PAULO FREIRE: PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
CAPITULO IV
LA ANTIDIALOGICIDAD Y LA DIALOGICIDAD COMO MATRICES DE TEORÍAS DE ACCIÓN
CULTURAL ANTAGÓNICAS: LA PRIMERA SIRVE A LA OPRESIÓN; LA SEGUNDA, A LA
LIBERACIÓN.
En este capítulo, en que pretendemos analizar las
teorías de la acción cultural que se desarrollan a partir de dos matrices, la
dialógica y la antidialógica, repetiremos con frecuencia afirmaciones que ya
hemos hecho a lo largo de este ensayo.
Serán repeticiones o retorno a puntos ya referidos,
ora con la intención de profundizar sobre ellos, ora porque se hacen necesarios
para una mayor claridad de nuevas afirmaciones.
De este modo, empezaremos reafirmando el hecho de que
los hombres son seres de la praxis. Son seres del quehacer, y por ello
diferentes de los animales, seres del mero hacer. Los animales no “admiran” el
mundo. Están inmersos en él. Por el contrario, los hombres como seres del
quehacer “emergen” del mundo y objetivándolo pueden conocerlo y transformarlo
con su trabajo.
Los animales, que no trabajan, viven en su “soporte”
particular al cual no pueden trascender. De ahí que cada especie animal viva en
el “soporte” que le corresponde y que éstos sean incomunicables entre sí para
los animales en tanto franqueables a los hombres.
Si los hombres son seres del quehacer esto se debe a
que su hacer es acción y reflexión. Es praxis. Es transformación del mundo. Y,
por ello mismo, todo hacer del quehacer debe tener, necesariamente, una teoría
que lo ilumine. El quehacer es teoría y práctica. Es reflexión y acción. No
puede reducirse ni al verbalismo ni al activismo, como señalamos en el capítulo
anterior al referirnos a la palabra.
La conocida afirmación de Lenin: “Sin teoría
revolucionaria no puede haber tampoco movimiento revolucionario”,[1]
significa precisamente que no hay revolución con verbalismo ni tampoco con
activismo sino con praxis. Por lo tanto, ésta sólo es posible a través de la
reflexión y la acción que inciden sobre las estructuras que deben
transformarse.
El esfuerzo revolucionario de transformación radical
de estas estructuras no puede tener en el liderazgo a los hombres del quehacer
y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero hacer.
Este es un punto que deberla estar exigiendo una
permanente y valerosa reflexión de todos aquellos que realmente se comprometen
con los oprimidos en la causa de su liberación.
El verdadero compromiso con ellos, que implica la
transformación de la realidad en que se hallan oprimidos, reclama una teoría de
la acción transformadora que no puede dejar de reconocerles un papel
fundamental en el proceso de transformación.
El liderazgo no puede tomar a los oprimidos como
simples ejecutores de sus determinaciones, como meros activistas a quienes se
niegue la reflexión sobre su propia acción. Los oprimidos, teniendo la ilusión
de que actúan en la actuación del liderazgo, continúan manipulados exactamente
por quien no puede hacerlo, dada su propia naturaleza.
Por esto, en la medida en que el liderazgo niega la
praxis verdadera a los oprimidos, se niega, consecuentemente, en la suya.
De este modo, tiende a imponer a ellos su palabra
transformándola, así, en una palabra falsa, de carácter dominador, instaurando
con este procedimiento una contradicción entre su modo de actuar y los
objetivos que pretende alcanzar, al no entender que sin el diálogo con los
oprimidos no es posible la praxis auténtica ni para unos ni para otros.
Su quehacer, acción y reflexión, no puede darse sin la
acción y la reflexión de los otros, si su compromiso es el de la liberación.
Sólo la praxis revolucionaria puede oponerse a la
praxis de las elites dominadoras. Y es natural que así sea, pues son quehaceres
antagónicos.
Lo que no se puede verificar en la praxis
revolucionaria es la división absurda entre la praxis del liderazgo y aquélla
de las masas oprimidas, de tal forma que la acción de las últimas se reduzca
apenas a aceptar las determinaciones del liderazgo.
Tal dicotomía sólo existe como condición necesaria en
una situación de dominación en la cual la élite dominadora prescribe y los
dominados se guían por las prescripciones.
En la praxis revolucionaria existe una unidad en la
cual el liderazgo, sin que esto signifique, en forma alguna, disminución de su
responsabilidad coordinadora y en ciertos momentos directiva, no puede tener en
las masas oprimidas el objeto de su posesión.
De ahí que la manipulación, la esloganización, el
depósito, la conducción, la prescripción no deben aparecer nunca como elementos
constitutivos de la praxis revolucionaria. Precisamente porque constituyen
parte de la acción dominadora.
Para dominar, el dominador no tiene otro camino sino
negar a las masas populares la praxis verdadera. Negarles el derecho de decir
su palabra, de pensar correctamente. Las masas populares no deben “admirar” el
mundo auténticamente; no pueden denunciarlo, cuestionarlo, transformarlo para
lograr su humanización, sino adaptarse a la realidad que sirve al dominador.
Por esto mismo, el quehacer de éste no puede ser dialógico. No puede ser un
quehacer problematizante de los hombres-mundo o de los hombres en sus
relaciones con el mundo y con los hombres. En el momento en que se hiciese
dialógico, problematizante, o bien el dominador se habría convertido a los
dominados y ya no sería dominador, o se habría equivocado. Y si, equivocándose,
desarrollara tal quehacer, pagaría caro su equívoco.
Del mismo modo, un liderazgo revolucionario que no sea
dialógico con las masas, mantiene la “sombra” del dominador dentro de sí y por
tanto no es revolucionario, o está absolutamente equivocado y es presa de una
sectarización indiscutiblemente mórbida. Incluso puede suceder que acceda al
poder. Mas tenemos nuestras dudas en torno a las resultantes de una revolución
que surge de este quehacer antidialógico.
Se impone, por el contrario, la dialogicidad entre el
liderazgo revolucionario y las masas oprimidas, para que, durante el proceso de
búsqueda de su liberación, reconozcan en la revolución el camino de la
superación verdadera de la contradicción en que se encuentran, como uno de los
polos de la situación concreta de opresión. Vale decir que se deben comprometer
en el proceso con una conciencia cada vez más crítica de su papel de sujetos de
la transformación.
Si las masas son adscritas al proceso como seres
ambiguos,[2]
en parte ellas mismas y en parte el opresor que en ellas se aloja, y llegan al
poder viviendo esta ambigüedad que la situación de opresión les impone,
tendrán, a nuestro parecer, simplemente, la impresión de que accedieron al
poder.
En su dualidad existencial puede, incluso, proporcionar
o coadyuvar al surgimiento de un clima sectario que conduzca fácilmente a la
constitución de burocracias que corrompen la revolución. Al no hacer consciente
esta ambigüedad, en el transcurso del proceso, pueden aceptar su
“participación” en él con un espíritu más revanchista[3]
que revolucionario.
Pueden también aspirar a la revolución como un simple
medio de dominación y no concebirla como un camino de liberación. Pueden
visualizarla como su revolución privada, lo que una vez más revela una de las
características del oprimido, a la cual ya nos referimos en el primer capítulo
de este ensayo.
Si un liderazgo revolucionario que encarna una visión
humanista —humanismo concreto y no abstracto— puede tener dificultades y
problemas, mayores; dificultades tendrá al intentar llevar a cabo una
revolución para las masas oprimidas por más bien intencionadas que ésta fuera.
Esto es, hacer una revolución en la cual el con las masas es sustituido
por el sin ellas ya que son incorporadas al proceso a través de los
mismos métodos y procedimientos utilizados para oprimirlas.
Estamos convencidos de que el diálogo con las masas
populares es una exigencia radical de toda revolución auténtica. Ella es
revolución por esto. Se distingue del golpe militar por esto. Sería una
ingenuidad esperar de un golpe militar el establecimiento del diálogo con las
masas oprimidas. De éstos lo que se puede esperar es el engaño para legitimarse
o la fuerza represiva.
La verdadera revolución, tarde o temprano, debe
instaurar el diálogo valeroso con las masas. Su legitimidad radica en el
diálogo con ellas, y no en el engaño ni en la mentira.[4]
La verdadera revolución no puede temer a las masas, a
su expresividad, a su participación efectiva en el poder. No puede negarlas. No
puede dejar de rendirles cuenta. De hablar de sus aciertos, de sus errores, de
sus equívocos, de sus dificultades.
Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto más
pronto se inicie el diálogo, más revolución será.
Este diálogo, como exigencia radical de la revolución,
responde a otra exigencia radical, que es la de concebir a los hombres como
seres que no pueden ser al margen de la comunicación, puesto que son
comunicación en sí. Obstaculizar la comunicación equivale a transformar a los
hombres en objetos, y esto es tarea y objetivo de los opresores, no de los
revolucionarios.
Es necesario que quede claro que, dado que defendemos
la praxis, la teoría del quehacer, no estamos proponiendo ninguna dicotomía de
la cual pudiese resultar que este quehacer se dividiese en una etapa de
reflexión y otra distinta, de acción. Acción y reflexión, reflexión y acción se
dan simultáneamente.
Al ejercer un análisis crítico, reflexivo sobre la
realidad, sobre sus contradicciones, lo que puede ocurrir es que se perciba la
imposibilidad inmediata de una forma de acción o su inadecuación al movimiento.
Sin embargo, desde el instante en que la reflexión
demuestra la inviabilidad o inoportunidad de una determinada forma de acción,
que debe ser transferida o sustituida por otra, no se puede negar la acción en
los que realizan esa reflexión. Esta se está dando en el acto mismo de actuar.
Es también acción.
Si, en la educación como situación gnoseológica, el
acto cognoscente del sujeto educador (a la vez educando) sobre el objeto
cognoscible no se agota en él, ya que, dialógicamente, se extiende a otros
sujetos cognoscentes, de tal manera que el objeto cognoscible se hace mediador
de la cognoscibilidad de ambos, en la teoría de la acción revolucionaria se
verifica la misma relación. Esto es, el liderazgo tiene en los oprimidos a los
sujetos de la acción liberadora y en la realidad a la mediación de la acción
transformadora de ambos. En esta teoría de acción, dado que es revolucionaria,
no es posible hablar ni de actor, en singular, y menos aun de actores, en
general, sino de actores en intersubjetividad, en intercomunicación.
Con esta afirmación, lo que aparentemente podría
significar división, dicotomía, fracción en las fuerzas revolucionarias,
significa precisamente lo contrario. Es al margen de esta comunión que las
fuerzas se dicotomizan. Liderazgo por un lado, masas populares por otro, lo que
equivale a repetir el esquema de la relación opresora y su teoría de la acción.
Es por eso por lo que en esta última no puede existir, de modo alguno, la
intercomunicación.
Negarla en el proceso revolucionario, evitando con
ello el diálogo con el pueblo en nombre de la necesidad de “organizarlo”, de
fortalecer el poder revolucionario, de asegurar un frente cohesionado es, en el
fondo, temer a la libertad. Significa temer al propio pueblo o no confiar en él.
Al desconfiar del pueblo, al temerlo, ya no existe razón alguna para
desarrollar una acción liberadora. En este caso, la revolución no es hecha para
el pueblo por el liderazgo ni por el pueblo para el liderazgo.
En realidad, la revolución no es hecha para el pueblo
por el liderazgo ni por el liderazgo para el pueblo sino por ambos, en una
solidaridad inquebrantable. Esta solidaridad sólo nace del testimonio que el
liderazgo dé al pueblo, en el encuentro humilde, amoroso y valeroso con él.
No todos tenemos el valor necesario para enfrentarnos
a este encuentro, y nos endurecemos en el desencuentro, a través del cual
transformarnos a los otros en meros objetos. Al proceder de esta forma nos
tornamos necrófilos en vez de biófilos. Matamos la vida en lugar de
alimentarnos de ella. En lugar de buscarla, huimos de ella.
Matar la vida, frenarla, con la reducción de los
hombres a meras cosas, alienarlos, mistificarlos, violentarlos, es propio de
los opresores.
Puede pensarse que al hacer la defensa del diálogo,[5]
como este encuentro de los hombres en el mundo para transformarlo, estemos
cayendo en una actitud ingenua, en un idealismo subjetivista.
Sin embargo, nada hay más concreto y real que la
relación de los hombres en el mundo y con el mundo. Los hombres con los
hombres, como también aquella de algunos hombres contra los hombres, en tanto
clase que oprime y clase oprimida.
Lo que pretende una auténtica revolución es
transformar la realidad que propicia un estado de cosas que se caracteriza por
mantener a los hombres en una condición deshumanizante.
Se afirma, y creemos que es ésta una afirmación
verdadera, que esta transformación no puede ser hecha por los que viven de
dicha realidad, sino por los oprimidos, y con un liderazgo lúcido.
Que sea ésta, pues, una afirmación radicalmente consecuente,
vale decir, que sea sacada a luz por el liderazgo a través de la comunión con
el pueblo. Comunión a través de la cual crecerán juntos y en la cual el liderazgo,
en lugar de autodenominarse simplementen como tal, se instaura o se autentifica
en su praxis con la del pueblo, y nunca en el desencuentro, en el dirigismo.
Son muchos los que, aferrados a una visión mecanicista,
no perciben esta obviedad: la de que la situación concreta en que se encuentran
los hombres condiciona su conciencia del mundo condicionando a la vez sus
actitudes y su enfrentamiento. Así, piensan que la transformación de la
realidad puede verificarse en términos mecanicistas.[6]
Esto es, sin la problematización de esta falsa conciencia del mundo o sin la
profundización de una conciencia, por esto mismo menos falsa, de los oprimidos
en la acción revolucionaria.
No hay realidad histórica —otra obviedad— que no sea
humana. No existe historia sin hombres así como no hay una historia para los
hombres sino una historia de los hombres que, hecha por ellos, los conforma,
como señala Marx.
Y es precisamente cuando a las grandes mayorías se les
prohíbe el derecho de participar como sujetos de la historia que éstas se encuentran
dominadas y alienadas. El intento de sobrepasar el estado de objetos hacia el
de sujetos —que conforma el objetivo de la verdadera revolución— no puede
prescindir ni de la acción de las masas que incide en la realidad que debe
transformarse ni de su reflexión.
Idealistas seríamos si, dicotomizando la acción de la
reflexión, entendiéramos o afirmáramos que la mera reflexión sobre la realidad
opresora que llevase a los hombres al descubrimiento de su estado de objetos
significara ya ser sujetos. No cabe duda, sin embargo, de que este
reconocimiento, a nivel crítico y no sólo sensible, aunque no significa
concretamente que sean sujetos, significa, tal como señalan uno de nuestros
alumnos, “ser sujetos en esperanza”[7]
Y esta esperanza los lleva a la búsqueda de su concreción.
Por otro lado, seríamos falsamente realistas al creer
que el activismo, que no es verdadera acción, es el camino de la revolución.
Por el contrario, seremos verdaderamente críticos si
vivimos la plenitud de la praxis. Vale decir si nuestra acción entraña una
reflexión crítica que, organizando cada vez más el pensamiento, nos lleve a
superar un conocimiento estrictamente ingenuo de la realidad.
Es preciso que éste alcance un nivel superior, con el
que los hombres lleguen a la razón de la realidad. Esto exige, sin embargo, un
pensamiento constante que no puede ser negado a las masas populares si el
objetivo que se pretende alcanzar es el de la liberación.
Si el liderazgo revolucionario les niega a las masas
el pensamiento crítico, se restringe a sí mismo en su pensamiento o por lo
menos en el hecho de pensar correctamente. Así, el liderazgo no puede pensar
sin las masas, ni para ellas, sino con ellas.
Quien puede pensar sin las masas, sin que se pueda dar
el lujo de no pensar en torno a ellas, son las élites dominadoras, a fin de,
pensando así, conocerlas mejor y, conociéndolas mejor, dominarlas mejor. De ahí
que, lo que podría parecer un diálogo de éstas con las masas, una comunicación
con ellas, sean meros “comunicados”, meros “depósitos” de contenidos
domesticadores. Su teoría de la acción se contradiría si en lugar de
prescripción implicara una comunicación, un diálogo.
¿Y por qué razón no sucumben las élites dominantes al
no pensar con las masas? Exactamente, porque éstas son su contrario antagónico,
su “razón” en la afirmación de Hegel que ya citamos. Pensar con las masas
equivaldría a la superación de su contradicción. Pensar con ellas equivaldría
al fin de su dominación.
Es por esto por lo que el único modo correcto de
pensar, desde el punto de vista de la dominación, es evitar que las masas
piensen, vale decir: no pensar con ellas.
En todas las épocas los dominadores fueron siempre
así, jamás permitieron a las masas pensar correctamente.
“Un tal Míster Giddy —dice Niebuhr—, que fue
posteriormente presidente de la sociedad real, hizo objeciones [se refiere al
proyecto de ley que se presentó al Parlamento británico en 1867, creando
escuelas subvencionadas] que se podrían haber presentado en cualquier otro país:
'Por especial que pudiera ser, teóricamente, el proyecto de educar a las clases
trabajadoras de los pobres, seria perjudicial para su moral y felicidad; les
enseñaría a despreciar su misión en la vida, en vez de hacer de ellos buenos
siervos para la agricultura y otros empleos; en lugar de enseñarles
subordinación los haría rebeldes y refractarios, tal como se puso en evidencia
en los condados manufactureros; los habilitarla para leer folletos sediciosos,
libros perversos y publicaciones contra la cristiandad; los tornaría insolentes
para con sus superiores y, en pocos años, sería necesario que la legislación
dirigiera contra ellos el brazo fuerte del poder'.”[8]
En el fondo, lo que el señor Giddy, citado por
Niebuhr, quería era que las masas no pensaran, así como piensan muchos
actualmente —aunque no hablan tan cínica y abiertamente contra la educación
popular.
Los señores Giddy de todas las épocas, en tanto clase
opresora, al no poder pensar con las masas oprimidas, no pueden permitir que
ésas piensen.
De este modo, dialécticamente, se explica el porqué al
no pensar con las masas, sino sólo en torno de las masas, las elites
opresoras no sucumben.
No es lo mismo lo que ocurre con el liderazgo
revolucionario. Este, en tanto liderazgo revolucionario, sucumbe al pensar sin
las masas. Las masas son su matriz constituyente y no la incidencia pasiva de
su pensamiento. Aunque tenga que pensar también en torno de las masas para
comprenderlas mejor, esta forma de pensamiento se distingue de la anterior. La
distinción radica en que, no siendo éste un pensar para dominar sino para
liberar, al pensar en torno de las masas, el liderazgo se entrega al
pensamiento de ellas.
Mientras el otro es un pensamiento de señor, éste es
un pensamiento de compañero. Y sólo así puede ser. En tanto la dominación, por
su naturaleza misma, exige sólo un polo dominador y un polo dominado que se
contradicen antagónicamente, la liberación revolucionaria, que persigne la
superación de esta contradicción, implica la existencia de estos polos, y la de
un liderazgo que emerge en el proceso de esa búsqueda.
Este liderazgo que emerge, o se identifica con las
masas populares como oprimidos o no es revolucionario. Es así como no pensar
con las masas pensando simplemente en torno de ellas, al igual que los
dominadores que no se entregan a su pensamiento, equivale a desaparecer como
liderazgo revolucionario.
En tanto, en el proceso opresor, las elites viven de
la “muerte en vida” de los oprimidos, autentificándose sólo en la relación
vertical entre ellas, en el proceso revolucionario sólo existe un camino para
la autentificación del liderazgo que emerge: “morir” para renacer a través de
los oprimidos.
Si bien en el primer caso es lícito pensar que alguien
oprime a alguien, en el segundo ya no se puede afirmar que alguien libera a
alguien o que alguien se libera solo, sino que los hombres se liberan en
comunión. Con esto, no queremos disminuir el valor y la importancia del
liderazgo revolucionario. Por el contrario, estamos subrayando esta importancia
y este valor. ¿Puede tener algo mayor importancia que convivir con los
oprimidos, con los desarrapados del mundo, con los “condenados de la tierra”?
En esto, el liderazgo revolucionario debe encontrar no
sólo su razón de ser, sino la razón de una sana alegría. Por su naturaleza él puede
hacer lo que el otro, por su naturaleza, no puede realizar en términos
verdaderos.
De ahí que cualquier aproximación que hagan los
opresores a los oprimidos, en cuanto clase, los sitúa inexorablemente en la
perspectiva de la falsa generosidad a que nos referíamos en el primer capítulo
de este ensayo. El ser falsamente generosa o dirigista es un lujo que no se
puede permitir el liderazgo revolucionario.
Si las elites opresoras se fecundan necrófilamente en
el aplastamiento de los oprimidos, el liderazgo revolucionario sólo puede
fecundarse a través de la comunión con ellos.
Esta es la razón por la cual el quehacer opresor no
puede ser humanista, en tanto que el revolucionario necesariamente lo es. Y
tanto el deshumanismo de los opresores como el humanismo revolucionario
implican la ciencia. En el primero, ésta se encuentra al servicio de la
“reificación”; y en el segundo caso, al servicio de la humanización. Así, si en
el uso de la ciencia y de la tecnología con el fin de reificar, el sine qua
non de esta acción es hacer de los oprimidos su mera incidencia, en el
uso de la ciencia y la tecnología para la humanización se imponen otras
condiciones. En este caso, o los oprimidos se transforman también en sujetos
del proceso o continúan “reificados”.
Y el mundo no es un laboratorio de anatomía ni los
hombres cadáveres que deban ser estudiados pasivamente.
El humanismo científico revolucionario no puede, en
nombre de la revolución, tener en los oprimidos objetos pasivos útiles para un
análisis cuyas conclusiones prescriptivas deben seguir.
Esto significarla dejarse caer en uno de los mitos de
la ideología opresora, el de la absolutización de la ignorancia, que implica la
existencia de alguien que la decreta a alguien.
El acto de decretar implica, para quien lo realiza, el
reconocimiento de los otros como absolutamente ignorantes, reconociéndose y
reconociendo a la clase a que pertenece como los que saben o nacieron para
saber. Al reconocerse en esta forma tienen sus contrarios en los otros. Los
otros se hacen extraños para él. Su palabra se vuelve la palabra “verdadera”,
la que impone o procura imponer a los demás. Y éstos son siempre los oprimidos,
aquellos a quienes se les ha prohibido decir su palabra.
Se desarrolló en el que prohíbe la palabra de los
otros una profunda desconfianza en ellos, a los que considera como incapaces.
Cuanto más dice su palabra sin considerar la palabra de aquellos a quienes se
les ha prohibido decirla, tanto más ejerce el poder o el gusto de mandar, de
dirigir, de comandar. Ya no puede vivir si no tiene a alguien a quien dirigir
su palabra de mando.
En esta forma es imposible el diálogo. Esto es propio
de las elites opresoras que, entre sus mitos, tienen que vitalizar cada vez más
éste, con el cual pueden dominar eficientemente.
Por el contrario, el liderazgo revolucionario, científico-humanista,
no puede absolutizar la ignorancia de las masas. No puede creer en este mito.
No tiene siquiera el derecho de dudar, por un momento, de que esto es un mito.
Como liderazgo, no puede admitir que sólo él sabe y
que sólo él puede saber, lo que equivaldría a desconfiar de las masas
populares. Aun cuando sea legítimo reconocerse a un nivel de saber
revolucionario, en función de su misma conciencia revolucionaria, diferente del
nivel de conocimiento empírico de las masas, no puede sobreponerse a éste con
su saber.
Por eso mismo, no puede esloganizar a las masas sino
dialogar con ellas, para que su conocimiento empírico en torno de la realidad,
fecundado por el conocimiento crítico del liderazgo, se vaya transformando en
la razón de la realidad.
Así como sería ingenuo esperar de las élites opresoras
la denuncia de este mito de la absolutización de la ignorancia de las masas, es
una contradicción que el liderazgo revolucionario no lo haga, y mayor
contradicción es el que actúe en función de él.
Lo que debe hacer el liderazgo revolucionario es
problematizar a los oprimidos no sólo éste sino todos los mitos utilizados por
las élites opresoras para oprimir más y más.
Si no se comporta de este modo, insistiendo en imitar
a los opresores en sus métodos dominadores, probablemente podrán dar las masas
populares dos tipos de respuesta. En determinadas circunstancias históricas, se
dejarán domesticar por un nuevo contenido depositado en ellas. En otras, se
amedrentarán frente a una “palabra” que amenaza al opresor “alojado” en ellas.[9]
En ninguno de los casos se hacen revolucionarias. En
el primero de los casos la revolución es un engaño; en el segundo, una
imposibilidad.
Hay quienes piensan, quizá con buenas intenciones pero
en forma equivocada, que por ser lento el proceso dialógico[10]
—lo cual no es verdad— se debe hacer la revolución sin comunicación, a través
de los “comunicados”, para desarrollar posteriormente un amplio esfuerzo
educativo. Agregan a esto que no es posible desarrollar un esfuerzo de
educación liberadora antes de acceder al poder.
Existen algunos puntos fundamentales que es necesario
analizar en las afirmaciones de quienes piensan de este modo.
Creen (no todos) en la necesidad del diálogo con las
masas, pero no creen en su viabilidad antes del acceso al poder. Al admitir que
no es posible por parte del liderazgo un modo de comportamiento
educativo-crítico antes de un acceso al poder, niegan el carácter pedagógico de
la revolución entendida como acción cultural,[11]
paso previo para transformarse en “revolución cultural”. Por otro lado, confunden
el sentido pedagógico de la revolución —o la acción cultural— con la nueva
educación que debe ser instaurada conjuntamente con el acceso al poder.
Nuestra posición, sostenida una vez y afirmada a lo
largo de este ensayo, es que sería realmente una ingenuidad esperar de las
elites opresoras una educación de carácter liberador. Dado que la revolución,
en la medida en que es liberadora, tiene un carácter pedagógico que no puede
olvidarse a riesgo de no ser revolución, el acceso al poder es sólo un momento,
por más decisivo que sea. En tanto proceso, el “antes” de la revolución radica
en la sociedad opresora y es sólo aparente.
La revolución se genera en ella como un ser social y,
por esto, en la medida en que es acción cultural, no puede dejar de
corresponder a las potencialidades del ser social en que se genera.
Como todo ser, se desarrolla (o se transforma) dentro
de sí mismo, en el juego de sus contradicciones.
Aunque necesarios, los condicionamientos externos sólo
son eficientes si coinciden con aquellas potencialidades.[12]
Lo nuevo de la revolución nace de la sociedad antigua,
opresora, que fue superada. De ahí que el acceso al poder, el cual continúa
siendo un proceso, si, como señalamos, sólo un momento decisivo de éste.
Por eso, en una visión dinámica de la revolución, ésta
no tiene un antes y un después absolutos, cuyo punto de división está dado por
el acceso al poder. Generándose en condiciones objetivas, lo que busca es la
superación de la situación opresora, conjuntamente con la instauración de una
sociedad de hombres en proceso de permanente liberación.
El sentido pedagógico, dialógico, de la revolución que
la transforma en “revolución cultural”, tiene que acompañarla también en todas
sus fases. Este es uno de los medios eficientes que evitan la
institucionalización del poder revolucionario o su estratificación en una
“burocracia” antirrevolucionaria, ya que la contrarrevolución lo es también de
los revolucionarios que se vuelven reaccionarios.
Por otra parte, si no es posible dialogar con las
masas populares antes del acceso al poder, dado que a ellas les falta la
experiencia del diálogo, tampoco les será posible acceder al poder ya que les falta,
igualmente, la experiencia del poder. Precisamente porque defendemos una
dinámica permanente en el proceso revolucionario, entendemos que en esta
dinámica, en la praxis de las masas con el liderazgo revolucionario, es donde
ellas y sus líderes más representativos aprenderán a ejercitar el diálogo y el
poder. Esto nos parece tan obvio como decir que un hombre no aprende a nadar en
una biblioteca, sino en el agua.
El diálogo con las masas no es una concesión, ni un
regalo, ni mucho menos una táctica que deba ser utilizada para dominar, como lo
es por ejemplo la esloganización. El diálogo como encuentro de los hombres para
la “pronunciación” del mundo es una condición fundamental para su verdadera
humanización.
Si “una acción libre solamente lo es en la medida en
que el hombre transforma su mundo y se transforma a sí mismo; si una condición
positiva para la libertad es el despertar de las posibilidades creadoras del
hombre; si la lucha por una sociedad libre no se da a menos que, por medio de
ella, pueda crearse siempre un mayor grado de libertad individual;[13]
debe reconocerse, entonces, al proceso revolucionario su carácter eminentemente
pedagógico. De una pedagogía problematizante y no de una pedagogía de
“depósitos”, “bancaria”. Por eso el camino de la revolución es el de la
apertura hacia las masas populares, y no el del encerramiento frente a ellas.
Es el de la convivencia con ellas, no el de la desconfianza para con ellas. Y
cuanto más exigencias plantee la revolución a su teoría, como subraya Lenin,
mayor debe ser la vinculación de su liderazgo con las masas, a fin de que pueda
estar contra el poder opresor.
Sobre estas consideraciones generales, iniciemos ahora
un análisis más detenido a propósito de las teorías de la acción antidialógica
y dialógica. La primera, opresora; la segunda, revolucionario-liberadora.
Conquista
La primera de las características que podemos
sorprender en la acción antidialógica es la necesidad de la conquista.
El antidialógico, dominador por excelencia, pretende,
en sus relaciones con su contrario, conquistarlo, cada vez más, a través de
múltiples formas. Desde las más burdas hasta las más sutiles. Desde las más
represivas hasta las más almibaradas, cual es el caso del paternalismo.
Todo acto de conquista implica un sujeto que conquista
y un objeto conquistado. El sujeto determina sus finalidades al objeto
conquistado, que pasa, por ello, a ser algo poseído por el conquistador. Éste,
a su vez, imprime su forma al conquistado, quien al introyectarla se transforma
en un ser ambiguo. Un ser que, como ya hemos señalado, “aloja” en sí al otro.
Desde luego, la acción conquistadora, al “reificar”
los hombres, es esencialmente necrófila.
Así como la acción antidialógica, para la cual el acto
de conquistar es esencial, es concomitante con una situación real, concreta, de
opresión, la acción dialógica es también indispensable para la superación
revolucionaria de la situación concreta de opresión.
No se es antidialógico o dialógico en el aire, sino en
el mundo. No se es antidialógico primero y opresor después, sino
simultáneamente. El antidialógico se impone al opresor, en una situación
objetiva de opresión para, conquistando, oprimir más, no sólo económicamente,
sino culturalmente, robando al oprimido su palabra, su expresividad, su
cultura.
Instaurada la situación opresora, antidialógica en sí,
el antidiálogo se torna indispensable para su mantenimiento.
La conquista creciente del oprimido por el opresor
aparece, así, como un rasgo característico de la acción antidialógica. Es por
esto por lo que, siendo la acción liberadora dialógica en sí, el diálogo no
puede ser un a posteriori suyo, sino desarrollarse en forma paralela,
sin embargo, dado que los hombres estarán siempre liberándose, el diálogo[14]
se transforma en un elemento permanente de la acción liberadora. El deseo de
conquista, y quizá más que el deseo, la necesidad de la conquista, es un
elemento que acompaña a la acción antidialógica en todos sus momentos.
Por medio de ella y para todos los fines implícitos en
la opresión, los opresores se esfuerzan por impedir a los hombres el desarrollo
de su condición de “admiradores” del mundo. Dado que no pueden conseguirlo en
su totalidad se impone la necesidad de mitificar el mundo.
De ahí que los opresores desarrollen una serie de
recursos mediante los cuales proponen a la “admiración” de las masas
conquistadas y oprimidas un mundo falso. Un mundo de engaños que, alienándolas
más aún, las mantenga en un estado de pasividad frente a él. De ahí que, en la
acción de conquistas, no sea posible presentar el mundo como problema, sino por
el contrario, como algo dado, como algo estático al cual los hombres se deben
ajustar.
La falsa “admiración” no puede conducir a la verdadera
praxis, ya que, mediante la conquista, lo que los opresores intentan obtener es
transformar a las masas en un mero espectador. Masas conquistadas, masas
espectadoras, pasivas, divididas, y por ello, masas enajenadas.
Es necesario, pues, llegar hasta ellas para mantenerlas
alienadas a través de la conquista. Este llegar a ellas, en la acción de la
conquista, no puede transformarse en un quedar con ellas.
Esta “aproximación”, que no puede llevarse a cabo a través de la auténtica
comunicación, se realiza a través de “comunicados”, de “depósitos”, de aquellos
mitos indispensables para el mantenimiento del statu quo.
El mito, por ejemplo, de que el orden opresor es un
orden de libertad. De que todos son libres para trabajar donde quieran. Si no
les agrada el patrón, pueden dejarlo y buscar otro empleo. El mito de que este
“orden” respeta los derechos de la persona humana y que, por lo tanto, es digno
de todo aprecio. El mito de que todos pueden llegar a ser empresarios siempre
que no sean perezosos y, más aún, el mito de que el hombre que vende por las
calles, gritando: “dulce de banana y guayaba” es un empresario tanto cuanto lo
es el dueño de una gran fábrica. El mito del derecho de todos a la educación
cuando, en Latinoamérica, existe un contraste irrisorio entre la totalidad de
los alumnos que se matriculan en las escuelas primarias de cada país y aquellos
que logran el acceso a las universidades. El mito de la igualdad de clases
cuando el “¿sabe usted con quién está hablando?” es aún una pregunta de
nuestros días. El mito del heroísmo de las clases opresoras, como guardianas
del orden que encarna la “civilización occidental y cristiana”, a la cual
defienden de la “barbarie materialista”. El mito de su caridad, de su
generosidad, cuando lo que hacen, en cuanto clase, es un mero asistencialismo,
que se desdobla en el mito de la falsa ayuda, el cual, a su vez, en el plano de
las naciones, mereció una severa crítica de Juan XXIII.[15]
El mito de que las elites dominadoras, “en el reconocimiento de sus deberes”,
son las promotoras del pueblo, debiendo éste, en un gesto de gratitud, aceptar
su palabra y conformarse con ella. El mito de que la rebelión del pueblo es un
pecado en contra de Dios. El mito de la propiedad privada como fundamento del
desarrollo de la persona humana, en tanto se considere como personas humanas
sólo a los opresores. El mito de la dinamicidad de los opresores y el de la
pereza y falta de honradez de los oprimidos. El mito de la inferioridad
“ontológica” de éstos y el de la superioridad de aquéllos.[16]
Todos estos mitos, y otros que el lector seguramente
conoce y cuya introyección por parte de las masas oprimidas es un elemento
básico para lograr su conquista, les son entregados a través de una propaganda
bien organizada, o por lemas, cuyos vehículos son siempre denominados “medios
de comunicación de masas”,[17]
entendiendo por comunicación el depósito de este contenido enajenante en ellas.
Finalmente, no existe una realidad opresora que no sea
antidialógica, tal como no existe antidialogicidad en la que no esté implicado
el polo opresor, empeñado incansablemente en la permanente conquista de los
oprimidos.
Las élites dominadoras de la vieja Roma ya hablaban de
la necesidad de dar a las masas “pan y circo” para conquistarlas,
“tranquilizarlas”, con la intención explícita de asegurar su paz. Las elites
dominadoras de hoy, como las de todos los tiempos, continúan necesitando de la
conquista, como una especie de “pecado original”, con “pan y circo” o sin
ellos. Si bien los contenidos y los métodos de la conquista varían
históricamente, lo que no cambia, en tanto existe la élite dominadora, es este
anhelo necrófilo por oprimir.
Dividir para oprimir
Esta es otra dimensión fundamental de la teoría de la
acción opresora, tan antigua como la opresión misma.
En la medida que las minorías, sometiendo a su dominio
a las mayorías, las oprimen, dividirlas y mantenerlas divididas son condiciones
indispensables para la continuidad de su poder.
No pueden darse el lujo de aceptar la unificación de
las masas populares, la cual significaría, indiscutiblemente, una amenaza seria
para su hegemonía.
De ahí que toda acción que pueda, aunque débilmente,
proporcionar a las clases oprimidas el despertar para su unificación es frenada
inmediatamente por los opresores a través de métodos que incluso pueden llegar
a ser físicamente violentos.
Conceptos como los de unión, organización y lucha, son
calificados sin demora como peligrosos. Y realmente lo son, para los opresores,
ya que su “puesta en práctica” es un factor indispensable para el desarrollo de
una acción liberadora.
Lo que interesa al poder opresor es el máximo
debilitamiento de los oprimidos, procediendo para ello a aislarlos, creando y
profundizando divisiones a través de una gama variada de métodos y
procedimientos. Desde los métodos represivos de la burocracia estatal, de la
cual disponen libremente, hasta las formas de acción cultural a través de las
cuales manipulan a las masas populares, haciéndolas creer que las ayudan.
Una de las características de estas formas de acción, que
ni siquiera perciben los profesionales serios, que como ingenuos se dejan
envolver, radica en el hincapié que se pone en la visión focalista de los
problemas y no en su visión en tanto dimensiones de una totalidad.
Cuanto más se pulverice la totalidad de una región o
de un área en “comunidades locales”, en los trabajos de “desarrollo de
comunidad”, sin que estas comunidades sean estudiadas coma totalidades en si,
siendo a la vez parcialidades de una totalidad mayor (área, región, etc.) que
es a su vez parcialidad de otra totalidad (el país, como parcialidad de la
totalidad continental), tanto más se intensifica la alienación. Y, cuanto más
alienados, más fácil será dividirlos y mantenerlos divididos.
Estas formas focalistas de acción, intensificando la
dimensión focalista en que se desarrolla la existencia de las masas oprimidas,
sobre todo las rurales, dificultan su percepción crítica de la realidad y las
mantienen aisladas de la problemática de los hombres oprimidos de otras áreas
que están en relación dialéctica con la suyas.[18]
Lo mismo se verifica en el proceso denominado
“capacitación de líderes”, que, aunque realizado sin esta intención por muchos
de los que lo llevan a cabo, sirve, en el fondo, a la alienación.
El supuesto básico de esta acción es en sí mismo
ingenuo. Se sustenta en la pretensión de “promover” la comunidad a través de la
capacitación de líderes, como si fueran las partes las que promueven el todo y
no éste el que, al promoverse, promueve las partes.
En verdad, quienes son considerados a nivel de
liderazgo en las comunidades, a fin de que respondan a la denominación de tal,
reflejan y expresan necesariamente las aspiraciones de los individuos de su
comunidad.
Estos deben presentar una correspondencia entre la
forma de ser y de pensar la realidad de sus compañeros, aunque revelen
habilidades especiales, que les otorgan el status de líderes.
En el momento en que vuelven a la comunidad, después
de un período fuera de ella, con un instrumental que antes no poseían, o
utilizan éste con el fin de conducir mejor a las conciencias dominadas e
inmersas, o se transforman en extraños a la comunidad, amenazando así su
liderazgo.
Probablemente, su tendencia será la de seguir
manipulando, ahora en forma más eficiente. la comunidad a fin de no perder el
liderato.
Esto no ocurre cuando la acción cultural, como proceso
totalizado y totalizador, envuelve a toda la comunidad y no sólo a sus líderes.
Cuando se realiza a través de los individuos, teniendo en éstos a los sujetos
del proceso totalizador. En este tipo de acción, se verifica exactamente lo
contrario. El liderazgo, o crece al nivel del crecimiento del todo o es
sustituido por nuevos líderes que emergen, en base a una nueva percepción
social que van constituyendo conjuntamente.
De ahí que a los opresores no les interese esta forma
de acción, sino la primera, en tanto esta última, manteniendo la alienación,
obstaculiza la emersión de las conciencias y su participación crítica en la
realidad entendida como una totalidad. Y, sin ésta, la unidad de los oprimidos
en tanto clase es siempre difícil.
Este es otro concepto que molesta a los opresores, aunque
se consideren a sí mismos como clase, si bien “no opresora”, sino clase
“productora”.
Así, al no poder negar en sus conflictos, aunque lo
intenten, la existencia de las clases sociales, en relación dialéctica las unas
con las otras, hablan de la necesidad de comprensión, de armonía, entre los que
compran y aquellos a quienes se obliga a vender su trabajo.[19]
Armonía que en el fondo es imposible, dado el antagonismo indisfrazable
existente entre una clase y otra.[20]
Defienden la armonía de clases como si éstas fuesen
conglomerados fortuitos de individuos que miran, curiosos, una vitrina en una
tarde de domingo.
La única armonía viable y comprobada es la de los
opresores entre sí. Estos, aunque divergiendo e incluso, en ciertas ocasiones,
luchando por intereses de grupos, se unifican, inmediatamente, frente a una amenaza
a su clase en cuanto tal.
De la misma forma, la armonía del otro polo sólo es
posible entre sus miembros tras la búsqueda de su liberación. En casos
excepcionales, no sólo es posible sino necesario establecer la armonía de ambos
para volver, una vez superada la emergencia que los unificó, a la contradicción
que los delimita y que jamás desapareció en el circunstancial desarrollo de la
unión.
La necesidad de dividir para facilitar el
mantenimiento del estado opresor se manifiesta en todas las acciones de la
clase dominadora. Su intervención en los sindicatos, favoreciendo a ciertos
“representantes” de la clase dominada que, en el fondo, son sus representantes
y no los de sus compañeros; la “promoción” de individuos que revelando cierto
poder de liderazgo pueden representar una amenaza, individuos que una vez
“promovidos” se “amansan”; la distribución de bendiciones para unos y la dureza
para otros, son todas formas de dividir para mantener el “orden” que les
interesa. Formas de acción que inciden, directa o indirectamente, sobre alguno
de los puntos débiles de los oprimidos: su inseguridad vital, la que, a su vez,
es fruto de la realidad opresora en la que se constituyen.
Inseguros en su dualidad de seres que “alojan” al opresor,
por un lado, rechazándolo, por otro, atraídos a la vez por él, en cierto
momento de la confrontación entre ambos, es fácil desde el punto de vista del
opresor obtener resultados positivos de su acción divisoria.
Y esto porque los oprimidos saben, por experiencia,
cuánto les cuesta no aceptar la “invitación” que reciben para evitar que se
unan entre sí. La pérdida del empleo y la puesta de sus nombres en “lista
negra” son hechos que significan puertas que se cierran ante nuevas
posibilidades de empleo, siendo esto lo mínimo que les puede ocurrir.
Por esto mismo, su inseguridad vital se encuentra
directamente vinculada a la esclavitud de su trabajo, que implica
verdaderamente la esclavitud de su persona. Es así como sólo en la medida en
que los hombres crean su mundo, mundo que es humano, y lo crean con su trabajo
transformador, se realizan. La realización de los hombres, en tanto tales,
radica, pues, en la construcción de este mundo. Así, si su “estar” en el mundo
del trabajo es un estar en total dependencia, inseguro, bajo una amenaza
permanente, en tanto su trabajo no les pertenece, no pueden realizarse. El
trabajo alienado deja de ser un quehacer realizador de la persona, y pasa a ser
un eficaz medio de reificación.
Toda unión de los oprimidos entre sí, que siendo
acción apunta a otras acciones, implica tarde o temprano que al percibir éstos
su estado de despersonalización, descubran que, en tanto divididos, serán
siempre presas fáciles del dirigismo y de la dominación.
Por el contrario, unificados y organizados,[21]
harán de su debilidad una fuerza transformadora, con la cual podrán recrear el
mundo, haciéndolo más humano.
Por otra parte, este mundo más humano de sus justas
aspiraciones es la contradicción antagónica del “mundo humano” de los
opresores, mundo que poseen con derecho exclusivo y en el cual pretenden una
armonía imposible entre ellos, que cosifican, y los oprimidos que son
cosificados.
Como antagónicos que son, lo que necesariamente sirve
a unos no puede servir a los otros.
El dividir para mantener el statu quo se
impone, pues, como un objetivo fundamental de la teoría de la acción dominadora
antidialógica.
Como un auxiliar de esta acción divisionista
encontramos en ella una cierta connotación mesiánica, por medio de la cual los
dominadores pretenden aparecer como salvadores de los hombres a quienes
deshumanizan.
Sin embargo, en el fondo el mesianismo contenido en su
acción no consigue esconder sus intenciones; lo que desean realmente es
salvarse a sí mismos. Es la salvación de sus riquezas, su poder, su estilo de
vida, con los cuales aplastan a los demás.
Su equívoco radica en que nadie se salva solo,
cualquiera sea el plano en que se encare la salvación, o como clase que oprime
sino con los otros. En la medida en que oprimen, no pueden estar con los
oprimidos, ya que es lo propio de la opresión estar contra ellos. En una
aproximación psicoanalítica a la acción opresora quizá se pudiera descubrir lo
que denominamos como falsa generosidad del opresor en el primer capitulo, una
de las dimensiones de su sentimiento de culpa. Con esta falsa generosidad,
además de pretender seguir manteniendo un orden injusto y necrófilo, desea
“comprar” su paz. Ocurre, sin embargo, que la paz no se compra, la paz se vive
en el acto realmente solidario y amoroso, que no puede ser asumido, ni puede
encarnase en la opresión.
Por eso mismo es por lo que el mesianismo existente en
la teoría de la acción antidialógica viene a reforzar la primera característica
de esta acción, la del sentido de la conquista.
En la medida en que la división de las masas oprimidas
es necesaria al mantenimiento del statu quo, y, por tanto, a la
preservación del poder de los dominadores, urge el que los oprimidos no
perciban claramente las reglas del juego. En este sentido, una vez más, es
imperiosa la conquista para que los oprimidos se convenzan, realmente, que
están siendo defendidos. Defendidos contra la acción demoníaca de los
“marginales y agitadores”, “enemigos de Dios”, puesto que así se llama a los
hombres que viven y vivirán, arriesgadamente, en la búsqueda valiente de la
liberación de los hombres.
De esta manera, con el fin de dividir, los necrófilos
se denominan a sí mismos biófilos y llaman, a los biófilos, necrófilos. La
historia, sin embargo, se encarga siempre de rehacer estas autoclasificaciones.
Hoy, a pesar de que la alienación brasileña continúa
llamando a Tiradentes[22]
“infiel” y al movimiento liberador que éste encarnó, “traición”, el héroe
nacional no fue quien lo llamó “bandido” y lo envió a la horca y al
descuartizamiento esparciendo los trozos de su cuerpo ensangrentado por los pueblos
atemorizados, para citar sólo un ejemplo. El héroe es Tiradentes. La historia
destruyó el “título” que le asignaran y reconoció, finalmente, el valor de su
actitud.
Los héroes son exactamente quienes ayer buscaron la
unión para la liberación y no aquellos que, con su poder, pretendían dividir
para reinar.
Manipulación
Otra característica de la teoría de la acción
antidia1ógica es la manipulación de las masas oprimidas. Como la anterior, la
manipulación es también un instrumento de conquista, en función de la cual
giran todas las dimensiones de la teoría de la acción antidialógica.
A través de la manipulación, las élites dominadoras
intentan conformar progresivamente las masas a sus objetivos. Y cuanto más
inmaduras sean, políticamente, rurales o urbanas, tanto más fácilmente se dejan
manipular por las élites dominadoras que no pueden desear el fin de su poder y
de su dominación.
La manipulación se hace a través de toda la serie de
mitos a que hicimos referencia. Entre ellos, uno más de especial importancia:
el modelo que la burguesía hace de sí misma y presenta a las masas como su
posibilidad de ascenso, instaurando la convicción de una supuesta movilidad
social. Movilidad que sólo se hace posible en la medida en que las masas
acepten los preceptos impuestos por la burguesía.
Muchas veces esta manipulación, en ciertas condiciones
históricas especiales, se da por medio de pactos entre las clases dominantes y
las masas dominadas. Pactos que podrían dar la impresión en una apreciación
ingenua, la de la existencia del diálogo entre ellas.
En verdad, estos pactos no son dialógicos, ya que, en
lo profundo de su objetivo, esta inscrito el interés inequívoco de la élite
dominadora. Los pactos, en última instancia, son sólo medios utilizados por los
dominadores para la realización de sus finalidades.[23]
El apoyo de las masas populares a la llamada
“burguesía nacional”, para la defensa del dudoso capital nacional, es uno de
los pactos cuyo resultado, tarde o temprano, contribuye al aplastamiento de las
masas.
Los pactos sólo se dan cuando las masas, aunque
ingenuamente, emergen en el proceso histórico y con su emersión amenazan a las
élites dominantes. Basta su presencia en el proceso, no ya como meros
espectadores, sino con las primeras señales de su agresividad, para que las
élites dominadoras, atemorizadas por esta presencia molesta, dupliquen las
tácticas de manipulación.
La manipulación se impone en estas fases como instrumento
fundamental para el mantenimiento de la dominación.
Antes ele la emersión de las masas, no existe la
manipulación propiamente tal, sino el aplastamiento total de los dominados. La
manipulación es innecesaria al encontrarse los dominados en un estado de
inmersión casi absoluto. Esta, en el momento de la emersión y en el contexto de
la teoría antidialógica, es la respuesta que el opresor se ve obligado a dar
frente a las nuevas condiciones concretas del proceso histórico.
La manipulación aparece como una necesidad imperiosa
de las élites dominadoras con el objetivo de conseguir a través de ella un tipo
inauténtico de “organización”, con la cual llegue a evitar su contrario, que es
la verdadera organización de las masas populares emersas y en emersión.[24]
Éstas, inquietas al emerger, presentan dos
posibilidades: o son manipuladas por las élites a fin de mantener su
dominación, o se organizan verdaderamente para lograr su liberación. Es obvio,
entonces, que la verdadera organización no puede ser estimulada por los
dominadores. Esta es tarea del liderazgo revolucionario.
Ocurre, sin embargo, que grandes fracciones de estas
de estas masas populares, fracciones que constituyen, ahora, un proletariado
urbano, sobre todo en aquellos centros industrializados del país, aunque
revelando cierta inquietud amenazadora carente de conciencia revolucionaria, se
ven a sí mismas como privilegiadas.
La manipulación, con toda su serie de engaños y
promesas, encuentra ahí, casi siempre, un terreno fecundo.
El antídoto para esta manipulación se encuentra en la
organización críticamente consciente, cuyo punto de partida, por esta misma
razón, no es el mero depósito de contenidos revolucionarios, en las masas, sino
la problematización de su posición en el proceso. En la problematización de la
realidad nacional y de la propia manipulación.
Weffort[25]
tiene razón cuando señala: “Toda política de izquierda se apoya en las masas
populares y depende de su conciencia. Si viene a confundirla, perderá sus
raíces, quedara en el aire en la expectativa de la caída inevitable, aun cuando
pueda tener, como en el caso brasileño, la ilusión de hacer revolución por el
simple hecho de girar en torno al poder”.
Lo que pasa es que, en el proceso de manipulación,
casi siempre la izquierda se siente atraída por “girar en torno del poder” y,
olvidando su encuentro con las masas para el esfuerzo de organización, se
pierde en un “diálogo” imposible con las elites dominantes. De ahí que también
terminen manipuladas por estas élites, cayendo, frecuentemente, en un mero
juego de capillas, que denominan “realista”.
La manipulación, en la teoría de la acción antidialógica,
como la conquista a que sirve, tiene que anestesiar a las masas con el objeto
de que éstas no piensen.
Si las masas asocian a su emersión, o a su presencia
en el proceso histórico, un pensar crítico sobre éste o sobre su realidad, su
amenaza se concreta en la revolución.
Este pensamiento, llámeselo conecto, de “conciencia
revolucionaria” o de “conciencia de clase”, es indispensable para la
revolución.
Las elites dominadoras saben esto tan perfectamente
que, en ciertos niveles suyos, utilizan instintivamente los medios más
variados, incluyendo la violencia física, para prohibir a las masas el pensar.
Poseen una profunda intuición sobre la fuerza
criticizante del diálogo. En tanto que, para algunos representantes del
liderazgo revolucionario, el diálogo con las masas es un quehacer burgués y
reaccionario, para los burgueses, el diálogo entre las masas y el liderazgo
revolucionario es una amenaza real que debe ser evitada.
Insistiendo las elites dominadoras en la manipulación,
inculcan progresivamente en los individuos el apetito burgués por el éxito
personal.
Manipulación que se hace ora directamente por las
élites, ora a través de liderazgos populistas. Estos liderazgos, como subraya
Weffort, son mediadores de las relaciones entre las élites oligárquicas y las
masas populares. De ahí que el populismo se constituya como estilo de acción
política, en el momento en que se instala el proceso de emersión de las masas,
a partir del cual ellas pasan a reivindicar, todavía en forma ingenua, su
participación; el líder populista, que emerge en este proceso, es también un
ser ambiguo. Dado que oscila entre las masas y las oligarquías dominantes,
aparece como un anfibio. Vive tanto en la “tierra” como en el “agua”. Su
permanencia entre las oligarquías dominadoras y las masas le deja huellas
ineludibles. Como tal, en la medida en que simplemente manipula en vez de
luchar por la verdadera organización popular, este tipo de líder sirve poco o
casi nada a la causa revolucionaria.
Sólo cuando el líder populista supera su carácter
ambiguo y la naturaleza dual de su acción, optando decididamente por las masas,
deja de ser populista y renuncia a la manipulación entregándose al trabajo
revolucionario de organización. En este momento, en lugar de mediador entre las
masas y las élites, se transforma en contradicción de éstas, impulsando a las
elites a organizarse a fin de frenarlo en la forma más rápida posible.
Es interesante observar la dramaticidad con que Vargas
se dirigió a las masas obreras, en un 1ro. de mayo de su última etapa de
gobierno, llamándolas a la unidad.
“Quiero deciros —afirmó Vargas en su célebre discurso—
que la obra gigantesca de la renovación que mi gobierno empieza a ejecutar, no
puede ser llevada a un buen término sin el apoyo de los trabajadores y su
cooperación cotidiana y decidida.” Después de referirse a los primeros noventa
días de su gobierno, a los que denominaba “un balance de las dificultades y de
los obstáculos que, de acá y allá, se levantan en contra de la acción
gubernamental”, decía al pueblo en un lenguaje directísimo cómo le tocaba “en el
alma el desamparo, la miseria, la carestía de la vida, los salarios bajos...
los desesperos de los desvalidos y las reivindicaciones de la mayoría del
pueblo que vive en la esperanza de mejores días”.
Inmediatamente, su llamado se iba haciendo más
dramático y objetivo; “...vengo a decir que, en este momento, el gobierno aún
está desarmado en lo que a leyes y elementos concretos de acción para la
defensa de la economía del pueblo se refiere. Se impone que el pueblo se
organice, no sólo para defender sus propios intereses, sino también para dar al
gobierno el punto de apoyo indispensable para la realización de sus
propósitos”. Y sigue: “Necesito de vuestra unión, necesito que os organicéis
solidariamente en sindicato.; necesito que forméis un bloque fuerte y
cohesionado al lado del gobierno para que éste pueda disponer de toda la fuerza
de que necesita para resolver vuestros propios problemas. Necesito de vuestra
unión para que pueda luchar en contra de los saboteadores, para no quedar
prisionero de los intereses de los especuladores y de los gananciosos en
perjuicio de los intereses del pueblo”. Y con el mismo énfasis: “Llegó por esto
la hora de que el gobierno apele a los trabajadores diciéndoles: uníos en
vuestros sindicatos como fuerzas libres y organizadas. En la hora presente,
ningún gobierno podrá sobreexistir o disponer de fuerza suficiente para sus
realizaciones si no cuenta con el apoyo de las organizaciones obreras”.[26]
Al apelar vehementemente a las masas para que se
organizasen, para que se unieran en la reivindicación de sus derechos, y al
señalarles, con la autoridad de jefe de Estado, los obstáculos, los frenos, las
innumerables dificultades para realizar un gobierno con ellas, su gobierno
inició los tropiezos que lo condujeron al trágico final de agosto de 1954.
Si Vargas no hubiera revelado, en su última etapa de
gobierno, una inclinación tan ostentosa hacia la organización de las masas populares,
consecuentemente ligada a la toma de una serie de medidas para la defensa de
los intereses nacionales, posiblemente las élites reaccionarias no hubiesen
llegado al extremo que llegaron. Esto ocurre con cualquier líder populista al
aproximarse, aunque directamente, a las masas populares no ya como el exclusivo
mediador de las oligarquías. Estas, por las fuerzas de que disponen, acaban por
frenarlo.
En tanto la acción del líder se mantenga en el dominio
de las formas paternalistas y de extensión asistencialista, sólo pueden existir
divergencias accidentales entre él y los grupos oligárquicos heridos en sus
intereses, pero difícilmente podrán existir diferencias profundas.
Lo que pasa es que estas formas asistencialistas, como
instrumento de manipulación, sirven a la conquista. Funcionan como anestésico.
Distraen a las masas populares desviándolas de las verdaderas causas de sus
problemas, así como de la solución concreta de éstos. Fraccionan a las masas
populares en grupos de individuos cuya única expectativa es la de “recibir”
más.
Sin embargo, existe en esta existencialización
manipuladora un momento de positividad, cual es el que los individuos asistidos
desean, indefinidamente, más y más, y los no asistidos, frente al ejemplo de
los que lo son, buscan la forma de ser igualmente asistidos.
Teniendo en cuenta que las élites dominadoras no
pueden dar ayuda a todos, terminan por aumentar en mayor grado la inquietud de
las masas.
El liderazgo revolucionario debería aprovechar la
contradicción planteada por la manipulación, problematizándola a las masas
populares a fin de lograr el objetivo de la organización.
Invasión cultural
Finalmente, sorprendemos, en la teoría de la acción
antidialógica, otra característica fundamental — la invasión cultural.
Característica que, como las anteriores, sirve a la conquista.
Ignorando las potencialidades del ser que condiciona,
la invasión cultural consiste en la penetración que hacen los invasores en el
contexto cultural de los invadidos, imponiendo a éstos su visión del mundo, en
la medida misma en que frenan su creatividad, inhibiendo su expansión.
En este sentido, la invasión cultural,
indiscutiblemente enajenante, realizada discreta o abiertamente, es siempre una
violencia en cuanto violenta al ser de la cultura invadida, que o se ve
amenazada o definitivamente pierde su originalidad.
Por esto, en la invasión cultural, como en el resto de
las modalidades de acción antidialógica, los invasores son sus sujetos, autores
y actores del proceso; los invadidos, sus objetos. Los invasores aceptan su
opción (o al menos esto es lo que de ellos se espera). Los invasores actúan;
los invadidos tienen la ilusión de que anima, en la actuación de los invasores.
La invasión cultural tiene así una doble fase. Por un
lado, es en si dominante, y por el otro es táctica de dominación.
En verdad, toda dominación implica una invasión que se
manifiesta no sólo físicamente, en forma visible, sino a veces disfrazada y en
la cual el invasor se presenta como si fuese el amigo que ayuda. En el fondo,
la invasión es una forma de dominar económica y culturalmente al invadido.
Invasión que realiza una sociedad matriz,
metropolitana, sobre una sociedad dependiente; o invasión implícita en la
dominación de una clase sobre otra. en una misma sociedad.
Como manifestación de la conquista, la invasión
cultural conduce a la inautenticidad del ser de los invadidos. Su programa
responde al cuadro valorativo de sus actores, a sus patrones y finalidades.
De ahí que la invasión cultual, coherente con su
matriz antidialógica e ideológica, jamás pueda llevarse a cabo mediante la
problematización de la realidad y de los contenidos programáticos de los invadidos.
De ahí que, para los invasores, en su anhelo por dominar, por encuadrar a los
individuos en sus patrones y modos de vida, sólo les interese saber cómo
piensan los invadidos su propio mundo con el objeto de dominarlos cada vez más.[27]
En la invasión cultural, es importante que los
invadidos vean su realidad con la óptica de los invasores y no con la suya
propia. Cuanto más mimetizados estén los invadidos, mayor será la estabilidad
de los invasores. Una condición básica para el éxito de la invasión cultural
radica en que los invadidos se convenzan de su inferioridad intrínseca. Así, como
no hay nada que no tenga su contrario, en la medida que los invadidos se van
reconociendo como “inferiores”, irán reconociendo necesariamente la
“superioridad” de los invasores. Los valores de éstos pasan a ser la pauta de
los invadidos. Cuando más se acentúa la invasión, alienando el ser de la
cultura de los invadidos, mayor es el deseo de éstos por parecerse a aquellos:
andar como aquellos, vestir a su manera, hablar a su modo.
El yo social de los invadidos que, como todo yo
social, se constituye en las relaciones socioculturales que se dan en la
estructura, es tan dual como el ser de la cultura invadida.
Esta dualidad, a la cual nos hemos referido con
anterioridad, es la que explica a los invadidos y dominados, en cierto momento
de su experiencia existencial, como un yo casi adherido al tu opresor.
Al reconocerse críticamente en contradicción con aquél
es necesario que el yo oprimido
rompa esta casi “adherencia” al tu
opresor, “separándose” de él para objetivarlo. Al hacerlo, “ad-mira” la
estructura en la que viene siendo oprimido, como una realidad deshumanizante.
Este cambio cualitativo en la percepción del mundo,
que no se realiza fuera de la praxis, jamás puede ser estimulado por los opresores,
como un objetivo de su teoría de la acción.
Por el contrario, es el mantenimiento del statu
quo lo que les interesa, en la medida en que el cambio de la percepción
del mundo, que implica la inserción crítica en la realidad, los amenaza. De ahí
que la invasión cultural aparece como una característica de la acción
antidialógica.
Existe, sin embargo, un aspecto que nos parece
importante subrayar en el análisis que estamos haciendo de la acción
antidialógica. Es que ésta, en la medida en que es una modalidad de la acción
cultural de carácter dominador, siendo por lo tanto dominación en sí, como
subrayamos anteriormente, es por otro lado instrumento de ésta. Así, además de
su aspecto deliberado, volitivo, programado, tiene también otro aspecto que la
caracteriza como producto de la realidad opresora.
En efecto, en la medida en que una estructura social
se denota como estructura rígida, de carácter dominador, las instituciones
formadoras que en ella se constituyen estarán, necesariamente, marcadas por su
clima, trasladando sus mitos y orientando su acción en el estilo propio de la
estructura. Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que
no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden escapar a
las influencias de las condiciones estructurales objetivas. Funcionan, en gran
medida, en las estructuras dominadoras, como agencias formadoras de futuros
“invasores”. Las relaciones padres-hijos, en los hogares, reflejan de modo
general las condiciones objetivo-culturales de la totalidad de que participan.
Y si éstas son condiciones autoritarias, rígidas, dominadoras, penetran en los
hogares que incrementan el clima de opresión.[28]
Mientras más se desarrollen estas relaciones de
carácter autoritario entre padres e hijos, tanto más introyectan, los hijos, la
autoridad paterna.
Discutiendo el problema de la necrofilia y de la
biofilia, analiza Fromm, con la claridad que lo caracteriza, las condiciones
objetivas que generan la una y la otra, sea esto en los hogares, en las
relaciones padres-hijos, tanto en el clima desamoroso y opresor como en aquel
amoroso y libre, o en el contexto socio-cultural. Niños deformados en un
ambiente de desamor, opresivo, frustrados en su potencialidad, como diría
Fromm, si no consiguen enderezarse en la juventud en el sentido de la auténtica
rebelión, o se acomodan a una dimisión total de su querer, enajenados a la
autoridad y a los mitos utilizados por la autoridad para “formarlos”, o podrán
llegar a asumir formas de acción destructiva.
Esta influencia del hogar y la familia se prolonga en
la experiencia de la escuela. En ella, los educandos descubren temprano que,
como en el hogar, para conquistar ciertas satisfacciones deben adaptarse a los
preceptos que se establecen en forma vertical. Y uno de estos preceptos es el
de no pensar.
Introyectando la autoridad paterna a través de un tipo
rígido de relaciones, que la escuela subraya, su tendencia, al transformarse en
profesionales por el miedo a la libertad que en ellos se ha instaurado, es la
de aceptar los patrones rígidos en que se deformaron.
Tal vez esto, asociado a su posición clasista,
explique la adhesión de un gran número de profesionales a una acción antidialógica.[29]
Cualquiera que sea la especialidad que tengan y que
los ponga en relación con el pueblo, su convicción inquebrantable es la de que
les cabe “transferir”, “llevar” o “entregar al pueblo sus conocimientos, sus
técnicas”.
Se ven a sí mismos como los promotores del pueblo. Los
programas de su acción, como lo indicaría cualquier buen teórico de la acción
opresora, entrañan sus finalidades, sus convicciones, sus anhelos.
No se debe escuchar al pueblo para nada, pues éste,
“incapaz e inculto, necesita ser educado por ellos para salir de la indolencia
provocada por el subdesarrollo”.
Para ellos, la “incultura del pueblo” es tal que les
parece un “absurdo” hablar de la necesidad de respetar la “visión del mundo”
que esté teniendo. La visión del mundo la tienen sólo los profesionales...
De la misma manera, les parece absurdo que sea
indispensable escuchar al pueblo a fin de organizar el contenido programático
de la acción educativa. Para ellos, “la ignorancia absoluta” del pueblo no le
permite otra cosa sino recibir sus enseñanzas.
Por otra parte, cuando los invadidos, en cierto
momento de su experiencia existencial, empiezan de una forma u otra a rechazar
la invasión a la que en otro momento se podrían haber adaptado, los invasores,
a fin de justificar su fracaso, hablan de la “inferioridad” de los invadidos,
refiriéndose a ellos como “enfermos”, “mal agradecidos” y llamándolos a veces
también “mestizos”.
Los bien intencionados, vale decir, aquellos que
utilizan la “invasión” no ya como ideología, sino a causa de las deformaciones
a que hicimos referencia en páginas anteriores, terminan por descubrir, en sus
experiencias, que ciertos fracasos de su acción no se deben a una inferioridad
ontológica de los hombres simples del pueblo, sino a la violencia de su acto
invasor. De modo general, éste es un momento difícil por el que atraviesan
muchos de los que hacen tal descubrimiento.
A pesar de que sienten la necesidad de renunciar a la
acción invasora, tienen en tal forma introyectados los patrones de la
dominación que esta renuncia pasa a ser una especie de muerte paulatina.
Renunciar al acto invasor significa, en cierta forma,
superar la dualidad en que se encuentran como dominados por un lado, como
dominadores, por otro.
Significa renunciar a todos los mitos de que se nutre
la acción invasora y dar existencia a una acción dialógica. Significa, por esto
mismo, dejar de estar sobre o “dentro”, como “extranjeros”, para estar con
ellos, como compañeros.
El “miedo a la libertad” se instaura entonces en
ellos. Durante el desarrollo de este proceso traumático, su tendencia natural
es la de racionalizar el miedo, a través de una serie de mecanismos de evasión.
Este “miedo a la libertad”, en técnicos que ni
siquiera alcanzaron a descubrir el carácter de acción invasora, es aún mayor
cuando se les habla del sentido deshumanizante de esta acción.
Frecuentemente, en los cursos de capacitación, sobre
todo en el momento de descodificación de situaciones concretas realizadas por
los participantes, llega un momento en que preguntan irritados al coordinador
de la discusión: “¿A dónde nos quiere llevar usted finalmente?” La verdad es
que el coordinador no los desea conducir, sino que desea inducir una acción.
Ocurre, simplemente, que al problematizarles una situación concreta, ellos
empiezan a percibir que al profundizar en el análisis de esta situación tendrán
necesariamente que afirmar o descubrir sus mitos.
Descubrir sus mitos y renunciar a ello es, en el
momento, un acto “violento” realizado por los sujetos en contra de sí mismos.
Afirmarlos, por el contrario, es revelarse. La única salida, como mecanismo de
defensa también, radica en transferir al coordinador lo propio de su práctica
normal: conducir, conquistar, invadir, como manifestaciones de la teoría
antidialógica de la acción.
Esta misma evasión se verifica, aunque en menor
escala, entre los hombres del pueblo, en la medida en que la situación concreta
de opresión los aplasta y la “asistencialización” los domestica.
Una de las educadoras del “Full Circle”, institución
de Nueva York, que realiza un trabajo educativo de efectivo valor, nos relató
el siguiente caso: “Al problematizar una situación codificada a uno de los
grupos de las áreas pobres de Nuera York sobre una situación concreta que
mostraba, en la esquina de una calle —la misma en que se hacía la reunión— una
gran cantidad de basura, dijo inmediatamente uno de los participantes: —Veo una
calle de África o de América Latina. —¿Y por qué no de Nueva York?, preguntó la
educadora. —Porque, afirmó, somos los Estados Unidos, y aquí no puede existir
esto.”
Indudablemente, este hombre y algunos de sus
compañeros, concordantes con él con su indiscutible “juego de conciencia”,
escapaban a una realidad que los ofendía y cuyo reconocimiento incluso los amenazaba.
Al participar, aunque precariamente, de una cultura
del éxito y del ascenso personales, reconocerse en una situación objetiva
desfavorable, para una conciencia enajenada, equivalía a frenar la propia
posibilidad de éxito.
Sea en éste, sea en el caso de los profesionales, la
fuerza determinante de la cultura en que se desarrollan los mitos introyectados
por los hombres es perfectamente visible. En ambos casos, ésta es la
manifestación de la cultura de la clase dominante que obstaculiza la afirmación
de los hombres como seres de decisión.
En el fondo, ni los profesionales a que hicimos
referencia, ni los participantes de la discusión citada en un barrio pobre de
Nueva York están hablando y actuando por sí mismos, como actores del proceso
histórico. Ni los unos ni los otros son teóricos o ideólogos de la dominación.
Al contrario, son un producto de ella que como tal se transforma a la vez en su
causa principal.
Este es uno de los problemas serios que debe enfrentar
la revolución en el momento de su acceso al poder. Etapa en la cual, exigiendo
de su liderazgo un máximo de sabiduría política, decisión y coraje, exige el
equilibrio suficiente para no dejarse caer en posiciones irracionales
sectarias.
Es que, indiscutiblemente, los profesionales, con o
sin formación universitaria y cualquiera que sea su especialidad, son hombres
que estuvieron bajo la “sobredeterminación de una cultura de dominación que los
constituyó como seres duales. Podrían, incluso, haber surgido de las clases
populares, y la deformación en el fondo sería la misma y quizá peor. Sin
embargo estos profesionales son necesarios a la reorganización de la nueva
sociedad. Y, dada que un gran número de ellos, aunque marcados por su “miedo a
la libertad” y renuentes a adherirse a una acción liberadora, son personas que
en gran medida están equivocadas, nos parece que no sólo podrían sino que
deberían ser recuperados por la revolución.
Esto exige de la revolución en el poder que,
prolongando lo que antes fue la acción cultural dialógica, instaure la “revolución
cultural”. De esta manera, el poder revolucionario, concienciado y
concienciador, no sólo es un poder sino un nuevo poder; un poder que no es sólo
el freno necesario a los que pretenden continuar negando a los hombres, sino
también la invitación valerosa a quienes quieran participar en la
reconstrucción de la sociedad.
En este sentido, la “revolución cultural” es la
continuación necesaria de la acción cultural dialógica que debe ser realizada
en el proceso anterior del acceso al poder.
La “revolución cultural” asume a la sociedad en
reconstrucción en su totalidad, en los múltiples quehaceres de los hombres,
como campo de su acción formadora.
La reconstrucción de la sociedad, que no puede hacerse
en forma mecanicista, tiene su instrumento fundamental en la cultura, y
culturalmente se rehace a través de la revolución.
Tal como la entendemos, la “revolución cultural” es el
esfuerzo máximo de concienciación que es posible desarrollar a través del poder
revolucionario, buscando llegar a todos, sin importar las tareas especificas
que éste tenga que cumplir.
Por esta razón, este esfuerzo no puede limitarse a una
mera formación tecnicista de los técnicos, ni cientificista de los científicos
necesarios a la nueva sociedad. Esta no puede distinguirse cualitativamente de
la otra de manera repentina, como piensan los mecanicistas en su ingenuidad, a
menos que ocurra en forma radicalmente global.
No es posible que la sociedad revolucionaria atribuya
a la tecnología las mismas finalidades que le eran atribuidas por la sociedad
anterior. Consecuentemente, varía también la formación que de los hombres se
haga.
En este sentido, la formación técnico-científica no es
antagónica con la formación humanista de los hombres, desde el momento en que
la ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al
servicio de la liberación permanente, de la humanización del hombre.
Desde este punto de vista, la formación de los
hombres, por darse en el tiempo y en el espacio, exige para cualquier quehacer:
por un lado, la comprensión de la cultura como supraestructura capaz de
mantener en la infraestructura, en proceso de transformación revolucionaria,
“supervivencias” del pasado;[30]
y por otro, el quehacer mismo, como instrumento de transformación de la
cultura.
En la medida en que la concienciación, en y por la
“revolución cultural”, se va profundizando, en la praxis creadora de la
sociedad nueva, los hombres van descubriendo las razones de la permanencia de
las “supervivencias” míticas, que en el fondo no son sino las realidades
forjadas en la vieja sociedad.
Así podrán, entonces, liberarse más rápidamente de
estos espectros, que son siempre un serio problema para toda revolución en la
medida en que obstaculizan la construcción de la nueva sociedad.
Por medio de estas “supervivencias”, la sociedad
opresora continúa “invadiendo”, invadiendo ahora a la sociedad revolucionaria.
Lo paradójico de esta “invasión” es, sin embargo, que
no la realiza la vieja élite dominadora reorganizada para tal efecto, sino que
la lucen los hombres que tomaron parte en la revolución.
“Alojando” al opresor, se resisten, como si fueran el
opresor mismo, de las medidas básicas que debe tomar el poder revolucionario.
Como seres duales, aceptan también, aunque en función
de las supervivencias, el poder que se burocratiza, reprimiéndolos violentamente.
Este poder burocrático y violentamente represivo
puede, a su vez, ser explicado a través de lo que Althusser[31]
denomina “reactivación de los elementos antiguos”, favorecidos ahora por
circunstancias especiales, en la nueva sociedad.
Por estas razones, defendemos el proceso
revolucionario como una acción cultural dialógica que se prolonga en una
“revolución cultural”, conjuntamente con el acceso al poder. Asimismo,
defendemos en ambas el esfuerzo serio y profundo de concienciación[32]
para que finalmente la revolución cultural,
al desarrollar la práctica de la confrontación permanente entre el liderazgo y
el pueblo, consolide la participación verdaderamente crítica de éste en el
poder.
De este modo, en la medida en que
ambos —liderazgo y pueblo— se van volviendo críticos, la revolución impide con mayor facilidad
el correr riesgos de burocratización que implican nuevas formas de opresión y
de “invasión”, que sólo son nuevas imágenes de la dominación.
La invasión cultural, que sirve a
la conquista y mantenimiento de la opresión, implica siempre la visión focal de
la realidad, la percepción de ésta como algo estático, la superposición de una
visión del mundo sobre otra. Implica la “superioridad” del invasor, la
“inferioridad” del invadido, la imposición de criterios, la
posesión del invadido, el miedo de perderlo.
Aún más, la invasión cultural
implica que el punto de decisión de la acción de los invadidos esté fuera de
ellos, en los dominadores invasores. Y, en tanto la decisión no radique en
quien debe decidir, sino que esté fuera de él, el primero sólo tiene la ilusión
de que decide.
Por esta razón no puede existir el
desarrollo socioeconómico en ninguna sociedad dual, refleja, invadida.
Por el contrario, para que exista
desarrollo es necesario que se verifique un movimiento de búsqueda, de acción
creadora, que tenga su punto de decisión en el ser mismo que lo realiza. Es
necesario, además, que este movimiento se dé no sólo en el espacio sino en el
tiempo propio del ser, tiempo del cual tenga conciencia.
De ahí que, si bien todo desarrollo
es transformación, no toda transformación es desarrollo.
La transformación
que se realiza en el “ser en sí” de una semilla que, en condiciones favorables,
germina y nace, no es desarrollo. Del mismo modo, la transformación del “ser en
sí” de un animal no es desarrollo. Ambos se transforman determinados por la
especie a que pertenecen y en un tiempo que no les pertenece, puesto que es el
tiempo de los hombres.
Estos, entre los seres
inconclusos, son los únicos que se desarrollan. Como seres históricos, como “seres
para
sí”, autobiográficos, su transformación, que es desarrollo, se da en un tiempo
que es suyo y nunca se da al margen de él.
Esta es la razón por la cual,
sometidos a condiciones concretas de opresión en las que se enajenan, transformados en
“seres para otros” del falso “ser para sí” de quien dependen, los hombres
tampoco se desarrollan auténticamente. Al prohibírseles el acto de decisión,
que se encuentra en el ser dominador, éstos sólo se limitan a seguir sus
prescripciones.
Los oprimidos sólo empiezan a
desarrollarse cuando, al superar la contradicción en que se encuentran, se
transforman en los “seres para sí”.
Si analizamos ahora una sociedad
desde la perspectiva del ser, nos parece que ésta sólo puede desarrollarse como
sociedad “ser para sí”, como sociedad libre. No es posible el desarrollo de sociedades
duales, reflejas, invadidas, dependientes de la sociedad metropolitana, en
tanto son sociedades enajenadas cuyo punto de decisión política, económica y
cultural se encuentra fuera de ellas: en la sociedad metropolitana. En última
instancia, es ésta quien decide los destinos de aquéllas, que sólo se
transforman.
Precisamente entendidas como
“seres para otro”, como sociedades oprimidas, su transformación interesa a la
metrópoli.
Por estas razones, es necesario no
confundir desarrollo con modernización. Ésta, que casi
siempre se realiza en forma inducida, aunque alcance a ciertos sectores de la
población de la “sociedad satélite”, en el fondo sólo interesa a la sociedad
metropolitana. La sociedad simplemente modernizada, no desarrollada, continúa
dependiente del centro externo, aun cuando asuma, por mera delegación, algunas
áreas mínimas de decisión. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con cualquier
sociedad dependiente, en tanto se mantenga en su calidad de tal.
Estamos convencidos que a fin de comprobar si una
sociedad se desarrolla o no debemos ultrapasar los criterios utilizados en el
análisis de sus índices de ingreso per cápita que, estadísticamente
mecanicistas, no alcanzan siquiera a expresar la verdad. Evitar, asimismo, los
que se centran únicamente en el estudio de la renta bruta. Nos parece que el
criterio básico, primordial, radica en saber si la sociedad es o no un “ser
para sí”, vale decir, libre. Si no lo es, estos criterios indicarán sólo su
modernización mas no su desarrollo.
La contradicción principal de las sociedades duales
es, realmente, la de sus relaciones de dependencia que se establecen con la
sociedad metropolitana. En tanto no superen esta contradicción, no son “seres
para sí” y, al no serlo, no se desarrollan.
Superada la contradicción, lo que antes era mera
transformación asistencializadora principalmente en beneficio de la metrópoli
se vuelve verdadero desarrollo, en beneficio del “ser para sí”.
Por esto, las soluciones meramente reformistas que
estas sociedades intentan poner en práctica, llegando algunas de ellas a
asustar e incluso aterrorizar a los sectores más reaccionarios de sus élites,
no alcanzan a resolver sus contradicciones.
Casi siempre, y quizás siempre, estas soluciones
reformistas son inducidas por las mismas metrópolis como una respuesta renovada
que les impone el propio proceso histórico con el fin de mantener su hegemonía.
Es como si la metrópoli dijera, y no es necesario
decirlo: “Hagamos las reformas, antes que las sociedades dependientes hagan la
revolución”.
Para lograrlo, la sociedad metropolitana no tiene
otros caminos sino los de la conquista, la manipulación, la invasión económica
y cultural (a veces militar) de la sociedad dependiente.
Invasión económica y cultural en que las élites
dirigentes de la sociedad dominada son, en gran medida, verdaderas metástasis
de las élites dirigentes de la sociedad metropolitana.
Después de este análisis en torno de la teoría de la
acción antidialógica, al cual damos un carácter solamente aproximativo, podemos
repetir lo que venimos afirmando a través de todo este ensayo: la imposibilidad
de que el liderazgo revolucionario utilice los mismos procedimientos
antidialógicos utilizados por los opresores para oprimir. Por el contrario, el camino
del liderazgo revolucionario debe ser el del diálogo, el de la comunicación, el
de la confrontación cuya teoría analizaremos a continuación.
Previamente, discutamos, sin embargo, un punto que nos
parece de real importancia para lograr una mayor aclaración de nuestras posiciones.
Queremos hacer referencia al momento de la
constitución del liderazgo revolucionario y a algunas de sus consecuencias
básicas, de carácter histórico y sociológico, para el proceso revolucionario.
En forma general, este liderazgo es encarnado por
hombres que de una forma u otra participaban de los estratos sociales de los
dominadores.
En un momento determinado de su experiencia
existencial, bajo ciertas condiciones históricas, éstos renuncian, en un acto
de verdadera solidaridad (por lo menos así lo esperamos), a la clase a la cual
pertenecen y adhieren a los oprimidos. Dicha adhesión, sea como resultante de
un análisis científico de la realidad o no, cuando es verdadera implica un acto
de amor y de real compromiso.[33]
Esta adhesión a los oprimidos implica un caminar hacia
ellos. Una comunicación con ellos.
Las masas populares necesitan descubrirse en el liderazgo
emergente y éste en las masas. En el momento en que el liderazgo emerge como
tal, necesariamente se constituye como contradicción de las élites dominadoras.
Las masas oprimidas, que son también contradicción objetiva
de estas élites, “comunican” esta contradicción al liderazgo emergente.
Esto no significa, sin embargo, que las masas hayan alcanzado
un grado tal de percepción de su opresión, de la cual puede resultar el
reconocerse críticamente en antagonismo con aquéllas.[34]
Pueden estar en una postura de “adherencia” al opresor,
tal como señalamos con anterioridad.
También es posible que, en función de ciertas
condiciones históricas objetivas, hayan alcanzado, si no una visualización
clara de su opresión, una casi “claridad” de ésta.
Si, en el primer caso, su “adherencia” o casi
“adherencia” al opresor no les posibilita localizarlo, repitiendo a Fanon, fuera
de ellas, en el segundo, localizándolo, se reconocen, a un nivel crítico, en
antagonismo con él.
En un primer momento, “alojado” en ellas el opresor,
su ambigüedad las lleva a temer más y más a la libertad. Apelan a explicaciones
mágicas o a una falsa visión de Dios —estimulada por los opresores— a quien
fatalmente transfieren la responsabilidad de su estado de oprimidos.[35]
Sin creer en sí mismas, destruidas, desesperanzadas,
estas masas difícilmente buscan su liberación, en cuyo acto de rebeldía incluso
pueden ver una ruptura desobediente a la voluntad de Dios —una especie de
enfrentamiento indebido con el destino. De ahí la necesidad, que tanto
subrayamos, de problematizarlas con respecto a los mitos con que las nutre la
opresión.
En el segundo caso, vale decir una vez alcanzada la
claridad o casi claridad de la opresión, factor que las lleva a localizar el
opresor fuera de ellas, aceptan la lucha para superar la contradicción en que
están. En este momento superan la distancia mediadora entre las “necesidades de
clase” objetivas y la “con-ciencia de clase”.
En la primera hipótesis, el liderazgo revolucionario
se transforma, dolorosamente y sin quererlo, en contradicción de las masas.
En la segunda, al emerger el liderazgo, recibe la
adhesión casi instantánea y simpática de las masas, que tiende a crecer durante
el proceso de la acción revolucionaria.
De ahí que el camino que hace hasta ellas el liderazgo
es espontáneamente dialógico. Existe una empatía casi inmediata entre las masas
y el liderazgo revolucionario. El compromiso entre ellos se establece en forma
casi repentina. Ambas se sienten cohermanadas en la misma representatividad,
como contradicción de las elites dominadoras.
En este momento se instaura el diálogo entre ellas y
difícilmente puede romperse. Diálogo que continúa con el acceso al poder, el
cual las masas realmente saben suyo.
Esto no disminuye en nada el espíritu de lucha, el
valor, la capacidad de amor, la valentía del liderazgo revolucionario.
El liderazgo de Fidel Castro y de sus compañeros,
llamados en su época “aventureros irresponsables”, un liderazgo eminentemente
dialógico, se identificó con las masas sometidas a una brutal violencia, la de
la dictadura de Batista.
Con esto no queremos afirmar que esta adhesión se dio
fácilmente. Exigió el testimonio valeroso, la valentía de amar al pueblo y de
sacrificarse por él. Exigió el testimonio de la esperanza permanente por
reiniciar la tarea después de cada desastre, animados por la victoria que,
forjada por ellos con el pueblo, no era sólo de ellos, sino de ellos y del
pueblo o de ellos en tanto pueblo.
Fidel polarizó sistemáticamente la adhesión de las
masas que, además de la situación objetiva de opresión en que estaban, hablan,
de cierta forma, empezado a romper su “adherencia” con el opresor en función de
su experiencia histórica.
Su “alejamiento del opresor las estaba llevando a
“objetivarlo”, reconociéndose así como su contradicción antagónica. De ahí que
Fidel jamás se haya hecho contradicción de ellas. Era de esperarse alguna deserción,
o alguna traición como las registradas por Guevara en su Pasajes de la
guerra revolucionaria, en el que hace referencia a las múltiples adhesiones
del pueblo por la
Revolución.
De esta manera, el camino que recorre el liderazgo
revolucionario hasta las masas, en función de ciertas condiciones históricas, o
se realiza horizontalmente, constituyendo ambas un solo cuerpo contradictorio
del opresor o. verificándose triangularmente, lleva el liderazgo revolucionario
a “habitar” el vértice del triángulo, contradiciendo también a las masas
populares.
Esta condición, como ya hemos señalado, se les impone
por el hecho de que las masas no han alcanzado aún la visión crítica o poco
menos de la realidad opresora. Sin embargo, el liderazgo revolucionario casi
nunca percibe que está siendo contradicción de las masas. Quizá por un
mecanismo de defensa se resiste a visualizar dicha percepción que es realmente
dolorosa.
No es fácil que el liderazgo, que emerge por un gesto
de adhesión a las masas oprimidas, se reconozca como contradicción de éstas.
Esto nos parece un dato importante para analizar
ciertas formas de comportamiento del liderazgo revolucionario, que aunque sin
ser necesariamente una contradicción antagónica y sin desearlo se constituyen
como contradicción de las masas populares.
El liderazgo revolucionario, indudablemente, necesita
de la adhesión de las masas populares para llevar a cabo la revolución.
En la hipótesis en que la contradiga, al buscar esta
adhesión y sorprender en ellas un cierto alejamiento, una cierta desconfianza,
puede confundir esta desconfianza y aquel alejamiento como si fuesen índices de
una natural incapacidad de ellas. Reduce, entonces, lo que es un momento
histórico de la conciencia popular a una deficiencia intrínseca de las mismas.
Y, al necesitar de su adhesión a la lucha, para llevar a cabo la revolución y
desconfiar al mismo tiempo de las masas desconfiadas, se deja tentar por los
mismos procedimientos que la élite dominadora utiliza para oprimir.
Racionalizando su desconfianza, se refiere a la imposibilidad del diálogo con
las masas populares antes del acceso al poder, inscribiendo de esta manera su
acción en la matriz de la teoría antidialógica. De ahí que muchas veces, al
igual que la élite dominadora, intente la conquista de las masas, se transforme
en mesiánica, utilice la manipulación y realice la invasión cultural. Por estos
caminos, caminos de opresión, el liderazgo o no hace la revolución o, si la
hace, ésta no es verdadera.
El papel de liderazgo revolucionario, en cualquier
circunstancia y aún más en ésta, radica en estudiar seriamente, en cuanto
actúa, las razones de esta o de aquella actitud de desconfianza de las masas y
buscar los verdaderos caminos por los cuales pueda llegar a la comunión con
ellas. Comunión en el sentido de ayudarlas a que se ayuden en la visualización
critica de la realidad opresora que las torna oprimidas.
La conciencia dominada existe, dual, ambigua, con sus
temores y desconfianzas.[36]
En su diario sobre la lucha en Bolivia, el comandante
Guevara se refiere, en varias oportunidades, a la falta de participación
campesina, afirmando textualmente: “La movilización campesina es inexistente,
salvo en las tareas de información que molestan algo, pero no son muy rápidos
ni eficientes; los podremos anular”. Y en otro párrafo: “Falta completa de
incorporación campesina aunque nos van perdiendo el miedo y se logra la
admiración de los campesinos. Es una tarea lenta y paciente”.[37]
Explicando este miedo y la poca eficiencia de los campesinos, vamos a encontrar
en ellos, como conciencias dominadas, al opresor introyectado. “...Son
impenetrables como las piedras: cuando se les habla parece que en la
profundidad de sus ojos 'se mofaran'.” Es que, por detrás de estos ojos
desconfiados, de esta impenetrabilidad de los campesinos, estaban los ojos del
opresor, introyectado en ellos.
Las mismas formas y comportamiento de los oprimidos,
su manera de “estar siendo” resultante de la opresión y del alojo del opresor,
exigen al revolucionario otra teoría de la acción radicalmente diferente de la
que ilumina la práctica de la acción cultural que acabamos de analizar.
Lo que distingue al liderazgo revolucionario de la
élite dominadora no son sólo los objetivos, sino su modo distinto de actuar. Si
actúan en igual forma sus objetivos se identifican.
Por esta razón afirmamos con anterioridad que era
paradójico que una élite dominadora problematizara las relaciones hombre-mundo
a los oprimidos, como lo es el que el liderazgo revolucionario no lo haga.
Analicemos ahora la teoría de la acción cultural
dialógica, intentando, como en el caso anterior, descubrir sus elementos
constitutivos.
Colaboración
En tanto en la teoría de la acción antidialógica la
conquista, como su primera característica, implica un sujeto que, conquistando
al otro, lo transforma en objeto, en la teoría dialógica de la acción, los
sujetos se encuentran, para la transformación del mundo, en colaboración. El yo
antidialógico, dominador, transforma el tú dominado, conquistado, en mero
“esto”.
El yo dialógico, por el contrario, sabe que es
precisamente el tú quien lo constituye. Sabe también que, constituido por un tú
—un no yo— ese tú se constituye, a su vez, como yo, al tener en su yo un tú. De
esta forma, el yo y el tú pasan a ser, en la dialéctica de esas relaciones
constitutivas, dos tú que se hacen dos yo.
No existe, por lo tanto, en la teoría dialógica de la
acción, un sujeto que domina por la conquista y un objeto dominado. En lugar de
esto, hay sujetos que se encuentran para la pronunciación del mundo, para su
transformación.
Si las masas populares dominadas, por todas las
consideraciones que hemos ido haciendo son incapaces, en un cierto momento de
la historia, de responder a su vocación de ser sujeto, podrán realizarse a
través de la problematización de su propia opresión, que implica siempre una forma
determinada de acción.
Esto no significa que, en el quehacer dialógico, no
exista lugar para el liderazgo revolucionario.
Significa, sólo, que el liderazgo no es propietario de
las masas populares, a pesar de que a él se le reconoce un papel importante,
fundamental, indispensable.
La importancia de su papel, sin embargo, no lo
autoriza para mandar a las masas populares, ciegamente, hacia su liberación. Si
así fuese, este liderazgo repetiría el mesianismo salvador de las élites
dominadoras, aunque, en este caso, estuviera intentando la “salvación” de las
masas populares.
En esta hipótesis, la liberación o la salvación de las
masas populares sería un regalo, una donación que se hace a las masas, lo que
rompería el vinculo dialógico entre ambas, convirtiéndolas, de coautores de la
acción liberadora, en objetos de esta acción.
La colaboración, como característica de la acción
dialógica, la cual sólo se da entre sujetos, aunque en niveles distintos de
función y por lo tanto de responsabilidad, sólo puede realizarse en la
comunicación.
El diálogo, que es siempre comunicación, sostiene la
colaboración. En la teoría de la acción dialógica, no hay lugar para la
conquista de las masas para los ideales revolucionarios, sino para su adhesión.
El diálogo no impone, no manipula, no domestica, no
esloganiza.
No significa esto que la teoría de la acción dialógica
no conduzca a nada. Como tampoco significa qua el dialógico deje de tener una
conciencia clara de lo que quiere. de los objetivos con los cuales se comprometió.
El liderazgo revolucionario, comprometido con las
masas oprimidas, tiene un compromiso con la libertad. Y, dado que su compromiso
es con las masas oprimidas para que se liberen, no puede pretender
conquistarlas, sino buscar su adhesión para la liberación.
La adhesión conquistada no es adhesión, es sólo
“adherencia” del conquistado al conquistador por medio de la prescripción de
las opciones de éste hacia aquél. La adhesión verdadera es la coincidencia
libre de opciones. Sólo puede verificarse en la intercomunicación de los
hombres, mediando la realidad.
De ahí que, por el contrario de lo que ocurre con la
conquista, en la teoría antidialógica de la acción, que mitifica la realidad
para mantener la dominación, en la colaboración, exigida por la teoría
dialógica de la acción, los sujetos se vuelcan sobre la realidad de la que
dependen, que, problematizada, los desafía. La respuesta a los desafíos de la
realidad problematizada es ya la acción de los sujetos dialógicos sobre ella,
para transformarla.
Problematizar, sin embargo, no es esloganizar, sino
ejercer un análisis critico sobre la realidad-problema.
Mientras en la teoría antidialógica las masas son el
objeto sobre el que incide la acción de la conquista, en la teoría de la acción
dialógica son también sujetos a quien les cabe conquistar el mundo. Si, en el
primero de los casos, se alienan cada vez más, en el segundo transforman el
mundo para la liberación de los hombres.
Mientras en la teoría antidialógica la élite
dominadora mitifica el mundo para dominar mejor, con la teoría dialógica exige
el descubrimiento del mundo. Si en la mitificación del mundo y de los hombres existen
un sujeto que mitifica y objetos mitificados, no se da lo mismo en el
descubrimiento del mundo, que es su desmitificación.
En este caso, nadie descubre el mundo al otro, aunque
cuando un sujeto inicie el esfuerzo de descubrimiento de los otros, es preciso
que éstos se transformen también en sujetos en el acto de descubrir.
El descubrimiento del mundo y de si mismos, en la
praxis auténtica, hace posible su adhesión a las masas populares.
Dicha adhesión coincide con la confianza que las masas
populares comienzan a tener en si mismas y en el liderazgo revolucionario,
cuando perciben su dedicación, su autenticidad en la defensa de la liberación
de los hombres.
La confianza de las masas en el liderazgo, implica la
confianza que éstas tengan en ellas.
Por esto, la confianza en las masas populares
oprimidas no puede ser una confianza ingenua.
El liderazgo debe confiar en las potencialidades de
las masas a las cuales no puede tratar como objetos de su acción. Debe confiar
en que ellas son capaces de empeñarse en la búsqueda de su liberación y
desconfiar siempre de la ambigüedad de los hombres oprimidos.
Desconfiar de los hombres oprimidos, no es desconfiar
de ellos en tanto hombres, sino desconfiar del opresor “alojado” en ellos.
De este modo, cuando Guevara[38],
llama la atención del revolucionario —“desconfianza, desconfiar al principio
hasta de la propia sombra, de los campesinos amigos, de los informantes, de los
guías, de los contactos”—, no está rompiendo la condición fundamental de la
teoría de la acción dialógica. Está sólo siendo realista.
Es que la confianza, aunque base del diálogo, no es un
a priori de éste, sino una resultante del encuentro en que los
hombres se transforman en sujetos de la denuncia del mundo para su
transformación.
De ahí que, mientras los oprimidos sean el opresor que
tienen “dentro” más que ellos mismos, su miedo natural a la libertad puede
llevarlos a la denuncia, no de la realidad opresora sino del liderazgo
revolucionario.
Por esto mismo, no pudiendo el liderazgo caer en la
ingenuidad, debe estar atento en lo que se refiere a estas posibilidades.
En el relato que hemos citada, hecho por Guevara sobre
la lucha en Sierra Maestra, relato en el cual se destaca la humildad como una
constante, se comprueban estas posibilidades, no sólo como deserciones de la
lucha, sino en la traición misma de la causa.
Muchas veces al reconocer en su relato la necesidad
del castigo para el desertor, a fin de mantener la cohesión y la disciplina del
grupo, reconoce también ciertas razones explicativas de la deserción. Una de
ellas, quizá la más importante, es la de la ambigüedad del ser del desertor.
Desde la perspectiva que defendemos, es impresionante
leer un trozo del relato en que Guevara se refiere a su presencia, no sólo como
guerrillero sino como médico, en una comunidad campesina de Sierra Maestra.
“Allí empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio
definitivo en la vida del pueblo. La idea de la Reforma Agraria se
hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en
parte definitiva de nuestro ser. La guerrilla y el campesinado —continúa— se
iban fundiendo en una sola masa, sin que nadie pueda decir en qué momento se
hizo íntimamente verídico lo proclamado y fuimos parte del campesinado. Sólo sé
—agrega Guevara—, en lo que a mí respecta, que aquellas consultas a los
guajiros de la Sierra
convirtieron la decisión espontánea y algo lírica en una fuerza de distinto
valor y más serena.
“Nunca han sospechado —concluye con humildad— aquellos
sufridos y leales pobladores de la Sierra Maestra , el papel que desempeñaron como
forjadores de nuestra ideología revolucionaria.”[39]
Fue así, a través de un diálogo con las masas
campesinas, como su praxis revolucionaria tomó un sentido definitivo. Sin
embargo, lo que Guevara no expresó, debido quizá a su humildad, es que fueron
precisamente esta humildad y su capacidad de amar las que hicieron posible su
“comunión” con el pueblo. Y esta comunión, indudablemente dialógica, se hizo
colaboración.
Obsérvese cómo un líder como Guevara, que no subió a la Sierra con Fidel y sus
compañeros como un joven frustrado en busca de aventuras, reconoce que su
comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva
de su ser (en el texto; nuestro ser).
Incluso en su estilo inconfundible al narrar los
momentos de su experiencia y la de sus compañeros, al referirse a sus
encuentros con los campesinos “leales y humildes”, en un lenguaje a veces
evangélico, este hombre excepcional revelaba una profunda capacidad de amar y
comunicarse.
De ahí la fuerza de su testimonio, tan ardiente como
el del sacerdote guerrillero, Camilo Torres.
Sin esta comunión, que genera la verdadera
colaboración, el pueblo había sido objeto del hacer revolucionario de los
hombres de la Sierra. Y ,
como tal, no habría podido darse la adhesión a que se refiere. Cuando mucho,
habría “adherencia”, con la cual no se hace una revolución, sino que se
verifica la dominación.
Lo que exige la teoría de la acción dialógica es que,
cualquiera que sea el momento de la acción revolucionaria, ésta no puede
prescindir de la comunión con las masas populares.
La comunión provoca la colaboración, la que conduce al
liderazgo y, a las masas, a aquella “fusión” a que se refiere el gran líder
recientemente desaparecido. Fusión que sólo existe si la acción revolucionaria
es realmente humana[40]
y, por ello, simpática, amorosa, comunicante y humilde, a fin de que sea
liberadora.
La revolución es biófila, es creadora de vida, aunque
para crearla sea necesario detener las vidas que prohíben la vida.
No existe la vida sin la muerte, así como no existe la
muerte sin la vida. Pero existe también una “muerte en vida”. Y la “muerte en
vida es, exactamente, la vida a la cual se le prohíbe ser”.
Creemos que ni siquiera es necesario utilizar datos estadísticos
para demostrar cuántos, en Brasil y en América Latina en general, son los
“muertos en vida”, son “sombras” de gente, hombres, mujeres, niños,
desesperados y sometidos[41]
a una permanente “guerra invisible” en la que el poco de vida que les resta va
siendo devorado por la tuberculosis, por la diarrea infantil, por mil
enfermedades de la miseria, muchas de las cuales son denominadas “dolencias
tropicales” por la alienación.
Frente a situaciones como ésta, señala el padre Chenu,
muchos, tanto entre los padres conciliares como entre los laicos informados,
temen que, al considerar las necesidades y miserias del mundo, nos atengamos a
una apostasía conmovedora a fin de paliar la miseria y la injusticia en sus
manifestaciones y sus síntomas, sin que se llegue a un análisis de las causas,
a la denuncia del régimen que segrega esta injusticia y engendra esta miseria.[42]
Lo que defiende la teoría dialógica de la acción es
que la denuncia del “régimen que segrega esta injusticia y engendra esta
miseria” sea hecha con sus victimas a fin de buscar la liberación de los
hombres, en colaboración con ellos.
Unir para la liberación
Si en la teoría de la acción antidialógica se impone,
necesariamente, el que los dominadores provoquen la división de los oprimidos
con el fin de mantener más fácilmente la opresión, en la teoría dialógica de la
acción, por el contrario, el liderazgo se obliga incansablemente a desarrollar
un esfuerzo de unión de los oprimidos entre sí y de éstos con él para lograr la
liberación.
Como en cualquiera de las categorías de la acción
dialógica, el problema central con que en ésta, como en las otras, se enfrenta,
es que ninguna de ellas se da fuera de la praxis.
Si a la élite dominante le es fácil, o por lo menos no
le es tan difícil, la praxis opresora, no es lo mismo lo que se verifica con el
liderazgo revolucionario al intentar la praxis liberadora.
Mientras la primera cuenta con los instrumentos del
poder, los segundos se encuentran bajo la fuerza de este poder.
La primera se organiza a sí misma libremente, y, aun
cuando tenga divisiones accidentales y momentáneas, se unifica rápidamente
frente a cualquier amenaza a sus intereses fundamentales. La segunda, que no
existe sin las masas populares, en la medida en que es una contradicción
antagónica de la primera, tiene, en esta condición, el primer óbice a su propia
organización.
Sería una inconsecuencia de la élite dominadora si
consintiera en la organización del liderazgo revolucionario, vale decir, en la
organización de las masas oprimidas, pues aquélla no existe sin la unión de
éstas entre sí.
Y de éstas con el liderazgo.
Mientras que, para la élite dominadora, su unidad
interna implica la división de las masas populares para el liderazgo
revolucionario, su unidad sólo existe en la unidad de las masas entre si y con
él. La primera existe en la medida en que existe su antagonismo con las masas;
la segunda, en razón de su comunión con ellas que, por esto mismo, deben estar
unidas y no divididas.
La situación concreta de opresión, al dualizar el yo
del oprimido, al hacerlo ambiguo, emocionalmente inestable, temeroso de la
libertad, facilita la acción divisora del dominador en la misma proporción en
que dificulta la acción unificadora indispensable para la práctica liberadora.
Aún más, la situación objetiva de dominación es, en sí
misma, una situación divisora. Empieza por separar el yo oprimido en la medida
en que, manteniendo una posición de “adherencia” a la realidad que se le
presenta como algo omnipotente, aplastador, lo aliena en entidades extrañas,
explicadoras de este poder.
Parte de su yo se encuentra en la realidad a la que se
haya “adherido”, parte afuera, en la o las entidades extrañas, a las cuales
responsabiliza por la fuerza de la realidad objetiva y frente a la cual no le
es posible hacer nada. De ahí que sea éste igualmente un yo dividido entre un
pasado y un presente iguales y un futuro sin esperanzas que, en el fondo, no
existe. Un yo que no se reconoce siendo, y por esto no puede tener, en lo que todavía
ve, el futuro que debe construir en unión con otros.
En la medida en que sea capaz de romper con la
“adherencia”, objetivando la realidad de la cual emerge, se va unificando como
yo, como sujeto frente al objeto. En este momento, en que rompe también la
falsa unidad de su ser dividido, se individualiza verdaderamente.
De este modo, si para dividir es necesario mantener el
yo dominado “adherido” a la realidad opresora, mitificándola, para el esfuerzo
de unión el primer paso lo constituye la desmitificación de la realidad.
Si a fin de mantener divididos a los oprimidos se hace
indispensable una ideología de la opresión, para lograr su unión es
imprescindible una forma de acción cultural a través de la cual conozcan el porqué
y el cómo de su “adherencia” a la realidad que les da un conocimiento
falso de sí mismos y de ella. Es necesario, por lo tanto, desideologizar.
Por eso el esfuerzo por la unión de los oprimidos no
puede ser un trabajo de mera esloganización ideológica. Este, distorsionando la
relación auténtica entre el sujeto y la realidad objetiva, separa también lo cognoscitivo
de lo afectivo y de lo activo, que, en el fondo, son una
totalidad no dicotomizable.
Realmente, lo fundamental de la acción dialógico-liberadora,
no es “desadherir” a los oprimidos de una realidad mitificada en la cual se
hallan divididos, para “adherirlos” a otra.
El objetivo de la acción dialógica radica, por el
contrario, en proporcionar a los oprimidos el reconocimiento del porqué y del
como de su “adherencia”, para que ejerzan un acto de adhesión a la praxis
verdadera de transformación de una realidad injusta.
El significar, la unión de los oprimidos, la relación
solidaria entre sí, sin importar cuáles sean los niveles reales en que éstos se
encuentren como tales, implica, indiscutiblemente, una conciencia de clase.
La “adherencia” a la realidad en que se encuentran los
oprimidos, sobre todo aquellos que constituyen las grandes masas campesinas de
América Latina, exige que la conciencia de la clase oprimida pase, si no antes,
por lo menos concomitantemente, por la conciencia del hombre oprimido.
Proponer a un campesino europeo, posiblemente, su
condición de hombre como un problema, le parecerá algo extraño.
No será lo mismo hacerlo a campesinos latinoamericanos
cuyo mundo, de modo general, se “acaba en las fronteras del latifundio y cuyos
gestos repiten, de cierta manera, aquellos de los animales y los árboles;
campesinos que, “inmersos” en el tiempo, se consideran iguales a éstos.
Estamos convencidos de que es indispensable que estos
hombres, adheridos de tal forma a la naturaleza y a la figura del opresor, se
perciban como hombres a quienes se les ha prohibido estar siendo.
La “cultura del silencio”, que se genera en la
estructura opresora. y bajo cuya fuerza condicionante realizan su experiencia
de “objetos”, necesariamente los constituye ele esta forma.
Descubrirse, por lo tanto, a través de una modalidad
de acción cultural, dialógica, problematizadora de sí mismos en su enfrentamiento
con el mundo, significa, en un primer momento, que se descubran como Pedro,
Antonio o Josefa, con todo el profundo significado que tiene este
descubrimiento.
Descubrimiento que implica una percepción distinta del
significado de los signos. Mundo, hombre, cultura, árboles, trabajo, animal,
van asumiendo un significado verdadero que antes no tenían.
Se reconocen ahora como seres transformadores de la
realidad, algo que para ellos era misterioso, y transformadores de esa realidad
a través de su trabajo creador.
Descubren que, como hombres, no pueden continuar
siendo “objetos” poseídos, y de la toma de conciencia de sí mismos como hombres
oprimidos derivan a la conciencia de clase oprimida.
Cuando el intento de unión de los campesinos se
realiza en base a prácticas activistas, que giran en torno de lemas y no
penetran en esos aspectos fundamentales, lo que puede observarse es una
yuxtaposición de los individuos, yuxtaposición que le da a su acción un
carácter meramente mecanicista.
La unión de los oprimidos es un quehacer que se da en
el dominio de lo humano y no en el de las cosas. Se verifica, por eso mismo, en
la realidad que solamente será auténticamente comprendida al captársela en la
dialecticidad entre la infra y la supra-estructura.
A fin de que los oprimidos se unan entre sí, es
necesario que corten el cordón umbilical de carácter mágico o mítico, a través
del cual se encuentran ligados al mundo de la opresión.
La unión entre ellos no puede tener la misma
naturaleza que sus relaciones con ese mundo.
Por eso la unión de los oprimidos es realmente
indispensable al proceso revolucionario y ésta le exige al proceso que sea,
desde su comienzo, lo que debe ser: acción cultural.[43]
Acción cultural cuya práctica, para conseguir la
unidad de los oprimidos, va a depender de la experiencia histórica y
existencial que ellos están teniendo, en esta o aquella estructura.
En tanto los campesinos se encuentran en una realidad
“cerrada”, cuyo centro de decisiones opresoras es “singular” y compacto, los
oprimidos urbanos se encuentran en un contexto que está “abriéndose” y en el
cual el centro de mando opresor se hace plural y complejo.
En el primero, los dominados se encuentran bajo la
decisión de la figura dominadora que encarna, en su persona, el sistema opresor
en sí; en el segundo caso, se encuentran sometidos a una especie de
“impersonalidad opresora”.
En ambos casos existe una cierta “invisibilidad” del
poder opresor. En el primero, dada su proximidad a los oprimidos; en el
segundo, dada su difusividad.
Las formas de acción cultural, en situaciones
distintas como éstas, tienen el mismo objetivo: aclarar a los oprimidos la
situación concreta en que se encuentran, que media entre ellos y los opresores,
sean aquéllas visibles o no.
Sólo estas formas de acción que se oponen, por un lado,
a los discursos verbalistas inoperantes y, por otro, al activismo mecanicista,
pueden oponerse también a la acción divisora de las elites dominadoras y
dirigir su atención en dirección a la unidad de los oprimidos.
Organización
En tanto en la teoría de la acción antidialógica, la
manipulación útil a la conquista se impone como condición indispensable al acto
dominador, en la teoría dialógica de la acción nos encontramos con su opuesto
antagónico: el de la organización de las masas populares.
Organización que no está sólo directamente ligada a su
unidad, sino que es un desdoblamiento natural, producto de la unidad de las
masas populares.
De este modo, al buscar la unidad, el liderazgo busca
también la organización de las masas, factor que implica el testimonio que debe
prestarles a fin de demostrar que el esfuerzo de liberación es una tarea en
común.
Dicho testimonio, constante, humilde y valeroso en el
ejercicio de una tarea común —la de la liberación de los hombres—, evita el
riesgo de los “dirigismos antidialógicos”.
Lo que puede variar en función de las condiciones
históricas de una sociedad determinada es la forma de dar testimonio. El
testimonio en sí, es, sin embargo, un elemento constitutivo de la acción
revolucionaria.
Es por esto por lo que se impone la necesidad de un
conocimiento claro y cada vez más crítico del momento histórico en que se da la
acción de la visión del mundo que tengan o estén teniendo las masas populares,
de una clara percepción sobre lo que sea la contradicción principal y el
principal aspecto de la contradicción que vive la sociedad, a fin de determinar
el contenido y la forma del testimonio.
Siendo históricas estas dimensiones del testimonio, el
dialógico que es dialéctico no puede simplemente trasladarse de uno a otro
extremo sin un análisis previo. De no ser así, absolutiza lo relativo y,
mitificándolo, no puede escapar a la alienación.
El testimonio, en la teoría dialógica de la acción, es
una de las connotaciones principales del carácter cultural y pedagógico de la
revolución.
Entre los elementos constitutivos del testimonio, los
cuales no varían históricamente, se cuentan la coherencia entre la palabra y el
acto de quien testifica; la osadía que lo lleva a enfrentar la existencia como
un riesgo permanente; la radicalización, y nunca la sectarización, de la opción
realizada, que conduce a la acción no sólo a quien testifica sino a aquellos a
quienes da su testimonio; la valentía de amar que, creemos quedó claro, no
significa la acomodación a un mundo injusto, sino la transformación de este
mundo para una creciente liberación de los hombres; la creencia en las masas
populares, en tanto el testimonio se dirige hacia ellas, aunque afecte,
igualmente, a las élites dominadoras que responden a él según su forma normal
de actuar.
Todo testimonio auténtico, y por ende crítico, implica
la osadía de correr riesgos, siendo uno de ellos el de no lograr siempre, o de
inmediato, la adhesión esperada de las masas populares.
Un testimonio que, en cierto momento y en ciertas
condiciones, no fructificó, no significa que mañana no pueda fructificar. En la
medida en que el testimonio no es un gesto que se dé en el aire, sino una
acción, un enfrentamiento con el mundo y con los hombres, no es estático. Es
algo dinámico que pasa a formar parte de la totalidad del contexto de la
sociedad en que se dio. De ahí en adelante, ya no se detiene.[44]
Mientras que, en la teoría de la acción antidialógica,
la manipulación, “al anestesiar a las masas populares”, facilita su dominación,
en la acción dialógica la manipulación cede lugar a la verdadera organización.
Así como en la acción antidialógica la manipulación sirve sólo para conquistar,
en la acción dialógica el testimonio osado y amoroso sirve a la organización.
Esta, a su vez, no sólo está ligada a la unión de las masas sino que es una
consecuencia natural de esta unión.
Es por eso por lo que afirmamos: al buscar la unidad,
el liderazgo busca también la organización de las masas populares.
Es importante, sin embargo, destacar que, en la teoría
dialógica de la acción, la organización no será jamás una yuxtaposición de
individuos que, gregarizados, se relacionen mecanicistamente.
Éste es un riesgo sobre el cual debe estar advertido
el hombre verdaderamente dialógico.
Si para la élite dominadora la organización es la de sí
misma, para el liderazgo revolucionario la organización es de él con las masas
populares.
En el primer caso, la élite dominadora organizándose
estructura cada vez más su poder con el cual cosifica y domina en forma más
eficiente; en el segundo, la organización corresponde sólo a su naturaleza y a
su objetivo si es, en sí, práctica de la libertad. En este sentido no es
posible confundir la disciplina indispensable a toda organización con la mera
conducción de las masas.
Sin liderazgo, disciplina, orden, decisión, objetivos,
tareas que cumplir y cuentas que rendir, no existe organización, y sin ésta se
diluye la acción revolucionaria. Sin embargo, nada de esto justifica el manejo
y la cosificación de las masas populares.
El objetivo de la organización, que es liberador, se
niega a través de la cosificación de las masas populares, se niega si el
liderazgo manipula a las masas. Estas ya se encuentran manipuladas y
cosificadas por la opresión.
Hemos señalado ya, mas es bueno repetirlo, que los
oprimidos se liberan como hombres y no como objetos.
La organización de las masas populares en clases es el
proceso a través del cual el liderazgo revolucionario, a quienes, como a las
masas, se les ha prohibido decir su palabra,[45]
instauran el aprendizaje de la pronunciación del mundo. Aprendizaje que por ser
ververdadero es dialógico.
De ahí que el liderazgo no pueda decir su palabra
solo, sino con el pueblo.
El liderazgo que no procede así, que insiste en
imponer su palabra de orden, no organiza sino que manipula al pueblo. No libera
ni se libera, simplemente oprime.
Sin embargo, el hecho de que en la teoría dialógica el
liderazgo no tenga derecho a imponer arbitrariamente su palabra, no significa
que deba asumir una posición liberalista en el proceso de organización, ya que conduciría
a las masas oprimidas —acostumbradas a la opresión— a desenfrenos.
La teoría dialógica de la acción niega tanto el
autoritarismo como el desenfreno. Y, al hacerlo, afirma tanto la autoridad como
la libertad.
Reconoce que, si bien no existe libertad sin
autoridad, tampoco existe la segunda sin la primera.
La fuente generadora, constitutiva de la auténtica
autoridad, radica en la libertad que, en un determinado momento, se transforma
en autoridad. Toda libertad contiene en sí la posibilidad de llegar a ser, en
circunstancias especiales (y en niveles existenciales distintos), autoridad.
No podemos tomarlas aisladamente, sino en sus
relaciones que no son necesariamente antagónicas.[46]
Por eso la verdadera autoridad no se afirma como tal
en la mera transferencia, sino en la delegación o en la adhesión simpática. Si
se genera, en un acto de transferencia o de imposición antipática sobre las
mayorías, degenera en un autoritarismo que aplasta las libertades.
Sólo al existenciarse como libertad constituida en
autoridad, puede evitar su antagonismo con las 1ibertades.
La hipertrofia de una de ellas provoca la atrofia de
la otra. De este modo, dado que no existe la autoridad sin libertad y
viceversa, no existe tampoco autoritarismo sin la negación de las libertades, y
desenfrenos sin la negación de la autoridad.
Por lo tanto, en la teoría de la acción dialógica, la
organización que implica la autoridad no puede ser autoritaria y la que implica
la libertad no puede ser licenciosa.
Por el contrario, lo que ambos, como un solo cuerpo,
buscan instaurar es el momento altamente pedagógico en que el liderazgo y el
pueblo hacen juntos el aprendizaje de la autoridad y de la libertad verdadera,
a través de la transformación de la realidad que media entre ellos.
Síntesis cultural
Hemos afirmado a lo largo de este capítulo, ora
implícita ora explícitamente, que toda acción cultural es siempre una forma
sistematizada y deliberada de acción que incide sobre la estructura social, en
el sentido de mantenerla tal como está, de verificar en ella pequeños cambios o
transformarla.
De ahí que, como forma de acción deliberada y
sistemática, toda acción cultural tiene su teoría, la que, determinando sus
fines, delimita sus métodos.
La acción cultural —consciente o inconscientemente— o
está al servicio de la dominación o lo está al servicio de la liberación de los
hombres.
Ambas, dialécticamente antagónicas, se procesan, como
lo afirmamos, en y sobre la estructura social, que se constituye en la
dialecticidad permanencia-cambio.
Esto es lo que explica que la estructura social, para
ser, deba estar siendo o, en otras palabras, estar siendo es el modo de
“duración que tiene la estructura social, en la acepción bergsoniana del
término.[47]
Lo que pretende la acción cultural dialógica, cuyas
características acabamos de analizar, no puede ser la desaparición de la dialecticidad
permanencia-cambio (lo que sería imposible, puesto que dicha desaparición
implicaría la desaparición de la estructura social y, por ende, la desaparición
de los hombres), sino superar las contradicciones antagónicas para que de ahí
resulte la liberación de los hombres.
Por otro lado, lo que pretende la acción cultural
antidialógica es mitificar el mundo de estas contradicciones a fin de
obstaculizar o evitar, de la mejor manera posible, la transformación radical de
la realidad.
En el fondo, en la acción antidialógica, implícita o explícitamente,
encontramos la intención de perpetuar en la “estructura” las situaciones que
favorecen a sus agentes.
De ahí que éstos, al no aceptar jamás la
transformación de la estructura que supera las contradicciones antagónicas,
acepten las reformas que no afecten su poder de decisión, del que depende la
fuerza de prescribir sus finalidades a las masas dominadas.
Éste es el motivo por el cual esta modalidad de acción
implica la conquista de las masas populares, su división, su manipulación y la
invasión cultural. También por esto es siempre, en su totalidad, una acción
inducida, no pudiendo jamás superar el carácter que le es fundamental.
Por el contrario, lo que caracteriza esencialmente a
la acción cultural dialógica, también como un todo, es la superación de
cualquier aspecto inducido.
En el objetivo dominador de la acción cultural
antidialógica radica la imposibilidad de superar su carácter de acción
inducida, así como en el objetivo liberador de la acción cultural dialógica
radica su condición para superar la inducción.
En tanto en la invasión cultural, como ya señalamos,
los actores necesariamente retiran de su marco de valores e ideológico el
contenido temático para su acción, iniciándola así desde su mundo a partir del
cual penetran en el de los invadidos, en la síntesis cultural los actores no
llegan al mundo popular como invasores.
Y no lo hacen porque, aunque vengan de “otro mundo”,
vienen para conocerlo con el pueblo y no para “enseñar”, trasmitir o entregar
algo a éstos.
En tanto en la invasión cultural los actores, que ni
siquiera necesitan ir personalmente al mundo invadido, ven que su acción
depende cada vez más de los instrumentos tecnológicos —son siempre actores que
se superponen con su acción a los espectadores, que se convierten en sus
objetos—, en la síntesis cultural los actores se integran con los hombres del
pueblo, que también se transforman en actores de la acción que ambos ejercen
sobre el mundo.
En la invasión cultural, los espectadores y la
realidad, que debe mantenerse como está, son la incidencia de la acción de los
actores. En la síntesis cultural, donde no existen espectadores, la realidad
que debe transformarse para la liberación de los hombres es la incidencia de la
acción de los actores.
Esto implica que la síntesis cultural es la modalidad
de acción con que, culturalmente, se enfrenta la fuerza de la propia cultura,
en tanto mantenedora de las estructuras en que se forma.
De este modo, esta forma de acción cultural, como
acción histórica, se presenta como instrumento de superación de la propia
cultura alienada y alienante.
Es en este sentido que toda revolución, si es
auténtica, es necesariamente una revolución cultural.
La investigación de los “temas generadores” o de la
temática significativa del pueblo, al tener como objetivo fundamental la
captación de sus temas básicos a partir de cuyo conocimiento es posible la
organización del contenido programático para el desarrollo de cualquier acción
con él, se instaura como el punto de partida del proceso de acción, entendido
como síntesis cultural.
De ahí que no sea posible dividir en dos los momentos
de este proceso: el de la investigación temática y el de la acción como
síntesis cultural.
Esta dicotomía implicaría que el primero sería un
momento en que el pueblo sería estudiado, analizado, investigado, como un
objeto pasivo de los investigadores, lo cual es propio de la acción
antidialógica.
De este modo, la separación ingenua significarla que
la acción, como síntesis, se iniciarla como una acción invasora.
Precisamente, dado que en la teoría dialógica no puede
darse esta dicotomización, la investigación temática tiene, como sujetos de su
proceso, no sólo a los investigadores profesionales, sino también a los hombres
del pueblo cuyo universo temático se busca encontrar.
En este primer momento de la acción, momento
investigador entendido como síntesis cultural, se va constituyendo el clima del
acto creador, que ya no se detendrá, y que tiende a desarrollarse en las etapas
siguientes de la acción.
Este clima no existe en la invasión cultural, la que,
alienante, adormece el espíritu creador de los invadidos y, en tanto no luchan
contra ella, los transforma en seres desesperanzados y temerosos de correr el
riesgo de la aventura, sin el cual no existe el verdadero acto creador.
Es por esto por lo que los invadidos, cualquiera que
sea su nivel, difícilmente sobrepasan los modelos prescritos por los invasores.
Dado que en la síntesis cultural no existen los invasores,
ni tampoco existen los modelos impuestos, los actores, haciendo de la realidad
el objeto de su análisis crítico al que no dicotomizan de la acción, se van
insertando, como sujetos, en el proceso histórico.
En vez de esquemas prescritos, el liderazgo y el
pueblo, identificados, crean en forma conjunta las pautas de su acción. Unos y
otros, en cierta forma, renacen, a través de la síntesis, en un saber y actuar
nuevos, que no generó el liderazgo, sino que fue creado por ellos y por el
pueblo. Saber de la cultura alienada que, implicando la acción de
transformación, abrirá paso a la cultura que se desenajena.
El saber más elaborado del liderazgo se rehace en el
conocimiento empírico que el pueblo tiene, en tanto el conocimiento de éste
adquiere un mayor sentido en el de aquél.
Todo esto implica que sólo a través de la síntesis
cultural se resuelve la contradicción existente entre la visión del mundo del
liderazgo y aquella del pueblo, con el consiguiente enriquecimiento de ambos.
La síntesis cultural no niega las diferencias que
existen entre una y otra visión sino, por el contrario, se sustenta en ellas.
Lo que sí niega es la invasión de una por la otra. Lo que afirma es el aporte
indiscutible que da una a la otra.
El liderazgo revolucionario no puede constituirse al
margen del pueblo, en forma deliberada, ya que esto sólo lo conduce a una
inevitable invasión cultural.
Por esto, aun cuando el liderazgo, dadas ciertas
condiciones históricas, aparezca como contradicción del pueblo, tal como hemos
planteado nuestra hipótesis en este capitulo, su papel es el de resolver esta
contradicción accidental. Y esto no podría hacerlo jamás a través de la
“invasión”, la que sólo contribuiría a aumentar la contradicción. No existe
otro camino sino el de la síntesis cultural.
El liderazgo cae en muchos errores y equívocos al no
considerar un hecho tan real, cual es el de la visión del mundo que el pueblo
tenga o esté teniendo. Visión del mundo en que van a encontrarse, implícita o
explícitamente, sus anhelos, dudas, esperanzas, su forma de visualizar el
liderazgo, su percepción de sí mismos y del opresor, sus creencias religiosas
casi siempre sincréticas, su fatalismo, su reacción rebelde. Y como señalamos
ya, no puede ser encarado en forma separada, porque, en interacción, se
encuentran componiendo una totalidad.
Para el opresor, el conocimiento de esta totalidad
sólo le interesa como ayuda a su acción invasora, a fin de dominar o mantener
la dominación. Para el liderazgo revolucionario, el conocimiento de esta
totalidad le es indispensable para el desarrollo de su acción como síntesis
cultural.
Ésta, por el hecho de ser síntesis, no implica, en la
teoría dialógica de la acción, que los objetivos de la acción revolucionaria
deban permanecer atados a las aspiraciones contenidas en la visión del mundo
del pueblo.
De ser así, en nombre del respeto por la visión
popular del mundo, respeto que debe existir, el liderazgo revolucionario acabaría
sometido a aquella visión.
Ni invasión del liderazgo en la visión popular del
mundo, ni adaptación de éste a las aspiraciones, muchas veces ingenuas, del
pueblo.
Concretemos: si en un momento histórico determinado,
la aspiración básica del pueblo no sobrepasa la reivindicación salarial, el
liderazgo revolucionario, a nuestro parecer, puede cometer dos errores.
Restringir su acción al estímulo exclusivo de esta reivindicación, o
sobreponerse a esta aspiración, proponiendo algo que va más allá de ella. Algo
que todavía no alcanza a ser para el pueblo un “destacado en sí”.
En el primer caso, el liderazgo revolucionario
incurriría en lo que denominamos adaptación o docilidad a la aspiración
popular. En el segundo, al no respetar las aspiraciones del pueblo, caería en
la invasión cultural. La solución está en la síntesis. Por un lado,
incorporarse al pueblo en la aspiración reivindicativa. Por otro, problematizar
el significado de la propia reivindicación.
Al hacerlo, estará problematizando la situación
histórica, real, cometa que, como totalidad, tiene una de sus dimensiones en la
reivindicación salarial.
De este modo, quedará claro que la reivindicación
salarial sola no encarna la solución definitiva. Que ésta se encuentra, como
afirmaba el obispo Split, en el documento de los obispos del Tercer Mundo, que
ya citamos, que “si los trabajadores no alcanzan, de algún modo, a ser
propietarios de su trabajo, todas las reformas estructurales serán
ineficientes”.
Lo fundamental, insiste el obispo Split, es que ellos
deben llegar a ser “propietarios y no vendedores de su trabajo”, ya que “toda
compra-venta del trabajo es una especie de esclavitud”.
Tener conciencia crítica de que es preciso ser el
“propietario del trabajo” y que “éste constituye una parte de la persona
humana”, y que “la persona humana no puede ser vendida ni venderse” es dar un
paso que va más allá de las soluciones paliativas y engañosas. Equivale a
inscribirse en una acción de verdadera transformación de la realidad a fin de
humanizar a los hombres humanizándola.
Finalmente, la invasión cultural, en la teoría
antidialógica de la acción, sirve a la manipulación que, a su vez, sirve a la
conquista y ésta a la dominación, en tanto la síntesis sirve a la organización
y ésta a la liberación.
Todo nuestro esfuerzo en este ensayo fue hablar de una
obviedad: tal como el opresor para oprimir requiere de una teoría de la acción
opresora, los oprimidos, para liberarse, requieren igualmente de una teoría de
su acción.
Necesariamente, el opresor elabora la teoría de su
acción sin el pueblo, puesto que está contra él. A su vez, el pueblo, en tanto
aplastado y oprimido, introyectando al opresor, no puede, solo, construir la
teoría de la acción liberadora. Sólo en el encuentro de éste con el liderazgo
revolucionario, en la comunión de ambos, se constituye esta teoría.
La ubicación que, en términos aproximativos e
introductorios, intentamos hacer de la pedagogía del oprimido, nos condujo al
análisis también aproximativo e introductorio de la teoría antidialógica de la
acción y de la teoría dialógica, que sirven a la opresión y a la liberación
respectivamente.
De este modo, nos daremos por satisfechos si de
nuestros posibles lectores surgen críticas capaces de rectificar errores y
equívocos, de profundizar afirmaciones y de apuntar a nuevos horizontes.
Es posible que algunas de esas críticas se hagan pretendiendo
quitarnos el derecho de hablar sobre materias, como las tratadas en este
capítulo, sobre las cuales nos falta una experiencia participante. Nos parece,
sin embargo, que el hecho de no haber tenido experiencias en el campo
revolucionario no nos imposibilita de reflexionar sobre el tema.
Aún más, dado que a lo largo de la experiencia
relativa que hemos tenido con las masas populares, como educador, a través de
una acción dialógica y problematizante, hemos acumulado un material rico que
fue capaz de desafiarnos a correr el riesgo de dar a conocer las afirmaciones
que hicimos.
Si nada queda de estas páginas, esperamos que por lo
menos algo permanezca: nuestra confianza en el pueblo. Nuestra fe en los
hombres y en la creación de un mundo en el que sea menos difícil amar.
[2] Otra de las razones por las cuales el liderazgo no
puede repetir los procedimientos de la élite opresora tiene relación con que
los opresores, “al penetrar” en los oprimidos. se alojan en ellos. Los
revolucionarios en la praxis con los oprimidos no pueden intentar “alojarse” en
ellos. Por el contrario, al buscar conjuntamente el desalojo de aquellos deben
hacerlo para convivir, para estar con ellos y no para vivir en
ellos.
[3] Aunque es explicable que exista una dimensión
revanchista en la lucha revolucionaria por parte de los oprimidos que siempre
estuvieron sometidos a un régimen de explotación, esto no quiere decir que,
necesariamente, la revolución deba agotarse en ella.
[4] “Si algún beneficio se pudiera obtener de la duda
—dice Fidel Castro al hablar al pueblo cubano confirmando la muerte de
Guevara—, nunca fueron armas de la revolución la mentira y el miedo a la
verdad, la complicidad con cualquier falsa ilusión o la complicidad con
cualquier mentira.” (Granma, 17 de octubre de 1967. El subrayado es
nuestro.)
[6] … “las épocas en que el movimiento obrero tiene que
defenderse contra el adversario potente, a veces amenazador y, en todo caso,
solamente instalado en el poder, producen naturalmente una literatura
socialista que pone el acento en el elemento 'material' de la realidad, en los
obstáculos que hay que superar, en la poca eficacia de la conciencia y de la
acción humanas”. Lucien Goldman, Las ciencias humanas y la filosofía,
Nueva Visión. Buenos Aires, 1967, p. 73.
[7] Fernando García, hondureño, alumno nuestro en un curso
para latinoamericanos, Santiago de Chile, 1967.
[9] A veces, ni siquiera se dice esta
palabra. Basta la presencia de alguien que no pertenezca necesariamente a un
grupo revolucionario, que pueda amenazar al opresor alojado en las masas, para
que ellas, atemorizadas, asuman posiciones destructivas.
Nos contó un alumno nuestro de un país
latinoamericano, que en cierta comunidad campesina indígena de su país bastó
que un sacerdote fanático denunciara la presencia de dos “comunistas” en la
comunidad, los cuales ponían en peligro la que él llamaba “fe católica”, para
que, en la noche de ese misma día, los campesinos quemaran vivos a los dos
profesores primarios, quienes ejercían su trabajo de educadores infantiles.
[10] Subrayemos, una vez más, que no
establecemos ninguna dicotomía entre el diálogo y la acción revolucionaria,
como si hubiese un tiempo de diálogo. y otro, diferente, de revolución.
Afirmamos, por el contrario que el diálogo constituye la “esencia” de la acción
revolucionaria. De ahí que, en la teoría de esta acción, sus actores,
intersubjetivammte, incidan su acción sobre el objeto, que es la realidad de la
que dependen. teniendo como objetivo, a través de la transformación de ésta. la
humanización de los hombres.
Esto no ocurre en la teoría de la
acción opresora, cuya “esencia'' es antidialógica. En ésta el esquema se
simplifica.
Los actores tienen, como objetos
de su acción, la realidad y los oprimidos, simultáneamente; y
como objetivo, el mantenimiento de la opresión, por medio del
mantenimiento de la realidad opresora.
TEORÍA DE
Intersubjectividad
|
TEORÍA DE LA ACCIÓN OPRESORA
|
||||
Sujetos - Actores
|
Actores - Sujetos
|
Actores - Sujetos
|
|||
Niveles del liderazgo
revolucionario
|
Masas oprimidas
|
||||
Interacción
|
Realidad que deber ser mantenida
como objeto
|
Oprimidos.
Objetos como parte de la
realidad, inmersos.
|
|||
Objetivo mediador
|
Realidad que deber ser
transformada para la
|
Objetivo mediador
|
|||
Objetivo
|
Liberación como proceso
permanente
|
Objetivo
|
Para el
|
Mantenimiento – ob-jetivo de la
opresión
|
|
[11] En un ensayo reciente que será publicado en breve en
Estados Unidos, Cultural action for freedom, discutimos en forma más
detenida las relaciones entre acción y revolución cultural.
[13] “A free action —señala Gajo Petrovic—
can only be one by which a man changes his world and himself.” Y más adelante:
“A positive condition of freedom is the knowledge of the limits of necessity,
the awareness of human creative possibilities”. Y continua: The struggle for a
free society is not the struggle for a free society unless; through it an ever
greater degree of individual freedom is created”.
Cajo Petrovic, en Socialist humanism,
comp. de Erich Fromm, Anchor Books, Nueva York, 1966, pp. 219, 275 y 276. Del
mismo autor, es importante la lectura de: Marx in the midtwentieth
century, Anchor, Nueva York. 1967.
[14] Esto no significa, de modo alguno, tal como subrayamos
en el capitulo anterior, que una vez instaurado el poder popular revolucionario
la revolución contradiga su carácter dialógico, por el hecho de que el nuevo
poder tenga el deber ético de reprimir, incluso, todo intento de restauración
del antiguo poder opresor. Lo que pasa, en este caso, es que así como no fue
posible el dialogo entre este poder opresor y los oprimidos, en tanto clases
antagónicas, en este case tampoco lo es.
[16] “By his accusation —señala Memmi, refiriéndose al perfil
que el colonizador traza del colonizado—, the colonizer establishes the
colonized as being lazy. He decides that laziness is
constitutional in the very nature of the colonized.” Op. cit. p.81.
[18] Es innecesario señalar que esta crítica no atañe a los
esfuerzos que se realizan en este sector que, en una perspectiva dialéctica, se
orientan en el sentido de una acción que se basa en la comprensión de la
comunidad local como una totalidad en sí y como una parcialidad de otra totalidad
mayor. Atañe, esta sí, a aquellos, que no consideran el hecho de que el
desarrollo de la comunidad local no se puede dar en tanto no sea dentro de un
contexto total del cual forma parte. en interacción con otras parcialidades,
factor que implica la conciencia de la unidad en la diversificación, de la
organización que canalice las fuerzas dispersas y la clara conciencia de la
necesidad de transformación de la realidad. Todo esto es lo que atemoriza, y
con razón, a los opresores. De ahí que estimulen siempre acciones en que,
además de imprimir la visión focalista, tratan a los hombres como
“asistencializados”.
[19] “Si los obreros no alcanzan a ser,
de alguna manera, propietarios de su trabajo —señala el obispo Franic Split—
todas las reformas de las estructuras serán ineficaces. Incluso, si los obreros
reciben a veces un sueldo más elevado en algún sistema económico no se
contentan con estos aumentos. Quieren ser propietarios y no vendedores de su
trabajo. Actualmente —continúa el obispo—, los trabajadores están cada vez más
conscientes de que el trabajo constituye una parte de la persona humana. La
persona humana, sin embargo, no puede ser vendida ni venderse. Toda compra o
venta del trabajo es una especie de esclavitud... La evolución de la sociedad
humana progresa en este sentido y, con seguridad, dentro de un sistema del cual
se afirma que no es tan sensible coma nosotros frente a la dignidad de la
persona humana; vale decir, el marxismo.”
“15 obispos hablan en pro del Tercer Mando” CIDOC
Informa, México, Doc. 6735, pp. 1-11.
[20] A propósito de las clases sociales
y de la lucha entre ella, de las que se acusa a Marx como si éste fuera una
especie de “inventor” de ellas, es necesario ver la carta que escribe a J.
Weydemeyer, el 5 de marzo de 1852, en la cual declara que no le pertenece “el
mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna
ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo —comenta Marx—, algunos
historiadores burgueses ya habían expuesto el desarrollo histórico de esta
lucha de clases y algunos economistas burgueses, la anatomía de éstas. Lo que
aporté —dice él— fue la demostración que: 1) La existencia de las clases va
unida a determinada, fases históricas de desarrollo de la producción. 2) La
lucha de clases conduce a la dictadura del proletariado. 3) Esas misma
dictadura no es, por sí misma. más que el tránsito hacia la abolición de todas
las clases, hacia una sociedad sin clases”...
Marx-Engels. Obras escogidas, Editorial
Progreso, Moscú, 1966. vol. II, p. 456.
[21] Es por esta misma razón por lo que
a los campesinos es indispensable mantenerlos aislados de los obreros urbanos,
así como a éstos y aquéllos de los estudiantes; los que no llegan a constituir
sociológicamente, una clase se transforman en un peligro por su testimonio de rebeldía
al adherirse a la causa popular.
Se hace, necesario, entonces, señalar a las clases
populares que los estudiantes son irresponsables y perturbadores del “orden”.
Que su testimonio es falso por el hecho mismo de que, como estudiantes, debían
estudiar. así como cabe a los obreros en las fábricas y a los campesinos en el
campo trabajar para el “progreso de la nación”.
[22] José Joaquín da Silva Xavier, Tiradentes; héroe de la
lucha brasileña desarrollada a fines del siglo XVIII y cuyo fin era el de
liberar al Brasil del régimen colonial portugués. “Tiradentes”, quien
encabezara este movimiento de rebeldía, fue ahorcado y descuartizado. Este
movimiento se conoce también bajo el nombre de “Conjuración Minera”. [T.]
[23] Los pactos sólo son válidos para las clases populares
—y en este caso ya no constituyen pactos— cuando las finalidades de la acción
que se desarrollará. o que esta ya en desarrollo, resultan de su propia
decisión.
[24] En la “organización” que resulta del acto manipulador,
las masas populares, meros objetos dirigidos, se acomodan a las finalidades de
los manipuladores mientras que en la organización verdadera, en la que los
individuos son sujetos del acto de organizararse, las finalidades no son
impuestas por una élite. En el primer caso, la organización es un medio de
masificación en el segundo, uno de liberación.
[25] Francisco Weffort, Política de masas,
en Política e Revolução social no Brasil,
Civilizacão Brasileira, Río, 1965, p. 187.
[26] Getúlio Vargas, discurso pronunciado en el Estadio del
C. R. Vasco da Gama el 1ro. de mayo de 1951, en O governo trabalhista no
Brasil, Livraria José Olimpio Editora, Río, pp. 322-324, (Subrayado del
autor)
[27] Con este fin, los invasores utilizan, cada vez más,
las ciencias sociales, la tecnología, las ciencias naturales. Esto se da porque
la invasión, en la medida en que es acción cultural y que su carácter inductor
permanece como connotación esencial, no puede prescindir del auxilio de las
ciencias y de la tecnología, que permiten una acción eficiente al invasor. Para
ello, se hace indispensable el conocimiento del pasado y del presente de los
invadidos, por medio del cual puedan determinar las alternativas de su futuro,
y así, intentar su conducción en el sentido de sus intereses.
[28] El autoritarismo de los padres y de los maestros se
revela cada vez más a los jóvenes como algo antagónico a su libertad. Cada vez
más, por esto, la juventud se opone a las formas de acción que minimizan su
expresividad y obstaculizan su afirmación. Ésta, que es una de la
manifestaciones positivas que observamos hoy día, no existe por casualidad. En
el fondo. es un síntoma de aquel clima histórico al cual hicimos referencia en
el primer capítulo de este ensayo, como característica de nuestra época antropológica.
Por esto es que la reacción de la juventud no puede entenderse a menos que se
haga en forma interesada, como simple indicador de las divergencias
generacionales presentes en todas las épocas. En verdad esto es mas profundo.
Lo que la juventud denuncia y condena en su rebelión es el modelo injusto de la
sociedad dominadora. Rebelión cuyo carácter es sin embargo muy reciente. Lo
autoritario perdura en su fuerza dominadora.
[29] Tal vez explique también la antidialogicidad de
aquellos que, aunque convencidos de su opción revolucionaria, continúan
desconfiando del pueblo, temiendo la comunión con él. De este modo, sin
percibirlo, aún mantienen dentro de sí al opresor. La verdad es que temen a la
libertad en la medida en que aún alojan en sí al opresor.
[30] Véase Louis Althusser, La revolución teórica de
Marx, en que dedica todo un capítulo a la “Dialéctica de la
sobredeterminación” (“Notas para una investigación”). Siglo XXI, México, 1968.
[31] Considerando este proceso, Althusser señala: “Esta
reactivación sería propiamente inconcebible en una dialéctico desprovista de
sobredeterminación”. Op. cit., p. 116.
[32] Concienciación con la cual los hombres a través de una
praxis verdadera superan el estado de objetos, come dominados, y asumen
el papel de sujetos de la historia.
[33] En el capítulo anterior citamos la opinión de Guevara
con respecto a este tema. De Camilo Torres, dice Germán Guzmán: “se jugó entero
porque lo entregó todo. A cada hora mantuvo con el pueblo una actitud vital de
compromiso como sacerdote, como cristiano y como revolucionario”. Germán
Guzmán, El padre Camilo Torres, Siglo XXI, México, p. 8.
[34] Una cosa son las “necesidades de clase” y otra
diferente la “conciencia de clase”.A propósito de “conciencia de. clase”, véase
Georg Lukas. Histoire et conscience de classe,
Editions du Minuit, Paris, 1960.
[35] En conversación con un sacerdote chileno, de alta
responsabilidad intelectual y moral, el cual estuvo en Recife en 1966,
escuchamos que, “al visitar, con un amigo pernambucano, varias familias
residentes en Mocambos, en condiciones de miseria indiscutible, y al
preguntarles cómo soportaban vivir en esta forma, escuchaban siempre la misma
respuesta: “¿Qué puedo hacer? ¡Si Dios lo quiere así, sólo debo conformarme!”
[36] Importante la lectura de: Erich Fromm, The
application of humanist psychoanalysis to Marxist theory, en Socialist
humanism, Anchor Books. 1966. Y Reuben Osborn. Marxismo y psicoanálisis,
Ediciones Península, Barcelona, 1967.
[38] Che Guevara. Pasajes de la guerra revolucionaria,
en Obra revolucionaria, México, ERA, 1967. p. 281.
[40] A propósito de la defensa del hombre frente a “su
muerte” después de “la muerte de Dios”, en el pensamiento actual, véase Michel
Dufrenne, Pour l’homme, Éditions du Seuil, Paris, 1968.
[41] La mayoría de ellos, dice Gerassi, refiriéndose a los
campesinos, se vende o venden como esclavos a miembros de su familia, con el
fin de escapar a la muerte. Un diario de Belo Horizonte descubrió nada menos
que 50,000 victimas (vendidas por l,500 cruceiros). y el reportero, continúa
Gerassi, para comprobarlo, compró un hombre y a su mujer por 30 dólares. “Vi
mucha gente morir de hambre —explicó el esclavo— y por esto no me importa ser
vendido.” Cuando un traficante de hombres fue apresado en São Paulo en 1959,
confesó sus contactos con hacendado de la región, dueños de cafetales y
constructores de edificios interesados en su mercadería, excepto, sin embargo,
las adolescentes que eran vendidas a los burdeles. John Gerassi, A invassão
da América Latina, Civilização Brasileira, Río, 1965, p. 120.
[42] Chenu, Témoignage Chrétien, abril de
1964, citada por André Moine, Cristianos y marxistas después del Concilio,
Editorial Arandú, Buenos Aires,1965, p. 167.
[43] A propósito de acción cultural y revolución cultural.
véase Paulo Freire, “Cultural action for freedom”,
op. cit.. Harvard, 1969.
[44] En tanto proceso, el testimonia verdadero que no
fructificó no tiene, en este momento negativo, la absolutización de su fracaso.
Conocidos son los casos de líderes revolucionarios cuyo testimonio no ha podido
apagarse a pesar de haber sido éstos muertos por la represión ejercida por los
opresores.
[45] En conversación sostenida con el autor, un médico,
Orlando Aguirre Ortiz, director de la Facultad de Medicina de una universidad cubana,
dijo: “La revolución implica tres P: Palabra, Pueblo y Pólvora. La explosión de
la pólvora —continuó—aclara la visualización que tiene el pueblo de su
situación concreta, que busca su liberación a través de la acción”. Nos pareció
interesante observar, durante la conversación, como este médico revolucionario
insistía en la palabra en el sentido en que la tomamos en este ensayo.
Vale decir, la palabra como acción y reflexión, la palabra como praxis.
[47] En verdad, la que posibilita que la estructura sea
estructura social y, por lo tanto, histórico-cultural, no es la permanencia ni
el cambio, en forma absolutizada, sino la dialecticidad de ambas. En última
instancia, lo que permanece en la estructura no es la permanencia ni el cambio,
sino la “duración” de la dialecticidad permanencia-cambio.
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