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jueves, 3 de noviembre de 2011

HABLANDO SOBRE SUMMERHILL


HABLANDO SOBRE SUMMERHILL


A. S. NEILL.


CAPÍTULO I

AUTORREGULACION

HE ESCRITO tantos libros sobre educación que posiblemente ya no encuentre nada nuevo que aña­dir. Leer los libros que uno mismo escribe es muy penoso, y es por eso que yo no suelo releer los míos; así que tal vez en las páginas que siguen me repita con frecuencia. Aunque no creo que esto importe mucho, pues el lector olvida pronto lo que lee. Pero el motivo de este libro es, sin embargo, muy claro: deseo responder a los cientos de preguntas que tantos visitantes me han formulado. Y la primera cuestión que encabeza la lista es la siguiente:

¿CÓMO SE PUEDE DISTINGUIR LA LIBERTAD DEL LIBERTINAJE?

UN AMIGO me pidió que escribiera un libro acer­ca de esto mismo y me decía: "Habiendo leído tantos padres tu libro Summerhill, debes sentirte culpable, considerando que ellos han tratado has­ta entonces a sus hijos con disciplina, y que tú les dices que a partir de ahora son libres. La con­secuencia viene a ser que haya un sinfín de niños consentidos, ya que los padres no tienen no­ción de lo que es la libertad. Ellos no se dan cuen­ta de que libertad es igual a tomar y dar, puesto que implica libertad tanto para los padres como para los hijos. Esa clase de padres piensan que li­bertad viene a ser lo mismo que hacer lo que a uno le da la gana."
En América tuve la impresión de que allí los niños confunden bastante la libertad. Por ejem­plo, si voy a visitar a alguien con quien me gusta sostener una charla interesante, es corriente que con esa persona se encuentren su esposa y sus dos niños, cuya consecuencia viene a ser que los niños son los que monopolizan toda la conversación. Hoy mismo vino una visita a mi habitación, y a tres niños que había dentro, les dije: "Vamos, mu­chachos, despejen el campo, tengo que hablar con este señor." Y se marcharon. Pero también puede suceder a la inversa, es decir, que sean ellos los que me pidan que yo me largue, por ejemplo cuando quieren estar solos para hacer cualquier cosa.
Pero téngase en cuenta que eso es para mí más fácil que para los padres, pues yo muy pocas veces tengo que negar algo a un niño, porque en la escuela quien manda es la comunidad misma y no yo. Comprendo, sin embargo, que esto resultaría muy difícil a la madre que mientras cocina tiene a su alrededor a tres niños que la están molestan­do. El remedio debiera ser que los niños no se en­contraran en el mismo ambiente de los adultos. Porque, en realidad, ninguna de las cosas que tenemos en casa -estanterías de libros, adornos, relojes de pared, etc.-, le dice al niño absolutamente nada. Los niños, claro, necesitan otro am­biente, pero sabemos que únicamente mansiones muy ricas pueden disponer de cuartos especialmen­te configurados para ellos; pero, en ese caso, el niño suele estar rodeado de niñeras que no saben nada de la naturaleza infantil. Por lo tanto, los niños no deberían pisar ni la cocina, ni la sala de visitas, sino tener sus propios cuartos, sus domi­nios, por decirlo así; mas la realidad es que no los tienen. Pero, no obstante, si una madre mantiene contacto con su hijo, y si éste no siente miedo an­te ella, entonces al niño se le puede decir no sin hacerle ningún daño.
Por desgracia, muchos lectores tienen una idea de Summerhill muy vaga. Krishnamurti diría que la tienen a un nivel verbal; idea que debería ser más vívida, completa, y, al fin, emocional

USTED MENCIONA MUY A MENUDO LA AUTORREGULACION. ¿QUE QUIERE DECIR EXACTAMENTE AUTORREGULACION? ¿PODRIA DARNOS A NOSOTRAS LAS MADRES ALGUNOS CONSEJOS ACERCA DE ESTO?

ME TEMO QUE NO PUEDO. La autorregulación está muy relacionada con la propia psicología de la ma­dre, con su modo de pensar, con su sistema de va­lores, es decir, de valorar las cosas y los hechos relacionados con la vida de sus hijos y de cuanto les rodea. En consecuencia, ningún niño puede ser autorregulado si tiene una madre que pone más in­terés en otros asuntos que en su hijo; por ejemplo la madre que pone el grito en el cielo si se le quie­bra algún cacharro, o la que, teniendo al lado a un hijo modosito y bueno, ansía impresionar a sus vecinos con la conducta del niño. Tampoco, pues, la madre con complejos sobre el sexo o el excre­mento puede tener un niño autorregulado. Para ello tiene que ser una mujer equilibrada, relajada en cuanto a severidad, una mujer que valore sólo lo que es digno de valorarse, aunque ya sé que es­toy describiendo la imagen de una mujer ideal que nunca ha existido... ¡ gracias a Dios! En otras pa­labras, lo que quiero decir es que un niño no pue­de ser más autorregulado que su madre. Así, pues, tomando un caso extremo cabe preguntar: ¿ Cómo puede sentirse un niño con una mamá infeliz, que le pega y le hace la vida insoportable? La respues­ta a todas las madres sería: Intenten equilibrarse ustedes primero. Para ello, olvídense de todas las ideas convencionales acerca de la pulcritud; de los ruidos que provoca el niño; de las palabras que us­tedes piensan que no debe emplear; de cómo se comporta respecto al sexo; del continuo destrozo de juguetes... puesto que deberían ser muchos los juguetes que un niño sano habría de romper cons­cientemente.
Bueno, al respecto algunos van a pensar que hago como Krishnamurti, que contesta interro­gando a su vez al que le pregunta; pero en este ca­so es necesario. La conducta del padre y de la ma­dre condiciona la del niño. Ningún moralista, ninguna persona de una religiosidad estrecha o de una disciplina rígida pueden tener a su cargo niños autorregulados. Autorregulación quiere decir com­portarse por voluntad de uno mismo, no en virtud de una fuerza externa; el niño moldeado, por el contrario, carece de voluntad en sí mismo: es una réplica de sus padres.
A mayor abundamiento y refiriéndonos a un caso concreto, diremos que no se necesita poseer una cultura o una educación de mayor grado. Ma­ría, por ejemplo, debe ser ahora una señora ya mayor que vive en cualquier pueblo de Escocia. María poseía una serenidad admirable; nunca se encaprichaba, nunca se encolerizaba, sino que ins­tintivamente se colocaba del lado de los niños, y éstos sabían que ella aprobaría cualquier cosa que hiciesen. María era en realidad una verdadera ma­dre: una gallina tranquila con los polluelos a su alrededor. Tenía el don natural de irradiar amor, un amor que no era posesivo. De suerte que lo que yo ahora siento es que de niños abusábamos de la tendencia que tenía María a cargar con nuestras culpas.
Vean, pues, que se trataba de una mujer que nunca oyó hablar de psicología, ni de autorregu­lación, y que, sin embargo, practicaba esto último hace ya setenta años.
Puedo decir, en efecto, que he observado a mu­chas esposas de campesinos semejantes a María; que todas ellas obedecían a sus emociones en el trato con la familia, y que no actuaban según unas reglas preestablecidas. En una de aquellas gran­jas, diríase mejor que hasta los animales parecían estar autorregulados: el perro no era un salvaje, el toro no era fiero, el caballo semental era manso. Reconozcan, pues, que estas madres poseían me­jores condiciones que las madres que habitan en los apartamentos de las ciudades. Los niños, por otra parte, se pasaban el día fuera de casa, y cuan­do estaban dentro, no había tantos cacharros va­liosos que proteger de las manos infantiles, es de­cir, no había ni radios, ni magnetófonos, ni cables... La familia tampoco poseía ropas costosas que no había que ensuciar. Vale decir, pues, que el hogar ideal para la autorregulación se encontraría en el campo.
Todo esto está muy bien, puede pensar una madre, pero yo no vivo en el campo. Bien, pero a una madre que tal piensa, se le puede contestar: Lo primero que hay que considerar es cuánto ama usted a su hijo. Porque su niño de dos años se por­tará mal si él se siente en un ambiente hostil, en un ambiente en el que se emplea mucho esa frase de: "Ve a ver lo que está haciendo el bebé, pero que no llore más." En la práctica usted no debe obstinarse en que su hijo tenga siempre la ropa in­terior limpia; con esto quiero decir que no está bien estar diciendo al niño psht, psht y señalarle el orinal. Si el orinal está ahí, ya vendrá a usarlo él mismo. Y si a él no le gusta alguna comida, no le fuerce, ni siquiera le incite a que coma ese alimen­to que le desagrada. Y cada vez que se lleva la ma­no a sus genitales, usted sonría aprobatoriamente. Todo esto, como usted puede ver, es muy simple; pero, ¿qué pasa cuando al niño le dan rabietas?, ¿o cuando pega a su hermanita?, ¿o quiebra las cosas? Es inútil intentar razonar con un niño de dos años, por cuanto él es incapaz de comprender la causa y el efecto. De ahí que decirle, cuando tira de la cola del gato: "¿Te gustaría que a ti te jalaran de la nariz?", y acto seguido el pescozón, no tiene sentido.
Hay veces en que, por supuesto, se debe decir no; otras veces hay que retirar al niño -por ejemplo, alejarle de la hermana que está llorando-, y otras en que usted debe decirle: "Déjame sola." De otro modo, corre el peligro de mimarlo. En este sentido, pues, resulta imposible dogmatizar acer­ca del comportamiento de la madre. No obstante, una madre tranquila siempre sabrá qué debe hacer y qué decir; pero la madre cuya voz y mano ate­morizan al niño, sólo conseguirá que su hijo se va­ya haciendo cada vez más "malo". En otras pala­bras, la autorregulación es intangible, es algo que no se puede enseñar. Y, en efecto, existen tan pocos jóvenes que en su infancia tuvieron autorregu­lación, que no se puede dogmatizar acerca de ellos. Creo, sin embargo, que en ellos se puede observar menos agresión, mas tolerancia, los cuerpos más relajados y los espíritus más libres. Por lo tanto, no es fácil que sean presa de los moralistas anti-vi­da.
La autorregulación, empero, no significa que el niño no necesite ser protegido. Yo suspiro cada vez que algunas madres me escriben preguntán­dome si va contra la autorregulación el que pon­gan ante la chimenea una protección para que sus hijos no puedan quemarse. Una de las ocasiones en que la madre se puede alterar más es cuando tiene a su hijo de cuatro años en una calle transi­tada o en la carretera. En tales situaciones es lógi­co olvidarse de todo lo referente a la autorregula­ción y que la madre aferre la mano de su hijo en peligro. Carros, bicicletas, enchufes eléctricos, ga­ses inflamables, canales, hoyos, todo eso contribu­ye a que la autorregulación no sea nada fácil para muchas madres nerviosas.

UNA VEZ FUERA DE LA ESCUELA ¿CÓMO PUEDE UN NIÑO LIBRE ENFRENTARSE A LA VIDA?

ESTA ES UNA cuestión eterna -me ha sido plan­teada miles de veces- y muy difícil de contestar de un modo total, es decir, sin generalizar. Por­que, ¿cómo puedo yo decir si Juan, que a los diez años estuvo en Summerhill, hoy con cincuenta y cinco y -digamos- catedrático, es dichoso en su matrimonio, en su trabajo, en sus relaciones socia­les o en sus aspiraciones? No podría; a lo sumo, generalizaría.
Los pupilos de Summerhill pasan ocho meses en la escuela y cuatro en sus casas, de modo que no pierden contacto con el mundo exterior. Cierto que el mundo exterior no puede ser llamado libre, pero cuando los muchachos salen de la escuela aca­ban adaptándose a él. De ahí que a menudo han de ser unos hipócritas conscientes, pero ¿ quién no lo tiene que ser? Descubrirse la cabeza ante una señora es un acto insignificante, pero en realidad encubre el hecho de la inferioridad de la mujer en nuestra civilización patriarcal. El respeto que se le tributa a la mujer evidencia una compensación an­te ese hecho; no obstante, yo me descubro siempre, como es de rigor, aun consciente de la poca impor­tancia del gesto. Este ejemplo quizá habrá podido ilustrar la conducta post-escolar de nuestros ex pupilos. Sin embargo, a algunos se les dificulta en­contrar amigos que piensen y sientan como ellos.
Uno no puede preparar a propósito una vida y unas profesiones para los niños libres. Nuestros pupilos, como los de todas las escuelas, sencilla­mente siguen la dirección que sus cualidades y sus aficiones les dictan. Uno de nuestros muchachos es albañil, y muy bueno; otro es catedrático; otro peluquero. Cuatro son profesores en universidades, y uno, al cual le fue ofrecida una cátedra, la recha­zó, prefiriendo dedicarse a la investigación. Bas­tantes son médicos, abogados, dentistas, ingenie­ros y artistas. Respecto a las muchachas, algunas se dedican a cuidar niños, otras se han hecho secretarias, una o dos se han convertido en pintoras con sus propios negocios, y algunas se dedican a la enseñanza.
Hace algunos años me preguntaron si alguno de nuestros pupilos se hacía maestro; yo, honra­damente, contesté: "Tan sólo una chica quiso ser maestra y era retrasada mental." Pero eso ya no lo puedo decir ahora que hay como tres que se han dedicado a la docencia. El motivo fundamental que tienen para no hacerse maestros es que saben que sólo hay un Summerhill y que enseñar equivaldría a estar sentado tras de una mesa frente a niños medio aburridos. Creo que la escasez de maestros tiene una significación más honda, no obstante. Las personas libres no desean enseñar, quieren hacer, o, como decía Shaw: "Quién ha­ce más y mejor es el que no enseña." ¿Cuántos maestros hacen algo? ¿Cuántos profesores de gra­mática llegan a escribir un libro? ¿Cuántos profe­sores de arte tienen sus propias pinturas expuestas en las galerías? Igual que el detective puede ser el ladrón que transfiere su culpabilidad sobre el pró­jimo, el profesor puede, del mismo modo, ser una persona insatisfecha que transfiere su ignorancia de la vida sobre los asistentes a sus clases; y en lu­gar de desarrollarse a sí mismo, busca desarrollar a otros. Quizás sea ésta la razón de por qué tantos profesores nunca exteriorizan sentido del humor. En conferencias sobre educación, me doy cuenta de que raramente ríen. Y es que el hombre, que es un diosecillo de hojalata en un pequeño reinado, no gusta mucho de la comicidad.
Creo, sin embargo, que mis ex pupilos no quieren enseñar porque se sienten demasiado equili­brados, demasiado conscientes de que les exigirán demandar respeto, obediencia, deferencia, etcétera.
Hay, por otra parte, un detalle interesante. Y es, que a nuestros ex pupilos raramente les da por emprender negocios; parece como si no les in­teresara hacer dinero mediante la compraventa. Alguna vez he soñado con que alguno se hiciera un potentado y pudiera donar algo a la escuela, pero siempre estuve persuadido de que si alguno se hiciera rico, sería bastante duro para no donar na­da a nadie. Mi opinión es que nuestros muchachos salen demasiado honrados para andar buscando beneficios a costa de otros.
¿Que si se meten a políticos? No, normalmen­te. Quizá también porque son demasiado honra­dos para ello y la política, como todos sabemos, es un juego muy sucio en todas partes.
Los niños libres tampoco suelen hacerse pro­pagandistas; a menudo llevan insignias de pro­testa antinuclear, pero hasta ahora ninguno ha si­do arrestado por protestar con Bertrand Russell sentado en la plaza de Trafalgar. En realidad, creo que en todo Summerhill soy yo el único que ha intentado hacer sentada en calidad de protesta. En Escocia, en cambio, por hacer sentada en Polaris Base me castigaron a sesenta días en la cárcel o diez libras de multa. No lo volví a hacer otra vez, pues siempre resultaba infructuoso.
No; la libertad no hace rebeldes, y de aquí me viene esta pregunta: ¿Para rebelarse contra el Sis­tema es preciso haber padecido antes por su cau­sa? Aquí es Shelley el que contesta: "Casi todos los hombres miserables que escriben poesía so­bre la maldad, enseñan en un poema lo que han aprendido en el padecimiento." ¿El pionero es siempre una persona insatisfecha que se rebela contra una propia experiencia temprana? Pero, ¿qué importa esto? Lo importante en todo caso es que cierto psicoanalista dijo que yo fundé la escuela a causa del odio que sentía contra la ti­ranía de mi maestro de escuela. Puede que así fue­se, pero aun así yo, descortés, preguntó: ¿qué demonios importaría si así fuese?
Es evidente, pues, que mis pupilos no tienen in­tención de rebelarse contra la enseñanza escolar que reciben de niños. Quizá por eso mismo un ex pupilo me decía: "Yo no voy por ahí predicando la libertad. Creo que mi modo de vivir tal vez tenga algún efecto en las personas que me rodean, sobre todo en mis hijos. No me puedo permitir el lujo de mandarlos a Summerhill, pero incluso si pu­diera, dudo que lo hiciera, pues creo que saqué tantas cosas buenas de la escuela, que yo mismo puedo tratar a mis hijos como lo harían allí." Y un padre me dijo: "Los ex productos de Summer­hill piensan que ya no necesitan de la ayuda de ninguna escuela, ni siquiera de Summerhill, para educar a sus propios hijos. Mi generación les mandó nuestros hijos porque sabíamos que el tra­tamiento que a nosotros nos dieron había sido inadecuado."
Según eso, ¿qué clase de personas produce nuestra escuela? Expresándome de un modo nega­tivo, diría que nuestra escuela no podría producir a nadie que odiase a los judíos o a los negros, o a al­guien que llegara a pegar a un niño, o a padres moralistas que se pusieran a moldear a sus hijos a su imagen y semejanza.
La libertad, en mi opinión, otorga una gran do­sis de tolerancia, hasta el punto de que al menos tres matrimonios han venido a quejarse de que Summerhill daba a sus hijos excesiva toleran­cia. Y, en efecto, he aquí un ejemplo de su tole­rancia: en cuarenta y cinco años jamás he visto a un niño que, haciendo de juez, haya castigado a un ladrón; todo lo que le exigía es que devolviese lo robado. Ustedes, jueces adultos, por favor, to­men nota.
A menudo se me pregunta: "¿Cómo los niños que no son obligados a asistir a clases pueden, en la vida práctica, competir con la mayoría que ha sido obligada a ello?" La respuesta es muy simple: mis pupilos estudian voluntariamente y, por tan­to, con gusto; mientras que miles de alumnos de escuelas oficiales han de estudiar aunque odien la materia. A mí, por ejemplo, me llevó siete años aprender el latín que me permitiese ingresar en la universidad. Uno de mis muchachos, en cambio, lo consiguió en quince meses. Debemos, pues, tener presente que muchas asignaturas son aburridas, muy aburridas, por lo que cabe preguntar: ¿cuántos de mis lectores sabrían resolver una raíz cua­drada?
El sistema de exámenes, pese a todo, existe, y constituye un hecho que no puede ser eludido; si no existiera, los profesores en mi escuela se con­vertirían en verdaderos creadores, en profesores de arte, baile, drama, cocina, artes manuales, y, para aquellos que lo desearan, en profesores, en introductores a la física, química o matemáticas.
La libertad hace del niño una persona con la resistencia necesaria para enfrentarse a las difi­cultades que se le presenten en su futuro. Tal vez no los haga sobresalir en el aspecto académico, pe­ro cuando uno de ellos decide entrar en la Univer­sidad, es perfectamente capaz de superar los exá­menes de admisión. Por lo tanto, los objetivos que busca nuestra escuela tienden a otorgar al niño fe­licidad, valentía y bondad. En suma, apuntamos a producir un adulto equilibrado que no llegue a es­tar a merced de los presupuestos del Sistema, ni de la demagogia.

¿POR QUÉ EL NIÑO HA DE HACER SOLA­MENTE LAS COSAS QUE LE GUSTAN?
¿POR QUÉ, SI LA VIDA LE EXIGIRÁ MAS TARDE MILES DE DEBERES DESAGRADA­DABLES?

LA RESPUESTA a esta pregunta requeriría un libro muy grueso. Diremos, sin embargo, que ser niño no es lo mismo que ser adulto; infancia quiere de­cir deseos de jugar y ningún niño juega lo que de­bería jugar, es decir, bastante. En Summerhill pen­samos que sólo cuando un niño ha jugado lo sufi­ciente puede empezar a trabajar y a encarar pro­blemas; lo cual ha sido corroborado por nuestros ex pupilos, perfectamente capaces de efectuar un trabajo que reúna muchas dificultades.
Y como tengo para mí que casi todas las per­sonas aborrecen sus trabajos, suelo preguntar a la gente: "Si usted ganara una fortuna, ¿conservaría su empleo?" Artistas, médicos, algunos maestros, músicos, granjeros, contestan que si; pero muchos responden negativamente, entre ellos los campesi­nos, dependientes, oficinistas, mecánicos, choferes, todos los que son, en fin, piezas de engranaje de un aparato de trabajo y que no pueden ver el produc­to completo de su esfuerzo. Es obvio, pues, que la mayor parte de los empleos carecen de auténtico interés, y a los jóvenes especialmente les disgustan. Al respecto hace cincuenta años que William Osler dijo que un hombre ya es viejo a los cuarenta. Y yo digo que a esa edad es todavía joven, pues he observado que los hombres que en mi plantilla aceptan un trabajo pesado ----como transportar la­drillos---- suelen ser los que ya han sobrepasado los cuarenta. También los he tenido ----son las excep­ciones---- más jóvenes; pero los que estaban por debajo de los cuarenta, sólo hubieran hecho ese tra­bajo si les hubiera sido ordenado. En general, el trabajo es una pesadez odiosa, y la pronta automatización va a librar a muchas personas de su monotonía; pero entonces el problema de paz se plantea de este modo: ¿Cómo la futura sociedad modelada, estandarizada podrá sobrevivir bajo la automatización? El hogar y la escuela, ahogan la libertad, la iniciativa, la creatividad; ambas ----ho­gar y escuela---- enseñan al joven cómo pensar y vivir; para lo que le cargan con un bagaje de ta­búes. Mucho me temo, pues, que cuando el ocio sea la norma general en nuestra sociedad, los obreros ----y por eso mismo, los patronos---- serán incapaces de utilizar tal ocio. La prueba de ello está en la comprobación de lo que sucede actualmente: el ocio de que poco a poco el hombre va gozando está empleado en juegos de mesa, en música pop, en mi­rar a una pantalla de televisión, o a un grupo de individuos que dan patadas a un balón; ocupacio­nes todas ellas que ni en lo más mínimo tienen algo de creativas o culturales.
Pero en este punto, uno ha de estar alerta, porque ¿qué es cultura? Para ustedes, para mí eso puede ser poesía, música, teatro; pero para el joven es algo muy diferente. Mis discípulos disfru­tan tanto oyendo un disco de los Beatles como yo con mi ópera favorita, "Die Meistersinger"; pero en cambio no resisten la lectura de los libros que yo leía en mi juventud..., Conan Doyle, An­thony Hope, Kipling, por ejemplo, y se entusias­man con las historietas del espacio. Y, ¿quién de nosotros se atreve a afirmar que nuestra cultura es superior a la de ellos? Después de todo, la cul­tura es un movimiento minoritario. ¿Cuántos de nosotros hemos leído a Keats o a Shelley, Tennyson, Browining? ¿Quién lee a Samuel Johnson o a Dryden? Lo más popularizado es tal vez la mú­sica; todo el mundo ha escuchado a Beethoven o a Chopin. Sin embargo, cuando hace sesenta años solía asistir a los conciertos del sábado ---obras de Paderewski, Pachmann, Elman, Siloti, Lamond---­ la sala siempre se encontraba abarrotada.
La televisión ha llevado a la gente cierta clase de teatro y también el ballet. El cine, por otra parte, ha dado mucha cultura a muchos. El problema, empero, es que casi todo lo exhibido es efímero; de suerte que un filme de verdad bueno raramente es proyectado más de una vez. Yo daría cualquier cosa por ver una película con Greta Garbo; pero el cine hace que todo pase. ¡Oh, volver a ver otra vez a Buster Keaton con su cara de bufón!
Como siempre, me he desviado del tema. Esto es uno de mis mayores encantos, me dicen algu­nos. Y yo digo que un escritor aburrido es aquel que nos amartillea sobre el mismo tema.
Bien, volvamos con los deberes a los que se tiene que enfrentar el niño. Pero qué palabra tan fea es ésa de deber; hace recordar a las mujeres que nunca pudieron casarse porque tuvieron que cuidar de sus madres inválidas. El mismo Freud se espantaría si viese aflorar el odio de esas mu­jeres.
Sin embargo, el deber existe. Yo no puedo quedarme en la cama cuando una clase de mate­máticas me está esperando, mis ex pupilos han de enfrentarse con ciertos deberes hacia sus familias, sus trabajos, sus vecinos. En cuanto a los niños criados en un ambiente de libertad, también acep­tan sus deberes con facilidad, pero sin hacer de ellos nunca una obsesión. Es decir, se mantienen equilibrados, no se obcecan contra aquellos de quienes parten los deberes, que les ordenan. Si una persona tiene libertad interior, el deber, la obligación, se simplifican. Sí, la palabra deber es fea. Deber significa para la mayoría que un mu­chacho de diecinueve años esté presto a luchar y a morir por su patria; pero esto se olvida cuando el deber se refiere a uno mismo... Si se quiere gozar de una vida sexual sin trabas (valga el ejemplo?, todos los pensamientos anti-vida se revuelven contra uno. Y es que nuestra sociedad exige el deber de morir, pero no el de vivir.

¿QUE SIGNIFICACION TIENE SUMMER­HILL EN UN MUNDO CON TANTA DE­LINCUENCIA JUVENIL?

CREO QUE MUCHA, pero no Summerhill en si, sino los principios en que Summerhill se basa: la creencia de que ni el odio ni el castigo curan, la creencia de que tan sólo el amor es capaz de curar. Esto lo demostró Homer Lane hace cincuenta años con su pequeña "Commonwealth" para delincuentes. Summerhill nunca ha sido una escuela para "niños difíciles", pero en sus comienzos tuvo pupilos que habían sido expulsados de escuelas convencionales. Y hace treinta y cinco años tenía un cierto número de ladronzuelos, de embusteros y de vándalos. Recuerdo sólo de un pupilo que, habiendo pasado con nosotros al menos tres años, acabó yendo a la cárcel. Durante la última Gue­rra Mundial, fue acusado de traficar con gasolina en el mercado negro. La lástima fue que, estando yo entonces necesitado de gasolina, su almacén estaba situado a más de trescientos kilómetros...
En aquellos días tuve bastantes problemas. Me­rece la pena que vuelva a repetir que yo pensaba entonces que a través del análisis los estaba cu­rando, pero al ser curados también los que se ne­gaban a acudir a analizarse, concluí que no era la psicología la que les curaba, sino la libertad; la li­bertad de ser ellos mismos.
Lo bueno suele comenzar donde acaba lo ma­lo. El objetivo es prevenir que los niños no deven­gan delincuentes, y esto es algo extremadamente complicado. Estoy convencido de que la delincuen­cia se inicia en la más tierna infancia. Si se cría un niño al modo anti-vida; se le riñe o se le pega por masturbarse o por ensuciarse los panta­lones; si se le enseña a ser "buenecito"; a aspi­rar a la moralidad del adulto; en suma, que se le perviertan sus instintos naturales, posiblemente se obtendrá un "niño difícil". ¿Motivos? Los enumerados.
Contra esto se puede argumentar sobre el por­qué de que sólo unos muchachos acaban en delin­cuentes siendo todos moldeados y moralizados, lo cual resulta una pregunta muy delicada que no puedo contestar. ¿Quién es el que puede? En todo caso tan sólo se podrían apuntar algunas explica­ciones. Está de por medio el factor económico; las escuelas de Eton y Summerhill no producen ladro­nes...; pero reconozco que los British Cabinets han sido formados en gran parte por hombres de las antiguas escuelas públicas. El muchacho nacía, entonces, en cualquier callejuela. En su casa se adolecía de cultura, de libros, de conversaciones serias. Sus padres eran unos ignorantes, le golpea­ban y le gritaban continuamente. Después ingresó en una escuela en que la disciplina estricta y ma­terias aburridas le continuaron pervirtiendo; su lu­gar de recreo sigue siendo el arroyo; sus ideas acer­ca del sexo son sucias y pornográficas. Sin embar­go, pese a todo él vive en un país opulento y ve a gente bien, con coches y objetos lujosos. Ya de ado­lescente ingresa en una pandilla cuya meta es hacer dinero a costa de lo que sea. ¿Cómo podríamos cu­rar a un muchacho con tales antecedentes? Todo el mundo le seguirá tratando del mismo modo que fue tratado en su casa y en la escuela; todo lo cual redundará en un aumento de su odio hacia la vida y hacia la humanidad. Sin embargo, Homer Lane demostró que se podía curar a cualquier niño, inclu­so a uno de este tipo; pero los Homer Lanes escasean. Ya hace más de cuarenta años que falleció Lane y aún no sé de ningún organismo que se ha­ya beneficiado de su enseñanza. Lo corriente sigue siendo tratar de curar a base de la autoridad, del miedo a veces. Y el resultado terrible es que la criminalidad juvenil aumenta de año en año.
Finalmente quiero acabar diciendo que si to­dos los niños fueran educados al estilo de Sum­merhill, el porcentaje de criminalidad juvenil dis­minuiría en proporciones muy estimables. La li­bertad, pues, debiera empezar en el hogar, en los primeros años, pero sucede que la inmensa mayo­ría de los padres carecen de conocimientos, de pa­ciencia y confianza en la naturaleza humana, pa­ra hacer de sus hogares casas libres para sus hijos. Y esto es válido para todas las clases de sociedad. Muy poco es lo que pueden hacer los maestros al respecto: practicando la docencia en escuelas-cuar­teles, teniendo que imponer una disciplina y una conducta a base de restricciones aunque ellos no sean partidarios de eso. El sistema común en to­dos los países les incita a desquiciar la naturaleza infantil, para no mencionar las asignaturas sin in­terés para la mayoría de los niños. No se puede, por tanto, dar una solución inmediata a la delin­cuencia, en una sociedad en la que aproximada­mente el 95% de los individuos jamás han desafia­do, ni siquiera puesto en entredicho, los princi­pios en que se basa el Sistema. .He aquí precisamente, por qué una sola oveja negra dentro de un gran rebaño tiene un balido muy insignificante. La solución definitiva, pues, sería un mundo que buscara amor y no poder, ni odio ni estrictas re­glas morales.
Aquí debo hacer un alto y preguntar por qué los cristianos no han seguido las huellas de su Maestro. Las escuelas católicas y protestantes tra­tan a los niños como si Cristo hubiera dicho: "Pe­gad a los niños de modo que no puedan llegar has­ta mí." ¿Se puede imaginar alguien a Cristo gol­peando a un niño? Católicos y protestantes otorgan un apoyo implícito a nuestras prisiones inhuma­nas y a nuestras leyes crueles. Sería interesante sa­ber qué porcentaje de criminalidad juvenil deriva de la desilusión que reciben los niños de la ense­ñanza de la religión en sus casas y en la escuela. Se les dice que mentir, que robar, que fornicar son pecados; y ellos llegan a descubrir que sus padres mienten y evaden el pago de sus impuestos, y que su padre se va con otras mujeres. Sin saberlo con certeza, sienten que la religión es sólo un montón de palabras, puras palabras.

¿POR QUÉ APARECE LA ESCUELA TAN POCO LIMPIA? ¿POR QUE NO CUELGAN DE LAS PÁREDES BUENOS CUADROS?

CIERTO PSICÓLOGO escribió una vez que quien valora la limpieza tiene una mente desaseada. Summerhill puede aparecer desaseado. El mueblaje no es suntuoso, las sillas son más bien duras, hay tiras de papel por los suelos... y nadie, excepto el pulido visitante, se preocupa de ello. Aunque no soy yo precisamente el más indicado para contestar su pregunta, pues yo mismo soy una persona poco ordenada; de suerte que a menos que haya perdido algo, nunca hago limpieza en mi es­critorio; pero me cansuelo pensando que el estu­dio de Van Gogh no era nada limpio. Imagino que las personas más pulcras son los burócratas que siempre tienen cada cosa puesta ordenada­mente en su lugar. Esto me hace pensar que nin­gún creador ha sido una persona pulcra.
Los niños son desaseados porque todo lo que hacen, lo hacen casi siempre con una intención determinada. Nuestras muchachas, por ejemplo, en sus recámaras confeccionan vestidos o muñecas y nunca se dan cuenta de que el suelo está lle­no de hilos. En cuanto a mí, cuando era maestro de escuela en Escocia aprendí mi primera lección cuando la mujer de la limpieza se me acercó un día toda enojada: "¿ Cómo voy a poder limpiar toda la porquería que dejan estos muchachos?
"Déjalo ----le dije-, pronto se darán cuenta del desorden y ellos mismos limpiarán todo."
Los dos ----ella y yo---- esperamos dos semanas, al cabo de las cuales... tuvimos que echar mano de los cepillos y limpiar todo. Los pupilos no se dieron cuenta del desorden.
Claro, alguien puede objetar que eso los puede hacer desaseados por toda su vida; pero no lo creo.
Por lo que respecta a los cuadros que me di­cen debiera colgar de las paredes, solamente ten­go una reproducción de Munch, a la que tan sólo un niño ha contemplado. Las paredes están recu­biertas de pinturas y dibujos que hacen ellos mis­mos.
En el asunto del vestido, normalmente la gen­te de ideas más convencionales es la que mejor viste; nuestro hombre de ciudad con sus pantalo­nes rayados, su bombín y su paraguas. Imagino ----y creo no equivocarme---- que las personas más crea­doras son las que menos se preocupan del vestido: músicos, artistas con sus camisas a cuello abierto y sus jeans. La manía del adolescente por el ca­bello largo y los pantalones ajustados puede estar relacionada con la indiferencia actual del joven hacia las cosas impertinentes, como las corbatas y los cuellos. El carácter de una persona puede ser juzgado por la ropa que viste. El hombre bien ves­tido necesita de la elegancia de su ropa para ex­teriorizar de ese modo su personalidad, persona­lidad que suele ser anodina. ¿Cuántos artistas son modelos para revistas de modas? Pues lo mismo ocurre con los niños; su mundo interno tiene para ellos infinitamente más importancia que los tra­pos que llevan encima, lo cual no impide que mu­chachos y muchachas ----sobre todo estas últi­mas---- se acicalen en sus fiestas de fin de trimes­tre.

SUMMERHILL OFRECE A TODOS LOS NIÑOS LIBERTAD, PERO ¿SON TODOS LIBRES?

¿QUIÉN PUEDE ser libre, siendo moldeado desde que estaba en la cuna? La palabra libertad es relativa. A menudo se la emplea en un contexto po­lítico: "libertad para los irlandeses católicos, para los negros"; pero la libertad a que en Summerhill nos referimos es la libertad interior, la individual. Algo parecido a la libertad que podrían experi­mentar un Gandhi o un Nehru cuando se encon­traban en la prisión. Muy pocos de nosotros po­seemos esa clase de libertad interior. En nuestra escuela libertad quiere decir poder hacer todo lo que uno quiera en tanto no se interfiera en la li­bertad del prójimo. Esa podría ser la implicación más externa del concepto libertad; pero en un sen­tido más profundo nosotros procuramos que los niños aprendan a ser libres en su interior, libres de todo miedo, de toda hipocresía, del odio, de la into­lerancia. Como ven, se trata de una libertad -la nuestra- que en sí es repelida por la sociedad ac­tual. Sin embargo, todo el mundo busca libertad, pero al mismo tiempo la teme. El libro de Erich Fromm, Miedo a la Libertad, pone en evidencia esto mismo. Y como la libertad de una comunidad a menudo se obtiene por medio de luchas sangrien­tas, la libertad individual acaba casi siempre en tragedia. Como ejemplo, pongamos a Wilhelm Reich en su tiempo y a otros muchos mártires en tiempos pasados. Y a propósito de lo mismo, Reich en su libro The Murder of Christ postula que Cristo fue crucificado porque estaba a favor de la vida, a favor de la libertad. Frente a tal creencia yo me pregunto si el fallecido Lenny Bruce fue condena­do no porque pronunciara esas cuatro últimas pa­labras, sino a causa de su furiosa crítica al Siste­ma.
Cierta es la frase de Ibsen que dice: "El hom­bre más fuerte es aquel que puede permanecer más tiempo solo." La persona que busca la libertad para la humanidad está sola, pues se supone que es un peligro para la sociedad salvaguardada. Cierto que ninguna autoridad se ha metido con Summerhill, pero si surgieran otras tantas escue­las libres y, en consecuencia, el Sistema se viera amenazado en sus bases, bien pudiera ocurrir que Summerhill llegara a ser clausurado.
Lo primero que cualquier agrupación busca es preservar su homogeneidad; sin embargo, siem­pre hay descontentos que, sutilmente, se las arre­glan para ir permeando la corteza que recubre a tal agrupación; de suerte que a la larga aquella pretendida homogeneidad siempre es imposibili­tada. Por lo tanto, aunque no recordamos dónde, sabemos que Ibsen vuelve a decir que una verdad es verdad durante veinte años, pero que entonces el vulgo se la apropia y se torna mentira. En defi­nitiva, ninguno de nosotros es libre, todo lo que podemos hacer, es intentar buenamente libertar­nos, en lo que podamos, de lo falso, del prejuicio, de toda opinión y acto anti-vida.


CAPÍTULO II

SEXO

¿COMO TRATA SUMMERHILL EL PROBLEMA DEL SEXO?

HAY DOS MODOS de hacerlo: uno es el modo religioso o moralista, según el cual lo sexual es pecaminoso, malo o sucio. El otro modo consiste en ser realistas acerca de ello. Nos será ilustrativo al respecto el caso de dos adolescentes de quince años que se enamoraron. Ambos acuden a mí y me preguntan si pueden tener una recámara para ellos dos. Yo les digo: "Me gustaría darles una, pero no me atrevo."
----"¿Por qué no? Estamos en una escuela li­bre."
----"Cierto, pero no en una civilización libre. Supongan que les doy lo que me piden, se enteran en el Ministerio de Educación y cierran la es­cuela."
A la muchacha le dije además: "Ya sabes lo que piensa tu madre del sexo. ¿Te puedes imagi­nar el alboroto que se armaría si quedases emba­razada? Además, tú no puedes comprar anticon­ceptivos y yo tampoco me atrevo a ofrecértelos."
Comprendieron la situación y la aceptaron. Mas no veo qué otra actitud podía yo haber to­mado, pues no considero que el sexo sea ni peca­minoso, ni malo, ni sucio. Una cosa buena en la actitud que tomé fue que pude dormir tranqui­lamente aquella noche, mientras que otro maes­tro de escuela, que hubiera tomado una postura moralista al respecto, en toda la noche no hubiera podido dormir, imaginándose lo que podría ocu­rrir esa misma noche.
La mayor parte de mis pupilos han tenido un buen inicio en la vida. Ninguno de ellos fue amo­nestado, ni castigado por masturbarse. Por lo con­trario, muchos llegaron a habituarse a andar desnudos en sus casas. En general, su postura acerca del sexo es natural y sana. El proble­ma en todo caso se plantea para la escuela, sobre todo cuando los padres no eligen una escuela de­terminada para sus hijos. Miles de niños que es­tán en escuelas oficiales ignoran el papel de una educación sexual o bien fruncen el entrecejo al oír hablar de ello. La otra noche, en la televisión, hubo un programa acerca del nacimiento de un niño. Poco más tarde, se dio lectura a la carta de una madre que protestaba contra tales programas; y creo que hay otras muchas madres que son del mismo parecer. Por lo visto, dicha madre considera que en la escuela la instrucción sexual habría de ser casi insignificante, que no se dijera nada a los niños de la importancia emocional que tiene el sexo o del orgasmo que ocasiona el coito. Así, pues, toda instrucción sexual ha de ser pura­mente física, pues la opinión paterna no toleraría ninguna otra.
Personalmente, no veo el motivo de por qué se ha de enseñar acerca del sexo. Desde el punto de vista de la seguridad, la muchacha sólo tiene que aprender que cópula sin anticonceptivo puede significar embarazo y que para ambos sexos las enfermedades venéreas son reales y peligrosas. Por lo general, casi todos los niños adquieren la información sexual de otros niños, lo cual motiva el carácter pornográfico y a menudo sádico de tal información. De donde resulta que muchas lunas de miel son experiencias de violaciones cuyas consecuencias motivan que muchas mujeres casa­das desde su primera noche son poseídas por el temor al sexo. En cuanto al problema de las en­fermedades venéreas, éste debiera ser asumido por el servicio de Salud Pública.
Por supuesto que hay clínicas que ayudan al matrimonio en este sentido. Pero, ¿cuántas de ellas no son moralistas? ¿Cuántas ayudan, o mejor dicho, ayudarían a proporcionar a la mujer sol­tera anticonceptivos? He oído decir que algunas ni siquiera informan a la mujer que no tenga anillo nupcial. Afortunadamente para las que no po­seen anillo, pueden obtener uno en cualquier mo­mento a bajo precio. La parte más difícil está en que la profesión médica sea moralista. Si un hombre acude al médico con sífilis no es sermo­neado como si se tratara de un ser inmoral, pero ¿qué le ocurre a la madre soltera o a una virgen cuando llegan a una clínica? Yo no lo sé; es sólo una pregunta. Cualquier clínica que tome una pos­tura moralista o religiosa acerca del sexo está ha­ciendo más daño que bien.

MIS HIJOS PEQUEÑOS HAN EMPEZADO A TENER JUEGOS SEXUALES ENTRE ELLOS MISMOS Y CON LOS NIÑOS VECINOS. YO LES HE REGAÑADO Y PEGADO. ¿CÓMO PODRE HACER QUE CESEN?

TARDE o TEMPRANO todos los niños tienen juegos sexuales, y normalmente lo hacen sintiéndose culpables porque los padres interpretan este juego como un pecado a causa, naturalmente, de su pro­pia culpabilidad acerca del sexo; culpabilidad que probablemente se inició cuando ellos mismos eran castigados en su infancia por la misma costumbre. Los isleños erobriand aprobaban el juego sexual, y Malinowski no encontró huellas de criminali­dad sexual en las islas. Sin embargo, es importan­te señalar que desconocemos el daño que ocasio­namos cuando prohibimos o castigamos por ello; y yo me pregunto cuántos hombres impotentes y mujeres frígidas deben su desgracia a que durante la infancia fueron castigados por juegos sexuales o por masturbarse. Los padres prudentes no se preocupan por ello; y los padres aún más pruden­tes sonríen y lo aprueban. Si los niños se tocaran unos a otros las narices los padres sonreirían. ¿Por qué no entonces si se tocan los genitales? ¿Qué es lo que pasa con los órganos sexuales? Simplemente, que están ahí y nos dan placer. Pero lo in­teresante del caso es que cuando el juego sexual es aprobado por los padres, el niño no se fija en ello como única fuente de placer. Por otro lado, sin embargo, el modo más efectivo de provocar com­plejos de culpabilidad -complejos que seguirán existiendo cuando se sea adulto-, es hacer de ello algo sucio y pecaminoso. Creo, pues, en fin, que es exacta la afirmación de que los niños que se masturban o tienen juegos sexuales con la apro­bación paterna, gozan de una gran ventaja para llegar a ser capaces de dar y recibir el auténtico amor, tierno y profundo.
La tragedia del sexo, en efecto, estriba en que los padres imponen su propia culpabilidad sexual a sus niños. No cabe duda que se trata de un círculo vicioso.

¿POR QUE SE MUESTRA USTED ORGULLO­SO DE QUE SUMMERHILL NUNCA HAYA PRODUCIDO UN HOMOSEXUAL? ¿CREE ENTONCES QUE LA HOMOSEXUALIDAD ES ALGO MALO O PECAMINOSO?

DESDE LUEGO que la homosexualidad no constitu­ye un pecado, precisamente porque no tiene remedio ser homosexual. En cuanto a que la ley manda a prisión a una persona por el solo e irremediable hecho de sentir afinidad carnal con per­sonas de su mismo sexo, comete un brutal atro­pello contra la naturaleza. Departiendo sobre este asunto más de una vez me han preguntado si contrataría como profesor a un homosexual o como profesora a una lesbiana, y la respuesta siempre ha sido que no, porque todos nosotros somos bi­sexuales, todos somos hombres y mujeres. Quie­ro decir que en una escuela conjunta el equilibrio puede ser mantenido, pero en una escuela segrega­cionista, como nuestras escuelas públicas, donde el sexo ha de encontrar un escape, hay posibilidad de que el lado homosexual de un muchacho se de­sarrolle por contacto carnal de él con otros mu­chachos. Y esto, sin embargo, no es decir que la homosexualidad sea mala, sino que es inconve­niente. Inconveniente porque en el sistema social actual, un homosexual es una especie de paria que ha de vivir ocultando su condición, y que ra­ramente se encuentra dichoso a causa de la acti­tud que hacia él mantiene la sociedad. Su vida sexual ha de satisfacerla buscando su suerte en una esquina; y  cuando posee dinero, tiene sobre sí el riesgo de ser chantajeado. Un homosexual, hoy, ha de sentirse como un hombre extraño, singular, y ésta es la razón por la que no quiero que los muchachos sean estimulados a hacerse homose­xuales.
Antes de poner punto final a estas disquisicio­nes, considero oportuno decir que hace tiempo recibí un libro de América ----Amor griego- en el cual el autor abogaba porque todos los adolescen­tes tuvieran una persona del mismo sexo y de más edad que como: compañero sexual. Se basaba el autor en que esto era un buen medio para intro­ducir al joven en la posterior heterosexualidad. El libro, por otra parte, estaba lleno de brillantes ra­zonamientos, pero ni me convencieron ni me hicieron cambiar de opinión. La heterosexualidad, estimo, es lo normativo, el presupuesto biológico de la vida; la homosexualidad, en cambio conti­nuará siendo considerada por algunos como una especie de masturbación en promoción. Sin em­bargo, nadie que tenga una actitud sana acerca del sexo podrá condenar la homosexualidad, pero tam­poco ser impresionado por ella.

MI HIJO DE CUATRO AÑOS SE MASTURBA MUCHO. CUANDO JUEGA CON OTROS NIÑOS LAS MADRES SE APRESURAN A ALE­JAR A SUS HIJOS DEL MIO. ¿QUÉ PUEDO HACER?

Es DIFÍCIL razonar con un niño de cuatro años, pe­ro creo que usted debiera decirle: "Juanito, a nos­otros nos gusta que juegues con tu 'pajarito' (pene), pero procura no hacerlo cuando juegues con tus amiguitos, porque a sus padres no les gusta." No cabe duda que hasta los niños pequeños pueden estar sofisticados.

MI HIJA ADOLESCENTE QUIERE TENER VIDA SEXUAL. ¿SE LO DEBO PERMITIR O NO?

Mi QUERIDA señora, como usted debe saber no sue­lo aconsejar; todo lo que intento hacer es poner en claro los varios aspectos de las preguntas, en el caso de que se eluda alguno de ellos. Suponga­mos, pues, que usted dice a su hija que no, en cu­yo caso cada vez que ella salga con un amigo, a usted le dolerá la cabeza imaginándose un posible embarazo; y cada vez que ella vaya a una fiesta, usted se la podrá imaginar bebiendo demasiado y dejándose caer en una cama con un muchacho que también haya bebido. Cierto que todo podría suceder asimismo si usted se lo permitiera, ya que ella no siempre podría tener consigo los anticon­ceptivos.
Se le podría permitir que usase la píldora, pero ¿sería usted entonces feliz? Puede sobrevenirle el informe del médico diciendo que existe la sospe­cha de que la píldora esté causando trombosis coronaria en su hija; sospecha que puede no ser cier­ta, pero hasta ahora nadie sabe cuáles podrán ser los efectos posteriores de la píldora. Por tanto, su supuesta actitud negativa le preocuparía mucho y, lo que es más importante, daría usted a su hija un sentimiento de frustración motivado por un deseo sexual truncado. Y al afirmar esto, señora, asumo la creencia de que su hija no tiene ni el miedo ni el odio al sexo que se deriva de una edu­cación moralista.
Ahora veamos el otro aspecto. Supongamos que usted no le dice que sí. El sexo entonces debe exteriorizarse por algún otro sitio, es decir, de otro modo. Porque si se le impide su satisfacción na­tural, podrá tomar el modo de la masturbación, el cual nunca satisface por que el contento sexual natural implica dar y recibir. Podría suceder tam­bién que el sexo de su hija fuera sublimado, pero la sublimación suele ser muy engañosa. Dicho esto se supone que yo debo mostrarme imparcial, pero quizá me sitúo del lado de la muchacha.
Y aquí creo que debo mencionar el caso en su acción inversa, por decirlo así, manifestando que más de una vez he visto madres que intentan con­vencer a sus hijas de que tengan vida sexual. Y, por extensión de la misma causa, he oído gritar a una muchacha de dieciséis años: "Madre, te re­pito que no quiero tener todavía vida sexual con nadie." Claro está que, generalmente, tales ma­dres son mujeres que de repente han oído hablar de autorregulación y piensan que compensan el anterior trato de inhibiciones constantes a que sometieron a sus hijos con un nuevo remedio de li­bertad sexual, lo cual quizá podría ----piensan ellas---- tranquilizar su conciencia. La libertad que repentinamente ofrecen a sus hijos estas madres no siempre es aceptada, a causa de las enseñanzas anteriormente inculcadas. Esa conducta tardía­mente enmendada, puede ser igualmente dañina para las hijas.

UNA MUCHACHA DE VEINTE AÑOS CON­FESO A SU MADRE: "TODAS MIS AMIGAS SE ACUESTAN SIN NINGUN ESCRUPULO CON EL QUE LES VIENE EN GANA. A MÍ ME CRITICAN PORQUE YO SENCILLA­MENTE NO DESEO HACERLO. PERO AHO­RA ME PARECE QUE DEBIERA HACERLO, PUES NO QUIERO QUEDARME FUERA DE ONDA."

ESA ES UNA situación triste, situación que nos lleva a considerar la promiscuidad sexual o sexo sin amor. Pero vamos a intentar no ser moralistas. Es decir, que una pareja de jóvenes puede realizar su ayuntamiento carnal con mucho placer, aun­que no estén enamorados; pero si toman eso como norma, si buscan el coito por el simple placer que les reporta, a la larga sus vidas sexuales carece­rán de algo que signifique un verdadero amor, afecto o como se quiera llamar. Digamos, pues, ca­tegóricamente, que no puede haber un placer per­manente en la promiscuidad. Y las chicas son las primeras que se dan cuenta de esto, cuando hablan de tener vida sexual "regular", ya que "regular" viene a significar lo mismo que matrimonial. No se me oculta que con la edad se hace difícil ver las cosas desde el punto de vista de los jóvenes; Pero estimo que las situaciones más felices que he visto son precisamente aquellas que se pro­longan en el transcurso del tiempo. Los Don Juanes y los Casanovas no suelen dar a la "victima" casi nunca un goce completo.
Volviendo al punto de partida, vale decir que un chico o una chica debieran ser libres para em­prender una vida sexual cuando así lo quisieran. Porque sin la aprobación paterna, es lógico que puedan sentirse culpables, y, sin anticonceptivos, los resultados pueden ser peligrosos. Por otro la­do, los padres no debieran, cediendo a sus propias frustraciones, aconsejar a sus hijas que tengan re­laciones sexuales, si éstas no lo desean.

¿DEBO DECIR A MI MADRE DE DONDE PROCEDEN LOS BEBES?

ESTA PREGUNTA me llegó de una niña de ocho años. Le contesté diciéndole que no debe hacerlo en el supuesto caso de que su madre no esté pre­parada para recibir tal clase de información. Sin embargo, es encantador constatar que los niños tienen sentido del humor; de suerte que una de mis alumnas, con sólo once años de edad, en clase de redacción escribía sobre la historia de su vida: "Nací en Londres, mientras mis padres se encon­traban en viaje de crucero alrededor del mundo."
Yo, con once años, lo hubiera creído. Y la ver­dad es que no me parece raro, pues me he encon­trado con más de un niño que cree que sus padres no saben nada relativo a cuestiones de sexo; y, por lo general, son aquellos que inicialmente die­ron gran crédito a la historia de la cigüeña. Esto me recuerda el cuento del soldado que regresa del frente cargado de condecoraciones, y que, al lle­gar a su casa, su esposa, llena de orgullo, le se­ñala una fila de niños: Mira, yo también he estado ocupada mientras tú estabas fuera."
Creo que debería haber dicho a la niña que me preguntó esto, que empezara educando sexual­mente a su mamá con la historia de las abejitas que transportan el polen. Sí, porque conocí a un joven: que confesaba ruborizarse cada vez que al­guien mencionaba la palabra polen.


CAPÍTULO III

PUPILOS

¿ENCUENTRA USTED ALGUNA DIFEREN­CIA ENTRE LOS NIÑOS INGLESES Y LOS AMERICANOS?

Sí y NO. Pero digamos primero que los niños son fundamentalmente iguales en todo el mundo. To­dos buscan felicidad, cariño, libertad; todos quie­ren jugar y jugar. Siempre están ávidos de apren­der cosas que les interesan. .. y a los pobrecitos les dan aburridas clases de historia, de matemáti­cas o de geografía. Encuentro, sin embargo, que sí hay diferencia en la educación dada en Norte­américa con respecto a la de Gran Bretaña. El 60% de mis pupilos son americanos; casi todos ellos leyeron el libro Summerhill y solicitaron in­greso. Al principio empezamos a encontrar dificul­tades, especialmente con los mayores. Estos pen­saban que como nuestra escuela se llamaba libre podían hacer lo que quisieran. Nos llevó nuestro tiempo meterles en la cabeza la idea de que libertad no significa hacer lo que a uno le viene en ga­na. Entonces se dieron cuenta de que autogobier­no significa obedecer las reglas que han sido im­puestas por toda la comunidad; y, esto a algunos les resultaba difícil de aceptar. Es por eso que ahora la edad límite de ingreso es de doce años, en virtud de que casi todos los pupilos de más de catorce años, anteriormente admitidos, se adaptaron demasiado tarde a nuestro sistema de libertad; es­tuvieron demasiado tiempo bajo un período de represión y a menudo exteriorizaban la libertad que habían encontrado con una conducta antisocial, con apatía, con pereza. Por lo tanto, frecuente­mente he dicho que si fuéramos lo suficientemente ricos no aceptaríamos a nadie de más de siete años.
El contraste más acusado entre el pupilo ame­ricano y el inglés radica en que aquél tiene mu­cho dinero, lo cual provoca una división en la escuela. Una muchacha inglesa de doce años, por ejemplo, suele tener siete veces menos dinero en el bolsillo que su compañera americana. Por este motivo en algunas escuelas se ha vedado el en­vío de dinero.
Los adolescentes americanos dan la impresión de enfrentar una reacción más notoria hacia sus hogares. Algunos me dicen que no se encuentran felices en sus casas, que sus padres no los compren­den. Yo pienso que todo esto es debido, en bastan­tes casos, al horroroso sistema americano que fuerza a los jóvenes a que emprendan una carre­ra universitaria como condición sine qua non. Los padres suelen alarmarse con el futuro de sus hijos y en algunos casos este alarmarse ha impedido que esos hijos obtengan de Summerhill todo el provecho que debieran alcanzar. Así, el niño se halla poseído de un conflicto dilemático. La es­cuela le dice: "Eres libre de ir a clase; el deseo de aprender debe venir de ti mismo”; pero si los pa­dres escriben a la escuela presionando sistemáti­camente al hijo para que aprenda mucho, enton­ces sobreviene una infelicidad que se traduce en deseo de no asistir a ninguna clase. Entendiéndolo así, hace poco le dije a un padre que o dejaba de decirle a su hijo que asistiera a las clases o lo sa­cara de la escuela. Al final lo sacó.
Con relación a diferencias, creo que los niños americanos son mucho más aficionados a los jue­gos mecánicos que los niños ingleses. Pero esta opinión podría ser producto de un complejo mío asociado a la idea de que en mis días de infancia no poseíamos para jugar más que algunas canicas y pelotas de trapo. Tan era así que para comprar mi primera bicicleta tuve que estar ahorrando du­rante años; y en aquellos días no había radios, cine, autos, magnetofónicos ni tocadiscos. Así cre­cimos, y quizá sea por ello que no puedo superar un sentimiento de disgustillo cuando veo que los niños reciben tantas cosas sin siquiera levantar la mano. Y una consecuencia de esta prodigalidad es que muchas veces los juguetes carecen de valor para los niños. Creo, además, que no es prudente darle a un muchacho de once años una bicicleta muy cara, porque antes que pasen tres semanas habrá olvidado dónde la ha puesto.
Los regalos costosos, a la larga raramente son apreciados. ¿Cuántas guitarras habrá, pongamos por caso, de esas que piden los fanáticos de los Beatles, medio olvidadas en las casas y en las es­cuelas? Creo que podría encontrar dos o tres en mi propia escuela. Otra consecuencia inconvenien­te es que los niños conceden demasiada importan­cia al dinero y a lo que éste puede comprar.
No estoy diciendo que los padres británicos no den a sus hijos más cosas de las que realmente necesitan, sólo digo que los ingleses son en general más pobres que sus primos los estadounidenses. Por regla general, entre la juventud de ambos paí­ses hay muy poca afición al ahorro. Esto se puede deber, más o menos inconscientemente, a la idea de que la vida es demasiado precaria. En consecuencia con esto, presiento que la aparición de la bomba "H" ha operado un profundo efecto en la juventud mundial, y, en gran parte, la actual re­beldía del joven, o sea el presente aumento de la delincuencia, puede provenir de esa misma idea, es decir de que la vida quizá sea para ellos muy precaria y muy corta.
En efecto, en un caso que voy a contar ahora esta idea de brevedad vital era consciente. De suer­te, que a una muchacha de 17 años le dije: "Estás fumando demasiado. ¿No temes un cáncer de pulmón?" Su contestación: "En absoluto; de to­dos modos si me abstuviera tampoco viviría mu­cho; ni nadie vivirá bastante." Otro detalle impor­tante es que durante la última crisis en Cuba mis pupilos americanos mostraban más recelo que los ingleses, lo cual ya significa una diferencia bas­tante notable.
Creo que los niños reflejan el modo de vivir de su propio país. Y pienso también que en cierto sen­tido Gran Bretaña es más libre que los Estados Unidos. Con Summerhill en Inglaterra durante 42 años jamás tuve problemas con el Gobierno ni con la Iglesia. Pero si en los Estados Unidos hu­biera intentado abrir una escuela libre, mucho me temo que hubiera tenido líos con los Católicos o los Batistas o con Las Hijas de la Revolución Americana. Además, esa potencial escuela no hu­biera podido evitar problemas con los racistas, precisamente porque una escuela libre debe aceptar cualquier raza o color. Por supuesto que ninguno de mis pupilos americanos procede de hogares ra­cistas; sin embargo, en base de mi experiencia con ellos no podría juzgar al niño-tipo americano.
Considero que en los pupilos americanos exis­te una evidente intranquilidad respecto al futuro; porque con la excepción de los más pequeños, to­dos tienen experiencia de los apremios que hay en las escuelas americanas; todos saben que su porvenir depende de la enseñanza y títulos uni­versitarios. Y, así las cosas, tal vez suceda muy pronto que a un Picasso no le permitan ingresar en una escuela de arte por no tener hecha la pre­paratoria. Y lo que pasa en América se está pro­pagando en todas partes. Digamos finalmente que recibo muchas cartas tristes, cartas de niños que están en escuelas americanas, de niños que me di­cen: .... . ¿puedo ir a Summerhill? Aborrezco mi escuela y sus aburridas clases; me repugna esta enseñanza mecanizada que trunca cualquier in­tento de pensar o hacer algo original". Algunos añaden: .... . mis profesores son demasiado sar­cásticos". Se puede hacer una carrera aquí sin que todavía se necesite pasar muchos exámenes, pero como digo, lo malo se está extendiendo.

¿CREE USTED QUE, POR NATURALEZA, LOS INTERESES DE LOS CHICOS Y DE LAS CHICAS SON DIFERENTES?

Sí. ANTES PENSABA que los intereses de unos y otros estaban determinados por la costumbre y por el ambiente. Veía que las muchachas eran aseadas y atendían al arreglo de sus camas, pero me daba cuenta de que los muchachos no suelen hacer nada de lo que se refiere a cualquier tarea doméstica. Al menos siendo muchacho esto era la norma. Ellos suelen estar siempre con sus bicicle­tas, ellas no. Las muchachas cosen o bordan; ellos juegan a las canicas.
Imaginaba entonces, que con la libertad estas diferencias desaparecerían; pero estaba equivo­cado. Los muchachos de Summerhill arreglan sus bicicletas, desarman aparatos de radio, hacen cantidad de objetos en el taller: pistolas, espadas, barcos, aviones, etc. Pero aun así, es muy raro ver una muchacha entrar en el taller, y más raro to­davía, que un muchacho asista a clases de corte y confección. Ambos sexos, sin embargo, coinciden en la afición a modelar cacharros de cerámica o de latón. Y por lo que respecta al asunto académico, no hay muchas diferencias que hacer notar, si no es la poquísima afición entre las chicas por las ma­temáticas. Todavía hay algunas que gustan del ál­gebra, pero lo que es la geometría... Bueno, esto tal vez sea debido a lo mal que yo enseño esa ma­teria. Lo realmente común a ambos sexos es la danza, la pintura, la interpretación escénica y los juegos propios a la comunidad de ambos sexos. Muchos muchachos y algunas muchachas cons­truyen cobijos en los troncos de los árboles. Una cosa que ellas nunca practican es la manía que tienen los chicos de cavar agujeros. Diríase mejor que cuando abandonan la escuela parece como si, en virtud del sexo, estuvieran predestinados ya pa­ra sus futuros empleos, de suerte que hemos te­nido médicos, pero no doctoras; profesores de uni­versidad, abogados e ingenieros, pero ninguna chica puso atención en alguna de estas profesio­nes. Ambos sexos, sin embargo, coinciden en de­dicarse al arte como ocupación. Y si bien algunas ex pupilas se llegaron a especializar en cocina, nun­ca nos salió ningún alumno que quisiera ser cheff.
Por tanto, se puede concluir que la libertad no ha podido alterar lo que ya es innato en la per­sona, lo cual, por otra parte, quiere decir que nin­gún sistema escolar es capaz de cambiar los hábi­tos del mundo exterior.

SE SUPONE QUE POR SUMMERHILL PASAN MUCHOS VISITANTES. ¿CÓMO REACCIO­NAN LOS PUPILOS ANTE ELLOS?

CADA VEZ más en contra. Y lo cierto es que yo ya no sé qué hacer con tanto visitante. Claro que, por un lado, tampoco me gusta la idea de que Sum­merhill sea como una isla que no acepta visitas, pero también creo que no fanfarroneo si afirmo que Summerhill ha llegado a ser como una especie de Meca para el creyente. Ahora ya no acuden co­mo simples observadores, sino en batallones. Y, por otra parte, los niños se quejan de que muy pocos visitantes tienen algo que ofrecerles, aunque cuan­do hay alguno  -viajante por África, un músico- que se aparta de lo común, se alegran. Tan es así que cuando hace poco Joan Báez nos obsequió con un concierto, todo el mundo estaba encanta­do... hasta la misma Joan. Pero los Beatles aún no nos han visitado.
Puedo decir que me considero una persona so­ciable, pero cuando acaba el trimestre de verano me siento rendido; siempre las mismas preguntas, una y otra vez..., de aquí este libro.
Raramente, nos llega un visitante que esté en contra de la libertad, al menos que se manifieste como tal; la mayoría de ellos están vivamente interesados en observar cómo los niños se pueden gobernar a sí mismos mediante reuniones comunita­rias. Y para ello, después de la reunión nocturna del sábado, siempre llevo a los visitantes a un aula y contesto sus preguntas. Algunos llevan hasta pa­pel de escribir. Una señora hindú que me llegó a so­meter a un prolongado interrogatorio, consultan­do lo que ya había escrito me contestó: "Mr. Neill, hace diez minutos nos dio una respuesta con­traria." Contesté: "¿Esperaba usted que estuvie­ra callado?" Ni siquiera sonrió.
La verdad es que debiera prohibir las visitas de maestros. Muchos de ellos vienen de escuelas disciplinadas en las que no hay ni siquiera libertad para poder vestir unos jeans. Observan lo felices y lo libres que se comportan nuestros niños y aca­ban volviendo a su horrible faena de meter en ca­bezas disciplinadas tonterías obligatorias. Pero lo sorprendente del caso es que tales profesores no exigen cambios en el Sistema.
Cada vez que doy una conferencia en una es­cuela para futuros maestros, pregunto a la audien­cia: "¿Van a oponerse activamente al Sistema o bien van a aceptarlo y a continuar pensando que educación es sinónimo de enseñanza, de disciplina, y de sueldos?" Tan sólo una vez un estudiante fue capaz de darme una respuesta realista: "Me gus­taría desafiar al Sistema, pero no me atrevo; tengo esposa y tres hijos." Y es que un profesor o profe­sora joven, desafiando al Sistema se ponen en pe­ligro; las razones para aceptarlo son, por tanto, comprensibles. En todo caso, son muy pocos los que se pueden sobreponer a los condicionamien­tos sociales y, claro está, de ese modo la tarea de Summerhill se agiganta.
           
¿HAY INCENTIVOS PARA LOS JUEGOS EN SUMMERHILL?

LA VERDAD es que no hay incentivos para nada. Nos gusta ver a los niños entretenerse con juegos fantásticos o de aventuras; y cuando lo desean pueden organizar juegos en equipos, aunque qui­zás no sientan el ansia de ganar que tienen los otros niños, pues aquí la competición en el aula o en el juego está suprimida. Claro que cuan­do juegan al tenis intentan ganar, pero no les im­porta mucho perder. Por tanto, los que jueguen golf convendrán conmigo en que causa más placer colocar a treinta centímetros del hoyo un tercer golpe que ganar una vuelta. Creo asimismo que el profesional vibra en el juego menos que un po­bre aficionado como yo, porque cuando un juego se convierte en trabajo cesa de ser un juego.
Hay que distinguir el juego en sí y los juegos. Para mí el fútbol, jockey, rugby, béisbol no son juegos; adolecen de la imaginación que requiere el juego en sí aunque supongo que un futbolista como Pelé demuestra mucha imaginación. Cuan­do los niños son libres tienden a sustituir esos juegos por -a falta de otro término- jue­gos fantásticos. En consecuencia, creo estar seguro de que pocos de nuestros ex pupilos acuden a los partidos; tal vez vean en televisión el torneo de tenis de Wimbledon, pero estoy seguro de que no llevan matracas ni gritan en una final. Obligando a los niños a que vean partidos, me pregunto a quién de los dos, si a la escuela pública o al mismo partido, terminan por odiar.
Nuestros juegos en equipo están sujetos a las edades de los pupilos. Con niños de cinco a dieci­siete años no es fácil formar un equipo de fútbol, porque de entre sesenta y cinco muchachos tene­mos que recurrir a poner en la portería a uno de siete años.
Supongo, además, que la razón por la cual se estimulan los juegos en equipo, es cultivar el espíritu de equipo... o, en algunos casos, para sublimar el sexo (por fortuna esto último nunca se logra). En nuestra escuela, pues, el espíritu en equipo se desarrolla a través del autogobierno en convivencia comunitaria. De aquí precisamente que entre nosotros no afloren los héroes o las he­roínas. Las proezas en los juegos, así como las proezas en los estudios, no tienen para nosotros ninguna significación. Los niños que son libres no idolatran.
El espíritu competitivo es de por sí condenable. Jamás un artista compitió. Shakespeare, por ejem­plo, no escribió "Hamlet" a fin de oscurecer a Marlowe. Diríase mejor que sólo en asuntos me­diocres, vulgares, surge la competencia. En las es­cuelas competir es una iniquidad..., como lo son esos espantosos concursos que sacan en la TV en­tre dos escuelas, contestando preguntitas que no requieren ninguna imaginación: nada más que he­chos, hechos y hechos. Reconozco, sin embargo, que yo mismo no podría responder ni a la mitad de tales preguntas, pero me consuelo sabiendo que mi coeficiente intelectual es de 90. Vale la pena que se considere un momento acerca de esas pe­leas por conseguir premios o trofeos y todas esas tonterías que hay en la educación. Bueno, tal vez yo estoy hablando con un poco de prejuicio, quizá porque en toda mi vida nunca gané una medalla, ni nunca estuve en el primer lugar de la clase.
Se supone que los juegos son saludables para los niños. Así debiera ser; pero sé de muchos ex pupilos que habiéndose pasado diez años sin ju­gar a nada, se ven tan sanos a los cuarenta y cinco como sus vecinos, de los cuales muchos de ellos se dieron grandes palizas nadando y pedaleando. Creo, sin embargo, que millones de personas que devoran partidos de fútbol, en toda su vida no die­ron una patada al balón. Por el contrario, los espec­tadores de Wimbledon, estoy seguro, practican el tenis o acuden a los campeonatos abiertos de golf; por todo ello deduzco que los mejores juegos no son los de entre equipo, sino los sostenidos entre individuos.
Ahora vamos a construir una alberca, y espero o, más bien, estoy seguro de que no habrá competencias en clavados o en carreras. Después de to­do, Summerhill no tiene ninguna intención de competir con las escuelas de Eton o Roedean. Las personas que conocen sus aspiraciones no tienen ni el tiempo ni el deseo de competir con nadie.

EN SUMMERHILL ME HA SORPRENDIDO NO VER NINGUN NIÑO INSOLENTE. ¿ES ESTO NORMAL EN SU ESCUELA?

BASTANTE normal. Y cuando hay un niño o niña insolente, se trata de un recién llegado de alguna escuela disciplinaria. Diríase mejor que nadie pue­de ser insolente si no es provocado con otra insolencia. Así, si un niño me saca la lengua, voy yo y se la saco también; la mía es más larga. Pero las in­solencias en Summerhill son inexistentes. Y es que la insolencia es, al fin, producto del miedo, del respeto y de la presunción. Si abolimos de cual­quier escuela estas tres cosas, la insolencia no volverá a levantar cabeza. Nuestros pupilos, por otra parte, se divierten al observar cómo los nuevos contestan con insolencia a la libertad. Además, el niño insolente, al ver que ningún maestro reaccio­na sintiéndose irritado como él esperaba, pronto descubre que está perdiendo su energía y su tiempo.

¿NO ES ALGO HUECO Y FALSO ESO DE AUTOGOBIERNO? A DAVID HOLBROOK PARECE NO GUSTARLE

DAVID HOLBROOK en un artículo en "Id", órgano de la Sociedad Summerhill, escribe: "Al imaginarme a los niños sentados en un aula de la escuela de Neill haciéndose su propio reglamento, pienso en que se exige a los niños que hagan lo que se supo­ne que los adultos deberían hacer por ellos." Acla­remos de paso, que cuando David asistió a una re­unión de las que habla, tenía dieciséis años.
No sé por donde comenzar con esta crítica que se me hace, pues atañe a la misma base de la es­cuela. Se trata del problema de la autorregulación en general, pero ahora yo pregunto: ¿hasta qué punto un niño puede opinar en asuntos sociales? Todos nosotros sabemos bien esa frase de "Tus pa­pás lo sabrán mejor." ¿Seguro que ellos lo saben mejor? En Summerhill, yo sé más respecto a al­gunas cosas y por eso nunca consulto a los pupilos a la hora de contratar un profesor, ni mi esposa tampoco les pregunta la comida que quieren; yo soy el que decido acerca de los escapes de gas; nos­otros mismos somos los que compramos los mue­bles y los reparamos, o elegimos los libros de texto que han de usarse. Ninguno de estos menesteres se trata en las reuniones de autogobierno; tampoco a los pupilos les interesa. Para ellos, autogobierno es decidir sobre cuestiones derivadas de la vida co­munal que llevan. Por lo tanto, en las reuniones pueden decir lo que les dé la gana, y votar lo que deseen. Nunca se esperan a ver lo que deciden los profesores, aunque, por supuesto, se admiten las sugerencias de éstos; pero se las somete a juicio. Muchísimas proposiciones que yo les he hecho, han sido desatendidas. Pero, repito, jamás pido a los niños que opinen sobre asuntos que se encuen­tran fuera de su incumbencia.
El autogobierno es de verdad bueno cuando disponemos de un buen número de pupilos ya mayores, pero que han sido criados en la escuela, que llevan en ella siete u ocho años. Pues sucede que si admitimos niños o niñas de quince o más años no cooperan en el autogobierno: les pesan demasiado las represiones, no aprehenden bien la libertad. Por eso, a veces, algún profesor tiene que inmis­cuirse un poco en las reuniones para proponer te­mas a considerar. Por ejemplo, si alguien tira la comida contra las paredes del comedor, un pu­pilo mayor, en la próxima reunión, insta a sus compañeros a que se considere ese asunto; pero como recientemente teníamos un gran influjo de adolescentes que carecían de sentimiento social por la comida desperdiciada, tenía que ser un pro­fesor el que se levantara en la reunión y sacara el tema a colación. Esto no es lo ideal, naturalmente, pero a veces se hace inevitable.
Cuando sólo hay niños pequeños tal vez el au­togobierno dé la sensación de algo hueco, pues sa­bemos, por propia experiencia, que los niños pe­queños no son capaces de ser imparciales al esta­blecerse reglas para sí mismos. De ahí que resulte contradictorio que en los kindergarten puedan vo­tar e hilvanar sus buenos discursitos antes de que sepan leer y escribir.
Respecto al papel que los adultos desempeñan en el autogobierno, lo ideal sería que no intervi­nieran, que permanecieran más o menos al mar­gen. Pero aunque en algunas ocasiones no puedo dejar de intervenir, cuando a un niño se le culpa de haber quebrantado el reglamento y procuro que no se vote en pro o en contra de que sea mul­tado con, por ejemplo, el pago de algunas monedas, o bien que no se multe a nadie por haber usado la bicicleta de un compañero, raramente lo logro.
La prueba más evidente del valor del autogo­bierno, creo que está en la misma determinación de los pupilos a seguir con su autogobierno. Cual­quier sugerencia a suprimirlo o a limitar sus atri­buciones es acogida con un "no" muy ruidoso. Dos veces he sugerido que sea abolido, pero ya no me atrevo a hacerlo más.
Ciertamente aseguro que nuestra democracia está bien lejos de ser perfecta. La mayoría es la que impone su voluntad, y, por lo tanto, a la mi­noría le toca siempre sufrir. Pero lo que invaria­blemente me ha sorprendido es que, en todo caso, el veredicto de la mayoría siempre es aceptado por la minoría; y si alguien se muestra reticente a acep­tarlo suele ser un muchacho de quince años recién llegado, que no ve la razón por la que él ha de aceptar "lo que dice el rebaño".
¿Es anormal que los niños infrinjan las reglas que ellos mismos se imponen? Estoy seguro de que si fuera yo el que estableciera las reglas, las infracciones serían mucho más numerosas: la na­tural rebeldía contra la autoridad paterna apare­cería. En general, en Summerhill el reglamento es bastante bien observado, debido principalmente a que los niños son honestos unos con otros. A lo largo de 45 años no he dejado de maravillarme por el sentido de justicia que muestran. Si un mucha­cho es inculpado de pendenciero, en la reunión se le reprende por ello. Y si sucede que en la reunión siguiente ese mismo muchacho trata de culpar, de­masiado airadamente, a compañeros suyos de lo que él ya había sido culpado, entonces la reunión considera que eso puede ser un desquite y así se lo dicen.
Alguien escribió que nuestro autogobierno es un timo, que es la plantilla docente la que real­mente establece las reglas y no los pupilos. Esto es sencillamente una difamación, como cualquier pu­pilo, pasado o presente, sabe. Yo, por ejemplo, les he propuesto varias veces que usen el tocadiscos sólo en las tardes, y mi proposición siempre ha si­do desoída. Otro ejemplo: alguien de la plantilla los ha amonestado por el despilfarro de comida; pues quizá porque a la entrada de la escuela hay puestos de venta de helados, a menudo los niños se atibo­rran de paletas, y cuando a continuación acuden al comedor no prueban la comida. La proposición del profesor que hizo notar esto era que, al niño que dejara su comida, se le privara de ella al día siguien­te. Pues bien, también esta moción fue desestimada. Otro ejemplo más es que repetidamente les he propuesto que el dinero que se les mande sea com­partido equitativamente por todos. Y también es­to es denegado. Los que tienen menos dinero vo­tan en contra del reparto equitativo. Creo que con esto habré podido demostrar que nuestra democracia no es un timo.

¿TIENE USTED ARCHIVOS DE SUS EXPUPILOS?

No. SIN EMBARGO, últimamente, Man Bernstain publicó en "Id" un estudio estadístico de antiguos pupilos. Al respecto voy a transcribir la opinión de estos pupilos, es decir, las de los que dijeron que no sacaron mucho de nuestro sistema. Vea­mos: cuatro dijeron que no había suficiente protec­ción contra los pendencieros; tres hablaron de que el personal docente era cambiado con demasiada frecuencia, y hubo uno que dijo que había sido muy influenciado por los compañeros irresponsables respecto de las tareas académicas.
Bernstain añade: "Estas personas suelen ser las más explícitas y las menos, antes y después de que pasaran por Summerhill."
No sabiendo quiénes son éstos, no me puedo imaginar ni juzgar los condicionamientos de su infancia, ni sus capacidades mentales. Tampoco puedo decir el tiempo que ellos estuvieron en la escuela. Lo que sí haré será contestar a sus crí­ticas.
Respecto al primer punto, todos saben que el muchacho pendenciero es fácilmente tratado bajo un sistema disciplinario y de miedo, y que con la libertad se convierte en un problema. Muy seguro de ello, con frecuencia se me ha ocurrido que el muchacho que mete miedo a niños más pequeños no debería estar en la escuela, pero jamás tomé una resolución al respecto, principalmente porque no me podía imaginar que él fuera a otra escuela sin ser tratado ásperamente. Ya sé que hay infini­dad de internados que tratan a los niños sin as­pereza, pero no suelen admitir a niños expulsados. Otto Shaw y George Lyward se encargan de estos niños-problema, pero nunca suelen tener plazas, y, además, sólo admiten a muchachos con un alto ín­dice intelectual. Por lo demás, normalmente el pen­denciero no tiene un grado de inteligencia muy elevado.
Por nuestra parte hacemos todo lo que pode­mos para controlar al muchacho pendenciero, cul­pándole en las reuniones o en nuestros tribunales, haciéndole ver lo que la opinión pública piensa de él. Sin embargo, en un par de ocasiones algo serias tuvimos que expulsar ese tipo de muchachos. Esa afición a intimidar es uno de los principales pro­blemas en nuestra escuela; pero actualmente, ya no se le permite la permanencia entre nosotros a ningún muchacho pendenciero.
El cambio frecuente de personal, por otra parte, ha sido perjudicial para los pupilos. Pero es comprensible, pues hace algunos años, muchos pro­fesores no podían permanecer mucho tiempo en la escuela por razones económicas; hoy día, sin em­bargo, la situación ha mejorado, y ya podemos pagarles un sueldo razonable.
La última objeción que me presentan es la de ese ex pupilo que afirma haber sido influenciado por compañeros que eran irresponsables con res­pecto a la labor académica. Sobre esto puedo de­cir que eso sí puede ocurrir a veces. Cuando hay un muchacho o muchacha sobresaliente que, con toda su energía, aborrece las clases, a causa, nor­malmente, de pasadas experiencias, puede man­tener a otros niños alejados de las clases.
Pero esto me mueve a preguntar algo que has­ta ahora no me he atrevido a hacer: ¿Es Summer­hill una escuela principalmente para niños inte­ligentes? El niño que se deja conducir o influen­ciar no suele ser muy brillante. Los que no asisten a las clases suelen ser por lo general, aquellos que sienten que no son buenos en ellas. Y se me antoja pensar que estas personas que Bernstein entre­vistó fueron precisamente las que protestaban por la falta de educación en Summerhill. Añádase a esto que hace años acudió a verme una chica, ex pupila, una vez que se había ya casado. Se quejó de que Summerhill había arruinado su vida, de que ella no había recibido ninguna educación. Le pregunté quiénes había en su clase, y resultó que de entre ellos salieron dos médicos, dos conferen­ciantes y dos artistas. Entonces le dije: "¿Por qué ellos recibieron educación en Summerhill y tú no?" Y no era una chica torpe, más bien era inte­ligente, pero, seguramente, no fue muy asidua a las clases.
No nos cruzamos de brazos ante los pupilos que persuaden a otros para que no asistan a las clases. A veces en las reuniones, algún profesor o pupilo los culpa de infringir la regla de que la asistencia a las clases ha de ser totalmente volun­taria. Por tanto, del mismo modo que ningún pro­fesor exige al niño que asista a clase, igualmente ningún pupilo debe instar a otro a que no vaya.
Por otro lado ---y esto es algo más positivo-­-- Bernstein descubrió que la mayoría de los ex alumnos se encontraban satisfechos de la educa­ción que recibieron. He aquí algunos de sus ha­llazgos: ocho afirmaron que la escuela les había dado una postura sana respecto al sexo; siete di­jeron que habían perdido el miedo a la autoridad (cinco se referían a la autoridad de los maestros en posteriores escuelas que frecuentaron). Otros siete opinaron que Summerhill los había rodeado de un ambiente en el que pudieron desenvolverse de acuerdo con su naturaleza; cinco que la escue­la les ayudó a comprender mejor a sus propios hi­jos y a educarlos de un modo sano. También hubo cinco que dijeron que gracias a la escuela se ha­bían liberado del deseo continuo de estar jugando y así asentar la cabeza; tres manifestaron que Summerhill les había hecho poner un interés ac­tivo en todas las cosas que ocurrían en el mundo dos pensaban que el contacto con la escuela les había permitido trabajar exentos de toda hostili­dad y de otros sentimientos antisociales; y uno de nuestros antiguos pupilos, Karl Kruytbosch, resi­dente ahora en California, está reuniendo mate­rial para iniciar un estudio exhaustivo de todos los ex pupilos y de sus vidas. Sólo espero vivir lo su­ficiente para poderlo leer.

¿LA FANTASÍA ES PERJUDICIAL PARA EL NIÑO?

RECUERDO que en una entrevista que sostuve con el hijo de Montessori, publicada más tarde en la Redbook Magazine americana, Montessori me dio a entender que para él la fantasía era algo objetivamente perjudicial. Es cierto que el niño suele refugiarse en su fantasía cuando no tiene nada que hacer, y me imagino que Montessori opinaría que la masturbación no era más que un resultado del aburrimiento; pero, en ese caso, todos los niños del mundo están aburridos.
Mas ¿qué es la fantasía? Puede ser un soñar despierto, un divagar caprichoso del pensamiento, una válvula de escape, si se quiere. Sin embargo, ¿quién no adopta alguna vez una postura escapis­ta al identificarse con los héroes o heroínas que ve­mos en el cine? La fantasía nos domina a todos y a todas las edades. Yo mismo me dejo llevar por mi fantasía pensando que alguien llamado algo así como Rockefeller lea mis libros y nos dé un millón de dólares; pero esta ilusión no me hace ol­vidar la realidad de mi trabajo. La persona que construyó el monasterio de El Escorial debió re­presentárselo en su fantasía antes de comenzar su obra. Yo también soñé escribir este libro. Yo sé que casi todas las fantasías no llegan a realizarse. Para mí el cielo de los cristianos es una fantasía que conforta a muchas personas, especialmente a los que viven miserablemente en la tierra. En cuan­to a los humanistas bien pueden tener la fantasía de un paraíso terrenal que ni existe ni es probable que exista en nuestra época. Por tanto, si todos nosotros fantaseamos, ¿por qué los niños no han de poder. No creo que llegue a enterarme algún día de que los niños no se masturban, y eso que creo saber bastante de niños. En cualquier caso, si usted cree que la fantasía perjudica al niño, ¿qué podría hacer para remediarlo? Suprimirla; pero si tal se hace yo me voy a encontrar con unas clases de redacción muy aburridas, pues la imagi­nación es la fantasía.

¿NO ES REPROBABLE QUE SUS PUPILOS EMPLEEN TAN MALAS PALABRAS? ¿IM­PLICA EL USO FRECUENTE DE ELLAS UNA CARENCIA DE VOCABULARIO?

EL EMPLEO de malas palabras no tiene nada que ver con el vocabulario. Yo digo infiernos, en lugar de decir Hades; y mis pupilos dicen mierda en lugar de decir excremento. En todos los idiomas hay palabras calificadas de indecentes, pero sospecho que prohibirlas sería hacer el tonto. Una persona cultivada puede referirse al acto sexual con tal expresión, pero un albañil dice joder. Sin embargo, hay muchas personas cultas que también prefieren las palabras corrientes. El empleo de malas palabras es totalmente debido a la represión. La numerosa familia de "malas pa­labras" referentes al sexo constituye una saluda­ble protesta contra la actitud de nuestra genera­ción respecto a todas las cosas sexuales; del mismo modo que todas las blasfemias son una protesta contra la perversión del Cristianismo. Nuestros pupilos, sin estar inhibidos acerca del sexo, em­plean palabras sexuales. Asimismo profieren voca­blos blasfematorios pese a no haber recibido ins­trucción religiosa. Por cierto que resulta extraño considerar de no buen gusto la expresión "¡Dios mío!" en inglés; en Alemania, sin embargo, se di­ce tranquilamente "Mein Gott!", y en Francia: "¡Mon Dieu!"
El empleo de malas palabras no tiene ninguna importancia, pues tales palabras no son inmorales. Aunque sí representan la válvula de es­cape de una educación que hace del sexo algo obsceno. No creo, sin embargo, que un pupilo de Summerhill encuentre graciosas las frases escritas en las paredes de los escusados. He reparado, que si en una película aparece una bacinica nuestros muchachos, en contra de la generalidad, nunca se ríen. Digamos también que muy pocas historietas sexuales son graciosas; la mayoría son sucias. A mí me han contado y yo he contado cientos de ellas, pero apenas si soy capaz ahora de recordar sólo una que sea graciosa. Aunque... es una lás­tima que no me permitan imprimirla, pues no es nada pornográfica. Tampoco quisiera que mis lectores me escriban pidiéndome que se la cuente.

AFIRMA USTED QUE LOS PUPILOS DE SUMMERHILL TIENDEN A OCUPAR PRO­FESIONES CREADORAS. PERO SI TODAS LAS ESCUELAS FUERAN COMO SUMMER­HILL ¿QUIEN SE OCUPARÍA DE BARRER LAS CALLES Y DE SACAR EL CARBON DE LAS MINAS?

BUENA PREGUNTA, y difícil de contestar. La auto­matización podría ser la solución, pero incluso sin automatización se podría aspirar a un mundo que repartiera los trabajos. A mí muchas veces me ha tocado hacer trabajos sucios y nunca me quejaba. Malcolm Muggeridge era capaz de barrer las ca­lles durante una hora con tal que le permitieran dedicarse el resto del día a hacer entrevistas para TV. Esto no pasará, por desgracia; y los hombres continuarán estando sujetos a profesiones aburri­das. Una solución sería pagarles más que a un ---por ejemplo-- médico o profesor. Shaw aboga­ba porque todos los hombres recibieran idénticos sueldos. Claro que si esto se hiciera todo el siste­ma social sería alterado. Pero habiendo como hay muchos más trabajadores no especializados que es­pecializados, o muchos más albañiles que médicos, aquello significaría cambiar todo nuestro sistema de valores. Hace ya muchos años, estuve hablando en la TV acerca de la educación durante veinte minutos; me pagaron por ello cuatro libras. A la semana siguiente Sir Harry Lauder, cantando du­rante el mismo tiempo, cobró, según me dijeron, ochocientas libras. Al parecer un cantante pop puede ganar en una sola actuación miles de libras, mientras que yo, a lo sumo, cobraría veinticinco. Es decir, uno tiene valor cuando tiene populari­dad. La prueba está en que también en Rusia un escritor, director de orquesta o un actor cobra mu­cho más que el mecánico de una fábrica. Y es que tanto en el capitalismo como en el comunismo, ser popular equivale a poder económico.
La gente del pueblo, trabajadora en los em­pleos bajos, al no tener popularidad, no tiene re­tribuciones económicas altas; de modo que ten­dríamos que volver al argumento de Shaw y dar­les a todos los trabajadores la misma paga. Pero véase cómo suele ocurrir que si uno tiene una fi­losofía de la vida sana y buena ocupa un puesto social más bien bajo. Uno de nuestros ex pupilos por ejemplo, que era conductor de autobús, se sin­tió muy desgraciado cuando su salud se debilitó y le forzó a abandonar el trabajo; pues decía qué era feliz, ya que por ese trabajo conocía a mucha gen­te. Otro ex pupilo, un albañil, también se encuen­tra dichoso con su trabajo... Tenemos además, otros ex pupilos que son granjeros; cierto que son independientes, sus propios jefes, pero el trabajo del campo no es precisamente fácil.
He de admitir, de todos modos, que esta cues­tión no es de solución simplista. Naturalmente que yo abogo por una reducción de la jornada laboral y por un aumento salarial.

¿CÓMO REACCIONAN SUS PUPILOS BLAN­COS ANTE LOS PUPILOS DE COLOR?

No SUELEN mostrar ninguna reacción; hasta a los niños mas pequeños parece pasarles inadvertida la diferencia de color. Y si manifestaran odio hacia los niños negros, yo lo achacaría inmediata­mente a que los padres, desde muy niños, les in­culcaron ese odio.
A propósito de eso, un visitante me preguntó qué me parecería si una muchacha blanca deseara casarse con un negro. Imagino que, si dependiese de mí, me preocuparía algo, no por el hecho de casarse en sí, sino por los niños, pues en nuestra so­ciedad el que no pertenece a un grupo étnico bien diferenciado, sea mulato, mestizo o zambo, se sien­te acomplejado, inferior. Sé, sin embargo, que en nuestras aulas a nadie le preocupa que su compa­ñero de mesa sea mulato o no. Esto es válido tam­bién respecto al antisemitismo. En Summerhill te­nemos varios niños judíos y a todo el mundo le tie­ne sin cuidado. Este caso me recuerda que des­pués de una conferencia que di en Nueva York se me acusó de antisemitismo; unos oyentes judíos se molestaron conmigo; yo les pregunté la razón y me dijeron: "Porque usted mencionó en su con­ferencia que tenía en su escuela una niña judía de Viena."
---"Pero, contesté, también hablé de una chica española de Madrid."
-"Eso es distinto. Los españoles constituyen una nacionalidad; pero los judíos no; por eso us­ted es un antisemita."
---"Entonces, dije yo, ¿no voy a poder decir que Freud fue un gran judío?"
---"No, no puede. Únicamente podría decir que Freud fue un gran hombre."
Esa reacción me desconcertó; y, después de veinte años, aún sigo sin explicármela.

¿CÓMO SE TRATA EN SUMMERHILL AL NIÑO QUE CAE ENFERMO?

ENA, mi esposa, es la que se encarga de eso. Si un niño se encuentra con fiebre, ella lo lleva a la cama y en las veinticuatro horas siguientes sólo le da jugo de limón, de naranja o agua; si la temperatura no baja llama al médico. El porcentaje de los que caen enfermos es muy bajo en nuestra escue­la. Hace más de treinta años construimos una en­fermería, pero, afortunadamente, nunca ha sido usada como tal. Hoy hace las veces de dormitorio para los pupilos mayores.
Por supuesto que dispensamos al enfermo solicitud y cariño especiales; y nos esforzamos en tratar a los niños con el cuidado y el tipo de tra­tamiento que ellos prefieren y que sus padres es­peran de nosotros.
Los cuidados que un profano en medicina administra al enfermo pueden ser muy peligro­sos, por estar desligados de todo fundamento científico. Personalmente, soy partidario de la cu­ra natural; es decir, no del tratamiento a base de medicinas, sino de un régimen alimenticio, de que se diga a la gente cómo vivir de modo que no se caiga enfermo. Pero según esto forzosamente ha­bría que suprimir el tabaco, el alcohol, el azúcar, los pasteles y muchas cosas más. Y, por otro lado, habría que considerar el daño que pueden causar ciertos narcóticos de uso frecuente. La talidomida es un ejemplo de ello, y la cortisona, de la que se dice que afecta al corazón. Frente a esta circuns­tancia ¿qué puede saber el enfermero que suele ha­ber en las escuelas acerca del uso de estos narcó­ticos si hasta los especialistas acaban siendo igno­rantes? La prueba está en que durante años se ha estado usando la fenacetina y ahora se nos dice que se trata de un veneno. ¿Quién sabe qué se dirá dentro de algunos años respecto a la aspirina, que ahora se toma como el pan? Todo esto indica que hay que ser muy prudentes a la hora de adminis­trar a los niños algún narcótico, pues me he dado cuenta de que los amigos médicos que tengo son muy recalcitrantes en dar a sus propios hijos cual­quier narcótico.
Vamos a dar el ejemplo de la leche. Durante muchos años ---en Alemania, en Austria, Gales, Dorset, Suffolk--- nuestros pupilos bebían la leche directamente de la vaca, mientras que ahora no es posible más que tomar leche pasteurizada. No soy un experto, pero lo que sí sé es que la leche pasteurizada apenas tiene sabor, y que no puede ser fermentada. Pero no cabe duda que constantemente estamos en las manos de los espe­cialistas. También sabemos que se han elevado muchas protestas en contra de la carga de cloro a que se somete el agua que bebemos. Al respecto dicen que lo hacen con la idea de evitar la caída de los dientes en el niño. Sin embargo, he oído decir que en cierto pueblo de Escocia, al cabo de cinco años de ponerle cloro al agua, entre los niños de cinco años la caída de los dientes ha sido más frecuente que en cualquier otro pueblo cuyas re­servas de agua no hayan sido clorificadas.
Todo esto viene a justificar nuestra importan­cia en obtener alimentos o agua puros, pues nos­otros, en Summerhill, no controlamos el proceso de los alimentos. Si yo deseara hacer negocio abri­ría una tienda de abarrotes y vendería, con gran beneficio, todo ese excelente material que es des­echado en el proceso comercial del alimento: digamos las cáscaras de los granos de trigo o de arroz, el azúcar no refinado, etcétera.

COMUNMENTE SE LE CRITICA A SU ES­CUELA QUE EL NIÑO CAREZCA DE LOS ELEMENTOS NECESARIOS PARA DESA­RROLLAR SU CULTURA, SOBRE TODO EN EL CONOCIMIENTO DE LIBROS. ¿POR QUÉ NO DISPONE EL NIÑO DE UNA BUENA BIBLIOTECA?

ESTO ME LO PREGUNTÓ una profesora visitante. Yo la conduje a la biblioteca de la escuela y después de dos minutos me dijo: "Retiro la acusación, su biblioteca es buena." Sin embargo, yo fui un po­co malicioso al indicarle que muchos de aquellos libros nunca eran leídos, pero que los libros de ciencia-ficción gozaban de una gran demanda, también los de viajes y de ciencia.
Las enciclopedias infantiles, son muy releídas. Esto viene a ser como el cuento del caballo que, aunque conducido al río, no se logra hacerle be­ber. Pero, siendo un poco consecuente, ¿cuántos de nosotros tenemos libros en nuestras estanterías que nunca hemos leído? Yo no pienso releer ni a Freud, ni a Jung, ni Adler, ni Stekel, ni por lo mismo a Domon Runyon. Casi el 80% de las bi­bliotecas privadas podían ser en buena parte des­truidas, sin que sus propietarios las echaran de menos. Este mismo libro, después de corregir las pruebas finales, no pienso leerlo. Tal vez pueda con­tar por los dedos de la mano los autores que leen sus propias obras.
En cierta ocasión, reunido con unos cuantos de los mejores artistas noruegos, les pregunté si po­dían volver a considerar sus propias obras. Casi todos coincidieron en que eran incapaces de mirar a sus pinturas recientes, pero que gustaban de contemplar las que habían ejecutado en años an­teriores.
Todo lo más que una escuela puede hacer es instalar una selección de libros tan amplia como pueda, considerando, naturalmente, las opiniones de los pupilos; y esto es lo que hacemos en Sum­merhill. Creo, además, que los libros "somníferos" son en su mayoría obsequios de padres y visitan­tes que nos envían los que ellos son incapaces de leer, pero que lucen bonitos. Ya sé que me van a llamar hereje, pero ¿es la lectura tan im­portante? Me parece que uno puede vivir muy tranquilo y feliz sin haber tocado un libro de Prouts, o Milton, u Ortega, o...  ---no me atrevo a decirlo--- o de Shakespeare. Cierto que Bacon dijo que la lectura llena al hombre, pero ¿de qué le llena? Lo que quiero decir en todo caso es que so­mos una especie de impostores cuando nos preo­cupamos de lo que el niño lee o deja de leer. No obstante, sé de una novelista, cuyas obras pueden ser inmortales, que lee absolutamente todo lo que cae en sus manos: clásicos, historia, biografías y... fotonovelas. Según me dijo todo le gustaba por igual. La cultura, claro está, no se da, hay que buscarla; por eso en nuestra biblioteca se puede encontrar desde la quintaesencia de Ibsen has­ta la última novela policiaca.

¿CÓMO REACCIONAN SUS PUPILOS ANTE LA TELEVISION?

HACE ALGÚN TIEMPO la Sociedad Summerhill ofre­ció regalar a la escuela un televisor. El ofrecimien­to se discutió en una reunión general y, ante mi sorpresa, en le reunión se acordó por gran mayo­ría rechazar el ofrecimiento. Los niños mayores alegaban que podría perjudicar nuestro programa social..., juegos, debates, bailes regionales, etc. Los más jóvenes decían que con un televisor podrían sobrevenir constantes líos, pues cada uno querría sintonizar un canal distinto. La verdad es que me alegré de su resolución, pues no me hubie­ra gustado tener una escuela de mirones inactivos. En esa reunión la plantilla docente no se pronun­ció por nada.
No deja de ser extraño que los niños rechaza­ran un televisor, pero aún es más extraño el que no les guste ver la televisión. Cómo a mí, les fatiga tanto aparato técnico. Quizá se dan cuenta de que la disposición de las cámaras no es todavía correcta, que la luz no es suficiente, que hay demasiadas sombras. Se puede suponer que a todos los niños les gustaría verse a sí mismos en la pantalla, y yo debo admitir que el único programa que le pue­de gustar a un niño es aquel en que sale él mismo. Pero la creencia de que todos los niños son exhibi­cionistas es bastante discutible: en la clase de arte raro es el niño que firma sus dibujos.
Simpatizo con la molestia que sienten de salir en televisión. Las pocas veces que yo he estado en televisión lo he encontrado de lo más aburrido. Llegaba al estudio a las seis y no salía hasta me­dianoche; era como si nada estuviera a punto.
Los comerciales es lo que más dinero deja a la TV. Hace unos años, a la hora de filmar mi pro­grama, el productor me dijo: "Va a ocupar el tiempo que podría valer 7 000 libras, y sin pagar nada." El programa fue visto por millones... y a nadie se le ocurrió pedir un prospecto de la es­cuela; antes bien, tal vez hubiera más de uno que protestara en contra del programa.
La televisión se ha instalado en nuestros ho­gares y ya no hay por qué lamentarlo. Sin embar­go, le temo desde el punto de vista educativo: alimenta la pasividad, la absorción de los hechos, el sensacionalismo y, con demasiada frecuencia, la brutalidad. Incluso las películas que muestran a la policía en acción contra perturbadores o negros perjudican a los niños pequeños, incapaces de di­simular el miedo cuando las están viendo. Estimo, por lo tanto, que nuestros jueces se equivocan al achacar esta ola de violencia criminal al efecto de la pantalla. La violencia exhibida en la pantalla a lo sumo puede sugerir el método de cometer un crimen, pero nunca hace de un niño un sádico o un asesino. Ciertamente que después de verlo en la pantalla, la responsabilidad a la hora de come­ter un crimen es algo mejor, pero dígase lo mis­mo de las novelas policiacas o de suspenso que pululan en el mercado. Al respecto, un visitante ruso me dijo que en su país la violencia en la pan­talla o en los best-sellers estaba prohibida. En Gran Bretaña se es algo contradictorio acerca de la violencia, de suerte que se permite que en la pantalla aparezcan hombres rompiéndose la cara, mujeres golpeadas, personas acuchilladas; sin embargo, una corrida de toros creo que todavía no es­tá autorizada por la censura.
Naturalmente que hay cosas en la televisión que no son violentas ni brutales. Un buen Filme del Oeste, pese a tantas balaceras, puede no ser brutal; la razón tal vez sea que en una pelícu­la del Oeste, al ser los protagonistas hombres tan exageradamente fantásticos, ningún niño es capaz de ligarse emocionalmente a ellos. Cuan­do muere el "malo", nadie vierte una sola lá­grima; sin embargo, muchas han sido las verti­das en la muerte de un Hamlet, de un Lear, Otelo, o de Garbo en "La dama de las Camelias". Yo mismo siempre lloro un poquito al final de "Luces de la Ciudad", aunque no me gusta esa observa­ción que hace en su autobiografía Charlie Chaplin de que los científicos son unos señores muy senti­mentales porque él vio a Einstein enjugarse los ojos cuando terminó de ver dicho filme.
Bueno, de todos modos, la televisión no puede hacer mucho daño a los niños en tanto los perso­najes de las películas sean irreales. Además, no deja de haber producciones positivamente buenas.
Para las escuelas en particular, las clases por TV tienen un valor dudoso, pues a menudo -no siempre-, tienden a hacer de los niños meras máquinas de memorizar. Poseen todo lo malo que tiene el profesor: demasiadas informaciones, de­masiado a estilo de conferencia, y, sobre todo, de­masiados actuantes en el cerebro y no en el corazón. Después de las horas que el niño dedica a las cla­ses, hay, sin embargo, buenos programas: pelícu­las de viajes, reportajes de exploración submarina, deportivos, etcétera.


CAPÍTULO IV

PADRES

¿CUAL ES SU EXPERIENCIA ACERCA DE LOS NIÑOS ADOPTADOS?

HE TENIDO bastantes, de ellos en la escuela. Había más de uno que, aun sabiendo desde la infancia que sus padres lo eran sólo por adopción, actua­ban como si llevaran una espina clavada. Eso me desconcertó por algún tiempo; y sigue desconcer­tándome ahora que me he formado una opinión al respecto.
No se puede saber la influencia que la situa­ción de la madre pudiera tener sobre el niño. Es probable que una mujer, enervada, infeliz, pueda influenciar al niño en su vientre. Eso no lo sabe­mos bien, pero sabemos que casi todos los niños adoptados han sido indeseables para sus verdade­ras madres. Actualmente, los psicólogos saben de las tristes consecuencias para aquel niño que no ha recibido amor. Durante mi larga carrera, me he ido percatando de que no se puede hacer mu­cho por aquellos niños que de bebés no han sido amados. Ellos caminan por la vida recelosos, con un profundo sentimiento de inferioridad, con te­mor al contacto emocional. Por tanto, no creo que este problema de los niños adoptados haya de enfocarse partiendo de una crítica contra los pa­dres adoptivos. En tales niños es incesante el sen­timiento -no el pensamiento- de que al no ser deseado por su verdadera madre, ha de odiarla por siempre. Algunos han ensayado de reencon­trar a sus madres; pero tal experimento, por lo que respecta a mis pupilos, siempre fue infructuo­so. Y es que veían en sus madres a una extraña, y no a esa otra madre cariñosa con que soñaban de niños. La adopción, pues, me produce cierta reticencia.
Yo creo que a cualquier edad que sea adopta­do un niño, le ha de ser dicha la verdad. Porque si se le dice a un niño de seis años, por ejemplo, que es hijo adoptivo, éste tiende a reprimir el he­cho y a olvidarlo. Por lo tanto, hay que repetírselo constantemente para que no se le olvide, como me ocurrió a mí con una joven de 14 años, a quien año con año tenía que repetírselo. Hay algunos padres adoptivos que, piensan que si el bebé es adoptado cuando tiene seis semanas, no hay necesidad de decirle nada, pues el niño no podrá saber la verdad. Pero esto puede ser pe­ligroso, ya que los niños encuentran siempre el ca­mino de descifrar secretos. En efecto, conocí a un muchacho que descubrió la verdad a los dieciséis años. Eso le produjo una gran convulsión, y sus padres me dijeron que, desde entonces, se había vuelto frío y reservado en sus relaciones con ellos. Por lo tanto, es más seguro y mejor decir la verdad.
Y precisamente porque sé el infeliz futuro que les espera a los niños no deseados, es por lo que estoy a favor del aborto legal. El aborto es prefe­rible al odio de un niño. Y es un escándalo que nuestras leyes en contra del aborto estén confec­cionadas por hombres. Un plebiscito de mujeres, casadas y solteras, debería decidir si el aborto va a continuar siendo un crimen punitivo o no. Aun­que habiendo sido las mujeres también moldea­das por su educación, la mayoría tal vez se deci­diera en contra del aborto.
También puede haber cierto peligro cuando los padres que ya tienen sus propios hijos, adoptan a otros. Todos sabemos de los intensos celos que existen en una familia normal. Por tanto, si un niño de cinco años es repentinamente introducido en una familia donde hay niños de siete a once años, pueden surgir situaciones conflictivas entre los niños. Tan es así, que más de una vez ha ocu­rrido que los profesores casados han tenido que abandonar mi escuela. La razón, sus propios hijos:
"Si mi mamá y mi papá son para mí, ¿por qué entonces tienen que dedicarse a otros cincuenta niños...?" Mi consejo a los maestros y maestras es que nunca metan a sus propios hijos en la mis­ma escuela donde ellos trabajan.
Debemos confesar que hay algo misterioso en los niños; es como si tuvieran un sexto sentido. Un hijo ilegítimo ignora que es un bastardo, pero siente alrededor de sí como un misterio. Los pa­dres a menudo ocultan ciertas cosas a sus hijos, sobre todo el hecho de su amor carnal. El niño, entonces, reacciona sintiéndose inseguro y desdi­chado. En verdad hay muy poco que se pueda ocultar a un niño. Y la moral, ¿qué? No es sufi­ciente decir la verdad: hay que amarla.

SE DICE QUE ESTA USTED EN CONTRA DE LOS PADRES, E INCLUSO QUE TRATA DE INDISPONER A LOS PUPILOS CONTRA SUS PADRES

HACE poco, una muchacha de quince años me dijo: "Si uno tiene buenos padres, Summerhill ha­ce que se les ame más; pero si los padres son ma­los, Summerhill hace que uno se vea a través de ellos y entonces ya no se les puede amar mas. Ella tenía padres "malos". Yo le pregunté por qué creía que eran malos y ella me dijo: "Por que ellos sólo creen en la libertad según sus conveniencias. Me enviaron aquí para que me liberara, pero cuando vieron que yo estaba siendo demasiado independiente, se rebelaron contra la escuela. Ellos sabían que aquí se va a clase cuando se quie­re, y que ni siquiera se aconseja ir, pero ellos con­tinuaban fastidiándome con las clases. Ya sé por qué ellos están preocupados: temen que no seré nadie sin el certificado de secundaria. Eso está bien, pero entonces, ¿por qué me mandaron a es­ta escuela? Además, creo que soy bastante lista para aprobar un examen, cuando éste me intere­se, si me preparo."
Lo que ha dicho esta muchacha casi contesta la pregunta acerca de mi actitud hacia los padres. Padres ideales... he tenido muchos... Suelen ser aquellos que apoyan a la escuela con todo su corazón. Jamás se preocupan del progreso en las cla­ses, o de la falta de aseo en las habitaciones; tam­poco preguntan por qué no incitamos a los niños a que cuelguen de las paredes cuadros de Cezanne o Rembrandt; ni tampoco nos piden que con­denemos la música pop y que los estimulemos a que oigan a Bach y a Beethoven. En suma, tales padres creen en nosotros y en que los niños deben ir creciendo a su tiempo. Esa es la clase de pa­dres que da gusto tratar, mientras que la otra clase nos cansa; se preocupan por todo aquello que no es esencial. Que por qué no enseñamos a los niños a comportarse; que si la etiqueta, que si el tenedor con la mano derecha, que hay que decir "gracias" y por "favor". Ellos creen que los niños libres no pueden tener urbanidad. Ningún pupilo de Summerhill hablaría de la cuerda que hay en la casa de una viuda, con la que el marido ha sido ahorcado. Nadie de nuestros muchachos podría ser rudo con un judío o con un negro; a nadie se le ocurriría burlarse de una vieja que sea excén­trica.
De todos modos, estoy en contra de los padres cuando veo que están demasiado apegados a sus hijos. Además me he percatado de un hecho algo desagradable: cuando a un hijo le gusta mu­cho Summerhill, algunos padres se ponen celosos. Cierto que los nuevos pupilos carecen frecuente­mente de tacto cuando están en casa; de suerte que a menudo recibo quejas de los padres de que sus hijos se aburren en casa durante las vacaciones, y tienen la poca delicadeza de confesármelo así. Claro que muchos se aburren en casa; están con­finados en un piso, recién llegados del internado, y se encuentran todavía sin amigos. Muchos han de tener forzosamente restricciones en sus casas... El médico, por ejemplo, tiene que decir a sus hi­jos que no armen lío en su clínica. Los niños acep­tan todas esas limitaciones, pues saben que son necesarias. Por otro lado, algunos padres son de­masiado intranquilos. Si, por ejemplo, Mary, de quince años, un día se retrasa del baile, sus padres pueden imaginársela ya violada o flirteando en el camino de regreso a casa. En realidad, el gran obstáculo para la libertad del niño es la excesiva intranquilidad de los padres. No sólo por lo que se refiere al sexo, sino también respecto a la ense­ñanza. Sé muy bien que no se puede juzgar a los padres por sus actitudes acerca de ciertos aspec­tos de la vida. Sin embargo, se tiende a creer que si alguien se mantiene desafiante en algo, ya lo tiene que ser en todo. Por ejemplo, los humanistas que cuestionan la existencia de Dios. Yo co­nozco humanistas que, no obstante, están tan en contra del sexo como los cristianos. Conozco también comunistas que veneran a los diosecillos marxistas con tanto fervor y ceguera como los ca­tólicos lo hacen con la Virgen María.
Es verdad que todos somos capaces de pensar y de vivir por compartimentos. Todos somos cul­pables de esta especie de desdoblamiento de la personalidad en la conducta. Todos tenemos nues­tros complejos. Recuerdo haber leído en Erich Fromm que el mismo Freud solía estar con una hora de anticipación en la estación cuando iba a abordar el tren, lo cual demuestra que ni Freud se salvó de los complejos.
Los padres a menudo me desconciertan. No sé cuanto he perdido en deudas en los últimos cuarenta y cinco años, pero debe sumar miles el importe de las cuotas que los padres no pagaron. Tal vez sea porque hay muchos niños que son odiados... ¿Por qué pagar por un niño que no es amado? Y el término "escuela libre", además, quizá haya te­nido algo que ver para ellos con "libre de pagos".
Summerhill jamás indispuso a un niño en con­tra de sus padres; tal indisposición, si la hubo, tu­vo lugar bastante antes de que el niño ingresara en la escuela; lo que tal vez haría nuestra escuela sería hacer consciente aquella indisposición. Los padres nunca se dan cuenta de que son ellos mis­mos los que pierden el amor de sus hijos; y eso por los métodos con que los tratan: castigo, mi­mos, prohibiciones, restricción sexual, y el ocultarles las verdades. La institución familiar, pues, vie­ne a ser una abominación cuando se torna pater­nalista, restrictiva, incapaz de emanar amor. Los pupilos que han gozado de un hogar libre no pa­recen sufrir ese desgarramiento que siempre sobre­viene a los niños que han estado psicológicamente atados. Los padres que han perdido el amor de sus hijos es porque ellos mismos se lo han buscado.

CUANDO MI HIJA HACE TRAVESURAS SUELO DARLE UN PAR DE AZOTES. ¿ESTA BIEN O NO AZOTAR A UN NIÑO?

No SE TRATA de que esté bien o mal; en cierto mo­do, puede ser algo de cobardía, pues se está castigando a alguien más pequeño. No creo que usted pegue a su marido cuando él hace alguna tontería. Azotar no es algo que ayude a educar al niño; antes bien, actúa como un escape de la ira del adulto, o de su odio o de su frustración. Sería in­teresante averiguar cuántas de las madres que acostumbran azotar tienen una vida sexualmente insatisfecha, o son frígidas. Una madre feliz no azota; y es que no tiene necesidad de ello, pues mantiene una estabilidad de bienestar que trasmi­te al niño. La opinión general y la tradición ase­guran que los niños son instantáneamente ama­dos por sus padres desde que nacen; pero si es­poso y esposa han cesado de amarse mutuamente, los niños pueden devenir infelices o antisociales. Muchas veces un niño es travieso de un modo de­liberado, aunque subconsciente. "Mi madre -pien­sa- no me ama, y si no puedo obtener su amor, voy a obtener su odio, porque ella debe reaccio­nar de algún modo." Así, una madre, en lugar de azotar, debería reflexionar sobre su propia vida:
"¿Es mi vida un mero vegetar? ¿He sacrificado mi posible vocación en las artes o en el escenario por estos diablillos que están haciendo mi vida imposible?" "Las mujeres envejecen antes que los hombres; voy a llegar a los cincuenta y mi ma­rido, bien lo sé, mira a las chicas..." Y la reac­ción ante estas frustraciones, este malestar, es pe­garle a los pequeños. En fin, la madre que no pe­netra con amorosa indulgencia en la mente infantil de sus hijos, puede desarrollar físicamente una fa­milia, pero en un hogar donde reine el miedo no entra el amor.
¿Qué pasa cuando se le pega a un niño? Gol­pear a un niño no es una medida adecuada. Antes bien, se le infunde miedo y esto es algo cuyo de­recho de hacerlo nadie tiene. Además, se pierde el amor del niño y la contrición que él manifiesta después de ser flagelado es falsa, insincera al estar motivada por el miedo. La peor madre es la que grita: "¡Ya no te quiero!" Esto es un pecado con­tra el Espíritu Santo del niño. Todo niño busca amor y seguridad y cualquier azotina es una con­vulsión psicológica profunda; el pobre niño no sa­be lo que es suplantación, y, además, ignora que posiblemente el papá ha tenido un mal día con el jefe y descarga su malestar en él; malestar que el padre es incapaz de manifestar en la oficina. Del mismo modo, el niño desconoce que su ma­dre está ávida de sexo o que tal vez mantiene una fijación sexual en alguien que conociera en su in­fancia y que es, por lo tanto, incapaz de sostener con su marido una relación sexual normal. Tam­poco sabe que cuando es azotado por llegar a casa manchado de barro, la causa estriba casi siempre en que su madre teme el qué dirán de los vecinos. Diríase mejor que muchos niños son castigados simplemente para satisfacer la posible opinión de los vecinos.
Pero, aun así, no olvido que los niños pueden resultar un fastidio incluso para la madre equili­brada. Sus disputas continuas, el manoseo de las cosas que más valora la madre; las riñas origina­das por celos, sobre todo cuando los celos en la familia están a la orden del día. Por desgracia no pudimos elegir nuestros parientes, pero afor­tunadamente podemos elegir los amigos. Esta es la razón por la que frecuentemente he tenido que mantener separados a dos hermanos o hermanas. Y los padres, como ellos dicen, no pueden querer con igual intensidad a todos. Pero los niños, aun­que no sean conscientes de esto, lo sienten.
Sí hay un remedio para evitar los azotes: hay que buscarlo en el hecho de que los padres exami­nen sus puntos más irritables. En cuanto a mí, desde hace cincuenta años, he venido diciéndome: "La falla, querido bruto, no está en nuestro destino sino en nosotros mismos”; sólo que en lugar de "nuestro destino, léase 'nuestros hijos'." Pe­gar equivale simbólicamente a una castración; de­bilita la voluntad, induce al odio, puede arruinar una vida, pues millones de personas que de niños fueron golpeados, más tarde, de mayores, con­tinúan pegando a sus hijos.
Estos argumentos también son válidos para el sistema de "palos" usado aún en las escuelas. La defensa normal que suele tener el sistema puni­tivo son las grandes clases, niños no disciplinados en sus casas. Pero también hay grandes clases en Rusia, Estados Unidos y en los países escandina­vos, y, sin embargo, ahí no existe el castigo cor­poral. Considero espantoso que en las escuelas públicas inglesas se consienta a los muchachos más grandes, en funciones de inspectores, pegar a los más pequeños y a los afeminados. En un periódico leí, hace poco, lo mucho que se vendían las cañas en Inglaterra, y el "tawse" (tira de cuero) en Es­cocia. Pero a pesar de estos abominables instru­mentos de castigo ningún ministro de educación ha tenido todavía las agallas y la humanidad ne­cesarias para suprimir el castigo corporal. Tal vez sea porque estamos en un país cristiano: si se peca, nos espera el infierno... en la clase y en el futuro. Los padres y los maestros que pegan son gente mediocre, llena de odio, gente cobarde. ¿Habría algún maestro director capaz de golpear al porte­ro ex sargento por estar medio borracho? Segura­mente no; pero si cualquier muchacho huele a ta­baco puede recibir seis o más azotes, y bien da­dos. Yo desearía que los maestros y los padres adquirieran algo de conciencia de que ellos son, de verdad..., unas pobres personas que no han lo­grado madurez emocional; unos infelices, que re­vestidos de una estúpida autoridad, son incapaces de usarla adecuadamente.
Es evidente, que dichas personas no pueden soportar ser como realmente son, porque, en el fondo, son las víctimas, los productos de una edu­cación que no sabía nada de la naturaleza; y, por tanto, ellos representan dicho Sistema.

¿ES JUSTIFICABLE QUE YO MIENTA A MI HIJA ALGUNAS VECES?

SE SUPONE que hay ocasiones en que se le debe mentir. Por ejemplo, si ella se encuentra seriamen­te herida en el mismo accidente de automóvil en que su padre acaba de fallecer, y pregunta por el estado de papá, usted le deberá contestar que él está bien. Claro que no es fácil que tal ocasión se presente, pero no puedo pensar en ninguna otra en que se deba mentir. Por lo demás, sabido es que todos decimos mentiras piadosas. Si Miss Brown canta, pongamos por caso, y su voz me parece horrible, yo sonrío y hasta puedo elogiar­ía. Pero tales mentiras se dicen con la sana inten­ción de no herir. Y si a un marido se le pregunta qué le parece el nuevo sombrero que se ha com­prado su esposa, ¿seria capaz de decir que es ho­rrible? Es muy posible, sin embargo, tener hijos y no mentirles. Si usted dice: "Contesta el teléfo­no, querido, y si es Mrs. Jones, dile que no estoy", está haciendo tanto daño como le hará el saber que usted está viviendo engañosamente, preten­diendo que todo es armonía en su matrimonio mientras que su marido y usted se odian. Esta es la razón por la cual he repetido que es preferible divorciarse que vivir en una mentira, y más de una vez he observado que los niños, después del divorcio, crecen más felices, al desentenderse de un ambiente falso.
Ya sé que hay padres que anhelan ser mo­delos para sus hijos. Muchos se molestan cuando sus hijos descubren algo acerca de su pasado... Que a papá, por ejemplo, en la escuela le llamaban "el mocoso", a causa de su nariz siempre cho­rreando; que mamá estaba en el último lugar de la clase. También he conocido muchas madres que nunca dirían su edad a su familia, padres que ni siquiera a sus esposas decían sus ingresos. Po­siblemente, la mayoría de las mentiras paternas sean defensivas, preservativas de la imagen del pa­dre perfecto, de la madre perfecta. Pero todo esto está mal. Sus hijos deberían saber sus virtudes y debilidades. El niño, de pequeño, piensa que su padre es capaz de vencer a media docena de hom­bres, mientras que él, el padre, tiene que ser muy valiente para confesar que no podría ni con uno. Tal vez, la peor frase sea: "Cuando yo era como tú, no hurtaba." A partir de entonces, el niño sabrá por siempre que su padre es un mentiroso.
Casi todas las mentiras de los padres surgen como consecuencia de la creencia insensata de que los padres nunca deben dar a entender que son humanos. ¿Cuántos padres pueden dar una respuesta sincera al niño que les pregunta si ellos se han masturbado? Creo que no muchos. ¿Cuán­tas madres confesarían haber tenido vida sexual antes del matrimonio? Muy pocas; y, sin embar­go, el niño actual tiende a preguntar cosas emba­razosas. Es en torno a la esfera sexual, donde tan­tos padres mienten. ¿De dónde vienen los bebés? ¿Cómo se hacen? Todas las preguntas son inne­cesarias, incluso mentir acerca de los Reyes Ma­gos.
Decididamente, creo que es posible convivir con niños sin mentirles. Mas confieso que surgen ocasiones en que en Summerhill hemos de mos­trarnos evasivos por razones psicológicas. En efecto, ya di, en otro libro, el ejemplo de una muchacha que en una de nuestras reuniones fue acusada de haber robado una lira. Ella contestó que Neill se la había dado. El encargado me pre­guntó a mí y yo dije que era cierto, pues sabía que, de decir no, hubiera perdido su confianza. Felizmente la muchacha se convirtió en una per­sona honrada; aunque tal vez esto también hubie­ra podido suceder si yo no hubiese mentido. Quién sabe.
Cuando me preguntó si su hijo se masturbaba, llegué a mentirle a un coronel, pues sabía que era capaz de darle a su hijo una buena zurra. Pero fuera de razones que beneficien psicológicamente al niño, no veo el motivo de mentirles a mis pupi­los; tampoco mi plantilla lo hace. Y es que los pu­pilos jamás esperan que nosotros les mintamos.
Con todo, no pretendo que se deba responder con la verdad a cada pregunta que el niño le ha­ce a uno. En efecto, es difícil adivinar la respuesta a esta pregunta: "Papá, ¿quieres a Granny?" (Granny es la madre de mamá); o a esta otra:
"Mamá, ¿por qué bebes tanta ginebra?" Son pre­guntas que carecen de respuesta sencilla. Pero, a gran escala, sean honrados con sus hijos, y ellos serán honrados con ustedes.

TENGO DOS HIJOS: UNA NIÑA DE QUIN­CE AÑOS Y UN NIÑO DE TRECE. ME SIEN­TO TOTALMENTE ALEJADO DE ELLOS; VIVIMOS  EN  MUNDOS  DIFERENTES. ¿PUEDE EXISTIR ALGUN PUENTE ENTRE ELLOS Y YO?

POR LO QUE RESPECTA a gustos, posiblemente no. Mis pupilos ponen discos que a mí me ponen ner­vioso, música pop, canciones malas. Leen li­bros que para mí resultan infantiles. Ven progra­mas de TV mas que a mí me parecen preadolescen­tes. Desde los días del tango y del fox trot, no soporto sus contorsiones.
Hay, a veces, un abismo demasiado amplio, so­bre el que no puede tenderse ningún puente. Pero la vida no es sólo música pop; y, por tanto, exis­ten muchos modos de relacionarse con la gente jo­ven; por ejemplo, acerca de la vida, del amor, de problemas sociales. Naturalmente que no puede haber ningún puente si el viejo se obstina en im­poner al joven los valores de su generación. Pero si decimos: "A ti te gusta lo pop; a mí me gusta Ravel", ya estamos de acuerdo aunque diferimos de opinión. Tal vez los hogares desunidos en este sentido, se encuentran bloqueados por una barre­ra moral. Los padres saben lo que es bueno, pero los niños sienten lo que es bueno para ellos. Sin embargo, también es cierto que siempre existe un vínculo natural en una familia en la que reina una simpatía mutua entre el mayor y el menor; en una familia en la que los padres y los hijos no tienen necesidad de mentirse mutuamente en una fami­lia con confianza y comprensión. Me temo, por tanto, que son los padres los que, sobre todo, pue­den sentir el abismo. Pero los padres que escapan de la habitación en la que retumba música de los Beatles, no tienen por qué sentirse desligados de la familia, ni tampoco cuando ellos se quedan en casa escuchando a Bach, mientras los hijos están paseando fuera. "A mí me gusta Wagner; a mi esposa, no. Y yo escucho mi 'Meistersinger', mientras ella está en otra habitación. A mi hijastro le gusta Bach; y a mi no. Entonces me toca a mi sa­lir de la habitación."
Convivir en familia significa aceptar y ceder. Si surge un abismo, no es causado por la música o por otros gustos; está motivado por la incapaci­dad del mayor de comprender al menor. Y esto se motiva muchas veces a través del miedo; miedo de que el joven se descarríe; miedo porque no está estudiando lo suficiente; recelo de que no triunfe en la vida. Podemos, pues, desaprobar ciertas cosas que los jóvenes hacen, pero no pode­mos desaprobar a los jóvenes en sí mismos.
Lo padres no deben pretender que sus hijos compartan sus aficiones. Un padre que sea entu­siasta del fútbol, no debería intentar hacerse acom­pañar a los encuentros por su hijo aficionado a los libros. La madre que gusta de oír ópera no debería pedir a su hija que la acompañe, si ésta prefiere mejor una banda de jazz. Entretanto, ve­mos cómo muchos padres cargan con sus hijos por toda Europa, sin darse cuenta de que para los niños de diez años, el Forum o el Louvre no quiere decir nada, si no una... sesión de aburrimiento.

EN UNO DE SUS LIBROS USTED AFIRMA QUE UN NIÑO QUE AÑORA EL HOGAR SUELE PROCEDER DE UNA CASA DE HO­GAR INFELIZ. ¿SIGUE PENSANDO ASí?

Sí. AUNQUE pienso que lo que el niño añora es el hogar ideal que nunca ha tenido. Un hogar infe­liz hace infeliz a un niño; infelicidad que trae consigo cuando ingresa en Summerhill. Por lo de­más, yo sólo puedo conjeturar sobre la psicolo­gía del fenómeno. Es decir, que en cualquier casa en la que los padres se pasen el día peleándose, el niño se sentirá terriblemente inseguro, intran­quilo y distante, interrogándose qué es lo que es­tá sucediendo allí. La inseguridad se hará su pa­trón de vida. Hasta tal punto que esto puede ser el motivo esencial de su miedo ante la vida; fue rechazado en su casa y, lógicamente, tiene la im­presión de que en la escuela es rechazado también.
No estoy diciendo que esto sea todo. Pero es­toy seguro de que si cualquier pupilo mío hubiera de abandonar esta escuela para ir a otra más es­tricta, él sentiría añoranza de casa o, más proba­blemente, añoranza de Summerhill. Convengo en que es muy común la nostalgia de sus hogares en­tre los escolares que regresan al internado después de las vacaciones. Pero aun así, no fanfarroneo si digo que nuestros pupilos se llenan de alegría tan pronto como el curso coge su marcha habitual; ésta es la observación de un simple hecho que de­biera darse en todas las escuelas.


CAPÍTULO V

ENSEÑANZA

¿USA USTED EN LA ENSEÑANZA TECNICAS MODERNAS?

No SÉ, porque nunca pregunto a un profesor qué método emplea. Ya sé que hay métodos nuevos en la enseñanza, y algunos de ellos excelentes, so­bre todo en los primeros grados. Sin embargo, yo no puedo imaginar algún modo de enseñar ecua­ciones cuadradas o quebrados; tampoco sé si exis­te la posibilidad de dibujarle una tangente a un círculo desde un punto exterior al mismo. El pro­blema en la enseñanza es que está regida por los exámenes de selección en la universidad, y los impresos de los exámenes parecen los mismos que había cuando yo era joven. Se supone que los pupilos aprenden cómo hacer una raíz cuadrada; que aprenden las tablas de las medidas; y, final­mente, se sientan, aguantan las clases de gra­mática y memorizan todo lo que hizo Cromwell. Y todo, todo esto, es olvidado el día si­guiente del examen. Yo, por ejemplo, aparte de mi trabajo, nunca he sacado una raíz cuadrada; ni he utilizado las medidas; y si puedo analizar una frase es porque tengo que enseñar análisis. Dickens, Hardy, Shaw, Hemingway... Probablemente ninguno de estos hombres sabía distinguir una cláusula nominal de una adverbial de tiempo. Por todo lo expuesto precisamente, no estoy realmente interesado en hacer atractivas, por nuevos métodos, las materias que explicamos; antes bien, me gustaría echar por la borda el mon­tón de materia inútil y aburrida. Porque es asunto probado que el niño de más de ocho años que ingresa en Summerhill, aborrece tanto las clases que se puede pasar sin asistir a una de ellas a veces durante meses, ocasionalmente años; pero aun así es muy corriente que asista a clases de trabajos manuales, por ser esto lo que más es­timula el instinto creativo del niño.
¿Que cuánto valor tiene una educación univer­sitaria? Voy a tomar el ejemplo de mi propio caso: tres años de especialización en Inglés, y, to­davía, cuando en alguna reunión la conversación gira en torno a música, arte o filosofía, yo tengo que permanecer mudo. Por lo tanto, considero que cualquier educación universitaria es estrecha; y tal vez sea ésta la razón por la que mi título universitario no figura en el prospecto de la es­cuela. Desde luego que estoy a favor de los pro­fesores que hacen sus clases interesantes; aunque no llego a imaginarme que un profesor de historia logre siempre hacer su clase estimulante. Y, por otra parte, aún no sé por qué ciertas materias se han estandarizado. ¿Por qué se enseña historia y no botánica?, ¿geografía y no geología? Creo que la contestación está en las palabras de cierto maes­tro de una escuela pública: "No importa lo que se le enseñe al niño, en tanto que no le guste."
Mucho se puede conjeturar acerca de los mé­todos modernos. ¿ Importa algo, cuando uno tie­ne ya cincuenta años, si aprendió a leer según el método fonético o repitiendo las letras que pro­nunciaba el maestro? Bien hubiera podido decir Polonius que en los métodos de los educadores hay cierta locura.

¿SE ATRIBUYE EN SUMMERHILL MUCHA IMPORTANCIA A LA ENSEÑANZA DE LAS LENGUAS EXTRANJERAS?

PARA LOS INTERESADOS enseñamos francés y ale­mán; pero el problema está en que esta enseñan­za suele interrumpirse demasiado pronto. Yo em­pezaba a interesarme por la lengua de "La Eneida" cuando estudiaba latín, pero una vez aproba­do mi examen no volví a mirar más un libro de latín. Son centenares los que aprueban el francés en secundaria y no van nunca a Francia, ni leen un libro en francés; y si, por casualidad, dos años después van a París, tal vez puedan preguntar al gendarme por una calle, pero es muy posible que no entiendan lo que él les responda.
El modo ideal de aprender una lengua es vivir de joven en el país en cuestión. Mis pupilos ex­tranjeros, en la tercera semana ya hablan "su" in­glés: lo primero que aprenden son malas pala­bras. Y es que el niño no percibe una meta in­mediata, la lengua se hace pesada y aburrida. En nuestro grupo de maestros a veces se decían cosas personales en alemán; la afición por aprender esta lengua creció tanto que llegó a no resultar pru­dente conversar en alemán.
No enseñamos ni latín ni griego. Claro que hay quien opina lo contrario. Graves por ejem­plo, me decía que nadie puede escribir buen in­glés si carece de una educación clásica. Lo cual puede no ser verdad. Shakespeare sabia muy poco latín, y menos griego. Mi amigo Edwin Muir, ya fallecido, escribía en un inglés muy bueno. El in­glés de Bernard Shaw es extremadamente bueno. Yo no veo, pues, la necesidad de enseñar con los clásicos, aunque algunos profesores afirman que un conocimiento de ellos ayuda a entender mejor el inglés. ¿Es esto cierto? ¿Ayuda realmente a Sa­ber que estos o aquellos artículos de fábrica no se han hecho a mano, sino a máquina? ¿O que comi­té proviene del latín cum: con y mitto: yo envío? ¿Dónde hay aquí una semejanza entre el latín y el inglés? Supongo que los que abogan por una educación basada en los clásicos están pen­sando en la construcción de la frase; pero, ¿quién escribe hoy en día según el preciosismo oracional de Milton o de Thomas Browne? El argumento más válido en contra de las lenguas clásicas es que hay que pasarse años con una gramática muy aburrida; y que de los pocos que en la universidad estudian lenguas clásicas sólo unos cuantos ape­nas llegan, al final, a dominar a Homero, Ovidio o Cicerón. Hace unas cuantas generaciones, los alumnos disponían de más tiempo. Querámoslo o no, la generación actual no se vuelve hacia el pa­sado, tal vez porque está más preocupada respec­to del futuro.

¿LE GUSTA A USTED ENSEÑAR INGLES?

PERSONALMENTE pienso que el inglés no debería ser una materia escolar. Lo aprendemos leyendo, escribiendo, hablando, pero la autoridad nos ins­ta a estudiar la gramática. Como decía Henry Ford, la gramática es una futilidad. Claro que hay que evitar las incorrecciones al hablar, pero, ¿por qué romperse la cabeza tratando de averi­guar si la forma correcta es un gerundio o un par­ticipio, por ejemplo?
Bien, se puede argüir que el niño tiene que aprender a deletrear. Tras una larga carrera corno profesor, puedo afirmar que no es necesario en­señar deletreo. Se puede obtener simplemente leyendo, es decir, por la vía visual. La prueba de ello está en que, escribiendo las letras con las que la palabra en cuestión sea confundible, al momen­to se deduce el deletreo correcto de la palabra an­tes dudosa. Además de que el deletreo, en inglés, no sigue reglas uniformes en todos los lugares. Así, los americanos omiten o alteran letras que a nosotros nos pueden desconcertar. Otra cosa se­ria si existiera el deletreo fonético; aunque, ¿qué importa si no existe? Cada idioma tiene proble­mas inherentes a su propia naturaleza. La pro­nunciación del inglés es áspera, irregular, lo cual desconcierta a los extranjeros; del mismo modo que el alemán presenta el rompecabezas de la di­ferenciación de géneros. Pasé tres años en Alema­nia y Austria y, a no ser que se tratara de nom­bres muy comunes, no conseguí aplicar correcta­mente el artículo der, die o das.
Algunos creen que el profesor puede inculcar al alumno la afición por la literatura. Puede que sea así, pero yo nunca lo he logrado. Siendo mi novela favorita "The house with the green shutters" (La casa de las contraventanas verdes), ja­más conseguí interesar al alumnado en George Douglas Brown. James Cameron, por su parte, la califica de tremenda. En cuanto a teatro, mi dramaturgo favorito es Ibsen, y nunca pude encontrar en la clase alguien que le gustara. Durante mu­chos años, solía contar a los niños algunas aventu­ras, y aunque tardaron bastante en imprimirse, pu­bliqué dos de ellas: "A Dominie's Five" y "The Last Man Alive". A ellos les gustaba mucho que se las leyera; sin embargo, ahora no se me ocurriría leerles una aventura de caníbales y de jungla: hoy en día prefieren cuentos de exploración espacial, en lo que no les puedo complacer, pues no sé nada de ciencia. Espero que los profesores de inglés que tratan de avivar en los alumnos el interés por la lectura, tengan más éxito que yo.
El maestro puede ser una ayuda en los traba­jos que los alumnos componen, si bien todo maes­tro es molestado por la psicosis que crean los exá­menes de redacción. Sería bueno que en los ar­tículos que han de escribir los niños se dejara más campo a la comicidad, dejando volar la imagina­ción. En cierta ocasión, dije en clase: "Esta va a ser la primera frase de un artículo que ustedes me tienen que componer: '¡Maldita sea!, gritó el obis­po.”
Utilizando encabezamientos de temas como és­tos he obtenido excelentes resultados, a Saber: "Mi diente postizo se cayó al plato", o "No tenía dinero para pagar la cuenta." También resultó muy provechoso que escribieran una conversa­ción telefónica, diciendo solamente lo que habla­ría una sola persona:
"A.----Aló, Brown, ¿cómo estás?
“B.----...
"A.----Siento oírte decir eso. ¿ Consultaste al médico?
“B.-...
"A.----Pon la basura debajo del fregadero..."
Una muchacha se quejó de que esto era dema­siado sencillo; de modo que intenté que lo hicie­ran sin pensar, y ella escribió:
"A.---Aló, Brown, ¿cómo te va?
“B.---...
"A.---Yo recomendé salchichas y papas.
“B.---...
"A.----Igual que la Gestapo."
Les puedo asegurar que todo esto requiere mu­cha, mucha imaginación. Los niños responden siempre al humor y a la alegría... cuando el profesor se desprende de esa dignidad y respeto que caracteriza a la mayoría de ellos; respeto que para el niño sólo significa miedo. Claro que el idioma inglés puede ser una materia incitante, siempre que de la gramática y sus definiciones se eliminen todas esas palabras como oxítona, lítotes, prolepsis, adjunción, silepsis, etc., que no tengo la menor idea de lo que significan, y me pre­gunto si ustedes, respetables lectores, que po­seen un título académico, lo saben. Cualquier aprendizaje con perspectivas de examen arruina el interés de cualquier materia. El único examen provechoso en inglés se podría resumir en esta tarea: "Tienen ustedes dos horas para escribir acerca de lo que se les ocurra."

¿SE HACE GIMNASIA EN SUMMERHILL?

No. ANTES sí realizábamos ejercicios gimnásticos, pero los pupilos prefieren trepar a los árboles, ca­var hoyos, montar en bicicleta, nadar. Por lo gene­ral, ni a los niños ni a los adultos les gusta el ejer­cicio físico organizado, mecanizado. ¿Cuántos de ustedes se han comprado pesas o extensores y, cada mañana, se han plantado delante del espejo para imaginar cómo se van desarrollando sus bíceps? ¿Cuánto tiempo se mantuvieron haciéndolo? Nos­otros nos contentamos viendo a los pupilos trepar a los árboles, corretear, bailar. El mejor ejerci­cio físico es aquel que se efectúa inconscientemen­te, como cavar, pasear o correr.
Llegamos una vez a tener un boxeador en la plantilla, pero no consiguió hacer muy popular el boxeo.

¿ES POSIBLE ENSEÑAR UN ESTILO LITE­RARIO?

No TENGO IDEA, o, más bien, no estoy del todo se­guro qué es lo que significa la palabra estilo. El profesor Saintsbury nos machacó la cabeza con la diferencia del estilo sencillo y del estilo ador­nado, dándonos ejemplos de uno y otro. Saints­bury se pronunciaba decididamente por el estilo sencillo. Yo ahora, nunca suelo leer ninguna re­seña de libros que diga algo acerca de estilos; el interés está en el asunto, no en el modo. Sin embargo, a un escritor se le puede decir que su esti­lo es demasiado hermético... Tan es así que una vez escribí a Paul Goodman diciéndole que lo que escribía era muy bueno, pero que tuve que leer sus frases unas tres veces para enterarme de lo que significaban.
¿Se puede juzgar el estilo de un escritor? Na­die lee un libro acerca de jardinería, de mecánica o de aviación a causa del estilo. Por lo que respec­ta a las novelas, yo leo y releo "The house with the greens shutters", pero por el modo de expre­sión tan descriptivo: "... era un buen muchacho mi amigo Will: la huella del dedo del Hacedor aún estaba reciente en la arcilla de su cuerpo". Geor­ge Douglas Brown hacia escribiendo lo que Van Gogh hacía pintando. Sí, el estilo en un no­velista tiene gran importancia, pero ¿vamos a bus­car estilo en un libro de psicología? Yo no tengo estilo literario, escribo como hablo. Jamás podría emular el estilo de un Edwin Muir o de un Henry Handel Richardson, por lo cual concluyo que el estilo no puede ser enseñado. El estilo es uno mismo. Claro está que un profesor puede en­señar la puntuación, indicar al niño cuándo usar el punto o el punto y coma, pero no existen reglas fijas acerca de la puntuación. Yo suelo poner los dos puntos al encabezar una citación; así... Smith dijo: "Márchate"; pero después viene el impresor y cambia los dos puntos en una coma. (Ningún profesor puede enseñar a traducir de este modo: "Horacio, eres un buen chaval, no te atormentes; mantente fuera del cielo por un momento.")
¿Importa tanto el estilo? Un londinense en su gracejo, ante las cataratas del Niágara, puede ex­clamar: "¿No son bonitas?"; no obstante tendría la misma emoción que la que tuviera el estudioso que las calificara de magníficas, o de inspiradoras. No son las palabras lo que importa; sino lo que encubren.

¿POR QUE DICE USTED QUE UNA DE LAS CARACTERÍSTICAS NECESARIAS DEL PRO­FESOR ES EL SENTIDO DEL HUMOR?

PUES NO SÉ por qué; sólo sé que sin humor se es un peligro para el niño. Para el niño humor quiere decir amistad, eliminación de respeto y de miedo; equivale a afección por parte del adulto. En la escuela, los niños están tan poco acostum­brados al humor, que cuando yo digo a un niño de diez años, novel: "Estoy buscando a Neill, ¿sabes dónde está?", se me queda mirando a mí como si yo estuviera loco. Pero recuerdo que al decirle esto mismo a una muchacha de once años, que ya llevaba tres años con nosotros, con­testó: "Hace dos minutos que acaba de doblar aquella esquina." El humor es una de las cosas más preciosas y que, por desgracia, está completa­mente descartado en la educación de un niño. Aquellos que gritan al niño lo único que hacen es poner en evidencia la inocencia o la estupidez del niño. Mas si ningún muchacho define al polígono como cacatúa, tampoco a ningún matemático se le ocurre resolver un problema como si se tratase de un cuento: un hombre camina "X" millas du­rante "Y" horas, y maneja "A" millas durante "C" horas, ¿cuál es la diferencia? La respuesta: "b, d, g, h, k, 1, milla. La inocencia infantil aflora en muchos ejemplos, como cuando el profesor habla de que los alumnos le escriban un pequeño artícu­lo sobre Alfredo el Grande; "pero, por favor, no me repitan esa historia un tanto infantil de cuan­do deja quemar los pasteles". Una niña que escri­bió un buen artículo sobre cómo Alfredo había unido a la nación y establecido la marina, al final escribió: "Hay también una historia acerca del rey Alfredo y de cierta mujer, pero la dejaremos para otra ocasión.
La función de los niños viene a ser abastecer de risas a los profesores, aunque su verdadera función es reírse ellos mismos. Los niños peque­ños, más que sentido del humor tienen sentido de la diversión Pregúntese a una niña de diez años cuántos pies hay en una yarda y contestará. Pre­gúntesele a continuación cuantos pies hay en Scotland Yard, y se quedará mirándole a uno. Sin embargo, uno de mis pupilos, ya acostumbrado, replicó inmediatamente: "Depende del número de guardias y de oficinistas que haya en el edificio."
El humor denota igualdad, sociabilidad, amis­tad; y todo esto viene a ser incompatible con que el niño se dirija al profesor con el "señor" por delante. El humor se guarda una vez acabada la clase, pues actúa como nivelador. La autoridad que el profesor exige se vendría abajo, pues le ha ría demasiado humano el estar continuamente riéndose con sus alumnos. El mejor profesor es, pues, aquel que se ríe con sus alumnos, y el peor el que se ríe de sus alumnos. Todos sabemos lo desagradable que resulta el profesor que hace de la clase una burla de uno de los alumnos, normal­mente del más torpe. Esto lo sé muy bien, pues a mí. .. me tocó ser el torpe.
Me pregunto por qué se mira con recelo al hu­mor en tantos aspectos de la vida. Dicen que el ya fallecido Adlai Stevenson no pudo llegar a ser presidente de los Estados Unidos porque era muy propenso a las bromas. Sin embargo, pudiera ser que hubiera algún ministro británico que repa­sara sus discursos para ver que no hubiera nada por lo cual le pudieran acusar de ser un tipo divertido. Pero también puede suceder lo contrario. Tan es así que cuando yo era periodista se me en­vió para entrevistar a George Robey, que me ha­bía hecho reír muchas veces. Pues bien, nunca he visto un hombre tan tieso y tan pesimista en mi vida. Esto me recuerda ahora la anécdota de un señor tan pesimista que tiene que ir a consultar al psiquiatra, cuyo doctor, dándole una palmadita en el hombro, le dice: "Usted necesita animarse; vaya y diviértase viendo al gran payaso ése, a Grimaldi." "Yo soy Grimaldi", suspiró el pacien­te.
En efecto, un profesor sin humor es un peli­gro. El humor es una especie de válvula de seguridad. Si una persona no Sabe reírse de sí misma, es que ya, antes de morir, está muer­ta. De ahí que alguien escribiera que la mayor parte de los hombres mueren cuando llegan a la cuarentena, pero que sólo son enterrados al ir llegando a los setenta. Pero, de todos modos, el que lo escribiera era una persona sin humor. Ni en la Biblia, ni en los textos escolares hay una sola risa. "El dictador" de Charlie Chaplin podría ser más saludable que un texto sobre Hitler o Mussolini. Y ahora acabo de recordar que Charlie cree en la autoridad paterna. Y yo que estaba ponien­do continuamente ejemplos sobre él; todo para nada; ¡ ¡ maldito Charlie!!

¿SE USAN EN SUMMERHILL "TEST" DE INTELIGENCIA?

No, PUES SU VALOR ES LIMITADO. No pueden testi­moniar ni la imaginación, ni el humor, ni la creatividad; no son más que asuntos del intelecto, y en Summerhill no damos demasiada importancia al trabajo intelectual. Bueno, tal vez hable yo con algunos prejuicios. En TV, la B.B.C. tenía una especie de concurso para probar el grado de inte­ligencia. En uno de ellos resultó que mi índice de inteligencia era de 75. Cuando años más tarde, en la escuela hubo la misma prueba, resultó que dos muchachos y una muchacha lo habían tenido más alto que el mío. No, no quiero "Los Test" de in­teligencia en Summerhill.

¿ES DIFÍCIL ENSEÑAR EN SUMMERHILL?

MUY DIFÍCIL. Cuando las clases no son obligato­rias hay que ser muy buen profesor para tener alumnos que asistan a las clases de uno. También es difícil del otro modo. Precisamente he tenido profesores que conscientemente vinieron a Sum­merhill porque creían en la libertad para los niños; pero al cabo de unas semanas parecía que ellos eran tan "libertinos" como los niños que aca­ban de llegar a la escuela. Y es que ni para el adulto ni para el niño es tan fácil vivir en liber­tad.
En cierta ocasión observé que ante el cuarto de baño de la planta baja, había una gran cola y en el piso de arriba había otra cola. Un muchacho que había saltado dentro, vio que alguien había echado el cerrojo y después salido por la ventana. Entonces me dirigí a donde estaba reunida la plan­tilla docente y dije lo que había sucedido.
-"Oh, yo lo hice", dijo un profesor joven.
-"Por que", le pregunté.
Sonriendo, ésta fue su respuesta: "Toda mi vi­da he estado deseando hacer eso; y ésa fue la pri­mera oportunidad que he tenido de hacerlo." Por supuesto, que no todos los profesores nuevos tie­nen reacciones como ésa. Pero aún así yo he teni­do suerte con mi plantilla en todos estos años. Só­lo recuerdo una ocasión en la que tuve que adver­tir a un profesor de cómo tenía que tratar a los niños. Podría decir en definitiva que nunca he contratado maestros que no se pudieran acomo­dar al sistema, tipos con más músculos que sesos, o con opiniones sobre la religión demasiado cerra­das. Tal vez sea a causa de cierta cobardía mo­ral, pero para mí el trabajo más doloroso es despe­dir a un profesor; y es que yo me identifico con él y pienso: "¿Cómo me sentiría yo si me dijeran que no soy un buen maestro?" Mi primera esposa, en cambio, poseía en tales casos una habilidad ca­si genial: era capaz de cesar a la cocinera, dando la impresión de que le estaba haciendo un favor.
En Summerhill no podría enseñar nadie que tuviera un sentido exagerado de la dignidad, y me­nos aún si no tuviera el del humor. Tan lo creo así que en la prueba de aptitud que alguna vez he he­cho a algún profesor, he preguntado: "¿Reaccio­naría usted indignado si cualquier muchacho le llamase tonto?"
Los profesores no tienen más obligación que la de enseñar. Aquí un profesor puede estar en clase desde las 9.30 hasta el mediodía y después acostarse si eso le place. Naturalmente que nadie hace eso, pues todos tienen un elevado sentido de la convivencia y saben que aparte de la enseñanza, su interés fundamental es convivir con la comunidad.
Personalmente, prefiero a los maestros que sa­ben usar las manos, pues he tenido maestros que, habiendo sido educados en escuelas públicas, ape­nas sabían clavar una púa. Por lo tanto, me gusta la gente joven que si ven algo roto o dañado son capaces de ponerse inmediatamente a repararlo, gente que si ven un agujero o un bache en la cal­zada central, se ponen a rellenarlo con piedras... aunque casi toda mi plantilla parece tener cierto complejo hacia la calzada central, de suerte que durante muchos años, he sido yo el que he tenido que rellenar los agujeros. ¿Que por qué? Quizá porque ellos no tengan coche y yo sí. Sí, me gus­tan los tipos que pueden usar herramientas, aun­que también los pongo verdes cuando me las pi­den y no me las devuelven. Las herramientas nun­ca deben ser comunales. Y si no, que se lo pre­gunten al encargado de algún garaje.
Convivir en Summerhill es fácil y a la vez di­fícil; normalmente lo hacemos sin riñas, ni rivali­dades. He observado cómo en muchas otras plan­tillas dominan los celos: "El de geografía, dicen, tiene siete descansos a la semana y yo, que doy matemáticas, sólo cinco." Es decir que se compor­tan igual que los perros sobre los huesos... hue­sos secos en este caso. No, entre nosotros ese tipo de rivalidades no existe; la libertad nos da paz para todos. Creo que ésa puede ser la razón de que tantos visitantes pregunten: "¿Quiénes son los pupilos y quiénes los profesores?"
Hay muchos profesores que solicitan ingresar en Summerhill. El solicitante más peligroso es aquel que nos escribe: "Yo debo entrar en Sum­merhill a trabajar. Es mi ideal. Daría cualquier cosa por ser profesor en su maravillosa escuela." Tal profesor, a las pocas semanas, dará muestras de descontento, por regla general. El sueño era de­masiado fogoso, demasiado dorado. Sucede lo mis­mo con el pupilo que lee mi libro "Summerhill" y piensa que esto es jauja. Siempre sobreviene la desilusión. De hecho, dos de nuestros mejores pro­fesores llegaron a Summerhill sin haber oído ha­blar de la escuela. Mas téngase presente que los pies de Summerhill radican también en la tierra. Sin embargo, en treinta y nueve años ningún visi­tante ha sido lo bastante curioso como para pre­guntar la razón del nombre Summerhill, nombre que procede de una casa que teníamos en Lyme Regis, una pequeña ciudad situada en una colina, en Dorset, casa que abandonamos en 1927.


CAPÍTULO VI

RELIGION

¿ESTA BIEN QUE LOS NIÑOS NO CONOZ­CAN NADA ACERCA DE DIOS?

ESTA PREGUNTA generalmente procede de una se­ñora que ha pasado ya los cuarenta. Y yo pregun­to: ¿De qué Dios habla?, ¿del que dijo que la masturbación era pecado o del que creó el univer­so? Mis pupilos no proceden de hogares religiosos y, en consecuencia, no muestran interés en la re­ligión. En contra de mi mejor juicio, acogí a un muchacho católico. La prueba fracasó. No obstan­te que el chico vivía en una escuela en la que no se creía ni en el pecado ni en el castigo, él iba re­gularmente a confesar sus pecados, de modo que el muchacho sencillamente no sabia dónde estaba.
En una conferencia reciente se me dijo: "Si usted es un humanista, ¿por qué no enseña huma­nismo?" Yo contesté que tan malo era enseñar humanismo como enseñar cristianismo. En Sum­merhill no se modela a los niños; no tratamos de convertirlos en nada. Si hay algo que se pueda llamar pecado, es la tendencia que tienen los adul­tos de decir a los niños cómo han de vivir, tenden­cia absurda si consideramos que los mismos adul­tos tampoco saben cómo vivir.
No me voy a poner a discutir acerca de reli­gión. Podría tolerarla silos que la observan die­ran vivencia a su religión, fueran capaces de pre­sentar su otra mejilla, de vender sus bienes y dár­selos a los pobres. Incluso la admiraría si la Igle­sia Católica o la Anglicana simbolizaran la vida de pobreza de Cristo, en lugar de exhibir sus imá­genes de oro y sus inversiones financieras. Ade­más me detengo un momento y me pregunto por qué los seguidores de Cristo se oponían a la vida, pues se supone que ellos son los discípulos de un hombre que dijo que si había alguien limpio de cul­pa que arrojara la primera piedra contra una mu­jer de mala conducta. Cristo irradió mucho amor y caridad y mucha comprensión, pero entre sus se­guidores se encontraban un tal Calvino que, a fue­go lento, asó á su rival Miguel Servet, un San Pa­blo que odiaba a las mujeres, una Iglesia calvinista que, en Sudáfrica, apoyaba el apartheid contra los negros. Forzoso es reconocer también que muchas veces un cristiano ha dispensado amor y caridad. El periódico de hoy habla de una joven que fue rechazada como enfermera porque "tan sólo los cristianos pueden dar a los pacientes amor y pa­ciencia”. Ella había señalado en la solicitud, que era humanista.
Para hacer un buen trabajo humano, uno no precisa ninguna fuerza o poder exterior. Un pen­samiento gracioso acerca de la religión es que, se­gún los creyentes, Bertrand Russell se asará eter­namente en el infierno, mientras que Billy Graham estará sentado a la derecha de Dios. Yo lo sen­tiría por el diablo que tuviera a su cargo atormen­tar a Russell; me imagino que tal vez aquél tuviera que rogarle a éste cortésmente que se fuera arriba.

DA LA IMPRESION DE QUE USTED DES­CUIDA LO ESPIRITUAL EN SUMMERHILL

ESTA CRÍTICA me llega con frecuencia, proviniendo casi siempre de las directoras. Esto resulta difícil de contestar, pues no tengo más que una noción muy confusa de lo que la palabra espiritual signi­fica. El diccionario nos dice que se trata de lo re­lacionado con el espíritu; de lo que tiene natura­leza de un espíritu; de lo inmaterial; de lo relacio­nado con la mente; de lo relacionado con el alma; de lo santo; de lo divino; de lo relacionado con las cosas sagradas; de lo que no es secular ni tempo­ral. Se puede decir que esto es un trabalenguas. Creo que casi todos los que me lo preguntan han querido decir religión; uno o dos, a modo de ilus­tración, han mencionado el arte. ¿Por qué no ins­piramos a los niños, teniendo colgadas de las pa­redes obras maestras de pintura? A mí me gusta la obra del pintor noruego Edvard Munch. En la pared de mi recámara tengo una copia de sus cuatro muchachas en un puente. Pero durante to­do un año, sólo recuerdo a una única muchacha que haya reparado en el cuadro. Y que no sólo los niños tienen ángulos ciegos, pues si algún visitan­te señala que una de mis muchachas es muy bo­nita, alzo la vista y confirmo que sí, que es muy bonita, ya que no había reparado antes en su belleza. Además yo he llevado a los muchachos a dos puntos preciosos: a la cumbre de una montaña austriaca y, en la guerra de Festiniog, al norte del país de Gales. Un paisaje hermoso... en el que no reparamos las primeras semanas.
No, no creo que estas buenas señoras hayan querido decir arte. Más bien creo que ellas piensan que el hombre es, por nacimiento, impuro y pecador, y que ha de ser elevado a las alturas de la perfección, porque de otro modo se precipitará donde esos "horribles" comunistas, que todo lo ven desde el punto de vista material. Después de todo, la religión implica elevarse sobre las cosas terrenales. Mas no acabo de entender lo que estas señoras me preguntan. Cuando como un Forfar Bridie soy un materialista, pero ¿qué soy cuando estoy oyendo la "Preislied" o el "Der Rosenkavalier"? ¿Qué es un niño cuando cons­truye un aeroplano y lo ve volar? Se puede afirmar que la vida sea simultáneamente espiri­tual y material, pero nadie puede precisar dónde comienza lo espiritual y acaba lo material. Si me paseo por la Princess Street de Edimburgo, una de las ciudades más hermosas que he visto, la ale­gría que yo siento admirando esa calle, ¿es espiritual o terrenal? Y si esas mismas señoras me pre­guntaran que si la belleza es necesaria en la vida, yo les gritaría con todos mis pulmones que sí. Pe­ro no creo que se pueda hacer belleza para otros. Nadie puede vivir y permanecer completamente al margen de la belleza. Palpamos la belleza in­conscientemente, aunque lo que es bello para una persona no lo es para otra, porque de otro modo cada joven se iría detrás de la misma chica. Sin embargo, muchos de nuestros ex pupilos gustan de la música clásica, y pese a que nosotros no los estimulamos a oír a Mozart o a Beethoven, mu­chos de ellos son artistas.
Estas señoras no acaban de comprender que nosotros no podemos trasmitir a otros nuestras propias experiencias; aunque sí en cosas técnicas, como en la fabricación de un carburador por ejemplo, pero de ningún modo en cosas emocionales. Otro ejemplo es que Jimmy tiene veintiséis años. Sus padres, acongojados, acuden a mí: "Ama a una muchacha que no nos gusta, y estamos muy preocupados. ¿Qué debemos hacer?"
Les aconsejé que no hicieran nada y, sobre todo, que no intentaran influenciarlo, pues eso le haría aferrarse a la muchacha más que nunca. Ig­noro lo que pasaría al final; tal vez se casase con esa muchacha y más tarde descubriera que es­taba hecha de barro común y corriente. Ahora se trata de un amigo que falleció de cáncer de pul­món: fumaba como sesenta cigarrillos diarios. No obstante ninguno de sus amigos dijo: "A mí me puede pasar lo mismo; voy a dejar de fumar o ha­cerlo en pipa." También se pensó que con la Pri­mera Gran Guerra Mundial ya no habría más guerras. ¡Y todavía se sigue diciendo que se apren­de de la experiencia!
La respuesta a la pregunta acerca de la espiri­tualidad no es satisfactoria. Esa palabra tiene tantas acepciones que se la define de modos muy di­ferentes. De todos modos, yo estoy satisfecho pen­sando que nosotros no hacemos conscientemente nada en Summerhill que pueda colocar a los niños en un plano más alto. Cuando tenía mi escuela en Alemania, vi bastante acerca de todo eso. Allí ha­bía una escuela en la que cada pupilo tenía que oír media hora de Bach antes del desayuno. Todo ello puede explicar la existencia en Alemania de un Hitler o de un Goering tanto como la frase aquella de que “... cada vez que oigo la palabra Kultur tomo la pistola". Sabido es, pues, que alguien escribió que para apreciar la quintaesen­cia de las rosas se debe caminar por encima del es­tiércol, y en Alemania, ¿fueron los nazis los que tuvieron que caminar por encima del estiércol por­que habían tenido sobreabundancia de quintaesen­cia -Goethe, Wagner, Beethoven, etcétera?


CAPÍTULO VII

PSICOLOGÍA

¿ES USTED UN SEGUIDOR DE WILHELM REICH?

ESPERO no ser seguidor de nadie. Nadie debería quedarse en discípulo. Está bien que se tome de otros lo que se cree que tiene valor. Pero perma­necer demasiado fiel a algún teórico es como quedarse varado. En el campo del psicoanálisis, per­manecer discípulo de alguien resulta sacrificar pun­tos de vista importantes; es decir, si se sigue a Jung o a Melaine Klein, lo que postula Adler o Reich ni siquiera puede ser considerado. Me apresuro a decir por tanto que, entre nosotros, nadie está exento de cierta estrechez de miras; y tan es así que si el director de una escuela pública inglesa publicara un libro sobre educación, proba­blemente yo no encontraría en él nada que tuvie­ra algo de valor para mí.
Conocí a Reich en 1937, en Noruega. Me fas­cinó su teoría de que la neurosis está ligada a las tensiones corporales. Me hice su paciente y apren­dí la técnica de su terapia. Relajando las tensiones musculares se relajan las emociones liberándolas, a veces violentamente; y así tuve una contra reacción emocional más intensa en seis semanas con Reich que en años de análisis. Aparte de esto, en­contré sus escritos excelentes y profundos y, para mí, ciertos. Mi asociación, sin embargo, con la obra de Reich no tuvo efecto en el funcionamien­to de mi escuela... Ya había dirigido la escuela veintiséis años antes de que me encontrara con él y el conocimiento que tuve de su obra no afluyó a la escuela de un modo directo. Indirectamente tal vez sí, pues la terapia de Reich personalmente me ha ayudado muchísimo.
Nunca comprendí su obra posterior acerca de la energía, tal vez porque carezco de preparación o de experiencia en el campo científico. Tampoco he visto su aparato para producir lluvia, pero un amigo, el doctor Walter Hoppe de Tel Aviv, me dice que produce unos resultados asombrosos, ha­ciendo descargar a las nubes.
Reich falleció de un ataque cardíaco, estando en la prisión. En América era muy envidiado; te­nía muchos enemigos, un hecho que de por sí ha­bla ya de su grandeza como hombre. Los médicos y los científicos se levantaron contra la teoría del "ORGANE", lo cual evidencia que no se trataba de una teoría disparatada. El público en general no odia a nadie que piense que la Tierra es plana, simplemente se ríen de él. No es que la gente se riera de Reich; simplemente le consideraban un paranoico. Todo lo que puedo decir es que si Reich fue un loco y los individuos que nos gobiernan, los del Pentágono y Westminster, están cuerdos, el mundo es un lugar bastante extraño.
No soy seguidor de Reich; tan sólo soy un humilde individuo que ve en Reich un genio, un hombre de gran percepción y de infinita humani­dad, un hombre que, con decisión, se puso del lado de la juventud, de la vida, de la libertad. Pienso que es el más grande psicólogo desde Freud.

¿ATRIBUYE USTED A LA AGRESION LA MISMA IMPORTANCIA QUE LOS FREUDIANOS?

CREO QUE los freudianos no trataron con niños apropiados, sino con niños que tenían el carácter modelado por influencias externas, con instintos, por tanto, desquiciados o insociables. No he visto suficientes niños autoeducados como para dogmatizar sobre sus conductas; sin embargo, parece que son menos agresivos que la mayoría de los niños: no los suelo ver ni riñendo, ni destruyendo, ni peleándose.
La palabra agresión es indefinida. Los hay que llaman agresivo al muchacho de ochos años que grita. Pienso que la agresión es como el sobresalir uno mismo sin cuidarse de los otros; eso es lo que hace un niño de siete años, el cual dice: yo, el primero. El tiempo, sin embargo, cura ese tipo de agresión, siempre que el niño se sienta libre. La agresión en el adulto es infantil y, en general, estúpida. Homer Lane solía poner este ejemplo: Un niño quiere comer una manzana entera, si le dicen que la comparta con su hermana, lógicamen­te odiará a su hermana. De mayor, añadía Lane, le ocasionará más gusto compartir la manzana con su hermana que comérsela él sólo. Aquí, Lane quizá fuera demasiado idealista: yo tengo ochen­ta y tres años y no me gusta compartir ni mis he­rramientas ni mi auto, sólo me consuela un poco pensar que de vez en cuando subo a gente en el coche y la encamino hacia donde se dirige.
Frecuentemente, en Summerhill nos encontra­mos con conductas agresivas, sobre todo alrede­dor de lo que yo llamo la edad-gangster, de los ocho a los catorce años. Los muchachos suelen reñir y romper las cosas, y las muchachas son agresi­vas bajo la forma de sus pequeños chismes con que se molestan unas a otras. Después de esa etapa de conducta agresiva, los niños se hacen más bien pacíficos; pero lo peor del caso es que después los beneficiados vienen a ser otros... Los más pendencieros suelen ser los muchachos que en casa tienen hermanos más jóvenes. Lo hacen de un modo inconsciente, aunque algunos si se les pregunta por qué le pegan a una niña de seis años, responderán que lo hacen porque se parece a su hermana.
Creo que nuestros muchachos son menos agre­sivos que los que han sido educados en un sistema estricto. Se percibe la diferencia cuando, por ejem­plo, los muchachos van a sus casas en el tren: nuestros pupilos están sentados tranquilamente, pero si uno de los nuestros entra en el compartimento donde están los muchachos mayores de pre­paratoria, inmediatamente lo tratan con aspereza. Si el profesor es agresivo el alumno forzosamente se hace agresivo también. Lo mismo sucede cuan­do los padres castigan a sus hijos: los están hacien­do agresivos. El remedio para la agresión es colo­carlos al lado del niño, aun a pesar de que se admita la creencia de que el hombre es por naturaleza agre­sivo, pero que lo oculta bajo un aire de amable ca­maradería. Si se pone ebrio, se dice que sus inhibi­ciones desaparecen, no valiendo para él ningún ra­zonamiento. Pero, ¿es la agresividad debida a frus­traciones? Lo pregunto porque los pupilos más agresivos que he tenido son aquellos que se han mostrado como más indisciplinados en sus casas y en la escuela. Si se me pidiera que nombrara un ex pupilo que hubiera sido agresivo tendría dificulta­des para hacerlo. Ninguno de ellos toma un traba­jo que requiera agresividad; además, parece que evitan los trabajos en los que tengan jefes que les impartan órdenes.
Siendo yo muchacho, en Escocia, los más pe­leadores en nuestro pueblo solían ser aquellos que eran menos inteligentes. El muchacho listo era capaz de herir con una réplica aguda, sólo el tonto hería con el puño; tan es así, que cada vez que reflexiono sobre ello, caigo en la cuenta de que los más pendencieros, tipo sargento, acostumbran ser las personas más imbéciles. Me he dado cuen­ta de que en mi escuela, los muchachos que se mantienen al margen de toda riña, por el mero he­cho de mantenerse así, son los más inteligentes. Por eso precisamente siento tendencia a desesti­mar la agresividad. En si es un sentimiento inca­paz de escribir un libro, o de pintar un cuadro, o de construir un puente. Soldados, policías o profe­sores agresivos no saben crear nada; únicamente fomentan odio y recelo.        
Ahora bien, si en la libertad la agresividad de un niño emerge pujante cuando se encuentra ba­jo una rígida disciplina, ¿adónde se dirige esa agre­sividad? Tal vez se quede allá, en el fondo de su personalidad, dispuesta para aflorar en la conduc­ta insocial, en la represión sexual, en la disponibilidad para buscar pendencias. Está claro, pues, que sólo hay una cura para la agresividad: que el niño goce de libertad para desarrollarse a su mo­do y a su tiempo.             

CUANDO USTED ESCRIBE PARECE QUE NUNCA USA TERMINOS PSICOLÓGICOS COMO "SUPEREGO"

ASÍ ES. Y es que no me interesa mucho la semán­tica. Definir es a menudo complicar las cosas. Los psiquiatras hablan de maniaco depresivo, de pa­ranoico, esquizofrénico y de un montón de cosas con otras palabras, pero no tengo idea de cómo dis­tinguen una cosa de otra. Lo mismo me pasa con los términos psicológicos. ¿Qué es, pues, el superego? Creo que es la personalidad formada a partir de una influencia exterior, la conciencia que nos ha sido formada por las correcciones y los castigos por los que hemos pasado en nuestra juventud; pero lo que ya no sé es en qué difiere esto del ego. Me gusta pensar en términos sencillos, y, por tanto, no soy ni un gran pensador, ni un gran filósofo. Me gusta imaginar que todos tenemos como un triple desdoblamiento. En primer lugar, tenemos un "id" o inconsciente profundo que nos fuerza a comer, a respirar y a tener impulsos sexuales. Des­pués tenemos lo que podemos denominar el incons­ciente freudiano o el espectáculo para las represio­nes. Nuestra mente consciente está en una es­pecie de mezcla entre ambos inconscientes, aparte de cierta capacidad de pensar añadida. La neuro­sis, se produce cuando se ponen en conflicto el "id" y el ser consciente; de tal modo que yo no puedo creer en voluntad libre. Desde luego que yo, si quiero, puedo dejar de fumar; como también deci­dir ir a Francia en vez de ir a Suecia, pero en as­pectos más profundos no puedo usar mi voluntad. Por ejemplo, un muchacho que se educa en el arro­yo, que tenga un padre que sea una bestia y una arpía como madre, que no se le dé nada de cultura, que no sea más que uno más de una pandilla de tipos semejantes, ¿cómo puede en estas condicio­nes, tener una voluntad libre? Si a un niño se le hace católico y se le amolda a esa religión, ¿cómo puede ese niño tener una voluntad libre como pa­ra que más tarde llegue a ser bautista o ateo? ¿O cómo puede alguien que ha estudiado en Eton tener voluntad como para hacerse del partido co­munista? Nuestras voluntades son arruinadas a causa de una modelación temprana del carácter y lo que llamamos superego no es más que el pro­ducto de esa modelación. Y, desde luego, yo nun­ca llegaría a ser miembro del partido comunista o del fascista. Estimo, pues, que ningún joven, me­diante un acto volitivo, puede enamorarse.
Entonces, ¿está todo predeterminado? Desde luego que no si se trata de sí Jorge fuma tal o cual marca de cigarrillos, sino de algo de algún arraigo psíquico. Es decir, que aun habiendo modelación de carácter, puede no haber una voluntad libre, y, en este sentido, Summerhill viene a ser un lugar en que nos esforzamos por hallar lo libre que pue­de ser una voluntad estando eliminada la forma­ción de carácter. Querer ser libre implica tener vo­luntad de serlo, pero ¿quién puede serlo? Los pu­pilos, en Summerhill, como en todos los sitios, nos llegan con inclinaciones de disgusto hacia la vida. La misma creencia que tienen de que las malas pa­labras se pueden decir en la escuela, pero no fuera de ella, evidencia que son conscientes de la opinión pública y de que la temen.
Evito toda terminología psicológica en tanto puedo porque creo que yo no soy más que una persona sencilla. Por consiguiente, me disgusta ca­talogar a las personas o a las cosas. Catalogar equi­vale a generalizar. Pienso, pues, que no existe na­die que sea un absolutamente sádico, masoquis­ta u homosexual. Oscar Wilde, por ejemplo, tuvo una familia y todas las lesbianas han tenido fami­lia. ¿Y qué queremos decir al denominar a alguien neurótico? ¿O, por lo mismo, llamarle loco, como se le llamaba al genial W. Reich? Todos en mi opi­nión, tenemos síntomas neuróticos, o de locura, de un modo u otro. Por esto rehuyo etiquetar algo ­incluso con la etiqueta de "Summmerhilliano”

¿DEBE UN PROFESOR SER PSICO­ANALIZADO?

Es UNA PREGUNTA intrincada. La verdad es que no tengo idea de lo que el análisis puede contri­buir a que un profesor explique mejor su clase de historia. Sin embargo, a un pedagogo le podría beneficiar mucho. Fíjense en este ejemplo: si uno de ustedes tiene un complejo materno, del que es inconsciente, observar ese mismo complejo en un niño es muy difícil. Es decir, que si usted pa­dece represiones sexuales profundas no será capaz de formular un dictamen objetivo de la conducta sexual del niño. Claro que el análisis no es una pa­nacea donde se conjugan todos los espíritus bené­ficos, pero ayuda a ser más tolerante, bondado­so, comprensivo. Podría decir que una persona analizada puede llegar a no enojarse nunca, aunque Reich, de vivir, me hubiera contradicho, como también Wilhelm Stekel.
Es éste un tema muy discutido; de donde re­sulta extremadamente difícil ser objetivo. Hay muchos pros y contras... Entre los últimos, el más obvio es que muchos se prestan al análisis o a la terapia como si se tratara de apoyarse en un par de muletas, hasta el punto que uno se puede encontrar a personas que se han pasado años con la terapia. Por tanto, antes de nada debemos defi­nir lo que es psicoanálisis. Quiero decir análisis freudiano, por lo cual es mejor usar la palabra te­rapia, que no es tan fácil de definir. Según Freud, significa, ahondándose en lo más profundo, inten­tar hallar el trauma infantil causante de la neuro­sis; y en la mayoría de los casos se trata de un trauma de sexo. Pero ya la terapia no es eso. La terapia de las relaciones interpersonales, tan pre­valeciente en América, no trata de indagar en los recuerdos infantiles. Pues recientemente he leído, en libros americanos, algunos casos clínicos, y nin­guno de ellos parece tener sexo. De modo que cuan­do alguien pregunta si un profesor debe ser psico­analizado, hay que preguntar a la vez: ¿analizado de qué modo?, ¿en qué escuela?
¿Es necesario ahondar a fin de hallar algo de homosexualidad latente, o el complejo de Edipo, o todas las cosas, en fin, que Melanie Klein encon­tró en sus pacientes niños? No podría juzgar; pues, en esencia, estoy interesado en hallar un modo de aclarar la causa de las represiones y fijaciones in­fantiles. ¿Acaso los grandes hombres han sido ana­lizados? El mismo Freud nunca fue analizado, ni los grandes escritores, ni los artistas, ni los músi­cos. Claro que, en cierto modo, su arte venía a ser como un auto análisis.
Se me pregunta a menudo si una persona pue­de autoanalizarse. La respuesta es que no. El ca­rácter principal de cualquier análisis es la resisten­cia que existe a descubrir lo más hondo de la psi­que; de parecida importancia es la transferencia, es decir, el descargar sobre el analista las emocio­nes infantiles, originariamente dirigidas sobre el padre o la madre. Analizar es un trabajo paciente consistente en sobreponerse a las resistencias que obstaculizan la verdad. Y en el auto análisis esto difícilmente ocurre; uno es incapaz de encararse con recuerdos desagradables; los auto análisis, por tanto, suelen ser superficiales. Una persona se pue­de preguntar a si misma: "¿Por qué me mantengo irritado estos días? Ya lo sé: porque mi esposa ha devenido frígida y no desea trato sexual." Sí, eso es auto análisis, pero en tales casos ¿con cuánta fre­cuencia, pese a tomar conciencia de la verdad, hay alguna mejora? No estoy afirmando que tales ten­tativas de auto análisis sean del todo infructuosas. Si un profesor fuera capaz de pensar: "Ahora mis­mo estoy pegando a este muchacho porque estoy molesto por algo que me hizo otro", tal vez le pe­gara menos fuerte, o bien se reiría de sí mismo y haría una caricia al muchacho. El problema es que las cosas no se presentan nunca sencillas, pues mucho está ya predeterminado. "Odiamos en los otros lo que odiamos en nosotros mismos"; y esto que alguien dijo, pudiera tener aplicación en el ca­so del profesor que pega, pudiendo representar el niño aquello que odia de si mismo; pero tal expli­cación no es siempre sólida. La introspección no es muy efectiva, aunque un optimista, de todos modos, continuaría practicándola.
Hay algo que nadie debería hacer..., aconse­jar a un pariente que acuda al psicoanalista, sobre todo si ese pariente es el marido o la esposa. Pues tal consejo, la persona aconsejada lo acepta como diciéndose: "El o ella piensa que no estoy bien, cree que ando mal; al diablo con el análisis." Mas si, finalmente, el paciente es convencido de some­terse a tratamiento, entonces compadezco al tera­peuta, pues habrá de vencer muchos obstáculos para llegar a la verdad. Las personas casadas no deben, además, analizarse mutuamente; puede ser muy peligroso, a veces fatal.
Ahora quisiera decir algo acerca del análisis de Reich. Especialmente para los que, habiendo leído sus libros, lo toman a la ligera, o sea, que todo lo que hay que hacer es tumbarse desnudo en una es­pecie de sofá, relajar todos los músculos... y es­perar a que los complejos y los recuerdos infanti­les emerjan. Y piensan, por tanto, "¿por qué no puedo ser yo mismo un terapeuta del resabiado?"
Pensar de ese modo es muy peligroso. Por ex­periencia personal, puedo decir que el tratamiento de Reich provoca emociones violentas, y a menos que el terapeuta sea experto en tal tratamiento, el paciente puede estar en un peligro de suicidio o de algo grave. De aquí que Reich insista en que tan sólo doctores con experiencia pueden practicar sus métodos. Y tenía en esto razón. Un terapeuta no­vato puede encontrar lo que él piensa que es una tensión muscular del cuello o del abdomen e inten­tar aliviarla, mientras que se puede tratar de una lesión de tuberculosis o de una protuberancia. Re­pito que Reich tenía razón, pero lo que nunca he comprendido es la razón de que la psicología esté monopolizada por los médicos. A menos que sean especialistas, los médicos no están familiarizados con la psicología o con la psiquiatría; es decir, que vienen a ser tan cualificados para tratar con la psique como lo puede ser un profesor o un fontanero. Si yo estuviera tratando por medio del análisis a algún niño, algún pesquisidor me preguntaría con aspereza en virtud de qué título puedo yo tratar pacientes; pero si cualquier médico, con unos cuantos libros sobre análisis encima, hiciera lo mismo, nadie tendría derecho a reclamarle nada.
Profesor ¿debes ser analizado? Es un proble­ma tuyo, compañero.

LA ACTIVIDAD CREATIVA -MUSICA, PIN­TURA, DANZA SOBRE TODO- ¿RESULTA POSITIVA - COMO MEDIO PARA TRATAR AL JOVEN QUE PADECE NEUROSIS?

TENGO UNA VAGA noción de que en uno de mis li­bros, describo mi experiencia acerca de la danza en Alemania. En nuestra Escuela Internacional, en Hellerau, Dresde (1921-23), disponíamos de un grupo que sólo se dedicaba a la danza y a la eurit­mia; eran chicas de dieciséis años en adelante. A menudo toda la tarde la ocupábamos en la danza. Muchas eligieron para bailar el "Totentanz"; ya entonces empecé a interrogarme por qué, muchachas que a la largo del día expresaban sus emo­ciones a través del movimiento, escogieron esa Danza de los Muertos. Esta experiencia me aferró a una creencia que ya anteriormente había consi­derado, o sea, que el movimiento posee propieda­des curativas.
No es que la danza o la música en sí mismas tengan propiedades curativas. Pues, francamente, no creo que haya muchas muchachas con comple­ta laxitud en el coro de una ópera, o en una acade­mia de música. Hay que considerar que no existe auténtica libertad en la mayor parte de las escue­las de música; de arte o de baile. Y es que las mu­chachas se encuentran bajo una disciplina dema­siado rígida.  Imagino, por tanto, que los extraor­dinarios bailarines rusos deben ser instruidos co­mo soldados. Y pienso además que tal vez los alumnos menos disciplinados sean los que, movien­do tan sólo una mano, se dedican a la pintura.
Movimiento y ritmo son dos factores que con­tribuyen a que todos los niños puedan vivir en to­tal libertad. Desde hace mucho tiempo, he venido observando que nuestros pupilos no aprenden a bailar tomando lecciones de fox trot, de tango, etc.. sino que lo aprenden sobre la marcha.
Pues bien; supongamos que damos a los niños toda la danza y música que podemos, aunque sin instrucción, sin formalidad y sin disciplina. Pero, ¿qué pasa con el teatro?, ¿en qué proporción relaja? Nosotros tuvimos al respecto un resultado sorprendente. Se trata de que he tenido bastantes tartamudos en la escuela, y cada vez que uno de ellos actuaba en algún drama o comedia, era ca­paz de hablar con soltura. Creo que la razón está en que, al adoptar otra personalidad, se conver­tía en un niño normal, en el aspecto vocal, natu­ralmente. Esto sugiere que el actor es una persona que escapa de su propia personalidad; y contra esto creo que no hay nada que oponer. Todos nos evadimos de la vida a modo de escape, viendo una película o una obra de teatro, tomando alcohol en demasía, participando en conversaciones de por sí banales, etcétera.
No soy ningún enamorado de las representa­ciones escolares, sobre todo de historias morales o sentimentales llenas de angelitos con alas, o de hadas madrinas. Antes bien, me opongo a que los niños representen a Shakespeare. En nuestra es­cuela, ellos mismos escriben sus obras, las adaptan y las realizan; pero, sobre todo, la mejor actuación es la de la noche de los domingos; actuación en la que domina la espontaneidad. Esto puede ser he­cho en cualquier escuela, comenzando con situaciones sencillas como: recogiendo flores, llevar una pesada carretilla, hacer de ciego. Entonces, acto seguido, se inicia el diálogo: una niña, por ejemplo, pregunta una dirección a un guardia; otra niña -o niño- pregunta por la estación; se telefonea al médico y por equivocación se habla con el carnicero, etc. Quizá sea la comicidad, y no tanto la representación, lo que tenga más valor pa­ra los niños. Uno de los muchos resultados de este tipo de representación es la total ausencia de ner­viosidad: no hay nada que olvidar, no importan las equivocaciones. Creo que esto es lo mejor que pueden hacer los niños que son libres. Bueno, al­gunos profesores de escuelas oficiales me han di­cho que les resulta difícil hacer perder al niño la autoconciencia y el miedo al fracaso, al fallo. Pero lo esencial es que produce mucha diversión y esto tiene un efecto mucho más relajante y liberador qué la danza.

¿AYUDARÍA A MIS ALUMNOS PSICOLOGI­CAMENTE, SI LES DIJERA LO QUE SIGNI­FICA EL SIMBOLISMO DE SUS CUENTOS Y DIBUJOS?

ESTA PREGUNTA me llega de algún joven profesor que se está sometiendo a análisis. Mi respuesta es un no rotundo. Por propia experiencia sé que lo que a un profesor joven le gustaría experimentar es lo poco que a esas alturas sabe. De mí sé decir que hace cincuenta años, después de leer un libro sobre hipnotismo, me decidí a probarlo. Hipnoticé a una señora joven, y cuando estaba dormida le dije: "Dentro de dos minutos, usted va a despertar y me va a preguntar el precio de las botas que yo calzo." En dos minutos se despertó, con la cara un poco asustada; parecía como si hubiera olvida­do ya lo que le dije. "Lo siento -dijo- creo que me he quedado dormida." Permaneció un rato sin decir nada; pero de repente gritó
-"¡Dios mío!, esta mañana, cuando fui a la ciudad, casi olvidé las aspirinas para mamá, y yo también tenía puestas las botas."
Botas, ¡eureka!; su mirada se deslizó hasta mis pies y preguntó:
----"Me gustaría saber dónde consiguió usted esas botas de punta ancha; ¿cuánto le costaron?"
Creí que fue todo un éxito, de modo que la vez siguiente, cuando la tenía dormida, le ordené:
"Multiplica 3576856 por 568."
Al rato se despertó con un aspecto horrible:
----"Oh, Dios, qué terrible dolor de cabeza tengo."
Jamás me dio por hipnotizar a nadie más. Sólo al que es joven le gusta jugar con fuego. Y la pre­gunta de este joven plantea un problema peligro­so, con relación al significado de los simbolismos de cuentos y dibujos. Supongamos, pues, que una niña dibuja un paisaje: un par de árboles, distan­ciados uno de otro; uno es un pino o símbolo del padre, el otro un castaño frondoso o símbolo ma­terno, y entre ambos hay un arbolito medio raquí­tico... que es la niña. El dibujo representa una situación: los padres que han dejado de amarse, padres infelices que son incapaces de darle amor al niño. Todo está claro; ¿pero qué razón hay para decirle a la niña que ese dibujo está simbolizando la situación de su casa? De nada serviría; por el contrario, tal vez podría destruir el interés de esa niña por el arte. Con lo que acabo de explicar no pretendo decir que si un psicoanalista descifrara a Picasso el simbolismo de sus cuadros, éste dejaría el arte. Pero la verdad es que nunca se sabe lo que se está haciendo.
Hace cincuenta años, un camarada de estudios que era un buen boxeador, cuando le tocaba bo­xear por la noche yo debía acompañarle, pues te­nía miedo de andar por las calles de Londres en­trada la noche. Acudió al psicoanalista y descubrió que el boxeo, para él, era un complejo. Padecía el típico complejo de castración: cada vez que deja­ba caer sus manos, estaba realmente protegiendo sus genitales. Nunca volvió a boxear.
En cierta ocasión, una de nuestras niñas más pequeñas escribió un cuento que venia a ser como el cuento de un complejo de Edipo, bien palmario: un padre, una bruja (la madre), una joven y bella princesa (ella misma). El padre acabó casán­dose con la princesa. ¿Quién podría atreverse a re­velarle este cuento a ella?
Aún persiste la vieja ilusión de que analizando a conciencia un complejo, por la explicación de sus orígenes se cura el complejo. No es cierto. Yo me opongo a que se les diga a los niños el simbo­lismo de lo que dicen o hacen. La revelación de lo simbólico es siempre arbitraria. ¿ Simboliza una culebra al pene?, ¿un toro al padre?, ¿una corbata al símbolo fálico? ¿Quién puede asegurarlo? Por supuesto que -según hace notar Karl Jung---- la lámpara de Aladino parece como si fuera fálica, porque basta frotarla para recibir todas las dichas del mundo. Una vez me sometí a un análisis bre­ve con Wilhelm Stekel, una de las mayores auto­ridades en simbología; sus interpretaciones eran fascinantes, pero ¿beneficiaba esto en mucho al paciente?
Stekel acostumbraba hablarnos de una fiesta a la que él había asistido, en el apartamento de un artista. La conversación giraba acerca del sim­bolismo y Stekel emitió su opinión al respec­to; su anfitrión no tomó en serie lo que di­jo el psicoanalista y expresó: "Tonterías, Ste­kel, no puedo aceptar ni una palabra de eso." Y señalando a un cuadro que colgaba de la pared, prosiguió: ¿ Pretendes decir que en aque­lla naturaleza muerta que he pintado hay algo de simbolismo?"
Stekel, después de ponerse sus lentes y obser­var el cuadro, contestó: "Sí, si que lo hay."
----"¿ Qué clase de simbolismo?"
----"Ah, no te lo podría decir en público", dijo Stekel.
----"No digas esas cosas ----se quejó el artista----, todos somos amigos aquí. Dilo, anda."
----"Como quieras. Cuando pintaste ese cuadro, acababas de seducir a una criada, que, más tarde, quedó embarazada, por lo que tú buscabas alguien que le hiciera abortar."
Su amigo se quedó pálido. "¡Caramba!", gritó.
----"El cuadro representaba una mesa. El líqui­do ----la sangre (el aborto)---- de una botella de oporto estaba derramado; una salchicha en un plato tenía la forma exacta de un feto." Lo que no puedo recordar es cómo pudo encontrar la criada.
Interpretar símbolos es como hacer un cruci­grama, un juego entretenido. Estoy seguro de que jamás se consiguió ayudar con ello a un paciente, y pienso que muchos analistas han renunciado a continuar usándolo. Se dice que la materia prin­cipal de los psicoanalistas freudianos ya no es la interpretación de los sueños... el camino sagrado del inconsciente según decía Freud. De todos modos, el profesor no debería nunca meterse con los símbolos; y, si quiere usar la psicología, mejor sería que además de palabras, se sirviera de la acción. Acariciar a un niño suele ser más efectivo que interpretarle los sueños. El profesor debe dar, siempre dar, sin deliberada intención de recibir. He trabajado con profesores que nunca criticaban a los niños, para no ser mal considerados en la escuela, no eran profesores muy populares; los pupilos veían a través de ellos y creo que los despreciaban.
No pretendo decir con esto que los profesores no deberían estudiar psicología. Creo, por el con­trario, que son muy pocos los que lo hacen. Buena prueba de ello es que cada vez que escribo un ar­tículo algo polémico en una revista educacional, raramente se obtiene crítica; pero si se escribe có­mo debe enseñarse historia, entonces se recibe un montón de cartas. Y es que los profesores se mues­tran aún demasiado indecisos respecto a cómo hay que tratar las emociones; y, obviamente, la psi­cología es estudio de las emociones.
A veces recibo cartas preguntando si puedo dar un catálogo de libros a leer acerca de psicolo­gía infantil, pero no puedo, principalmente por-que no residiendo cerca de una ciudad, no me puedo familiarizar con la bibliografía de reciente aparición, a menos que comprara todos los libros que se publican sobre la materia... y ningún es­cocés va a pagar dos libras por un libro que va a leer sólo una vez. Sin embargo, puedo decir que hay un libro reciente -Crimen, castigo, curación, de Sington y Playfair- que, sin ser un trata­do de psicología infantil, el examen exhaustivo que se hace en él del crimen y sus causas, obliga a recapacitar sobre nuestros valores en educación. Se trata de un libro verídico, brillante, imparcial y avanzado. Por lo demás yo jamás recomiendo li­bros sobre psicología experimental, que son los que suelen usarse a un nivel universitario. Prácti­camente yo no sé nada acerca de ellos, y lo poco que sé, me parece insignificante a la hora en que, ya con un título en psicología, hay que tratar con los niños. Y la verdad, la mía, es que no veo nin­guna relación entre lo que hace una rata en ciertas circunstancias y el comportamiento de un niño. Las ratas, en ciertas condiciones, pueden compor­tarse anormalmente; pero todos sabemos que cuando los niños se encuentran condicionados dejan de comportarse con naturalidad; es de­cir, que el estudio de las ratas puede conllevar a fijarse solamente en la parte mala del niño, con grave peligro de que el niño en cuestión se quede neurótico. Resumiendo: yo no valoro a ningún profesor en virtud de su título en psicología, pues puede poseer tal título y saber muy poco de la na­turaleza infantil. Además, un titulo no implica sentido común. En cierta ocasión llevé a un psi­quiatra de Harley Street un niño con un grave problema. Y después de dar al psiquiatra un bre­ve historial del comportamiento del niño, éste en­tró y fue saludado por el especialista en estos tér­minos: "Mr. Neill me dice que eres un niño muy malo."
Creo que todo profesor debería leer "Charlas a padres y maestros", de Homer Lane. Y los maestros de las escuelas públicas se beneficiarían mucho leyendo el libro de David Wills, "Throw away thy Rod". Resulta, pues, imposible dar una lista de libros buenos. Pero creo que sí se debe­rían leer las obras de cada sistema que haya for­mado escuela; así, por ejemplo, Anna Freud y Susan Isaacs nos dan el punto de vista freudiano; y en un libro que tengo de un autor adleriano se dan detalles sobre todos los casos imaginables de pro­blemas en el niño, pero en cambio, no se hace nin­guna mención sobre el sexo. Creo también que se deberían considerar todos los puntos de vista, to­das las escuelas de psicología; lo cual, ciertamen­te, es una tarea difícil, si se piensa en el gran nú­mero de libros que hay sobre educación y psicolo­gía con un estilo y una terminología tan compli­cados.
Confieso, pues, que no me explico por qué la enseñanza tiene que estar reñida con la sencillez. Pongamos por ejemplo una persona sin instruc­ción que escribe al periódico local protestando por el ruido que en la noche hace una pandilla de gatos en el tejado, diciéndolo con estas mismas palabras, mientras que un profesor pedante, por la misma razón, escribiría protestando contra la "con­catenación de penetrantes ruidos que, emanando de gargantas felinas, obstaculizan el reposo nocturno." Lo que es sencillo ha de ser, sin duda al­guna, expresado con sencillez.

MI HIJO DE NUEVE AÑOS ROBA EN LAS TIENDAS. ¿QUE DEBO HACER?

CONTINUAMENTE, a lo largo de los últimos cin­cuenta años, se me ha venido planteando esta cuestión. No puede haber una respuesta funda­mentalmente omnisciente, cada caso es distinto. Estoy convencido de que, en los niños, el robo se debe a la falta de amor en sus hogares. Si usted, durante los nueve años de su hijo, no le ha dispensado amor, será difícil saber cómo remediar esa deficiencia. Tarde o temprano al niño se le ocu­rre robar, por lo mismo que el adulto haría con­trabando si pudiera... Un buen padre no arma escándalo cuando el niño roba de la bolsa de ma­má; el peligro, pues, está en el padre moralista: "Niño malo, ¿es que no sabías que estabas hacien­do mal?" ¿Cuántos delincuentes habrá habido con padres moralistas?
Es sumamente peligroso dar al niño sentimien­to de culpabilidad. En efecto, es más positivo de­cir: "Niño, has tomado un peso que creo era mío", que hacer que el niño se sienta culpable.
Nosotros, los adultos, somos unos tramposos acerca de la honradez. ¿Cuántos habrá entre noso­tros que sólo somos honrados por miedo a la poli­cía? No existe nadie que sea completamente hon­rado. En el teléfono público, al estar la línea ocu­pada, a veces nos son devueltos dos monedas en lugar de una; ¿cuántos hay que meten la moneda que no les pertenece en la caja otra vez? No hay duda de que padres que pasan por alto el im­puesto de Hacienda pegarán al hijo que roba. En el tren, por ejemplo, uno se pasa al coche de pri­mera clase, porque los de segunda están totalmen­te llenos, pensando en, más tarde, pagar la diferen­cia. Pero como durante el trayecto no se acercó ningún inspector, uno no paga y se va pensando: "Si la compañía ferroviaria quiere perder dinero por no tener suficientes inspectores, no voy a ser tan tonto de dárselo." Evidentemente, esto es más fácil de pensar que, al final, acercarse a la oficina de la terminal y declarar: "Con un boleto de se­gunda he viajado en primera clase; quisiera pa­gar la diferencia."
Hasta que, nosotros, los adultos, no seamos ca­paces de ser honrados, íntegros en palabras y en hechos, no tenemos derecho a exigir que los niños sigan unas normas que nosotros somos incapaces de seguir. No obstante, esto no va a servir de mu­cho a la señora que con tanta inquietud ha pre­guntado acerca de su hijo de nueve años. Tan sólo puedo aconsejarle que manifieste tanto amor por él como pueda, que nunca le castigue, que nunca le sermonee ni le regañe. Y que, tranquilamente, se ponga a reflexionar acerca de su hogar, de su marido, de sí misma. He visto cómo muchos jóve­nes ladronzuelos han sido curados simplemente con amor y confianza. Precisamente ayer uno de éstos me visitó, un ex pupilo ya con más de cin­cuenta años, con una buena profesión y familia. Me dijo: "Sé muy bien que si hubiera continuado siendo golpeado en casa y en la escuela, posible­mente ahora aún estaría en la cárcel."
No veo otra solución que el cariño, la confian­za y el respeto por la individualidad del niño. Aunque, en verdad, me siento algo descorazonado, porque esta respuesta tal vez no sirva de mucha ayuda a esta buena señora.

ME ACABO DE HACER MIEMBRO DE UNA SOCIEDAD PROTECTORA DE ANIMALES, PERO MI HERMANO, QUE ES AFICIONA­DO A LA PSICOLOGÍA, ME DICE QUE ES­TOY "SOBRECOMPENSANDO" UN DESEO INCONSCIENTE DE SER CRUEL CON LOS ANIMALES.

ESTO ES LO QUE Freud denominaba psicoanálisis extravagante. Si su hermano tuviera razón, entonces yo estaría al frente de Summerhill por mi de­seo inconsciente de golpear niños; y Yehudi Menuhin habría sido un violinista excelente porque compensaba su odio a la música; y la brutalidad de un padre se explicaría por la ternura reprimida que haya compensado. Todo esto resulta una estupidez; y aunque fuera cierto, ¿qué se le podría hacer? ¿Dejaría de tocar el violín Yehudi?, ¿el padre cesaría de pegar al hijo? De todos modos, puede haber cierta verdad en ello, pero, natural­mente, en algunos casos patológicos. Digo patoló­gicos porque se ha hecho proverbial lo de aquella solterona que un día fue a quejarse a la policía de que un joven, todas las mañanas, se ponía a hacer ejercicios de gimnasia estando desnudo. En efecto, fue enviado un oficial a investigar, y tras un ojeo acucioso se dirigió a la denunciante:
-"Pero, señora, yo no puedo ver nada."
-"Bueno, es que para verlo hay que subirse encima de la mesa."
Por otra parte. Hubo en la B.B.C. unos docu­mentales televisivos acerca de todo el proceso del parto, que no agradaron a ciertas señoras po­seedoras de toda una gama de prejuicios. Pues bien, de acuerdo con lo ya expresado, se po­dría decir que las madres que entonces escribie­ron protestando contra tales documentales, te­nían un inconsciente interés en el sexo. Y esto es todo lo que se podría decir sobre las compensacio­nes inconscientes.
El psicólogo aficionado es siempre un grave peligro...; todos hemos pasado por ello, y es una etapa con la que hay que contar. Se dice también que la araña es un símbolo materno. Sin embargo, mi esposa tiene miedo de las arañas simplemente porque pasó su infancia en Australia, donde las arañas, al picar, matan. Pensando del mismo mo­do, y no porque se tenga miedo de un toro, habría que decir: Ah, es que el toro es un símbolo pater­no. Yo sé decir que más de una vez, en mi juven­tud, he tenido que salir corriendo de un toro, y puedo asegurarles que no corría de un símbolo.
En contra de lo que se suele pensar, el psicólo­go aficionado a menudo hace daño. Los adolescen­tes, en particular las muchachas, son propensos a creer lo que sus mayores les dicen acerca de ellos mismos. A una de mis pupilas, que acostumbraba robar plumas y lápices, otra joven mayor que ella, de veinte años, le dijo que robando eso, se estaba compensando por no haber nacido niño y no tener pene. La pobre muchacha anduvo preocupada por eso durante varias semanas. Conocido el caso la tranquilicé diciéndole que otra explicación igual­mente plausible sería que deseaba ser escritora.
Hay que tomar como norma no explicar nada a nadie, a menos que sea un paciente bajo trata­miento. De ese modo se podría eliminar el temor que acomete a tantos al encararse con el psicólogo o el psicoanalista. Porque con frecuencia se oye a alguna señora decir: "Me sentí molesta cuando me presentaron al psicoanalista. Me sentía como si estuviera leyendo mis pensamientos." Empero, no creo que sea muy útil aclarar a tal señora que nadie puede leer sus pensamientos; y, aun en el caso de que ese psicoanalista pudiera, él preferiría encontrarse en una fiesta en la que tuviera que preocuparse sólo de las bebidas y no leer el pen­samiento a nadie.
"¿Y la ética? La psicología se debe dejar si no se practica con obligación profesional." Ni siquie­ra Freud podía saber mucho en este sentido, ni nadie puede saber por qué una persona muere de cáncer y su hermano de diabetes; tampoco la psi­cología es capaz de dar cuenta de la personalidad de un Wagner, de un Einstein, ni siquiera de la de un Hitler.
Ojalá que el muchacho que me ha formulado esta pregunta no haga demasiado caso a su herma­no y continúe en su sociedad protectora de anima­les, que en sí es una cosa muy buena. Claro que, con sólo una firma, el Papa podría suspender el to­reo en España; pero no lo hace. Y ahora, quieras que no, he de confesar que soy un impostor, pues, lógicamente, yo debiera cesar de comer animales, animales que son degollados para satisfacer mi apetito. ¿Cuántos de nosotros dejarían de comer carne, si tuvieran que matar ellos mismos su pro­pio alimento? Hasta a Bernard Shaw no le queda­ba más remedio que usar zapatos de cuero. Creo, por tanto, que todos tenemos algo de impostor y debiéramos aplicarnos eso que dice Macaulay: "Los puritanos detestaban las peleas entre osos, no porque sufriera el oso, sino porque agradaban a los espectadores."
Sí; impostores casi todos lo somos. Pero seá­moslo conscientes de ello; de modo que no ande­mos juzgando la conducta del prójimo tan descon­sideradamente. En suma, no seamos tan ilusos en lo que se refiere a la psicología.

¿POR QUE NO DA VALOR A LAS LEYES DE LA HERENCIA?

Y SI LO DIERA, ¿de qué serviría? Si Juan es un la­drón porque sus padres y todos sus abuelos han sido unos ladrones, ¿de qué le aprovecharía que yo lo supiera? No tengo conocimiento científico acer­ca de la herencia. Creo que la mayor parte de los muchachos más inteligentes en Summerhill, han tenido padres a su vez inteligentes, pero esto sólo pudiera indicar la fuerza que tiene el ambiente. El último caso que recuerdo de un joven ladron­zuelo que pudiera haber heredado su afición a ro­bar es el de un muchacho de quince años, que nos fue enviado a la escuela por su padre. El mucha­cho llegó con un boleto de mitad de precio, que sólo se adquiere para los que no tienen más de catorce años. El boleto había sido comprado por su padre. Todo lo que sé de la herencia es que ig­noro cualquier terapia que pueda curar la delin­cuencia causada por aquélla. Por lo tanto, no, no le doy ningún valor. Mi pragmatismo no se re-monta a la generación anterior, ni a las prece­dentes.

DICE USTED QUE LOS NIÑOS EN SUM­MERHILL SON FELICES. ¿QUE ENTIENDE USTED POR FELICIDAD?

PUEDE ser continuamente feliz. Yo no me siento muy feliz cuando me acomete la ciática; y tampoco se es feliz cuando la persona que ama uno lo deja para irse con otro. No resulta tan fá­cil definir lo que es felicidad. Es un estado de bie­nestar, de equilibrio, de ecuanimidad. Feliz se puede llamar al que está todo lo libre que se pue­de de neurosis, libre de arrastrar una duplicidad en conflicto con su vida. Para mí la felicidad es indefinible, pero uno puede ver lo que es felicidad si mira a los ojos de un niño libre: se ve franque­za, ausencia de todo miedo. Ser uno mismo tam­bién es ser feliz, porque ser uno mismo es ser sin­cero, y la sinceridad y la infelicidad son incompa­tibles. En ciertos instantes cualquiera puede sentirse feliz... en un baile, en una fiesta, etc. Los actores o actrices célebres pueden ser felices cuando son aplaudidos; pero se trata de una felicidad efímera. Creo, sin embargo, que puede haberla, pe­se al infortunio, al dolor y a la muerte. Y podría ser identificada con el valor moral, con el enfren­tarse a la vida con una creencia optimista de que la vida es digna de vivirse.
Yo dudo que la felicidad tenga algo que ver con la moral. La religión dice: sé bueno y serás feliz; pero esta máxima resultaría más ve­rídica si le damos la vuelta: sé feliz y serás bueno. Cuarenta y cinco años de Summerhill me han convencido de que es más exacto decir esto úl­timo. En cuanto a la felicidad es lo bueno que tie­nen todos los niños; por ello, es perverso hacerles sufrir sólo para prepararlos para una vida que muy posiblemente esté vacía de felicidad. Y pre­cisamente todas las escuelas que castigan y atemo­rizan al niño se escudan en la creencia de que no se tiene derecho a ser feliz, de que la felicidad ha de ser sacrificada por el deber, por la ambición, por el orgullo de los padres o de los maestros. La edu­cación actual podría ser definida como el sistema que destruye la felicidad del niño, con sus despechos, con sus materias, con su recelo, con sus castigos. Todavía existen muchos, muchos padres que piensan que el niño es algo nacido en pecado y que no tiene derecho a la felicidad, sino tan sólo a dar gracias por ésta cuando... se arrepiente. Es imposible vivir atado y feliz a la vez. La necesidad de la felicidad del niño debería ser la meta en todos los sistemas educacionales. En cuanto a la escuela, ésta debiera de ser juzgada por los rostros de los pupilos, y no por los resultados académicos.
Los gangsters jóvenes de todo el mundo anhe­lan felicidad; y yo me permito adivinar que la in­felicidad en sus casas o en las escuelas es la causa radical que explica su condición antisocial. La fe­licidad que ellos debieran haber disfrutado en su infancia correspondería a la falsa felicidad que en­cuentran en dañar; lo que debería haber sido gozo ha venido a trastocarse en odio y en frustración. Estoy convencido, por tanto, de que el remedio para la delincuencia juvenil se encuentra en la felicidad de la infancia; y ya es hora de que esas buenas personas que siempre han intentado ami­norar la criminalidad juvenil concentren sus es­fuerzos en los comienzos, en esos comienzos que a base del castigo, del miedo y de la carencia de amor tendrán consecuencias nefastas. Y lo que digo tiene un apoyo práctico: desde sus primeros días Summerhill se encontró con muchos casos de niños difíciles, y casi todos salieron siendo perso­nas sinceras simplemente porque fueron amados, porque la libertad les hizo sentirse felices.

UN RATERO JOVEN ¿ES SIEMPRE UN NIÑO QUE NO HA SIDO AMADO SUFICIEN­TEMENTE?

SIN QUERER generalizar, la experiencia me ha demostrado que eso es lo normal. A todo niño, so­bre todo si se encuentra en una pandilla, se le ha ocurrido robar. ¿Quién de nosotros no ha estado en un huerto y robado algunas manzanas? Cuando empleo la palabra ladrón, me refiero al ladrón "crónico", al que prosigue robando durante años. Mi opinión creo que tiene un fundamento prácti­co, y es, que cuando yo daba unos centavos al ni­ño que había robado, le estaba dando un cariño simbólico; me estaba poniendo de su parte. De suerte que en los días en que teníamos muchos ra­teros, esa actitud mía servía de paliativo. Por su­puesto que no había curas dramáticas ni espec­taculares; ni nunca hubo curas de este tipo. Pero sí el inicio de una cura, y no por el mero acto mío, sino por la certeza de que la escuela en general los acepta tal como son, sin ninguna censura.
Una señora me escribió que su hijo pequeño había robado en una tienda y que, siguiendo mi método, le había recompensado dándole dinero. Me decía que eso le había hecho peor. Le contesté que a mí me iba bien dar cariño simbólico en for­ma de monedas; pero que tal vez el niño lo que deseaba, en lugar de monedas, era cariño. Le acon­sejé que le abrazara cada vez que robase. No lle­gué a saber lo que pasó al final.
Naturalmente que este método no siempre es recomendable. Una vez leí esta historia en un libro americano: El director de cierta prisión envió al presidiario encargado de la zapatería a varias ciu­dades a fin de que observara el funcionamiento de algunas máquinas para fabricar calzado. Este hombre había sido un asesino y un vividor. Volvió con un informe excelente sobre las máquinas. El director le dijo:
----"¿Por qué no se escapó?"
----"No sé; quizá porque usted confió en mí.”
Creo yo que si el director, al dejarle salir, le hu­biera dicho: "Confío en que regresará", el presi­diario se hubiera evadido; pues por el mero hecho de decírselo le hubiera estado dando a entender que no confiaba del todo en él.
Usar la ley del talión con los ladrones viene a ser también una mala cosa. Pues todos los casti­gos que el ladrón recibe son totalmente infruc­tuosos; no sirven de nada; no llegan a las causas a lo único que contribuyen es a atemorizar al niño que ya era infeliz y temeroso. Y es que el robo carece de lógica, está condicionado por el incons­ciente; sus causas están soterradas, no se mani­fiestan.
No me parece que sea muy adecuado para nuestros muchachos delincuentes el tratamiento de "se les está vigilando". Se les fuerza a adoptar una conducta doble. Se piensa que si se es sereno con ellos, acabarán siendo buenos muchachos. Y al­gunos puede ser que se hagan "buenos", por mie­do a la repetición de una disciplina rígida; pero será imposible que pueda curar a la mayoría, pues no se tiene en cuenta las causas ocultas, los mie­dos, las miserias escondidas. Para los muchachos todo eso equivale a odio; un odio que con ello se va incrementando. El odio nunca cura.
Una última advertencia a los padres. Si su hi­jo roba y usted, por ello, le pega o le manda que se acueste sin cenar, o le sermonea, corre usted el peligro de convertir a su hijo, no voy a decir en delincuente, pero sí en un muchacho que sen­tirá el efecto de no ser amado. Y es que en reali­dad no es amado, ya que es imposible pegar y amar al mismo tiempo.
Ignoro a qué edad el niño adquiere la idea de lo "tuyo y lo mío". Creo que varía según el des­arrollo del niño. He visto casos en que el desarro­llo emocional del niño era posterior al intelectual. En este caso, por regla general, el niño no procu­rará ocultar el robo, pues no hay sentimiento de culpabilidad. "Voy a agarrar la muñeca que tiene María, porque me gusta." He aquí su única razón: "me gusta". En tales casos hay que esperar pa­cientemente a que, por el crecimiento natural, se desarrolle cierta conciencia social. Castigar sería muy peligroso en tales casos.
En fin, si ustedes no quieren que sus hijos ro­ben, denles todo el amor, todo el aprecio y todo el cariño de que sean capaces.

¿SE DEBE APLICAR A LOS NIÑOS LA PSICOTERAPIA?

ESTE ES UN PROBLEMA acerca del cual los expertos difieren profundamente. Yo sólo puedo dar mi opinión personal. Practiqué el análisis con los niños durante muchos años, pero más tarde comencé a dudar de su utilidad. Si una persona adulta se siente neurótica acude voluntariamente al tera­peuta; el niño no. Sin embargo, aunque no niego que los niños que yo traté mejoraron algo, creo que la clave reside en la libertad. Todo el mundo gusta de platicar con alguien acerca de sí mismo; y, en mi caso, los pupilos sabían que cualquier cosa que me confesaran era acogida con compren­sión y simpatía. El mero hecho de escucharlos, sien­do un acto de amor, podía ser la razón, de que la terapia los mejorase. Lo que no me explico es por qué una persona consiente en dejarse anali­zar por un freudiano, otra por un jungniano, y otra por un adleriano; todos ellos psicoanalistas, pero con una interpretación onírica diferente. Lo raro es que suelen mejorar; tal vez esto se pueda explicar en virtud de cierta transferencia: el sen­timiento de que el terapeuta les está dando el amor que les faltó en sus respectivas infancias.
Pongo en duda que el revelar recuerdos dc la infancia sea tan importante como pretende el psicoanálisis. Pues el hacer consciente la causa de un complejo, no cura, a no ser que ese descubrir el re­cuerdo de la infancia implique la misma reacción emocional que tuvo cuando se produjo el trauma primitivo. La terapia de Reich implica tal reac­ción. Aunque demasiado a menudo, la explica­ción sólo consigue cambiar el síntoma. Un hom­bre que padece de jaquecas, a causa de que su padre acostumbraba golpearle en la cabeza, al serle revelada esta causa le puede resultar un lum­bago. Curioso, pero con mucho de verdad.
Actualmente toda mi confianza está puesta en la libertad. Esta funciona en casi todos los ca­sos... y ya aclaré que no puede darse un éxito total con niños que de bebés no han sido amados. La libertad, no obstante, funciona mejor cuando el paciente es un niño que ha sido educado en su casa como se le conduce en Summerhill. Pero, por favor, no me pregunte cómo funciona, pues no sabría responderle. Tuvimos una muchacha de catorce años, que más de una vez había intenta­do el suicidio. Ingresó en la escuela con un ros­tro duro, voz amarga, mirada recelosa. En nues­tras reuniones de autogobierno, ella siempre vota­ba por los culpables antisociales. Al cabo de dos años, salió de la escuela con un cuerpo relajado y un rostro feliz. No sé la razón. Tan sólo puedo apuntar que cuando un niño se encuentra en un ambiente en el que nadie le está repitiendo cómo comportarse, todas sus actitudes positivas instantáneamente empiezan a aflorar. Pudiera dar otros ejemplos con resultados parecidos.
Reconozco, sin embargo, que la libertad pue­de ser más efectiva estando acompañada por la acción -nada de teoría- del maestro. El mejor modo de ayudar a un niño con complejo de rom­per ventanas, es no darle importancia y hasta ayudarle a quebrar más vidrios... lo cual no es fácil si los padres del niño son pobres. Por for­tuna, ese problema no se presenta a menudo. He tenido en ocasiones -cruzándome de brazos- que limitarme a observar cómo un niño rompía mi torno de precisión, sabiendo que si me oponía el niño podía identificarme con su padre, el cual no le permitía entrar en su tienda. Sacar por otro las castañas del fuego es muchas veces un trabajo bastante caro.
En cierto modo, todo el cuerpo de maestros y yo mismo continuamente estamos efectuando terapia, al estar situados a favor del niño, lo cual es una de las mayores ventajas en la terapia. Con­fieso mi ignorancia respecto al uso de las clínicas infantiles, que por cierto hacen un buen trabajo, pero no veo la causa de que Melaine Klein abo­gue porque el niño sea analizado a los cuatro años de edad. El niño que crece con libertad no requie­re ningún análisis. Por cierto que sólo sé de dos ex alumnos que hayan acudido al psicoanalista; tal vez haya más, pero he perdido contacto con ellos. Ahora estoy intentando comprobar si los niños que crecen sin necesidad de ser analizados, serán capaces, a su vez, de criar a sus propios hi­jos evitándoles el usual complejo paterno o materno, la culpabilidad sobre el sexo o el miedo a la libertad. Para mí la terapia es como las dro­gas respecto del cuerpo: igual que nuestros cuerpos padecen los males causados por el pan o el alimento condimentado, abonos artificiales, ra­yos atómicos, insecticidas, gases, etc., del mis­mo modo nuestros estados anímicos padecen de resabios paternales o maternales, de restricciones y recelos originados en la terapia analítica que tra­tó de curarnos de las presiones y trastornos origi­nados en nuestra infancia. La solución en ambos aspectos -el físico y el somático- está en preve­nir los complejos, espirituales o corporales, evi­tando que se originen.


CAPÍTULO VIII

OTRAS ESCUELAS

¿QUE INFLUENCIA HA TENIDO SUMMER­HILL EN LA EDUCACION EN GENERAL?

LA RESPUESTA a esta pregunta va estar permeada por la modestia, y también por la ignorancia. ¿Có­mo podría decir yo el efecto que mis libros han promovido en U.S.A., Japón, Suecia o Israel? De todos modos diré que no tanto como algunos creen. Porque la idea en la persona no es estricta­mente individual, el Zeitgeist impregna a muchos individuos de una época. Si Freud no hubiera vi­vido, quizá algún otro hubiera hecho sus descubri­mientos. Además "Ningún hombre es una isla"; lo individual sólo es la porción de un todo, y ese todo es el espíritu de una época. Por otro lado, los descubrimientos son continuamente alterados o cambiados. En América, el freudianismo ha traído la psicología de Fromm, de Sullivan, de Horney. ¿Cuántos científicos actuales aceptan lo que un día propuso Darwin? No hay nada ni na­die que tenga la última palabra, ni siquiera Sum­merhill..., modestia aparte. Así, preguntarme la influencia que tiene Summerhill, equivale a pre­guntar qué es lo que han hecho por cambiar la sociedad los apóstoles de la libertad. ¿Quién puede precisar la influencia que John Dewey tuvo en la educación, en Estados Unidos? L.B. Johnson, ¿era el caudillo de una lucha por la libertad racial o simplemente seguía a un movimiento general? Hitler no hizo el fascismo. Pero de no haber exis­tido él, otro se hubiera afirmado como "Führer". Los caudillos no son más que tipos como todo el mundo, pero con una cabeza sobresaliente... Un ejemplo muy concreto de esto fue el caso de De Gaulle.
Con gran frecuencia, me dicen que Summerhill ha hecho mucho para que otras escuelas sean menos autoritarias y más humanas. ¿Sólo Summer­hill? Me vienen a la mente los nombres de muchos pioneros: Billy Currey con el Dartington Hall, E. F. O'Neill, Cadwell Cook con su Plaway, Edmond Holmes, Homer Lane, y, remontándome aún más, Froebel, Pestalozzi, Rousseau. Y bien, ¿quién puede precisar el grado de contribución a la educación de Freud, de Jung, de Adler, Reich, Rank, Stekel, etc.? Summerhill no es más que un pequeño navío en la corriente, navío que, curio­samente, flota en contra de la corriente. No, no; la influencia no puede ser medida, a no ser que sea una influencia nefasta: las víctimas de Hitler, por ejemplo, ascendieron a seis millones de judíos.
Si hay que reconocerle alguna influencia a Summerhill, me imagino que ésta ha sido casi siem­pre modificada. Por ejemplo, muchas escuelas ad­mitieron la libertad, pero ellas la llamaron liber­tad controlada, lo que para mí es una contradic­ción, porque ¿que forma de libertad puede in­troducir un profesor en una clase estilo cuartel de cincuenta muchachos? No obstante, incluso bajo circunstancias adversas, se puede hacer mucho. La incipiente Hill School es una muestra de ello. Mi­chael Duane se encargó de una escuela a nivel am­plio en una zona de Londres muy dura. Como dos­cientos muchachos y muchachas estuvieron a prueba; pero Duane rechazó el uso del palo cuando era instado por los inspectores oficiales a que lo empleara. En dos años el número de los some­tidos a prueba fue reducido a seis. Esto evidencia que se puede dar amor y no odio incluso en una escuela oficial; también puede servir como res­puesta a aquellos que dicen que la libertad sólo es factible en internados y entre muchachos de la clase media.
Es triste considerar que mucho de lo bueno que se ha hecho por la libertad, ha sido efectuado fuera del sistema oficial. Al decir esto pienso en los que se han preocupado por los niños: George Lyward, Otto Shaw, David Wills y otros. Estos hombres están muy por encima de los que siguen el sistema legal, oficial, que continúa creyendo que la cura de la delincuencia está en un régimen de vi­da duro, disciplinado. Está perfectamente claro que esos hombres que he mencionado no se han ins­pirado en Summerhill, excepción hecha de Otto Shaw, quien, hace años, después de frecuentes visitas a nuestra escuela, decidió establecer una a su modo.
Dudo igualmente que Summerhill haya tenido algún efecto sobre las escuelas públicas inglesas. Sólo quisiera que mis libros hubieran ayudado a que algunos profesores eliminaran de sí mismos esa dignidad tonta y su falsa autoridad. Quisiera haber demostrado que es mejor para un profesor obtener el amor de sus discípulos que ese respeto y obediencia insinceros. Me daría por muy satis­fecho si hubiera logrado esas dos cosas.

¿QUÉ OPINION TIENE USTED DE LAS ESCUELAS "COMPREHENSIVE"?

SÉ MUY poco acerca de ellas; sin embargo se me ocurre una objeción, y es que son demasiado grandes. En un pueblo todo el mundo tiene per­sonalidad; todo el mundo es conocido por sus ve­cinos, mientras que en una ciudad grande se es parte de una masa impersonal. Lo mismo sucede con las escuelas grandes, pues en ellas los niños vienen a ser números. Es imposible en esas condi­ciones, garantizar un contacto entre el profesor y el discípulo. En una escuela de 1200 pupilos ¿có­mo puede el director conocer los nombres de todos ellos? Por supuesto que las grandes escuelas estilo cuartel satisfacen a muchos educadores; son como fábricas perfectas en las que se rellena la ca­beza del niño con tonterías, pese a que tengan campos de deportes y gimnasios. Es incuestiona­ble que a cualquier niño le gusta tener una perso­nalidad, ser alguien conocido, tenido en cuenta; y esto no se puede dar en una escuela grande. Me gustaría ver un plan a nivel ministerial que echara abajo todas las escuelas grandes de..., digamos de Londres, y que construyera escuelas fracciona­das en el campo, con algunas hectáreas de bos­ques y campos y que llevara a los niños desde la ciudad a la escuela diariamente en autobús. Es­to se podría hacer con facilidad. En Ewell, Surrey, se han hecho grandes campos de recreo y he visto llegar a ese lugar cantidad de autobuses cargados de niños que acudían desde Londres a jugar allí.
Sería bastante más fácil practicar con niños pequeños, aunque se presenta el problema de po­der enseñar a los pupilos ya mayores matemáticas y química a un nivel avanzado en escuelas pe­queñas situadas en el campo. Pero esto no tendría mayor dificultad disponiéndose de una plantilla completa como en Summerhill, que es, en cierto modo, una escuela rural con sesenta pupilos entre cinco y dieciséis años. En nuestra escuela los ma­yores pueden, si lo desean, efectuar trabajos a un nivel adelantado, pues disponemos de ocho pro­fesores. Cada niño o niña de nuestro plantel se siente en sí mismo, parte viviente de una so­ciedad acogedora. Y yo me pregunto si este sen­timiento de pertenencia puede estar relacionado con el hecho de que hay más criminalidad juvenil en una ciudad que en un pueblo. En cualquier ciudad pequeña hasta me aventuro a dejar mi coche abierto, cosa que no haría en Londres. Cla­ro que puede haber aspectos negativos; pero, en general, los muchachos de un pueblo son amables con todo el mundo, mientras que los de una ciu­dad sólo lo son con los de su barrio.
Me gustaría mucho que hubiera personas ca­paces de comprender que cualquier niño de diez años, no es simplemente un muchacho pequeño que ha de ser disciplinado y modelado por los maes­tros y los padres. No; ese niño de diez años posee una personalidad que busca aprobación, cariño, diversión, juegos. En una escuela pequeña se sien­te estimado como persona que es, pero dentro de una multitud se sentirá como un soldado raso en el ejercito: una unidad, un número. Sugiero por tanto, que un medio de curar a los delincuentes ju­veniles, o, más bien, evitar que los niños se hagan delincuentes, será desglosar las grandes escuelas en pequeñas. Mencioné el éxito de Michael Duane en una escuela "comprehensive", pero pienso que el éxito hubiera sido aún mayor si lo que allá hizo lo hubiese hecho en una escuela pequeña.
Detesto cualquier tipo de centralismo. Las credenciales locales pierden su carácter al ser re­guladas por un gran sindicato. Del mismo modo pierden su peculiaridad y su valor social los ne­gocios pequeños al ser absorbidos por los grandes. En un comercio pequeño, el jefe conoce a Juan y a Pedro y a sus familias; hay un clima de relación interpersonal, de cordialidad. Pero en los grandes comercios de dependencias múltiples el contacto entre el patrono y empleado está perdido. ¿Se imagina alguien al joven dependiente del Woolworth? El centralismo mata lo individual del mis­mo modo que la producción masificada mata la artesanía. ¿En qué parte de Europa o Norteamé­rica hay un zapatero que se fabrique sus propios zapatos? El hombre personal está cediendo ante el hombre masa, u hombre con escasa identidad individual, con escasa iniciativa, porque ¿qué ini­ciativa se requiere para pulsar el botón del eleva­dor que nos lleva todos los días a la oficina? De aquí que sienta recelo ante cualquier escuela grande, sea "comprehensive" o sea como sea.

LOS PRINCIPIOS QUE RIGEN EN SUMMER­HILL. ¿PUEDEN SER APLICADOS EN LAS ESCUELAS OFICIALES?

CENTENARES de profesores me han preguntado eso mismo Normalmente lo preguntan profesores jóvenes. La respuesta es que, por desgracia, el profesor asistente no puede introducir más liber­tad de la que es permitida por el director. Y hablo por experiencia. Ya hace mucho yo era asistente en la escuela King Alfred de Hampstead; me en­contraba entonces bajo la influencia de Homer Lane y estaba entusiasmado con el autogobierno. En las reuniones de profesores continuamente abogaba por él, hasta que por fin el director acabó diciendo: "Está bien, Neill puede tener autogo­bierno en sus clases." Yo, entonces joven e inge­nuo, acepté. La consecuencia, naturalmente, fue que el grupo que llegaba de la clase de matemáti­cas con disciplina a mi clase de geografía..., bue­no, armaba el gran alboroto. Los profesores de las aulas vecinas protestaron, y, total, que el experi­mento y el experimentador fallaron: me marché de allá, ¿o me despidieron? No recuerdo.
Dentro de una escuela grande, un profesor jo­ven hallará que es imposible poder cambiar la tra­dición y las costumbres de esa escuela; pero esto no quiere decir que tal profesor no pueda usar la libertad de que sea capaz. Para ello, que empiece poniéndose del lado del niño; renunciando a im­poner cualquier castigo; siendo humano y alegre. Sin duda que tropezará con muchas dificultades. Tal el caso de uno de nuestros ex pupilos que, más tarde, llegó a ser profesor en una escuela llena de muchachos difíciles, el cual me confesó: "Al prin­cipio, empecé con las ideas de Summerhill, pero ya he tenido que dejarlas. Si me muestro amable, piensan que soy un blando y mi clase se convier­te en una especie de manicomio." Pero este pro­fesor tenía en su clase más de cincuenta mucha­chos.
Un obstáculo en la concesión de libertad en una escuela oficial es que casi todos los padres des­confían de la libertad. Muchos de ellos piensan en la escuela como en un reformatorio. Me di cuen­ta de esto hace cincuenta anos, en un pueblo de Escocia, donde tuve que aguantar una lista de pa­dres enojados: "Mandé a mi muchacho a la escue­la para que aprendiera, no para que estuviera ju­gando todo el día." Y así por el estilo...
En Summerhill, en cambio, todo es más fácil porque los padres están de nuestro lado. En las escuelas oficiales la tarea principal es aprender materias. La asistencia a clases es obligatoria; un niño que sea retrasado en matemáticas ha de sen­tarse allí y hacerlo lo mejor que pueda. Tiene que haber disciplina y ausencia de ruidos, y los niños libres hacen un ruido terrible.
En las escuelas disciplinadas todo está en contra del profesor: el mismo edificio, la falta de espacio para jugar, el alinearse, en fin, todo el sistema educativo. En algunas escuelas el profesor que no tiene religión ha de someterse a un período de instrucción religiosa, aunque en casi todas las grandes escuelas, un profesor no creyente puede evadirlo. Yo solía hacerlo al convertir el período de religión en período de canto. Tan es así, que para salvar las apariencias, o tal vez para salvar mi conciencia, ponía empeño en la canción "Ade­lante, soldados de Cristo".
Es algo penoso confesarlo, pero en una escuela oficial no puede haber auténtica libertad si el di­rector no está de parte de uno. Infinidad de jóve­nes profesores estarían encantados si pudieran te­ner más libertad en sus clases; pero como no la pueden conseguir, se vuelven cínicos y conformis­tas. La realidad nos demuestra que no puede ha­ber libertad mientras el sistema educacional dis­ponga cosas que no deberían implantarse.

¿POSTULARÍA USTED INTERNADOS PARA TODOS LOS NIÑOS?

AL CONTESTAR esa pregunta tal vez lo haga con al­gún prejuicio. El internado es hoy más necesario que antaño en que las familias numerosas se con­vertían en una especie de comunidad. Hoy, dentro de familias reducidas se corre el peligro de que el niño, careciendo de suficientes compañeros, se sature del ambiente de los adultos. No está bien que un hijo único se mantenga en un ambiente en el que sólo toma como puntos de referencia a sus padres, porque podría estar propenso a envejecer­se antes de tiempo. En tales casos, los kindergar­ten son muy útiles, si bien no todas las madres que hacen jornada laboral disponen de tiempo para recoger a sus niños del kinder y volverlos a llevar.
Por supuesto que tengo en cuenta el punto de vista de los padres y comprendo que es doloroso, durante ocho meses seguidos, desprenderse de un hijo pequeño. Precisamente ayer una ex pupila me decía: "Me mandaron a Summerhill siendo dema­siado pequeña, sólo tenía cuatro años. Creo que a esa edad, y todavía unos años después, debería haber permanecido en casa de mis padres."
Cuando la situación del hogar lo exige toma­mos los niños a la edad de cinco años, siempre que se trate de niños británicos. No siendo así, aunque ambos padres hagan jornada laboral, a esa edad evitamos admitir niños de América, ya que consi­deramos que un niño, por lo menos hasta los siete años, no debe estar a miles de kilómetros de sus padres.
No podría yo asegurar si el futuro está en los internados. Claro que si todos los internados fue­ran lugares tan felices como Summerhill, muchísi­mos niños se beneficiarían de ello, porque, repito, comprendo los sentimientos de los padres que desean que toda su familia vaya creciendo dentro del hogar. Un inconveniente que nuestros ex pupilos encuentran a veces, es la imposibilidad de hallar para sus niños una escuela local que ni los adoctri­ne ni trate de moldearlos; ésta es una dificultad que, no obstante, se debería solucionar poco a poco por sí misma. Mas por lo que respecta al niño, mu­chos kinder son excelentes; lo malo estriba en sa­ber cómo se han de sentir los profesores cuando esos niños se marchan de ese kinder y los ponen en grados superiores a estudiar en silencio y a es­tar sentaditos sin moverse.
Una ventaja que tiene el internado sobre la escuela de estudio de tiempo completo, es que aquél puede disponer de su propio reglamento, confec­cionado por los mismos niños, mientras que en las otra no hay nada que reglamentar, pues se pasan todo el día en clase. Hay que destacar que en las reuniones que periódicamente mantenemos en Summerhill raramente se mencionan las clases; casi todos los puntos que tratamos son indiferen­tes al plano académico y se refieren a: quebranta­miento de reglas durante la noche, riñas, tomar la bicicleta de otro, tirar alimentos, meter ruido en períodos de silencio, etcétera. Para mí, el modo de vivir de esta comunidad es infinitamente de más importancia para la educación del niño que todo lo que dicen los libros de texto que hay en todo el mundo.
Si realmente tenemos democracia no se debe­ría esperar hasta los veintiún años para votar, aunque eso no implica democracia, puesto que ser uno de los miles que dan su voto para elegir a un candidato no es democracia. Por muchas de es­tas razones, yo nunca me comprometería a dirigir una escuela de más de sesenta pupilos. En Sum­merhill, ejemplo vivo de lo precedentemente di­cho, todos podemos reunirnos en una misma sala, todos dialogamos, todos votamos; en un gran in­ternado, por el contrario, no puede darse una reu­nión con participación conjunta; los votantes y los delegados pierden el interés y hay el peligro de que los elegidos se conviertan en un grupo de in­trigantes.
Pese a todo, yo doy mi voto a favor del inter­nado en sí mismo. Que el niño posea su propio ambiente es algo a que el niño tiene derecho.

¿SE PUEDE COMPARAR EL PROGRESISMO DE LAS ESCUELAS COEDUCACIONALES DE INGLATERRA CON EL DE SUMMER­HILL?

ESTA ES una pregunta a la cual me niego a respon­der. Sólo diré que nos reunimos en conferencias amistosamente y discutimos. Cada uno piensa de sí mismo que es el mejor. Yo pienso que nosotros tenemos más libertad que ellos; Summerhill es, probablemente, la única escuela que no tiene cla­ses obligatorias. No, no me voy a poner a criticar a esas otras escuelas. Al fin y al cabo, si existe honor entre ladrones, también lo hay entre los ase­sinos. La mayor parte de ellas están haciendo una labor muy buena, e incluso la peor está muy por encima de las escuelas públicas o preparatorias, ya que éstas incluyen en su reglamento el castigo, el miedo y la modelación del carácter. Al que me ha preguntado esto, le recomiendo leer "The Independent Progresive School", publicado por H. A.. T. Child of Dartington Hall (Hutchinson). En ese libro, quince de nosotros escribimos acerca nuestras escuelas. Cuando este libro esté a punto de aparecer, W.A.C. Stewart, catedrático de la universidad de Keele, ha de tener ya a la venta su libro acerca de las escuelas progresistas. De pa­so quiero añadir que no soporto la palabra pro­gresista; prefiero la palabra avanzada, pues aso­cio esta palabra de avanzada con un grupo de se­guidores que, machete en mano, se abren paso a través de la jungla para que, más tarde, unos cuantos aprovechados y explotadores se beneficien del camino que uno, a duras penas, ha podido abrir... Paralelamente, puedo citar a un avanzado, a un pionero de Nazareth, que predicó y difundió amor y humanidad; sin embargo, su doctrina... Bue­no, para no ser partidista diremos que todas las religiones han tenido pioneros, pioneros que al mo­rir dejaron una doctrina que ha acabado siendo corrompida.


CAPÍTULO IX

MISCELANEA

¿HA TENIDO SUMMERHILL QUE COMPRO­METERSE ALGUNA VEZ?

NATURALMENTE QUE SÍ. Porque se puede ir un pa­so por delante del Sistema, pero si se va dos pasos, puede ser desastroso. Summerhill tiene que ate­nerse a las leyes del país. Por fortuna, eso nos re­sulta fácil. Dudo mucho, pues, que otro Ministerio de Educación hubiera tolerado que los niños en una escuela se pasen jugando el día entero. Ya mencionó cómo nos tuvimos que comprometer con respecto al sexo. Digamos ahora que todas las escuelas oficiales en Gran Bretaña asignan ins­trucción religiosa, y, sin embargo, en el ministerio se debe saber que nosotros no incluimos ninguna enseñanza en ese sentido. Aquí existe un remedio y es, que cualquier padre, con un hijo en una es­cuela oficial, puede demandar, si quiere, que su hijo no asista a la clase de religión. Recibo a veces cartas de padres que me piden consejo acerca de eso: "¿Debe mi hijo asistir a tales clases?" Yo les contesto que hagan lo que quieran, pero si consi­deran que las clases de religión son nocivas para su hijo, puede contrarrestar esa influencia cuando el niño se encuentre en casa. Es mejor eso que dar al niño el sentimiento de un paria; pues a ningún niño le gusta encerrarse en su cuarto haciendo cuentas mientras que todos los demás están en cla­se de religión escuchando la parábola del Hijo Pró­digo; eso le haría sentirse demasiado extraño.
Nuestros pupilos, a causa de su autogobierno, manifiestan una postura muy sana con respecto al mundo exterior. Saben que se pueden emplear malas palabras dentro de la escuela, pero no en el cine o en el café del pueblo; que hay que estar limpio y aseado cuando se sale al pueblo; y obede­cer al código teniendo dos buenos frenos en la bi­cicleta; y detenerse cuando el semáforo está rojo. En estas cosas pequeñas nos comprometemos a de­mostrar ante el público nuestra urbanidad. Tan es así, que un profesor muy de izquierda solía no pa­rarse cuando en el cine se tocaba el himno nacio­nal, actitud que le fue censurada por los mucha­chos en una de nuestras reuniones, lo cual no le hizo cambiar de opinión. Pero es una gran verdad que los niños se sienten incómodos si hacen algo que dé motivo a que sobrevengan críticas de fuera en contra de Summerhill.
Me complace pensar que no nos compromete­mos en asuntos importantes. Y sobre todo, nunca arriesgando el derecho que el niño tiene de ser tan libre como la convivencia en una comunidad lo permita.

A MENUDO MENCIONA USTED EL SISTE­MA. ¿QUE ES EL SISTEMA?

CREO que el nombre fue originalmente dado a unas cuantas personas encumbradas que controlaban el destino de la mayoría..., los lores, el pri­mer ministro, los dos arzobispos, los nobles, etc. Hoy, la significación de esa palabra ha cambiado. Actualmente designa  a -grosso modo- a aquellos que sostienen el status, a aquellos  -no tienen por qué ser políticos- que están anclados en ideas convencionales de las que no pueden salir.
Nadie que sea inconformista puede pertene­cer al Sistema. Ningún ateo podría ser presidente de los Estados Unidos; ningún miembro de un partido comunista podría ser director de alguna escuela pública. La política distinta no cuenta: dudo que la opinión sobre educación de dos pre­sidentes de partidos políticos opuestos sea dife­rente, pues imagino que para ambos educación equivaldría a mejores escuelas, mejores universi­dades, mejores laboratorios. Sistema, en fin, no se identifica con un reducido grupo de personajes, se identifica con cada uno, con cada persona, pues todo el mundo acaba amoldándose a la generalidad de un modo o de otro. Por lo que respecta al lenguaje yo mismo soy un miembro más del Sistema; de suerte que me echo a temblar cada vez que oigo una incorrección idiomática en un locutor de la televisión.
Por otro lado, el Sistema es vulnerable; teme cualquier nueva idea que amenace su estabilidad conformista. Por eso se opuso cuando se exigió la abolición de la pena de muerte a los que robaban ovejas y cuando se reclamó el derecho de votación para las mujeres. El Sistema hubiera preferido que continuara en vigor la pena de muerte, que al cri­minal se le castigara y no que se le tratara como a una persona enferma. De todos modos, puedo te­ner la satisfacción de decir que en Gran Bretaña el Sistema es más bien tolerante; de otro modo, una institución de por sí rebelde como Summer­hill hubiera tenido que ser clausurada desde hace tiempo. Creo, en fin, que los sistemas más intole­rantes se pueden encontrar en Rusia, Sudáfrica y España.

¿QUE SE HACE EN SUMMERHILL CON RESPECTO AL USO DEL TABACO?

DURANTE muchos años concedí plena libertad al respecto: cualquier niño podía fumar. Sin embar­go, me atrevería a precisar que no llegaba al 40% el porcentaje de ex pupilos que fueron fumado­res. Después, más tarde, cuando sobrevino el ru­mor de contraer cáncer, consideré que había que imponerse y lo prohibí a los menores de dieciséis años, siendo naturalmente consciente de que a escondidas se fumaba en el baño y dormitorios. En el autogobierno, mi esposa y yo hemos tenido que erigirnos en autoridades en asuntos de salu­bridad; nunca hemos permitido que un niño con algo de fiebre saliera a la calle en un día frío. Un inconveniente en esto del tabaco, consiste en que a algunos niños les permiten fumar en su casa. Por eso resulta difícil fijar reglas al respecto. Las reglas rígidas siempre hacen más apetecible lo pro­hibido. Tan inútil es apelar a la razón del niño, co­mo insistir diciéndole que si fuma puede con­traer más tarde cáncer pulmonar; y es que el niño no puede ver más allá del mañana, aunque, a juzgar por la elevada venta de cigarrillos, muy po­cos adultos pueden hacerlo. Algunas escuelas tie­nen prohibido terminantemente el uso del tabaco, por lo que los profesores que fuman han de hacerlo en sus habitaciones, no ante los niños. Pero sé, sin embargo, que no menos de las tres cuartas partes de mi plantilla fuma, incluyéndome yo mismo con mi pipa. También recuerdo que después de un viaje a Rusia que hizo un antiguo profesor mío, me decía: "Estuve a punto de ser linchado por ofrecer unos cigarrillos a adolescentes; después me dijeron que hasta los veintiún años no podían fu­mar." Eso era en Moscú, tal vez en el resto de la nación esa ley no escrita no era observada.
Respecto al alcohol no solemos tener proble­mas; la bebida carece para los niños de la atrac­ción que tiene el tabaco. El problema suele presen­tarse, cuando un visitante, abusando del hecho de encontrarse en una escuela "libre", trae alguna botella de whisky o de ginebra y se la entrega a los niños. Por eso precisamente he prohibido a dos de estos seductores que vuelvan otra vez. Pues sé de muchos alcohólicos cuyo vicio se remontaba a su infancia.
El problema del uso del tabaco en los niños se acrecienta si consideramos la gran propaganda de cigarrillos que existe en todos los medios de difu­sión, problema a considerar, aunque en verdad yo no sé el efecto que el cese de los anuncios de ciga­rrillos en TV podría tener, quizá fuera mínimo. Porque si millones de padres fuman, siempre será muy difícil persuadir a los niños de que el tabaco es dañino. Pero, en consecuencia, también debie­ra prohibir que mis pupilos consumieran todos los productos que compran en las dulcerías. Pues por lo que yo sé, una paleta puede contribuir tanto como un cigarrillo a la formación del cáncer. La lista de prohibiciones podría ser interminable: el pan blanco es perjudicial para la salud, los refres­cos pueden ser dañinos y... El problema viene a ser de lo más difícil.

MI ESPOSA SUFRE DE UN CANCER FA­TAL MUY AVANZADO. ¿DEBERÍA ESCRI­BIR Y DECIRSELO A MI HIJA?

Su HIJA TIENE trece años. Mi esposa ya la ha ido preparando para ese golpe, diciéndole que su ma­má está gravemente enferma y que cuando la noticia de su muerte llegue, la reciba con tran­quilidad. Muchos padres se ponen nerviosos, no sabiendo cómo explicar a sus hijos alguna muerte. Los profesores míos, como no tienen ninguna religión, son incapaces de decir a los niños que papá se ha ido al cielo y que allí los va a estar esperando. Creo que muchos padres sobre valoran la ignorancia infantil. Cualquier ni­ño ha visto en la carnicería animales muertos. La muerte les inspira más curiosidad que impresión. Siendo yo director de una escuela rural en Es­cocia, en una ocasión, al tocar la campana no acudió ni un solo niño; busqué por todo el edi­ficio y no encontré a nadie; estaban todos fuera viendo cómo un campesino mataba un caballo enfermo. Añadamos que de pequeños, mi hermana y yo acostumbrábamos vagar a lo largo de la orilla del mar para ver si el reflujo dejaba al descubierto el cadáver de algún marinero ahoga­do. Creo que aún hoy, si tuviera lugar una ejecu­ción en público, las personas que se congregarían serían quizá incontables.
Pienso además, que la mayoría de los niños no sienten un miedo real por la muerte. Al respecto, una niña de quince años expresó: .... . de lo que tengo miedo es de no vivir; quiero ver y hacer tan­tas cosas...". Esta es una actitud saludable. Aun­que todos sabemos que vamos a morir, todos nos resistimos a pensar en ello, incluso cuando sabe­mos que no nos quedan más que unos cuantos años más. El terror mundial por una guerra nu­clear se basa en el miedo a no seguir viviendo, no en el miedo a la muerte.
En mi concepto, pues, creo que no hay necesi­dad de preocuparse acerca del conocimiento que el niño pueda tener de la muerte. Ni sé de ningún libro que trate de la relación entre el niño y la muerte. Bueno, sí; mi amigo Budda Leunbach pu­blicó en Copenhague un folleto: "Mor hvor er de döde henne?" (Mamá, ¿qué les ocurre a las personas que se mueren?) Es un buen estudio, que dudo se haya traducido al español.

¿QUE ES LA SOCIEDAD SUMMERHILL Y QUE ACTIVIDADES TIENE?

LA SOCIEDAD fue fundada hace algunos años por algunos padres y ex pupilos. Su objetivo es fundamentalmente financiero, pues cuando fue funda­da la escuela se encontraba sin un centavo; sólo salió del apuro cuando empezaron a invadirnos pupilos americanos, en 1960. La Sociedad ha he­cho mucho por la escuela. Sin haber cooperado con grandes sumas de dinero -los que creen en la libertad no suelen ser muy ricos-, han contri­buido lo suficiente como para pagar cosas de ne­cesidad... Ayudaron a instalar calefacción cen­tral, máquinas para la limpieza, repuestos, etc. Y en mi octogésimo aniversario, emprendieron una subscripción y me regalaron un automóvil nuevecito..., un Vauxhall Viva, un coche excelente, el pri­mero que he estrenado. La Sociedad publica una revista mensual, "Id", que con cada número mejora. Organiza subastas de objetos, bailes, conferen­cias; en suma, se trata de una buena institución a la que toda mi plantilla, mis pupilos y yo estamos profundamente agradecidos. El secretario es N.P. Catchpole, Solicitor, 53 Stratton Street, Piccadilly, London, W.1. Me gustaría nombrar aquí a varias personas que con su trabajo han contribuido a que la Sociedad haya triunfado, pero nombrar sue­le equivaler a hacer distinciones insidiosas; pero, de todos modos, me siento obligado a citar a Josie y David Caryll que tantas colectas y bailes han organizado.

¿TIENE LA VIDA ALGUNA META?

OH, ¿QUIÉN puede contestar a una pregunta de es­te calibre? ¿Quién sabe? Creo que no tiene ninguna respuesta. Las personas se proponen fines: ser mejor en el golf, llegar a ser una actriz, pero ¿qué fin se puede proponer un perro? Sólo subsistir y reproducirse, y éstos son objetivos inconscientes. Ya se ha pasado el tiempo en que creíamos que la Divina Providencia era la que había dotado al ti­gre con rayas en su cuerpo para pasar desaperci­bido en la selva, o que Dios era el que había pin­tado las flores con bonitos colores para que las abejitas vinieran a posarse en ellas. El único ob­jetivo de la vida es subsistir. Yo no veo la razón -y creo que nadie la verá- de que un cristiano o un mahometano devotos puedan creer en una fi­nalidad divina, después de saber que seis millones de judíos fueron asesinados. Sin embargo, es cu­rioso destacar que oí hablar de un hombre al que le preguntaron si él firmaría una protesta contra las bombas nucleares, el cual replicó: "No. Si Dios ha dispuesto que el mundo sea destruido, ¿qué puedo hacer yo contra Él?" Francamente, estaría dispuesto a creer que el destino del hombre está determinado por una fuerza exterior antes que creer que el hombre no es dueño único de su alma. El que Dios tal vez esté en los cielos no implica que todo tenga que estar bien en este mundo. La cuestión, en fin, es ésta otra: ¿cómo empezó el mundo? Ambas cuestiones son imposibles de responder con convicción y conocimiento. Pero, bue­no, yo no soy un filósofo, sino tan sólo un maestro de escuela.

¿QUE PUEDO HACER PARA QUE MIS PU­PILOS TENGAN UNA MENTALIDAD INTERNACIONAL?

(De un profesor americano)

DUDO MUCHO que se pueda hacer algo, sobre todo en Norteamérica. Este país, no obstante la conglomeración de razas que lo ha constituido, es un país provinciano. Hay norteamericanos que, escribiéndome regularmente -con muy buena inten­ción-, me remiten dentro del sobre otro sobre di­rigido y sellado con timbres americanos, creyendo que tales timbres valen en todos los países. De mí puedo decir, en efecto, que, desorientado, me pase como dos horas desde Jersey City a Forest Hill en Long Island; no había ni un indicador en todo el trayecto. Por el contrario, en el metro de Londres si uno sabe leer resulta imposible extraviarse. El caso, pues, resulta al fin bastante comprensible: Gran Bretaña forma parte de un continente plurilingüe, y los Estados Unidos no.
Mas aun así, todavía sigo dudando si Gran Bretaña puede desarrollar una mentalidad inter­nacional en sus escuelas. Summerhill ha tenido americanos, suecos, daneses, alemanes, holandeses, franceses; todos ellos aprendían el inglés y se adap­taban a nuestro régimen de vida; pero ninguno de nosotros intentó aprender sus idiomas o adecuarse a su manera de vivir... o a sus comidas. Cuando nosotros estuvimos en la Escuela Internacional de Hellerau, Dresde, desde 1921 hasta 1923, y más tarde en Austria, no nos quedó más remedio que aprender alemán y adaptarnos a la dieta y a las costumbres de los alemanes..., de suerte que du­rante el verano, tenía que dar clase a las siete de la mañana, lo cual me resultaba muy molesto.
La experiencia de Hellerau constituye quizá la época más fascinante de mi vida. En la Escuela teníamos pupilos de todas las nacionalidades. ex­cepto de la española. Había tres departamentos: la escuela de baile. .. con el edificio especialmen­te construido por Jacques Dalcroze; el departa­mento de alemán, en parte internado; y el depar­tamento internacional, a cuyo frente estaba yo. Recuerdo aquellos días con tristeza, pues muchos de nuestros pupilos eran judíos y deben haber aca­bado todos en la cámara de gas.
Había asimismo divergencias de opinión bas­tante... ruidosas. Los alemanes y yo diferíamos profundamente acerca de la educación. Ellos apun­taban a una elevación espiritual. Los profesores tenían que ser modelos para los pupilos; hasta tal punto que si un profesor estaba fumando, escon­día rápidamente la pipa al ver acercarse a un pu­pilo. Entonces eran los días dorados de los "Wandervögel", grupos de jóvenes, así llamados, que cantaban viejas canciones e interpretaban danzas populares, que rechazaban el tabaco y el alcohol, pero que mantenían una postura libre ante el sexo. Todos eran idealistas y posiblemente muchos de ellos, cifraron su idealismo en Hitler.
También allí practicábamos el autogobierno; pero era más teórico que práctico, motivo por el cual entonces no me convenció. Me acuerdo que al terminarse una reunión en la que el caballo de batalla era la limpieza en las aulas, yo agarré una escoba y me puse a barrerlas, mientras que tres de los pupilos que con mayor energía se habían pro­nunciado a favor de la limpieza en la reunión, se sentaron mirando como yo trabajaba. Lo que no me impide reconocer que situaciones parecidas las he tenido que ver en Summerhill.
Existía en Hellerau una mentalidad cosmopo­lita y abierta. No había antisemitismo; fuéramos rusos, polacos o ingleses éramos uno para el otro: hombres. No podría precisar el efecto que la Es­cuela tuvo en los pupilos; tan sólo puedo hablar del efecto que ejerció sobre mí: me hizo interna­cional en mi modo de pensar, de sentir; y eso sin disminuir mi apego a Escocia o a Inglaterra. Tal vez lo que yo adquiriera fuese algo intangible, un sentimiento de fraternidad universal, que es imposible de concebir permaneciendo siempre en casa. Y más tarde, cuando en Tempelhof, Berlín, soportaba los discursos de Hitler, no experimen­taba ningún resentimiento contra los alemanes, ni tampoco cuando supe de las barbaridades de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero no me ilusiono con el internacionalismo. No creo que sea nunca firmada una paz mundial en virtud de un centenar de escuelas internacio­nales. Los factores que provocan las guerras son muy independientes; y aquellos que se esfuerzan por una paz mundial nada pueden hacer para do­minarlos. Pensando en ello me viene a la memoria lo que dije en una conferencia en Estocolmo: "Us­tedes los suecos acuden a oír lo que se dice acerca de la libertad en las escuelas, pero jamás hacen algo positivo al respecto. Sus escuelas son como fábricas, en las que se prepara a los niños para aprobar los exámenes. ¿Por qué no tratan de re­mediarlo?"
Un profesor se levantó: -"Los hombres que controlan nuestro sistema de educación no acuden a escuchar sus conferencias."
Lo mismo ocurre en los asuntos internaciona­les. Hoy el mundo es un conglomerado de odio, de matanzas... Vietnam, Cercano Oriente, India, Pakistán, Sudáfrica, Irlanda, etc., y en todo el mundo se quiere la paz. ¿Por qué millones de per­sonas trabajadoras -fontaneros, albañiles, maestros- matan a sus semejantes en guerras? Ningu­no de ellos quiere ser asesino, nadie desea las gue­rras. La paz sólo sobrevendrá cuando sea abolido todo nacionalismo y toda codicia por petróleo o por oro. Los hombres que perecieron en la guerra de los Boers, ¿murieron por el honor de Gran Breta­ña o por una serie de beneficios en oro y diaman­tes? Quizá uno de los rasgos más desconcertantes de la persona humana es su capacidad para sacri­ficarse por objetivos de los cuales no está conscien­te o desconoce. Sesenta millones de alemanes se­cundaron a un demente. Miles de ciudadanos nor­teamericanos serían capaces de gritar: "Antes la muerte que el comunismo..." Si alguien ataca al comunismo, lo menos que tiene que hacer es pro­bar que el capitalismo es mejor, que da más bie­nestar a mayor número de personas. La verdad es que no puedo entender la alarma y la ira que la sola palabra comunismo provoca en Norteaméri­ca. La diferencia esencial entre ambos sistemas es­triba en que uno permite la ganancia y el otro no. Ambos sistemas, sin embargo, moldean a sus niños en la escuela y en el hogar; ambos fomentan el nacionalismo; ambos creen que la paz depende de la bomba H. Ambos inhiben a la persona; un ruso no puede comprar un diario occidental; y un norteamericano no se puede llamar a sí mismo comunista. Uno no puede plantarse en medio de la Plaza Roja y gritar contra el sistema comunis­ta; ni tampoco un negro de Alabama puede en­trar en una escuela de blancos. Y las jerarquías que detentan el poder no es probable que se de­jen influenciar por los éxitos de Pestalozzi, con sus escuelas en Suiza.
Por tanto, y contestando en lo que puedo a su pregunta, joven profesor americano, inténtelo y haga lo que pueda; lo otro sería apatía, dejar que continúe el proceso de una civilización enferma.

¿QUE PIENSA USTED DEL DINERO?

¿QUÉ ES lo que piensa todo el mundo del dinero? Depende de la edad. Cuando uno va envejeciendo, el dinero significa cada vez menos. Yo nunca deseo comprar nada, ni siquiera mirar a los escapa­rates. El dinero conlleva las comodidades, pero no siempre la felicidad. ¿Quién ha visto que el propietario de un Rolls-Royce tenga una cara más fe­liz que el que nos pide que lo llevemos en nuestro coche? El dinero quiere decir mucho para el jo­ven. Al muchacho el dinero le quema en el bolsi­llo; por eso resulta inútil recomendar a un niño que ahorre; él nunca piensa en el mañana, lo cual no deja de tener su sentido práctico en estos tiem­pos en que se habla de bombas nucleares.
Generalizando, siempre se puede decir que existen dos posiciones de interés respecto al di­nero. Siendo yo estudiante, gané 40 libras, que en­tonces era mucho dinero, en un concurso periodís­tico. Pues bien, lo metí en el banco, y me pasé los días restantes de escuela sin tener que trabajar. Por el mismo tiempo, un compañero heredó 150 libras de una tía. Celebró una fiesta y entre cham­paña y otras cosas, se gastó todo el dinero en una noche. Así, pues, cabe afirmar que casi todos los ni­ños toman una actitud respecto al dinero, incluso los niños escoceses. ¿Pero, por qué hemos de ha­blar de ello? Al fin no es más que dinero.
Hace poco, un visitante me preguntó si yo es­cribía mis libros por dinero. Mas yo no creo que haya alguien que haga algo creativo por dinero. Cuando un pintor, por ejemplo, pinta un cuadro no piensa en el dinero. Yo nunca pienso en el di­nero cuando escribo; se escribe porque uno se siente impulsado a ello, pero el motivo nunca apa­rece definido. Pues en mi caso particular, ni pre­tendo que los demás piensen como yo acerca de los niños, ni tengo interés en ver mi nombre im­preso. (Barrie llegó a decir que la obra maestra de la literatura era el nombre impreso de uno; pe­ro Barrie tenía un complejo de inferioridad muy marcado). Sean cuales sean los motivos por los que escribe uno, el dinero no es uno de ellos. En los cincuenta años que llevo escribiendo, raramen­te he preguntado al editor cómo iba la venta de algún libro mío.
No quiero dar a entender que soy indiferente al asunto financiero, pero quiero hacer constar que cualquier pensamiento de dinero es posterior a la realización de una obra. Me imagino que esto pue­de ser válido hasta para los escritores de fotono­velas.

EN SUMMERHILL, ¿SON CAPRICHOSOS CON LA COMIDA?

Si SER CAPRICHOSO quiere decir ser vegetariano o estar masticando un bocado sesenta veces antes de tragarlo, no somos caprichosos. Nos esforza­mos por dar una dieta completa y variada. Ya dije antes que en Summerhill siempre se ha usado el pan integral, pero que ahora algunos niños prefie­ren el pan blanco. A veces tardan en acostumbrarse a algunas de nuestras comidas; todo depende de aquello a que ha sido habituado el niño en su casa. La comida debe ser algo importante. Tomemos co­mo ejemplo que el propietario de un Rolls-Royce no emplea combustible corriente. Pero de todos modos, creo que yo no soy la persona adecuada para hablar acerca de comidas. Mi padre murió a los ochenta años, habiendo comido durante toda su vida alimentos perjudiciales: mucho pan blan­co, muchas papas, muy poca fruta fresca. Hasta que se encontró en el lecho de muerte no había necesitado un médico. Creo, sin embargo, que he­mos de dar a nuestros pupilos alimentos con el mayor contenido de vitaminas posible. En Sum­merhill, en fin, nunca son frecuentes los catarros o las diarreas. La respuesta más ilustrativa, para acabar, es que los visitantes y los pupilos elogian la dieta que seguimos en Summerhill.

¿LOS PROFESORES DE LA PLANTILLA SON ALGO EXCENTRICOS? ES DECIR, ¿LLEVAN SANDALIAS Y SE DEJAN CRECER LA BAR­BA Y EL PELO?

ESTA PREGUNTA viene de una alumna, tal vez de una fan de los Beatles. No sé exactamente lo que es un excéntrico. Ninguno de nosotros es modelo; los hombres usan pantalones jeans y suéteres, y, muy raramente, camisa y corbata. Las mujeres suelen... un momento, no sé lo que ellas lleven puesto, pues no soy muy buen observador. Sólo me fijo en las caras y en los ojos; pero creo que las pro­fesoras van mejor vestidas que los hombres. Al­gunas se pintan los labios, y otras, las de más edad, si usan cosméticos lo hacen de tal modo que un hombre en situación normal no repara en ello. No, no somos excéntricos en el vestido, somos tan sólo un grupo de personas que no cifran lo más im­portante en el modo de vestir, o en el porte. Eso contribuiría a llevar una vida pobre. Si yo compro un traje de vestir por 8 libras, otro profesor de una escuela oficial lo puede comprar, para el mis­mo uso, cuatro veces más caro. En este momento se me ocurre que un excéntrico en la ropa puede ser aquel que lleva bordada una mariposa en el sombrero, pero como en Summerhill nadie lleva sombrero, concluyo que la palabra de estrafalarios o excéntricos en el vestir no nos va.

EL LIBRO DE WILLIAM GOLDING, "EL SE­ÑOR DE LAS MOSCAS", ¿NO EVIDENCIA QUE LAS OPINIONES DE USTED ESTAN EQUIVOCADAS?

AL CONTRARIO, demuestra que todos los postulados del Sistema son falsos. Permítame citar unas líneas que yo mismo ya había escrito en "El Maestro": "Muchos clamarán: 'Lo sabía, sabía que los niños nacen en pecado y que sólo se civilizan median te la disciplina y la aspiración a cosas elevadas'." Tome unos cuantos muchachos y moldéelos desde que llegan a la cuna; suprima su energía natu­ral, su curiosidad y cárguelos con el peso de las asignaturas imbéciles, de charlas moralizantes, con la práctica de la religión, con el castigo, etc.; en suma, trunque sus vidas jóvenes; ¿y qué pasa­rá? Pasará que cuando se encuentren libres de la vigilancia del adulto, se pintarán los rostros en se­ñal de guerra y se pelearán unos con otros. Es significativo, por tanto, hacer notar que los gangsters más sobresalientes fueron seminaristas. De igual manera, o en razón de lo mismo, si a un perro se le tiene encadenado, al soltarlo se vuelve rabioso.
Personalmente, considero que ese libro demues­tra que el modo de educar a los niños en Gran Bretaña está equivocado y es peligroso. La isla enferma, representada en el libro, viene a ser Gran Bretaña. El odio que hay en los niños blancos de los Estados del Sur, en Norteamérica, o el odio de los surafricanos hacia el indígena, es comparable al odio que hay en los pequeños niños de que nos habla el autor del libro, odio nacido de la represión a que se les somete. Golding -ignoro si estaría consciente de ello- condena en su libro todo el sistema educativo actual; y esto no es pura teoría, es una creencia basada en la experiencia de medio siglo. Pudiera muy bien haber introducido Gol­ding en su libro alguna muchacha para que dulcificara esos corazones tan llenos de odio, pero quizá una muchacha hubiera podido estropear la tesis del libro, o sea: que los niños llegan al mun­do en pecado y sólo pueden ser redimidos por la disciplina. Aunque no hubiera estado mal que al­guna muchacha se hubiese incorporado a la pan­dilla.
Golding ha centrado su tesis en los niños con problemas. Al parecer, él nunca ha visto niños li­bres de toda modelación de carácter, niños que lo­graron cariño en lugar de odio, niños que fueron ro­deados de bondad, de tolerancia. Los muchachos Que él describe son los que salen de escuelas-cuar­teles. Muchachos que al salir de allí, se sienten libres de las aburridas asignaturas, libres de las odiosas restricciones de la escuela. Muchachos que creen que al fin van a poder ser ellos mismos y que, de hecho, son ellos mismos: pobres criaturas con emociones truncadas, con la fantasía perver­tida, sin cultura.
Cierto que -siguiendo el esquema de Gol­ding- los isleños bajo la jefatura de Ralph y Piggy intentan establecer una comunidad con au­togobierno, pero Jack, el gallito, el Hitler, ansía el poder, circunstancia que no se suele presentar entre niños libres de la disciplina. En mi escuela, el líder no es secundado; y me atrevo a conjeturar que si Summerhill fuera trasplantada a una isla, el gobierno comunitario subsistiría, aunque no hu­biera ningún adulto entre ellos.
Una diferencia entre los muchachos que pre­senta Golding y los míos es que aquellos parecen no poseer mucho sentido comunitario; ni siquiera conocen sus nombres, mientras que los pupilos más veteranos de Summerhill toman siempre una actitud de protección con los niños mas pequeños. Jack, el dictador, es el cabecilla del grupo coral, el cabecilla de los muchachos que acostumbran rezar, la súper-autoridad sobre todas las pequeñas auto­ridades. La isla de Golding está llena de "ruidos huecos", llena de odio y de miedo. Cualquier niño, cualquier adulto, puede sentir miedo en una isla, pero yo estoy seguro de que únicamente aquellos que han sido enseñados a odiar y a temer a la vi­da, son capaces de manifestar su temor con sangre, con el crimen. A los muchachos nunca se les ha dejado jugar, manifestar sus fantasías en forma de juego. Los miles de individuos que gritan, líe­nos de odio, en los encuentros de fútbol o de boxeo se pueden encuadrar en la misma categoría.
Es interesante destacar que Piggy, proceden­te de la clase obrera, que tal vez en su vida nunca había jugado en equipo, es el único que demues­tra inteligencia e iniciativa. Y a propósito, si todos los muchachos se vuelven salvajes, ¿por qué no ni Peggy ni Ralph? Esa obra bien podía haber sido escrita décadas antes de que aparecieran Freud, Lane o Aichhorn. Es un libro que no deja entrever la esperanza. Pensar que lo que dice Gol­ding es cierto equivale a pensar que todos somos unos miembros potenciales de la Gestapo, que to­dos somos unos verdugos de judíos, linchadores de negros; y, en efecto, se habría de pensar, en ese caso, que todos somos unos criminales reprimi­dos por la presencia de la policía, de los profesores, de los padres. La moraleja sería que, al fin, lo que todos necesitamos es una especie de Billy Graham para que redima nuestras almas corrompidas.
No, ninguna persona nace perversa; son los otros, los mayores, quienes le pervierten. Discipli­nar al niño, moldearlo, ¿no es una perversión? La debilidad de la persona humana es su propensión a enseñar; el hombre hizo a Dios a su propia ima­gen, porque él piensa que es un dios, sabio, pode­roso, omnipotente. A los niños, pues, les toca ser las víctimas, que han de ser formadas a su propia imagen. Y a causa de que el niño tiene una natu­raleza sumisa, casi todos prestan oídos a ese dios terrenal y acaban siendo ciudadanos respetables. El reformador, el pionero que se revuelve contra el viejo Sistema educacional es un gusano, un gu­sano que si tiene vértebras le llaman anormal; es decir, hay que ser un gusano invertebrado para no protestar contra la destrucción, contra el odio. La criminalidad juvenil no es, por tanto, más que un intento de reforma fracasado.  
El libro "El Señor de las Moscas", hace palma­rio el hecho de que una moralidad impuesta tiene efectos contraproducentes. De forma dramática, muestra que un mundo moldeado viene a ser un mundo enfermo. Niños libres, no moldeados ja­más, no hubieran podido tener el odio necesario como para volverse salvajes.

ESTOY EN MI SEGUNDO AÑO DE UNIVER­SIDAD; PERO ESTOY TAN HARTO DE LA ESTUPIDA DOCENCIA Y DE LA DISCIPLI­NA A QUE ME SOMETEN, QUE LO VOY A DEJAR. QUIERO SER PSICOLOGO DE NI­ÑOS. ¿CREE USTED QUE HAGO BIEN?

ESTA MISMA pregunta, aunque con formas diver­sas, ya me ha sido planteada docenas de veces. Cuando la contesto, en lugar de aconsejar, me li­mito a dar los pros y los contras. Los contras apa­recen muy claros. Porque si usted no obtiene su título ¿cómo va a poder llegar a relacionarse con niños? Nos guste o no nos guste estamos en las manos de las autoridades, que son las que dispo­nen, y si no aceptamos sus disposiciones nos arriesgamos a que nos prohíban la práctica del tra­bajo que deseamos hacer algún día. Es ilógico que un estudiante de medicina diga: "Quiero ser mé­dico, pero la clase de anatomía la tengo por una pérdida de tiempo." Si uno desea de verdad hacer algo, antes ha de soportar lo mejor que pueda aquello que aparentemente tenga por innecesario. Yo, por ejemplo, estudiaba en la Universidad materias aburridas, inoperantes y mal definidas, pe­ro sabía que sin ello no podría obtener el título que necesitaba.
Frecuentemente he admitido a profesores que no estaban cualificados de modo oficial; siempre les recomendaba que fueran por un tiempo a al­guna universidad para que obtuvieran algún títu­lo, en razón de que es necesario conocer el Siste­ma para poder combatirlo. Sólo en calidad de con­sejo, a tales estudiantes suelo decirles: "Si quieren subir muy alto, tengan las agallas suficientes para no tener que agacharse." He conocido buenos ar­tesanos que por no poseer certificados oficiales, no pudieron obtener buenos empleos. Muchos jó­venes de hoy suelen adoptar una postura de desa­fío bastante falsa. Tan falsa que ponen en peligro sus propias carreras. Conozco a un muchacho que perdía todos los empleos porque a todas partes iba diciendo que era comunista. Naturalmente que no le cesaban por sus ideas políticas sino por su exagerada jactancia ideológica. Le advertí que no fuera tan tonto como para continuar procla­mando sus ideas políticas. Se trataba de un inge­niero excelente, y, sin embargo, he oído decir que ahora es un obrero. El no fue pupilo en Summer­hill. La realidad nos lleva a que no deberíamos ni mentir, ni espetar verdades como puños. Me ima­gino, por tanto, una entrevista para una solicitud de trabajo, cuyo solicitante es un apasionado par­tidario de la verdad:
-Y bien, ¿cuáles son sus hobis, señor Pérez?
-Espiar los cuartos de baño a través del agu­jero de las cerraduras, escribir cosas feas en las paredes de los baños, etcétera.
¿Cuántos de nosotros encontraríamos empleo si dijésemos toda la verdad acerca de nosotros mis­mos?
Por tanto, aconsejo a la juventud: Sé un hipó­crita consciente respecto a los asuntos sin impor­tancia. Los asuntos importantes... tu ambición, tus ideales, mantenlos guardados hasta que se pre­sente la oportunidad para hacerlos públicos. En la escuela, en la universidad, procura que todas esas cosas que no te gustan, no te hagan apartar de tus fines. Si no eres capaz de encararlas, ¿por qué vas a ser tan iluso que llegues a pensar que podrás con las cosas más grandes que se presen­ten? Pero tengan en cuenta también esto: No cai­gan, es decir, no trastoquen los valores. En resu­men, espiritualmente jamás se unan al Sistema.

¿TIENEN LOS PUPILOS DE SUMMERHILL SUFICIENTE EXTENSION DE CAMPO, PA­RA PODER SATISFACER SUS ANSIAS DE AVENTURA?

SÍ y NO. Eso depende del niño. He tenido mucha­chos que encontraron los alrededores demasiado estrechos para ellos, incluso el caso de un mucha­cho aventurero que enviamos a Texas para que cabalgara todo lo que quisiera; remedio mediante el cual volvió convertido en un buen jinete y en muchacho más calmado. El clima, por otra parte, nos impone muchas limitaciones. En Austria, por ejemplo, dependíamos de los "skis" -nosotros pronunciábamos "shees"- durante todo el invier­no. Muchos, por supuesto, hubieran preferido te­ner facilidades para remar o escalar, esquiar o patinar; pero en Suffolk no había rocas para esca­lar, e incluso cuando había nieve, no era posible esquiar en una tierra llana. Claro que podíamos haber remado en el mar, que se encontraba a dos millas, pero, a no ser que estuviéramos organiza­dos por marinos expertos, hubiera resultado difí­cil dormir por la noche.
Con frecuencia, he soñado con una isla a lo Robinsón Crusoe, en donde los muchachos pudieran tener aventuras a su gusto; pero, a la vez, me parece que se morirían de aburrimiento. Con­sidero que organizaciones como los Boy Scouts o el Outward Bound son teóricamente buenas, pero las puede limitar el hecho de que tengan un jefe, un Scout Master. Una vez tuve uno de ellos, era un tipo lleno de energía: "Vamos, chicos, constru­yamos un barco" -les dijo una vez-. Mis mu­chachos, empero, no obedecieron su sugerencia, sencillamente porque están acostumbrados a de­cidir por ellos mismos lo que quieren hacer. A los niños libres no les gusta estar bajo el mando de jefes. Naturalmente que nadie piensa en quitarles valor a estas organizaciones, pues lo tienen, y grande, sobre todo cuando sacan al campo a los muchachos de la ciudad. Tampoco tengo idea respecto a si ellos tienen alguna especie de auto­gobierno. Pero sí estoy seguro de que si alguien ha exigido cierta actividad al día en tales organizaciones, esa exigencia no procedió de ningún mucha­cho.
Hablando de este tipo de organizaciones, con­taré una anécdota:
Hace casi cincuenta años, mientras almorzaba con Sir Robert Baden-Powell, le pregunté si ha­bía oído lo que se contaba acerca de él... Se de­cía que cierta medianoche se dio cuenta de que no había hecho durante el día ninguna buena acción; de repente le vino una idea..., abrió la jaula y favoreció al gato con un sabroso bocado: el ca­nario. Recuerdo vagamente que, al decirle esto, su cortés sonrisa fue bastante fría.
Una aventura libre, sin caudillaje, sin coac­ción, puede estar bien. En Summerhill no hemos tenido ninguna de este tipo, pero sí ciertas cosas bastante aventuradas. Todo lo que tenemos son árboles para trepar, un mar para nadar en los tres días de verano que parece haber sol, paseos en bi­cicleta, cavamos hoyos y construimos cabañas. Sin embargo, estamos infinitamente mejor prepa­rados para la aventura que las miles de escuelas oficiales, especies de barracas, que hay en las ciu­dades.
Esta mañana ha llegado una carta de América en la que un profesor nos dice el mal uso que puede tener una aventura para el niño. Se refiere a unas vacaciones de tres semanas en el campo para muchachos procedentes de barrios bajos, y dice: "Los que dirigen una escuela tienen la con­vicción de que el niño debería ser estimulado a hacer nuevas cosas, ya que si se le deja solo po­dría dedicarse todo el día a jugar al béisbol y a leer 'tiras cómicas', pongamos por caso. Por esti­marlo así, todo el verano he combatido semejante administración y -aunque esto ha sido muy di­fícil- he dejado que mi grupo sea tan libre como pueda o quiera, dando por resultado que con ese sistema de libertad los muchachos vivieran en constante conflicto con los otros grupos. En pun­to a este problema, mi grupo ha sido repetidamen­te sorprendido tirando piedras a los otros, y como yo no les hago que paren llegan hasta a emplear un lenguaje sucio.
"Estoy cansado y deprimido porque se que en tres semanas no he podido hacer nada por ellos y que regresarán a sus casas en donde se les exigirá una disciplina que deberán seguir. Aquí han llega­do atemorizados casi de todo..., de la oscuridad, de las polillas, de la natación. Son destructivos, maliciosos, crueles, infelices; y esta experiencia de libertad, llevada a cabo por profesores ignorantes pero bien intencionados, no ha hecho sino fomen­tar todas las cosas malas que ellos ya hacían en sus casas. Por tanto, deben respetar la autoridad, no andar por ahí solos, no se les debe dejar sin vi­gilancia. La pedagogía, que normalmente se expli­ca en las escuelas, es que ellos deben trabajar en equipo, antes de hacerlo como individuos."
Todo esto está mal; pero yo me pregunto si incluso un Homer Lane pudiera haber hecho algo mejor con tales muchachos y en tres semanas. Creo que él se hubiera puesto a jugar en el equipo de béisbol y a tirar piedras con más ganas que ellos. La moraleja de esta triste historia es que resulta inútil combinar la aventura con la disciplina es­colar. Las personas bien intencionadas deberían saber mejor qué es lo que tratan de hacer; pues, ciertamente, el infierno está lleno de buenas in­tenciones.

CREO QUE NO ESTA BIEN QUE NO SE ME PERMITA INGRESAR EN SUMMERHILL, SIMPLEMENTE PORQUE TENGO QUINCE AÑOS. NO SOY NINGUNA CHICA-PROBLE­MA Y SE QUE PODRÍA MUY BIEN ACOMO­DARME AL SISTEMA

PARA LOS NUEVOS pupilos, hemos fijado la edad límite en doce años, aunque si yo fuera lo suficientemente rico, no tomaría a nadie mayor de siete años. No se trata de que esté bien o no esté bien, simplemente es una medida exigida por la experiencia. Casi todos los niños que ingresan en la escuela presentan una reacción problemática, y es que tienen una carga de represiones que hay que eliminar, represiones que se originan en su ho­gar y en la escuela. Tratándose de niños peque­ños no es tan difícil el asunto como con un -o una- adolescente y, en consecuencia, retardar­se con él, supondría un grave retardo para toda la comunidad. Un caso típico: Jim, de quince años, viene de una escuela severa. Nunca gozó de verdadera libertad en su vida; siempre ha tenido que actuar como un niño bueno, como un peque­ño hipócrita que habla con voz falsa a los profe­sores. Cualquier iniciativa que haya tenido, la han rechazado. En una escuela donde las clases son voluntarias, él está perdido. Quiere que se le diga el cómo y el cuándo de cada una de las co­sas que tiene que hacer. Se dirige a los profesores con un tono de voz conciliatorio, de falsete, y a las pocas semanas con una voz descarada. Es in­capaz de figurarse lo que es autogobierno; se bur­la de ello y no comprende por qué él tiene que obe­decer. Y cuando está lejos del maestro y no ve posibilidad de castigo, fanfarronea e intimida a sus compañeros. Estropea los muebles, roba.
Estoy describiendo un caso prototipo, pero se trata de una descripción auténtica de cierto mu­chacho en el que estoy pensando. Recuerdo que tuve que escribir al padre: "Está usted malgas­tando su dinero. Su hijo come y duerme en la es­cuela, pero se pasa el resto del día y de la noche con las pandillas de muchachos de la ciudad. Ni siquiera acude a la reunión de autogobierno que mantenemos la noche del sábado."
Confieso que mi avanzada edad es a veces la culpable de mi actitud cambiante. Hace cuaren­ta años, la mayor parte de mis pupilos venían ex­pulsados de otras escuelas, algunos incluso de co­rreccionales masculinos o femeninos. Muchos eran ladrones, destructores. Yo entonces era más joven y el tratarlos me enseñó mucho. El niño normal, el más pequeño, sufría al ser intimidado por la conducta antisocial que reinaba; pero por otro lado aprendía a ser tolerante. Estos niños normales no llegaron a ser ladrones. Por tanto, me parece no ser cierto que los niños antisociales puedan per­vertir a otros. No se me oculta que un muchacho nuevo, de quince años, es capaz de reunir a su al­rededor unos cuantos muchachos más jóvenes que él y formar una pandilla, pero estoy seguro de que no consigue una influencia duradera sobre ellos.
El adolescente nuevo, chico o chica, llega con una errónea actitud respecto al sexo. Hace años por ejemplo, solíamos, por la mañana temprano, darnos un chapuzón en nuestro estanque, y nadie vestía traje de baño. Pero una mañana, tres chicas aparecieron con trajes de baño. Al pre­guntarles la razón respondieron: "Aquellos dos muchachos, los que vienen de una escuela públi­ca, ayer se quedaron mirándonos lascivamente. Me apresuro a decir, en efecto, que lo nuestro no es ni se trata de ninguna colonia nudista. En pun­to a este caso, hay que agregar que hace treinta años, nadie echaba el cerrojo a la puerta del cuar­to de baño, y, a menudo, se oía que un chico y una chica estaban hablando mientras uno de ellos se encontraba en el baño. Ahora me figuro que la conducta de los adolescentes, desde hace unos cuantos años, ha alterado nuestra natural actitud hacia la desnudez.
Recuerdo también que hace unos años tenía­mos una profesora que había sido católica, pero que se había separado de la Iglesia. Me pidió que colocara un cerrojo en la puerta del baño, pues, por reminiscencias de su educación, no quería ser sorprendida desnuda. Yo puse el cerrojo; y dos horas más tarde, tres muchachas lo arrancaron y me reprendieron por mi interferencia. Después de este sucedido, a la profesora ya no le impor­taba que la vieran tomar un baño.
Resumiendo: encontramos demasiado difícil convivir con los nuevos adolescentes y con los complejos que les han formado. No es que todos los tengan, pero nosotros no sabemos eso hasta que vienen, y en caso de pupilos americanos, no los vemos hasta que llegan. Por tanto, lo siento mucho, señorita.

¿TIENE FALLOS SUMMERHILL?

CUALQUIER escuela los tiene. Aún recuerdo de un pupilo -el único- ya veterano que fue incapaz de mantenerse en un trabajo; y por veterano ha de entenderse que pasó más de siete años en la escuela. Hemos tenido más de un muchacho o mu­chacha que, a los catorce años, aún no sabían leer. No sé nada relativo a la psicología del hecho. Sin embargo, todos los días hay clases para aquellos que las desean. Un muchacho puede asistir du­rante años regularmente a clase y obtener al fi­nal el G.C.E. (certificado de educación general), otro muchacho de la misma edad, haciendo caso omiso de las clases, puede tranquilamente perma­necer iletrado. Pero se da el caso de que dos mu­chachos que dejaron la escuela a los dieciséis años, sabiendo escasamente leer y escribir, están ahora, en sus cincuenta años de edad, ocupando buenos empleos. Esta es la razón por la cual yo nunca pierdo las esperanzas en un alumno retrasado, si bien esto tal vez tenga algo de personal, pues en la escuela yo siempre estaba en el último lugar de la clase.
Algunos de estos casos pueden muy bien ser deducidos a través de sus causas. Tomemos el ejemplo de una chica adoptada, que obsesionada con su origen, no podía concentrarse ni en la lec­tura ni en la escritura. Otro caso es el hijo de un maestro ambicioso, que mantenía enérgicamente una actitud tan negativa que se consideraba con­denado si hiciera algo que su padre no quería. Y otro más, el de un muchacho que tenía a su pa­dre constantemente encima: -"No haces nada bien. Yo a tu edad..." El muchacho estaba con­vencido de que no podía hacer nada bien, y, por tanto, ¿para qué intentarlo? Parece a veces como si un profundo sentido de inferioridad impidiera a los niños aprender incluso lo más elemental. Los padres, pues, deben tener cuidado de no dar a en­tender a sus hijos que no hacen las cosas bien. Aunque en algunos casos pasa de otro modo: "Mi padre piensa que soy una calamidad; le voy a demostrar que no lo soy." Pero estos casos son los menos.
Y ahora debemos considerar también la capa­cidad. Pues así como hay personas que piensan que todo el mundo posee el mismo grado de inte­ligencia, también hay algunos músicos que creen que todos somos igualmente hábiles para la mú­sica, por ejemplo, pero yo no lo creo así. Hay pu­pilos que son Obtusos, tardos en pensar y en apren­der, y, sin embargo, son a veces muy hábiles en trabajos manuales, o tienen unas manos muy ágiles para labrar la madera o el metal. Algunos de ellos son ahora brillantes ingenieros.
Es relativamente difícil encontrar muchachas que permanezcan incapaces de leer y escribir, al menos tal es nuestra experiencia en Summerhill. Tampoco sé cuál pueda ser la razón; pues no creo se deba a que ellas están menos absorbidas por la multiplicidad de juegos que los muchachos.
¿Tenemos fallos psicológicos? Después de unos años en la escuela ¿continúa robando un joven ladrón? No, si ingresa a tiempo, es decir, a los once años. Y  un camorrista ¿continúa siendo camorrista? Bueno, hay algunos, pocos por cierto, que siguen siéndolo cuando nos dejan, a los quin­ce o dieciséis anos. Un muchacho que ingresa lle­no de odio ¿continúa odiando a lo largo de su vida escolar en Summerhill? Difícilmente. Repito lo que tantas veces he dicho: nuestra libertad cura casi todas las cosas. Pero, como he observado antes, no puede curar completamente al niño que, de bebé, no ha sido amado; sin embargo, cura a aquellos niños que han sido condicionados por el odio y el miedo padecidos en unos cuantos años de dis­ciplina severa en su casa o en la escuela.
¿Quién puede juzgar los fallos? Cualquier chico o chica está expuesto a ser un fracasado en la escuela y, más tarde, brillar en la vida. La historia da al respecto ejemplos; aunque yo ahora sólo puedo recordar los de Einstein, Conan Doyle, Churchill. Deberíamos también preguntarnos a nosotros mismos cuánto influye el curriculum en los posteriores fallos académicos. Yo puedo ser optimista respecto a mis pupilos, en parte a causa de que no estoy interesado en sus carreras profe­sionales como tales; pero complace ver a niños in­felices rebosantes de odio y de temor, convertirse en niños felices que llevan la cabeza bien alta. El hecho de que lleguen a ser catedráticos o cama­reros me tiene sin cuidado, porque sea cual fuere el trabajo que ejecuten, habrán adquirido cierto equilibrio y entusiasmo.

DESPUES DE LAS HORAS DE CLASE ¿HAY ALGUN OTRO TRABAJO ESCOLAR EN SUMMERHILL? Y SI NO, ¿CÓMO PUEDEN LOS NIÑOS APROBAR LOS EXAMENES?

No, NO LO TENEMOS; aunque, ocasionalmente, el pupilo se lo pide al profesor. Pero, en rigor de lo mismo, digamos también que yo recibo monto­nes de cartas de niños de otras escuelas, queján­dose de las tareas escolares. Una chica me decía que le llevaba cuatro horas cada tarde; y, para un niño, este sacrificio es sencillamente criminal. Porque en la vida y en la felicidad del niño, los amenazantes exámenes, en final de cuentas, no significan nada, a no ser miseria e indisposición contra toda enseñanza.
Pero los exámenes están ahí y nada podemos contra ellos. Es más, controlan a la juventud. Pues así como los sacerdotes, que son solteros, son los que dictaminan respecto al uso de la píldora, los Pero los exámenes están ahí y nada podemos contra ellos. Es más, controlan a la juventud. Pues así como los sacerdotes, que son solteros, son los que dictaminan respecto al uso de la píldora, los profesores -ignorantes por completo de la natu­raleza infantil- controlan a los niños. Si el niño fuera libre sería capaz de aprobar los exámenes sin sentirlo, sin necesidad de sacrificar sus tareas al estudio. Pues seis horas de estudio al día en la escuela es tiempo más que suficiente para un niño. Algunos escritores, pintores o músicos, trabajan sólo seis horas al día. Por otra parte anotamos también que cierto autor célebre confesaba que solía escribir como mil palabras al día. Cues­tión de competencia y energía. El artista pinta, escribe o compone porque es capaz de crear, porque él debe expresarse a sí mismo; pero el po­bre niño, en la escuela sobre un triste libro de his­toria o de matemáticas, está bien lejos de toda creación, de toda alegría; siente que está efectuan­do una labor odiosa, como, en efecto, lo está haciendo.
Cuando los niños son libres, pueden abordar cualquier trabajo exigido por los que examinan, sin necesidad de sentarse hasta altas horas de la noche a digerir la materia. Hace casi cincuenta años, yo enseñaba en la King Alfred School de Hampstead; nunca se encargaban tareas para ca­sa y, sin embargo, bastantes pupilos llegaron a ha­cerlo posteriormente en las universidades y en las escuelas de artes. Pero el hecho es que ahora se ha introducido en la escuela el trabajo doméstico. Yo estoy enteramente a favor de tal trabajo, siempre que sea reclamado por el alumno; pero estoy enér­gicamente en contra del mismo, cuando es im­puesto por los profesores o por los padres. Y me gustaría saber cuántas neurosis se han originado en la obligatoria realización de las tareas escola­res. Cualquiera podría figurarse que los niños cuando están fuera de la escuela no habrían de estar jugando, gritando, saltando, en suma, vi­viendo, en lugar de aprender. ¿Aprender, qué? ¿Por qué? Para aprobar un examen, eso es todo. Después de la escuela, la vida escolar pierde casi todo su interés. Y todos sabemos bien que nuestra educación se inicia cuando abandonamos la es­cuela y que olvidamos casi todo lo que habíamos aprendido en las clases.
Mi libro Hearst not Heads in the Schooll ("En la escuela, corazones y no cabezas") aca­rreó algunas censuras fundadas en que el título estaba mal, pues, según los censores, debía haber dicho: "En la escuela, corazones y cabezas". Sí, éste hubiera podido ser el título si nuestra edu­cación fuera como un equilibrio entre el corazón y la cabeza, pero tal equilibrio es inexistente. Esta­dísticamente, tenemos medio kilo de corazón en un platillo, y cinco kilos de masa encefálica en el otro platillo. Pienso que la solución acorde debe­ría ser escribir otro libro con el título: "Cabezas, sólo cabezas en la escuela, y un cuarto para el tra­bajo doméstico."


CAPÍTULO X

INSTANTANEAS PERSONALES

EL HECHO DE QUE SUS CUATRO LIBROS ALCANZARAN UNA GRAN VENTA ¿LE HIZO SENTIRSE VANIDOSO?

REALMENTE no sé lo que esa palabra significa. El diccionario la define como una sobrestimación del "yo", definición que me hace pensar que si al­guien se siente vanidoso será únicamente con res­pecto a las cosas que él hace con mucha dificultad y no muy bien. Quizá fuese ésa la razón por la cual yo solía sentir vanidad por mi forma de bai­lar y de trabajar el metal; pero puedo afir­mar que nunca me he sentido vanidoso de mis labores docentes. No obstante, confieso que sí me siento orgulloso de mis pupilos, tanto de los que actualmente tengo como de los que he te­nido. Sin embargo, no tengo la pretensión de ha­ber hecho algo extraordinario, modestia aparte, porque, en sentido más preciso, pienso que toda persona es un conjunto de influencias externas, y, desde luego, con un algo personal. En mí, por ejemplo, han influido muchos: H. G. Wells, B. Shaw, S. Freud, H. Lane, W. Reich..., pero muy pocos los pedagogos. De suerte, que si con fre­cuencia se me ha llamado discípulo de Rosseau, lo único cierto es que jamás he leído algo de él. A esto hay que añadir que emprendí la lectura de John Dewey con muy poco éxito y que menos aún me enseñó Montessori con su pretensión de adap­tar al niño dentro del Sistema. Tampoco he teni­do en mi carrera la pretensión de que Summer­hill fuese algo esplendoroso. Pero como la psicolo­gía infantil me mostró que las emociones son infi­nitamente más positivas que el intelecto, yo decidí introducir un plan en el que las emociones pudieran gozar de un puesto primordial. Por tan­to, y sin que esto signifique engreimiento, pienso que cualquiera con conocimiento de la naturaleza infantil habría hecho lo mismo. Creo además, que en toda circunstancia he mantenido al mar­gen mi propia personalidad, hasta tal punto, que si usted le preguntase a alguno de mis pupilos al­go relativo a mí, no sabría qué responder acerca de mi ideología política o religiosa, y mucho me­nos de lo que yo pienso respecto a los médicos o las drogas. Ellos no saben nada de esto y, en con­secuencia, y afortunadamente también, tampoco les causa ninguna preocupación, ni influencia, te­niéndoles sin cuidado este aspecto.
Por otra parte, creo estar en lo cierto al afir­mar que el mayor peligro -me refiero a la íntima vanidad- está en que la personalidad del educa­dor impresione a los educandos; sin embargo, mu­chos profesores caen en este defecto al mostrarse inaccesibles, altaneros, inflexibles. En fin, que quien inspire temor en un niño no debe ser edu­cador.
No, no siento ninguna vanidad por mi labor, pero comprendo muy bien que la edad es quien se encarga de eliminar todo sentimiento de vani­dad. Hace cincuenta años, cuando apareció mi primer libro y llegaban las primeras críticas, me apresuraba a leerlas antes de abrir mis cartas per­sonales, mientras que hoy, dejo para el final lo que dicen de mí los periódicos. Claro que se precisan años para percatarse de que uno no es tan impor­tante como cree; pero en todo caso, yo dudo mu­cho que algún anciano se sienta extraordinaria­mente encantado si se le ofrece cualquier título honorífico. Yo mismo, si me convirtiera en Lord Summerhill enrojecería de vergüenza, y cada vez que un librero me llamara "My Lord", me senti­ría un perfecto patán. Además, por regla general, los honores carecen de valor. El único galardón honorífico que valdría la pena recibir en Gran Bretaña, sería la orden del mérito, por ser el úni­co título que se otorga por un logro. Claro que no ignoro que escritores célebres, artistas y médicos obtienen el título de "señoría"; pero también es cierto que la mayor parte de los honores se los reparten los que simplemente han hecho dinero; y de tal modo es así, que en nuestra Cámara de Lores el que más galardones tiene es el que más dinero ha conseguido, ya sea por medio de negocios de cerveza, de whiskey, de coches o de lo que sea. Y lo que más me desconcierta es que sean los ar­tistas precisamente quienes consienten en acep­tar los títulos de menos categoría. En mi opinión, el único honor realmente valioso, es tener concien­cia de haber hecho bien y honradamente un tra­bajo. Pero, me he alejado algo del tema inicial.

ESE MUCHACHO SE ACABA DE DIRIGIR A USTED COMO NEILL, SIN EL "SEÑOR". ¿QUIERE ESTO DECIR QUE LE FALTA AL RESPETO?

ESPERO QUE NO. Los niños son más sinceros que nosotros; no le dan importancia a todo aquello que les resulta meramente convencional o formal, o que no les dice nada. De ahí que, en mi con­cepto, la B.B.C. hiciera una buena cosa cuando por fin omitió el título de "señor": ya no habla de un señor Derek Hart o señorita Catherine Boyle. Dicho en puridad, yo no me explico por qué hay quien desea ser llamado señor, palabra que rara­mente empleo en las cartas o sobres. Generalmen­te me refiero a "querido John Brown", pero con­fieso que aún no he sido capaz de suprimir la in­sípida palabra "querido", como tampoco el pro­tocolario final: "afectuosamente".
Mi propósito y el de mis pupilos es el de ser siempre sinceros. Claro que hay personas que se enojan cuando son llamados por su primer nom­bre; y aunque es evidente que nadie puede llamar "Pedrito" a su jefe, sé que Henry Ford era desig­nado solamente Henry por sus obreros; y, no obs­tante, cada empleado sabía que Henry era el jefe y que como tal, podía cesarlos en cualquier mo­mento. Esto, sin embargo, no me impide conside­rar que en Summerhill nuestra jerarquía es muy diferente: yo soy Neill para la plantilla de profe­sores, para los pupilos y para los bedeles; mi es­posa es Ena, y a cada uno de los profesores se le conoce por su nombre de pila. Por tanto, no me parece raro que otros internados empleen el mis­mo sistema.
Algunas personas, al escribirme, me envían so­bres ya sellados, dirigidos a James Smith Esq. (Me apresuro a aclarar que tan sólo un 2% de las cartas que recibo contiene un sobre ya sellado y dirigido; y si proceden del extranjero, un cu­pón internacional; pero también es cierto que todas las que así vienen dirigidas, son cartas "pedigüeñas".) Esquire era un título que anterior­mente se otorgaba a los terratenientes, aunque hoy en día, cualquiera puede ser llamado Esquire.  De suerte que hace años, estando ayudando a un concejal en la distribución de circulares a los vo­tantes para una asamblea rural, él me aconsejo que me dirigiera hasta el más humilde campesino como Esq.; yo lo hice así, y el resultado fue que el otro candidato ganó la elección. Ahora supongo que el "otro" tal vez se dirigió a ellos tratándoles de "Lord".

SIENDO USTED ESCOCES, ¿POR QUÉ NO ESTABLECIO SU ESCUELA EN ESCOCIA?

PUES sí, yo vengo a ser como una de esas ratas que abandonan el barco antes de que se hunda. Claro que quiero a mi tierra natal, pero no deseo vivir allí; pienso que se debe vivir allí donde se trabaja. Además, el hecho de que a lo largo de todos estos años, tan sólo haya tenido cinco alum­nos escoceses, bien puede indicar que a Escocia no le gusta Summerhill. También sabemos que, durante años, Escocia ha mantenido su rango de buen centro docente mediante sus certificados de Licenciatura y sus certificados M. A. Eso pare­ció bastarles, y Escocia es todavía un país con un elevado nivel de enseñanza; aunque, por supues­to, enseñanza no es educación. Además, si excep­tuamos la escuela de John Aikenhead en Kilquhanity, ¿cuántas escuelas sobresalientes hay en Escocia?
Me da vergüenza confesarlo, pero mi país es célebre por el castigo corporal que rige en sus escuelas. El castigo de las "bolillas" se emplea con demasiada frecuencia, y no hace mucho, cuando pronunciaba una conferencia en mi ex universidad fui atacado por los maestros a causa de que yo con­denaba el castigo corporal. Caso extraño en verdad, porque los escoceses son mucho más amisto­sos y considerados que los ingleses. Tan es así que cualquiera que se dirija al Norte y se detenga a tomar un té en Kelso o Jedburgh, se sorprende­rá del trato igualitario y cordial que emana de la actitud y el gracejo de la misma mesera que le sir­ve. Es más, cualquiera que pregunte por una calle en Glasgow, muy probablemente será guiado has­ta la misma puerta de la casa que ha estado bus­cando. Y lo digo porque siendo yo estudiante, me metí en una tienda de la calle Princes dispuesto a comprar unos pantalones, y como dijera que me parecían muy caros, el dependiente tuvo esta sor­prendente réplica: "En ese caso, si usted se acerca a la calle Leith, puede obtener estos mismos pan­talones por menos precio." En Inglaterra este de­pendiente habría sido despedido el mismo día.
Los escoceses son gente amable; pero si uno se encuentra allí manejando un automóvil y se detiene en un pasaje angosto cediéndole el paso al que viene de frente, quizá tenga la sorpresa de no recibir ni un solo gesto de agradecimiento. El automovilista británico es, por el contrario, el más cortés del mundo. Pero, en definitiva, creo que no se puede juzgar a un país por algunas de sus ca­racterísticas.
Proverbialmente los escoceses son de cabeza y puño duros, capaces incluso de aventajar a los judíos. De tal modo que no fue un judío quien, en la boda de su segunda hija, dijo: "Vamos a tener que comprar algunos confeti (papelillos de colo­res) más, porque cuando se casó Maggie estaba lloviendo." Desde luego, tampoco era escocés. Pe­ro, desgraciadamente, he oído decir que cierto club, en Aberdeen, se dedica a inventar historietas para desprestigiar a los escoceses.
Esta testarudez se manifiesta en el mucho em­peño que ponen los escoceses en los negocios y en las ciencias. Pero, a pesar de todo, aún se advier­ten las reminiscencias de un pasado que induce a pensar en el Sabbath de los escoceses con sus cantinas cerradas, su renuencia a abrir los ci­nes y a celebrar los torneos de golf. Sólo así se puede caer en la cuenta de que ese vestigio del calvinismo es lo que impide que el país de los es­coceses se ponga al día en asunto tan importante como es la educación. El Calvinismo fomentó el individualismo, y según esta religión, uno tiene que arreglárselas por su propia cuenta; es decir, prescindiendo de toda ayuda exterior, a fin de sal­var el alma, mientras que en la escuela, para sal­var el pellejo, tiene que aprender a comportarse se­gún las normas tradicionalmente establecidas.
Evidentemente, el inglés teme expresar sus emociones, el escocés teme... tenerlas. Lo que nos lleva a considerar, que Summerhill, basamentado en las emociones, no podría ser estableci­do en Escocia. Naturalmente, no voy a decir que Escocia se ha anclado en el tiempo, pero en mi país experimento el extraño sentimiento de actuar como un cosmonauta.

¿POR QUE FUNDÓ LA ESCUELA "SUMMER­HILL"?

No TENGO IDEA. ¿Cómo se puede saber el porqué de todas las cosas que hacemos en la vida? En mi casa éramos ocho hermanos; yo me mantuve fir­me contra la disciplina, rebelde, si usted quiere; pero todos mis hermanos siempre permanecieron dentro del Sistema. ¿La razón de ello? Pues no la sé. Sin embargo, supe lo que es oponerse al Sis­tema cuando yo era maestro de una escuela de pueblo; sobre todo cuando empecé a preguntarme la razón de que un niño estuviera destinado a ser campesino o herrero, por ejemplo, tan sólo por el capricho de fuerzas ajenas. Desde entonces me opuse al Sistema.
En aquellos días nada sabía de Freud; tan só­lo cuando conocí a Homer Lane empecé a saber algo sobre el inconsciente y las emociones en la educación. Desde entonces he luchado por supri­mir una educación absurda y he mantenido mi ac­tual empeño por el derecho que todo niño tiene a desenvolverse y crecer sin estorbos ni trabas.
Por lo demás, ¿qué importa el porqué de que yo haya fundado Summerhill? ¿Acaso le preocupa a alguien por qué Charles Chaplin fue un gran actor, o Y. Menuhin, un gran violinista? ¿Por qué mirar al pasado para buscar los orígenes? Yo prefiero mirar adelante, no atrás.

¿A QUE ATRIBUYE USTED LOS EXITOS Y LOS FRACASOS POSTERIORES DE SUS AN­TIGUOS PUPILOS?

ESO ES MUY SENCILLO. La escuela fue la que acon­dicionó los éxitos, y el hogar los fracasos. Aunque esto suene a chiste, quizás haya algo de verdad.

¿QUIÉN ES USTED PARA IMPONER LA LEY ACERCA DE LA EDUCACION?

ESTA PREGUNTA procede de una profesora. ¿Impo­ne la ley quien es simplemente portador de una opinión? Muchas de mis opiniones puede que sean un simple montón de tonterías, sobre todo en ma­teria como el matrimonio, pongamos por caso pero aunque teorizo acerca de otras materias, me limito a escribir sobre aquello que he observado. Rousseau, que poseía unas admirables teorías acer­ca de la educación, envió a sus propios hijos a un orfanato. Lo que quiere decir que nadie puede es­cribir con acierto sobre algo que no ha experimenta­do. En conclusión, creo que debemos ser siempre consecuentes con nuestras tareas. La mía es la educación, y si yo en estas páginas divago no es más que porque soy humano.
He oído decir que Bernard Shaw, mientras vi­sitaba una escuela tuvo que taparse los oídos por­que no soportaba la molestia del ruido que hacían los muchachos. Huelga decir que Shaw dijo cosas muy buenas acerca de la educación, pero por lo que se deduce de este detalle, su conocimiento acerca de los niños debió de haber sido más teó­rico que práctico; y creo además que durante to­dos los años de mi labor docente he sabido des­cartar el aspecto teórico cuando ha resultado ino­perante. En efecto, ya afirmé en uno de mis li­bros que el trabajo manual en los niños es conve­niente solamente cuando ellos, a través de esta clase de labores, pueden desarrollar su fantasía. Y, además, apunté el ejemplo de los niños que se en­tretienen haciendo espadas, aviones o barquitos y que, lógicamente, no muestran interés en diver­tirse con mi "hobby": trabajos de latón o cobre. Dije también que ningún muchacho puede des­arrollar su fantasía haciendo un cenicero; pero se demostró que estaba equivocado, pues cuando mi hijastro Peter Wood, principió a dedicarse a la enseñanza de la cerámica, ya tenía su tienda llena de aficionados a este arte. Ahora me doy cuenta de que, efectivamente, un muchacho o una mucha­cha pueden fácilmente ligar su fantasía a un ceni­cero o a una tetera. He aquí cómo una teoría se me vino abajo, cuya confirmación se repite en el caso siguiente, aunque con resultados contrarios, por supuesto es decir, que en una escuela local cierta tarde muy agradable, saqué a los alumnos al jardín y todos nos pusimos a cavar y plantar; de ahí deduje que a los niños les gustaban las labo­res del jardín, y no se me ocurrió que tales labores fueran algo como un recurso que los distrajera del tiempo que pasaban sentados mirando la pi­zarra en clase. Lo cierto es que en cincuenta y cin­co años no he tenido ni siquiera el recuerdo de que un niño haya puesto el más mínimo interés en el jardín. Si desyerban, es sólo por la paga.
Ya expliqué en otro lugar, cómo llegué a ve­rificar que la mayor parte de un tratamiento psi­cológico es inútil. En efecto, hace cuarenta años, pensaba que la psicología era capaz de resolver cualquier problema de salud, desde la enfermedad del sueño hasta el retraso mental, pasando por in­correcciones de nacimiento. Al respecto hice ensa­yos con niños aquejados de tales dolencias, y los resultados me demostraron que estaba equivoca­do al pensar que la libertad o la psicología los pu­diera curar.
¿Que quién soy yo para opinar acerca de los niños? Sencillamente, un individuo que intenta comunicar a otros lo que mis experiencias me han demostrado. Tengo, sin embargo, plena concien­cia de mis limitaciones, pues si bien a duras penas he logrado curar de neuritis a un niño, confieso que nunca he curado a un tartamudo... Pero, pe­se a todo, creo que la libertad no se acaba allí don­de hay una mejora, sino que puede ser llevada más adelante.
Cualquier persona puede tener una visión par­cial de las cosas, y esto puede ser algo muy bueno, ya que a veces, las personas que dicen ver los dos lados de las cosas, es muy fácil que se queden sin ver nada. Me parece que es esto lo que pasa con muchos conferenciantes cuando disertan sobre... educación. Se puede decir que su profesión los obli­ga a decir: "Sí, pero...", cada vez que mencionan
si es que alguna vez lo hacen  a Summerhill. Su tarea es dar los pros y los contras, con cierta ra­zón. Sin embargo, yo no tengo que señalar los pros, pues el maestro, dentro del Sistema ya tiene suficientes pros, como todo el mundo sabe. Y si bien es cierto que "todos tenemos algún derecho", como dijo Reich, un tipo como Hitler lo pondría en duda, supongo yo. Todas las escuelas tienen ra­zón, pero sólo dentro de sus marcos de referen­cia. Y si un profesor cree en la disciplina, en la for­mación del carácter o en las materias docentes, eso no significa que él pueda ser llamado visionario, ni ignorante, ni siquiera partidario de Felipe II; incluso él puede ser más inteligente que yo y hasta podría ridiculizarme en un debate público. Sin embargo, bien podríamos coincidir en muchas cosas.
La B.B.C. de Londres trató de fijar una dis­cusión acerca de problemas educacionales entre Sir Brian Horrocks y yo, con la esperanza de que se produjera un acalorado encuentro de opiniones: el díscolo maestro de escuela contra el viejo gene­ral; pero no resultó lo que se esperaba. Yo no me preocupé, pues sabía que podía pasarme un par de horas discutiendo tranquilamente sobre cual­quier cosa con el gran maestro de Eton, y que lo pasaríamos espléndidamente. Pero por otra parte, creo que se debería evitar el confrontamiento de las personalidades, es decir, que se debería odiar al nazismo, pero no a Hitler, aunque... después de haber oído a Julius Streicher espetar su vene­no contra los judíos resulta francamente difícil no odiarle.
Si yo levanto mi voz en contra del sistema edu­cacional, lo hago consciente de que el personal do­cente está compuesto de hombres y mujeres en­tregados a una tarea difícil, que requiere la pacien­cia y el buen trabajo que ellos hacen. Pero como son pocos los que en materia de educación quie­ren y están trabajando por reformas radicales; y como no existen muchas experiencias al respecto, quizá un día pueda demostrarse que yo estoy equivocado. Mas como aún no nos ha sucedido, preferimos seguir con la bandera bien alta e ilu­sionarnos pensando que somos los precursores de una Tierra Prometida. A fin de cuentas, dejar de soñar, es morir.

SE TIENE LA IMPRESION DE QUE CUAN­DO USTED HABLA LO HACE CON UN SEN­TIMIENTO ANTIAMERICANISTA. ¿ES ES­TO CIERTO?

BUENO, siento haber causado tal impresión. Pero en tal caso también podría ser acusado de ser anglófogo cuando clamo contra la reserva de los in­gleses, contra su esnobismo, contra el sistema de clases, contra la escolaridad, contra el bestial sis­tema correctivo. Todo esto es lo mismo que hago con los americanos: aborrezco su sistema de cla­ses basado en el dólar, su rígido sistema educati­vo, su discriminación racial, su constante pro­pensión a evaluar cualquier cosa. De ahí que cuan­do he dado alguna conferencia en los EE. UU., siempre ha habido alguno que se ha levantado a preguntarme: "¿A la edad de nueve años, qué por­centaje de sus muchachos está interesado en las matemáticas?" Así, por este criterio estadístico, por esta tendencia a encasillar a las gentes, por este interés por las materias esenciales de las ca­rreras más remunerativas, cuando alguno de mis pupilos americanos vuelve a casa, e ingresa en una escuela, tiene que rellenar un gran formulario con una gran cantidad de preguntas que tratan de medir su responsabilidad, ingenio, confianza en sí mismo, etc. Yo, en cambio, tacho todo eso y en el reverso del impreso doy la opinión que me merece el alumno en cuestión. ¿Quiere esto decir que soy antiamericano? Confieso, empero, que me crean más problemas los padres americanos que los ingleses, si bien esto puede ser debido a que aquellos experimentan la natural inquietud de estar a tres mil millas de sus hijos. Frente a esta circunstancia, cabe suponer que los padres ameri­canos se preocupan más respecto al futuro econó­mico de sus hijos y que también sienten más te­mores acerca del aspecto sexual que los padres in­gleses. Los lazos familiares, o bien la presión fami­liar, se manifiestan más fuertes en América que en Inglaterra, lo cual explica que mis pupilos de aquí estén más ansiosos de regresar a su casa que sus compañeros americanos.
Hice una jira por los EE.UU. en el 47, en ca­lidad de conferenciante, y otra al año siguiente. La que había planeado para el 50, tuvo que ser can­celada, pues me negaron el visado. ¿Es que era yo comunista? Nunca lo he sido. ¿O es que he es­crito algo a favor del comunismo? Supuse enton­ces que habrían telefoneado al Home Office para preguntar por mis antecedentes. Mi respuesta fue: "He escrito como diecisiete libros y jamás los re­leí, pero creo que hace treinta años, alabé la edu­cación en Rusia, pues se parecía a mi propio mé­todo: era libre e independiente; hoy, sin embargo, se parece más a la convencional... moldeación del carácter... Ya no me sirve. Por lo visto, de­beré tener un asiento entre los bienaventurados, puesto que soy la única persona a la que se le ha negado visado para América y Rusia."
Difícilmente podría considerar que un incidente como éste haga a alguien antiamericano. Por lo contrario, he disfrutado charlando con sus gentes en los trenes, aviones o autobuses; me agradaba la cordialidad de los paisanos que viven en las ciu­dades pequeñas o en los pueblos; pero, por supues­to, no me gustaba el típico policía neoyorquino, con su goma de mascar y su "Oh, yeah"; tampoco me gustaba tanto alimento elaborado artificialmente. También pasé un fin de semana con un granjero, en Nueva Jersey, que tenía miles de gallinas blan­cas Leghorn. Y como le preguntara por qué no tenía algunas gallinas rojas, Rhode Island, me contestó: "¡Dios santo, nadie de Nueva York com­praría un solo huevo rojo! Ellos quieren el color blanco, porque para ellos es símbolo de pureza, aunque no sea más nutritivo."
Gran Bretaña tiene el mismo complejo acerca de la pureza: pan blanco, arroz blanco, azúcar blanco y "blanqueador", según dice cada anuncio de detergentes en la TV. Me pregunto si la manía racial de EE.UU. no es la consecuencia de que el color blanco significa, para la mayoría, calidad. Quienquiera que haya inventado eso de la "oveja negra" de la familia, debió de tener ya una idea de la "perversidad" de la negrura.
¿ Cómo puede estar alguien en contra de una raza, de una nación? Para demostrar que no soy antiamericanista diré que llego a lamentar el te­ner que rechazar invitaciones para dar conferen­cias allí, a causa de mi edad. Hace más de un año pregunté a la Embajada si su negativa de darme visado era definitiva o no. Tuve que esperar a que ellos mandaran mis papeles a Washington. Hasta entonces nunca caí en la cuenta del tipo tan peli­groso que era yo. Por fin Washington contestó que podía obtener visado cuando quisiera. Des­pués de eso ¿cómo puedo ser antiamericano?

CON FRECUENCIA HOJEO LAS NUEVAS ADQUISICIONES QUE LA BIBLIOTECA LE­WIS EN GOWER STREET, TIENE ACERCA DE PSICOLOGÍA INFANTIL O DE EDUCA­CIÓN. EN ELLAS RARAMENTE SE LE MEN­CIONA A USTED O A SUMMERHILL, LO CUAL PARECE EXTRAÑO. ¿ES PORQUE US­TED ES DEMASIADO RADICAL?

LA MAYOR PARTE de los libros están escritos por los miembros de las propias escuelas. Muy pocos freudianos o discípulos de Jung mencionarían a Surnmerhill, además de que muchos libros acerca de educación tratan primordialmente la mera do­cencia, y no la convivencia. ¿Y cuántos libros de crianza menciono yo? Cada uno de nosotros nos guiamos por nuestro propio método, dejando que nuestros colegas expresen sus puntos de vista co­mo quieran. Por lo que respecta a mi presunto ra­dicalismo, me parece que todos creemos ser radi­cales; el mero hecho de escribir libros ya es una prueba de que pensamos que aquello que decimos es importante para los demás. Sin embargo, reco­nozco que sí puedo llegar a sentir cierta desazón si veo un libro, digamos progresista, que no me menciona; pero esto es humano. Todos, natural­mente, buscamos reconocimiento, aunque esté expresado en forma negativa. Creo que fue Arnold Bennett quien dijo que él prefería que se le hicie­ra una revisión despiadada en seis líneas que una página de panegíricos. Todos somos egoístas, in­cluso cuando no somos egocentristas. Claro que es muy fácil calificarnos a nosotros mismos de incom­prendidos e iconoclastas precursores, seguros de que en cien años más seremos reconocidos como ta­les. Eso resulta un lindo sueno que yo, a mi edad, no me atrevo ni a pensarlo. No, realmente no me preocupa no ser mencionado en otros libros. Lo que sí me molesta es el plagio. En tal sentido me inte­resa destacar que, en cierto momento, recibí la vi­sita de un señor que en unas semanas estudió el método de auto educación que nosotros emplea­mos. Más tarde, en toda una página, se dedicó a ponderar el excelente sistema de autogobierno que él había establecido en su propia escuela, sin decir, ni una sola vez, que su idea había sido to­mada de Summerhill. Yo aprendí el autogobierno que empleo, de Homer Lane y de algunos de sus discípulos, pero no he dejado de reconocer mi deu­da a través de mis libros y conferencias. El que plagia debería ser tenido por mentiroso, a menos que fuese lo suficientemente listo para no ser descubierto.

USTED AFIRMA CON FRECUENCIA QUE APRENDIO MUCHO DE HOMER LANE. ¿ACEPTABA SU ENSEÑANZA SIN ABRIGAR NINGUNA DUDA?

SUS DISCÍPULOS solíamos sentarnos a su alrededor y nos tragábamos todo lo que él decía, sin rechistar. Él, a veces, solía hacer afirmaciones como es­ta: "Todos los futbolistas tienen complejo de cas­tración", afirmaciones que, naturalmente, no podían ser probadas, y nosotros tranquilamente nos creíamos estas cosas. Pero, a veces, en los se­minarios le criticábamos su actitud con respecto al sexo, preguntándole por qué estaba tan preocu­pado acerca del sexo. Su repuesta debió haber sido que él no pudo gozar de una adolescencia con vida sexual a causa de los condicionamientos so­ciales y del control oficial; sin embargo, se con­tentaba con darnos contestaciones justificativas. No creo, por tanto, que Lane hubiera superado el puritanismo de su temprana Nueva Inglaterra.
Lane simplificaba mucho las cosas. Cuando él instó a Jabez a que rompiera las tazas y los platos, y también su reloj de oro, Jabez tiró el hur­gón y rompió en lágrimas. Lane aseguraba que este incidente había liberado de inhibiciones al muchacho, ya que se desplomaron con esto los in­flujos inhibitorios de la emoción. Yo no lo creí así. Jamás acaece tal tipo de cura, pues una cura to­ma largo tiempo. Cierto que la acción de Lane marcó el inicio de una cura, pero él no podía ase­gurar que en sólo diez minutos Jabez fuera un mu­chacho nuevo. Claro que nosotros no éramos nin­gunos tontos; entre nosotros se encontraba Lord Lytton, J. B. Simpson, John Layard, Dr. David, el obispo de Liverpool. Pero globalmente consi­derábamos a Lane como un dios, como un orácu­lo. No obstante, los que hayan leído la biografía que David Will escribió de Lane, se darán cuenta de que no era un dios ni un oráculo. Pero, sin embargo, sí era un genio de la intuición, un hom­bre que sin ser muy culto, poseía la capacidad de infundir en los niños amor y comprensión. El modo con que trataba a los niños perturbados es un ejemplo a seguir por todos los que trabajan en ese campo, aunque pienso que la tónica general es­tá en tomar el camino opuesto, como se hace en Borstal, la reconocida escuela que desconoce los más elementales principios de la psicología infan­til. Yo me pregunto -y creo que con razón- si él hubiera aprobado el sistema que seguimos en Summerhill. Tal vez no. Quizá pudiera haber pen­sado que carecía de espiritualidad. Tampoco pue­do recordar haberle oído decir si creía en Dios o no, aunque Lytton ve en él a un hombre muy re­ligioso, e incluso asegura que Lane admiraba a San Pablo. Al respecto también vienen a mi me­moria menciones que él hacía de San Pablo, pero siempre las hacía con intenso disgusto.
Este hombre es un enigma; era lo mismo un gran cuentista que nos contaba historias, por ejem­plo de su juventud, todas ficticias, que un aman­te de las buenas cosas de la vida. Sencillamente y en final de cuentas: un tipo como usted y yo, pero poseyendo algo que está más allá de la fra­gilidad humana; una gran capacidad para emanar humanidad, llámelo genio, intuición o como quie­ra, pues se trataba de algo intangible, inimitable. Pero, por otro lado, hay que decir que no todo lo que él enseñaba debería ser tragado a ojos cerra­dos. Afortunadamente, también los ídolos tienen pies de barro.

EN SU LIBRO "EL NIÑO LIBRE", ESCRIBE USTED QUE NINGUNA UNIVERSIDAD LE OFRECERÍA UN TITULO HONORÍFICO. PE­RO ¿QUE DICE AHORA QUE NEWCASTLE LE HA NOMBRADO MAESTRO DE EDUCA­CIÓN POR LA UNIVERSIDAD DE TYNE?

(De un Estudiante de Newcastle.)

ATENCIÓN: nunca hay que profetizar. Mi primera reacción fue preguntarme si, pasado de moda, me había vuelto parte del Sistema. La segunda fue considerar si Newcastle estaba al día en materia de educación. Finalmente concluí que esto último era lo correcto. Desde luego que estaba seguro de que no sé lo que es educación; solamente sé lo que no lo es. Pero la realidad es que nunca fui complaciente con las universidades. En Newcastle, el orador general dijo: "Es realmente irónico ofrecer una dis­tinción académica, cualquiera que sea, a un hom­bre que ha destilado tal desdén (desdén que, hay que admitirlo, no es siempre inmerecido) contra el academismo y el Sistema educacional en todas sus formas."
También quiero decir que estuve encantado con el ingenio y el humor de que hizo gala el ora­dor general al describirnos: "Hemos de compar­tir el pesar de Neill, ya que esta distinción tal vez implique que a partir de ahora deba empezar a usar corbata."
A todo el mundo le agrada ser reconocido pú­blicamente, pero cuando uno llega a los ochenta, no experimenta el gustillo de que un joven pudie­ra gozar. Sin embargo, es interesante saber que ahora soy alguien respetable. Al fin he sido esti­mulado cariñosamente por una universidad. Ya algunos de los que ignoraban mis cuarenta y cin­co años en Summerhill, repentinamente descu­brieron que yo tenía alguna importancia, aunque dudo si alguno de aquellos que se opusieron al tí­tulo otorgado a los Beatles, no escribiría a New­castle protestando contra mi distinción, en pro­cura del buen nombre de la universidad. Después de todo, la misma universidad había concedido una distinción honorífica a un gran humorista, Char­les Chaplin.
No sé nada de las universidades de Oxbridge, pero las que he visto en Redbrick, las de New­castle y York, me parecieron haberse impregnado de un nuevo espíritu, de una libertad que quizá no se pudiese conseguir en las universidades más viejas. La apariencia de la universidad de New­castle es moderna, aunque, por lo que sé, puede ser tan antigua como la de Oxford o Cambridge. La especialidad de pedagogía en la universidad de York, donde conferencié, era admirablemente libre. Me dijeron que los estudiantes podían asis­tir en cualquier momento (a las tres de la madru­gada si quisieran). No presencié el trabajo de Newcastle; estaba demasiado ocupado viendo có­mo me sentaba mi bata de graduado, pero la ma­yor parte de los profesores y conferenciantes que conocí eran personas con ideas adecuadas sobre la educación.
Las universidades tienen importancia para to­dos los profesores de las escuelas privadas y ofi­ciales; de hecho ellas nos dan el patrón del siste­ma de calificación. De modo que la universidad puede, y lo hará, acabar con todos los absurdos seculares que siguen aquejando a muchas escue­las. Sí, tengo puesta mi esperanza en las univer­sidades modernas.
Lo que no puedo precisar es cuántas de tales universidades están en contacto con escuelas. Cierto pedagogo me dijo al respecto, que sus es­tudiantes salían de la escuela o de la universidad con buenas ideas acerca de la educación, pero que después, en la práctica, tenían que amoldarse a una disciplina lánguida, a grandes clases y obli­gar a los alumnos a la memorización.
Me he desviado de la cuestión. El honor me ha puesto nervioso. En cuanto al por qué, éste radica en que alguien me pueda ofrecer ahora un título, aunque me tranquiliza el hecho de que los profe­sores casi nunca figuran en el registro honorífico: los pobres ni siquiera están en "Quién es quién".
Hace bastante tiempo que sé cuál es la posi­ción social de un profesor, pues cuando fui maes­tro principal en la escuela de un pueblo, al cele­brarse no sé qué acto protocolario, el terratenien­te ocupó el lugar principal, después el cura y des­pués el médico. Yo me encontraba abajo, junto al jardinero principal. Es decir, que un profesor es casi un caballero. En fin, que este título honorí­fico me ha convertido en uno de ellos. Creo que ya debo ir pensando en comprarme la corbata.

¿HAN VARIADO SUS PUNTOS DE VISTA DESDE QUE FUNDÓ SUMMERHILL?

EN ESENCIA creo que no. Nunca dudé del sistema de autogobierno, ni del papel predominante que desempeña la libertad en un niño para aprender lo que él desea. Por tanto, puedo asegurar que nunca se me ocurrió moldear el carácter de un niño. Pero esto no me impide reconocer que con el tiempo los niños han variado de un modo indefi­nible. Hace treinta años, por ejemplo, que yo po­día iniciar la cura de un ladronzuelo dándole, ca­da vez que robaba, unos centavos, pero dudo que este método pueda dar hoy buenos resultados. Los niños del presente padecen una sofisticación muy sutil. Tal vez hayan oído demasiados vocablos psicológicos usados con bastante liberalidad. Qui­zá también la actual preponderancia de los valo­res materiales les ha hecho cambiar desorientán­dolos. La vida era más sencilla hace treinta años. Entonces los niños no recibían juguetes tan costo­sos; ahora piden más. La vieja muñeca de trapo ha sido sustituida por una muñeca que habla, aunque me regocija saber que las niñas todavía prefieren aquéllas a éstas. El asunto, sin embargo, permanece complicado. El avance de la tecnolo­gía ha creado ciertos problemas sociales, siendo uno de ellos el que se puedan hacer muchas cosas con el dinero. En este sentido, es oportuno seña­lar que cuando yo empezaba a manejar, hace cua­renta años, había la posibilidad de cruzarse con uno o dos coches a lo largo de una milla, mientras que ahora se pueden encontrar dos en diez metros, lo cual es una gran molestia. En aquel tiempo raramente se oía decir que un automóvil había si­do robado, en tanto que ahora las pandillas de jóvenes procedentes de nuevos ricos, no sólo roban todos los automóviles que quieren, sino que ade­más usan la violencia para asaltar a la gente. ¿Por qué preocuparse, pues, cuando cualquiera puede vivir como un rey con sólo dejar que el prójimo gane dinero y después asaltarle cuando salga del banco?
No estoy insinuando que tales pandillas man­tengan alguna relación con mis pupilos, los cuales están dentro de la ley; estoy tratando de definir el efecto que nuestra sociedad de consumo, la mis­ma que propicia el pandillerismo, produce en la mentalidad de los niños. En cualquier escuela, incluida Summerhill, no es siempre el muchacho pobre el que escamotea los centavos para el en­cargo que nos hace a alguno de los profesores. Es más bien el muchacho que siente que no es ama­do en su casa; él hurta amor simbólico; y me ima­gino que tal vez nuestros jóvenes pandilleros ja­más sintieron en sus casas la fraternidad de un verdadero amor.
Pero no puede ser el dinero la única razón que explique esta nueva sofisticación superficial. Con­tribuyen a ello muchos factores: dos guerras mun­diales han echado por tierra muchos de los viejos tabúes de la hipocresía y del paternalismo. La gente joven se ha enterado de muchas falsedades y amoralidades de sus mayores; se ha dado cuenta de que ha sido engañada, timada. La juventud ac­tual ha adoptado una actitud de desafío más mar­cada aún que la de la anterior generación. Fue la gente de más edad y no la juventud la que hizo la bomba H. La juventud, por otro lado, está cons­ciente de su impotencia. La mayoría de los ma­nifestantes anti-bomba son jóvenes; son ellos los que sienten que sus vidas están en manos de la gente de mayor edad: los políticos, los militares, y, en suma, en manos de los ricos y poderosos. Una expli­cación a la nueva sofisticación bien puede ser que el joven, a causa del miedo y de los acontecimien­tos, se haya hecho adulto antes de tiempo. La an­terior generación aceptaba la adscripción a su sta­tu, acogía las directrices de sus padres y los sím­bolos de éstos. Hoy el joven se rebela, aunque de un modo fútil, pues no son otra cosa que meros sím­bolos su pelo largo, sus chamarras de cuero, los jeans azules y sus motocicletas. Cualquier niño abo­rrece los libros de la escuela, pero todos los niños saben bien que nada pueden hacer por cambiar el "Sistema". En esencia, la juventud es aún dócil, sumisa, se siente impotente y repudia las cosas que carecen de importancia: vestidos, hábito, pei­nados. En cuanto a la religión, la desafía no acu­diendo a la iglesia, a no ser por coacción.
Es inútil perorar sobre perversidad en la ado­lescencia. Homer Lane solía decir que toda mala acción siempre se emprende por un motivo bueno, aunque pervertido. Cualquier adolescente no es más perverso que usted o yo. Ellos se limitan a buscar la alegría de vivir en una época en que tal alegría es ignorada; todo lo que de esta época co­nocen es música pop, TV, fútbol y prensa sen­sacionalista. Sus ideales son automóviles veloces, todo lo que significa ostentación; ven cómo se aclama a las estrellas del cine, de la radio, a la música contemporánea y a los cantantes calleje­ros. Y, naturalmente, la juventud ve en todo eso una sociedad adquisitiva, una sociedad del bien­estar, vulgar, barata y cursi; y las escuelas, des­interesadas en la vida post-escolar del alumno se cruzan de brazos. Otro aspecto de suma importan­cia estriba en que leer viene a ser como una degra­dación; y si algún lector tiene algo que objetarme, yo le recomendaría que comparase la circulación del "Neow Statesman" o la del "Observer" con la de la prensa sensacionalista del domingo. A la juventud no le interesa nuestra cultura, y si no, ¿a cuántos jóvenes le son conocidos los nombres de Ibsen, Proust, Strindberg o Dante?
No, no estoy diciendo que esto sea totalmen­te negativo. Nuestra cultura era estática; absorbía libros e ideas, mientras que la cultura del joven de ahora se orienta a la acción, al movimiento; hasta tal punto, que uno tiene que preguntarse:' ¿Qué es mejor, sentarse a leer a D. H. Lawrence o ir al baile y estar moviéndose toda la noche? Considero que la afición actual por el movimien­to es una compensación por la falta de acción que forjaron las obligaciones patriarcales; afición que no puede ser contenida por el anterior condiciona­miento o mutilación psicológica. Sin embargo, nos­otros sonreímos escépticos cuando multitud de muchachas chillan histéricamente a la vista de los Beatles, tipos que, en lo físico, no se asemejan al hombre viril. Pero, ¿por qué gritan? Alguien ha escrito recientemente, que esto es una forma de masturbación. Yo pienso que quizá no sea muy ilógico decir que tales gritos actúan como una libe­ración del aborrecimiento hacia la escuela insulsa, hacia la adecuación del carácter, hacia la supresión de sus propias vidas. En mi opinión, el ritmo es un excelente modo de descargar las emociones. Y, a propósito de este problema, quiero recordar que hace poco un psicoanalista nigeriano, habló en TV de que en su país no existían ni el crimen sexual ni el suicidio. Al preguntarle el porqué de esto, contestó que para los nativos actuaba como libe­ración la práctica de las danzas tribales. Por tan­to, siendo la música pop esencialmente rítmica, todos esos gritones liberan alguna emoción sexual; aunque me imagino que lo hacen de un modo ab­solutamente inconsciente.
Bueno, creo que no he dado una respuesta sa­tisfactoria acerca de si el robo moderno correspon­de a un mecanismo de carácter psicológico. Y no la he dado porque no sé cuál pueda ser, aunque, en realidad, es muy posible que no haya una res­puesta única y simple. Pero, no obstante, una res­puesta atingente a este problema podría ser que la juventud ha podido darse cuenta de que cual­quier tratado de psicología no es más que un amon­tonamiento de meras palabras. A veces, cuando me pongo algo pesimista, me pregunto si la tera­pia psicológica está llegando a su fin. Miles de psicoterapistas efectúan sesiones privadas, desti­nadas a personas que disponen de tiempo y dine­ro. Pero si todos los terapistas del mundo se dedi­caran exclusivamente a educar a los padres, di­ciéndoles todo aquello que no deben hacer a sus niños, seguramente que no habría necesidad de educar a los adultos formados por estos padres. ¿Cuántos psicoanalistas han dicho esto?: "Corre­gir a los padres, no da siempre buenos resultados, dedicaré mi trabajo a la profilaxis, empezando con las madres y los niños." Desgraciadamente creo que muy pocos.

A MENUDO HE OÍDO DECIR QUE USTED ESTA EN CONTRA DEL INTELECTUALIS­MO. ¿ES CIERTO?

¡VAYA HOMBRE, ya no sé cuántas veces he oído este comentario! Frecuentemente me dicen que yo denigro el aprendizaje y que desprecio las univer­sidades. Pero no, creo más bien que las pongo en su lugar, pues para mí la educación es, primordial­mente, un asunto de emociones, sin que esto quie­ra decir que se intente educar a las emociones. Lo menos que se puede hacer es crear un ambiente propicio en el que las emociones se desarrollen y se expresen. Hace años que vengo diciendo que si las emociones son libres, el intelecto se cuidará de sí mismo. Por lo tanto, creo que la enseñanza académica tiene un valor intrínseco muy escaso. Un profesor especialista, puede ser una persona aburrida. También lo puede ser un labrador, claro está, pero nadie espera oír palabras sabias dichas por un campesino.
En sentido más amplio, refiriéndome solamen­te a un caso, estoy en contra del sistema acadé­mico porque con frecuencia excluye a individuos brillantes. Esta es una pérdida que aún se estaría sintiendo si Charles Chaplin hubiese tenido que aprobar el inglés, las matemáticas, la historia y la biología antes de subir al escenario. Y todavía hoy, ¿cuántas personas hay, que pudiendo hacer algo grande en la vida son excluidas por los exá­menes académicos? Yo puedo decir, en apoyo de mi aserto, que una vez tuve un muchacho que podría haber llegado a ser un gran matemático, pero, desgraciadamente, tenía en su contra que aborrecía el inglés y no podía superar el examen del "London Matriculation". Su carrera, pues, estaba coartada. Por desgracia falleció en un ac­cidente automovilístico en un momento en que su futuro era oscuramente incierto. ¿Qué significa, en realidad, un grado académico? Teóricamente, yo soy un especialista en literatura inglesa, pero mis opiniones sobre Keats, Peter o Marlowe no tienen ningún valor. Únicamente me ilusiono pen­sando que sé algo de psicología infantil, una ma­teria que no aprendí en ninguna universidad.
También debo citar aquí una visita que hace poco recibí de un joven que acababa de obtener su licenciatura en psicología. Yo le pregunté:
-¿Qué te han dicho que debes hacer con un niño que roba?
-Dios mío, allí nunca nos hablaban de esas cosas; tan sólo nos explicaban el comportamiento de las ratas amaestradas- me contestó.
También me gusta la historia de J. M. Barrie. Cuando él regresó de la Universidad de Edimbur­go, una tía suya le preguntó qué quería ser: "Es­cultor", contestó él. Y la tía sorprendida, le res­pondió: "¿Entonces para qué quieres tu título?"
Ya va siendo hora de que el académico sea puesto en su lugar. La cultura que representa no es más que una cultura vieja, ya fuera de tiempo. Y si esto es así, ¿por qué motivo, un hombre con un título ha de valer más que el hombre que se dedica a fabricar o a reparar aparatos de televi­sión? Está claro, sin embargo, que aunque nuestro gabinete ministerial no está compuesto de acadé­micos, seguimos aún pensando que las personas egresadas de la universidad son más inteligentes que quienes no han cursado estudios especializados. Así, por ejemplo: un profesor de historia, como secretario de Asuntos Exteriores; un profesor de matemáticas, como secretario de Hacienda o pre­sidente de la Unión Comercial; un profesor de la­tín o griego, como...; no, éste estaría mejor en la Cámara de los Lores. ¿Y qué grado de licencia­tura podría tener el secretario del Interior? Ni si­quiera es posible adivinarlo, a no ser que sea un licenciado en leyes. Un gobierno parecido a éste ya lo tuvimos durante la Primera Guerra Mun­dial, que por cierto no fue nada brillante; y tal vez sea ésa la causa de que no hayamos vuelto a tener otro parecido a aquél. Y bien, ¿quién se dejaría guiar por un profesor de lógica? En suma, ¿cuál es el servicio de todos estos graduados de toga y birrete cuyas profesiones ya pasaron de moda? El profesor James Walker, por ejemplo, era jefe del Departamento de Química cuando todavía no era más que un estudiante. Natural­mente, Walker se pasaba las horas mostrándonos lo que pasaba cuando se añadía cinc al ácido sul­fúrico, algo que el maestro más humilde podía haber hecho. Estimo, pues, que el sistema de con­ferencias es una reminiscencia de los días en que aún no existía la imprenta. Los profesores, dicho sea de paso, no deberían sustentar conferencias, si­no investigar constantemente. Pues durante mis estudios universitarios, tuve el presentimiento de que a los profesores se les hacía odiosa nuestra presencia; y no había por qué culparlos a ellos de esa malquerencia.
Si fuese yo mago, con mi varita mágica barre­ría todos los grados académicos. ¿Qué pasaría entonces? ¿Cómo seleccionaríamos sin exámenes a los maestros, a los médicos, a los clérigos, a los obreros especialistas? Claro que deben haber algu­nos exámenes, pues no me gustaría ser dirigido por cualquier improvisado; pero, por otro lado, ¿por qué desperdiciar la energía y el tiempo de los estudiantes con los temidos exámenes?
En mi tiempo, en la universidad de Edimbur­go, cualquier estudiante de medicina comenzaba con química, física, botánica, zoología, etc.; casi todo lo memorizaba y todo lo olvidaba en el acto. Un médico, profesionalmente regular, ¿cuánto re­cuerda de anatomía, de medicina forense, de fi­siología o de histología? Por supuesto que nues­tros profesores, de alguna manera deben estar cua­lificados. Tal vez así llegásemos algún día a te­ner una especialidad terapéutica que en lugar de repetirnos cómo combatir las enfermedades nos dijera como vivir saludablemente.
¿Los maestros? Otra vez estos especialistas. Personalmente, no me interesa el hecho de que un maestro tenga título o no, en tanto que pueda discurrir sobre una materia con verdadero interés. Yo he tenido maestros con experiencia y sin ella. En ambas categorías los había buenos y malos. Mi opinión al respecto es que enseñar es un arte. Y a propósito de ello, voy a explicar el porqué de los juicios adversos que uno se forma acerca de los centros de adiestramiento. Digo, pues, que cuando yo tenía diecinueve años, pasé unas opo­siciones para ingresar en la Escuela de Adiestra­miento. Éramos 104 personas, y yo fui de los úl­timos con el número 103. Desde entonces manten­go, lógicamente, una opinión muy limitada de ta­les escuelas.
Sin embargo, parece que no hay más alterna­tiva que el sistema de exámenes; pero, aun así, pienso que podríamos suprimir las calificaciones. Porque creo que a ningún patrón o jefe le gusta arruinar el futuro de una persona, dándole unas malas referencias. De ahí precisamente que cuan­do aconsejo a un maestro suelo decirle que no ca­lifique. Una vez tuve un maestro del que deseaba deshacerme, pero cierta cobardía me impedía de­cirle que se marchara. Al fin él solicitó otro traba­jo, y cuando me pidió referencias, le di unas tan buenas, que... él mismo canceló su solicitud. Otro detalle que me gusta, es el de un individuo que solicitaba ser portero en una escuela y cuyo ante­rior patrón había escrito que él era generalmente honrado. Uno de los encargados de la sección de personal telefoneó al antiguo patrón preguntán­dole lo que ese "generalmente" quena decir, y el requerido contestó: Emplee la palabra "general­mente" en su exacto contexto para significar: "No particularmente."

¿ES SUMMERHILL EL TRABAJO DE UN SOLO HOMBRE?

Es UNA PREGUNTA difícil. ¿Es la "Commonwealth" la labor de un solo hombre? ¿El hospital de Albert Schweitzer es el esfuerzo de un solo hombre? Me parece que las escuelas de Eton y Harrow fueron fundadas con el trabajo y el esfuerzo de un solo hombre, pero no continuaron siéndolo por mucho tiempo. El tiempo viene a sustituir al fun­dador. Pongamos este ejemplo: ¿Importa mucho quién sea el director de una gran escuela pública? Pienso que un mero director no puede hacer nin­gún cambio fundamental; de hecho, nadie se pue­de imaginar que algún maestro haga de Eton una escuela con sistema coeducacional no religioso o de autogobierno. Sobre este particular me viene a la memoria la siguiente anécdota: Un aprendiz de demonio en el infierno, se presenta ante su maes­tro con gran agitación: "Maestro, ha sucedido al­go terrible; allí, abajo, han descubierto la ver­dad." El gran Diablo, sonriente, contesta: "De acuerdo, muchacho, ya mandaré alguien para que arregle eso."
Con esto quiero significar, que en tanto Sum­merhill no esté sistemáticamente organizado, la tradición o la costumbre no lo invadirán. Sin em­bargo, no puedo negar que Summerhill era yo, pe­ro no podría asegurar que todavía lo sea. Ahora el sistema se está imponiendo por sí mismo. De suer­te que cuando durante tres meses estuve al mar­gen de la escuela, sabía que todo estaba funcio­nando, porque Ena, mi esposa, estaba allí; y ella siente y sabe de la escuela tanto como yo. Ade­más toda la plantilla de profesores nos secunda. Lo que no puedo precisar es cuánta relación con el éxito de la escuela han tenido (déjeme fanfa­rronear ahora un poco) mi personalidad, mi pa­ciencia, mi humor, mi falta de toda gesticulación, y mi negativa a ser el guía de los niños. Nadie lo puede precisar. Es como preguntarse cuánto tuvo que ver la sonrisa de Homer Lane con la cura de sus jóvenes delincuentes; o lo que la reserva pa­ternal de Freud hizo por sus discípulos inmediatos.
Me disgusta esa especie de veneración ha­cia un solo hombre, ya que no es el hombre quien lo hace todo, cuenta mucho igualmente la idea. Es por eso que no me gustan mucho las bio­grafías de Ruskin, Carlyle o Wilde; en ellas cons­tantemente, aparece la mediocridad, la debilidad que todos tenemos, y esto carece de importancia comparado con la grandeza de lo mucho y bueno que tales hombres hicieron en la vida. El culto a la personalidad, ha sido legalmente condenado en Rusia. Y por lo que a mí se refiere, no puedo en­tender por qué razón, centenares de maestros no pueden tener escuelas libres y dichosas. No se ne­cesita ser ningún genio para ello, ni ningún super­hombre, sino sencillamente ser un hombre o una mujer capaz de no decir a otros cómo han de vi­vir. Después de todo, la filosofía no es sino la con­templación de las cosas importantes que hay en la vida, y si esto lo aplicamos a la educación, en se­guida encontramos que lo único importante de la misma no es otra cosa que el crecimiento natural y la felicidad de los niños. En verdad, yo no se qué clase de filosofía de la vida puede tener un maestro que expulsa a un alumno por llevar largo el pelo o pantalones acampanados, o a una alum­na por tener una cinta blanca sujetando su cabello en lugar de la negra de rigor. Se trata de maestros que propagan esa fatal enfermedad que nosotros denominamos: uniformidad.
Siguiendo con el tema. El comunismo no es creación de Lenin y Stalin solamente J. F. Ken­nedy y L. B. Johnson tampoco fueron los únicos actores en la escena de su tiempo y lugar, respec­tivamente. Pareciera como si alrededor de un solo hombre se formara una irradiación semi religio­sa; de suerte que muchas personas desean un dios en quien basarse y a quien seguir, así como la ma­yoría de los británicos desean un monarca ante el cual inclinarse. La cuestión, vista así, viene a ser ésta: ¿Qué sería de la humanidad sin líderes? No creo que Summerhill fuera sacado adelante por un comité, pues el progreso de un comité está con frecuencia entorpecido por las ideas de los miembros más conservadores. Sin embargo, yo no soy ningún líder, sino simplemente un miem­bro del gobierno de una comunidad. Todo lo que aquí puedo decir es que no me gusta ningún líder. ¿Que si algún gran hombre ha sido líder? Militar­mente y en asuntos militares, sí... Cromwell, Wellington, Nelson, por ejemplo; más en asun­tos sociales... muchos han sido los hombres que nos han proporcionado reformas en las prisiones, en la educación, en la justicia social, pero no se trata, en este caso, naturalmente, de líderes en el sentido que Hitler y Mussolini lo fueron. Los que han inspirado reformas fueron inspiradores, orientaron a la ciencia y al progreso, pero no acaudilla­ron. Yo definiría al líder como una persona primordialmente egocentrista, ambiciosa de poder para sí mismo. Ni Darwin, ni Freud eran líderes; en cierto modo, sus obras estaban desligadas de sus personas. Y estoy seguro de que W. Churchill no era ningún líder porque se sintiera a sí mismo muy importante o ambicioso, sino el hombre ca­pacitado que ante una emergencia nacional, se hallaba en el lugar y momento apropiados a su capacidad de gobernante.
Aquí deberíamos distinguir entre figuras na­cionales e internacionales. Los grandes descubri­dores o inventores en ciencia, psicología o me­dicina, son, en general, mucho más importantes que las figuras nacionales. El nombre de Freud, por ejemplo, tendrá un recuerdo más duradero que los nombres de Lloyd George o de Wilson.
Resumiendo. Ni soy líder, ni quiero serlo. Ade­más, ni la alabanza, ni un título, ni seguidores, constituyen mi recompensa, sino la pura y sim­ple alegría de haber hecho un trabajo con todo mi entusiasmo y energía. Cualquier otra persona pue­de, en mi caso, realizar el mismo trabajo, des-echando toda pretensión de convertirse en auto­ridad. Tal vez yo tenga un mérito...: que me pue­do reír de mí mismo, cosa que Hitler o Stalin du­do que pudieran haber hecho.

¿ES USTED OPTIMISTA O PESIMISTA?

CREO QUE LA MEJOR definición de un tipo pesimis­ta es: aquel que convive con un optimista. En cuanto a mí, confieso que respecto al futuro inme­diato no soy optimista. Nuestras vidas están en las manos de personas sobre las cuales no tene­mos ningún control. Cuba hubiera podido ser el inicio de una tercera guerra mundial si Kruschef no hubiera tenido inteligencia y valor suficientes para retroceder. Soy pesimista porque los políticos no siempre son personas capaces; también me siento pesimista respecto a la cantidad de odio que hay en el mundo: odio racial, odio naciona­lista, odio religioso, y, en fin, que ante la realidad de un mundo bastante enfermo, dudo que haya alguien optimista. Desde luego la edad tiene mu­cho que ver con el pesimismo. G. H. Well en su libro "Mind at the End of its Tether", pierde las esperanzas en el futuro del hombre. Los ancianos se han acostumbrado a volver la vista atrás con tristeza y, así, añorar los sueños de sus juventudes, los cuales, en su mayoría, se han quedado sin rea­lizarse.
Sin embargo, con respecto a los niños, soy op­timista. Jamás pierdo las esperanzas en el niño, a pesar de que no se produzca en él ningún progre­so aparente. Lo que me desespera es que no se dé a los niños oportunidades de vivir; que su amor a h vida sea ahogado por el mundo del adulto; mundo que constriñe, que castra a la juventud. Cierto también que la libertad se va amplifican­do, pero ¡qué despacio! La triste verdad es que el pensamiento y la técnica del hombre han so­brepasado las emociones reprimidas del mismo. Este es el verdadero peligro de la bomba H, pues las guerras no son motivadas por el pensamiento, sino por la emoción. Una multitud es capaz de enfurecerse si la bandera nacional es ultrajada. Considérese la guerra fría en Irlanda entre pro­testantes y católicos. Luego tenemos lo que pode­mos llamar factores de codicia: el "espacio vital" de los alemanes, nuestras exacciones coloniales, las ambiciones territoriales. Tales factores si bien no proceden de la masa, ésta secunda al líder de un modo emocional. Los hombres que murieron en la guerra de los Boers, ¿murieron pensando en la patria o en las frustradas ganancias de oro y diamantes? Nunca se sabrá. Sin embargo, murieron "por la reina y por la patria.”
Soy pesimista acerca de la libertad que en rea­lidad gozamos. ¿Disponemos de tiempo para ha­cer crecer a los niños emocionalmente libres? ¿Li­bres del odio y de la agresión? ¿Libres para que puedan vivir y dejar vivir? La bomba H se en­cuentra en las manos de hombres que, desde sus cunas, carecieron -pues así se lo enseñaron- de amor a la vida. No tendrían que echar mano de la bomba H si tales hombres hubieran crecido sin trabas, libremente. La cuestión se simplifica, a saber: ¿podrá la humanidad evolucionar de tal forma que la persona se sienta interiormente li­bre, libre de todo deseo de moldear al prójimo?
¿Alguien puede dar la respuesta?



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