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viernes, 11 de febrero de 2011

LA ESCUELA PÚBLICA Y LA EDUCACIÓN DE LA CIUDADANÍA: RETOS ACTUALES


La escuela pública y la educación de la ciudadanía: retos actuales[1]

Antonio Bolívar (Universidad de Granada)


Presentación

“Lo que hace que las escuelas sean públicas no es tanto que las escuelas tengan objetivos comunes como que los tengan sus alumnos. La razón para ello estriba en que la educación pública no sirve a un público, sino que lo crea” (Neil Postmann: El fin de la educación, 1999, 30).


            La escuela pública tiene graves retos planteados, no sólo por las políticas privatizadoras de los gobiernos conservadores, sino que el mal, más profundo, radica en la propia subjetividad de los ciudadanos, ahora ya convertidos en clientes. Por eso, se precisa su defensa y la revitalización de los ideales y valores que la inspiraron, debidamente adecuados a nuestros nuevos contextos y realidades sociales de nuestra coyuntura tardo-moderna, como es la respuesta ante la creciente multiculturalidad. De ahí, considero, la oportunidad de estas Jornadas.

            Nuestro problema, no sólo práctico sino teórico, es que ya valen las respuestas (incluso progresistas) del pasado. Conjugar el reconocimiento diferenciado de las culturas (y diversidad individual) con la cultura común amenaza al proyecto del XIX de escuela pública. En Francia, donde el debate social ha sido profundo (dimisión del ministro de educación Claude Allègre, huelgas generales, debate nacional sobre el porvenir de la escuela), por el cuestionamiento que podría suponer de la escuela republicana, se ha planteado como el reto de “construir una secundaria para todos que sea al mismo tiempo para cada uno”, lo que supone conciliar un núcleo de enseñanzas comunes con dispositivos de diversificación individualizados. Mientras tanto, añorar el viejo modelo escolar, como en gran medida hace nuestra Ley de Calidad, no es una salida justificable social y educativamente. Es, más bien, un modo de distraernos de los verdaderos problemas.

            La educación pública se configuró como la institución necesaria para la formación e identidad de la ciudadanía. Los valores que inspiraron dicho proyecto se han visto seriamente cuestionados en las últimas décadas (identidades propias frente a valores comunes, autonomía para diferenciar la oferta, neoliberalismo de mercado educativo). En especial, se analizarán los retos actuales que –tanto desde las tendencias neoliberales como multiculturales– se ciernen sobre el proyecto moderno de una educación común. De acuerdo con una lógica cívica, la vida en sociedad no es posible a menos que existan un conjunto de conocimientos, destrezas y valores compartidos por los ciudadanos. Como dice Postmann en el texto inicial, polemizando contra determinadas posiciones multiculturalistas, la misión esencial de la escuela pública es crear un público que comparta valores comunes, por encima de sus particularidades. La escuela, al educar en los mismos valores, tenía como misión la integración y socialización política de los ciudadanos, lejos de sus contextos locales, étnicos o familiares.

            Si las grandes narrativas que daban identidad al proyecto educativo de la modernidad y las bases ideológicas que lo sustentaban han sufrido un claro debilitamiento, por lo que precisan una reformulación, continúa vigente la misión de educación para la ciudadanía (aprender a vivir en común). Se analizará los valores que identifican a la escuela pública (igualdad, participación, educación democrática, laica, integración de los ciudadanos) y se formularán algunas de las líneas principales que han de configurar hoy la educación de la ciudadanía, en un contexto crecientemente multicultural. En este sentido, voy a defender que una “educación de la ciudadanía” reformulada, puede servir para estos propósitos, al tiempo que para seguir dando vigencia –como base de referencia común– a la escuela pública.

            Si el proyecto moderno fue subordinar la cultura individual a lo colectivo (por ejemplo, a través de la moral cívica de la escuela), donde las identidades y creencias individuales quedan relegadas al ámbito privado, antes de entrar en la escuela, es evidente que ya no se puede plantear así. Si bien los análisis críticos y poscríticos pusieron de manifiesto que dicha lógica (no neutral en la práctica) se subordinaba a la reproducción de la cultura dominante, también, como entrevió bien –entre otros– Durkheim, sin cohesión social no cabe sociedad. Hoy otras lógicas resitúan a la escuela en una variedad de mundos: lógica multicultural, mercantil o industrial de eficacia (Derouet, 2000). Si lo individual tiene que transformarse en colectivo, y sin esto no hay acción educativa, actualmente sólo se puede hacer a través del reconocimiento de las diferencias. Será objeto de nuestra discusión si dicho reconocimiento ha de entenderse desde el pluralismo identitario (tradición europea del currículum común como espacio de identidad) o desde la reafirmación de cada cultura en currículos diferenciados (multiculturalismo posmoderno americano).

            La escuela pública no puede ya hoy pretender dejar fuera las culturas de sus alumnos, como proponía Durkheim (1902), éstas tienen que entrar dentro de la propia institución, reconociendo la identidad como un derecho, pero defendiendo en la acción educativa la creación de una ciudadanía, como ámbito de participación común y solidaridad. Sin cultura pública común no hay educación para la ciudadanía y se esfuma el sentido mismo de escuela pública. El asunto es qué haya de constituir dicha “cultura”, de forma que no niegue las identidades culturales primarias ni queden relegadas al espacio privado, pero tampoco que su reafirmación impida dicha cultura común.

                                                                             ***

            Tanto política como socialmente, con discursos y prácticas diversas, se está produciendo un cambio conceptual del papel de la educación pública, dando lugar a una cierta reconversión de los sistemas escolares y del ejercicio de la profesión docente. Hemos acabado el siglo XX un tanto desengañados de las grandes metanarrativas que daban identidad al proyecto educativo de la modernidad, o al menos con un debilitamiento de las bases ideológicas que lo sustentaban; y lo peor es que tampoco hay grandes alternativas de lo que deba ser en el futuro, si no es –por lo pronto– la necesidad de oponerse a los renovados discursos de la calidad, procedentes de la ofensiva neoliberal, que substraen la educación de la esfera pública moderna para situarlo como un bien de consumo privado.

            No es suficiente denunciar el neoliberalismo escolar, tampoco lleva muy lejos alternativas a la defensiva con antiguos ideales; es preciso –por una parte– entrar en las causas que lo alimentan (“gramática individualista”, que dice Michael Apple), y –por otra– presentar propuestas viables en nuestro tiempo, no sólo volviendo a imágenes y formas de un tiempo irrecuperable, aun cuando deban ser recordadas como conquista y memoria colectiva. Si el tiempo no pasa en vano, las propuestas deben mirar al futuro, que –para incidir en el presente– se inscriban en el escenario social y modos de subjetividad que vivimos. Como señala lúcidamente Rose (1997: 40), “esto exigiría que la izquierda articulase una alternativa ética y una pedagogía de la subjetividad diferentes a aquellas inherentes a la racionalidad del mercado y la `valoración' de la libre elección”; lo cual no es fácil ni sabemos bien cómo hacerlo. La defensa de la Escuela Pública requiere hoy nuevos argumentos. Este es el reto del profesorado y de la sociedad civil en su conjunto.

            Como hice en otro lugar (Bolívar, 2000) analizaré –en primer lugar– algunos de los frentes (valores propios, multiculturalismo, autonomía o calidad) que, con discursos y prácticas diversas, a menudo contradictorias, recorren las políticas educativas de los países occidentales, que están cuestionando las bases de la escuela pública. Así, como veremos, la legítima aspiración de los centros educativos para poder tomar sus propias decisiones, está siendo utilizada para sustituir el principio de unidad y coherencia del sistema educativo por una diversidad que satisfaga la elección plural de los clientes/consumidores (ya no ciudadanos). Si fue un avance histórico que el Estado asumiera un papel hegemónico en la educación de la ciudadanía, estamos hoy –bajo nuevas claves– ante la amenaza de que lo público pase a tener un papel subsidiario.


1.- RETOS ACTUALES DE LA ESCUELA PÚBLICA

            De modo imperceptible, puesto que las prácticas continúan reproduciéndose, estamos viviendo una reestructuración o “reconversión” del sistema escolar. La extensión del ethos de la empresa privada a los servicios públicos (el llamado “new public management”), junto a una grave crisis del ideal republicano de escuela, están mudando lo que era el objetivo de la escuela pública: un modo de socialización común, integrador de la ciudadanía. Los valores propios del dominio público (igualdad, justicia y ciudadanía) se cuestionan por la introducción de elementos del mercado. Frente a la privatización de servicios públicos, que están desmantelando las instituciones sobre las que se asentó la solidaridad del Estado del Bienestar; caídas otras aspiraciones, no queda otra salida que seguir reivindicando la versión socialdemócrata del Estado del Bienestar, por la potenciación de la escuela pública que significó.

            Se ha producido un cambio en la concepción de lo “social” que emergió a fines del XIX, potenciado por los gobiernos socialdemócratas: la autonomía individual y local sustituye al ciudadano y sociedad común (Rose, 1996). El ciudadano queda redefinido como individuo que se realiza a sí mismo mediante actos de elección, siendo libre y autónomo en la medida en que puede dar un sentido a su vida a través de sus elecciones (Apple, 2002). Desde esta argumentación, los derechos de los clientes (customer rights) son prioritarios al interés general o, mejor, se cree (ideológicamente) que el mercado y la libre competencia asegura la identidad entre el interés general y los intereses particulares. Lo que hasta ahora había sido el control democrático de la educación por la participación de los agentes se traslada a la elección de clientes, cuando ésta es dependiente de la posición socioeconómica (lugar de residencia y “capital cultural” de partida).

            Dentro de los nuevos dispositivos de “gobernabilidad” del neoliberalismo, la autonomía se sitúa en una concepción nueva de los actores sociales, como sujetos que se autorregulan y realizan, en tanto que consumidores, en el contexto de sus particulares comunidades y familias. En una reconfiguración de lo que ha sido la política social, ya no se trata de una relación de obligaciones mutuas entre ciudadanos solidarios, reguladas por el Estado, sino de que los individuos deben tener un activo papel en su propio gobierno, diseñando su propia vida, a golpes de elección de bienes de consumo, entre los que se encuentra la educación. Este nuevo sistema de gobernabilidad de la subjetividad obliga a que los sujetos sean libres, a través de sus elecciones (Rose, 1996). Dicha mutación de la política social desplaza otros dispositivos de formación en hábitos comunes de la ciudadanía, como parte de la responsabilidad del Estado. Desde esta perspectiva foucaultiana, la redefinición de la ética de la personalización no sería algo sólo del conservadurismo neoliberal, se inscribe, más ampliamente, en una nueva forma de gobierno de los individuos que, haciéndoles creer ser dueños de su propio destino, instrumentaliza su “libre” elección al servicio de la gramática de la vida vigente.

            La satisfacción del cliente está ligada tanto a la calidad de un producto o un servicio como, sobre todo, al correlato subjetivo en el usuario. En el caso francés, por no acudir a la literatura anglosajona con un contexto más diferencial, Robert Ballion (1982, 1991) detectó hace años cómo las familias empezaban a adoptar estrategias de consumidores de los servicios educativos. Posteriormente analizó estadísticamente cómo en los medios urbanos la elección de centros de secundaria se basada en el juicio y reputación que le merecía el colegio. El asunto es plantearse si esto está ya sucediendo en España, no sólo por obra y gracia del Gobierno conservador, sino –más grave, como plantea Rose– porque está ya inscrito en la subjetividad de los ciudadanos-clientes.

            Este, creemos, es el grave problema: la mentalidad mercantil no es sólo fruto de ideologías perversas, sino que está ya inscrita en la ciudadanía. Graves distorsiones producidas, especialmente en la Secundaria Obligatoria, inducidas gubernamentalmente o realizadas por los nuevos clientes (una vez que abdican de su condición de ciudadanos) de la clase media que desertan de la escuela pública, están poniendo en serio peligro la condición integradora, produciendo efectos perversos en la comprehensividad del sistema. Los Institutos deben ofrecer una enseñanza de calidad a todas las capas sociales. Llenar todos los centros privados y relegar los públicos a las capas desfavorecidas atenta gravemente contra la formación de la ciudadanía. Para los nuevos clientes, la educación pública no es tanto un modo de socialización específico y preferible, importa más ser un bien de consumo en el que merece invertir para los hijos. Cuestión ante la que, en sus elecciones privadas para sus hijos, suelen incluso claudicar las ideologías de izquierda.

1.1.  Escuela común, identidades diferenciadas

            La escuela pública –basada en una lógica cívica de cultura compartida–, cuando los Estados pierden la homogeneidad cultural, entra en grave crisis. Una escuela que surgió como integración (cuando no “asimilación”) de la diversas identidades, reivindica hoy conservar dichas adhesiones e identidades culturales en su propio proyecto institucional. Con la segunda modernidad “las sociedades actuales están experimentando, a nivel mundial, un cambio fundamental que pone en tela de juicio la comprensión de la modernidad nacida en la Ilustración europea y abre un abanico de opciones equívocas de las que surgen nuevas e inesperadas variedades de lo social y lo político” (Beck, 2000: 29).

            Si los sistemas educativos nacionales, como hemos señalado antes, nacieron ligados a la formación de la ciudadanía, de la que debía hacerse cargo el Estado, sin dejarla a la sociedad civil o a las familias, este proyecto republicano de educación de la ciudadanía se encuentra hoy claramente debilitado. En especial, porque dicho proyecto se asentaba sobre la igualdad y la voluntad de uniformización de todos, dentro del marco nacional, en un espacio institucional que permitiera también el respeto de las diferencias individuales (Barrère y Martucelli, 1998). La “paradoja actual de la escuela laica” es precisamente que una institución que pretendía la construcción de una identidad común, se ve obligada crecientemente a reconocer las identidades diferenciadas religiosas, culturales o étnicas.

            La creciente multiculturalidad de nuestra sociedad y las nuevas demandas de afirmaciones culturales tienen graves implicaciones para lo que haya de ser el currículum, la acción educativa y la propia escuela pública. Trataré, por lo que me importa, el problema multicultural y la reivindicación identitaria contraponiéndolo a la lógica cívica de la educación ciudadana. Como dice Feinberg (1998: 7) una educación multicultural supone “una recognición por la escuela de las diferencias culturales de los niños no tanto como ciudadanos de una nación sino en términos de su identidad como miembros de grupos culturales diferenciados”.

            Dos cuestiones, pues, se entrecruzan: el reconocimiento del derecho a la identidad cultural y, por otro, la propia crisis de la soberanía de los Estados-nación que supone la globalización.    El asunto es complejo y está a la orden del día, hasta tal punto que toca uno de los más célebres debates en nuestra modernidad tardía (Habermas vs.Taylor). Además, tiene su expresión en si se ha de defender un currículum común para toda la población o el currículum debe ser expresión de los hechos, personajes, historia, lengua y costumbres del grupo étnico o cultural a que pertenece el alumnado. Y es que, como certeramente apunta Gimeno (1999: 71), “el derecho al reconocimiento de la identidad cultural de aquellos que la sienten como tal trastoca el edificio de ideas y prácticas más asentadas en el discurrir de los modernos sistemas escolares, colocándonos ante retos y dilemas no siempre fáciles de resolver”.

            El debate multicultural proviene, pues, porque –en principio– cuestiona la respuesta democrática que se deba dar al dilema identitario, en la medida en que ya no basta la asimilación ni la mera integración. Es preciso conjugar, por una parte, la libertad necesaria para permitir expresar las identidades particulares en el espacio público (en el que se inscribe la escuela). Por otra, la igualdad debe conjugarse con la equidad y la diferencia (Bolívar, 2001). Por ello, nos movemos en la tensión entre el moderno ideal (inalcanzado, pero irrenunciable) de la igualdad (identidad universal) y el postmoderno de la diferencia (identidad diferenciada) coincidente con (o provocada por) la globalización. La ciudadanía, en esta coyuntura,  tiene que construirse entre múltiples fronteras, ya no sobre un terreno firme; pero, eso sí, en modos que contribuyan a ampliar el espacio público, en lugar de posibles tentaciones de acotarlo.

            Mientras tanto, la identidad ciudadana moderna, construida en torno a una homogeneización, ha quedado fuertemente erosionada, siendo imposible articularla de modo integrado. El sueño de una comunidad política unificada por una moral cívica compartida, tipo Durkheim, está ya fuera de nuestro horizonte. Pero sería una salida por la puerta falsa, como acríticamente propaga un cierto multiculturalismo postmoderno, pretender basarla en una etnicidad, raza, comunidad local, lenguaje y otras formas culturales premodernas, en un modelo de “ciudadanía diferenciada”. Yo también pienso, como han denunciado –un tanto radicalmente– Giovanni Sartori (2001) o Neil Postman (1999), que el nuevo dios del multiculturalismo, si no se enfoca adecuadamente, adorándolo de un modo descreído o impío, nos encamina al punto final de la escuela pública: “el objetivo de la escuela pública no es volver negros a los negros, coreanos a los coreanos, o italianos a los italianos; sino forjar ciudadanas y ciudadanos estadounidenses. La alternativa multiculturalista conduce, de forma bastante evidente, a la `balcanización´de la escuela pública o, lo que es lo mismo, a su fin”, comenta Postman (1999: 73). De modo también radical Sartori escribe (pág. 32): “el pluralismo está obligado a respetar una multiplicidad cultural. Pero no está obligado a fabricarla. El intento primario del pluralismo es asegurar la paz intercultural, no fomentar una hostilidad entre culturas”.

            Determinada normativa, considerada –en otro tiempo– “progresista”, en estos tiempos de reestructuración se ha convertido en un instrumento de agudizar la exclusión. Paradójicamente la “zonificación” es hoy, al menos en algunos sitios, “guetización”. Me refiero a primar que los alumnos/as deben asistir al colegio de su barrio (lo que no impide que otros, por autobuses, salgan). En los barrios marginales provoca que todos los problemas estén concentrados. Ante esta situación resulta congruente que, por ejemplo, la presidenta de la APA de un Instituto (curiosamente llamado “Tres culturas”) en el barrio “Las Moreras” de Córdoba, pida cerrar el centro como medida de integración. Aparte de que huídos gran cantidad de alumnos ya sólo quedan 140 (“todo el que puede se lleva a su hijo”), el centro ya es un gueto (si es que lo entendemos como lugar donde nadie quiere entrar, quedando estigmatizado), nuestros hijos declara la presidenta “tienen derecho a estudiar con chicos de su edad que vivan en otros entornos”. Por ello, con buena lógica, ha decidido pedir plaza en todos los Institutos de la ciudad donde había libres y dividir a todos los alumnos por los distintos centros, aunque el barrio se quede sin Instituto. Es lo mejor, señala ( “Cómo acabar con los guetos”, El País Andalucía, 11/06/02, pág. 8).


1.2. Autonomía de los centros educativos

            En nuestra actual coyuntura social, la legítima aspiración al autogobierno de los centros escolares, se ha mezclado con la tendencia neoconservadora a introducir nuevos mecanismos de desregulación y competencia entre los centros escolares, lo que puede dar lugar a diferenciar institucionalmente la oferta pública de educación (Smyth, 2001).  Como aspiración de los centros educativos, es evidente que la autonomía tiene, sin duda, una cara positiva: tomar el centro escolar como la unidad básica del cambio, posibilitar la toma de decisiones por los propios agentes, aumentar la participación de padres y profesores, al tiempo que incardinarse en el medio y contexto cultural, o –incluso– incrementar la eficacia en la gestión de los centros públicos.

            La mayoría de países occidentales estén promulgando legislaciones sobre la autonomía de las escuelas, ya sea como gestión basada en la escuela (school based management o self-management) en Estados Unidos, Reino Unido, Australia o Nueva Zelanda, o como políticas de “territorialización” o descentralización y refuerzo de la autonomía escolar, en países como Francia, Portugal, Bélgica o España. La descentralización, gestión basada en el centro o autonomía ha sido uno de los núcleos identificadores en la agenda de la reconversión escolar. Da lugar a un nuevo papel del Estado, que modifica el reparto de competencias y los modos de regulación de la educación. Diversas razones han contribuido a ello: desde argumentos políticos, de que un gobierno más cercano puede hacerlos más responsables a las demandas e intereses de la gente, a perspectivas economicistas de romper con estructuras burocráticas (monopolios protegidos) que impiden la competencia, como motor de la mejora y eficiencia. Al hacer responsables a los agentes locales de la educación que tienen a su cargo, la productividad y calidad –se aduce– mejorará, al tiempo que el Estado se exime de responsabilidades en este terreno. Autonomía de los centros, libre elección y privatización de la educación, son algunas iniciativas asociadas a la descentralización.          

            Por eso, la tendencia a mayor autonomía de los centros educativos tiene dos bases distintas lógicas o propósitos que guían la autonomía: aquellos discursos y prácticas que conducen a transferir a la escuela modos de gestión privados, frente a aquellos otros que pretenden potenciar la capacidad de los centros para desarrollarse y responder mejor a las demandas de su entorno. De ahí la situación ambivalente que describíamos en otro lugar (Bolívar, 1999).

[1] Neoliberal: promover la mejora de la educación por medio de una autonomía escolar que, provocando la diferencia intercentros, posibilite una competencia entre ellos por la consecución de clientes.

[2] Desarrollo organizativo de los centros: apostar por la autonomía de la escuela que, en una reformulación del Estado de Bienestar, evite los efectos de desigualdad que provocaría un modelo neoliberal, al tiempo que pudiera a potenciar el desarrollo organizativo y comunitario de la escuela.

            En un clarividente Informe para el Ministerio de Educación portugués sobre “cómo reforzar la autonomía de las escuelas”, el profesor Barroso (1997) plantea que, si no queremos que una autonomía descontrolada pueda dar lugar a una segmentación y pulverización del sistema público, el Estado deberá conservar un papel regulador preservando una coherencia nacional, una equidad del servicio educativo y la democratización de su funcionamiento. La autonomía de los centros tiene unos límites insoslayables, que son responsabilidad del Estado y Administraciones educativas: asegurar una igualdad formal (al menos) de la educación, la equidad y la cohesión del sistema escolar público. Lo que implica que deberá seguir existiendo una cierta centralización en definición del currículum básico, del tiempo escolar, o del personal docente.

            Las reformas educativas se han dedicado, con una función retórica, a decretar la autonomía, sin crear condiciones para que los centros educativos puedan construirla. Así la Ley Orgánica de Calidad de la Educación, en las artículos dedicados (núms. 67-70) a la autonomía de los centros, aparte de la correspondiente declaración formal (art. 67, que “Los centros docentes dispondrán de la necesaria autonomía pedagógica, organizativa y de gestión económica para favorecer la mejora continua de la educación. Las Administraciones educativas, en el ámbito de sus competencias, fomentarán esta autonomía y estimularán el trabajo en equipo de los profesores”), en la práctica, a la hora de concretar la autonomía pedagógica, organizativa o de gestión económica, no va más allá de dichas declaraciones formales.

            En este tema hay, pues, una doble dimensión: desde el punto de vista formal o legal, se puede decretar que los centros educativos disponen de una capacidad de autogobierno en determinados campos (pedagógicos, organizativos o financieros), resultante de la transferencia de atribuciones, competencias o recursos de otros niveles administrativos. Pero esta declaración de autonomía, como ha sido obvio en el caso español, no la crea. En su dimensión social, el concepto de autonomía remite a la capacidad de los actores, dentro de una organización, para desarrollar estrategias propias, conquistando poder de decisión sobre la finalidades, organización y funcionamiento de la escuela. En este sentido, la autonomía –dice Barroso (2004)– no preexiste en sí misma, sino en cuanto que las personas tengan capacidad (objetiva y personal) para tomar decisiones. La autonomía se afirma como expresión de una unidad social, siendo una realidad construida social y políticamente por la acción de los diferentes actores organizativos, en una determinada escuela.

            Al respecto, es preciso resaltar que la autonomía no es un fin en sí mismo, sino un medio a disposición de los centros para su propio desarrollo, en orden a prestar un mejor servicio público de educación. Como tal, no basta decretarla (pues no preexiste a la acción de los sujetos), sino que es asunto de crear las condiciones para que cada centro pueda, en un largo proceso, “construir” organizativamente su autonomía (Barroso, 2004). Hasta ahora, en la mayoría de países, en vez de haber primado una lógica propiamente pedagógica, se ha quedado en un nuevo modo de gestión, que transfiere –responsabilizando– al centro escolar determinadas competencias, respondiendo –en último extremo– a una tendencia neoliberal, en un momento de crisis de los servicios públicos (Duru-Bellat y Meuret, 2001). En lugar de haber sido un medio para potenciar la apropiación (cogestión) de la educación por sus respectivas comunidades, en las mejores realizaciones, se ha quedado –más bien– en un medio para que los centros pudieran ofrecer diferentes productos a elegir por los potenciales clientes.

            El incremento de autonomía de las escuelas no es sólo una medida técnica de racionalización o modernización de la gestión escolar. Más prioritamente, es una medida política, que se inscribe en un campo más amplio de una nueva regulación de la educación, mediante una lógica de mercado en el sector público de la educación (Marques-Cardoso, 2004). Resaltar la dimensión política del asunto es relevante, pues una estrategia discursiva del neoliberalismo es justo inscribirla sólo en el ámbito de la gestión, eficiencia y calidad, evitando todas las referencias éticas y políticas.


1.3. Neoliberalismo: Lógica del mercado vs. lógica del servicio público

            Resulta un tanto descorazonador que el siglo XX, pródigo en reformas, movimientos de renovación y propuestas didácticas, haya finalizado con una debilidad intrínseca sobre las teorías del cambio para la mejora de la educación. Esta incertidumbre ha sido aprovechada para, llevándola a otro terreno, poner –como único mensaje salvífico– la mercantilización del espacio social y de los servicios públicos. Con el denominado “fin de la historia” ha emergido un pensamiento neoconservador, potenciado por la globalización económica, cuyos discursos versan sobre la escasa efectividad de las burocracias del sector público y –por contraposición– de la calidad generada por la “mano invisible” del mercado, por lo que es preciso desregular, entendiendo que la “calidad” de los servicios educativos la determina la satisfacción de los clientes. Como ya lo trata en su ponencia (“Las políticas de mercado en educación”) Alejandro Tiana, no me voy a extender en este apartado.

            Cuando la educación pública deja de ser una cuestión ideológica o de fines (un modo propio de socialización de la ciudadanía, por encima de las pautas culturales particulares), el asunto se torna en una racionalidad administrativa o de los medios: qué modos (imitados de los privados) pueden hacerla funcionar mejor o más rentable. De una institución que contribuye a construir la identidad personal y nacional se pasa a una institución “de servicios”, que ofrece a elección por los potenciales clientes. Como dice Pablo Gentili (1997: 60), “se reconceptualiza la noción de ciudadanía mediante una revalorización de la acción del individuo en cuanto propietario que elige, opta, compite para acceder (comprar) un conjunto de propiedades-mercancías de diversa índole, siendo la educación una de ellas. El modelo de hombre neoliberal es el ciudadano privatizado, responsable, dinámico: el consumidor”.

            Estamos asistiendo a cambios significativos en la forma en que el Estado deba hacerse cargo de la educación de los ciudadanos, que altera el modelo surgido en la postguerra con el Estado de Bienestar (the welfare state). En una época de recensión progresiva de las funciones del Estado de Bienestar en educación, se está introduciendo progresivamente en las políticas educativas de los países occidentales una lógica de autonomía, que favorezca la elección de los padres (school choice), unida a una liberalización de los servicios públicos, que altera el papel del Estado. A su vez, disminuyen las políticas sociales de redistribución social e integración de los grupos más vulnerables, lo que provoca un creciente número de excluídos social y escolarmente. A veces, como fracaso de la asimilación social (y cultural), se reafirman las identidades culturales originarias, lo que puede –en ocasiones– acentuar dicha exclusión. “El encuentro de una estructura social cada vez más movediza y atravesada por la lógica de la exclusión social, con una aspiración cada vez más legítima al reconocimiento de la diversidad cultural, provoca necesariamente nuevas tensiones”, señala Danilo Martuccelli (2002: 15).

            Una crítica generalizada a la ineficacia de las burocracias estatales para ofrecer niveles de calidad propone ceder al sector privado parte de la gestión de estos servicios y promover medidas que incentiven la competencia entre centros estatales y privados. De hecho, con las tendencias neoliberales, una mercantilización del espacio educativo: descentralización (ahora reapropiada por los políticas conservadoras) en sus diversas dimensiones (delegación, desregulación, deszonificación, colegialidad competitiva), privatización, credencialismo y excelencia competitiva (Laval, 2003). El Estado puede, así, dejar parte de su responsabilidad ineludible en la educación, para transferirla al propio centro y clientes.


             En el caso inglés, el más emblemático a este respecto, está llevando a un “mercado administrado” en que los padres y alumnos son los clientes, y los centros escolares potenciales rivales. Este nuevo gerencialismo en educación argumenta que hay que diferenciar la oferta pública (y privada) de los centros, para lo que cada centro deba tener su propio proyecto educativo, hacerlo público, y promover la mejora por competencia, ampliando las posibilidades de elección de los padres. La evaluación externa de los centros y publicación de resultados, como en el caso inglés, posibilitará la mejora de la educación por competencia para conseguir clientes.

            Como describe excelentemente en otra ponencia Alejandro Tiana la argumentación neoliberal en el ámbito educativo es que los sistemas educativos no tienen calidad porque no son aún mercados verdaderos, debido al monopolio estatal protegido en que se han mantenido. Aceptado, como principio subyacente neoliberal, que el mercado es mejor medio para incrementar la calidad, se trata de introducir estándares mercantiles en los propios servicios educativos. Entre otros dispositivos se requiere introducir mecanismos de competencia, desectorializando el sector público, para lo que es preciso introducir la diversidad de ofertas (proyectos educativos), al tiempo que dejar de regular, otorgando mayores márgenes de autonomía. Ya no se trata del viejo conflicto entre escuela pública y privada, sino de introducir la competencia entre los propios centros públicos, haciéndoles doblegarse a las exigencias del mercado: oferta diferenciada para favorecer la demanda educativa.


2. LÍNEAS PARA RESITUAR LA EDUCACIÓN DE LA CIUDADANÍA


            El discurso sobre la “educación en valores”, que dominó la década anterior en la etapa de la LOGSE,  respondía a la necesidad de recomponer las funciones educativas de la escuela, donde la merma progresiva de otras instancias sociales a su labor educativa en este terreno, se traduce en transferir parte de dichas funciones a los centros educativos. Pero dicho discurso puede quedar limitado al ejercicio de una función retórica cuando se descontextualiza de sus verdaderas causas (y, por tanto, de sus posibles soluciones) y, sobre todo, no se articulan nuevas relaciones entre los espacios social y escolar.

            Si se limita a transferir responsabilidades, sin cuestionar el sistema político-social que los ocasiona, se está sobrecargando con nuevas responsabilidades educativas a los centros escolares, que incrementen la vulnerabilidad de los profesores al entorno social y que no pueden asumir en exclusividad, como vimos en su momento (Bolívar, 1998).  Por eso, es preciso recuperar una cierta comunidad educativa, en un proyecto educativo ampliado, con una nueva articulación de la escuela y sociedad o un “nuevo pacto educativo” (Tedesco, 1995). De ahí, las motivaciones y efectos ambivalentes que ha tenido en España el discurso de “educación en valores” con motivo de la Reforma educativa de los noventa.

            Una vez que la llamada  “educación en valores” ha quedado como una “ola” que pasa, tanto por los nuevos vientos de eficacia y calidad (con la administración educativa del Gobierno  Popular) como por el uso de retórica legitimadora de otro tipo de educación que hizo el poder (en la etapa socialista), cuando no se removían las estructuras necesarias; es preciso repensar también qué y cómo la formación de los ciudadanos deba tener su lugar en el currículum escolar. Por una parte, estamos desengañados de que se puedan enseñar hábitos, actitudes y comportamientos por medio de sólo contenidos explícitos en el currículum escolar, menos aún porque exista una materia propia dedicada al tema. La educación para la ciudadanía, como queremos entenderla aquí, se juega en los modos mismos con los que se trabajan los saberes escolares y se construyen los conocimientos en clase.

            La educación para la ciudadanía puede ser, además, un modo de conciliar el pluralismo (ligados a derechos individuales) y la condición multicultural (vínculos comunitarios). De ahí el interés renovado que, desde la mitad de los noventa, está suscitando en la teoría política (Kymlicka y Norman, 1994) y, como proponemos, en la educativa.  No son las estructuras básicas de una democracia las que dan fuerza y estabilidad a una democracia, como se creyó durante mucho tiempo, sino las virtudes cívicas y participación activa de sus ciudadanos los que dan vigor democrático a las instituciones. De ahí la importancia del cultivo de la educación para la ciudadanía.

            No obstante, como ya hemos resaltado, precisa ser reformulada más allá de su estrecha conceptualización legal para incluir la diversidad étnica y cultural, de forma que no sea excluyente sino integrador, en una nueva identidad ciudadana. La noción de ciudadanía no se debe asociar a una identidad nacional o a un conjunto de rasgos culturales o biológicos, sino a una comunidad que comparte por igual un conjunto de derechos democráticos de participación y comunicación. En lugar de compartir un conjunto de costumbres pasadas, lo que se precisa es la socialización de los ciudadanos en una cultura política.


2.1. Los valores que identifican la Escuela Pública

            Si la escuela pública deja de identificarse por unos valores, es decir un modo propio de socialización de la ciudadanía, entonces el asunto se convierte en una racionalidad administrativa o de los medios: qué modos (imitados de los privados) pueden hacerla funcionar mejor o más rentable. Hoy la clave del debate escuela pública/privada, para una parte importante de los actores sociales, ya no es, primariamente, ideológico. Entonces, el Estado competía con otros sectores, especialmente la Iglesia, por quién debía controlar el proceso de socialización de la ciudadanía, pensando que la escuela pública transmite un modo de socialización sustancialmente diferente, secularizador e integrador.

            El objetivo de la escuela pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores comunes tiene, entonces, que ser actualmente reformulado, para compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios. Cuando Dewey escribe “Democracia y educación” o Durkheim “La educación moral”, por tomar dos ejemplos dispares en la fundamentación de la escuela pública, están dando por supuesto la homogeneidad dentro del espacio comunitario del estado-nación, a cuya creación la escuela debe servir. Si en la perspectiva de Durkheim las diferencias individuales y culturales han de quedar fuera de la escuela, y la cohesión social se basa en la socialización de un único modelo cultural; hoy es preciso reconocer las diferencias en el interior de los centros. Las grandes narrativas y las respectivas bases ideológicas, en gran medida dependientes de las Luces, que daban identidad y sustentaban el proyecto educativo de la modernidad, se encuentran claramente debilitadas.

            La escuela comprensiva es aquella que está abierta a todos alumnos y alumnas, sin discriminación; además, enseña a “vivir juntos” en cuanto se comparten unas normas y valores “comunes”. Una “escuela para todos”, además de integrar la diversidad sociocultural y diferencias individuales de los alumnos y alumnas, contribuye —por tanto— a una socialización integradora: Aprender a vivir juntos, independientemente de diferencias sociales, culturales, étnicas o religiosas. Defender el valor de la escuela pública significa que es portadora de un potencial democrático, que la hace preferible –por sus valores generalizables– para toda la ciudadanía. Entre ellos, cabe destacar:

Prioridad de la igualdad: Lo público puede garantizar, por definición, mejor que lo privado, políticas de discriminación positiva que favorezcan a los sectores más desfavorecidos y marginados. Este valor de solidaridad, en la medida en que el Estado de Bienestar (aquel que más ha promovido políticas de igualdad) está en crisis, hay que seguir reivindicándolo y defendiéndolo.

             Además, actualmente, la igualdad implica un aprecio activo por lo diferente. Por eso nuestra cuestión actual es cómo articular el reconocimiento de las diferencias locales, de grupos étnicos o género con la creación de la necesaria integración de la cohesión social por medio de la identidad ciudadana. Y esto significa, en coherencia con las tendencias actuales, que más que primar los valores individuales hay que hacerlo en unos comportamientos cívicos de solidaridad y cooperación social, expresión de la conciencia moral compartida en general (y de su grupo en particular).


Participación y control democrático. El control y participación en la gestión pública de los centros públicos fue una de las señas de identidad de la escuela pública a la salida del franquismo. Igualmente hoy continúa siendo un valor irrenunciable, necesitado de profundización.

            En ese sentido la autonomía de los centros, en lugar de una estrategia neoliberal, debe ser  tomada como una posibilidad que permita profundizar la participación de la ciudadanía, construyendo colegiadamente un mejor tipo de educación. Por ello, a la hora de que un equipo de profesores determine en qué actitudes y valores pueda ser deseable formar a los alumnos, la salida no puede ser otra que en conjunción con la comunidad local, a través del diálogo, con lo difícil que siempre resulta ir construyendo un consenso. En el fondo es volver a reivindicar, debidamente situada en nuestra coyuntura,  la “escuela pública comunitaria” de que hablaban Luis Gómez Llorente y Victorino Mayoral (1981). El Proyecto de una educación pública, insertada en la comunidad, sigue siendo hoy un reto, necesitado de revitalización y defensa.
                                  
Una educación democrática, en el doble sentido de educar para la democracia y educar en la democracia, como fin y como medio de la educación.  Como escribe Pérez Tapias (2002: 22-23): “Los valores de la democracia nutren, pues, el común denominador que ha de regir la convivencia colectiva e inspirar la educación de los ciudadanos. [...] La democracia como sistema político y como modo de vida requiere, por tanto, un sistema educativo cuyo eje se sitúe en esos valores integrantes del núcleo ético sobre el que, desde nuestra legítimas diferencias, asentar la vida en común”.
                                                                                                         
             Como señala Gutman (2001), la mayor justificación de mantener un sistema público de educación es que cada niño pueda aprender las habilidades y virtudes necesarias para el ejercicio de una efectiva ciudadanía democrática. Ya no creemos que bastan tener instituciones y procedimientos democráticos. Es preciso, más básicamente, una ciudadanía educada en un conjunto de valores y hábitos que les induzca a jugar un papel activo. Lo que sucede es que esta finalidad debe unirse hoy, en nuestras sociedades actuales, a una tolerancia y respeto de la diferencia en las visiones particulares de vida buena. No obstante, continúa siendo un grave problema cómo hacer congruentes los valores cívicos comunes que deban configurar el currículum escolar en modos que no anulen o asimilen las visiones diferenciadas de cada grupo cultural.

Una educación laica: Preservando los principios establecidos en la Constitución, la educación pública es laica, no laicista ni opuesta a la Religión, pero sí independiente de una cosmovisión religiosa. Se trata, por el contrario, de educar en valores cívicos y éticos a todos los ciudadanos.
                                              
            También a esta cuestión afecta el reconocimiento de la cultura y religión de cada grupo. El amplio debate social suscitado en Francia en 1989, con motivo de permitir o no a las alumnas musulmanas entrar con el “chador”, velo o “foulard” en la escuela, es una manifestación del nuevo signo de los tiempos. Por un lado, afectaba a uno de los núcleos (laicidad) de identidad de la escuela republicana. Por el otro, hoy era ya preciso reconocer las diferencias en el interior de los centros, sin poder ser discriminados por ello. La escuela republicana que había abolido todo signo religioso en la escuela se ve, un siglo después, obligada a aceptarlos. El objetivo de la escuela pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores, tiene –entonces– que ser actualmente reformulado, para compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios.

Integración ciudadanos. La escuela pública nacional, desde su surgimiento, tuvo voluntad de ser un medio para integrar a la ciudadanía en unos principios y valores compartidos, que no pueden proporcionar otras instituciones privadas. Hoy, sin embargo, se encuentra reformulado, al tener que compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios.

             Nos encontramos –entonces– con la necesidad de redefinir lo “público” en modos que acojan las voces de grupos, ya no homogéneos. Si la práctica social de enseñar fue en la escuela pública normalizadora (uniformadora), con la función de homogeneizar al cuerpo social de ciudadanos, actualmente precisamos redefinir lo público. Pero no puede ser una salida mostrarnos incapacitados para la tarea, y –en su lugar– delegarlo para que sea definido por cada comunidad. El asunto afecta a cómo conjugar la universalidad con el respeto a las diferencias en sociedades complejas como las actuales, donde las multiculturalidad es una realidad creciente. Parece que, de acuerdo con nuestra mejor tradición ilustrada, no debiéramos abdicar de defender unos valores comunes a la condición humana, con independencia de las minorías o grupos culturales o religiosos a los que pertenezcan los individuos; pues han sido la base de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento de su condición igualitaria.


2.2. ¿Qué valores deberán configurar el currículum escolar?

            Educar en valores democráticos supone un consenso básico en torno a los valores-meta, que van a guiar la educación ofrecida por el centro educativo. Este consenso no es –obviamente– algo dado, sino a “construir”, en un largo proceso, en cada comunidad educativa. En este sentido, en la tarea de hacer del centro educativo un Proyecto de acción institucional, se deben ir estableciendo vías, consensos y ulteriores compromisos para asumir aquellos valores que van a guiar de modo compartido la acción educativa. Los valores, normas y  actitudes, en lugar de estar dados, son construidos cooperativamente en el propio proceso de elaboración y planificación de la acción docente, mediante un diálogo, debate y deliberación. También aquí el propio proceso tiene que ser expresión de la democracia escolar, construyendo progresivamente un espíritu de colaboración en el centro, entre los profesores en primer lugar (abandonando parte del tradicional individualismo), de los alumnos y de las familias.

            No se trata, entonces, de hacer una lista “nueva” de valores, sino de recurrir a las aspiraciones compartidas en el ejercicio de la ciudadanía, que se deben constituir en los principios últimos en los que debe basarse la vida en común o convivencia ciudadana (Bolívar, 1998). En primer lugar, hay unos valores mínimos de una vida digna (paz, libertad, igualdad, justicia y solidaridad) y unos principios de una vida en común (responsabilidad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo, etc), de los que se derivan normas, hábitos y actitudes. No obstante, propuestas de “minimalismo cívico” para no interferir con creencias comunitarias, como formula  Amy Gutman (2001) deben ser reconsideradas. En este caso, como dice mi colega el profesor J.A. Pérez Tapias (2002: 23), dicho minimalismo, tras sus apariencias, acaba con la propia educación democrática.  Potenciar la convergencia en núcleo ético común, base del universalismo moral de la democracia, no puede suponer reducirlo a un minimalismo.

            El asunto principal no es qué valores poner, sino en cómo se entiendan, las implicaciones que se extraigan, y –sobre todo– cómo se articulen en la vida organizativa del centro. En un proyecto (“Atlántida”) de educación democrática, que estamos desarrollando, para orientar las líneas clave de acción, los hemos organizado en tres grandes ámbitos, en torno a la educación para la ciudadanía, que constituye el núcleo central (Bolívar, 2002). Se trata de estructurar el Proyecto en unos ámbitos (socioeconómico, sociocultural y sociopersonal) que, a modo de ejes, pudieran configurar los núcleos globalizadores de una educación y cultura democrática actual.


[0] Sociopolítico: La educación para la ciudadanía, como ámbito aglutinador.

            El ámbito central que aglutina el sentido del Proyecto, se dirige a todas aquellas dimensiones sociopolíticas que constituyen el núcleo de la educación democrática. Cabría considerar, si no como valor superior en una escala, sí como base práctica (la “moral cívica”) de los restantes, el comportamiento “cívico”.  Educar para la ciudadanía es potenciar la formación de personas autónomas, al tiempo que con aquellas virtudes cívicas necesarias para asumir y profundizar la vida en común. Una educación para el ejercicio del oficio de ciudadano se constituye, entonces, en una amplia agenda y lente desde la que filtrar el currículum, las actividades, la convivencia escolar o la propia organización del centro. En ese sentido, educar para una “aprender a vivir juntos” se configura –a la vez– como aprender unos modos aceptados de actuar, y una aspiración crítica de lo que debía ser ejercer el oficio de ciudadano, como vamos a resaltar posteriormente.

[A] Sociocultural: Igualdad, equidad, solidaridad

            Educar en la igualdad, reconociendo las diferencias, es también un eje-meta de una educación democrática. En los últimos tiempos hemos aprendido –como han puesto de manifiesto el feminismo o multiculturalismo– que bajo la educación “para” la igualdad se han anulado las diferencias. Por eso es preciso clarificar los conceptos de igualdad, equidad y solidaridad, o sobre el papel, acceso y uso de las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación. En esta dimensión intercultural entra, pues, el tratamiento de las desigualdades de clase, género y etnia o cultura. Por eso es preciso reconocer que, entendida en su sentido genuino, la igualdad no se opone a la diferencia, la incluye. Se ha de educar “en” la igualdad, partiendo del reconocimiento de las distintas culturas y género. El reto actual es, como hemos señalado, conjugar el tratamiento y vivencia igualitaria con el respeto de la diversidad sociocultural y diferencias específicas.

[B] Socioeconómico: Justicia y solidaridad

            Entre los valores más generales que es preciso vivir en el centro escolar están, sin duda, también el sentido de justicia y, como contrapunto, la solidaridad. La justicia social permite articular la libertad e igualdad, en la medida que el objetivo es lograr el máximo de libertad dentro de una deseable igualdad. Por su parte, Por su parte, la solidaridad es la cara personal de la justicia. Así pues, la solidaridad es un valor en alza, preferentemente en la juventud, expresión de una sensibilidad moral que suple las deficiencias de la organización social o sistema político, mediante el compromiso personal. Valores como un consumo responsable, un desarrollo humano sostenible o actitudes ecologistas, formarían parte también de esta dimensión.


[C] Socioafectivo: Autonomía y responsabilidad

            El ámbito personal o socioafectivo es otra dimensión importante en nuestras experiencias de innovación. Lograr un autonomía, como otra cara de la libertad, con su correlato de comportamientos responsables, son líneas motrices de la acción educativa.. Ahora bien, como ya se ha señalado, esto es un proceso progresivo, que comienza con socializar en las normas y modos de vida del grupo. Siendo, entonces, el objetivo último, una educación para la autonomía, los primeros estadios de desarrollo moral comienzan con formar al ciudadano, en las costumbres, hábitos y formas de actuar del grupo y comunidad de que forma parte. En esta línea hay un conjunto de dimensiones a cultivar (autoestima e identidad personal, etc.). La libertad tiene, entonces, su correlato en los correspondientes deberes para con los otros, que impone sus propios límites a la autonomía.


3. EDUCAR PARA LA CIUDADANÍA

            Desde sus inicios ilustrados, la escuela tuvo como misión contribuir a dar consistencia política (al tiempo que identidad cultural) a la ciudadanía. En este sentido se piensa que lo que da coherencia a la educación pública es aprender a vivir en común en un mundo compartido con otros; es decir, contribuir a formar ciudadanos más competentes cívicamente y comprometidos en las responsabilidades colectivas, lo que entraña pensar y actuar teniendo presente la perspectivas de los otros. La educación de la ciudadanía reformulada puede servir para estos propósitos, al tiempo que para seguir dando vigencia a la escuela pública (Kymlicka, 2001).

            La educación para la ciudadanía, históricamente, ha formado parte del núcleo de la escuela pública, que ha considerado que una de las tareas básicas de la escuela es preparar a las jóvenes generaciones para vivir y ejercer el oficio de ciudadano en una comunidad configuradora de la nación. Conscientes de su relevancia, muchas políticas educativas, incluidos los organismos internacionales, le dedican crecientemente en sus orientaciones una amplia atención. En efecto, no es tanto la información lo que nos preocupa, en esta sociedad de la información (menos del “conocimiento”), cuanto la exclusión de hecho de amplias capas de la población, los rebrotes de intolerancia y xenofobia.

            En todos los países occidentales, el orden de prioridades de la escuela se ha invertido en los noventa, ante el “déficit cívico” que acusan nuestras sociedades actuales y, particularmente, los jóvenes. Parece como si la sociedad hubiera hecho suyo el pesimismo de la sociología crítica, de que no es posible una igualdad de oportunidades en el plano de conocimientos académicos, poniendo  –en su lugar– como prioridad que los alumnos aprendan, en primer lugar, a aprender a vivir juntos tanto en la dimensión cívica como en el de los hábitos y comportamientos ciudadanos. La escuela comprehensiva, en este sentido, es la escuela de formación de la ciudadanía: abierta a todos los alumnos y alumnas sin discriminación, integrando la diversidad sociocultural y diferencias individuales, contribuye a una socialización integradora. Se pretende construir ciudadanos iguales en derechos y reconocidos en sus diferencias, que tienen capacidad y responsabilidad para participar en el campo político y social, revitalizando el tejido social de la sociedad civil.

            Queremos entender dicha educación para el ejercicio de la ciudadanía, en un sentido amplio, y no referido a alguna materia dedicada específicamente a ello (de tan mala prensa en nuestro país, por la prostitución que hizo el franquismo). La educación para el ejercicio del oficio de ciudadano comienza, entonces, con el acceso a la escritura, lenguaje y diálogo; continúa con todo aquello que constituye la tradición cultural y alcanza sus niveles críticos en la adolescencia, con el aprendizaje y práctica de contenidos y valores compartidos que posibiliten la integración y cohesión política. La integración social y la lucha contra la exclusión implica, sin duda, el refuerzo de unos conocimientos de base y una formación cultural que permita al ciudadano analizar, pensar y criticar las propuestas sociales y políticas. Aprender a vivir juntos supone, entre otras cosas, capacidad para intercambiar ideas, razonar, comparar, que una escuela integradora debe activamente promover.

            Si bien precisa conocimientos, éstos no garantizan el ejercicio de una ciudadanía democrática. Por eso, revitalizar la educación para la ciudadanía, formar ciudadanos, significa –entonces– no sólo enseñar un conjunto de valores propios de una comunidad democrática, sino estructurar el centro y la vida en el aula con procesos (diálogo, debate, toma de decisiones colegiada) en los que la participación activa, en la resolución de los problemas de la vida en común, contribuya a crear los correspondientes hábitos y virtudes ciudadanas. Es la configuración del centro escolar como un grupo que comparte normas y valores la que provoca una genuina educación cívica.

            Nos encontramos, pues, ante una fuerte reivindicación de una dimensión comunitaria de la vida. Es preciso, entonces, la formación de los ciudadanos en aquel conjunto de virtudes y carácter (hábitos) que hacen agradable (además de posible) la vida en común. Se entiende que la educación de los futuros ciudadanos debe tener como objetivo prioritario capacitarlos, conjuntamente, tanto para ser individuos autónomos (“aprender a ser”) en la esfera pública (herencia liberal ilustrada) como para vivir con aquellas virtudes cívicas necesarias para asumir y profundizar la democracia (“aprender a vivir juntos”), como señalaba el Informe Delors. Una capacidad propia de juicio debe conjugarse con unos marcos comunes, propios de la identidad comunitaria, que conduzcan a solidarizarse, compartir y colaborar. Se trata, conjuntamente, de fomentar de modo no neutral los valores liberales, pero también de promover un bien común compartido (del que forma parte el individualismo), que pueda aportar la necesaria cohesión e identidad social.

            El civismo de los ciudadanos comprende todo aquello que hace posible una convivencia en el espacio público. Como comentan Victoria Camps y Salvador Giner (1998, 115 y 154), en un libro titulado Manual de civismo, “la democracia es la expresión política del civismo (...), asumir e interiorizar los valores democráticos o cívicos es la condición de la ciudadanía. (...) El civismo, de hecho, es el nombre de una ética laica, una ética de mínimos compartible por cualquier persona que quiera participar en la vida colectiva”. Como la condición de “ciudadanía”, el civismo incluye –por una parte– el conjunto de comportamientos propios de una “buena” educación, y –por otro– todos aquellos modos y valores (cultura o êthos) que conforman una cultura pública de convivencia, al tiempo que son expresión de unos determinados valores morales (laicos), sin los que no es posible la vida en común. Si bien no es la instancia única, y sola no puede llegar muy lejos, la educación escolar tiene un papel clave en la enseñanza de lo que Fernando Bárcena (1997) ha llamado “el oficio de ciudadano”.


3.1. Ciudadanía e interculturalidad  

            Pero, la herencia de la escuela pública es que la formación de la ciudadanía se asienta en la socialización en valores comunes y universales, que están por encima de las pautas culturales específicas de los distintos grupos sociales que componen la nación. Ésta es la razón última de que deba ser laica, por oposición a las adhesiones religiosas que mantenga cada grupo, y por eso hay que dejar fuera de la escuela todo aquello que particulariza y diferencia. La escuela pública se sustenta sobre una ideología unificadora e igualitaria, por lo que la cultura escolar es universal, socialmente neutra, ocupando la escuela un lugar “extraterritorial”.

            La tradición cívica de la escuela pública tiene, entonces, que ser reconstruida en nuestra actual coyuntura, crecientemente multicultural. La sociología crítica de la educación ha documentado cómo la cultura escolar, en la escuela pública “republicana” francesa (como cristalización modélica), bajo su presentación universalista no ha sido neutra, sino una construcción que ha legitimado una perspectiva cultural particular, al servicio de un grupo social (Dubet y Martucelli, 1998).  El objetivo de la escuela pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores tiene –entonces– que ser actualmente reformulado, para compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios.

            Un enfoque cultural de las identidades -predominante en el multiculturalismo no liberal- tiende a verlas como algo natural, ya dado o permanente (en el fondo, esencialista o ahistórico). La cultura es el medio por el que los individuos y grupos organizan y construyen su identidad espaciotemporalmente. Esto conduce a que la función de la escuela sea reafirmar dicha identidad, en el supuesto discutible de que cada individuo está inmerso en la propia identidad cultural de origen, impidiendo compartir varias. Pero desde un enfoque histórico, por el que apostamos, la escuela no se limita a reflejar y articular las identidades culturales, contribuye activamente a configurarlas. Dichas identidades se ven ahora como algo contingente, dependientes de su construcción histórica y producto de determinadas relaciones de poder. Esta perspectiva, congruente con un multiculturalismo de corte liberal, apoya una función de la escuela en la articulación de la propia identidad cultural con otras identidades culturales, respetando la diversidad de culturas y modos de vidas. Conciliar la dialéctica entre la identidad cultural y la diversidad es, pues, nuestro problema, sin abocar a contextualismos extremos que, a la larga, puedan resultar cercanos al etnocentrismo, y en cualquier caso no solidarios.
            La identidad ciudadana moderna, construida en torno a una homogeneización, está quedando fuertemente erosionada, siendo imposible articularla de modo integrado. El sueño de una comunidad política unificada por una moral cívica compartida está ya -para mal o para bien- fuera del horizonte. Pero sería una salida por la puerta falsa, como acríticamente propaga un cierto multiculturalismo, pretender basarla en un modelo de “ciudadanía diferenciada”, en función de la etnicidad, raza, comunidad local, o lenguaje. Yo también pienso, cono han denunciado, un tanto radicalmente, Giovanni Sartori (2001) o Neil Postman (1999), que el nuevo dios del multiculturalismo, si no se enfoca adecuadamente, adorándolo de un modo acrítico, nos encamina al punto final de la escuela pública y, lo que es peor, a la falta de una ciudadanía pública. A este respecto, la defensa del multiculturalismo, como me gusta una formulación de Paolo Flores d’Arcais (1995, 96), “constituye de hecho el sucedáneo consolador de una revolución aplazada: la de los derechos cívicos y de una ciudadanía para todos”.

            Mientras tanto, hablar de “ciudadanía multicultural” (Kymlicka, 1996) es un concepto paradójico, pues supone (re)particularizar una condición que es inherentemente universal. En efecto, la ciudadanía se refiere a la igualdad de derechos y estatus que tienen los miembros de un Estado democrático-liberal, donde todos son iguales en tanto que ciudadanos. Frente a los derechos particulares y múltiples estatus particulares en el feudalismo, las revoluciones francesa y americana establecen una ciudadanía universal. Además esta ciudadanía se predica de los miembros en el interior de un Estado, como tal es inclusiva, y externamente "excluyente" para los que no son miembros de dicho Estado.

            En su origen moderno, para poder establecer un espacio público común, una “ciudadanía integrada” no está basada en la identidad cultural. Hoy sabemos que ha excluido la identidad propia de los pueblos y culturas. Pero también el derecho a la diferencia debe seguir siendo reequilibrado con el imperativo de la igualdad (Touraine, 2001). De ahí que haya que reformular la concepción de ciudadanía, en una formulación “compleja”, que conjugue diferentes identidades en su configuración. A este respecto, como bien ha expresado Juan Carlos Tedesco (2000: 86):

“El desafío educativo implica desarrollar la capacidad de construir una identidad compleja, una identidad que contenga la pertinencia a múltiples ámbitos: local, nacional e internacional, político, religioso, artístico, económico, familiar, etc. Lo propio de la ciudadanía moderna es, precisamente, la pluralidad de ámbitos de desempeño y la construcción de la identidad a partir precisamente de esta pluralidad, y no de un solo eje dominante y excluyente”.

            A su vez, frente a las tendencias de tribalización social, la escuela -volviendo a sus orígenes, aunque necesariamente de otro modo- debe promover la cohesión social y el reconocimiento y solidaridad con el otro como diferente. La escuela tiene una función irrenunciable para que las diferencias culturales y el pluralismo democrático se informen mutuamente. Conjugar los principios normativos unitarios de justicia y el reconocimiento de los distintos proyectos de vida cultural es, pues, nuestro problema social y político. Como señala Pérez Tapias (2002; 45), “se impone transitar desde la multiculturalidad (fáctica) hacia la interculturalidad (propuesta), desde la pluralidad cultural como hecho al pluralismo como valor”.

            La herencia moderna e ilustrada es que la vida en sociedad no es posible a menos que existan un conjunto de conocimientos, destrezas y valores compartidos por los ciudadanos. De ahí la necesidad, por un lado, de una educación como “socialización política” en una forma de “reproducción social consciente”, que dice Amy Gutmann (2001). Por esto también, “la educación democrática no es neutral entre concepciones de vida buena, [...] la educación democrática sostiene elecciones entre aquellos estilos de vida que son compatibles con la reproducción social consciente” (Ibid., p. 67). La identidad democrática tiene una vocación de universalidad, opuesta a las identidades comunitarias, lo que supone también reconocer al otro como alter ego.

            En fin, para no proseguir en este territorio reñido de difusas fronteras, en una posición intermedia, abogamos con Amy Gutmann por un multiculturalismo integrador, que conjugue el respeto a las diferencias culturales con la igualdad y justicia para todos:

“La educación democrática -señala (p. 373-4)- apoya una `política de reconocimiento´ basada en el respeto a las individualidades y sus iguales derechos como ciudadanos, no en la diferencia de la tradición, representación proporcional de grupos o derechos de supervivencia de las culturas. [...] Una historia multicultural no debería implicar -y mucho menos afirmar- que las diversas creencias y prácticas culturales puedan tener el mismo valor”.

            La cuestión, central en educación, es cómo la ciudadanía, debidamente reformulada hoy, recogiendo la tradición (modelo laico de origen jacobino), pueda ser un modo de conciliar el pluralismo de la escuela común y la tradición multicultural. En este contexto, también es evidente que el mismo concepto de ciudadanía ha de ser reformulado, pues si en la modernidad era más un estatus que se concede a determinados miembros ( y, como tal, excluyente, como vemos actualmente con los emigrantes), hoy es una cultura a construir, que la educación ha de hacer posible. Si en la modernidad fue un proceso de inclusión en una cultura común, también era excluyente para los grupos que no compartían dicha cultura o racionalidad. A su vez, en su conformación teórica y práctica ha estado ligada a los derechos civiles dentro de cada nación-estado, en una constelación postnacional se tiene que ampliar para conectarse con los derechos humanos.


3.2.  Reformulación del proyecto de educación de la ciudadanía

            Parece inevitable, como hemos visto, la necesidad de reestructurar la escuela para hacer frente a cambios sociales así como propiamente educativos, que hemos descrito. Mientras que las escuelas actuales están equipadas por la uniformidad, pasividad y orden, cambios masivos en nuestro mundo nos inclinan a la diversidad, iniciativa e inventiva: mercado global competitivo, cambiante demografía de la población estudiantil, la sociedad de la información y tecnología, o demandas de mayor calidad en los servicios educativos. Nuestra sociedad basada cada vez más en la información, requiere formar a ciudadanos que sean capaces de situar los problemas, establecer soluciones y adaptarse continuamente a nuevas necesidades. Otro asunto, mínimamente dibujado, es de qué forma y sentido haya de ser dicha reestructuración.
                                                                                                                     
            La escuela pública es hija de la primera modernidad y, con ello, de la creación del Estado-nación. En la mejor tradición liberal-republicana, el Estado es neutro culturalmente, para favorecer el pluralismo. He tratado de defender que lo que está en juego es un trabajo de reformulación del proyecto de socialización y de educación de la ciudadanía, tanto en un nuevo modo de concebir el currículum como en la organización del trabajo escolar. Me parece, por ejemplo ante las reformas educativas en curso, que todo apunta a que se quiere volver a una “primera modernidad”, cuando ya estamos y debemos plantearnos qué deba/pueda ser la educación en la “segunda edad de la modernidad”, como dice Ulrich Beck (2000). En fin, un mirar hacia atrás, agarrándose a lo que en otro tiempo funcionaba, añorando una época anterior, en lugar de mirar hacia adelante desde nuestro presente. Precisamos, a largo plazo, respuestas proactivas que hagan posible que los centros educativos sean “escuelas de ciudadanía”, vocación originaria de la escuela pública. Al igual que otras instituciones modernas (familia, Estado, etc.), la escuela tiene problemas para cumplir adecuadamente su originario papel de articular e integrar a la ciudadanía nacional. Pensar la función educativa, desde una perspectiva cosmopolita postnacional, supone reformular lo que ha sido la escuela pública en la creación y reproducción de la ciudadanía.

            Por su parte, en los grupos excluidos socialmente hay que garantizar, tanto para su propio bien como -sobre todo- para la sociedad en general, su condición ciudadana, que empieza por una ciudadanía económica, pero que incluye también las competencias básicas que puede proporcionar la educación. Y ahora sabemos que ésta no puede quedar asegurada con los derechos sociales dentro de la lógica del salario y la iniciativa privada, por lo que “se requieren intervenciones públicas compensatorias -y equilibradoras- que restablezcan las apropiadas condiciones económicas de pertenencia para todos aquellos a los que la falta de ingresos, de vivienda y de oportunidades laborales de calidad les sitúan en unas condiciones que constituyen un grave handicap personal y ciudadano” (Tézanos, 2003: 12).

            De modo similar a como se reivindica, para estos colectivos excluidos, la necesidad de una “renta básica”, al margen de otras contraprestaciones, para su pertenencia e integración a la comunidad; cabe defender educativamente la necesidad de acciones educativas especiales para garantizar un “salario cultural mínimo”, que forma parte de la renta básica de la ciudadanía. Dentro de la “renta básica” de la ciudadanía se incluyen, pues, no sólo unos ingresos económicos (en una ciudadanía subvencionada, de modo pasivo) sino, para posibilitar un trabajo social activo, la educación básica debe haber garantizado la adquisición de aquellas competencias necesarias para la integración de la ciudadanía. Todo esto, dice Tézanos, “no puede dejarse al mero albur de la lógica del mercado o de las alternancias políticas. Esto es algo tan básico e insustituible que debe formar parte del contrato social democrático, de las reglas básicas que regulan la vida social y política” (pág. 14).

            La cuestión final, creemos, es que plantearse el diseño y desarrollo del currículum en nuestro contexto actual y futuro supone, como ha visto el profesor Gimeno (2001), qué tipo de cultura será deseable política y éticamente. Al menos, será preciso, entre otros, mantener estos principios: abogar por una universalidad que haga posible la convivencia y la igualdad, pero –al tiempo– será preciso respetar y reconocer la pluralidad cultural y diversidad/singularidad de cada persona, todo ello en un mundo globalizado que anula la diversidad y provoca uniformidad o mestizaje.

            La educación pública, como hemos señalado, se configuró sobre la base de subordinar las identidades históricas y culturales particulares al proyecto de creación de la ciudadanía nacional. Como dice Castells, el Estado hacía la nación, y no a la inversa. La crisis de los estados-nación, de la familia patriarcal (que trasmitía eficazmente los códigos culturales) y de la propia era industrial, hacen difícil (cuando no lo torna imposible) volver a reafirmar dicho papel. De ahí la necesidad sentida de su reconstrucción, sin saber –empero– claramente por donde haya que ir. Carlos Alberto Torres (2002) resalta, en esta dirección, la necesidad de reformular el papel de la escuela en la educación de la ciudadanía, una vez que el estado nación pierde sus límites modernos en un mundo globalizado.

            De cómo se resuelva el problema entre la homogeneización cultural y la heterogeneización cultural o identitaria va a depender, en gran medida, la tarea educativa y la propia convivencia. La configuración transnacional no puede anular la necesaria afirmación de la diversidad cultural, ni ésta ser un antídoto contra principios universales. El principio de igualdad, constitutivo de la sociedad moderna, no ha logrado prevenir las desigualdades sociales contra las que quería luchar. De ahí, la reivindicación de la diversidad, que permita a cada sujeto ser  actor en un mundo globalizado y de comunidades cerradas (Touraine, 2001). Más que la igualdad, viejo sueño, importa la libertad, y si el lugar de la reivindicación de los derechos sociales debe seguir permanente, también es preciso incidir en la otra cara de las responsabilidades cívicas. Lo que no significa que se renuncie a lograr ambas dimensiones. Lo que está en juego, en la misión de la escuela pública, es -pues- contribuir a construir un espacio público con ciudadanos que participan activamente. Qué currículum y qué formas organizativas son más adecuadas para hacer frente a los desafíos presentes y futuros en la formación de las nuevas generaciones, es lo que nos fuerza a reprensar el papel de la escuela en este nuevo contexto. Responder volviendo a las seguridades que tuvimos en otros tiempos nos conducen a un camino intransitable hoy y sin salida.
           
Referencias bibliográficas
                                              
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[1] Ponencia en II Jornadas de Educación: “Interculturalidad”, organizadas por UGT-FETE de Córdoba en la Facultad de Ciencias de la Educación (Córdoba, 15.11.03).

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