el engaño, el exhibicionismo, la violencia, las fantasías eróticas, la degradación y uso del cuerpo... Y también, en consecuencia,  son lícitos los medios –robo, asalto, mentira, venta del propio cuerpo...- para conseguir esos productos que, según nos predican con insistencia,  nos abren las puertas a la felicidad y bienestar, nos van a permitir ser alguien en la vida. De ahí que el consumismo nos consume y todos terminamos comprando ya no lo que necesitamos, sino lo que el mercado necesita que compremos. Anestesiados por los bienes de consumo, por las falsas ilusiones del tener, gastamos el dinero que no tenemos adquiriendo los objetos que no necesitamos. El consumismo agita el deseo de renovación, poetiza el producto, idealiza la marca, sacraliza lo nuevo. Es como las drogas –no en vano hoy se habla de compradores compulsivos, de adicción a las compras-: confiere una sensación de plenitud irreal y pasajera, crea dependencia: cuanto más  tiene uno, más necesita tener. El hambre de poseer y de tener es tan grande que no deja disfrutar de lo poseído. “Use y bote”, parece ser el lema que va penetrando las mentes y adueñándose de los  corazones. La moda, caduca y pasajera, es de una tiranía avasallante. “No tengo que ponerme”, se quejan y lloran los y las adolescentes ante un armario  reventando de ropa. Se prueban una y otra blusa, falda o pantalón, los desechan, no les convencen. El espejo reproduce su rostro de angustia y desencanto. Tienen muchos vestidos camisas, pantalones, pero ninguno es adecuado. Fue adecuado cuando lo compró, hace una semana, “ya me vieron con él”, “ya no se lleva..”

 

 Todos necesitamos llenarnos de cosas, de crecer hacia fuera, para tapar el cada vez mayor enanismo de nuestra vida interior y de nuestra creciente soledad. Nos convertimos en pura fachada: dentro sólo existe el vacío.   A la cruda y espantosa miseria de las mayorías que no tienen ni para comer , habría que añadir la creciente miseria espiritual de los satisfechos. Aumentan los miserables  y entre los ricos, se generalizan los pobres de espíritu: Hay personas tan pobres,  tan pobres, tan pobres..., que lo único que tienen es dinero. Millones  mueren de mengua, otros de aburrimiento y anomia...Muchos se deshumanizan al tener que vivir en condiciones inhumanas, otros se deshumanizan al volverse insensibles ante el dolor de sus semejantes. Muchos matan para tener, otros matan –o mandan matar- para defender lo que tienen y para impedir que los demás tengan. Los miserables asaltan con cuchillos o pistolas, los poderosos aniquilan con bombas inteligentes.  La selva humana resulta muchísimo más cruel que la selva de los animales: estos nunca acaparan o amontonan, ni privan a los demás si están hartos...

 

 Por todas partes impera el desorden y la violencia. Mueren los ríos y los árboles, cada vez se siente más débil y lejano el canto de los pájaros, la contaminación nos tapa las estrellas. Llenos de ruidos, somos incapaces de escuchar los lamentos de la tierra herida y los gritos de nuestra creciente soledad.

 

Gastamos cada año ochocientos mil millones de dólares en armas para aniquilarnos y destruirnos, y no somos capaces de reunir trece mil millones de dólares que, según datos de la UNESCO, serían suficientes para acabar con la miseria en el mundo. Mientras mil doscientos millones de personas malviven en el mundo con menos de un dólar diario, un grupito de exclusivos supermillonarios aumentan sus fortunas en quinientos dólares cada segundo.

 

 Hemos viajado al espacio exterior a conquistar la luna, pero no hemos viajado a nuestro interior a conquistarnos a nosotros mismos. Vivimos estresados, agitados, angustiados, corriendo cada vez más rápido, sin preguntarnos a dónde vamos. Corremos porque todo el mundo corre, para no perder el autobús, para no perder la hora, para no perder el empleo, para no perder el capítulo de la telenovela...¿Pero no estaremos así perdiendo la vida?

 

  Nos comunicamos por internet, chateamos con desconocidos en el otro extremo del planeta, pero somos incapaces de hablar con nuestros vecinos. Se nos ha vuelto imprescindible el teléfono celular o móvil, pero cada día nos comunicamos menos con nuestros hijos.  Lo lejano se acerca, lo cercano se aleja. ¿No se han fijado que la revolución de las comunicaciones es para entrar en contacto o conversar con los  que están lejos, y que cada día  nos comunicamos menos y más superficialmente con los que tenemos a nuestro lado? Intoxicados de una información que se nos ofrece inabarcable y fragmentada, que cambia antes de que seamos capaces de procesarla y convertirla en conocimiento –las últimas noticias son siempre las únicas noticias-, somos unos pobres y desorientados náufragos, más que seguros navegantes en el agitado océano de internet. Todo el mundo tiene el derecho de escuchar y mirar, pero muy pocos el de informar, opinar, crear, decir y contradecir.

 

  En un mundo de supuestos especialistas y expertos, cada día se aleja más y más de nosotros la verdadera sabiduría, que no consiste en conocer los hechos, sino en ver a través de ellos, más allá de las   apariencias y de las explicaciones que corren por la calle. Por ello, hacemos nuestra la inquietud y doliente queja  del poeta Elliot: “¿A dónde fue la sabiduría que perdimos con el conocimiento, a dónde fue el conocimiento que perdimos con la información?

 

 Es el mundo patas arriba, en expresión afortunada de Eduardo Galeano (1998): los carros manejan a las personas, las computadoras programan nuestras vidas, todo sube de precio menos la vida humana que cada vez vale menos,  las cadenas de oro y los zapatos y ropas de marca tasan el valor de las personas,  y el televisor es con mucho el personaje más importante de la casa, y el que termina educando a nuestros hijos (se calcula que, en América Latina, los niños de los barrios pasan el doble de horas frente al televisor que en la escuela). ¿Qué se puede esperar de una generación que crece pegada al televisor y que día a día va aprendiendo que la violencia, la seducción, el chantaje o la mentira son medios eficaces para resolver los problemas? La televisión es la ventana por la que los niños de los barrios y caseríos  se asoman al mundo  y les enseña a mirarlo con los ojos de los que los desprecian. La adicción a la televisión crea incomunicación. Las peleas por el control se resuelven comprando más televisores, de modo que, en el propio hogar,  cada uno se va aislando más y más de los demás.  La sociedad del espectáculo genera conductas pasivas, aislamiento y soledad. No es extraño entonces encontrarnos con este texto trágico de La oración de un niño, que suena en nuestros oídos como una sonora bofetada porque  nos asoma al sin sentido que estamos viviendo y proponiendo:


Señor, esta noche quiero pedirte algo especial: conviérteme en televisor. Quisiera ocupar su lugar para vivir como él en mi casa: tendría un cuarto especial para mí, y toda la familia se reuniría a mi alrededor horas y horas. Siempre me estarían todos escuchando sin ser interrumpido ni cuestionado, y me tomarían en serio. Cuando me enfermara, llamarían enseguida al médico y estarían todos preocupados y nerviosos hasta que volviera a funcionar perfectamente. Mi papá se sentaría a mi lado cuando vuelve cansado del trabajo, mi mamá buscaría mi compañía cuando se queda en la casa sola y aburrida, mis hermanos se pelearían por estar conmigo. ¡Cómo me gustaría poder disfrutar de la sensación de que lo dejan todo por pasar algunos momentos a mi lado!


Por todo esto, Señor, conviérteme en un televisor, yo te lo ruego.

 

Es en este contexto, y como les prometí al comienzo, mi ardiente llamado a la ilusión y el coraje ( Pérez Esclarín, 1998, 147):


No había fiesta en el llano que no fuera alumbrada por los dedos mágicos del arpista Figueredo. Sus manos acariciaban las cuerdas y brotaba incontenible el ancho río de su música prodigiosa. Se la pasaba de pueblo en pueblo, sembrando la alegría, poniendo a galopar los pies y los corazones de las gentes en la fiesta inacabable del joropo. El, sus mulas y su arpa. Por los infinitos caminos del llano. En una mula él, en la otra el arpa. Cubierta con un plástico negro para soportar los interminables chaparrones del invierno llanero en que, como  describió magistralmente el poeta Lazo Martí, “el llano es una ola que ha caído, el cielo es una ola que no cae”. Llueve y llueve, todo está ya inundado, las vacas se mueven penosamente con el agua al pecho, y sigue negro el cielo, preñado de una lluvia inacabable. Con el arpa también cubierta con el plástico negro en verano, para soportar el fuego de ese sol infinito que raja hasta las piedras.

Una tarde, el arpista Figueredo tenía que cruzar un morichal espeso y allí lo estaban esperando los cuatreros. Lo asaltaron, lo golpearon salvajemente hasta dejarlo por muerto, y se llevaron las mulas, se llevaron el arpa...

A la mañana siguiente, pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba inconsciente, en muy mal estado, pero todavía vivo. Los arrieros le curaron las heridas y cuando lograron  que volviera en sí, empezaron a preguntarle con insistencia, “¿pero qué pasó, maestro?, ¿qué pasó?”. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, el maestro Figueredo logró balbucear desde sus labios entumecidos y rotos: “Me robaron las mulas”.

Volvió a hundirse en un silencio que dolía, y tras una larga pausa y ante la insistencia de los arrieros que seguían preguntando, logró empujar hacia sus labios una nueva queja: “Me robaron el arpa...”

Al rato, y cuando parecía que era imposible que pudiera decir algo más, el maestro Figueredo se echó a reír. Era una risa profunda y fresca, que no pegaba en  ese rostro que era una estampa del dolor y de la cruz. Y en medio de la risa, se le oyó decir: ¡Pero no me robaron la música!   

 

No permitamos que nos roben la música, la esperanza, los sueños, la ilusión. Ante la creciente inseguridad, ponemos alarmas para que no nos roben el carro, enrejamos puertas y ventanas para que no se nos lleven el televisor, el equipo de sonido, la licuadora..., pero no nos protegemos de los que nos roban la ilusión. Hay especialistas en robar ilusiones. Son sembradores de desesperanza y pesimismo. Están allí a nuestro lado, tal vez son nuestros compañeros y amigos. Siempre sólo ven las dificultades, hablan y enfrían el entusiasmo. Y es mucho más grave que nos roben la ilusión a que nos roben la tarjeta de crédito. Si no tenemos esperanza e ilusión, estamos muertos como educadores. Educar no puede ser meramente un modo de ganarse la vida, sino que tiene  que ser un modo de dar vida, de ganar a la vida a los demás, de  provocar las ganas de vivir con autenticidad y libertad.  Por ello, es imposible educar sin esperanza y nadie puede ser educador sin vocación de servicio. El verdadero maestro asume la aventura inacabable, apasionante  y, con frecuencia,  dolorosa, de permanecer fiel a la tarea de implantar una sociedad justa y tolerante. Educar es apostar por el futuro, por la esperanza.

En el mundo del conformismo y  la opulencia  han surgido  voces, como la de Fukuyama, que proclaman con un cinismo sorprendente que hemos llegado al final de la historia , y que debemos proclamar la muerte de las utopías. Según ellos, estamos viviendo en el mejor de los mundos posibles y, en consecuencia, no tiene ningún sentido intentar cambiarlo. Por ello,  debemos renunciar a todo tipo de acción y reflexión que signifique pensar en transformaciones profundas en las sociedades. Esto ha traído consigo la renuncia a toda construcción colectiva y el reacomodo individual   a las posibilidades que se dan a nivel personal. Que cada uno cuide de sí mismo y trate de vivir lo mejor que pueda. Para triunfar en la carrera de la competitividad, hay que dejar de pensar en los demás. Cantidad de  sueños y esperanzas se han transformado en un conjunto de lógicas pragmáticas y de sobrevivencia inmediata. Muchos  que ayer soñaban con transformar el mundo, hoy sólo buscan acomodarse en él lo mejor posible. Son tiempos de rendición y de claudicación masiva.  Algunos pocos siguen proclamando la necesidad de cambios profundos y vocean una supuesta revolución que sólo les beneficia a ellos. Más que cambiar las cosas, son ellos y sus vidas lo que está cambiando.

Hoy más que nunca, y precisamente porque miles de millones de personas en el mundo son sacados o excluidos de la posibilidad de una vida digna, la ilusión, la esperanza y la utopía, como dice Frei Beto, “no sólo tienen sentido, sino que se tornan necesarias y urgentes. Pero no se encontrarán en ningún estante de supermercado. Surgirán en la medida en que los empobrecidos se vuelvan artífices de cambios hacia un futuro mejor...”.  La esperanza, como lo expresaba Ernst Bloch,  es la más humana de todas las emociones, niega la angustia, está orientada hacia la luz y la vida; es una afecto militante, un afecto práctico, que  se opone con fuerza al pragmatismo, que es una  deserción mediocre y cobarde en la tarea de construir el mundo.

Los genuinos educadores, militantes de la esperanza, no podemos aceptar como fin de la historia, esta mezcla de mercado con democracia electorera, que excluye a las mayorías y siembra la muerte y destrucción en el planeta. No aceptamos una concepción de desarrollo que agiganta las desigualdades sociales entre países y entre los ciudadanos de  cada país: los 225 personajes más ricos en el mundo acumulan una riqueza equivalente a la que tienen los 2.5000 millones de habitantes más pobres, es decir, el 47 % de la población mundial. Los tres personajes más acaudalados del planeta tienen activos que superan el PIB combinado de los 48 países más pobres. Algunos países de América Latina como Brasil, Honduras, Chile, Colombia, México, Perú, Ecuador, batieron el récord mundial de las desigualdades sociales: En México, 24 familias tienen ingresos superiores a 24 millones de mexicanos; en Brasil, el 10% de la población acapara el 60%  del ingreso nacional.   

 No podemos aceptar un desarrollo que se equipara a consumir y amontonar cosas, olvidando el desarrollo integral de las personas, de todas las personas, y es  tan desalmado que, mediante el cobro de una deuda ya pagada y repagada,  sigue exprimiendo  las economías de los países pobres e imposibilita su desarrollo social y humano. Lo que debería dedicarse a políticas sociales, a salud, vivienda, educación..., se va en el servicio del pago de la deuda. En 1990, la deuda de América Latina era de 443.000 millones de dólares. Hacia 1999, superaba los 700.000 millones.  Sin embargo, sólo por concepto del servicio de la deuda, la región pagó entre 1982 y 1996, alrededor de 706.000 millones de dólares, es decir una cifra superior a la deuda acumulada. ¡Es el Norte el que debe pagar la enorme deuda histórica con el Sur acumulada a través de siglos de colonialismo y de relaciones internacionales desiguales!

¡Cómo sumarse al coro de los que vocean con entusiasmo el fin de la historia cuando las políticas de “flexibilización” y reforma liberal, aplicadas tan entusiastamente (Tamayo, 2000) “por los gobiernos para atraer la inversión extranjera, han contribuido a degradar y superexplotar la fuerza de trabajo, volviendo a situaciones de esclavitud que reinaban en el siglo XIX! Particularmente graves son las condiciones de trabajo que impone el capital transnacional en países del Sureste asiático  y de Centroamérica y el Caribe en las sweatsshops (fábricas de sudor) o  empresas maquiladoras y en las zonas francas, mayoritariamente atendidas por mujeres”. Las mujeres, que son la fuerza laboral más explotada,   deben con frecuencia someterse a pruebas de embarazo, trabajan jornadas de 14 horas o más, son vigiladas permanentemente y no se les permite ni ir al baño a no ser en unos pocos minutos previamente reglamentados; no pueden asociarse a ningún tipo de organización que defienda sus derechos, y la mayoría recibe  un salario inferior a dos dólares diarios.  Una obrera en Haití cose a la semana 18.000 camisetas con la imagen de la princesa Pocahontas, que la casa Disney venderá a 20 dólares cada una, y le pagará a la obrera como sueldo semanal el valor de tan sólo una de las 18.000 camisetas que cosió. En 1997, Michael Jordan ganó por su publicidad de los zapatos Nike,  más que los 30.000  obreros indonesios  de dicha industria, que devengaban un salario diario de 1,20dólares. ¿Es este el fin de la historia que queremos?

¡Cómo aceptar un mundo tan insensible que, a pesar de que produce 10% más de los alimentos que necesitamos para vivir toda la humanidad, permite que cada año mueran de hambre 15 millones de niños! ¡Un mundo al que ya no le conmueve el espectáculo inhumano de millones de niños de la calle, sin hogar, sin familia, sin cariño, sin escuela, sin comida, sin salud, sin mañana,  amenazados por todas las formas posibles de violencia, que duermen sobre periódicos en las entradas de los edificios y mendigan en los semáforos, que sólo en la cuadrilla o la banda encuentran  seguridad y  sentido a su precaria existencia! ¡Un mundo que (Tamayo, 2000) “criminaliza las luchas y movimientos sociales, que  persigue, encarcela, amenaza y asesina a dirigentes campesinos e indígenas que luchan por  sus tierras, a defensores de derechos humanos y periodistas, a dirigentes sindicales! Grupos paramilitares financiados por latifundistas cometen crímenes y masacres que quedan en la impunidad actuando, muchas veces, con la complicidad de autoridades estatales. En las ciudades, los grupos de “limpieza social”, se encargan de eliminar a los que el sistema considera “desechables”: niños de la calle, mendigos, homosexuales, prostitutas...”.  En un mundo que invita a todos al festín del consumo y del tener, pero  cierra las puertas  a las mayorías que no pueden pagar la entrada, aumenta de un modo vertiginoso la violencia. Violencia del exhibicionismo de los que tienen y derrochan, violencia   de los que buscan tener a cualquier precio (asalto, robo, prostitución, tráfico de drogas, de niños, de órganos...), violencia de los aparatos represivos, que en vano intentarán poner orden en un mundo desordenado.  Las cárceles inhumanas e inmundas, donde se cultiva con tenacidad el odio y la violencia,  verdaderas escuelas de delincuencia, se  llenan y rellenan de pobres (raramente  un delincuente de cuello blanco y corbata va  a la cárcel), y la seguridad es un privilegio del que cada vez pueden disfrutar menos personas. En muchas ciudades y barriadas, seguir con vida es tan sólo cuestión de suerte.  Los periódicos presentan cada lunes el balance de víctimas por la delincuencia como un abultadísimo parte de guerra. 

En algún sitio leí la historia de aquel cura que se quejaba de que muchos se confesaban  de haber tenido malos sueños, pero nadie se confesaba del pecado mucho más grave de no soñar. No permitamos que nos roben el derecho a soñar, que  es el más importante de todos. Sin él, no tienen sentido los demás. Como ha escrito Eduardo Galeano, el derecho de soñar no figura entre los 30 derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos morirían de sed. Sería terrible si no pudiéramos imaginar un mundo, un país, una educación distintos, soñar con ellos como proyectos y entregarnos con esperanza y alegría a su construcción. Opongamos nuestra capacidad de soñar al antisueño de los pragmáticos. Repitamos con Facundo Cabral: “Si dejamos morir nuestros sueños seremos pobres, si los cuidamos y ponemos en práctica, seremos ricos”.

Todas las grandes conquistas de la humanidad comenzaron como un sueño de alguien o de algunos, y el compromiso tenaz y valiente de hacerlo posible. Por ello, fueron capaces de arrastrar el entusiasmo y las voluntades de muchos y el sueño se hizo realidad. Porque alguien soñó que era posible la independencia, hoy somos soberanos y libres. Porque alguien soñó que todos éramos iguales, un día se abolió la esclavitud.

Aceptar el sueño de un mundo mejor y adherirse a él, es aceptar participar en el proceso de su creación. Perder la capacidad de soñar y de sorprenderse es perder el derecho a actuar como ciudadanos, como autores y actores de los cambios necesarios a nivel político, económico, social y cultural. Por eso, los genuinos educadores defendemos con tesón y con pasión el valor de la esperanza, que se arraiga en la fe en el hombre y la mujer como sujetos de la historia –y para los que tratamos de seguir a Jesús- en la fe en un Dios que nos hizo creadores, que dejó en nuestras manos la responsabilidad de seguir recreando y perfeccionando el mundo y nos mostró el camino para construir la sociedad del amor y vivir la vida en plenitud. Por ello, frente al Pienso luego existo cartesiano, o el Conquisto, luego soy de Hernán Cortés, el conquistador y destructor de México, que expresan la dinámica  de la modernidad; o el Compro, luego existo, que parece ser cada vez más fundamento de la postmodernidad; los educadores genuinos levantamos, como nos lo propone González Lucini (1996), el Sueño, luego existo, de la esperanza comprometida. Ser humano significa tener esperanza que es el nervio de la felicidad.
  

I.2.-Importancia de la educación y crisis del sistema educativo

 

La educación está adquiriendo una importancia cada vez mayor pues se considera el elemento clave no sólo para aumentar la productividad y generar riqueza, sino para obtener  un auténtico desarrollo humano. De hecho, el desarrollo humano debe ser el fundamento central y propósito último del desarrollo de la sociedad. A parte de que es absurdo un supuesto desarrollo  económico que excluye a las mayorías, no es tampoco sustentable. El desarrollo de toda sociedad implica no sólo que todos los ciudadanos puedan vivir con dignidad, sino también que todos puedan participar y producir. Como lo expresa con claridad la Propuesta del Proyecto Regional de Educación para América Latina y El Caribe (2001-2015): “El cumplimiento de los derechos humanos de todos, mujeres y hombres, es el paso más importante para generar el crecimiento económico y el establecimiento de instituciones y leyes transparentes, responsables y efectivas. Sólo cuando la comunidad sienta que tiene un interés comprometido y participación en las decisiones, se entregará por entero al desarrollo. Los derechos humanos y el desarrollo humano se proponen una visión común: velar por la libertad, el bienestar y la dignidad de todos en todas partes” .

 

Por ello, hoy todo el mundo insiste,  sobre todo a partir de La Declaración de Educación para Todos de Jomtien (1990) y los Acuerdos del Foro Mundial de Educación para Todos de Dakar (2000), en  la necesidad e importancia de una educación de calidad por considerar que es la clave fundamental para abatir la pobreza, aumentar la productividad y formar personas autónomas  y ciudadanos honestos y responsables. En la actual sociedad del conocimiento y en este nuestro siglo del saber, la carrera económica, cultural y geopolítica, pasa a ser una carrera entre sistemas educativos. La fortaleza de un país radica en el grado de educación de sus habitantes. La educación es la suprema contribución al futuro del mundo actual, puesto que tiene que contribuir a prevenir la violencia, la intolerancia, la pobreza, el egoísmo y la ignorancia.  Una población bien educada e informada es crucial si se quiere tener democracias prósperas y  comunidades fuertes. La educación es el pasaporte a un mañana mejor.

 

A tono con las declaraciones y acuerdos citados,  el documento reciente de la Cumbre Latinoamericana de Educación Básica emitido en  Miami, Florida, el 8 de marzo de 2001, expresa con claridad:

 

Una población bien educada es elemento clave para el desarrollo y el crecimiento económico. La educación es crucial para el desarrollo .Ningún país ha obtenido un progreso económico significativo sin expandir la cobertura y mejorar la calidad de la educación...Algunos estudios muestran que hasta un 40%  de la diferencia en el crecimiento entre los países del Este de Asia y América Latina puede atribuirse a la educación, especialmente a la educación básica de alta calidad...Una educación de calidad es decisiva en la reducción de la pobreza y la promoción de la equidad (p.5).

 

Pero si bien todo el mundo reconoce la importancia de la educación,  por todas partes se insiste en que está en crisis y hay un consenso cada vez más generalizado de que los resultados educativos no responden a las expectativas y exigencias.  No creo que, en estos momentos haya algún país en el mundo que se encuentre satisfecho con su sistema educativo. Por todas partes se acusa a la educación  de poca pertinencia y relevancia, metodologías inadecuadas, rutinización y burocracia,  desfase con las nuevas tecnologías, incapacidad para transmitir valores...


En cuanto a  América Latina, la situación de la educación  es realmente lamentable.  Son elocuentes los siguientes datos y números tomados de varias fuentes, en especial, del documento titulado  “Los aspectos pendientes de la situación educativa” que presenta la Propuesta de Proyecto Regional de Educación para América Latina y El Caribe (2001-2015):

 

- En un mundo intercomunicado por el internet, redes satelitales y superautopistas de la información,  todavía existen en América Latina  40 millones de personas consideradas analfabetas absolutas, y alrededor de 110 millones de adultos y jóvenes que no completaron su educación primaria, por lo que podrían ser considerados analfabetos funcionales.


- A pesar de los numerosos y fervientes llamados que se hicieron por la universalización de la educación básica para el año 2.000, cerca del 7% de la población escolar de la región no  asiste a la escuela y un porcentaje alto de los niños con discapacidad no tiene acceso a la educación. Las tasas de repetición de América Latina y El Caribe son las más elevadas del mundo, y son especialmente preocupantes en primer grado, tan esencial para determinar el éxito o el fracaso posterior de los alumnos..

- El resultado de las altas tasas de repetición y deserción se expresa en  que, en  la mayor parte de los países de América Latina, escasamente el  40% de los niños y niñas logran culminar su educación primaria, y sólo el 8 % de los alumnos  el nivel secundario. Esto significa que de 100 estudiantes que ingresan al primer año de primaria, sólo 8 de ellos logran culminar su bachillerato. En países como República Dominicana y El Salvador, un cuarto o más de alumnos que se matricula en el primer grado, ni siquiera llega a segundo grado. En contraste, casi todos los alumnos que ingresan a la escuela básica en los países del Este de Asia, Egipto y China logran culminar su primaria. 

- Aunque la mayoría de los países de la región ha llevado a cabo importantes reformas tendientes a mejorar la calidad, equidad y eficiencia de la educación, no siempre han generado mejoras substanciales en los aprendizajes de los estudiantes. Implantadas casi siempre,  de un modo apresurado e inapropiado, impuestas desde arriba sin la debida participación y consulta de los maestros, las reformas, en general,  no están transformando las prácticas ni la vida cotidiana de las escuelas.  A pesar del esfuerzo económico que han supuesto, las reformas no están contribuyendo eficazmente a revitalizar las prácticas pedagógicas, ni a cambiar las rutinas burocráticas o los intereses creados. Más bien, con frecuencia  sólo están sirviendo para confundir y desalentar a los maestros.

- Persisten problemas importantes de equidad en la distribución de la oferta educativa. La proporción de población atendida en el nivel de educación inicial, tan importante para la formación de la inteligencia, la personalidad y  la adecuada socialización del niño y de  la niña,   sigue  siendo muy  baja y se localiza mayormente en zonas urbanas y entre las familias más privilegiadas, lo que ha limitado el éxito en la educación básica y ha aumentado la inequidad. Escasamente una cuarta parte de niños y niñas entre 0 y 4 años está matriculada en algún servicio o centro pre-escolar  En general, persisten diferencias en el acceso a la educación de calidad, especialmente entre niñas de escasos recursos, en áreas rurales y entre poblaciones indígenas.

- En muchas ocasiones los alumnos y alumnas experimentan dificultades de aprendizaje y participación debido a la falta de consideración en la planificación escolar de sus distintas capacidades, motivaciones e intereses y de su procedencia social y cultural. La escuela está muy lejos de la vida de los alumnos pobres. Las barreras del lenguaje y de la cultura resultan con frecuencia infranqueables. Por otra parte, los docentes carecen de una preparación adecuada para trabajar en realidades de extrema pobreza, y los programas no tienen en cuenta la cultura, la situación, la historia del alumno de barrio o campesino.   

- El tiempo efectivo dedicado al aprendizaje continúa siendo insuficiente, aunque en algunos países se ha aumentado el calendario y la duración de la jornada escolar. Lo anterior se agrava por el ausentismo de profesores y estudiantes y por los métodos tradicionales de enseñanza que inciden en forma negativa en el uso eficiente del tiempo dedicado al aprendizaje. Los niños japoneses van a clase  220 días al año, jornada completa, frente a los 180 días de media jornada en numerosos países latinoamericanos.      

 

- Sigue pendiente la formación científica y tecnológica de calidad para todos, y la región de América Latina y El Caribe se encuentra retrasada respecto a la introducción de nuevas tecnologías de información y comunicación.

- Como consecuencia de todo esto, si bien en todos los países de  América Latina ha habido avances significativos en la expansión de la cobertura, la calidad de la educación que reciben los alumnos resulta muy deficiente  e inadecuada. Según datos que se expusieron en la Cumbre Latinoamericana de Educación Básica, celebrada en Miami el 7 y 8 de marzo de 2001, sólo un país de América Latina –Chile- participó en una prueba mundial de aptitudes en matemática y ciencias para octavo grado en 1999, y obtuvo el  35 lugar entre 38 países, ubicándose muy por debajo de sus competidores asiáticos como Tailandia y Malasia. Sólo dos países de América Latina escogieron participar en la misma prueba mundial en 1996. Uno de ellos, Colombia, obtuvo el lugar 40 entre 41 países examinados, ubicándose por debajo de todos los países participantes de Asia, Europa del Este y el Medio Oriente. El otro país, México, se negó a divulgar sus  puntajes.

- En la única prueba de rendimiento aplicada a nivel regional (por la UNESCO en 1998), un país, Cuba, superó por un gran margen al resto de la región en las pruebas de rendimiento de matemáticas y lenguaje de tercer y cuarto grados. Incluso el cuarto inferior de los alumnos cubanos superó el promedio regional. Chile y Colombia, que obtuvieron bajos puntajes  en las pruebas a nivel mundial, obtuvieron puntajes promedio en esta prueba, lo que sugiere que la mayor parte de la región también exhibiría un rendimiento deficiente en las pruebas a nivel mundial. Dos países, Perú y Costa Rica, se rehusaron a divulgar sus resultados en la prueba regional.

- En cuanto a Venezuela (Fe y Alegría 2000, 26) los diferentes diagnósticos realizados a nivel nacional nos evidencian una  baja  calidad de la educación. En primer lugar, hay un muy grave déficit de cobertura: 41% de los niños entre 4 y 6 años no tienen pre-escolar, 25% de niños entre 13 y 15 años y casi la mitad de jóvenes entre 16 y 17 años están fuera del sistema escolar. Si bien se proclama la intención de llevar todas las escuelas a jornada completa, se ignora que, para hacer esto posible, tendríamos que estar inaugurando cuatro escuelas nuevas diarias durante diez años.   

- Por otra parte, la efectividad del sistema escolar venezolano es muy baja: sólo 37 de cada cien alumnos que empiezan el primer grado culminan el sexto; 30 de cada 100 repiten en los tres  primeros grados. Dos de cada tres niños no terminan la escolaridad básica de nueve grados, y el 13% de los niños entre 4 y 15 años están fuera de la escuela.

-   Junto a esto, la calidad de los que logran egresar es muy baja:  Desde hace años, se viene hablando de bachilleres e incluso egresados universitarios que son unos verdaderos “analfabetas funcionales”. Esta afirmación, que algunos considerarán  exagerada y calumniosa, viene a ser confirmada por algunas investigaciones:  El ex ministro de educación, Dr. Antonio Luis Cárdenas, realizó en Mérida, cuando estaba encargado de la educación del Estado, una investigación sobre los concursos para optar a cargo docente en las escuelas del Ejecutivo, realizados por un grupo de licenciados en educación, y determinó que “de cincuenta concursantes, todos graduados, veintiuno, es decir, el 42%, fueron reprobados en una sencilla prueba de comprensión lectora, redacción y ortografía, y algunos de esos reprobados pueden calificarse como analfabetas funcionales, a pesar de ser licenciados universitarios ¡y en educación!”.

Muy parecidos son los resultados de una investigación dirigida por la Profesora Lourdes Sánchez, de la Universidad Central de Venezuela, en la que revela que “20 de cada cien maestros de la Escuela Básica venezolana son analfabetas funcionales, y la mayoría restante de la muestra analizada no fue capaz de comprender un artículo de opinión de mediana dificultad, y presentó graves problemas de coherencia, sintaxis, vocabulario y ortografía”.

No es de extrañar, por consiguiente, que los alumnos de Venezuela de cuarto grado ocuparan el último lugar entre 32 países en una investigación realizada por la Asociación Internacional para la Evaluación del Progreso Escolar, en la que se examinaron las habilidades lectoras. En dicha investigación, los alumnos de noveno grado de Venezuela, quedaron entre los cuatro últimos, seguidos tan sólo por los de Nigeria, Zimbawe y Bostwana, países pobrísimos africanos, que a casi todos nos costaría ubicarlos en el mapa.       
     
En 1995, el Plan de Acción del Ministerio de Educación, tras enfatizar los resultados deficientes con que los alumnos egresaban de su educación primaria, expresaba lo siguiente: “...en su inmensa mayoría están mal capacitados en cuanto a habilidades intelectuales se refiere,..está establecido que las habilidades en cuanto a la lectura y el dominio de operaciones lógico-matemáticas básicas son el fundamento de un desarrollo intelectual posterior consistente. Y en este terreno, desde hace una década al menos, se sabe que el fracaso escolar tiene magnitudes de catástrofe”. Acompañaba estas afirmaciones  con datos contundentes arrojados por la investigación del CENAMEC sobre conocimientos matemáticos de los alumnos que finalizaban la educación básica: la media no llegaba a cinco puntos en una escala de cero a cincuenta, lo que equivale a dos puntos en la escala de cero a veinte.  El Plan de Acción continuaba señalando textualmente: “...el sistema escolar no está logrando la conformación en la personalidad de sus egresados de los valores y actitudes que la Constitución Nacional y la Ley Orgánica de Educación establecen entre los grandes fines de la Educación. Esos valores tales como la honestidad, el respeto a los demás, la solidaridad, el aprecio por el trabajo perseverante, el espíritu crítico, la creatividad, no están siendo estimulados y reforzados por un sistema escolar que se miente a sí mismo y al país en relación con sus logros puesto que, segregando a las mayorías, ni siquiera es capaz de formar bien a los que en él continúan. La moral que se está aprendiendo es la del mínimo esfuerzo, la del más o menos, la moral de la mediocridad”.

Este planteamiento del problema, punto de arranque del Plan del Ministerio de Educación, se corroboró más adelante con el Sistema Nacional de Medición  y Evaluación de los Aprendizajes (SINEA, 1998). A través de una evaluación realizada a nivel nacional, se logró  determinar que la mayoría de los alumnos  de tercero, sexto y noveno grado no logran adquirir las competencias mínimas de la etapa en lenguaje y matemática, lo que significa que la Educación Básica está fracasando en su tarea de garantizar a todos los alumnos la formación básica esencial, requisito imprescindible  para seguir aprendiendo y para desarrollar sus talentos y potencialidades.


I.3.- Las dificultades de educar hoy


Como dijimos más arriba, nadie pone en duda  la importancia de la educación, a la que se le considera  el vehículo esencial del que  depende el ser humano, y la propia humanidad. La educación puede formar personas egoístas o solidarias, convertir a los alumnos en  asesinos o en santos, enseñar a ver a los otros como rivales y enemigos, o como compañeros y hermanos. De ahí la nobleza de la educación, pues es o puede llegar a ser la tarea humanizadora por excelencia, el medio  privilegiado para que cada persona se plantee y alcance una vida en plenitud. Pero educar está resultando también, y cada vez más, una tarea muy difícil, incluso heroica. Y esto por tres razones fundamentales, que vamos a desarrollar brevemente a continuación.

I.3.1.- Es muy difícil educar en una cultura que promueve el relativismo ético.

Se ha convertido en un lugar común la afirmación de que vivimos en un cambio de época, más que en una época de cambios. Es verdad que siempre ha habido cambios. Lo diferente y novedoso es la velocidad y profundidad con que hoy se producen, que no nos deja siquiera el tiempo de asumir nuestras propias perplejidades. Como decía aquel famoso y muy citado grafitti del mayo francés: “Cuando me había aprendido las respuestas, me cambiaron las preguntas”. El mundo  cambia cada día a una velocidad de vértigo, pero escuelas, liceos, colegios y universidades  se resisten al cambio o asumen meramente cambios superficiales, de mero maquillaje y forma. Cambian las palabras, se asume el discurso del cambio, pero lo esencial sigue igual. Un cambio de época implicaría gestar una educación radicalmente distinta. Y esto es muy difícil.  La mayoría de los educadores  nos formamos  en una escuela  tradicional, transmisiva, memorística, autoritaria, en la que los valores eran universales, únicos e indiscutibles, y el saber se equiparaba a la acumulación de datos. Todos nacimos y empezamos a crecer en un mundo de certezas y valores absolutos y  los cambios se producían a un ritmo lento, que posibilitaba asumirlos con naturalidad. Fuimos capaces de pasar sin mayores dificultades de la plumilla, al bolígrafo, a la máquina de escribir mecánica, eléctrica, con corrector incorporado, hasta que con la computadora y luego las redes telemáticas empezó a acelerarse cada vez más la velocidad de los cambios y comenzó nuestro desconcierto.

 

 En el mundo en que nacimos y empezamos a crecer  era relativamente fácil educar. En primer lugar, había consenso entre lo que se consideraba bueno y malo y -lo que es más importante-, la búsqueda y vivencia del bien parecía ser tarea de todos. De ahí que, en general, había una gran coherencia entre lo que se practicaba y enseñaba en la casa (todo el mundo, por ejemplo, consideraba el robar algo malo y por eso podían decir con sinceridad y  orgullo “somos pobres pero honrados”);  lo que se vivía en la calle (cualquier persona se consideraba con autoridad para llamar la atención y denunciar las conductas irregulares); lo que se enseñaba en las escuelas y lo que se predicaba en las iglesias. En cierto sentido, toda la sociedad asumía su papel de educadora. Hoy, esto ya no es así: los padres parecen haber renunciado a su papel de primeros y fundamentales educadores y le reclaman a los maestros que desempeñen el papel que ellos no supieron cumplir. Renunciaron al autoritarismo, pero no han sabido reconstruir un principio de autoridad que sirva de referencia para la construcción de la identidad personal y social de niños y de jóvenes.

 

  Las iglesias cada vez influyen menos en la sociedad, especialmente entre los jóvenes, que crecen en un ambiente de total relativismo ético, donde se impone el pragmatismo del TODO VALE  y del SOLO VALE (todo vale si me produce bienestar, placer, beneficio económico; sólo vale lo que me produce bienestar, placer o beneficio). Todo vale: el valor y el antivalor se confunden. Cada uno decide lo que es bueno o malo. El fin justifica los medios. La eficacia en la productividad y la ganancia se convierten en el criterio definitivo de bondad. Bueno es lo que me gusta o me produce ganancia. Lo que es eficaz es necesario; lo que se puede hacer, se debe hacer. Los jóvenes flotan en una sociedad dominada por el vacío de ideales y de metas. La televisión, con su enorme fuerza seductora, les propone como modelos  ídolos del deporte, de la música, de las telenovelas,  meros productos de la publicidad, creaciones efímeras del mercado, que por lo general, suelen ser personas inmaduras, vanas y superficiales, agobiadas por una fama repentina que no saben cómo manejar.

 

Ante esta avalancha deseducadora,  las escuelas se sienten solas y desorientadas, impotentes para promover unos determinados valores que la sociedad no está dispuesta a practicar y que, incluso  considera inapropiados para triunfar en la vida. A los maestros se les pide mucho y se les da muy poco. Se les pide que sean padres, pedagogos, psicólogos, orientadores..., pero se les trata como profesionales de segunda o tercera categoría. Con frecuencia, reciben alumnos socializados negativamente, acostumbrados a considerar la mentira, el robo,  la agresión y la violencia como medios lícitos y eficaces para resolver los problemas y triunfar en la vida. De ahí que, cada vez más, los educadores deben enfrentar desde el desinterés y la apatía de sus alumnos,  hasta la hostilidad descarnada y la violencia más atroz, en unas aulas que se van convirtiendo en espacios ingobernables.  Ante esta realidad, muchos educadores han tirado la toalla, tratan de reducir su papel al de meros instructores de unos conocimientos que muy poco importan o interesan a los alumnos, y se van convenciendo de que educar se está convirtiendo en una tarea imposible...

 

Es muy poco lo que pueden hacer los maestros, a pesar de sus esfuerzos y buena voluntad, si las familias y en general toda la sociedad no asume su papel de educadora. Las escuelas no pueden crear lo que no existe fuera. Las escuelas no pueden hacerlo todo: necesitan ayuda. De ahí que la educación debe constituirse en la principal preocupación y primera ocupación de toda la sociedad.  Hay que superar la retórica de la necesidad de educar en valores, y plantearnos como sociedad cómo en verdad queremos ser y queremos que sean nuestros hijos.


Si realmente estamos convencidos de que la educación es el pasaporte al mañana , la condición de cultura, libertad, dignidad, clave de la democracia política, del crecimiento económico y  de la equidad social, debería ocupar el primer lugar  entre las preocupaciones públicas y entre los esfuerzos nacionales (Gómez Buendía 1998). Si es un derecho, es también un deber de todos. De ahí la necesidad de asumir la educación como tarea de todos, como proyecto nacional, objeto de consensos sociales, amplios y duraderos. El Estado debería liderizar la puesta en marcha de un verdadero  proyecto educativo, en coherencia con el proyecto de país que queremos, capaz de movilizar las energías creadoras y el entusiasmo de toda la sociedad.  Si realmente estamos convencidos de la importancia de la educación, de que es el arma fundamental del progreso, deberíamos asumir una economía de guerra en pro de la educación.  Guerra frontal contra la ignorancia,  contra la pobreza, contra la ineficiencia, contra la retórica, contra la mediocridad.  Hay que convertir  las proclamas y buenas intenciones, en  políticas. Hay que superar la mentalidad gremialista y politiquera, la mentalidad divisionista y parceladora, y convocar a las mentes más preclaras y a los que han demostrado con hechos que, desde hace tiempo, les viene  preocupando la educación y tienen algo concreto que aportar. No puede ser que los cargos en educación se sigan otorgando  como pagos por favores y fidelidades políticas. Eso equivale a seguir apostando a la derrota.

El problema educativo es tan serio y tan grave, que no podemos darnos el lujo de prescindir de nadie. Todos somos necesarios para resolverlo. En vez de dividir y restar, hay que sumar. Y si es tarea de todos, todos debemos involucrarnos como educadores y educandos, plantearnos cuáles son los valores que creemos esenciales y que por ello estamos empeñados en vivir,  cultivar al máximo nuestras potencialidades, asumir nuestras responsabilidades, estructurar nuestra convivencia. Estado, sociedad y  familias deben asumir su responsabilidad educativa  y dar muestras evidentes de que se esfuerzan por vivir los valores que quieren que los educadores cultiven en las escuelas.


I.3.2.- Es muy difícil educar en un mundo que le teme al futuro

En segundo lugar, cada día está resultando más y más difícil educar porque, hasta hace poco, todos estábamos convencidos de que la humanidad, guiada por la ciencia y el progreso,  avanzaba inexorablemente y con pasos firmes hacia un futuro que se vislumbraba como cada vez mejor. Por ello, eran posibles la esperanza, los sueños e incluso las utopías. La educación era el medio para progresar, para la movilidad social, para tener acceso a la modernidad, para construir tanto individual como colectivamente  ese futuro  mejor.  Hoy miramos al  futuro con incertidumbre y miedo. No nos atrevemos a imaginar lo que será de nosotros, de nuestros hijos, de nuestros países, del mundo,   en unos pocos años. Nos asomamos con temor y temblor al horizonte insospechado que nos presenta la revolución de la informática, las nuevas biotecnologías, la clonación, el genoma humano, la posible proliferación de  armas químicas o nucleares y su uso indiscriminado  por grupos terroristas o fundamentalistas, las nuevas enfermedades (sida, vacas locas, estrés, anomia...), que se añaden  a las antiguas no resueltas , la acumulación de los desechos tóxicos, el recalentamiento del planeta y el efecto invernadero y en general, el deterioro ecológico que hace real el peligro de la desaparición de la especie humana o incluso la vida sobre el planeta.  Este temor al futuro, esta incertidumbre frente al mañana, se traduce en una vivencia  light  del presente, que lleva al abandono de todo  idealismo, a la vivencia de un pragmatismo inmediatista, y a desechar todo lo que implica esfuerzo, planificación, compromiso, disciplina. Si no sabemos a dónde vamos, ¿de qué sirve ir juntos?
La crisis más grave es la carencia de un horizonte utópico que motive y justifique un compromiso solidario para tratar de cambiar el mundo. De ahí que la política se ve con desdén y escepticismo, o como un medio de ascender y medrar en la sociedad.
 
Sin futuro y sin esperanzas (García Roca 1994, 12),  sólo queda el sueño fugaz del consumo, el disfrute momentáneo, el gozo, que lleva a revalorizar el cuerpo como fuente de bienestar, de placer, de ser.  Uno es el cuerpo. La vida se limita a aparentar belleza,  juventud; a cuidar, vivir y disfrutar el cuerpo.  La misma música, que es el lenguaje por excelencia de los jóvenes y su experiencia más vital y profunda,  es vivida como aventura corporal, como espectáculo total. En palabras de García Roca, “el joven canta y escucha la música como aventura corporal, que afecta tanto al espíritu como a los sentidos...La música es un ejercicio de comunicación: cuando hay música, las palabras resultan inútiles, la expresión corporal es a la vez vehículo y contenido. Su alto volumen no niega la comunicación, sino que declara a la música misma como mensaje...Incluso el mundo de la música tiene ya un carácter de identificación (los jóvenes se agrupan en torno a gustos, grupos musicales...). La música es una representación integral, inseparable del gesto y del movimiento, que va asociada a una serie de rituales corporales con vestidos y peluquería adecuadas”. 

Los valores movilizadores de la modernidad (libertad, justicia, verdad...) son sustituidos por el consumismo, la ostentación, el individualismo. Los jóvenes (Gervilla, 1993) ya no sueñan con cambiar el mundo: lo único que buscan es integrarse lo más cómoda y placenteramente posible en él. Por ello, no creen en la política  ni en las acciones colectivas.  Que cada uno viva su presente del mejor modo que pueda, sin normas, sin compromisos, sin planes ni proyectos. La vida hay que vivirla, no cambiarla.

En este contexto, ciertamente, hoy resulta muy  difícil educar, pues la educación implica una siembra a largo plazo, apuesta por la lenta germinación de las semillas,  exige coraje, esfuerzo, vencimiento, tesón, esperanza para  asumir responsablemente  las riendas de la propia vida y así, con los demás, ir construyendo el futuro. Construirse como persona, exige renuncias, sacrificios, paciencia y esperanza.. Sin esfuerzo y vencimiento, la libertad se vacía de significado y de sentido. La genuina convivencia exige salir de uno mismo, preocuparse por el prójimo. Si aceptamos que “todo vale”, le estamos dando carta blanca al tirano, al poderoso; estamos promoviendo la ley del más fuerte .

  La educación debe cambiar, pero su función no es adaptarse al cambio, sino orientar los cambios.  Si bien debe recuperar el presente, no puede olvidar que el ser humano es historia y es proyecto. Educar es ayudar a las personas a analizar críticamente los valores que se proponen y a elegir libre y  responsablemente.

I.3.3-Es difícil educar en un mundo intoxicado de información.

 Por si fuera poco y en tercer lugar, hoy está resultando cada vez más difícil educar porque, en la llamada sociedad del conocimiento, entró en crisis el modelo informativo,  transmisivo, instructivo, y las escuelas y centros educativos, más allá de la retórica del “Aprender a aprender”,  no han sido capaces de sustituirlo por otro. Hoy resulta imposible y hasta ridícula la aspiración enciclopédica de la escuela como transmisora del saber. Como ya apuntamos más arriba, la información se presenta como una avalancha inabarcable, incierta, y los conocimientos, como los yogures, nos llegan con fecha de vencimiento. De ahí que la mayor parte de los contenidos que trata de enseñar la escuela, resultan obsoletos. Al parecer, cada  diez años se renueva el conocimiento en su mayor parte. Según este dato, más de la mitad de los saberes que debería adquirir un niño que esté naciendo en estos momentos, no se han producido todavía.  En la actualidad, la World Wide Web se amplía diariamente en siete millones de páginas electrónicas. Según los entendidos (Gómez Buendía, 1998), si la vida del Homo Sapiens hubiera durado una hora sobre la tierra, el 95% de su saber provendría de los últimos 20 segundos. En los últimos cuatro segundos (siglo XX), se han producido 9 décimas de ese saber,  y en el último segundo –25 años-, hemos aprendido tres veces más que durante el medio millón de años anteriores. Cada trabajador europeo produce ahora 20 veces más que hace un siglo, 200 veces más que hace tres siglos, mil veces más que en tiempos de Cristo.

La explosión de los medios de comunicación, en especial la televisión, transforma a la sociedad contemporánea y plantea al sistema educativo problemas que no sabe cómo resolver. Neil Postman llega a afirmar que la infancia, entendida como la edad de la inocencia, territorio vedado a los secretos del mundo adulto, ha desaparecido en nuestro entorno. Hoy los niños crecen viendo lo que antes “eran cosas de grandes”: cuerpos desnudos, escenas de sexo explícito, violencia, muerte..., y les cuesta diferenciar lo que es real de lo que es mera ficción. ¿ Cómo educar a unos jóvenes nacidos en una sociedad mediática y sometidos, por consiguiente, a una constante avalancha de informaciones múltiples que, además, perciben de un modo pasivo, sin el menor esfuerzo?   Al lado de lo que dice el maestro o el texto escolar, está la enorme cantidad de información de la que disponen la mayoría de los alumnos. Los conocimientos impartidos en la escuela (Lesourne, 1993, 208), “que a menudo sólo tienen el respaldo de la palabra y lo escrito, le parecen al niño y al joven, (habituados a la imagen y al entretenimiento), pobres, tristes, arcaicos..., frente a la combinación de colores, movimientos y sonidos que han despertado su emoción y llenado su imaginación”.

 Hay un profundo desencuentro entre la enseñanza formal, atrapada en pedagogías tradicionales que tanto aburren a los alumnos, y el aprendizaje informal cotidiano que se realiza de un modo divertido  en la televisión, los juegos electrónicos interactivos, el internet  y las redes satelitales.  Los alumnos que viven bien afincados en pleno siglo XXI deben aprender cosas del siglo XIX que les enseñan maestros y profesores del siglo XX. Ya no llegan a  las escuelas alumnos ignorantes que hay que instruir, pues con frecuencia llegan con información más variada y rica en muchos temas que la que poseen sus maestros que, en general, se resisten a asumir las posibilidades educativas de las nuevas tecnologías, que tanto entusiasman a sus alumnos  

Ante esta realidad y como ya apuntábamos antes, si bien proclamamos la necesidad de “enseñar a aprender”, pareciera que no estamos muy convencidos de ello o que no sabemos cómo hacerlo porque, de hecho, las escuelas, y mucho más los liceos, que se han convertido en meros desaguaderos a unas  universidades cada vez más mediocres,   siguen por lo general haciendo lo de siempre: llenar las cabezas de los alumnos con contenidos irrelevantes e informaciones fragmentadas,  que  deben memorizar para repetir en los exámenes. La yuxtaposición de unas materias que nada tienen que ver con otras, el corre-corre de los profesores que van de un liceo a otro y no logran identificarse con el centro educativo  ni llegan a conocer realmente a sus alumnos,  el enfoque abstracto  de lo que se enseña que muy poco tiene que ver con los intereses de los niños y jóvenes, la cultura  desmenuzada en migajas y datos intranscendentes que los alumnos deben caletrearse ..., es una fuente extraordinaria de desencanto, desinterés, fastidio y agresividad. Nos quejamos de que los jóvenes  son desinteresados y violentos,  ¿pero cómo no serlo ante las prácticas educativas que deben sufrir sobre todo en los liceos y en las universidades?

Es urgente, por todo esto, que las escuelas (Lesourne 1993, 209), repiensen su papel y se centren realmente en lo que sólo puede lograrse mediante el esfuerzo y el ejercicio: herramientas de pensamiento que posibiliten la comprensión de todos los mensajes, la integración racional de los conocimientos y la síntesis crítica de los que pueden ser adquiridos por otras vías. Por ello, si bien deben ser modernas tanto por los temas que abordan, las formas pedagógicas que adoptan, las costumbres que toleran, los materiales que usan, no pueden, sin embargo, volcarse a las ideas de moda, arrojarse en brazos de todas las seducciones que se proponen. Hoy más que nunca, se necesitan educadores que sean verdaderos profesionales que ayuden a los alumnos a adquirir los lenguajes necesarios, las estructuras mentales, las referencias históricas y geográficas, los códigos morales que les posibiliten un crecimiento autónomo. Educadores capaces de integrar ciencia y humanismo, cultura histórica y cultura tecnológica, que promuevan la reflexión ética sobre los avances tecnológicos e impulsen el equilibrio entre la moral de la solidaridad y la moral de la competencia.   

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