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miércoles, 8 de junio de 2011

LA FORMACIÓN DE LOS DOCENTES EN EL SIGLO XXI


LA FORMACIÓN DE LOS DOCENTES EN EL SIGLO XXI[1]

Philippe Perrenoud[2]
 
El siglo 21 acaba de comenzar y, por el momento, se parece terriblemente al siglo 20. En el corto plazo, las orientaciones deseables para la formación de docentes no serán radicalmente diferentes de aquellas que se podían proponer hace cinco años.
En cuanto a saber qué profesores habrá que formar el 2100, o aún el 2050, habría que ser adivino para saberlo. Puede ser que la escuela haya desaparecido, que se hable de la enseñanza como de uno de esos oficios del pasado, muy conmovedores a fuerza de ser anticuados.
“Un profesor trataba de formar a 25 alumnos a la vez, o a 40, o a más", se le dirá a los cibervisitantes de un cibermuseo de la educación. Ellos verán con emoción una película de los años 80 reconstruida en tercera dimensión que muestra a un profesor haciendo clase frente a un pizarrón. Se reirán ante las imágenes del año 2000, la época en que las computadoras necesitaban una pantalla y un teclado, treinta años antes de que se implante un dispositivo en el cerebro de cada recién nacido y 70 años antes de que una mutación genética controlada ponga en red a todas las almas de la Galaxia.
Podemos imaginar que ya no existan escuelas porque la humanidad habrá, por fin, logrado destruir el planeta o porque éste estará bajo el control de extraterrestres que disponen de medios más sofisticados para conformar los espíritus y los actos.
De manera menos dramática podemos imaginar que los seres humanos, por la ingeniería genética o la informática, habrán sabido liberarse del aprendizaje laborioso que conocemos hoy, las neurociencias habrán permitido dominar la memoria de manera más directa y menos aleatoria.
Podemos también imaginar que encontraremos, en salas de clases un poco mejor equipadas que las actuales, prácticas basadas fundamentalmente en la palabra y en los intercambios entre un profesor y un grupo de alumnos, aún cuando se trate de una clase virtual cuyos alumnos están físicamente dispersos en los cuatro rincones del planeta, cada uno hablando su idioma y comprendiendo todos los demás gracias a un dispositivo de traducción simultánea...Talvez los intérpretes desaparezcan antes que los profesores, a menos que ocurra a la inversa. A menos que nada cambie...
Detengámonos aquí con la ciencia ficción. Los novelistas de los años 50 no habían previsto las tecnologías electrónicas o las biotecnologías del año 2000, ni siquiera Internet. Nuestra capacidad de anticipación está cerrada porque conocemos y extrapolamos de manera tímida, mientras el futuro nos reserva, con toda seguridad, sorpresas que desafían nuestra imaginación.
Es más útil y razonable entrar de lleno al siglo 21 que comienza para (re)pensar las orientaciones deseables para la formación de profesores en el corto plazo, digamos en el horizonte del 2010. No olvidemos que estos profesores se titularán hacia el 2015 y formarán a los alumnos que tendrán veinte años entre el 2030 y el 2035. Ya es difícil prever de qué estará hecho el planeta en ese momento.

1. FINALIDADES DE LA ESCUELA Y FINALIDADES DE LA FORMACIÓN DE PROFESORES
No se pueden formar profesores sin hacer opciones ideológicas. Según el modelo de sociedad y de ser humano que se defiendan, las finalidades que se asignen a la escuela no serán las mismas y en consecuencia, el rol de los profesores no se definirá de la misma manera.
Eventualmente, se pueden formar químicos, contadores o informáticos haciendo abstracción de las finalidades de las empresas que los emplearán. Podemos decirnos, de manera un poco cínica, que un buen químico sigue siendo un buen químico si fabrica medicamentos o si fabrica droga. Que un buen contador sabrá, indiferentemente, blanquear dinero sucio o aumentar los recursos de una organización humanitaria. Que un buen informático podrá servir de manera igualmente eficaz a la mafia o a la justicia.
No podemos disociar tan fácilmente las finalidades del sistema educativo de las competencias que se requieren de los docentes. No se privilegia la misma figura del profesor según se desee una escuela que desarrolle la autonomía o el conformismo, la apertura al mundo o el nacionalismo, la tolerancia o el desprecio por las otras culturas, el gusto por el riesgo intelectual o la demanda de certezas, el espíritu de indagación o el dogmatismo, el sentido de la cooperación o la competencia, la solidaridad o el individualismo.
Edgar Morin propone siete saberes fundamentales que la escuela tiene por misión enseñar :
  1. Las cegueras del conocimiento: el error y la ilusión.
  2. Los principios de un conocimiento pertinente.
  3. Enseñar la condición humana.
  4. Enseñar la identidad terrenal.
  5. Afrontar las incertidumbres.
  6. Enseñar la comprensión.
  7. La ética del género humano.
Estamos seguros de que los profesores capaces de enseñar estos saberes deben no sólo adherirse a los valores y a la filosofía subyacentes, sino establecer una ( pero, aún más, disponer de la) relación con el saber, la cultura, la pedagogía y la didáctica, sin las cuales este hermoso programa sería letra muerta.
Cuando se hace este tipo de proposiciones en el marco de un mandato de la UNESCO, no se puede sino invitar a los Estados a inspirarse en ellas, sabiendo que harán lo que ellos quieran.
Desgraciadamente hay un abismo entre el ideal de Morin (2000), que yo comparto y el estado de nuestro planeta y, en particular, entre las relaciones de fuerza que configuran los sistemas educativos, tanto a escala mundial como en cada país. Es por esto que, aún cuando se destaque el vínculo entre la política y los fines de la educación, por una parte y el rol y las competencias de los profesores, por otra, no es útil alargar la lista de las características de una escuela ideal en un no man's land[3] , donde la libertad de expresión equivale sólo a la ausencia de poder.
Lo que se dibujará en la pista deriva del combate político y de los medios económicos. Aún cuando nos dirigimos hacia una sociedad planetaria dominada por algunas grandes potencias, los fines de la educación continúan siendo un asunto nacional. El pensamiento y las ideas pueden atravesar las fronteras, pero son los brasileños quienes definirán los fines de la escuela en Brasil y formarán consecuentemente a sus profesores. El asunto es saber si lo harán de manera democrática y para el desarrollo de la democracia o si la educación seguirá siendo, como en la mayoría de los países, un instrumento de reproducción de las desigualdades y de acomodación de las masas al pensamiento dominante.
Desgraciadamente, casi no existen razones para ser muy optimista. Esto no impide reflexionar sobre la formación ideal de los profesores para una escuela ideal, pero no caigamos en la ingenuidad de creer que las ideas por sí solas pueden transformar las relaciones de fuerza.
Recordemos algunas de las mayores contradicciones que van a estructurar nuestro futuro:
  • Entre ciudadanía planetaria e identidad local.
  • Entre mundialización económica y encierro político.
  • Entre libertades y desigualdades.
  • Entre tecnología y humanismo.
  • Entre racionalidad y fanatismo.
  • Entre individualismo y cultura de masa.
  • Entre democracia y totalitarismo.
La esperanza de dominar estas contradicciones o al menos de no sufrir demasiado a causa de ellas, nos lleva a los siete saberes de Morin. Yo deduzco una figura del profesor ideal en el doble registro de la ciudadanía y de la construcción de competencias. Para desarrollar una ciudadanía adaptada al mundo contemporáneo, defiendo la idea de un profesor que sea a la vez:
  1. Persona creíble.
  2. Mediador intercultural.
  3. Animador de una comunidad educativa.
  4. Garante de la Ley.
  5. Organizador de una vida democrática.
  6. Conductor cultural.
  7. Intelectual.
En el registro de la construcción de saberes y competencias, abogo por un profesor que sea:
  1. Organizador de una pedagogía constructivista.
  2. Garante del sentido de los saberes.
  3. Creador de situaciones de aprendizaje.
  4. Gestionador de la heterogeneidad.
  5. Regulador de los procesos y de los caminos de la formación.
Completaría esta lista con dos ideas que no remiten a competencias, sino a posturas fundamentales: práctica reflexiva e implicación crítica.
  • Práctica reflexiva porque en las sociedades en transformación, la capacidad de innovar, de negociar, de regular su práctica es decisiva. Pasa por una reflexión sobre la experiencia, la que favorece la construcción de nuevos saberes.
  • Implicación crítica porque las sociedades necesitan que los profesores se comprometan en el debate político sobre la educación, a nivel de los establecimientos, de las colectividades locales, de las regiones, del país. No sólo en apuestas corporativas o sindicales, sino a propósito de los fines y de los programas de la escuela, de la democratización de la cultura, de la gestión del sistema educativo, del lugar de los usuarios, etcétera.
No voy a volver a detallar estos puntos que han sido objeto de otros textos (Perrenoud, 1999 b, 2001 a). Quería, sin embargo, mencionarlos puesto que es imposible reflexionar sobre las competencias y la formación de los profesores desde un punto de vista puramente técnico.
La concepción de la escuela y del papel de los docentes no es unánime. Como consecuencia de lo anterior, los enfrentamientos sobre la formación de los profesores pueden enmascarar divergencias que son mucho más fundamentales. Desgraciadamente, no se puede defender la hipótesis de que todos los Estados quieren formar docentes reflexivos y críticos, intelectuales y artesanos, profesionales y humanistas.
Las tesis que voy a desarrollar sobre los principios básicos de una formación de docentes no son ideológicamente neutras. Por dos razones:
  • Porque están ligados a una visión de escuela que apunta a democratizar el acceso a los saberes, a desarrollar la autonomía de los sujetos, su sentido crítico, sus competencias de actores sociales, su capacidad de construir y defender un punto de vista;
  • Porque estos principios pasan por un reconocimiento de la autonomía y de la responsabilidad profesionales de los profesores, tanto de manera individual como colectiva.
En consecuencia, nada tengo que decir a quienes quieren profesores elitistas o ejecutantes dóciles.

2. ORIENTACIONES BÁSICAS PARA UNA FORMACIÓN DE DOCENTES
He defendido la idea (Perrenoud, 1998 a) que la calidad de una formación se juega, en primer término, en su concepción. En todos los casos, es preferible que los profesores lleguen a la hora y que no llueva en el aula, pero una organización e infraestructuras irreprochables no compensan en ningún caso un plan y dispositivos de formación mal concebidos.
Yo había propuesto nueve criterios a los que, según mi entender, debería responder una formación profesional de alto nivel.
Esta lista me parece siempre actual. La voy a utilizar, afinándola un poco para centrarme más específicamente en la formación de docentes y agregaré un décimo criterio:
  1. Una transposición didáctica fundada en el análisis de las prácticas y de sus transformaciones.
  2. Un referencial de competencias que identifique los saberes y capacidades requeridos.
  3. Un plan de formación organizado en torno a competencias.
  4. Un aprendizaje a través de problemas, un procedimiento clínico.
  5. Una verdadera articulación entre teoría y práctica.
  6. Una organización modular y diferenciada.
  7. Una evaluación formativa fundada en el análisis del trabajo.
  8. Tiempos y dispositivos de integración y de movilización de lo adquirido.
  9. Una asociación negociada con los profesionales.
  10. Una selección de los saberes, favorable a su movilización en el trabajo.


Una transposición didáctica fundada en el análisis de las prácticas y de sus transformaciones.
Cuando un jurista forma trabajadores sociales, cuando un médico forma ergoterapeutas, cuando un informático forma policías, ellos no pretenden conocer, desde el interior, el oficio al que están destinados sus alumnos. A veces, se dan el trabajo de informarse, de ir a terreno, "para ver". Uno podría desear que los psicólogos, los lingüistas, los sociólogos que intervienen en la formación de los profesores hicieran lo mismo. No siempre ocurre así, pues estos especialistas creen saber lo que sucede en una clase "a fuerza de oír hablar al respecto", porque ellos mismos enseñan en la universidad o porque sus saberes teóricos les permiten, según creen ellos, representar los procesos de aprendizaje o de interacción.
Cuando los formadores son ex profesores de escuela, de colegio o de liceos imaginan gustosos, y con plena conciencia, "conocer el oficio desde el interior", por haberlo ejercido hace algunos años o porque regularmente visitan clases para evaluar a los practicantes.
Derivado de lo anterior, la formación de docentes es sin duda -en este nivel de experticia- una de las menos provistas de observaciones empíricas metódicas sobre las prácticas, sobre el trabajo real de los profesores, en lo cotidiano, en su diversidad y su dependencia actual.
Esto se complica porque numerosos currículos de formación inicial se fundan en una visión prescriptiva del oficio antes que en un análisis preciso de su realidad. Por supuesto, nada obliga a conformar la formación inicial a la realidad actual de un oficio, en todos sus aspectos. La formación no tiene ninguna razón de estar completamente al lado de la reproducción, ella debe anticipar las transformaciones. Es justamente para hacer evolucionar las prácticas que importa describir las condiciones y las dificultades del trabajo real de los docentes. Es la base de toda estrategia de innovación.
Las reformas escolares fracasan, los nuevos programas no son aplicados, se exponen, pero no se aplican bellas ideas como los métodos activos, el constructivismo, la evaluación formativa o la pedagogía diferenciada. ¿Por qué? Precisamente porque en educación no se mide lo suficiente la distancia astronómica entre lo que se prescribe y aquello que es posible hacer en las condiciones efectivas del trabajo docente.
Idealmente, cuando se elabora un plan de formación inicial, sería necesario darse el tiempo para una verdadera indagación sobre las prácticas. La práctica muestra que el estrecho calendario político de las reformas obliga a saltarse esta etapa, suponiendo que ha sido prevista. Parece indispensable, entonces, crear en cada sistema educativo un observatorio permanente de las prácticas y de los oficios del docente, cuya misión no sería pensar la formación de profesores sino dar una imagen realista y actual de los problemas que ellos resuelven en lo cotidiano, de los dilemas que enfrentan, de las decisiones que toman, de los gestos profesionales que ellos ejecutan.
Esta separación entre la realidad del oficio y lo que se toma en cuenta en la formación constituye el origen de muchas desilusiones. Así, en numerosos sistemas educativos nos quejamos del ausentismo, de la falta de formación ciudadana, inclusive de la violencia de los alumnos, de su negativa a trabajar, de su resistencia pasiva o activa frente a la cultura escolar. ¿En qué programas de formación inicial encontramos que estos problemas son considerados en la justa medida de su amplitud?
Sabemos también que la heterogeneidad del público escolar y la dificultad de instruirlo se acentúan, debido a los movimientos migratorios, a las transformaciones de la familia y a los modos de producción, a la urbanización no manejada, a las crisis económicas. ¿Los planes y los contenidos preparan para estas realidades?
Otro ejemplo: propuse un inventario de aquello que no se dice del oficio docente, dentro del cual está el miedo, la seducción, el poder, el conflicto, la soledad, el tedio, la rutina (Perrenoud, 1995, 1996 a, 2001 k). Estos temas son muy débilmente abordados en la formación inicial.
Todavía se deja a los estudiantes que quieren ser profesores con la ilusión de que se trata de dominar saberes para transmitirlos a niños ávidos de ser instruidos. La resistencia, la ambivalencia, las estrategias de fuga y las astucias de los alumnos desconciertan a los profesores debutantes, lo mismo que el enfrentamiento permanente con ciertos cursos o la desorganización crónica de ciertos establecimientos.
Aún en el campo de los saberes escolares, se puede estimar que la formación desarrolla una imagen trunca de la realidad, formando a menudo un callejón en términos de las condiciones psicosociológicas de instauración y manutención de una relación con el saber y de un contrato didáctico que permita enseñar y estudiar. Lo mismo ocurre con las secuencias didácticas propuestas y las actividades reales que se desarrollan en clase.
Es urgente, entonces, sentar las bases de una transferencia didáctica a partir de las prácticas efectivas de un gran número de profesores, que respete la diversidad de condiciones de ejercicio del oficio. Sin encerrarse en esto, se podrá encontrar la justa distancia entre lo que se hace en lo cotidiano y los contenidos y objetivos de la formación inicial.

Un referencial de competencias que identifican los saberes y capacidades requeridos
No se forma directamente para las prácticas; se trata de identificar, a partir del trabajo real, los conocimientos y las competencias requeridas para hacer aprender en tales condiciones
Tomemos algunos ejemplos:
  • Si los profesores están enfrentados, en una gran proporción, a clases agitadas, imponer la calma debe ser una competencia de los docentes.
  • Si los alumnos se resisten, no se involucran, movilizarlos y provocar en ellos las ganas de aprender debe ser una competencia de los docentes.
  • Si los alumnos viven una doble vida, por momentos niños o adolescentes en la escuela, por momentos adultos en la sociedad, tomar en consideración esta situación debe ser una competencia de los docentes.
  • Si su relación con el saber y con el mundo les impide dar sentido de manera espontánea a los saberes y al trabajo escolar, ayudarles a construir este sentido debe ser una competencia de los docentes.
  • Si los programas están a años luz de los alumnos, adaptarlos, aligerarlos debe ser una competencia de los docentes.
El reconocimiento de una competencia pasa no sólo por la identificación de las situaciones que hay que manejar, de los problemas que hay que resolver, de las decisiones que hay que tomar, sino también por la explicitación de los saberes, de las capacidades, de los esquemas de pensamiento y de las necesarias orientaciones éticas. Actualmente, se define en efecto una competencia como la aptitud para enfrentar eficazmente una familia de situaciones análogas, movilizando a conciencia y de manera a la vez rápida, pertinente y creativa, múltiples recursos cognitivos : saberes, capacidades, microcompetencias, informaciones, valores, actitudes, esquemas de percepción, de evaluación y de razonamiento.
Todos estos recursos no vienen de la formación inicial, ni siquiera de la formación continua. Algunas se construyen durante la práctica, por acumulación de "saberes de experiencia" o por la formación de nuevos esquemas de acción, enriqueciendo o modificando lo que se llamará con Bourdieu un habitus. Sin embargo, corresponde a la formación inicial desarrollar los recursos básicos y asimismo entrenar su movilización (Perrenoud, 2001 b).
A falta de análisis de las competencias y de los recursos que ellas exigen, algunas formaciones iniciales de docentes se hacen cargo sólo de una parte muy débil de los recursos requeridos, limitándose al dominio de los saberes que hay que enseñar y de algunos principios pedagógicos y didácticos generales. Es tiempo de identificar el conjunto de las competencias y de los recursos que obran en las prácticas profesionales y escoger de manera estratégica las que importa comenzar a construir en la formación inicial de practicantes reflexivos.
Mi propósito no es retomar aquí un inventario elaborado en otra parte (Perrenoud, 1999 a, 2000 b, 2001 d, e). Todo referencial es discutible, contextualizado, arbitrario y, si es institucional, producto de transacciones que debilitan su coherencia interna. Lo importante es que cada institución de formación inicial haga su trabajo.

Un plan de formación organizado en torno a competencias
No basta con establecer un magnífico referencial para que la formación desarrolle competencias. Tardif (1996) destaca la dificultad de los programas de formación profesional para estructurarse en torno a competencias, en particular cuando los aportes disciplinares son minuciosos y numerosos, como es el caso en la educación superior.
Los programas de formación profesional inicial son en principio elaborados a partir de objetivos finales. En la práctica, sucede lo contrario: lo esencial es colocar "en alguna parte" los saberes que se juzgan como "imprescindibles" por tal o cual lobby. Estamos lejos de una reflexión sobre los saberes que serían ordenados por la pregunta: ¿constituyen ellos recursos que un docente necesitará para hacer su trabajo?
Esto no significa que haya que proporcionar de manera estrecha los aportes teóricos a lo que puede ser movilizado en la acción más cotidiana de un profesor
  • una práctica reflexiva pasa por saberes extensos, para no caer en circuito cerrado en los límites del sentido común ;
  • la implicación crítica de los profesores en el sistema exige una cultura histórica, económica, sociológica que va más allá de lo que hay que manejar en la clase ;
  • asimismo, la construcción de una identidad profesional y disciplinar requiere de la apropiación de saberes teóricos o metodológicos amplios.
No abogo, en modo alguno, por una visión estrechamente utilitaria de los saberes teóricos. Por el contrario, en los planes de formación, milito contra la acumulación de contenidos que se justificarían sólo por la tradición, por un argumento de autoridad o por la influencia de un grupo de presión.
Gillet (1987) nos propone una hermosa fórmula : dar a las competencias un derecho de gerencia sobre la formación. Dicho de otro modo:
  • fijar las competencias a las que debe apuntar la formación profesional, con visión amplia, tomando en cuenta práctica reflexiva, implicación crítica e identidad ;
  • sobre esta base, identificar de manera rigurosa los recursos cognitivos que se necesitan;
  • no inscribir nada en los programas que no se justifique con respecto de los objetivos finales ;
  • no contentarse con justificaciones vagas del tipo " esto no perjudicaría ", " esto enriquece la cultura general " o " este curso se ha dado siempre".
Este rigor es tanto más importante, en la formación inicial de los profesores, cuanto que una parte de los saberes aludidos no son saberes para enseñar, sino saberes que hay que enseñar. Aquí tropezamos con una doble dificultad, en particular en la enseñanza secundaria :
  1. Una gran parte de los saberes disciplinares (matemáticas, historia, biología, etc.) se adquieren en bloque o al margen de la formación profesional, es decir sin referencia a su transferencia didáctica en clases de primaria o secundaria.
  2. La mayoría de los especialistas piensan todavía que un buen dominio de los saberes disciplinares dispensa saberes pedagógicos o didácticos minuciosos o permite reducirlos al mínimo vital.
Tanto es así que numerosos programas de formación inicial se limitan a establecer un puente entre los saberes universitarios y los programas escolares, lo que no es inútil, pero ocupa de manera muy amplia el currículum, en detrimento de los saberes didácticos, pedagógicos y sociológicos que están más próximos a las prácticas.

Un aprendizaje a través de problemas, un procedimiento clínico
Las Facultades de Medicina están viviendo una revolución en varios países. Tradicionalmente, en medicina, los estudiantes acumulan durante años conocimientos teóricos desligados de toda referencia a casos clínicos, para luego pasar numerosos años como médicos asistentes en un hospital, con pocos aportes teóricos estructurados.
El aprendizaje a través de problemas induce otro tipo de currículum muy diferente:
Desde el principio, los estudiantes están enfrentados a problemas clínicos, al comienzo sencillos y hechos en papel, luego más complejos y con referencia a casos reales. Enfrentados a estos problemas, toman conciencia de los límites de sus recursos metodológicos y teóricos y hacen emerger necesidades de formación. Pueden entonces partir a la búsqueda de conceptos, de teorías o de herramientas para volver, mejor provistos, al problema que deben resolver. Los aportes teóricos y metodológicos son entonces respuestas, en el sentido en que John Dewey afirmaba que en el ideal toda lección es una respuesta.
Es necesario, por supuesto, evitar un doble escollo:
  • captar las demandas para proponer un curso anual, exactamente el mismo que se hace en año propedéutico clásico ;
  • evitar una total fragmentación de los aportes y estructurar espacios-tiempos propicios para la construcción ordenada de saberes que no pueden ser adquiridos únicamente a propósito de casos particulares.
En las escuelas de negocios, se trabaja también sobre casos, en particular, a través de simulaciones. En las escuelas técnicas, se trabaja por proyectos. Es preciso adaptar el enfoque de problemas a la naturaleza de cada oficio. La idea básica sigue siendo la misma : enfrentar al estudiante a situaciones próximas a las que se encuentran en el trabajo y construir saberes a partir de tales situaciones, las que a la vez destacan la pertinencia y la falta de ciertos recursos.
La formación de profesores debería, a su manera, orientarse hacia un aprendizaje a través de problemas, enfrentar a los estudiantes a la experiencia de la clase y trabajar a partir de sus observaciones, de su asombro, de sus éxitos y de sus fracasos, de sus temores y de sus alegrías, de sus dificultades para manejar tanto los procesos de aprendizaje como las dinámicas de grupos o los comportamientos de determinados alumnos.
Aún aquí, sería importante buscar un justo equilibrio entre aportes teóricos estructurados, que anticipan los problemas y aportes más fragmentados, pero que responden a necesidades que emergen de la experiencia.
Se miden las incidencias sobre el currículum de semejante opción y asimismo el rol y las competencias de los formadores. Saber hacer una clase aceptable no prepara ipso facto para construir problemas pertinentes, menos aún para improvisar aportes teóricos y metodológicos de acuerdo a las necesidades y a las demandas.
La noción de aprendizaje a través de problemas es talvez un tanto estrecha para corresponder a oficios diversos. Sería mejor hablar de manera más global de un proceso clínico de formación, construyendo al menos parcialmente la teoría a partir de casos, sin necesariamente limitarse a " problemas". Un proceso clínico se organiza en torno a situaciones singulares, ocasiones que sirven a la vez para movilizar conocimientos previos, para diferenciarlos, para contextualizarlos y para construir nuevos saberes de formación. 

Una verdadera articulación entre teoría y práctica
En varias áreas, incluyendo la formación de profesores, prevalece una idea que en mi opinión hay que combatir de manera activa, pues compromete la construcción de competencias: la idea de formación práctica.
¿Qué entendemos por eso? En general, designa el conjunto de " prácticas en terreno " eventualmente trabajos prácticos, análisis de prácticas o enseñanzas clínicas en terreno.
El modelo subyacente es bastante simple y sobre todo, muy cómodo :
  • los teóricos dan una formación teórica, dicho de otro modo, clases y seminarios clásicos, sin preocuparse demasiado de la referencia al oficio ;
  • por su parte, los profesionales que acogen y forman a los practicantes en terreno se encargan de iniciarlos en los " gajes del oficio ".
En el límite, la formación teórica permitiría aprobar exámenes y obtener su título y la formación práctica prepararía para sobrevivir en el oficio.
Hay que combatir esta dicotomía y afirmar que la formación es una, en todo momento práctica y teórica a la vez, también reflexiva, crítica y con identidad. Y que ella ocurre en todas partes, en clases y seminarios, en terreno y en los dispositivos de formación que llevan a los diferentes tipos de formadores a trabajar juntos : seguimiento de memorias profesionales, animación de grupos de análisis de prácticas o reflexión común sobre problemas profesionales.
Esto nos significa que se deba y pueda hacer los mismos en cada lugar, pero sí que todos los formadores :
  • se sientan igualmente responsables de la articulación teórico práctica y trabajen en ello, a su manera ;
  • estén conscientes de contribuir a la construcción de los mismos saberes y de las mismas competencias.
En la actualidad, estamos lejos de eso. En parte, porque es más sencillo que unos desarrollen saberes teóricos y metodológicos sin preguntarse mayormente si son pertinentes y posibles de movilizar en terreno, mientras que otros inician en el oficio sin preguntarse si lo que muestran o preconizan es coherente con los saberes teóricos y metodológicos que reciben los estudiantes en otro lado.
Para romper con estas costumbres, se requiere que los institutos de formación establezcan asociaciones más estrechas y equitativas con los establecimientos escolares y con los profesores que reciben a los alumnos en práctica profesional.
Pero, es preciso aceptar la idea que un tiempo de alternancia entre clases y práctica es sólo una condición necesaria, pero no suficiente, para una verdadera articulación entre teoría y práctica.
Esto, probablemente, lleva a cuestionar tanto la idea de los períodos de práctica como la de clases, para sustituirlos por unidades de formación específicamente concebidas para articular teoría y práctica en lo interno, en un área temática delimitada. En Ginebra, la formación de profesores es una serie de módulos temáticos de 10 a 15 semanas. Durante cada uno de ellos, los estudiantes alternan entre la universidad y el terreno, coordinados de manera conjunta por un equipo universitario y su propia red de formadores (Perrenoud, 1996 b, 1998 b).
Esto no significa que haya que privar a los formadores de terreno de toda autonomía y hacerlos auxiliares dóciles de los formadores universitarios. Ellos deben " encontrar su espacio " en tal dispositivo, lo que implica :
  • que en la medida de lo posible, hay que asociarlos a la construcción de los objetivos y de los procesos de formación,
  • dejarles toda la libertad para una parte del trabajo, transmitir lo que les parece importante, aun cuando esto varíe de una persona a otra y no esté sujeto a lo que la universidad les pide que trabajen con los estudiantes.
Por analogía con los cuidados de enfermería, se podría decir que los formadores de terreno tienen entonces:
  • un rol propio, vinculado a su proyecto personal de formación de su alumno en práctica,
  • un rol delegado, que corresponde a su parte en el logro de los objetivos de formación del módulo en el cual colaboran.
La única limitación es que estos aportes sean ¡compatibles entre ellos!

Una organización modular y diferenciada
La mayoría de las formaciones universitarias y una parte de las formaciones profesionales se inscriben en el sistema de las unidades capitalizables o "créditos".
Se podría temer, desgraciadamente, que hoy en día esta transformación se vea a veces favorecida sólo en una perspectiva estrecha de gestión y hasta mercantil. Algunos empresarios en formación parece que sueñan con organizar el planeta de modo que en todas partes encontremos los mismos módulos, con los mismos contenidos, el mismo formato temporal para que toda formación pueda construirse como una acumulación de unidades independientes ofrecidas por todo tipo de instituciones y de formadores, seguidas algunas de manera presencial y otras, por tele-enseñanza. En esta perspectiva bancaria, basta con saber sumar los créditos obtenidos por aquí y por allá. Si la suma es suficiente, se entrega un diploma. Puede también suceder que los diplomas sean reemplazados de manera progresiva por un portafolios personalizado que especifica el conjunto de unidades de formación que se han seguido.
Desde ahí, todo sucede como cuando se comercia a través de Internet: cada quien hace su elección y acumula en un canasto virtual todo aquello que le interesa. Una vez que ha hecho su compra, pasa a la caja, también virtual, y se carga a su tarjeta de crédito.
Las unidades capitalizables han representado un gran paso adelante en la formación de los adultos. Si, en la actualidad, no se toman las prevenciones del caso, podrían tener más efectos perversos que ventajas para las formaciones de alto nivel, en la cuales sería absurdo querer construir una competencia y una sola por módulo. Cada módulo contribuye a varias competencias y cada competencia depende de varios módulos. Es esencial, entonces, que el plan de formación sea pensado de manera coherente, como un camino construido, no como una acumulación de unidades de formación sin espina dorsal.
En su origen, las unidades capitalizables debían facilitar la validación del saber y permitir caminos de formación individualizados. Tenían también el mérito de flexibilizar el currículum, de permitir a los profesionales volver a la universidad y continuar ejerciendo su oficio, etc.
En adelante, el desafío es doble :
  • conservar una coherencia de los caminos de formación, es decir, de la articulación y de la continuidad de las unidades de formación, en particular bajo el ángulo de la relación con el saber y de la práctica reflexiva ;
  • concebir las unidades de formación como dispositivos complejos y precisos, que deben favorecer el trabajo en equipo de los formadores y hacerse cargo en su interior, de la articulación teoría-práctica.
Si los desvíos de la gestión comprometen estas exigencias, la estandarización de las unidades de formación y la posibilidad de intercambio entre formadores sobrepasarán por sobre la calidad de los procesos y la coherencia del trayecto.

Una evaluación formativa fundada en el análisis del trabajo
No se construyen competencias sin evaluarlas, pero esta evaluación no puede tomar la forma de pruebas del tipo papel y lápiz o de los clásicos exámenes universitarios.
La evaluación de las competencias debería ser, en gran medida, formativa, pasar por un co-análisis del trabajo del alumno y la regulación de su inversión antes que pasar por notas o clasificaciones, aproximándose así a las características de toda evaluación auténtica, tal como Wiggins (1989) las ha descrito.
Aquí, reseñaré sólo algunas de ellas, las que me parecen particularmente pertinentes en la formación de los docentes:
  • la evaluación incluye solamente tareas contextualizadas.
  • La evaluación se refiere a problemas complejos.
  • La evaluación debe contribuir a que los estudiantes desarrollen en mayor grado sus competencias.
  • La evaluación exige la utilización funcional de conocimientos disciplinares,
  • La tarea y sus exigencias son conocidas antes de la situación de evaluación.
  • La evaluación exige una cierta forma de colaboración con los pares.
  • La corrección toma en cuenta las estrategias cognitivas y metacognitivas utilizadas por los alumnos.
  • La corrección considera sólo los errores importantes en la óptica de la construcción de competencias.
  • La autoevaluación forma parte de la evaluación.
Para ir en esta dirección, es importante que los formadores se familiaricen con los modelos teóricos de la evaluación formativa, de la regulación de los aprendizajes, de la retroalimentación y, también, que desarrollen sus propias competencias en materia de observación y de análisis del trabajo y de las situaciones.

Tiempos y dispositivos de integración y de movilización de los saberes
La noción de integración puede ser entendida en un doble sentido:
  • por una parte, designa el relacionamiento de los diversos componentes de la formación; puede hacerse conforme a un trabajo " metateórico " y epistemológico, pero también a través de proyectos que apelan a diversos tipos de conocimientos y de capacidades y obligan a orquestarlos ;
  • por otra parte, ella evoca los procesos de incorporación de los saberes y el entrenamiento para su transferencia y movilización.
En numerosas formaciones de profesores, no existe preocupación por esta doble integración y se la atribuye mágicamente al período de práctica. Por el contrario, sería importante prever en los planes de formación tiempos y dispositivos que apunten específicamente a la integración y a la movilización de los saberes.
Es el papel que le corresponde a los períodos de práctica en terreno, pero no sólo a ellos. Parece oportuno situar a lo largo del currículum unidades de integración, ya sea en series (por ejemplo un seminario de análisis de prácticas o de acompañamiento del trabajo prolongado en terreno), ya sea compactas, por ejemplo dos o tres semanas dedicadas a unir los saberes, a través de un trabajo sobre la identidad profesional, las competencias, la relación con el conocimiento o a través de proyectos que activen recursos provenientes de diversos componentes del currículum.
En Ginebra, por ejemplo, los alumnos conducen, en tres semanas, un proyecto colectivo cuya única restricción es que trate sobre su formación. Ellos decidirán, por ejemplo, hacer una película que presente esta formación o que la cuestione.


Una asociación negociada con los profesionales
No se puede apuntar a una transposición didáctica cercana a la práctica, trabajar la transferencia y la integración, adoptar un procedimiento clínico, aprender a través de problemas y articular teoría y práctica sin construir una asociación sólida entre el instituto de formación docente y el terreno.
Esto último debe ser considerado en al menos tres niveles:
  • el sistema educativo que recibe a los alumnos en práctica ;
  • los establecimientos,
  • los profesores, individualmente o en equipo.
Ninguno de estos niveles de asociación podría reemplazar a los otros.
  • En el primer nivel, es preciso negociar con las autoridades escolares y las organizaciones sindicales una concepción de la alternancia y de sus implicaciones (número y duración de los períodos de práctica y de trabajo en terreno ; modo de inserción, tareas y responsabilidades de los practicantes ; rol, formación, pago a los formadores de terreno ; rol de las autoridades).
  • A nivel de los establecimientos, el desafío es comprometer a cada uno de los que reciben a los alumnos en práctica para que sea socio de la formación inicial, en su conjunto, dirección y cuerpo docente. Como contrapartida, es justo que los formadores contribuyan con el proyecto institucional o con acciones de formación de los profesores en ejercicio.
  • Por último, aún cuando exista un contrato marco y una política del establecimiento, es importante que los formadores de terreno decidan libremente acoger a los alumnos en práctica y que se asocien a la concepción y a la regulación de los dispositivos de formación y de evaluación en los que están implicados.
Sería lamentable que los convenios establecidos al más alto nivel se conviertan en obligaciones para los formadores de terreno, ya sea ad personam[4], ya sea porque la recepción de los alumnos en práctica forma parte del oficio. Estos acuerdos deben facilitar el compromiso de los profesores, valorarlos simbólicamente, retribuirlos financieramente, dar un estatus claro a los formadores de estos formadores.

Un corte favorable de los saberes para su movilización en el trabajo
Este último punto me parece que emerge de manera cada vez más clara de una reflexión sobre las competencias de movilización de los saberes.
Los trabajos sobre la transferencia de conocimientos demuestran que la movilización no se adquiere nunca de manera automática, que es necesario trabajarla como tal, hacerla parte de la formación, hacerse cargo de ella en terreno y en las escuelas de formación.
Esto no basta. No todos los saberes se movilizan de igual modo. Pueden ser enseñados y evaluados sin que exista preocupación por su movilización en una práctica profesional o, por el contrario, se puede facilitar deliberadamente.
Me limitaré a plantear dos problemas que conciernen al conjunto del plan de formación inicial :
  • El tema de los objetos y de las unidades pluridisciplinarias de formación ;
  • El tema de los saberes procedimentales.
Una de las dificultades de la movilización de los saberes obedece a su enclaustramiento dentro del currículum. De ahí que se necesario construir unidades de formación que conjuguen varias ciencias humanas y sociales. Estos aportes plurales están en el programa de las didácticas de las disciplinas de enseñanza, lengua materna, historia, biología, educación física, etc. Además, es necesario que en torno a cada una de ellas se reúnan no sólo especialistas del saber que se debe enseñar y de su transferencia, sino también psicólogos, psicoanalistas, sociólogos, historiadores, lingüistas. Entre el proyecto teórico de la didáctica de las disciplinas y su encarnación en el terreno mismo, con frecuencia existe todavía un abismo.
Por otra parte, es necesario que como contrapartida de los enfoques didácticos, el currículum de formación de los profesores ofrezca unidades de formación centradas en enfoques transversales, denominados de este modo porque su objeto :
  • O atraviesa todas las disciplinas de enseñanza, como por ejemplo la evaluación, la relación con el saber ;
  • O no pertenece a ninguna, por ejemplo la relación con los padres o la gestión de la clase.
Es preciso romper con las formaciones que incluyen de todo un poco y que mezclan filosofía, pedagogía, psicología en una vaga reflexión sobre " la educación ", como asimismo con los aportes esencialmente disciplinares- clases de psicología cognitiva, de historia o de sociología de la educación, para llegar a constituir objetos de saber y de formación transversales, coherentes y relativamente estables.
Aquí presentamos algunos de ellos:
  • Relaciones intersubjetivas y deseo de aprender,
  • Relación con el saber, oficio de alumno, sentido del trabajo escolar,
  • Gestión de la clase, contrato pedagógico y didáctico, organización del tiempo, del espacio, del trabajo,
  • Diversidad de culturas en la clase y en el establecimiento,
  • Ciudadanía, socialización, reglas de vida, ética, violencia,
  • Oficio docente, trabajo en equipo, proyectos institucionales,
  • Relación entre escuela, familia y colectividades locales,
  • La escuela en la sociedad, la política de la educación,
  • Diferencias individuales y dificultades de aprendizaje,
  • Pedagogía diferenciada, ciclos de aprendizaje, módulos y otros dispositivos de individualización de la formación,
  • Regulación de los procesos de aprendizaje, evaluación formativa,
  • Fracaso escolar, selección, orientación, exclusión,
  • Desarrollo e integración de la persona,
  • Enfoques pluri, inter y transdisciplinarios.
Tales objetos, los que sin duda pueden disociarse de manera más fina o agruparse en unidades más amplias, apelan evidentemente a formadores provenientes de varias ciencias humanas y sociales para que trabajen en equipo.
Estos objetos complejos se construyen, no existen en la realidad tal como se enuncian, pero están próximos a la complejidad de las situaciones de trabajo de los profesores, las que derivan siempre y al mismo tiempo, en proporciones diversas, de la didáctica específica, de la psicología cognitiva, del psicoanálisis, de la psicología social, de la antropología cultural, de la sociología.
Es en favor de tales cortes que convendría plantear el problema de los saberes procedimentales. El que la formación docente se haya convertido en universitaria ha permitido una ruptura con la normalización de las prácticas. No se forma a un práctico reflexivo imponiéndole formas ortodoxas para hacer la clase (Perrenoud, 2001 a).
Esto no significa que haya que dejarle la carga de traducir los saberes teóricos en procedimientos, métodos, dispositivos de acción. Entre la imposición de una doxa[5] pragmática y el rechazo a rebajarse a proponer procedimientos, la formación profesional de los docentes busca todavía su camino en el marco de las universidades y de las instituciones de nivel superior (Perrenoud, 2001 f, g, h).
Sabemos, en la actualidad, que ninguna práctica compleja puede limitarse a aplicar un saber. El paradigma de la práctica reflexiva se ha desarrollado gracias a Schön y Argyris, como reacción en contra de la idea de que los saberes enseñados, teóricos o metodológicos, bastaban para actuar eficazmente.
Sería paradójico que los oficios de lo humano desarrollen las prescripciones mientras los oficios técnicos reconocen sus límites. Esto no quiere decir que haya que renunciar, por prudencia o preocupación de pureza, a proponer procedimientos, tanto a partir de los saberes sabios como de los saberes de experiencia y de la base de conocimiento de los profesionales. A cada uno le corresponde utilizarlos a conciencia y adaptarlos a su realidad.

3. CONCLUSIÓN
Los tres primeros criterios de calidad evocados llevan a reconsideran la cadena de transposición didáctica externa, la que sirve de fundamento al currículum de formación inicial (Perrenoud, 1998 c).
Transposición didáctica a partir de prácticas
Prácticas profesionales
v
Identificación y descripción fina de las prácticas
v
Identificación de las competencias y de los recursos
v
Definición de los objetivos y de los contenidos de la formación

Los siguientes entran más en el detalle de los dispositivos de formación. Cada uno de los puntos abordados habría merecido algunas profundizaciones. Pero, estos últimos sólo tienen sentido si se conserva un punto de vista sistémico.
En efecto, me parece que los formadores y los responsables de la formación de los profesores deben trabajar en dos planos :
  • Juntos, a escala de un proyecto institucional, para construir una visión común y sintética de la formación de profesores, de sus objetivos, de sus procesos ;
  • En grupos de trabajo más restringidos para desarrollar dispositivos específicos en coherencia con el plan de conjunto.
En la actualidad, las carencias son más elocuentes en el primer registro. Los formadores trabajan, reflexionan, se forman, innovan, pero a menudo cada uno en su rincón. Dejan a los ministros y a las direcciones de las instituciones la tarea de desarrollar la visión de conjunto. La profesionalización de los formadores de docentes pasa también por su constitución en comunidad de trabajo.

REFERENCIAS
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[1] Revista de Tecnología Educativa (Santiago - Chile), XIV, n° 3, pp. 503-523 [2001_36]. (Traducción realizada por Ma. Eugenia Nordenflycht)
[2] El Dr. Perrenoud es investigador y catedrático de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universidad de Ginebra (Suiza).
NOTA:  Se incluyeron algunas aclaraciones en el texto con la finalidad de contextualizarlo al ámbito docente mexicano. Dirección de Educación Normal de la Secretaría de Educación de Veracruz (2008).


[3] Tierra de nadie
[4] A título personal
[5] Creencia

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