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miércoles, 16 de noviembre de 2011

LA DOMINACIÓN MASCULINA


LA DOMINACIÓN MASCULINA
Pierre Bourdieu*


KABILIA / LACAN / WOLF / VIOLENCIA SIMBOLICA / ILLUSIO / INTUICION



El recelo, cargado de prejuicios, con que la crítica feminista observa los escritos masculinos sobre el tema de la diferencia entre los sexos no carece de fundamento. No sólo porque el analista, una vez metido en lo que cree comprender, obedeciendo sin saberlo intereses justificatorios, puede presentar las presuposiciones o los prejuicios que él mismo ha introducido en su reflexión, sino sobre todo porque, enfrentado a una institución que se encuentra inscrita desde hace milenios en la objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las estructuras mentales, suele emplear como instrumentos de conocimiento, categorías de percepción y pensamiento que debiera abordar como objetos de conocimiento. Citaré un solo ejemplo que, dado el autor, nos permitirá razonar a fortiori:


Se puede afirmar que ese significante (el falo) se selecciona como lo más saliente de lo que se puede atrapar en la realidad de la cópula sexual, como también lo más simbólico en sentido literal (tipográfico) del término, puesto que equivale a la cópula (lógica). Se puede afirmar asimismo que por su turgencia es la imagen del flujo vital en tanto que formaliza la generación.(1)


No hay que ser un fanático de la "lectura sintomática" para percibir detrás del "saliente" la "embestida", acto sexual imperioso y bestial, y detrás de "atrapar", el ingenuo orgullo viril ante el gesto de la sumisión femenina para apoderarse del atributo "codiciado" y no, simple y sencillamente, deseado. El término atributo se escoge a propósito para recordar lo que valen los juegos de palabras -aquí copulación, cópula- a los que se refieren a menudo los mitos famosos: esas palabras llenas de significado que (como señalaba Freud, son también las palabras del inconsciente) se esfuerzan por dar la apariencia de necesidad lógica (es decir, de carácter científico) a los fantasmas sociales cuya emergencia no han autorizado salvo en una forma sublimada científicamente.(2) Es significativo que la intuición del antropólogo, familiarizado con los símbolos de la ultramasculinidad mediterránea, se vea corroborada por la de un analista que, siguiendo
la tradición de la reflexibilidad inaugurada por Sandoz Ferenczi y Michael Balint, opte por aplicar las técnicas del análisis a la práctica del analista: Roberto Speziale-Bagliaca ve en Lacan un perfecto ejemplar de la personalidad "falonarcisista", caracterizada por la propensión a "acentuar los aspectos viriles en detrimento de los aspectos dependientes, infantiles o femeninos", y a "entregarse a la adoración". (3) Así pues, conviene preguntar si el discurso del psicoanalista no se halla permeado, hasta en sus conceptos y problemática, por un inconsciente no analizado que, al igual que entre los analizados, se burla de él, aprovechando sus juegos de palabras teóricas, y si, en consecuencia, él no toma sin saberlo, de las regiones impensadas de su inconsciente, los instrumentos mentales que emplea para pensar el inconsciente.


Es obvio que convendría llevar mucho más lejos la lectura antropológica de los textos psicoanalíticos, de sus conjeturas, de sus sobreentendidos y de sus lapsus. A título indicativo, me referiré sólo a dos pasajes de un texto famoso de Freud al que basta con acercarse para ver cómo la diferencia biológica se ha constituido como deficiencia, es decir, como inferioridad ética.


Ella (la niña) observa el gran pene bien visible de su hermano o de un compañero de juegos, lo reconoce de inmediato como la réplica superior de su propio pequeño órgano oculto y, a partir de ese momento, es víctima de la envidia del pene.(3)


[...]



Se vacila antes de confesarlo, pero no se puede dejar de pensar que el nivel de lo que es moralmente normal entre las mujeres es otro. El superyo de éstas jamás será tan inexorable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como el del hombre.(4)


La  ambigüedad  teórica  del  psicoanálisis  que,  al  aceptar  sin  cuestionamiento  los postulados fundamentales de la visión masculina del mundo los expone sin saberlo como ideología justificadora, no está diseñada para simplificar la tarea de las pensadoras feministas que se inspiran en él (así sea negativamente) y que, al sentirse afrentadas por el inconsciente masculino, tanto en sí mismas como en sus instrumentos de análisis, oscilan entre dos visiones y dos usos opuestos de ese mensaje incierto y la visión
esencialista de la condición femenina, naturalización de una construcción social, o lo que revela sobre la condición disminuida que el mundo social asigna objetivamente a las mujeres.(5)


Para tratar de romper el círculo, se puede, por una suerte de subterfugio metodológico, aplicar el análisis antropológico a las estructuras de la mitología colectiva que remite a una tradición extranjera, y sin embargo familiar: la de los montañeses bereberes de Kabilia que, más allá de las conquistas y de las conversiones, y sin duda en reacción contra ellas, hacen de su cultura el conservatorio de un viejo fondo de creencias mediterráneas organizadas en torno al culto de la virilidad.(6) Este universo de discursos y de actos rituales orientados a la reproducción de un orden social y cósmico fundado en la afirmación ultraconsecuente del carácter primado de la masculinidad ofrece al intérprete una imagen burda y sistemática de la cosmología "falonarcisista" que obsesiona nuestros inconscientes. A través de los cuerpos socializados, es decir los habitus y las prácticas rituales,  parcialmente  arrancadas  al  tiempo  por  la  estereotipación  y  la  repetición indefinida, el pasado se perpetúa en el largo plazo de la mitología colectiva, relativamente ayuna de las intermitencias de la memoria individual.(7) Así, el principio de división que organiza esta visión del mundo no se entrega jamás de manera tan evidente y tan coherente como en el caso límite y, por ese hecho paradigmático, de un universo social donde recibe el refuerzo permanente de las estructuras objetivas y de una expresión colectiva y pública: hay un gran trecho entre la libertad ordenada que las grandes ceremonias rituales ofrecen en la manifestación de la mitología justificadora y las fugas estrechas y controladas que nuestras sociedades les permiten, ya sea a través de la licencia poética o bien mediante la experiencia semiprivada de la cura analítica.


Uno se podrá convencer de la unidad cultural de las sociedades mediterráneas (del presente o del pasado, como la Grecia antigua) y del lugar particular de la sociedad kabila consultando  el conjunto de los estudios consagrados al problema del honor y de la vergüenza  en  sociedades  mediterráneas  diferentes:  Grecia,  Italia,  España,  Egipto, Turquía, Kabilia, etc.(8) La pertenencia de la cultura tradicional europea a esta área cultural proviene de la comparación de los rituales observados en Kabilia con los rituales recogidos por Arnold Van Gennep en Francia a principios del siglo XX.(9) Se habría podido hallar en la tradición griega, en la cual, conviene no olvidarlo, el psicoanálisis ha volcado lo esencial de esos esquemas interpretativos, elementos de ese inconsciente
cultural mediterráneo, apoyándose abiertamente en las investigaciones recientes de Page du Bois o de Jaspers Svenbro, o en las obras de los historiadores franceses de las religiones antiguas, Jean-Pierre Vernant, Marcel Détienne o Pierre Vidal-Naquet.(10) Pero ese  inconsciente  cultural  que  todavía  portamos  jamás  encuentra  expresión  directa  y abierta en la tradición letrada del Occidente.(11)


Parece preferible la referencia a un sistema todavía  vigente  (por  tanto directamente observable como tal) que permite interrogar metódicamente todo el universo de relaciones debido a que, como ya lo he indicado en otra parte,(12) los análisis consagrados a una tradición literaria cuya producción se extiende por varios siglos corren el riesgo de sincronizar artificialmente, por necesidades de análisis, estados sucesivos y diferentes del sistema, y sobre todo de ofrecer el mismo estatuto epistemológico a textos que han sometido los viejos fondos mítico-rituales a reelaboraciones más o menos profundas: el intérprete que pretende hacer las veces de etnógrafo corre el riesgo de tratar como informantes a los autores que, como él, la hacen de etnógrafos, y cuyas cuentas y testimonios, aun los más arcaicos en apariencia, tales como los de Homero o Hesíodo, implican omisiones y reinterpretaciones. El mayor mérito de la obra de Page du Bois consiste en describir una evolución de los temas mítico-rituales que adquiere sentido desde el momento en que se relaciona con el proceso de "literaturización" inherente: desde esta perspectiva se entiende mejor que la mujer haya sido pensada a través de analogías entre el cuerpo femenino y la tierra labrada (por el arado masculino) o entre el vientre femenino y el horno, ya sea aprehendida a través de la analogía, típicamente letrada si no literaria, entre el cuerpo de la mujer y la tablilla sobre la que se escribe.


En un sentido más general, lo que dificulta la utilización de los documentos que integran en   una   dirección   docta   una   experiencia   mítica   del   cuerpo(13)   es   que   están particularmente expuestos al efecto Montesquieu: resulta vano tratar de distinguir lo que se ha tomado de las autoridades (como Aristóteles que, en puntos esenciales, reproducía la antigua mitología masculina) y lo que se ha reinventado a partir de estructuras inconscientes y, en caso de fracasar, sancionado o ratificado mediante la precaución de saber tomar prestado.




La violencia simbólica: una contención del cuerpo

El dominio masculino está suficientemente bien asegurado como para no requerir justificación:  puede  limitarse  a ser  y a manifestarse  en  costumbres  y discursos  que enuncian el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos.(14) La visión dominante de la división sexual se expresa en discursos como los refranes, proverbios, enigmas, cantos, poemas o en representaciones gráficas como las decoraciones murales, los adornos de la cerámica o de los tejidos. Pero se expresa también en objetos técnicos o en prácticas: por ejemplo, en la estructuración del espacio, en particular en las divisiones interiores de la casa o en la oposición entre la casa y el campo, o bien en la organización del tiempo, de la jornada o del año agrícola y, de modo más  amplio,  en  todas  las  prácticas,  casi  siempre  a  la  vez  técnicas  y  rituales, especialmente en las técnicas del cuerpo, postura, ademanes y porte.(15)


Si esta división parece "natural", como se dice a veces para hablar de lo que es normal, al punto de volverse inevitable, se debe a que se presenta, en el estado objetivado, en el mundo social y también en el estado incorporado, en los habitus, como un sistema de categorías de percepción, pensamiento y acción. Se trata de la concordancia entre las estructuras objetivas y las estructuras cognitivas que posibilita esa relación con el mundo que Husserl describía con el nombre de "actitud natural" o experiencia dóxica. Ajena a cualquier postura y cuestión herética, esta experiencia es la forma más absoluta de reconocimiento de la legitimidad; aprehende al mundo social y a sus divisiones arbitrarias como naturales, evidentes, ineluctables, comenzando por la división socialmente construida entre los sexos.


Las "tesis" no propositivas de la doxa están fuera de cuestionamiento. Como "elecciones" que se ignoran, se plantean como algo obvio y a salvo de cualquier contingencia que pueda cuestionarlas: la universalidad de hecho del dominio masculino excluye,(16) en la práctica, el efecto de "desnaturalización" o, si se prefiere, de la relativización que genera casi siempre el encuentro con los estilos de vida diferentes, que suelen hacer aparecer las "elecciones" naturalizadas de la tradición como arbitrarias, históricamente constituidas (ex instituto), con base en la costumbre o la ley (nomos, nomo) y no en la naturaleza (phusis, phusei). El hombre (vir) es un ser particular que se ve como ser universal (homo), que tiene el monopolio, de hecho y de derecho, de lo humano (es decir, de lo universal), que se halla socialmente facultado para sentirse portador de la forma completa de la condición
humana.(17) Basta examinar lo que es en Kabilia (y otras partes) la forma acabada de la humanidad. El hombre de honor es por definición un hombre, en el sentido de vir, y todas las virtudes que lo caracterizan, y que son indisociablemente los poderes, las facultades, las capacidades y los deberes o cualidades, son atributos propiamente masculinos. Es el caso del nif, el pundonor, que tiene lazos evidentes con la violencia heroica, el valor belicoso y también, de manera muy directa, con la potencia sexual.


Debido a que se encuentra inscrito y en las divisiones del mundo social, o más concretamente en las relaciones sociales de dominio y explotación que se han instituido entre los sexos, y en las mentes, bajo la forma de los principios de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas según distinciones reducibles a la oposición entre lo masculino y lo femenino, el sistema mítico-ritual es continuamente confirmado y legitimado mediante las prácticas mismas que determina y legitima. Al estar clasificadas por la taxonomía oficial del lado de lo interior, lo húmedo, lo bajo, lo curvo, lo continuo, las mujeres ven cómo se les atribuyen todas las tareas domésticas, es decir, privadas y ocultas, o dicho de otro modo, invisibles o vergonzosas, como el cuidado de los niños y los animales, y una buena parte de los trabajos exteriores, sobre todo los que tienen que ver con el agua, la hierba, lo verde, la leche, la madera, y en especial las tareas  más  sucias  (como  el  transporte  del  estiércol),  las  más  monótonas,  las  más penosas y las más humildes. En cuanto a los hombres, al estar situados del lado del exterior, de lo oficial, lo público, la ley, lo seco, lo alto, lo discontinuo, se arrogan todos los actos breves, peligrosos y espectaculares que, como el degüello de una res, la labranza o la cosecha, por no hablar del asesinato o la guerra, marcan rupturas en el curso ordinario de la vida y emplean instrumentos forjados.


La división de las cosas y las actividades conforme a la oposición entre lo masculino y lo femenino recibe su necesidad objetiva de su inserción en un sistema de oposiciones homólogas (alto/bajo, dentro/afuera, adelante/atrás, derecha/izquierda, derecho/curvo, seco/húmedo, duro/blando, picante/insípido, claro/oscuro) que, siendo semejantes en la diferencia, son bastante concordantes para sostenerse mutuamente en y mediante el juego inagotable de las transferencias y de las metáforas, y bastante divergentes para conferirle a cada una de ellas una suerte de espesor semántico, sacado de la sobredeterminación de lo armónico, las connotaciones y las correspondencias.(18) Dado que  esas  formas  de  pensamiento  de  aplicación  universal  parecen  siempre  registrar
diferencias inscritas en la naturaleza de las cosas y que se ven confirmadas una y otra vez por el curso de los acontecimientos, en particular por todos los ciclos biológicos y cósmicos así como por el acuerdo de todos los espíritus en los cuales se encuentran inscritos, no se ve cómo podría ver la luz la relación social de dominio que le dio origen y que, por un trastocamiento completo de las causas y los efectos, aparece como una consecuencia de un sistema de relaciones de sentido independiente de las relaciones de fuerza.


La somatización progresiva de las relaciones fundamentales que forman parte del orden social desemboca en la institución de dos "naturalezas" diferentes, es decir, dos sistemas de diferencias sociales naturalizadas que se inscriben a la vez en los hexis corporales, bajo la forma de dos clases opuestas y complementarias de posturas, porte, presencia y gestos, y en las mentes que los perciben, conforme a una serie de oposiciones dualistas milagrosamente ajustadas a las distinciones que ellas han contribuido a producir, como la que se hace entre lo derecho y lo enderezado, lo curvo y lo encorvado, y que permitiría volver a engendrar todas las diferencias registradas en el uso del cuerpo o en las disposiciones éticas.


La eficacia simbólica del prejuicio desfavorable socialmente instituido en el orden social se debe en buena medida al hecho de que produce su propia confirmación a modo de una self-fulfilling  prophecy mediante el amor  fati que lleva  a las víctimas a entregarse y abandonarse al destino al que socialmente están consagradas. Así, habiendo recibido en el reparto lo pequeño, lo cotidiano, lo curvo -las mujeres, inclinadas sobre el suelo, recogen las aceitunas o las ramillas, mientras que los hombres, armados de pértiga o hacha, cortan y tumban-, viéndose relegadas a las preocupaciones vulgares de la gestión cotidiana de la economía doméstica, las mujeres parecen disfrutar las mezquindades de la economía del cálculo, de los vencimientos, del interés, y que el hombre de honor, que puede hacerlo y disfrutarlo mediante su intermediaria, debe fingir que desprecia esas tareas.(19)  El  reforzamiento  que  prestan  las  anticipaciones  del  prejuicio  favorable instituido en el meollo del orden social y las prácticas que aquéllas favorecen y que no pueden sino confirmarlas, encierra a hombres y mujeres en un círculo de espejos que reflejan indefinidamente imágenes antagónicas, pero inclinadas a validarse mutuamente. A falta de poder descubrir el sustrato de una creencia compartida que constituye la base de todo el juego, no pueden percibir más que las propiedades negativas que la visión
dominante presta a las mujeres, como la astucia y la intuición,(20) le son impuestas mediante una relación de fuerza que las une y las enfrenta, por la misma razón que las virtudes, siempre negativas, que la moral les prescribe: como si lo curvo atrajera al engaño, la mujer que está simbólicamente consagrada a la sumisión y a la resignación no puede obtener poder alguno en las luchas domésticas más que usando la fuerza sumisa que representa la astucia, capaz de devolver contra el fuerte su propia fuerza, por ejemplo actuando como eminencia gris, que ha de aceptar borrarse, negarse en tanto detentadora de poder, para ejercer el poder por procuración. Y ¿cómo no ver que la identidad por entero negativa, definida mediante prohibiciones pletóricas de tantas ocasiones de transgresión, condenaba de antemano a las mujeres a aportar continuamente la prueba de su carácter maligno, justificando así a la vez las prohibiciones y el sistema simbólico que les asigna una naturaleza maléfica?(21).


No se puede pensar de modo adecuado esta forma particular de dominio más que a condición de superar la alternativa ingenua de la contención y el consentimiento, de la coerción y la adhesión: la violencia simbólica impone una coerción que se instituye por medio del reconocimiento extorsionado que el dominado no puede dejar de prestar al dominante al no disponer, para pensarlo y pensarse, más que de instrumentos de conocimiento que tiene en común con él y que no son otra cosa que la forma incorporada de la relación de dominio. Esto hace que las formas larvadas o denegadas (en el sentido freudiano) del dominio y la explotación, sobre todo las que reciben una parte de su eficacia de la lógica específica de las relaciones de parentesco, es decir de la experiencia y  el  lenguaje  del  deber  o  del  sentimiento  (a  menudo  reunidos  en  la  lógica  de  la abnegación afectiva), como la relación entre los conjuntos o entre el hermano mayor y el chico (o la chica),(22) o incluso la relación del amo y el esclavo o del patrón al que se llama paternalista, o del obrero, representan un desafío insuperable para todo tipo de economismo: ponen en juego otro tipo de economía, la de la fuerza simbólica, que se ejerce, como por arte de magia, fuera de toda constricción física y en contradicción, en su gratuidad aparente, con las leyes ordinarias de la economía. Pero esta apariencia se disipa cuando se percibe que la eficiencia simbólica encuentra sus condiciones de posibilidad  y su  contrapartida  económica  (en  el  sentido  amplio  de  la  palabra)  en  el inmenso trabajo previo de inculcación y de transformación duradera de los cuerpos que es necesario para producir las disposiciones permanentes y transponibles en las que descansa la acción simbólica capaz de ponerlas en acción o de despertarlas.

Todo poder admite una dimensión simbólica: debe obtener de los dominados una forma de adhesión que no descansa en la decisión deliberada de una conciencia ilustrada sino en la sumisión inmediata y prerreflexiva de los cuerpos socializados. Los dominados aplican a todo, en particular a las relaciones de poder en las que se hallan inmersos, a las personas a través de las cuales esas relaciones se llevan a efecto y por tanto también a ellos mismos, esquemas de pensamiento impensados que, al ser fruto de la incorporación de esas relaciones de poder bajo la forma mutada de un conjunto de pares de opuestos (alto/bajo, grande/pequeño, etc.) que funcionan como categorías de percepción, construyen esas relaciones de poder desde el mismo punto de vista de los que afirman su dominio, haciéndolas aparecer como naturales. Así, por ejemplo, cada vez que un dominado emplea para juzgarse una de las categorías constitutivas de la taxonomía dominante (por ejemplo, estridente/serio, distinguido/vulgar, único/común), adopta, sin saberlo, el punto de vista dominante, al adoptar para evaluarse la lógica del prejuicio desfavorable. De todos modos, el lenguaje de las categorías corre el riesgo de enmascarar, por sus connotaciones intelectualistas, que el efecto del dominio simbólico no se ejerce en la lógica pura de las conciencias conocedoras sino en la oscuridad de los esquemas prácticos del habitus en que se halla inscrita la relación de dominio, con frecuencia inaccesible a la toma de conciencia reflexiva y a los controles de la voluntad.


La somatización de las relaciones de dominio



Así pues, no es posible explicar la violencia simbólica, que es una dimensión de todo dominio y que constituye lo esencial de la dominación masculina, sin hacer intervenir al habitus y sin plantear, al mismo tiempo, la cuestión de las condiciones sociales de la que es fruto y que constituyen, en último análisis, la condición escondida de la eficacia real de esta acción en apariencia mágica. Es preciso evocar el trabajo de formación que se lleva a cabo, ya sea a través de la familiaridad con un mundo simbólicamente estructurado, ya sea a través de una labor de inculcación colectiva, más implícita que explícita, de la que forman parte sobre todo los grandes rituales colectivos, y mediante la cual se opera una transformación durable de los cuerpos y de la manera usual de utilizarlos. Esta acción, muy semejante en su principio a todas las formas de terapia por la práctica o el discurso, no se reduce a la inculcación de saberes o de recuerdos. Hablar de habitus equivale a recordar un modo de fijación y evocación del pasado que la vieja alternativa bergsoniana
de la memoria-imagen y de la memoria-hábito (la una "espiritual" y la otra "mecánica") impide pensar. El boxeador que esquiva un golpe, el pianista o el orador que improvisa o, simplemente, el hombre o la mujer que camina, se sienta, que sostiene un cuchillo (en la mano derecha...), que se quita el sombrero o inclina la cabeza para saludar, no evocan un recuerdo, una imagen inscrita en su espíritu, la de la primera experiencia, por ejemplo, de la acción que está en vías de ejecutar; no se contentan con dejar funcionar los mecanismos materiales, físicos o químicos, y no es casualidad que hoy en día provoque tanta inquietud imitar mecánicamente (por medio de robots) a un locutor que dice una de las frases sencillas pero realmente adaptadas que son posibles en cada situación (más esfuerzo, a la inversa de la jerarquía que introdujo de manera implícita Bergson para reproducir la imagen de un acontecimiento, aun tan complejo como una representación teatral o una manifestación política). Todos esos agentes ponen en marcha formas globales, esquemas generadores que, contra la alternativa en que pretenden encerrarlos tanto el mecanicismo como el intelectualismo, no son ni una suma de reflejos locales mecánicamente agregados ni el producto coherente de un cálculo racional. Esos esquemas de aplicación muy general permiten, por un lado, construir la situación como una totalidad dotada de sentido, en una operación práctica de anticipación casi corporal, y por el otro, producir una respuesta adaptada que, sin ser jamás la simple ejecución de un modelo o de un plan, se presenta como una totalidad integrada e inmediatamente inteligible.


Es importante tratar de evocar el modo de operación propio del habitus sexuado y sexuante y las condiciones de su formación. El habitus produce tanto construcciones socialmente sexuadas del mundo y del cuerpo mismo, que sin ser representaciones intelectuales no por ello son menos activas, como las respuestas sintéticas y adaptadas, que sin descansar en modo alguno en el cálculo explícito de una conciencia que moviliza una memoria, no son, empero, producto del ciego funcionamiento de mecanismos físicos o químicos capaces de poner el espíritu en paz. A través de un trabajo permanente de formación,  de  bildung,  el  mundo  social  construye  el  cuerpo  a  la  vez  como  realidad sexuada y como depositaria de categorías de percepción y de apreciación sexuantes que se aplican al cuerpo mismo en su realidad biológica.


El mundo social trata al cuerpo como un pense-bête.(23) Inscribe en él, sobre todo bajo la forma de principios sociales de división que el lenguaje ordinario condensa en pares
opositores, las categorías fundamentales de una visión del mundo (o, si se prefiere, de un sistema de valores o preferencias). Es en sí mismo algo impresionante hacerse el tonto, "embrutecerse", conforme a la prescripción pascaliana, que le asegura cierta posibilidad de hacerse el ángel o de adoptar cualquier otra identidad cultural, siempre más o menos contra natura (biológica), que se le exija. Socializar a la bestia, cultivar la naturaleza en y mediante la sumisión incondicional del cuerpo a las prescripciones a menudo implícitas (debido a que son indecibles o inefables) del orden social, equivale a dar a la bestia la ocasión de pensar, según su propia lógica, que no es la que asociamos espontáneamente (después de dos milenios de platonismo difuso) a la idea de pensamiento. Equivale a la capacidad de pensarse, de pensar el cuerpo y la práctica, aunque tenemos dificultades para pensar porque es intrínsecamente difícil pero también porque llevamos en nuestros espíritus, o nuestros habitus letrados, una idea muy particular de la reflexión, heredada de la tradición inaugurada por Descartes, una representación de la acción de reflexionar que excluye la posibilidad de reflexionar en la acción.


Y sin embargo la fuerza que ejerce el mundo social sobre cada sujeto consiste en imprimir en su cuerpo (la metáfora del carácter vuelve a adquirir aquí su sentido completo) un verdadero programa de percepción, apreciación y acción que, en su dimensión sexuada y sexuante, como en el resto, funciona como una naturaleza (cultivada, segunda), es decir, con  la  violencia  imperiosa  y  (aparentemente)  ciega  de  la  pulsión  o  el  fantasma (construidos socialmente). Y al aplicarla a todas las cosas del mundo, comenzando por la naturaleza biológica del cuerpo (los antiguos gascones hablaban de "naturaleza" para designar al sexo de la mujer), ese programa social naturalizado construye -o instituye- la diferencia entre los sexos biológicos conforme a los principios de división de una visión mítica del mundo; principios que son ellos mismos el producto de la relación arbitraria de dominio de los hombres sobre las mujeres, relación que se halla inscrita en la realidad del mundo en calidad de estructura fundamental del orden social. Ese programa social hace aparecer la diferencia biológica entre los cuerpos masculino y femenino, y de manera particular la diferencia anatómica entre los órganos sexuales (disponible para varios tipos de construcción), como la justificación indiscutible de la diferencia socialmente construida entre los sexos.


El sexismo es un esencialismo: al igual que el racismo, étnico o clasista, busca atribuir diferencias sociales históricamente construidas a una naturaleza biológica que funciona
como una esencia de donde se deducen de modo implacable todos los actos de la existencia. De todas las formas de esencialismo es la más difícil de desarraigar. El trabajo que busca transformar en naturaleza un producto arbitrario de la historia encuentra fundamento  aparente  tanto  en  las  apariencias  del  cuerpo  como  en  los  efectos enteramente reales que ha producido en el cuerpo y en la mente, es decir, en la realidad y en las representaciones de la realidad. El trabajo milenario de socialización de lo biológico y de biologización de lo social, al revertir la relación entre causa y efecto hace aparecer una construcción social naturalizada (los habitus diferentes, fruto de las diversas condiciones producidas socialmente) como la justificación natural de la representación arbitraria de la naturaleza que le dio origen y de la realidad y la representación de ésta.


El analista cuidadoso de no ratificar lo real so pretexto de registrarlo científicamente enfrenta una seria dificultad: en el caso de las mujeres, y en general de todos los grupos económica y simbólicamente dominados,(24) puede optar por dejar pasar en silencio, en nombre de un humanismo populista, tal o cual diferencia socialmente constituida e instituida, por ejemplo, las que ciertos antropólogos norteamericanos han subsumido, en el caso de los negros, bajo el nombre de la "cultura de la pobreza".(25) Eso, ante el temor de dar armas al racismo, el cual precisamente atribuye esas diferencias culturales a la naturaleza de los agentes (los pobres), poniendo entre paréntesis las condiciones de existencia (la pobreza) de la que son el resultado, y proporcionando de esta forma los medios para "culpar a las víctimas" (como se ve también en el caso del sexismo, sobre todo cuando, como en el caso de Kabilia, se encuentra socialmente instituido).


Al ser fruto de la inscripción en el cuerpo de una relación de dominio, las estructuras estructuradas   y   estructurantes   del   habitus   constituyen   el   principio   de   actos   de conocimiento y reconocimiento prácticos de la frontera mágica que produce la diferencia entre los dominantes y los dominados, es decir, su identidad social, toda ella contenida en esta relación. Este conocimiento corporativo lleva a los dominados a contribuir a su propio dominio al aceptar tácitamente, fuera de toda decisión de la conciencia y de todo acto volitivo, los límites que le son impuestos, o incluso al producir o reproducir mediante su práctica los límites abolidos en el ámbito del derecho.
Por este motivo la liberación de las víctimas de la violencia simbólica no pueda lograrse por decreto. Se observa incluso que los límites incorporados no se manifiestan jamás tanto como cuando los constreñimientos externos son abolidos y las libertades formales
-derecho de voto, derecho a la educación, acceso a todas las profesiones, incluida la política- son adquiridas: la autoexclusión y la "vocación" (negativa tanto como positiva) vienen  entonces  a  tomar  el  relevo  de  la  exclusión  expresa.  Procesos  análogos  se observan entre todas las víctimas del dominio simbólico (por ejemplo, entre los hijos de familias económica y culturalmente desfavorecidas, cuando el acceso a la educación secundaria o superior les es formal y realmente abierto, o entre los miembros de las categorías más desprovistas de capital cultural, cuando son invitados a usar su derecho formal a la cultura), y como se ha podido ver en tantas revoluciones anunciadoras de un "hombre nuevo", los hábitos de los dominados tienden a menudo a reproducir las estructuras provisoriamente revolucionadas de las que son fruto.


El conocimiento-reconocimiento práctico de los límites excluye la posibilidad misma de la transgresión, espontáneamente rechazada en el orden de lo impensable. Las conductas censuradas que son impuestas a las mujeres, sobre todo en presencia de los hombres y en los lugares públicos, no constituyen poses dispuestas para la ocasión sino maneras de ser permanentes de las que no es posible afirmar si producen su acompañamiento de experiencias subjetivas (vergüenza, modestia, timidez, pudor, ansiedad) o si son el resultado de ello. Esas emociones corporales, que pueden surgir incluso al margen de las situaciones en las que son exigidas, son otras tantas formas de reconocimiento anticipado del prejuicio desfavorable y otras maneras de someterse, aunque sea a pesar de uno mismo, al juicio dominante; son otras tantas formas de mostrar, a veces en el conflicto interior y la división del yo, la complicidad subterránea que un cuerpo que se sustrae a las directrices de la conciencia y la voluntad mantiene con las censuras sociales.


El peso del habitus no se puede aliviar por un simple esfuerzo de la voluntad, fruto de una toma de conciencia liberadora. El que se abandona a la timidez es traicionado por su cuerpo, que reconoce prohibiciones y llamados al orden inhibidores allí donde otro hábito, producto de condiciones diferentes, se inclinaría a percibir prescripciones o incitaciones estimulantes. La exclusión fuera de la plaza pública que, cuando se afirma explícitamente, condena a las mujeres a espacios separados y a una censura despiadada de cualquier expresión  pública,  verbal  y  aun  corporal,  haciendo  de  la  incursión  en  un  espacio
masculino (como los alrededores de un lugar de asamblea) una prueba terrible, puede realizarse en otra parte casi con igual eficacia: de esta suerte, adquiere los visos de una agorafobia socialmente impuesta que puede sobrevivir largo tiempo a la abolición de las prohibiciones más visibles y que lleva a las mujeres a excluirse a sí mismas del ágora.


Es público y notorio que las mujeres se abstienen más a menudo que los hombres de responder a cuestiones de opinión que afectan los asuntos públicos (la separación es tanto más grande cuanto que suelen ser menos instruidas). La competencia socialmente reconocida a un agente impone su propensión a adquirir la competencia técnica correspondiente y, por eso, las posibilidades de poseerla. Eso, a través sobre todo de la tendencia a ajustarse a esta competencia, induce al reconocimiento oficial del derecho a poseerla. Se observa así que las mujeres tienden menos que los hombres a atribuirse las competencias legítimas: por ejemplo, en las encuestas realizadas en la entrada de los museos, un buen número de mujeres entrevistadas, sobre todo entre las menos cultas, expresó su deseo de ceder a su compañero de visita la tarea de responder a las preguntas. Ocultamiento del yo, no carente de cierto grado de ansiedad, como lo prueban las miradas furtivas que las esposas dóciles dirigían a sus maridos y al encuestador durante el intercambio de opiniones. Valdría la pena hacer un inventario todas las conductas que demuestran la dificultad casi física que las mujeres tienen para entrar en las acciones públicas y librarse de la sumisión al hombre como protector, tomador de decisiones y juez (podría recordar aquí, a fin de estar en posición de razonar a fortiori, la relación entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, conforme al análisis de Toril Moi en un texto inédito). Y, a la manera de las mujeres kabilas, que ponen en práctica los principios de la visión dominante en los ritos mágicos destinados a revertir los efectos de clausura que tratan de provocar la impotencia masculina o los ritos de magia amorosa propios para generar la sumisión y la docilidad de la amada, las mujeres más liberadas del modo de pensamiento falocéntrico traicionan a menudo su sumisión a sus principios en el hecho de que los obedecen hasta en las acciones y los discursos que buscan cuestionar los efectos (argumentando, por ejemplo, como si ciertos rasgos fueran intrínsecamente femeninos o no femeninos).


En el caso de los que están designados a ocupar las posiciones dominantes, también es indispensable,  la  mediación  de  los  habitus  que  disponen  al  heredero  a  aceptar  su herencia (de hombre, hijo mayor o noble), es decir, su destino social, y, contrariamente a
la ilusión del sentido común, las disposiciones que llevan a reivindicar o a ejercer tal o cual forma de dominio, como la libido dominandi masculina en una sociedad falocéntrica, no son algo que se da por sentado sino que deben ser construidas mediante un arduo trabajo de socialización, tan indispensable como el que dispone a la sumisión. Decir "nobleza obliga" equivale a afirmar que la nobleza, inscrita en el cuerpo del noble bajo la forma de un conjunto de disposicines de apariencia natural (una forma de sostener la cabeza, el porte, la manera de caminar, el ethos aristocrático), gobierna al noble, al margen de cualquier constreñimiento externo. Esta fuerza superior, que puede hacerle aceptar como inevitables o ineludibles, es decir, sin deliberación ni examen, actos que parecerían a otros imposibles o impensables, es la trascendencia de lo social que se hace cuerpo y que funciona como un amor fati, inclinación corporal por realizar una identidad constituida en esencia social y de este modo transformada en destino. La nobleza, en el sentido de conjunto de disposiciones consideradas como nobles en un universo social determinado (pundonor, coraje físico y moral, generosidad, magnanimidad, etc.), es el resultado  de  un  trabajo  social  de  nominación  e  inculcación  al  término  del  cual  una identidad social instituida por una de esas rupturas mágicas, conocidas y reconocidas por todos, que opera el mundo social, se inscribe en una naturaleza biológica y se vuelve un habitus.


Todo ocurre como si, una vez trazado el límite arbitrario, el nomos que instituye las dos clases en la objetividad, se tratase de crear las condiciones de la aceptación duradera de ese nomos, es decir, de favorecer la institución en las mentes, bajo la forma de categorías de percepción susceptibles de ser aplicadas a cualquier cosa, comenzando por el cuerpo, bajo la forma de disposiciones socialmente sexuadas.(26) El nomos arbitrario no reviste la apariencia  de  una  ley de  la  naturaleza  (o  habla  comúnmente  de  sexualidad  "contra natura") más que al término de una somatización de las relaciones sociales de dominio: a través  de  un  formidable  trabajo  colectivo  de  socialización  difusa  y  continua,  las identidades  distintivas  que instituye el nomos cultural  se  encarnan  bajo  la  forma  de habitus claramente diferenciadas, según el principio de división dominante y capaces de percibir el mundo según ese principio de división (por ejemplo, tratándose de nuestros universos sociales, bajo las especies de la "distinción natural" y del "sentido de la distinción").
La construcción social del sexo



No terminaríamos nunca de hacer el inventario de las acciones sexualmente diferenciadas de diferenciación sexual que buscan acentuar en cada uno las señales exteriores más inmediatamente conformes a la definición social de su identidad sexual o a fomentar las prácticas que convienen a su sexo al tiempo que prohíben o desalientan las conductas impropias, sobre todo en la relación con el otro sexo. Aun cuando no aborden más que aspectos  superficiales  de  la  persona,  esas  acciones  surten  el  efecto  de  construir, mediante una verdadera acción psicosomática, las disposiciones y los esquemas que organizan las posturas y los hábitos más incontrolados del hexis corporal y la pulsiones más oscuras del inconsciente, como las revela el psicoanálisis. Así, por ejemplo, la lógica de todo el proceso social en el cual se engendra el fetichismo de la virilidad se manifiesta con toda claridad en los ritos de institución que, como mostré en otra parte, buscan instaurar una separación sacralizante no entre quienes ellos han ya sometido y quienes no han sido sometidos todavía, como lo deja entrever la noción de rito de paso (entre un antes y un después), sino entre quienes son socialmente dignos de sufrirlos y quienes están excluidos a perpetuidad, es decir, las mujeres.(27)


El cuerpo masculino y el cuerpo femenino, y en especial los órganos sexuales que, como condensan  la  diferencia  entre  los  sexos,  están  predispuestos  a  simbolizarla,  son percibidos y construidos según los esquemas prácticos del habitus y de este modo en apoyos simbólicos privilegiados de aquellos significados y valores que están en concordancia con los principios de la visión falocéntrica del mundo. No es el falo (o su ausencia) lo que constituye el principio generador de esta visión del mundo sino que es esta visión del mundo la que, al estar organizada, por razones sociales que convendrá tratar de descubrir, según la división en géneros relacionales, masculino y femenino, puede instituir al falo, erigido en símbolo de la virilidad, del nif propiamente masculino, en principio de la diferencia entre los sexos (en el sentido de géneros) y dejar sentada la diferencia social entre dos esencias jerarquizadas en la objetividad de una diferencia natural entre los cuerpos biológicos.


La precedencia masculina que se afirma en la definición legítima de la división del trabajo sexual y de la división sexual del trabajo (en ambos casos el hombre "es el ser superior" y la  mujer  "se  somete")  tiende  a  imponerse,  a  través  del  sistema  de  los  esquemas
constitutivos del habitus, en tanto matriz de todas las percepciones, los pensamientos y las acciones del conjunto de los miembros de la sociedad y en tanto fundamento indiscutido, porque se halla situado fuera de las tomas de conciencia y del examen, de una representación androcéntrica de la reproducción biológica y de la reproducción social. Lejos de que las necesidades de la reproducción biológica determinen la organización simbólica de la división sexual del trabajo y, por ende, de todo el orden natural y social, es una construcción arbitraria de lo biológico, y en particular del cuerpo, masculino y femenino, de sus usos y de sus funciones, en especial en la reproducción biológica, que da una base en apariencia natural a la visión masculina de la división del trabajo sexual y de la división sexual del trabajo y, por ende, a toda la visión masculina del mundo. La fuerza  particular  de  la  sociodicea  masculina  le  viene  de  que  asume  dos  funciones: legitima una relación de dominio inscribiéndola en lo biológico, que a su vez es una construcción social biologizada.


La definición de cuerpo en sí, apoyo real de la labor de naturalización, es en efecto el fruto de todo un trabajo social de construcción, sobre todo en su dimensión sexual. A través de la valorización del pundonor, principio de la conservación y del aumento del honor, es decir del capital simbólico que, con el capital social de las relaciones de parentesco, representa la principal (si no la única) forma de acumulación posible en este universo, los kabilas son llevados a otorgar un privilegio indiscutido a la virilidad masculina; o en su aspecto ético mismo, ésta permanece asociada, al menos tácitamente, a la virilidad física, a través sobre todo de los testimonios de poder-desfloración de la novia, numerosa prole masculina, etc.- que se esperan del hombre realizado, así como del falo que parece hecho para cargar con todos los fantasmas colectivos de la potencia fecundadora.(28)


Por su turgencia, tan cara a Lacán, es lo que se hincha y lo que hace hinchar, el término más ordinario para designar al pene es abbuch -cuyo femenino, thabbuchth, sirve para designar el seno-, mientras que el falo "erecto" se llama ambul, morcilla gruesa.(29) El esquema de hinchazón es el principio generador de los ritos de fecundidad, sobre todo en su dimensión culinaria, que buscan producir miméticamente la hinchazón mediante el recurso, por ejemplo, de los alimentos propensos a hinchar y a hacer hinchar (como en nuestra tradición los buñuelos),(30) y que se imponen en los momentos en que la acción fecundadora de la potencia masculina debe ejercerse, como en las bodas -y también en el inicio de las labores agrícolas, ocasión de una acción homóloga de apertura y desfloración
de la tierra. Las mismas asociaciones que obsesionaban al pensamiento lacaniano (turgencia, flujo vital) se encuentran en las palabras que designan el esperma, zzel y, sobre  todo,  laamara  que  (por  su  raíz,  aammar,  significa  llenar,  prosperar)  evoca  la plenitud, lo que está lleno de vida, el esquema de relleno (lleno/vacío, fecundo/estéril), y que se combinan regularmente con el esquema del relleno en la generación de ritos de fertilidad.(31)


Se trata de categorías de percepción construidas en torno a oposiciones que nos remiten, en último análisis, a la división del trabajo sexual, ella misma organizada conforme a esas oposiciones que estructuran la percepción de los órganos sexuales y de la actividad sexual. Las representaciones colectivas deben su fuerza simbólica al hecho de que, como bien lo muestra el tratamiento social de la "hinchazón" fálica, que identifica al falo con la dinámica vital del hinchamiento, inmanente a todo el proceso de procreación natural (germinación, gestación, etc.), la construcción social de la percepción de los órganos y del acto sexual registra y ratifica la "preñez" de las formas objetivas -como el hinchamiento y la erección del falo.(32) El hecho de que la "selección" cultural de los rasgos semánticamente pertinentes asuma simbólicamente algunas de las propiedades naturales más indiscutibles contribuye así, con otros mecanismos, el más importante de los cuales es la inserción de cada relación (lleno/vacío, por ejemplo) en un sistema de relaciones homólogas e interconectadas para transmutar lo arbitrario del nomos social en necesidad de la  naturaleza (phusis).  Esta lógica de la consagración  simbólica  de los procesos objetivos, cósmicos y biológicos funciona en todo el sistema mítico-ritual, por ejemplo con la constitución de la germinación del grano como resurrección, acontecimiento homólogo del renacimiento del abuelo en el nieto sancionado con el retorno del nombre. Se trata de lo que le presta una base casi objetiva a ese sistema de representaciones y, por ende, a la creencia, reforzada así por su unanimidad, de la que es objeto.


Huelga señalar,  por  pequeña que sea la correspondencia entre las realidades o los procesos del mundo natural y los principios de visión y de división que les son aplicados, y por fuerte que pueda ser el proceso de reforzamiento circular de ratificación mutua, que siempre hay lugar para la lucha cognitiva a propósito del sentido de las cosas del mundo y en particular de las realidades sexuales. Cuando los dominados aplican a los mecanismos o a las fuerzas que los dominan, o simplemente a los dominantes, categorías que son resultado  de  la  dominación,  o  en  otros  términos,  cuando  sus  conciencias  y  sus
inconscientes son estructurados conforme a las estructuras incluso de la relación de dominio que les es impuesta, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, actos de reconocimiento de la doble imposición, objetiva y subjetiva, de la arbitrariedad de que son objeto. Dicho esto, la indeterminación parcial de algunos de los elementos del sistema mítico-ritual, desde el punto de vista de la distinción incluso entre lo masculino y lo femenino que forma la base de su simbolismo, puede servir de punto de apoyo de las reinterpretaciones antagónicas por las cuales los dominados adquieren una forma de revancha contra el efecto de imposición simbólica.(33) Así, por ejemplo, las mujeres pueden, al aplicar otros esquemas fundamentales de la visión mitopoética (alto/bajo, duro/blando, derecho/curvo, etc.) aprehender también los atributos masculinos por analogía con cosas que penden sin vigor (laalaleq, asaalaq, términos empleados también para las cebollas o la carne hinchada, o acharbub, a veces asociado con ajerbub, harapo).(34)  Su punto de vista se halla permeado  por  las categorías de percepción dominantes, y por esta razón pueden sacar partido de este estado disminuido para afirmar la superioridad del sexo femenino, recordando así que las propiedades sociales de los dos géneros son el producto del dominio y pueden siempre ser puestas en juego en la lucha de los sexos (como en el dicho: "En ti, todos tus pertrechos penden, dice la mujer al hombre, mientras que yo soy una piedra soldada"). Esos análisis valen para toda relación de violencia simbólica, de suerte que nada resulta más vano que oponer, por ejemplo, el dominio simbólico ejercido a través de la cultura legítima y la resistencia que pueden ofrecerle los dominados, a menudo armándose de las mismas categorías de la cultura legítima, como en la parodia, la burla o la trastocación carnavalesca.


Sin tener la absoluta seguridad de que mis conclusiones no dependan de los límites de mi información, creo poder afirmar que el sexo de la mujer es el objeto de un esfuerzo semejante de construcción que tiende a hacer una suerte de entidad negativa, definida esencialmente por la privación de las propiedades masculinas y afectada por características peyorativas, como lo viscoso (achermid, una de las palabras bereberes para designar la vagina es también una de las más peyorativas, significa asimismo algo viscoso).


Cómo   no   vamos   a   recordar   aquí,   en   su   calidad   de   extraordinario   documento antropológico, el análisis sartriano, a menudo denunciado en la literatura feminista, del sexo femenino como un agujero viscoso:

La obscenidad del sexo femenino es la de cualquier cosa abierta: es un llamado a ser, como por otra parte todos los agujeros; en sí la mujer apetece una carne extraña que debe llenarla plenamente por penetración y dilución. Y, a la inversa, la mujer siente su condición como un llamado, precisamente porque ella está "agujereada" [...] Sin duda el sexo es una boca, boca voraz que engulle el pene -lo que puede conducir a la idea de castración: el acto amoroso es castración del hombre-, pero ante todo el sexo es un agujero.(35)


Esta objetivación inconsciente del inconsciente masculino se extiende al análisis de lo viscoso. Esta sustancia "blanda" que "da primero la impresión de ser lo que se puede poseer", "dócil", es una realidad "inquietante" que "posee", que "se adhiere", "bombea", "aspira":


[...] es una actividad blanda, babosa y femenina en su aspiración, vive de manera oscura bajo mis dedos y siento como un vértigo, me atrae hacia ella, como lo haría el fondo de un precipicio. Existe una fascinación táctil de lo viscoso. Ya no soy dueño de detener el proceso de apropiación. Continúa. En cierto sentido, es como una docilidad suprema del poseído, una fidelidad de perro que se entrega, aun cuando ya no se quiere saber nada de él y, en otro sentido, representa, bajo esta docilidad, una taimada apropiación del posesor sobre el poseído.(36)


La última metáfora, la más reveladora, la de "la avispa que se hunde en la mermelada y se ahoga",(37) símbolo de la muerte dulce del para sí y de la "revancha dulzona y femenina del en sí", cancela de manera maravillosa la evocación de las oposiciones fundamentales de la mitología masculina (masculino/femenino, pene/vagina, puro/manchado, duro/blando, seco/húmedo, lleno/vacío, salado/dulce) y las formas que revisten, después de la transformación, en el discurso filosófico (para sí/en sí, conciencia/materia, etc.). Se puede incluso ver el punto donde el mito colectivo se dobla en fantasma privado (una representación muy singular del acto sexual), directamente sublimado en intuición fundamental del sistema filosófico: "Ahora bien, esta dilución, en sí misma es ya pavorosa, porque ella es absorción del para sí por el en sí, como la tinta por un secante [...] Es horrible en sí volverse viscoso para una conciencia".(38)
La  representación  de  la  vagina  como  falo  invertido  que  Marie-Christine  Pouchelle descubre en las mismas oposiciones fundamentales entre lo positivo y lo negativo, el derecho y el revés, que se impone desde el principio masculino, se plantea como medida de todo.(39) Y para convencerse de que la definición social del sexo como órgano, lejos de ser un simple registro de propiedades naturales, directamente confiadas a la percepción, es fruto de una serie de acentuaciones o supresiones de las diferencias o de similitudes operadas en función del estatuto social asignado al hombre y a la mujer y diseñadas  para  justificar  la  representación dominante  de  la  naturaleza  femenina,(40) bastaría seguir la historia del "descubrimiento" del clítoris, tal como lo informa Thomas Laqueur,(41) prolongándola hasta la teoría freudiana de la migración de la sexualidad femenina del clítoris a la vagina, que podría ser otro ejemplo del efecto Montesquieu, transfiguración de conducta prudente de un mito social.


El cuerpo en su conjunto es también percibido a través de las grandes oposiciones culturales: tiene su parte elevada y su parte baja, cuya frontera está marcada por la cintura, señal de cierre y límite simbólico, al menos entre las mujeres, entre lo puro y lo impuro; tiene su parte delantera, lugar de la diferencia sexual (por tanto privilegiada por un sistema que busque siempre diferenciar), y su parte posterior, sexualmente indiferenciada y potencialmente femenina, es decir, sumisa, como lo recuerda, por el gesto o la palabra, el insulto mediterráneo por excelencia contra la homosexualidad. La combinación de los dos esquemas engendra la oposición entre las partes nobles y públicas, frente, ojos, bigote, boca, órganos de presentación del yo donde se condensa la identidad social, el honor social, el nif, que obliga a hacer frente y a mirar a los otros a la cara, y sus partes privadas, escondidas o vergonzosas, que el honor obliga a disimular.


La parte alta, masculina, del cuerpo, y sus usos legítimos, hacer frente, enfrentar (qabel), mirar a la cara, a los ojos, tomar la palabra públicamente, etc., constituyen el monopolio exclusivo de los hombres: es pues mediante la división sexual de los usos legítimos del cuerpo que se establece el vínculo (enunciado por los psicoanalistas) entre el falo y el logos. Prueba de ello es que la mujer que, en Kabilia, está oculta a las miradas, sin estar velada, debe en cierto modo renunciar a hacer uso de su mirada (camina en público con los ojos mirando a los pies) y de su palabra (la única voz que le sienta es wissen, no sé, antítesis de la palabra viril que es afirmación decisiva, clara, al mismo tiempo que reflexiva y mesurada).

¿Cómo no ver que el mismo acto sexual, aunque no deja de funcionar como una suerte de matriz original, a partir de la cual se construyen todas las formas de unión de dos principios  opuestos,  verja  del  arado y surco,  cielo  y tierra,  fuego  y agua,  etc.,  está pensado en función del principio de primacía de la masculinidad? Al igual que la vagina, debe su carácter funesto, maléfico, al hecho de que es un agujero, vacío, así como inversión en negativo del falo, lo mismo la posición amorosa en la cual la mujer se monta sobre el hombre, invirtiendo la relación considerada como normal, en la que el hombre se "queda debajo", se halla explícitamente condenada en numerosas civilizaciones.(42) Los kabilas, no obstante que son poco dados a los discursos justificadores, apelan a una suerte de mito original para legitimar las posiciones asignadas a los dos sexos en la división del acto sexual y, más ampliamente, a través de la división sexual del acto de producción y de reproducción biológica y sobre todo social, en todo el orden social y, más allá, en el orden cósmico.


Fue en la fuente (tala) donde el primer hombre encontró a la primera mujer. Ella se encontraba sacando agua cuando el hombre, arrogante, se le acercó y exigió beber. Pero ella había llegado primero y tenía sed también. Descontento, el hombre la zarandeó. Ella dio un paso en falso y se cayó. Entonces el hombre vio los muslos de la mujer, que eran diferentes a los de él. Quedó estupefacto. La mujer, más astuta, le enseñó muchas cosas. "Acuéstate, le dijo, te diré para qué sirven tus órganos". El se recostó en el suelo; ella acarició su pene que se volvió dos veces de su tamaño y se acostó encima de él. El hombre experimentó un gran placer. Comenzó a seguir a la mujer por doquier para volver a hacer lo mismo, pues ella sabía más cosas que él, encender la lumbre, etc. Un buen día, el hombre le dijo a la mujer: "Yo también quiero enseñarte; yo sé hacer cosas. Tiéndete y me acostaré sobre ti". La mujer se tendió en el suelo, y el hombre se puso encima de ella. Volvió a sentir el mismo placer y dijo entonces a la mujer: "En la fuente, eres tú quien manda; en la caso, soy yo". En el espíritu del hombre, son siempre los últimos propósitos los que cuentan y desde entonces a los hombres les gusta colocarse encima de las mujeres. De esta suerte, los hombres se convirtieron en los primeros y son ellos quienes deben gobernar.(43)


La intención de sociodicea se afirma aquí sin ambages: el mito fundador instituye, en el origen mismo de un orden social dominado por el principio constitutivo (ya enganchado,
de hecho, en los considerandos, la oposición entre la fuente y la casa) entre la naturaleza y la cultura, entre la "sexualidad" de naturaleza y la "sexualidad" de cultura:(44) en el acto anómico, realizado en la fuente, lugar femenino por excelencia, y a iniciativa de la mujer, perversa iniciadora, naturalmente iniciada en las cosas del amor, se opone al acto conforme al nomos, acto doméstico y domesticado, que se ejecuta a petición del hombre y conforme al orden de las cosas, dentro de la jerarquía fundamental del orden social y del orden cósmico, y en la casa, lugar de la naturaleza cultivada, del dominio legítimo del principio masculino sobre el principio femenino, simbolizado por la preeminencia de la viga maestra (asalas alemmas) sobre el pilar vertical (thigejdith), horca abierta hacia el cielo.


Pero lo que los discursos míticos profesan de manera bastante ingenua, los ritos institutivos, que de hecho son actos simbólicos de diferenciación, lo cumplen de manera más  insidiosa y más eficaz simbólicamente. Baste pensar en la circuncisión, rito de institución de la masculinidad por excelencia, que afirma la diferencia entre aquéllos cuya virilidad consagra al mismo tiempo que los prepara simbólicamente para ejercerla y aquéllas que no están en situación de sufrir la iniciación y que no pueden descubrirse como privadas de lo que constituye la ocasión y el respaldo del ritual de confirmación de la  virilidad.  El trabajo psicosomático que se lleva a cabo continuamente, sobre todo mediante el ritual, jamás es tan evidente como en los llamados ritos de "separación", que tienen la función de emancipar al muchacho en relación a su madre y garantizar su masculinización progresiva fomentándola y preparando a aquél a hacer frente al mundo exterior.


Esta "intención" objetiva de negar la parte femenina de lo masculino (la misma que Mélanie Klein exigía al análisis recuperar, mediante una operación inversa de la que realiza el ritual), de abolir los lazos y los afectos con la madre, la tierra, la humedad, la noche, la naturaleza, en una palabra, a lo femenino, se imagina de una manera particularmente asombrosa en los ritos llevados a cabo en el momento de la "separación introductoria" (el aazla gennayer) como el primer corte de cabellos de los muchachos, y en todas las ceremonias que marcan el paso del umbral del mundo masculino y que encuentran su punto culminante en la circuncisión. Estos ritos se sitúan en la larga serie de actos que buscan separar al muchacho de su madre, empleando objetos fabricados al fuego y propios para simbolizar la hendidura, el puñal, la verja del arado. Después del
nacimiento, el niño es colocado a la derecha (lado masculino) de su madre, a su vez acostada sobre su lado derecho, y se colocan entre ellos objetos típicamente masculinos tales como una carda, un gran cuchillo, una verja de arado, una de las piedras del hogar. Igualmente, la importancia del primer corte de cabellos está relacionada con el hecho de que la cabellera, femenina, es uno de los lazos simbólicos que atan al muchacho con el mundo materno. Es al padre a quien incumbe realizar este corte inaugural, al atardecer, en la fecha fijada de antemano y poco antes de la primera entrada al mercado, es decir, una fecha entre los seis y los diez años. La tarea de masculinización se sigue con esta introducción en el mundo de los hombres, del pundonor y de las luchas simbólicas, que representa la primera entrada al mercado: el niño, vestido con ropa nueva y peinado con un turbante de seda, recibe un puñal, un candado y un espejo, mientras que su madre coloca un huevo fresco en la capucha de su albornoz. En la puerta del mercado rompe el huevo y abre el candado, actos viriles de desfloración, y se mira al espejo, operador del cambio, una suerte de umbral. Su padre le guía al mercado, mundo exclusivamente masculino, presentándolo a unos y otros. Al regreso, atan una cabeza de res, símbolo fálico -como los cuernos- asociado al nif.


El mismo trabajo psicosomático que, aplicado a los muchachos, trata de virilizarlos, despojándolos de todo lo que puedan mantener de femenino -como entre los "hijos de la viuda"-, adquiere, aplicado a las muchachas, una forma más radical: la mujer, al estar constituida como una entidad negativa, definida sólo en términos de privación, por ausencia, sus virtudes mismas no pueden existir más que por una doble negación, como vicio negado o superado, o como mal menor. Todo el trabajo de socialización, en consecuencia, interioriza los límites, que afectan antes que nada y que se inscriben en el cuerpo -porque lo más sagrado, h'aram, tiene que ver con los usos del cuerpo. La joven kabila aprendía los principios fundamentales del arte de vivir femenino, de la celebración inseparablemente corporal y moral, aprendiendo a vestirse y a llevar las diferentes indumentarias que corresponden a sus estados sucesivos (niña, virgen, núbil, esposa, madre de familia), apropiándose de modo insensible, tanto por mimetismo inconsciente como por obediencia expresa, la forma correcta de anudarse la cintura o los cabellos, mover o mantener inmóvil tal o cual parte de su cuerpo al andar, presentar la cara y manejar la mirada.(45) Este aprendizaje que permanece básicamente tácito, puesto que los ritos mismos de institución tratan sobre todo de aislar a las que los sufren de las que están excluidas, tiende a inscribir en lo más profundo de los inconscientes los principios
antagónicos de la identidad masculina y de la identidad femenina, esas costumbres del cuerpo que orientan la elección de vocación, todavía hoy en día, según divisiones semejantes a las de la división sexual del trabajo en la sociedad kabila.


El  sistema de las oposiciones fundamentales se ha  conservado,  transformándose, a través de los cambios que han estado determinados por la revolución industrial y que han afectado a las mujeres de manera diferente según su posición en la división del trabajo. Así, la división entre lo masculino y lo femenino continúa organizándose en torno a la oposición entre el interior y el exterior, entre la casa, con la educación de sus hijos, y el trabajo. Ha hallado su forma canónica en la burguesía, con la división entre el universo de la empresa, orientada hacia la producción y la utilidad, y el universo de la casa, orientado a la reproducción biológica, social y simbólica de la unidad doméstica, por ende a la gratuidad y a la futilidad aparentes de los gastos de dinero y tiempo, destinados a exhibir el capital simbólico y a redoblarlo mediante su manifestación. Huelga señalar que, con la entrada de las mujeres al mercado de trabajo, la frontera se ha desplazado, sin anularse, porque se han constituido al interior del mundo laboral sectores protegidos. Y sobre todo, los principios de visión y de división tradicionales se han visto sometidos a un desafío permanente que conduce a cuestionamientos y revisiones parciales de la distribución entre los atributos y las atribuciones.


El grupo, por considerar que la sexualidad es algo demasiado importante socialmente para ser dejada al azar de las improvisaciones individuales, propone e impone una definición oficial de los usos legítimos del cuerpo, excluyendo, tanto representaciones como prácticas, todo lo que, en especial entre los hombres, puede evocar las propiedades estatutariamente asignadas a otra categoría. El trabajo de construcción simbólica, que se termina en un trabajo de construcción práctica, de bildung, de educación, opera lógicamente por diferenciación en relación al otro sexo socialmente constituido; tiende en consecuencia a excluir del universo de lo pensable y de lo factible todo lo que marque la pertenencia  al  sexo  opuesto  -y  en  particular  todas  las  virtualidades  biológicamente inscritas en el "polimorfo perverso" que es, de creer a Freud, todo niño pequeño, para producir este artefacto social que es un hombre viril o una mujer femenina.


El cuerpo biológico socialmente forjado es así un cuerpo politizado, una política incorporada.  Los  principios  fundamentales  de  la  visión  del  mundo  androcéntrico  son
naturalizados bajo la forma de posiciones y disposiciones elementales del cuerpo que son percibidas como expresiones naturales de tendencias naturales. Toda la moral del honor puede encontrarse así resumida en una palabra, mil veces repetida por los informadores, qabel, plantar cara, mirar a la cara, y en la postura corporal que designa,(46) mientras que la sumisión parece encontrar una traducción natural en el hecho de meterse debajo, someterse, inclinarse, rebajarse, encorvarse, lo derecho asociándose por el contrario a una postura derecha, que es monopolio del hombre, mientras que las posturas curvas, suaves, y la docilidad correlativa, se consideran propias de las mujeres.(47)


Por este motivo la educación básica es fundamentalmente política: tiende a inculcar formas de mantener el cuerpo en su conjunto, o tal o cual de sus partes, la mano derecha, masculina, o la mano izquierda, femenina, la manera de caminar, de sostener la cabeza o la mirada, de cara, a los ojos, o al contrario, a los pies, que son copias de una ética, una política y una cosmología, y eso porque son casi todas sexualmente diferenciadas y, a través  de  sus  diferencias,  expresan  las  oposiciones  fundamentales  de  la  visión  del mundo.  El  hexis  corporal,  redoblado  y  sostenido  por  la  indumentaria,  se  encuentra también sexualmente diferenciado, es un pense-bête permanente, inolvidable, en el que se  encuentran inscritos,  de manera visible y sensible, todos los pensamientos o las acciones potenciales, todas las posibilidades y las imposibilidades prácticas que definen un habitus. La somatización de lo cultural es construcción del inconsciente.


La ilusión y la génesis social de la libido dominandi



Si bien las mujeres, sometidas a un trabajo de socialización que tiende a disminuirlas y negarlas, hacen el aprendizaje de las virtudes negativas de la abnegación, la resignación y el silencio, los hombres son también prisioneros e, irónicamente, víctimas de la representación dominante, por más que sea conforme a sus intereses: cuando logra instituirse completamente en la objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las estructuras mentales que organizan las percepciones, los pensamientos y las acciones de todo el grupo, el sistema mítico-ritual funciona como una representación autorrealizadora y no puede encontrar en él mismo, ni fuera de él, el menor desmentido. La exaltación arrebatada de los valores masculinos tiene su contrapartida tenebrosa en las angustias que suscita la feminidad y que son el origen del trato sospechoso que se da a las mujeres, en razón incluso del peligro que ellas hacen correr al pundonor masculino:
por el hecho de que ella encarna la vulnerabilidad del honor, de la h'urma, izquierda sagrada, siempre expuesta a la ofensa, y que encierra siempre la posibilidad de la astucia diabólica, thah'ramith, arma de la debilidad que opone el recurso del engaño y de la magia a los recursos de la fuerza y del derecho, la mujer encierra la posibilidad de acarrear el deshonor y la desgracia.(48) Por esta razón, el privilegio encuentra su contraparte en la tensión y contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que imponen a cada hombre el deber de afirmar la virilidad.(49)




Así, por lo mismo que basta decir de un hombre, para encomiarlo, que "es todo un hombre",(50) el hombre es un ser que implica un deber ser, que se impone como algo sin discusión: ser hombre equivale a estar instalado de golpe en una posición que implica poderes y privilegios, pero también deberes, y todas las obligaciones inscritas en la masculinidad como nobleza. Y eso no equivale a evadir las responsabilidades (como pareciera sugerir cierta lectura superficialmente feminista) cuanto a intentar comprender lo que implica esta forma particular de dominio situándose en el principio del privilegio masculino, que es también una trampa. Excluir a la mujer del ágora y de todos los lugares públicos donde se desarrollan las tareas que suelen considerarse las más serias de la existencia humana, como la política o la guerra, equivale a impedirle de hecho apropiarse de las disposiciones que se adquieren al frecuentar esos lugares y esas tareas, como el pundonor, que equivale a rivalizar con los otros hombres.


El principio de división primordial, el que divide a los seres humanos en hombres y mujeres, asigna a los primeros las únicas tareas dignas de ser desempeñadas, incitándolos a adquirir la disposición a tomar en serio las labores que el mundo social constituye como serias. Esta illusio original, que hace al hombre verdaderamente hombre, y que puede designarse como sentido del honor, virilidad, o en el léxico de los kabilas, más radical, "kabilidad" (thakbaylith), es el principio indiscutido de todos los deberes hacia uno, el morot o el móvil de todas las acciones que se deben realizar para estar en paz con uno mismo, para permanecer digno, a los propios ojos, de una idea (recibida) del hombre. Es en la relación entre un habitus construido según la división fundamental de lo derecho y lo curvo, de lo parado y lo acostado, de lo lleno y lo vacío, en suma, de lo masculino y lo femenino, y de un espacio social organizado también conforme a esta división, y por entero dominado por la oposición entre los hombres, preparados a entrar en las luchas
por la acumulación de capital simbólico, y las mujeres, preparadas a excluirse o a no entrar, con ocasión del matrimonio, que en tanto objetos de intercambio, revestidos de una elevada función simbólica, que se definen las inversiones agonísticas de los hombres, y de las virtudes, todas ellas de abstención y de abstinencia, de las mujeres.


Así, el dominante es también dominado, pero mediante su dominio, lo que evidentemente no es algo desdeñable. Para analizar esta dimensión paradójica del dominio simbólico, casi siempre ignorado por la crítica feminista, conviene, al pasar sin transición de un extremo al otro del espacio cultural, de los montañeses kabilas al grupo Bloomsbury, apelar a Virginia Woolf, pero no tanto a la autora de esos clásicos del feminismo como A room of one's own (Una recámara propia) o Three guineas (Tres guineas), sino a la novelista que, gracias al acto de escribir y a la amnesia que favorece, revela cosas que han estado ocultas a la mirada del sexo dominante por lo que ella denomina "el poder hipnótico  de  la  dominación".(51)  La  novela  To  the  lighthouse  (Paseo  hasta  el  faro) propone una evocación de las relaciones entre los sexos libre de toda clase de clichés y frases hechas acerca del sexo, el dinero y la cultura o el poder, que aún transmiten los textos más teóricos, y un análisis incomparable de lo que puede ser la mirada femenina a esta suerte de esfuerzo desesperado, y bastante patético, en su inconsciente triunfante, que todo hombre debe hacer para estar a la altura de su idea infantil del hombre.


En  pocas  palabras,  To  the  lighthouse  es  la  historia  de  la  familia  Ramsay,  que  se encuentra de veraneo en una de las islas Hébridas con unos amigos. La señora Ramsay prometió a su hijo menor, James, de seis años, llevarlo al día siguiente a dar un paseo al faro que se ve iluminado todas las noches. Pero el señor Ramsay anuncia que al día siguiente hará mal tiempo. Estalla una discusión al respecto. Pasa el tiempo. La señora Ramsay se muere. De vuelta a la casa largamente abandonada, el señor Ramsay emprenderá, con James, el paseo otrora frustrado.


Es probable que, a diferencia de la señora Ramsay, que teme que su marido no ha entendido, la mayor parte de los lectores, sobre todo masculinos, no comprendan, a la primera lectura, la situación extraña que evoca el inicio de la novela:


De repente, un grito violento, semejante al de un sonámbulo a medio despertar, en el cual se detectaba algo como "bajo las balas, bajo las granadas de un cañón,
ráfaga  ardiente",  resonó  en  sus  oídos  con  una  enorme  intensidad  y  la  hizo volverse, inquieta, para ver si alguien no había oído a su marido.(52)


Y es probable que tampoco comprendan cuando, páginas adelante, el señor Ramsay es sorprendido por otros personajes, Lily Briscoe y su amigo: "Así, cuando Ramsay se precipitó hacia ellos con gritos y aspavientos, se cercioró de que la señorita Briscoe comprendiese cuál era el problema. `¡Error! ¡Craso error!'". Sólo poco a poco, a través de las diferentes visiones de diversos personajes (en las páginas 35, 39-42, 45-
46), la conducta del señor Ramsay adquiere sentido. "Ella abrigaba el temor de que el hábito de hablar solo o recitar versos iba en aumento. Se suscitaban situaciones embarazosas" (p.87). De este modo, el mismo señor Ramsay, que había aparecido, desde  la  primera  página  de  la  novela,  como  un  formidable  personaje  masculino,  y paternal, es descubierto en flagrante delito de infantilismo.


Toda la lógica del personaje radica en esta contradicción aparente. El señor Ramsay, cual rey arcaico que evoca el Benveniste del Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, es aquél cuyas palabras son veredictos; el que puede anular con una frase la "alegría extraordinaria" de su hijo, entusiasmado con el plan del paseo al día siguiente hasta el faro ("Pero, dice su padre deteniéndose ante la ventana del salón, no hará buen tiempo"). Sus previsiones tienen el poder de hacerse realidad: ya sea que actúen como órdenes, bendiciones o maldiciones que hacen ocurrir, por arte de magia, lo que anuncian, ya sea que, por un efecto infinitamente más sobrecogedor, enuncien simplemente lo que se anuncia, lo que está inscrito en las señales accesibles a la previsión simple del visionario casi divino, capaz de dar razón al mundo, redoblar la fuerza de las leyes de la naturaleza natural o social convirtiéndolas en leyes de la razón y de la experiencia, en enunciados a la vez racionales y razonables de la ciencia y de la sabiduría. Previsión de la ciencia, el acto de comprobación imperativo de la profecía paterna envía el futuro al pasado; predicción de la sabiduría, da a este porvenir todavía irreal la sanción de la experiencia y del conformismo absoluto que implica. Adhesión incondicional al orden de las cosas y ratificación apresurada del principio de realidad, se opone a la comprensión materna, que concede una adhesión evidente a la ley del deseo y del placer pero escindida en una doble concesión condicional al principio de realidad: "`Sí, por supuesto, si hace buen tiempo mañana', dijo la señora Ramsay. `Pero tendrán que levantarse de madrugada', añadió".(53) Basta comparar esta frase(54) con el veredicto paterno para ver que el
nombre del padre no tiene necesidad de anunciarse, ni de justificarse, el "pero" ("`Pero, [...] no hará buen día'"), subrayando que no existe, para un ser razonable ("Sé razonable", "Más tarde comprenderás"), otra opción que someterse sin más ante la fuerza de las cosas. Es ese realismo, mata-alegrías y cómplice del orden imperante en el mundo, lo que desencadena el odio al padre, odio que, como en la rebeldía adolescente, se dirige menos contra la necesidad que el discurso paterno pretende desvelar cuanto en oposición a la adhesión arbitraria que el padre todopoderoso le concede, probando así su debilidad: debilidad de la complicidad resignada que admite sin resistencia; debilidad de la complacencia que obtiene satisfacción y vanidad del placer cruel de desilusionar, es decir, de hacer compartir su propia desilusión, su propia resignación, su propia derrota.(55) Las rebeliones más radicales de la infancia y la adolescencia se dirigen no tanto en contra del padre como en contra de la obediencia espontánea al padre, contra el hecho de que el primer movimiento del habitus sea para obedecerlo y para acatar sus razones.


En ese punto, gracias a la indeterminación que autoriza el uso del estilo indirecto libre, se pasa insensiblemente del punto de vista de los niños sobre el padre al punto de vista del padre acerca de sí mismo. Punto de vista que no tiene, en realidad, nada de personal puesto que, en tanto punto de vista dominante y legítimo, no es otra cosa que la elevada idea de sí mismo que tiene el derecho y la obligación de mantener, él que está resuelto a realizar en su ser el deber ser que el mundo social le asigna, en este caso, el ideal del hombre y del padre que se debe realizar:


[...] lo que él decía era la verdad. Era siempre la verdad. Era incapaz de no decir la verdad; no alteraba jamás un hecho, no modificaba jamás una palabra desagradable en función de la comodidad o el beneplácito de alma viviente alguna, mucho menos de sus propios hijos, carne de su carne, y destinados por tanto a aprender lo antes posible que la vida es ardua, que los hechos no aceptan compromisos,  y que el paso al país fabuloso donde se desvanecen nuestras esperanzas  más  luminosas,  donde  nuestras  barcas  frágiles  naufragan  en  la tiniebla (llegado a este punto, el señor Ramsay se incorporaba y fijaba la mirada en el horizonte, achicando sus ojillos azules), representa una prueba que exige ante todo coraje, sinceridad y aguante.(56)
Vista desde esta perspectiva, la dureza gratuita del señor Ramsay ya no es resultado de una pulsión tan egoísta como el placer de desilusionar; es la afirmación libre de una elección, la de la rectitud y también la del amor paterno bien entendido que, al rehusar abandonarse a la facilidad culpable de la indulgencia femenina, y ciegamente materna, debe presentar el mundo en toda su crueldad. Es, sin duda, lo que significa la metáfora del cuchillo o la hoja de metal, que la interpretación freudiana aplastaría, y que, como entre los kabilas, cifra el papel masculino -la palabra y la metáfora teatrales se imponen por una vez- del lado de la fractura, la violencia, el asesinato, es decir, del lado de un orden natural construido contra la fusión original con la naturaleza materna y contra el abandono al laissez-faire, a las pulsiones y a las impulsiones de la naturaleza femenina. Se empieza a sospechar que el verdugo es también víctima y que la palabra paterna está expuesta, por lo mismo que su fuerza, a convertir lo probable en destino en el esfuerzo mismo para conjurarlo y exorcizarlo al expresarlo.


Y  ese  sentimiento  no  puede  sino  intensificarse  cuando  se  descubre  que  el  padre inflexible, que con una frase sin apelación posible acaba de matar los sueños de su hijo, ha sido sorprendido en vías de jugar como un niño, entregando a quienes se han encontrado así "introducidos en un dominio privado", Lily Briscoe y su amigo, "algo que no había tenido la intención de mostrarles": los fantasmas de la libido academica que se expresan metafóricamente en los juegos bélicos. Pero conviene citar en toda su amplitud el largo ensueño del señor Ramsay en el cual la evocación de la aventura guerrera, la carga en el valle de la Muerte, la batalla perdida y el heroísmo del jefe ("Pero no quería morir acostado; encontraría alguna arista rocosa y moriría parado, los ojos fijos en la tempestad [...]"), se mezcla íntimamente con la evocación ansiosa del destino póstumo del filósofo ("Z no es atacado más que una vez por generación". "Jamás alcanzará a R"):


¿Cuántos hombres en un millar de millones, se preguntaba, terminan por llegar a Z? Desde luego, el jefe de una columna infernal puede plantearse esta pregunta y responder sin traicionar a quienes lo siguen: `Uno, tal vez'. Uno en una generación.
¿Debe ser entonces culpado si no es ése? ¿Con tal de que haya penado sinceramente, entregado hasta que no le quede nada? Su renombre ¿cuánto dura? Incluso a un héroe se le permite preguntarse al estar moribundo cómo se hablará de él tras su muerte. Ese renombre durará posiblemente dos mil años [...].
¿Cómo culpar al jefe de esta columna infernal que, después de todo, ha trepado
bastante alto para ver la perspectiva estéril de los años y de la muerte de las estrellas  si,  antes  de  que  la  muerte  entiese  sus  miembros  y  los  deje  sin movimiento, eleva con cierta solemnidad sus dedos entumecidos ante sí y se incorpora? Pues, de este modo, la expedición de socorro que ha ido en su busca lo encontrará muerto en su puesto cual soldado glorioso. El señor Ramsay se enderezó y se mantuvo muy derecho al lado de una urna. ¿Quién lo iba a culpar si, mientras se mantenía así un momento, su pensamiento se detenía en el renombre, las expediciones de socorro, las pirámides de piedra erigidas sobre sus huesos por los discípulos agradecidos? Por último, ¿quién culparía al jefe de la infausta expedición si [...](57)


La técnica del difuminado-encadenado, que tanto gustaba a Virginia Woolf, funciona aquí de maravilla: la aventura guerrera y el renombre que la consagra es una metáfora de la aventura intelectual y del capital simbólico de la celebridad al que aspiraba; la illusio lúdica permite reproducir en un grado más elevado de desrealización, por ende a un menor costo, la illusio de la existencia ordinaria, con sus apuestas vitales y sus asedios apasionados,  todo  lo  que  agita  las  discusiones  del  señor  Ramsay  y  sus  discípulos, autoriza el trabajo del levantamiento parcial y controlado del sitio, que es necesario para asumir y superar la desilusión ("No tenía genio; no se hacía ilusiones", p.44) conociendo al mismo tiempo la illusio fundamental, la inversión en el juego mismo, la convicción de que el juego merece ser jugado a pesar de todo, hasta el final, y según las reglas (puesto que, después de todo, el último de los soldados rasos siempre puede "morir de pie"). Ese cerco visceral cuya expresión es esencialmente una postura se logra en las poses, las posiciones o los gestos corporales que están orientados en el sentido de lo derecho, lo recto, de la erección del cuerpo o de sus sustitutos simbólicos, la pirámide de piedra, la estatua.


La illusio que es constitutiva de la masculinidad representa la base de todas las formas de la libido dominandi, es decir, todas las formas específicas de illusio que se generan en los diferentes campos. Esta illusio original es lo que hace que los hombres (por oposición a las mujeres) sean socialmente instituidos de tal manera que se dejen involucrar, como niños, en todos los juegos que les son socialmente asignados y cuya forma por excelencia es la guerra. Al dejarse sorprender en un ensueño despierto que descubre la vanidad pueril de sus bloqueos más profundos, el señor Ramsay revela bruscamente que los
juegos a los cuales se presta, como el resto de los hombres, son juegos de niños, que no se  perciben  en  toda  su  extensión  porque,  precisamente,  la  connivencia  colectiva  le confiere la necesidad y la realidad de las evidencias compartidas. Por lo mismo que, entre los juegos constitutivos de la existencia social, los que se dicen serios, estén reservados a los hombres -mientras que las mujeres se dedican a los hijos-(58) se olvida que el hombre es también un niño que juega al hombre. La alienación genérica es el origen del privilegio específico.


La lucidez de los excluidos



Las mujeres gozan del privilegio (negativo) de no dejarse engañar por los juegos en los que se disputan los privilegios, y de no estar atrapadas, al menos directamente, en primera persona. Pueden incluso vanagloriarse y, mientras no estén comprometidas por procuración, considerar con una divertida indulgencia los esfuerzos desesperados del "hombre-niño" por hacerse el hombre y la desesperación que en él generan sus fracasos. Ellas  pueden  adaptar  sobre  los  juegos  más  serios  el  punto  de  vista  distante  del espectador que observa la tempestad desde la orilla, lo que puede valerles para ser tildadas de frívolas e incapaces de interesarse en cosas serias, como la política. Pero, al ser esta distancia un efecto de la dominación, están a menudo condenadas a participar por procuración, por una solidaridad afectiva con el jugador, que no implica una verdadera participación intelectual y afectiva en el juego y que las convierte con frecuencia en seguidoras incondicionales, pero mal informadas, de la realidad del juego y las correspondientes apuestas.(59)


Por esta razón, la señora Ramsay comprende de inmediato la situación embarazosa en la cual se ha puesto su marido al jugar en voz alta a la Carga de la Brigada de la Caballería Ligera. Le duele el sufrimiento que pueda causarle ser sorprendido de esta guisa, pero también y sobre todo lo que origina su extraña conducta cuya verdadera razón ella captó al instante. Todo su comportamiento lo dirá cuando, herido, y así reducido a su verdad de niño grande, el padre severo, que acababa de sacrificar a su gusto (compensatorio) "desilusionar a su hijo y ridiculizar a su mujer", venga a pedirle su compasión por un sufrimiento nacido de la illusio y de la desilusión: "Ella acarició la cabeza de James; transfirió a su hijo los sentimientos que experimentaba por su marido". Por una de esas condensaciones que permite la lógica de la práctica, la señora Ramsay identifica, en un
gesto de protección afectuosa al que la destina y prepara su ser social,(60) al pequeño hombre que acaba de descubrir la negatividad insoportable de lo real. Aun si se empeña en disimular su clarividencia, sin duda para proteger la dignidad de su marido, la señora Ramsay sabe perfectamente que el veredicto enunciado sin piedad emana de un ser digno de lástima que, él también, como víctima de los veredictos inexorables de lo real, merece piedad.(61) Ahora bien, posiblemente ella sucumba así a una estrategia última, la del hombre infeliz que, al hacerse el niño, se asegura de despertar los sentimientos maternos que son estatutariamente asignados a las mujeres.(62)


Convendría citar aquí el extraordinario diálogo tácito en el cual la señora Ramsay procura de continuo a su marido, primero aceptando la apuesta aparente de la escena familiar, en lugar de sacar las cosas de quicio, por ejemplo, dada la desproporción entre el furor del señor Ramsay y su causa manifiesta. Cada una de las frases, en apariencia anodinas, de los dos interlocutores abarca apuestas mucho más amplias, más fundamentales, y cada uno de los dos adversarios-socios lo sabe, en virtud de su conocimiento íntimo y casi perfecto de su interlocutor que, a cambio de un mínimo de complicidad en la mala fe, permite provocar, a propósito de naderías, conflictos últimos sobre el todo. Esta lógica de todo o nada deja a los interlocutores la libertad de elegir, en cada momento, la incomprensión más total que reduce el discurso adverso al absurdo devolviéndolo a su objeto aparente (en este caso, el tiempo que hará al día siguiente) o la comprensión, ella también total, que es la condición tácita de la disputa mediante sobreentendidos y de la reconciliación.


No había la esperanza más remota de poder ir al día siguiente al faro, declaró secamente el señor Ramsay, en tono irascible. ¿Cómo lo sabía? le preguntó ella. El viento cambiaba de pronto. El carácter extraordinariamente irracional de esta observación, lo absurdo del espíritu femenino provocaron en el señor Ramsay un acceso de ira. El se había arrojado al valle donde la muerta está siempre presta; lo habían hecho pedazos y migajas, y he aquí que ahora ella evadía de frente la realidad, daba a sus hijos esperanzas obviamente absurdas, en suma, decía mentiras. Pateó el escalón de piedra. `¡Al diablo!', dijo él. Pero, ¿qué había hecho ella? Simplemente había señalado que tal vez hiciera buen tiempo al día siguiente. Y eso podía suceder. No con un barómetro a la baja y viento del oeste.
¿De dónde le viene a la señora Ramsay su extraordinaria perspicacia cuando oye una de esas discusiones entre hombres acerca de asuntos tan futilmente serios como la raíz cúbica o cuadrada, Voltaire o Madame de Stael, el carácter de Napoleón o el sistema francés de propiedad rural? La señora Ramsay, ajena a los juegos masculinos y a la exaltación  obsesiva  del  yo  y de  las  pulsiones  sociales  que  imponen,  ve  con  entera naturalidad que las tomas de posición, en apariencia las más puras y apasionadas a favor o en contra, no suelen responder más que al deseo de "sentar algo" (otro más de esos movimientos fundamentales del cuerpo, semejante al "dar la cara" de los kabilas), a la manera de Tansley, otra encarnación del egotismo masculino:


[...]  haría  siempre  lo  mismo,  hasta  que  obtuviera  su  cátedra  de  profesor  o contrajera matrimonio; entonces no tendría necesidad de decir: `Yo, yo, yo'. Pues a eso se reducía su crítica al pobre Sir Walter, o tal vez se tratase de Jane Austen:
`Yo, yo, yo'. El pensaba en sí mismo y en la impresión que producía; ella lo sabía por el sonido de su voz, por el acento y el tono molesto en su manera de hablar. El éxito le sentaría bien".(63)


Por otra parte, Virginia Woolf expresa bien la formidable alienación inherente en este dominio:


Si usted triunfa en su profesión, las palabras "Por Dios y por el Imperio" probablemente serán grabadas como una dirección en el collar de un perro. Y, si las palabras tienen sentido, como debieran, tendrá que aceptar dicho sentido y hacer todo lo que esté en su poder para imponerlo.(64)


Percibe la trampa que constituyen los juegos uniformes donde se engendra la illusio masculina, que impone a los hombres hacer lo que tienen que hacer, ser lo que tienen que ser. Y ella afirma explícitamente que son responsables de ello la segregación de las mujeres y las "líneas de demarcación místicas", esos ritos de institución de los que las mujeres están excluidas puesto que tienen por función excluirlas:


Inevitablemente nosotras consideramos a la sociedad como un lugar de conspiración que absorbió al hermano que muchas tienen razones para respetar en la vida privada, y que impone en su lugar a un macho monstruoso, con voz
estruendosa, de puño duro, que, de una manera pueril, inscribe con tiza en el suelo esas líneas de demarcación místicas -rígidas, separadas, artificiales- entre las cuales están los seres humanos. Esos lugares donde, ataviado de oro y púrpura, decorado de plumas como un salvaje, él prosigue sus rituales místicos y goza de placeres sospechosos del poder y de la dominación, mientras que nosotras, "sus" mujeres, estamos encerradas en el hogar sin que se nos permita participar en ninguna de las numerosas sociedades que componen su sociedad.(65)


De hecho, las mujeres rara vez son lo suficientemente libres de toda dependencia, si no frente a los juegos sociales, al menos respecto de los hombres que los realizan, para llevar el desencanto hasta esta suerte de conmiseración un poco condescendiente por la illusio masculina. Al contrario, toda su educación las prepara a entrar en el juego por procuración, es decir, en una posición a la vez exterior y subordinada, y a conceder a la preocupación masculina, como la señora Ramsay, una suerte de atención enternecida y de comprensión confiante generadoras también de un profundo sentimiento de seguridad. Excluidas de los juegos de poder, están preparadas a participar por medio de los hombres que participan en él, ya se trate de su marido o, como la señora Ramsay, de su hijo.(66)


El principio de esas disposiciones afectivas radica en el estatuto que le es asignado a la mujer en la división del trabajo de dominio y que Kant describió en un lenguaje falsamente contestatario, el de una moral teórica disfrazada en ciencia de las costumbres:


Las mujeres no pueden defender personalmente sus derechos y sus asuntos civiles como tampoco pueden hacer la guerra; no pueden hacerlo más que por medio de un representante; y esta irresponsabilidad legal desde el punto de vista de los asuntos públicos no las hace sino más poderosas en la economía del hogar: ahí predomina el derecho del más débil, que el sexo masculino por su naturaleza se siente llamado a proteger y a defender.(67)


La renuncia y la docilidad que Kant imputa a la naturaleza femenina están bien inscritas en lo más profundo de las disposiciones constitutivas del habitus, segunda naturaleza que no presenta tanto las apariencias de la naturaleza y del instinto como la libido socialmente instituida que se realiza en una forma particular de deseo, de libido en el sentido ordinario
del término. En la socialización diferencial que dispone a los hombres a amar los juegos de poder y a las mujeres a los hombres que lo juegan, el carisma masculino es, por una parte, el encanto del poder, la seducción que la posesión del poder ejerce, por sí, sobre cuerpos cuya sexualidad misma está políticamente socializada.(68) Como la socialización inscribe las disposiciones políticas bajo la forma de disposiciones corporales, la experiencia sexual misma está orientada políticamente. No se puede negar que existe una seducción del poder o, si se prefiere, un deseo o un amor a los poderosos, efecto sincero e ingenuo que ejerce el poder cuando es aprehendido por cuerpos socialmente preparados para reconocerlo, desearlo y amarlo, es decir, como carisma, encanto, gracia, irradiación  o  simplemente  belleza.  Así,  el  dominio  masculino  encuentra  uno  de  sus mejores apoyos en el desconocimiento que favorece la aplicación al dominante de categorías de pensamiento engendradas en la relación misma de dominio (grande/pequeño, fuerte/débil) y que engendra esta forma límite del amor fati, que es el amor del dominante y de su dominación, libido dominantis que implica la renuncia a ejercer en primera persona la libido dominandi.


Kant acierta al decir, en la continuación del texto ya citado, que "renunciar uno mismo a su capacidad, a pesar de la degradación que esto puede comportar, ofrece sin embargo muchas ventajas": el dominante ve siempre muy bien los intereses de los dominados, lo que no implica que todo enunciado de esos intereses sea desacreditado o refutado por ello. De hecho, como no cesa de sugerirlo Virginia Woolf, al estar excluido de la participación en los juegos de poder, privilegio y trampa, el dominado se gana la quietud que presta la indiferencia frente al juego y la seguridad garantizada por la delegación en quienes participan en él, seguridad por otra parte ilusoria y siempre amenazada de dejar lugar a la más terrible tristeza, porque jamás se ignora por completo la debilidad real de la gran figura protectora y que, cual espectador fascinado de un ejercicio peligroso, se está afectivamente implicado en la acción, a través de una persona querida, sin ejercer realmente el dominio sobre ella. En la imagen masculina siempre está presente la figura paterna, cuyos veredictos perentorios, si bien pueden mortificar, tienen un inmenso poder asegurador.(69) La señora Ramsay sabe demasiado bien lo que asegura la delegación en el padre providencial y lo que cuesta matar la figura paterna, sobre todo por el desarrollo que experimenta cuando descubre el barullo de su marido, para fomentar la muerte del profeta veraz: quiere proteger a su hijo de la violencia del veredicto paterno, pero sin arruinar la imagen del padre omnisciente.

Por medio de éste, que detenta el monopolio de la violencia simbólica legítima (y no sólo de la potencia sexual) en el interior de la unidad social elemental, se ejerce la acción psicosomática que conduce a la somatización de la política. Como lo recuerda La metamorfosis de Kafka, los propósitos paternos surten un efecto mágico de constitución, nominación creadora, porque hablan directamente al cuerpo que, como lo recordaba Freud, sigue las metáforas al pie de la letra ("no eres sino un pequeño gusano"), y si la distribución  diferencial  de  la  libido  social  que  ellos  manejan  parece  tan extraordinariamente ajustada a los lugares que le serán asignados a unos y a otros (según el sexo, pero también según el rango de nacimiento y muchas otras variables) en los diferentes juegos sociales, eso se debe en buena parte al hecho de que, aun cuando parecen no obedecer más que a lo arbitrario del buen placer, los veredictos paternos emanan de un personaje que, habiendo sido labrado por y para las censuras de los imperativos del mundo, tiene al principio de realidad por principio de placer.


La mujer objeto



El habitus masculino se construye y se realiza en relación con el espacio reservado donde se efectúan, entre hombres, los juegos serios de la competencia, ya se trate de juegos de honor, cuyo límite es la guerra, o de juegos que, en las sociedades diferenciadas, ofrecen a la libido dominandi, bajo todas sus formas (económica, política, religiosa, artística, científica, etc.), campos de acción posibles. Al estar excluidas de hecho o de derecho de esos juegos, las mujeres se hallan acantonadas en un papel de espectadoras, o como señala Virginia Woolf, como espejos lisonjeros que devuelven al hombre la figura engrandecida de él mismo, a la cual debe y quiere equipararse, y que le refuerzan de este modo el cerco narcisista en una imagen idealizada de su identidad.(70) En la medida en que se dirige o parece hacerlo a la persona en su singularidad, y hasta en sus bizarrías o sus imperfecciones, o incluso al cuerpo, es decir la naturaleza en su facticidad, que arranca a la contingencia constituyéndola como gracia, carisma, libertad, la sumisión femenina aporta una forma irreemplazable de reconocimiento, justificando al que hace de ello el objeto de existir y de existir como existe. Es probable que el proceso de virilización en favor del cual conspira todo el orden social no pueda llevarse a cabo por entero más que con la complicidad de las mujeres, es decir, en y por la sumisión oblativa, atestiguada
por la ofrenda del cuerpo (se habla de "darse") que constituye la forma suprema del reconocimiento otorgado a la dominación masculina en lo que tiene de más específico.


Sigue en pie que la ley fundamental de todos los juegos serios, sobre todo de todos los cambios de honor; es el principio de isotimia, de igualdad de honor: el desafío, porque se envuelve en el honor, no vale nada salvo si se dirige a un hombre de honor, capaz de dar una réplica que, en tanto que encierra también una forma de reconocimiento, se traduce en honor. Dicho en otras palabras, sólo puede realmente honrar el reconocimiento otorgado a un hombre (por oposición a una mujer) y por un hombre de honor, esto es, alguien que pueda ser aceptado como un rival en la lucha por el honor. El reconocimiento que persiguen los hombres en los juegos donde se adquiere y se invierte el capital simbólico tiene tanto más valor simbólico cuanto que quien se lo otorga es él mismo.


De este modo, las mujeres quedan literalmente fuera de juego.(71) La frontera mágica que las separa de los hombres coincide con "la línea de demarcación mística", de la que habla Virginia Woolf, y que distingue a la cultura de la naturaleza, lo público de lo privado, confiriendo a los hombres el monopolio de la cultura, es decir, de la humanidad y de lo universal. Al quedar recluidas en el ámbito de lo privado, por tanto excluidas de todo lo que es del ámbito público, oficial, no pueden intervenir en tanto que sujetos, en primera persona, en los juegos en los que la masculinidad se afirma y se realiza, a través de los actos de reconocimiento mutuo que implican todos los cambios isotímicos, cambios de desafíos y respuestas, de dones y contradones, entre los cuales el primer lugar lo ocupa el cambio de mujeres.


El fundamento de esta exclusión original, que el sistema mítico-ritual ratifica y amplía, al punto de hacer de ello el principio de división de todo el universo, no es otra cosa que la disimetría fundamental que se instaura entre el hombre y la mujer sobre el terreno de los intercambios simbólicos, la del sujeto y la del objeto, del agente y del instrumento. El ámbito de las relaciones de producción y reproducción del capital simbólico, del cual el mercado matrimonial es una realización paradigmática, descansa en una suerte de golpe original que hace que las mujeres no puedan aparecer salvo como objetos o, mejor, en tanto que símbolos cuyo sentido está constituido fuera de ellas y cuya función consiste en contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico detentado por los hombres.
La cuestión de los fundamentos de la división entre los sexos y del dominio masculino encuentra así su solución: en la lógica de la economía de los intercambios simbólicos y, más precisamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y del matrimonio que asigna a las mujeres, universalmente, su estatuto social de objetos de intercambio definidos conforme a los intereses masculinos (es decir, primordialmente como  hijas  o  hermanas)  y  destinadas  a  contribuir  así  a  la  reproducción  del  capital simbólico de los hombres, es donde se halla la explicación del carácter primado otorgado universalmente a la masculinidad en las taxonomías culturales. El tabú del incesto en el cual Lévi-Strauss ve el acto fundador de la sociedad, en tanto que imperativo del intercambio pensado en la lógica de la comunicación equitativa entre los hombres -lo que también es-, constituye de hecho el reverso del acto inaugural de violencia simbólica por el cual a las mujeres se les niega como sujetos del intercambio y de la alianza que instauran a través de ellas, pero reduciéndolas al estado de objeto: las mujeres son tratadas como instrumentos simbólicos que, al circular y hacer circular las señales fiduciarias de importancia social, producen o reproducen el capital simbólico, y que al unir e instituir relaciones, producen o reproducen capital social. Si ellas son excluidas de la política, remitidas al mundo privado, es con la finalidad de que puedan ser instrumentos de política, medios para asegurar la reproducción del capital social y del capital simbólico.


Es notorio que los grandes ritos institucionales, por los cuales los grupos asignan una identidad distintiva a menudo contenida en un nombre, sean grandes ceremonias colectivas y públicas que buscan atribuir un nombre propio (como el bautismo), es decir, un título que da derecho de participación al capital simbólico de un grupo e impone el respeto del conjunto de los deberes dictados por la voluntad de aumentarlo o conservarlo o, en sentido más amplio, todos los actos oficiales de nominación que realizan todos los detentadores legítimos de una autoridad burocrática y que implican casi siempre una afirmación de la fractura mágica entre los sexos (convendría entender en la misma lógica el cambio de nombre que es casi siempre impuesto a la mujer en el momento de contraer nupcias).


De este modo se comprende que la exclusión impuesta a las mujeres no sea jamás tan brutal y tan rigurosa como cuando la adquisición de capital simbólico constituye la única forma de acumulación verdadera, como en Kabilia, donde la perpetuación del honor social,  es decir, del valor socialmente reconocido a un grupo por un juicio colectivo
construido según las categorías fundamentales de la visión del mundo común, depende de su capacidad de establecer alianzas propias para garantizar capital social y capital simbólico. Así las cosas, las mujeres no son únicamente símbolos; constituyen también valores que es preciso conservar a salvo de la ofensa o la sospecha y que, al invertir en intercambios, pueden producir alianzas, es decir, capital social, y aliados prestigiosos, esto es, capital simbólico. En la medida en que el valor de esas alianzas, por ende en el beneficio simbólico que pueden procurar, depende en gran parte del valor simbólico de las mujeres disponibles para el intercambio y abundantes beneficios simbólicos potenciales, el pundonor de los hermanos o de los padres, que conduce a una vigilancia tan celosa, hasta paranoica, como la de los maridos, es una forma de interés bien entendible.


Como encuentra su principio y las condiciones sociales de su reproducción en la lógica relativamente autónoma de los intercambios, a través de los cuales se garantiza la reproducción del capital simbólico, el dominio masculino puede perpetuarse más allá de las transformaciones de los modos de producción económicos, habiendo afectado la revolución industrial relativamente poco la estructura tradicional de la división del trabajo entre los sexos:(72) el hecho de que las grandes familias burguesas dependan en buena medida, aún hoy en día, de su capital simbólico y de su capital social para el mantenimiento de su posición en el espacio social, explica que perpetúen, más de lo que sería de esperar, los principios fundamentales de la visión masculina del mundo.(73)


El peso determinante de la economía de los bienes simbólicos que, a través del principio de división fundamental, organiza toda la percepción del mundo social, se impone al universo social, es decir, no sólo a la economía de la producción material sino también a la economía de la reproducción biológica. Por ello se puede explicar que, en el caso de Kabilia y en muchas otras tradiciones, la obra propiamente femenina de gestación y de alumbramiento se encuentra como anulada en favor de la obra propiamente masculina de fecundación. En el ciclo de la procreación, al igual que en el ciclo agrícola, la lógica mítico-ritual privilegia la intervención masculina, siempre marcada, con ocasión del matrimonio  o  del  inicio  de  la  labranza,  por  ritos  públicos,  oficiales,  colectivos,  en detrimento de los periodos de gestación tanto la de la tierra como de la mujer, que no dan lugar más que a manifestaciones potestativas y casi furtivas: de un lado, una intervención discontinua y extraordinaria en el curso de la vida, acción arriesgada y peligrosa de apertura  que  es  lograda  solemnemente  -a  veces,  como  a  propósito  de  la  primera
labranza, públicamente, frente al grupo-; del otro, una suerte de proceso natural y pasivo de hinchamiento en el cual la mujer o la tierra son el lugar, la ocasión, el apoyo, el receptáculo, y que no exige más que prácticas técnicas o rituales de acompañamiento asignados a las mujeres o actos "humildes y fáciles" destinados a asistir a la naturaleza en su labor, como la recogida de la hierba para los animales, y por ende condenadas por partida doble a permanecer ignoradas: familiares, continuas, ordinarias, repetitivas y monótonas, se realizan en su mayoría fuera de la vista, en la oscuridad de la casa, o en los tiempos muertos del año agrícola.(74)


¿Cómo no ver que, aun si son aparentemente reconocidas o ritualmente celebradas, las actividades asociadas a la reproducción biológica y social de la descendencia se hallan todavía muy depreciadas en nuestras sociedades? Si pueden ser impartidas exclusivamente a las mujeres es porque son negadas en cuanto tales y permanecen subordinadas a las actividades de producción, únicas en recibir una sanción económica y un reconocimiento social verdaderos. Se sabe que la entrada de las mujeres en la vida profesional ha proporcionado una prueba asombrosa de que la actividad doméstica no es socialmente reconocida como un verdadero trabajo: en efecto, negada o denegada por su evidencia misma, la actividad doméstica ha continuado imponiéndose a las mujeres por añadidura. Joan Scott analiza el trabajo de transformación simbólica que los "ideólogos", aun los más antagónicos a la causa de las mujeres, como Jules Simon, han debido realizar,  a  lo  largo  del  siglo  XIX,  para  integrar  en  un  sistema  de  representaciones renovado esta realidad impensable que es la "obrera", y sobre todo para rehusar a esta mujer pública el valor social que debería garantizarle su actividad en el mundo económico: transfiriendo, por un extraño desplazamiento, su valor y sus valores en el terreno de la espiritualidad, la moral y el sentimiento, es decir, fuera de la esfera de la economía y del poder, se le niega tanto a su trabajo público como a su invisible trabajo doméstico el único reconocimiento verdadero que constituye en adelante la sanción económica.(75) Pero no hay necesidad de ir tan lejos en el tiempo y en el espacio social para hallar los efectos de esa denegación de existencia social: como si la ambición profesional fuera tácitamente rehusada a las mujeres, basta que sean ejecutadas por mujeres para que las reivindicaciones normalmente otorgadas a los hombres, sobre todo en tiempos cuando son exaltados los valores viriles de afirmación del yo, sean de inmediato desrealizadas por la ironía o la cortesía dulcemente condescendiente. Y no es raro que, aun en las regiones del espacio social menos dominadas por los valores masculinos, las mujeres que
ocupan posiciones de poder sean de algún modo sospechosas de deber a la intriga o a la complacencia sexual (generadora de protecciones masculinas) las ventajas tan evidentemente indebidas y mal adquiridas.


La negación o la denegación de la contribución que las mujeres aportan no sólo a la producción sino también a la reproducción biológica, corre pareja con la exaltación de las funciones que les son impartidas, en tanto objetos más que sujetos, en la producción y reproducción del capital simbólico. Al igual que, en las sociedades menos diferenciadas, eran tratadas como medios de intercambio que permitían a los hombres acumular capital social y capital simbólico mediante matrimonios, verdaderas inversiones más o menos arriesgadas y productivas que facultaban a establecer alianzas más o menos extensas y prestigiosas, en la actualidad intervienen en la economía de los bienes simbólicos en tanto objetos simbólicos predispuestos y encargados de la circulación simbólica. Símbolos en los cuales se afirma y se exhibe el capital simbólico de un grupo doméstico (hogar, descendencia, etc.), ellas deben manifestar el capital simbólico del grupo en todo lo que contribuye a su apariencia (cosmética, indumentaria, etc.): por eso, y más que en las sociedades arcaicas, están colocadas en el ámbito del parecer, del ser percibido, del complacer, y les incumbe volverse seductoras mediante un trabajo cosmético que, en ciertos casos, y sobre todo en la pequeña burguesía de representación, constituye una parte muy importante de su trabajo doméstico.


Al estar así socialmente inclinadas a tratarse a sí mismas como objetos estéticos, destinados a suscitar la admiración tanto como el deseo, y en consecuencia a atraer una atención constante a todo lo relacionado con la belleza, la elegancia, la estética del cuerpo, la indumentaria, los ademanes, se encargan de manera natural, en la división del trabajo doméstico, de todo lo relacionado con la estética y, de modo más amplio, de la gestión de la imagen pública y las apariencias sociales de los miembros de la unidad doméstica, los niños, pero también los maridos, que les delegan con harta frecuencia la elección de su ropa. Ellas asumen también el cuidado y la preocupación del decoro de la vida cotidiana, del hogar y su decoración interior, de la parte de gratuidad y finalidad sin fin  que  encuentre  siempre  ahí  su  lugar,  aun  entre  los  más  desheredados  (los apartamentos más sencillos de las ciudades obreras tienen sus macetas con flores, sus adornos  y sus  cuadros).  Son  ellas  quienes  garantizan  la  gestión  de  la  vida  ritual  y ceremonial de la familia, organizan las recepciones, las fiestas, las ceremonias (de la
primera comunión a la boda, pasando por la comida de aniversario y las invitaciones de los amigos) destinadas a asegurar el mantenimiento de las relaciones sociales y de la irradiación de la familia.


Encargadas de la gestión del capital simbólico de las familias, están llamadas a trasladar ese papel al seno de la empresa, que les confía casi siempre las actividades de presentación y representación, recepción y acogida, y también la gestión de los grandes rituales burocráticos que, a semejanza de los rituales domésticos, contribuyen al mantenimiento y al aumento del capital social de relaciones y capital simbólico. Huelga decir que esas actividades de exhibición simbólica, que son a las empresas lo que las estrategias de presentación en sí son a los individuos, exigen, para ser llevadas a cabo decentemente, una atención extrema a la apariencia física y a las disposiciones a la seducción, que son afines al papel más tradicional asignado a la mujer. Y es también por una  simple  extensión  del  papel  tradicional  que  se  puede  confiar  a  las  mujeres  las funciones (a menudo subordinadas, aunque el sector de la cultura sea uno de los pocos en donde pueden ocupar posiciones directivas) de la producción o el consumo de los bienes y de los servicios simbólicos o, más precisamente, de señas de distinción, luego los   productos   o   los   servicios   de   belleza   (peluqueras,   especialistas   en   belleza, manicuristas, etc.), hasta los bienes culturales propiamente dichos.


Agentes privilegiados, al menos en el sentido de la unidad doméstica, de la conversión del capital económico en capital simbólico, la gestión de los ritos y las ceremonias destinados a manifestar el rango social de la unidad doméstica, el más típico de los cuales es el salon littéraire las mujeres juegan un papel determinante en la dialéctica de la presunción y la distinción que constituye el motor de toda la vida cultural. A través de las mujeres, o mejor dicho, a través del sentido de la distinción que lleva a unos a alejarse de los bienes culturales devaluados por la divulgación, o a través de la presunción que lleva a otros a apropiarse en cada momento de las señales de distinción más visibles del momento, se pone en marcha esta suerte de máquina infernal en la cual no hay acción que no sea una reacción a otra acción, agente que sea realmente el sujeto de la acción más directamente orientada hacia la afirmación de su singularidad. Las mujeres de la pequeña burguesía, de las que se sabe ponen una gran atención en el cuidado del cuerpo o la cosmética y se preocupan por  la respetabilidad ética y estética,(76) son las víctimas favoritas de la dominación simbólica, pero también las agentes designadas para turnar los efectos en
dirección de las clases dominadas. Atrapadas por la aspiración de identificarse con los modelos dominantes, las mujeres se muestran más inclinadas a apropiarse a cualquier precio, muy a menudo a crédito, de las propiedades distinguidas, distintivas de los dominantes, y a imponerlas, con el fervor del recién converso, en favor sobre todo del poder  simbólico circunstancial que puede garantizarles su posición en el aparato de producción o circulación de los bienes culturales.(77) Convendría retomar aquí el análisis de los efectos de dominación simbólica que se ejercen a través de los mecanismos implacables de la economía de los bienes culturales para hacer ver que las mujeres que no pueden lograr la emancipación (más o menos aparente), salvo mediante una participación más o menos activa en la eficacia de esos mecanismos, están condenadas a descubrir que no pueden alcanzar su liberación real salvo mediante una subversión de las estructuras fundamentales del campo de la producción y de la circulación de los bienes simbólicos, como si éste no les diese los visos de libertad más que para mejor conseguir de ellas la sumisión diligente y la participación activa en un sistema de explotación y de dominio del cual ellas son las primeras víctimas.(78)


Una libido institucional



La preocupación por la verdad, sobre todo en asuntos que, como las relaciones entre los sexos, son particularmente vulnerables a la transfiguración mistificadora, obliga a decir cosas  que  a  menudo están calladas y que tienen  muchas  posibilidades  de  ser  mal entendidas, sobre todo cuando parecen reconocer o recortar el discurso dominante. La revelación, si está dedicada a aparecer a quienes toman partido por los intereses dominantes como una denuncia parcial e interesada, tiene más posibilidades de ser recusada por otros, que se dicen críticos, como ratificación del orden establecido en cuanto que el modo más normal de describir o registrar se inspira a menudo en la intención  (subjetiva  u  objetiva)  de  justificar  y que  el  discurso  conservador  avanza  a menudo sus órdenes normativas bajo las apariencias del acta de comprobación.(79) El conocimiento científico de una realidad política tiene, necesariamente, efectos políticos que pueden ser de sentido contrario: la ciencia de una forma de dominio, en este caso el dominio masculino, puede tener por efecto reforzarlo -en la medida en que los dominantes pueden utilizarla para "racionalizar" los mecanismos propios para perpetuarla-, o puede tener el resultado de impedirlo, un poco a la manera de la divulgación de un secreto de Estado, favoreciendo la toma de conciencia y la movilización de las víctimas. Al igual que
para abrir a la escuela una posibilidad real de ser una "escuela liberadora", como se decía antaño, y no para conservar las cosas como están, era preciso revelar que la escuela era conservadora, es necesario hoy en día correr el riesgo de que parezca que se justifica el estado actual de la condición femenina mostrando en qué y cómo las mujeres, tal como son, es decir, tal como el mundo social las ha hecho, pueden contribuir a su propia dominación.


Se conocen los peligros a los cuales se halla inexorablemente expuesto todo proyecto científico que se define con relación a un objeto preconstruido, en especial cuando se trata de un grupo dominado, es decir, de una "causa" que, como tal, parece hacer las veces de justificación epistemológica y eximir del trabajo propiamente científico de construcción del objeto, y los estudios de la mujer, los estudios de las minorías, los estudios sobre homosexualidad que en la actualidad vienen a sustituir a nuestros estudios populistas  de  las  "clases  populares",  están  sin  duda  menos  protegidos  contra  la ingenuidad de los "buenos sentimientos", que no necesariamente excluye el interés bien entendido por los beneficios asociados a las "buenas causas", que no tienen porqué justificar su existencia y que además confieren a quienes se apoderan de ellas un monopolio de hecho (a menudo reivindicado por la ley), pero llevándolos a encerrarse en una suerte de ghetto científico. Transformar, sin otra forma de proceso, en problema sociológico el problema social planteado por un grupo dominado equivale a condenarse a dejar escapar lo que constituye la realidad misma del objeto, sustituyendo una relación social de dominio por una entidad sustancial, una esencia, pensada en sí misma y para ella misma, como lo puede ser (y de hecho ya se hace por medio de los men's studies) la entidad complementaria. Es también, simple y sencillamente, condenarse a un aislacionismo que sólo puede tener efectos por entero funestos, cuando conduce por ejemplo a ciertas producciones "militantes" a acreditar a las fundadoras del movimiento feminista "descubrimientos" que forman parte de los conocimientos más antiguos y de los que con mayor antigüedad han admitido las ciencias sociales, como el hecho de que las diferencias sexuales son diferencias sociales naturalizadas. Si no se trata de excluir de la ciencia, en nombre de no sé qué Wertfreiheit utópico, la motivación individual y colectiva que suscita la existencia de una movilización política e intelectual (y cuya ausencia basta para explicar la pobreza relativa de los men's studies), queda que el mejor de los movimientos políticos está destinado a hacer mala ciencia y, al final, mala política, si no logra convertir sus pulsiones subversivas en inspiración crítica, y ante todo de sí mismo.

Esta acción de revelación cuenta con tantas más posibilidades de ser eficaz, simbólica y prácticamente, cuanto se desempeñe a propósito de una forma de dominio que descansa casi exclusivamente en la violencia simbólica, es decir, en el desconocimiento, y como tal, puede ser más vulnerable que otras a los efectos de la destrivialización realizada por un socioanálisis liberador. Sin embargo, debe hacerse dentro de ciertos límites porque esas cosas son asunto no de conciencia sino de cuerpo, y los cuerpos no siempre comprenden el lenguaje de la conciencia, y también porque no es fácil romper la cadena continua de aprendizajes inconscientes que se logran cuerpo a cuerpo, y con circunloquios, en la relación a menudo oscura en sí misma entre las generaciones sucesivas.


Sólo una acción colectiva que busque organizar una lucha simbólica capaz de cuestionar prácticamente todos lo presupuestos tácitos de la visión falonarcisista del mundo puede determinar la ruptura del pacto casi inmediato entre las estructuras incorporadas y las estructuras objetivadas que constituye la condición de una verdadera conversión colectiva de las estructuras mentales, no sólo entre los miembros del sexo dominado sino también entre los miembros del sexo dominante, que no pueden contribuir a la liberación más que librando la trampa del privilegio.


La grandeza y la miseria del hombre, en el sentido de vir, estriba en que su libido se halla socialmente construida como libido dominandi, deseo de dominar a los otros hombres y, secundariamente, a título de instrumento de lucha simbólica, a las mujeres. Si la violencia simbólica gobierna al mundo, es que los juegos sociales, desde las luchas de honor de los campesinos kabilas hasta las rivalidades científicas, filosóficas y artísticas de las señoras Ramsay de todo tiempo y lugar, pasando por los juegos de guerra que son el límite ejemplar del resto de los juegos, están hechos de tal modo que (el hombre) no puede entrar en ellos sin verse afectado por ese deseo de jugar que es asimismo el deseo de triunfar o, por lo menos, de estar a la altura de la idea y del ideal del jugador atraído por el juego. Esta libido institucional, que reviste también la forma del superyo, puede conducir también, y a menudo en el mismo movimiento, a las violencias extremas del egotismo viril así como a los sacrificios últimos de la abnegación y del desinterés: el pro patria mori nunca es sino el límite de todas las maneras, más o menos nobles y reconocidas, de morir o vivir por causas o fines universalmente reconocidos como nobles, es decir, universales.

No se ha visto que, por el hecho de estar excluidas de los grandes juegos masculinos y de la libido social que se genera, las mujeres suelan inclinarse por una visión de dichos juegos que no esté tan alejada de la indiferencia que predica la cordura: pero esta visión distante que les hace percibir, así sea vagamente, el carácter ilusorio de la ilusión y sus apuestas, no tiene muchas posibilidades de estar en posición de afirmarse en contra de la adhesión que se impone a ellas, al menos en favor de la identificación con las causas masculinas, y la guerra contra la guerra que les propone la Lisístrata de Aristófanes, en la cual rompen el pacto ordinario entre la libido dominandi (o dominantis) y la libido sin más, es un programa tan utópico que está condenado a servir de tema de comedia.


No podría, sin embargo, sobreestimarse la importancia de una revolución simbólica que busca trastocar, tanto en los espíritus como en la realidad, los principios fundamentales de la visión masculina del mundo: hasta tal punto es cierto que la dominación masculina constituye el paradigma (y a menudo el modelo y la apuesta) de toda dominación, que la ultramasculinidad va casi siempre de la mano con el autoritarismo político, mientras que el resentimiento social más cargado de violencia política se nutre de fantasmas inseparablemente sexuales y sociales (como lo testimonian, por ejemplo, las connotaciones sexuales del odio racista o la frecuencia de la denuncia de la "pornocracia" entre los partidarios de revoluciones autoritarias). No debe esperarse de un simple socioanálisis, aun colectivo, y de una toma de conciencia generalizada, una conversión duradera de las disposiciones mentales y una transformación real de las estructuras sociales mientras las mujeres continúen ocupando, en la producción y la reproducción del capital simbólico, la posición disminuida que es el verdadero fundamento de la inferioridad del estatuto que le imparten el sistema simbólico y, a través de él, toda la organización social. Todo lleva a pensar que la liberación de la mujer tiene por condición previa una verdadera maestría colectiva de los mecanismos sociales de dominación, que impiden concebir la cultura, es decir, el ascenso y dominación en y por los cuales se instituye la humanidad, salvo como una relación social de distinción afirmada contra una naturaleza que no es otra cosa que el destino naturalizado de los grupos dominados, mujeres, pobres, colonizados, etnias estigmatizadas, etc. Queda claro que, sin estar aún todas y siempre completamente identificadas con la naturaleza, contraste en relación a la cual se organizan todos los juegos culturales, las mujeres entran en la dialéctica de la presunción y la distinción en calidad de objetos más que de sujetos.

NOTAS



1. Lacan, J. Ecrits, Seuil, París, 1966, p.692.



2. El vínculo entre el falo y el logos se encuentra condensado (según una lógica que es la del sueño) en un juego de palabras característico de la lógica del mito docto. La célebre descripción de la oposición entre el norte y el mediodía, donde se ha visto la primera expresión del determinismo geográfico, parece un ejemplo paradigmático de mito docto destinado a producir ese "efecto ciencia" que he denominado efecto Montesquieu (cfr. Bourdieu, P. "Le nord et le midi: contribution á une analyse de l'effet Montesquieu", Actes de la recherche en sciences sociales, núm.35, 1980, pp.21-25). Está asimismo en el juego de palabras (y en particular a través del doble sentido cargado de sobreentendidos) en el que los fantasmas sociales del filósofo encontraban la ocasión de manifestarse sin tener que aceptar su culpa (cfr. Bourdieu, P. L'ontologie politique de Martin Heidegger, Minuit, París, 1988).


3.  Speziale-Bagliacca,  R.  Sulle  spalle  di  Freud,  psicoanalysis  e  ideologia  fallica, Astrolabio, Roma, 1982, pp.43 y ss.


4.  Freud,  S.  "Algunas  consecuencias  psíquicas  de  la  diferencia  anatómica  entre  los sexos", en La vie sexuelle, PUF, París, 1977, pp.126 y 131.


5. Llama la atención que el discurso feminista suela caer en el esencialismo que reprocha, con razón, al "conocimiento masculino" (cfr. Féral, J. Towards a theory of displacement, en Sub-stance, núm.32, 1981, pp.52-64): no se terminará de recontar los enunciados (de la forma: la mujer es plural, indefinida) que están dominados por la lógica profunda de la mitología de la que toman la contrapartida (cfr. Irigaray, L. Speculum, De l'autre femme, Minuit, París, 1977; Kristeva, J. "La femme, ce n'est jamais ça", en Tel Quel, núm.59, otoño, 1974, pp.19-25).


6. La antropología comparada, a la cual se puede recurrir, corre el riesgo de perder la lógica del sistema de las oposiciones pertinentes que no se logra y no se entrega por completo más que en los límites históricos de una tradición cultural (cfr. Héritier-Augé, F.
"Le sang du guerrier et le sang des femmes. Notes anthropologiques sur le rapport des sexes", Cahiers du Grif, Tierce, París, invierno 1984-85, p.7-21). En cambio, permite aparecer  lo  arbitrario  de  las  oposiciones  homólogas  en  el  interior  de  las  cuales  la oposición entre lo masculino y lo femenino se halla sumergida (y naturalizada por el efecto de la coherencia sistémica). Así, entre los inuit, la luna es un hombre y el sol es su hermana, las cualidades que la tradición mediterránea atribuye a la mujer (como el frío, lo crudo) y la naturaleza se asignan al hombre, mientras que el calor, lo cocido y la cultura se asocian a la mujer, lo que no impide a los inuit relegar a la mujer al universo doméstico y minimizar al máximo su papel en la procreación (cfr. Saladin d'Anglure, citado por Héritier-Augé, op cit.).


7. Sobre el cuerpo y la práctica ritual como conservatorios (y no "memoria") para transmitir y conservar el pasado véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, Minuit, París, 1980, sobre todo la primera parte, capítulo 4.


8.  Cfr.  Peristiany,  J.  (ed.)  Honour  and  shame:  the  values  of  mediterranean  society, Chicago University Press, 1974; Pitt-Rivers, J. Mediterranean countrymen. Essays in the social anthropology of the Mediterranean, Mouton, París-La Haya, 1963.


9 Cfr. Gennep, Van. Manuel de folklore français contemporain, Picard, París, 3 vols.,

1937-1958.



10. Du Bois, P. Sowing the body, psychoanalysis and ancient representations of women, Chicago University Press, 1988. Svenbro, J. Phrasikleia: anthropologie de la lecture en Gréce ancienne, La Decouverte, París, 1988.


11. En la cual, por ejemplo, Michel Foucault se encierra cuando, en el segundo volumen de su Historia de la sexualidad, opta por iniciar con Platón su indagación acerca de la sexualidad y el sujeto, ignorando autores como Homero, Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Herodoto o Aristófanes, por no mencionar los filósofos presocráticos, entre quienes aflora con mayor claridad el viejo sustrato mediterráneo.


12. Bourdieu, P. "Lecture, lecteurs, lettrés, littérature", en Choses dites, Minuit, París,

1987, pp.132-143.

13. Como el tratado de cirugía que analiza Marie-Christine Pouchelle en Corps et chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion, París, 1983.


14. No sería oportuno hablar aquí de ideología. Si las prácticas rituales y los discursos míticos cumplen incuestionablemente una función legitimadora, jamás encuentran su principio, contrariamente a las afirmaciones de ciertos antropólogos empeñados en legitimar el orden social. Es notable que la tradición kabila, no obstante organizada según la división jerárquica entre los sexos, no propone mitos justificatorios de esta diferencia (salvo tal vez el mito del nacimiento de la cebada, cfr. Bourdieu, Le sens pratique, op cit., p.128, y el mito que trata de racionalizar la posición "normal" del hombre y de la mujer en el acto sexual). La concepción que imputa los efectos de legitimación a acciones intencionalmente orientadas a la justificación del orden establecido no vale ni para las sociedades diferenciadas, en las cuales las acciones de legitimación más eficientes son dejadas a instituciones como el sistema escolar y a mecanismos que aseguran la transmisión hereditaria del capital cultural. En Kabilia todo el orden social funciona como una inmensa máquina simbólica fundada en la dominación masculina.


15. Sobre la estructuración del espacio interior de la casa ver: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.441-461, y sobre la organización de la jornada, pp.415-421.


16. Aunque no todas las sociedades han sido estudiadas, y las que lo han sido no necesariamente han buscado aclarar la naturaleza de la relación entre los sexos, no es descabellado pensar que, con toda probabilidad, la supremacía masculina es universal (cfr. Héritier-Augé, op cit.).


17. Es lo que dice la lengua cuando, por hombre, entiende no sólo al ser humano varón sino  al  ser  humano  en  general,  y  emplea  el  género  masculino  para  hablar  de  la humanidad. La fuerza de la evidencia dóxica se observa en que esta monopolización gramatical de lo universal, hoy en día reconocida, no aparece en su verdad sino después de la crítica femenina.


18. Para un cuadro detallado de la distribución de las actividades entre los sexos, véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., p.358.

19. Las pláticas y las observaciones realizadas en el marco de nuestras investigaciones sobre el mercado de la casa permiten verificar que, todavía en la actualidad y cerca de nosotros, la lógica de la división de las tareas, nobles o triviales, entre los sexos, conducía a menudo a un reparto de los papeles que deja a la mujer el cuidado de hacer las compras ingratas, como preguntar los precios, verificar las facturas, pedir las rebajas, etc. (cfr. Bourdieu, P. "Un contrat sous contrainte", en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.81-82, marzo de 1990, pp.34-51).


20. La "intuición femenina" es un caso particular de la lucidez especial de los dominados que ven más de lo que son vistos. Cfr. Van Stolk, A. y C. Wouters. "Power changes and self-respect: a comparison of two cases of established-outsiders relations", en Theory, culture and society, núm.4, 1987, pp.477-488. Los mismos autores sugieren que los homosexuales, habiendo sido criados como heterosexuales, han interiorizado el punto de vista dominante, por lo que pueden adoptar ese punto de vista sobre ellos mismos (lo que los  condena  a  una  discordancia  cognitiva  y valuativa  que  podría  explicar  su  lucidez especial), y pueden comprender mejor el punto de vista de los dominantes de lo que éstos alcanzan a entender el suyo.


21. Se puede preguntar si, como sugiere la definición de los diccionarios, la virtud no es identificada con la "castidad" o la "fidelidad sentimental o conyugal". Como siempre, la relación entre dominantes y dominados no es simétrica: se concede tanto más a los hombres la potencia sexual y su ejercicio legítimo cuanto que son más poderosos socialmente (salvo, tal vez, como lo han mostrado algunos escándalos recientes, en Estados Unidos), mientras que la virtud de las mujeres es tanto más controlada, de hecho y de derecho, en la mayoría de las sociedades, cuanto más ocupen un rango social más elevado.


22. Sobre esta relación y las condiciones de su funcionamiento véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.266-268.


23. Ya desarrollé ese punto en Esquisse d'une théorie de la pratique, Droz, Ginebra, pp.195-196, y en Le sens pratique, pp.115-116.
24. Entre ellos las etnias estigmatizadas por el hecho de su origen étnico o religioso, marcado o no por algún rasgo físico -por ejemplo, el color de la piel-, representan el caso límite.


25. Es el tipo de elección que toman, de manera más o menos consciente, quienes, preocupados por la rehabilitación, quieren a toda costa hablar de "cultura popular".


26. Sobre la institución de una nobleza escolar a través de la fractura instaurada por el concurso y el trabajo de imposición y de inculcación realizado por la institución escolar, véase: Bourdieu, P. La noblesse d'Etat, Minuit, París, 1989.


27. Sobre las razones que me han llevado a sustituir la noción de rito de institución (palabra que debe entenderse en el sentido a la vez de lo que está instituido -la institución del matrimonio- y del acto de instituir, la institución del heredero) a la noción de rito de paso, que debe su éxito inmediato al hecho de que no es una premonición de sentido común convertida en concepto de conducta cuerda. Véase: Bourdieu, P. "Les rites d'institution", en Ce que parler veut dire, Fayard, París, 1982, pp.121-134.


28. La tradición europea, que permanece viva en el inconsciente masculino europeo contemporáneo, asocia el valor físico o moral con la virilidad y, al igual que la tradición bereber, establece explícitamente un vínculo entre el volumen de la nariz (nif), símbolo del pundonor, y el supuesto tamaño del falo.


29. El lazo morfológico, a primera vista sorprendente, entre abbuch, el pene, y thabbucht, el seno, puede explicarse por el hecho de que representan dos manifestaciones de la plenitud vital, de lo vivo que da vida, a través del esperma y la leche. (Igual relación entre thamellalts, el huevo, símbolo por excelencia de la fecundidad femenina, e imellalen, los testículos).


30. Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.412-415.



31. Cfr. Bourdieu, P. Ibidem, pp.452-453 (sobre los esquemas lleno/vacío y sobre el llenado) y también p.397 (sobre la serpiente).
32. Se observa que no se puede comprender la percepción ordinaria en su verdad salvo a condición de exceder la alternativa del constructivismo idealista y del objetivismo realista.


33. Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.426 y ss.



34. Estas palabras están empapadas de tabú, así como los términos anodinos en apariencia  como  duzan,  los  asuntos,  los  utensilios;  laqul,  la  vajilla;  lah'wal,  los ingredientes, o azaakuk, la cola, que les sirven con frecuencia de sustitutos eufemísticos.


35. Sartre, J.P. L'etre et le néant, Gallimard, París, 1943, p.706.



36. Ibidem, pp.699-701; subrayados del autor.



37. Ibid., p.701.



38. Ibid., p.702.



39. Pouchelle, M. Corps et chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion, París, 1983. Como  Marie-Christine  Pouchelle,  que  muestra  que  el  hombre  y  la  mujer  son  dos variantes, superior e inferior, de la misma fisiología, Thomas Laqueur estableció que hasta el Renacimiento no se dispone de términos anatómicos para describir en detalle al sexo de la mujer, que se le representa como compuesto de los mismos órganos que el del hombre, pero organizados de otra forma (cfr. Laqueur, Th. "Orgasm, generation and the politics of reproductive biology", en C. Gallagherand y Th. Laqueur (eds.), The making of the modern body: sexuality and society in the nineteenth century, University of California Press, Berkeley, 1987).


40. Yvonne Knibiehler muestra cómo, al prolongar el discurso de los moralistas como Roussel, los anatomistas de principios del siglo XIX, sobre todo Virey, tratan de encontrar en el cuerpo de la mujer la justificación del estatuto social que le asignan en nombre de las oposiciones tradicionales entre el interior y el exterior, la sensibilidad y la razón, la pasividad y la actividad (cfr. Knibiehler, Y. "Les médecins et la nature femenine au temps du Code Civil", en Annales, núm. 31, 1976, pp.824-845).
41. Laqueur, Th. W. "Amor Veneris, Vel Dulcedo Appeletur", en M. Feher con R. Naddaf y

N. Tazi (eds.), Zone, Parte III, Zone, Nueva York, 1989.



42. Según Charles Malamoud, el sánscrito emplea para calificarla la palabra Viparita, que es utilizada también para designar el mundo al revés, en sentido de arriba a abajo.


43. Ese mito fue recopilado en 1988 por Tassadit Yacine (le agradezco que me lo haya querido comunicar).


44. El simple uso de la palabra sexualidad puede fomentar una lectura etnocéntrica. En ese mundo que se podría decir enteramente sexualizado, nada es propiamente hablando sexual en el sentido moderno, y secularizado, del término: además de otras razones por las  que  las  realidades  sexuales  no  están  constituidas  en  estado  separado,  en  ellas mismas (como, por ejemplo, en la intención erótica), y están entrelazadas en el sistema de las oposiciones que organizan todo el cosmos.


45. Como lo muestra bien Yvette Delsaut en un texto inédito, es mediante un trabajo muy semejante de formación o, mejor aún, de reforma del cuerpo y de los usos del cuerpo, las elecciones  estéticas,  vestimentas  y cosméticas,  que  la  institución  escolar  trataba  de imponer ambiciones, pero encerrándolas en sus propios límites, a las hijas de las clases "modestas" que destinaba a la profesión de institutriz (cfr. Delsaut, Y. "Carnets de socioanalyse, 2: Une photo de classe", en Actes de la recherche en siciences sociales, núm.75, noviembre de 1988, pp.83-96).


46. Sobre la palabra qabel, él mismo vinculado a las orientaciones más fundamentales de toda la visión del mundo, véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., p.151.


47. Toda la ética (por no hablar de la estética) participa del conjunto de los adjetivos fundamentales (elevado/bajo, derecho/torcido, rígido/flexible) de los cuales una buena parte designa asimismo posiciones o disposiciones del cuerpo, o de tal o cual de sus partes.


48. Como se ha podido apreciar en el mito original, donde descubría con estupor el sexo de la mujer y el placer (sin reciprocidad) que se le revelaban, el hombre se sitúa, en el
sistema de las oposiciones que lo unen a la mujer, del lado de la buena fe y de la ingenuidad (niya), antítesis perfectas de la astucia diabólica (that'raymith).


49. Primero, al menos en el caso de las sociedades norteafricanas, sobre el plano físico, como lo certifica el testimonio, recogido en 1962, de un farmacéutico de Argel, es muy frecuente y común entre los hombres recurrir a los afrodisíacos, por otra parte presentes en  la  farmacopea  tradicional.  La  virilidad  es la prueba  de  una  forma  más  o  menos disfrazada de juicio colectivo, con ocasión de los ritos de desfloración de la recién casada, pero también a través de las conversaciones femeninas que, como lo prueban los. registros que llevé a cabo, en los años sesenta, ocupan un lugar destacado en las cosas sexuales y en las proezas o fallas de la virilidad. En las sociedades diferenciadas, donde la fuerza de la diferenciación social tiende a disminuir cuando se asciende en la jerarquía social (o, al menos, hacia las regiones del campo del poder), el peso de la carga viril se ejerce particularmente sobre los dominados que enfrentan  cada  vez más  a menudo exigencias imposibles.


50. Toda la moral del honor no es más que el desarrollo de esta fórmula fundamental de la illusio viril.


51. Virginia Woolf tenía conciencia de la paradoja, que no sorprenderá a quienes tienen de la literatura, y de sus propias vías de verdad, una visión simplista: "Prefiero, siempre que la verdad sea importante, escribir ficción" (Woolf, V. The pargiters, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1977, p.9). Más aún: "Es probable que la ficción aquí contenga más verdad que hechos" (Woolf, V. A room of one's own, Leonard y Virginia Woolf, Londres, 1935, p.7).


52. Woolf, V. To the lighthouse. En México se puede conseguir una traducción de esta obra: Al faro, Antonio Marichalar (trad.), Hermes/Sudamericana, México, 1987 (n.


53.  La  palabra  paterna  se  sitúa  espontáneamente  en  la  lógica  de  la  predicción conjuradora o profiláctica, que anuncia el futuro temido para exorcizarlo, y también como una amenaza ("terminarás mal", "nos deshonrarás a todos", "no lograrás jamás tu bachillerato") y cuya confirmación mediante los hechos ofrece la ocasión de un triunfo
retrospectivo ("te lo dije"), compensación encantada del sufrimiento causado por la decepción de no haber sido sacado del error ("esperaba que me hicieras mentir").


54. Y también, si se quiere, la respuesta de la señora Ramsay, que opone al veredicto paterno un cuestionamiento de la necesidad o una afirmación de la contingencia fundadas en un puro acto de fe: "Pero tal vez haga buen tiempo, creo que lo hará".


55.  "Si James hubiera tenido a su alcance una hacha, un atizador o cualquier otro instrumento susceptible de clavarse en el pecho de su padre y de matarlo ahí mismo, de un golpe, lo habría hecho. Tales, así de extremas, eran las emociones que el señor Ramsay hacía nacer en el corazón de sus hijos con su sola presencia cuando estaba ante ellos, presente a su manera, delgado como un junco, estrecho como una hoja de cuchillo, con la sonrisa sarcástica que provocaba en él no sólo el placer de desilusionar a su hijo y ridiculizar a su mujer, no obstante superior a él en todos los aspectos (a ojos de James), sino además de la secreta vanidad sacada de la rectitud de su propio juicio".


56. To the lighthouse, pp.10-11; cursivas del autor.



57. Ibidem, pp.45-46; cursivas del autor.



58. "[...] sin replicar, y adoptando la actitud de una persona aturdida y cegada, ella inclinó la cabeza [...] No había nada que decir".


59. Esto se aprecia en la participación que las mujeres jóvenes de las clases populares prestan a las pasiones deportivas de "su" hombre, y que, por su carácter decisorio y afectivo, no puede aparecer a los hombres más que como frívola, hasta absurda, por la misma razón, por otra parte, que la actitud opuesta, más frecuente en el matrimonio, es decir, la hostilidad celosa en cuanto a una pasión por cosas a las cuales no tienen acceso.


60. La función protectora de la señora Ramsay es evocada en varias ocasiones, sobre todo a través de la metáfora de la gallina que aletea para proteger a sus polluelos: "tomaba bajo su protección la totalidad del sexo que no era el suyo y eso por razones que no alcanzaba a explicar".
61. Al evocar explícitamente el veredicto a propósito del paseo al faro y al pedir perdón a la señora Ramsay por la brutalidad con la cual la ha asestado (él le hace cosquillas "no sin cierta timidez, en las piernas desnudas de su hijo"; propone "muy humildemente" ir a pedir consejo a los guardias costeros), el señor Ramsay traiciona que esta negativa rotunda tiene que ver con la escena ridícula y con el juego de la illusio y de la desilusión.


62. Se descubre más tarde que ella conocía perfectamente el punto sensible en que su marido podía en cualquier momento ser conmovido: "Ah, ¿pero cuánto crees que durará? preguntó  alguien.  Es  como  si  ella tuviera antenas  que  se  proyectaban  hacia  afuera temblando y que, al interceptar ciertas frases, llamara la atención sobre éstas. Esta era una de ellas. Sintió el peligro proveniente de su marido. Una pregunta de ese tipo llevaría, estaba casi segura, a alguna afirmación que le haría pensar en lo que su propia carrera había tenido de fallido. ¿Cuánto tiempo continuaría leyendo? se preguntaría al instante".


63. Ibid., p.126.



64. Woolf, V. Tres guineas.



65. Ibidem.



66. "[...] su madre mirándolo guiar diestramente las tijeras en torno al refrigerador, lo imaginaba sentado en un sillón de juez, todo de rojo y armiño, o en vías de dirigir alguna empresa seria en un momento crítico del gobierno de su país".


67. Kant, E. Antropología desde el punto de vista pragmático. En la continuación del texto, Kant, por una de esas "degradaciones encadenadas" que traicionan las asociaciones del inconsciente, pasa de las mujeres a las "masas", de la renuncia que está inscrita en la necesidad de delegar a la "docilidad" que conduce a los pueblos a dimitir en beneficio de "padres de la patria".


68. Esto contra la tendencia a encerrar todos los intercambios sexuales del universo burocrático, sobre todo entre patrones y secretarias, en la alternativa del "acoso sexual" (sin duda aún subestimado por las denuncias más "radicales") y del uso cínico e instrumental  del encanto femenino como instrumento  de  poder.  El efecto mismo del
encanto que es inherente al poder consiste en impedir discernir, en una relación afectiva (o sexual) entre personas de rango estatutario diferente, la parte del constreñimiento y la parte de la seducción. Cfr. Pringle, R. Secretaries talk, sexuality, power and work, Allen and Unwin, Londres/Nueva York, 1988, en especial las pp.84-103.


69. "Luego decía: `Dios mío'. Añadía: `Mañana seguramente llueve'. Decía: `No lloverá'. Y he aquí que una perspectiva divina de seguridad se abría instantáneamente ante ella. No había nadie a quien reverenciara tanto" (To the lighthouse).


70. "Las mujeres por siglos sirvieron a los hombres de espejos, poseían el poder mágico y delicioso de reflejar una imagen del hombre dos veces más grande que la naturaleza" (Woolf, V. A room of one' own, op cit.).


71. En la medida en que ella se inspira en la intención de romper con las impresiones superficiales "torciendo la batuta en el otro sentido", esta evocación de la visión femenina del papel bueno corresponde a un estado de la división del trabajo entre los sexos que, en numerosos puntos, está superado, en especial con la abolición de la segregación sexual en la escuela y en muchos otros lugares públicos y con el acceso de una parte cada vez más importante de la población femenina a la enseñanza superior y a la vida profesional (a  veces  en  posiciones  tradicionalmente  consideradas  masculinas),  tanto  como  de cambios que implican el deterioro del modelo tradicional de la mujer en el hogar y en la vida doméstica, sin hablar del efecto, indiscutible aunque diferenciado socialmente, de las luchas feministas que se constituyen como políticas, es decir, como posibilidad de cuestionar y transformar, las diferencias naturalizadas del orden antiguo. Queda que, en la situación de transición, el estado arcaico que ha sido evocado aquí sobrevive todavía mucho tiempo en las prácticas y en las disposiciones inconscientes.


72.  Cfr.  Thomas,  J.  "Women  and  capitalism:  oppression  or  emancipation?  A  review article", en Comparative studies in society and history, núm.30, 1988, pp.534-549.


73. Cfr. Bourdieu P. y M. de Saint Martin. "Le patronat", en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.20-21, 1978, pp.3-82.
74. La tesis de Mary O'Brien según la cual la dominación masculina es producto del esfuerzo de los hombres para superar su alienación de los medios de reproducción de la especie y para restablecer la primacía de la paternidad disimulando el trabajo real de las mujeres en el parto, omite señalar ese trabajo "ideológico" en sus bases, es decir, en las constricciones del mercado de los bienes simbólicos y en la necesaria subordinación de la reproducción biológica a las necesidades de la reproducción del capital simbólico. Cfr. O'Brien, M. The politics of reproduction, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1981.


75. Scott, J. W. "L'ouvriére, mot impie, sordide", Le discours de l'économie politique française sur les ouvriéres (1840-1860), en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.83, junio de 1990, pp.2-15 (en especial p.12).


76. Cfr. Bourdieu, P. La distinction, Critique sociale du jugement, Minuit, París, 1979, pp.226-229; Ce que parler veut dire, op cit.


77. Cfr. Bourdieu, P., con la colaboración de S. Bouhedja, R. Christin y C. Givry, "Un placement de pére de famille. La maison individualle: specificité du produit et logique du champ de production", en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.81-82, marzo de 1990, pp.6-33.


78. Se podría mostrar que toda una serie de estrategias de subversión propuestas por el movimiento feminista (como la defensa del aspecto natural o la denuncia del uso de la mujer como instrumento de exhibición simbólica, sobre todo en la publicidad) descansan en la intuición de los mecanismos evocados aquí. Pero esta intuición parcial debería extenderse a situaciones en las cuales las mujeres pueden tener toda la apariencia de ejercer las responsabilidades de un agente que actúa al mismo tiempo que permanecen prisioneras de una relación instrumental.


79. El texto de Kant citado aquí ofrece un ejemplo notable de este efecto retórico.



*  Pierre  Bourdieu.  Sociólogo  francés.  Profesor  en  la  Escuela  de  Altos  Estudios  en Ciencias Sociales, director del Centro de Sociología Europea y de la revista Actes de la recherche en sciences sociales, París, Francia

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