Estética,
Técnica y política: una mirada a las prácticas y representaciones de lucha
Jorge Benítez Saavedra73
¿Por qué no una revolución?
Los márgenes de lo que es discutible o no, de lo que debe considerarse un problema
teórico
o una urgencia política ante la cual hay que tomar posición, están ya delimitados
casi
cartográficamente por la opinión pública y por las ciencias sociales financiadas por los Estados. El tribunal de las modas teóricas jubiló por anticipado al marxismo, a los marxistas
y a
todas las
ideologías críticas de la sociedad que aspiran a una transformación
radical. Obviamente, para el espíritu pequeño-burgués
no todo lo superado debe ser guillotinado por las reconstrucciones historiográficas triunfantes: Hasta de los más oscuros tropiezos se puede rescatar una enseñanza
cultural, incluso de experiencias
como la soviética y, a menor escala, la chilena. Por ello, el
imaginario de la “voluntad
revolucionaria” siempre puede ser llevado al ridículo por la nostalgia
moderna, y es perfectamente susceptible de ser reciclado como mero Folklore nacional, como
daguerrotipo de una época o como etapa genética del desarrollo vital.
Pero más allá
de las
formas
en que
puede
o
no
salir a flote, los
contenidos y
conceptualizaciones que aspiran a una revolución social han perdido vigencia frente a temas como el multiculturalismo, el desempleo o las oportunidades para el desarrollo de los proyectos
subjetivos; como si entre éstos no existiera compatibilidad posible que autorizara preguntarse: “y si
a lo
mejor esto hay
que cambiarlo de raíz”. Pienso que esta baja dada
a
los
proyectos
emancipatorios obedece tanto a los enclaves de poder que mantienen el status quo, como a las mismas
conciencias testarudas que
iluminan los
pequeños rincones
de subversión.
En este sentido, postulo que existen dos frentes importantes que han dejado fuera de temporada a la crítica dura de la izquierda revolucionaria:
Por un lado, para la nueva orientación burocrática el fracaso de los socialismos del siglo XX
es
una instancia empírica refutadora, una evidencia de que el marxismo
es
insostenible, es el
ejemplo más demostrativo de la facticidad objetiva imponiéndose sobre el idealismo especulativo.
El argumento está puesto
entonces en
la
posibilidad real
del marxismo.
Por
otro
lado, se
argumenta que el socialismo conducido por la Unión Soviética es el resultado de la prepotencia del
racionalismo puesta al servicio de entidades abstractas como el Pueblo, el Espíritu o la Dialéctica histórica. Muchos hay aquí, que ven en el marxismo una nueva versión de los dispositivos clásicos
de
control que niegan la expresión del sujeto, que reducen la libertad a una categoría económica
y que cosifican fuertemente la vida a través del centralismo de Estado. El argumento está puesto aquí en la ética marxista, entendida como una nueva forma de maquinaria institucional coercitiva.
En el fondo del asunto, nos hallamos ante dos maneras contrapuestas de entender “lo político”.La primera hace
alusión a una noción técnica, es decir, está orientada a entender el “cómo
se
hace”, “cómo funcionan” los mecanismos del poder para intervenir sobre problemáticas contingenciales.
Decir que el marxismo es insostenible,
es decir que su realización no tiene en
cuenta las leyes que rigen la política y el ejercicio del poder. Es esa política protocolar,
parlamentaria, que actúa sólo bajo los márgenes institucionales y que utiliza las herramientas
que
sean necesarias para cumplir eficazmente con la especificidad de sus fines.
La segunda se refiere, en cambio, a un problema ético-estético, que en oposición a la gran maquinaria política defiende la expresión del individuo, su derecho a la indeterminación y al ejercicio de su voluntad. Acudimos entonces a una pretensión de acción política que se reduce a su
pura manifestación, a una inefabilidad visceral fácilmente manipulada por un poder burocrático que ha tecnificado lo político. La lucha por la emancipación se piensa en la postmodernidad como si el problema fuera entre la razón autoritaria de las instituciones y la inconmensurable pasión
creativa del sujeto; o bien, entre la forma y el simbolismo
flexible por un lado, y el inmovilismo
objetivante del contenido por otro. Y es más, se piensa como si el asunto fuese entre modernidad y
post-modernidad, como colisión de dos conciencias históricas distintas.
La pregunta que gira entonces en torno a las deliberaciones anteriores es la siguiente: ¿Se
puede considerar esta propuesta estética
o la
pretensión técnica como proposiciones legítimamente políticas? Y más importante aún, ¿Qué combinaciones, divergencias, solapamientos o dislocaciones
73 Estudiante
de psicología. Universidad Santiago de
Chile.
se pueden dar entre una dimensión estética y una dimensión técnica en cuanto a las representaciones y formas de lucha por la transformación social? Este trabajo pretende fijar un
emplazamiento más claro para esta dificultad y posicionarse críticamente con respecto a ella.
Para este efecto, se desarrollarán las siguientes líneas argumentativas: 1) una revisión al cientificismo
moderno y al interés técnico 2) la idea de modernidad como cuna filosófica del esteticismo 3) un desplazamiento
analógico desde la oposición estética/técnica a la discusión que surge entre realismo e idealismo político 4) una propuesta de acción política radical, más allá de lo
meramente técnico y
de
lo meramente estético.
La modernidad como técnica
La revolución industrial representa una nueva forma de producción,
no sólo de bienes
económicos
sino también de la vida misma. Pero su genealogía responde a una nueva forma de conocimiento, a una nueva forma de conducirse frente a la naturaleza. Se puede decir que el
paralelo epistemológico
a la
revolución industrial es la revolución copernicana de las ciencias (Zubiri, 1994). Estamos hablando
entonces de los orígenes de la ciencia moderna, precursada por
Galileo, Bacon
y Newton,
y basada en el método hipotético deductivo como forma de preguntar
a la naturaleza y de hacerla responder.
Así, la manera de acercarse a la realidad que comienza a fraguarse a finales del siglo XVI es
cualitativamente distinta a la visión animista del mundo antiguo y medieval.
En lugar del ensayo y error, la contemplación y las vicisitudes inexorables que plantean los dioses y los oráculos; la
ciencia manipula la realidad, extrae de la observación
sistemática de los hechos particulares leyes universales que relacionan causas con efectos específicos.
La ciencia moderna concibe al conocimiento
como separado de lo moral, se centra en la movilización
de medios concretos para alcanzar fines concretos, liberando
la realidad de su carga
espiritual, reduciéndola a cosa. Todas estas características son las que se ven envueltas en el concepto de técnica.
Lo técnico es una noción que tiene una acepción etimológica clara: viene de Tékhne,
concepto que podemos rastrear con detalle en Aristóteles y que significa saber hacer. La técnica es por tanto un saber, y como tal cumple con las condiciones de necesidad y universalidad. En un sentido filosófico, Tékhne se opone a Telos. Ambas entrañan dos maneras distintas de aproximarse al fenómeno: Telos refiere a la causa última de las cosas, o dicho en otras palabras, la causa
formal; Tékhne en cambio hace alusión a la causa mecánica o causa eficiente, responde al cómo más que al por qué.
La pretensión del saber como Tékhne llega a su estado de realización con la emergencia de
la subjetividad
moderna. Acudimos entonces a la tecnificación de la realidad, donde la razón instrumental ha echado a andar una gran maquinaria destinada a dominar la naturaleza, pero en
donde la subjetividad se ve a sí misma como dominada por su propia creación. La relación
sujeto/máquina
viene a inaugurar la negación y la reificación de la persona. Altísimas cuotas de
enajenación
es
el precio por la prepotencia del utilitarismo
moderno. En esta perspectiva se perfila la
crítica postmoderna
y es en donde una propuesta estética cobra sentido. Por el momento
tengamos presentes los puntos fundamentales que subyacen a la idea de ciencia como saber
técnico: a) la idea de que lo universal (las leyes de la naturaleza) puede obtenerse a través de lo singular (inducción, colección de hechos particulares), y b) la idea de que hay una exterioridad al
sujeto: La naturaleza (sobre la cual hay que operar).
Kant: La modernidad como estética.
Como dijimos anteriormente, lo que se ha llamado modernidad
no es algo completamente unitario sino una construcción que presenta conflictividad interna. El malestar de la técnica – de un mundo meramente mecanizado,
arraigado en la urgencia de lo inmediato y en el utilitarismo hedonista
– es ya intuido por la filosofía kantiana, la cual impone a la razón una condición
constitutiva de moralidad.
Kant señala que la realidad no es experimentable de manera inmediata, como es en sí, sino que
está mediada por las estructuras de la sensibilidad y del entendimiento que pone el sujeto. No
obstante, lo que el
sujeto pone en su actividad es el
formato, no el contenido.
Lo absoluto, lo universal, el alma, lo trascendente, serían entes que no pueden ser
experimentados ni comprendidos, caerían en un escenario ontológico inefable para el sujeto. Sin embargo, Kant se rehúsa a pensar que el alma no posea una orientación moral que le de sentido y
recurre a la razón práctica como escapatoria para fundar una experiencia
(no empírica) de lo
trascendente.
Especificando el asunto, es el deber en donde el sujeto accede a lo en sí indeterminado,
un
deber que es un fin en sí mismo, que no tiene contenido y que debe cumplirse sólo por ser deber. La moralidad Kantiana es una filosofía formalizante, constituye un racionalismo
que no tiene como horizonte de la humanidad un interés técnico de control sobre la naturaleza, sino el Bien moral. Es por
tanto un idealismo ético.
No perdamos de vista lo siguiente: lo que constituye a la tradición Kantiana de la modernidad
en una sustancia estética no es la belleza como la entendemos, sino su carácter formal, el hecho de
reducir toda acción práctica a un problema de formas.
La Postmodernidad como modernidad.
Tal como la esencia de la técnica es la asociación entre causas y efectos, la esencia de lo
estético es la asociación entre forma y expresión.
Esta actitud estética es el resultado de una intrincada lectura romanticista de Kant, masticada por Fichte y Schelling, pasando por el existencialismo, por Heidegger, Nietzsche, rumoreada por el
post-modernismo y por
todas sus falanges post-estructuralistas.
El postmodernismo,
como actitud
estética, desacredita enérgicamente
la
razón como
mediadora entre el sujeto y lo real. La acción determinista y objetivante de la razón y del lenguaje
no sólo filtran una naturaleza indeterminada
y dinámica, sino que la ocultan y la petrifican. La
institución del logos y sus dispositivos
de
control –significados,
contenidos, técnicas- pondrían un límite al Ser y también a las numerosas posibilidades y pliegues que puedan ocurrirle a la
experiencia, al
sentimiento, a la
expresión.
El hecho estético es justamente la experiencia de este límite, de la imposibilidad de acceder
a lo real, de decir lo indecible. La escisión -trazada por la ilustración, por Kant, por el cristianismo y por el sentido común- entre
el
hombre y lo absoluto, es lo que tiene
a la
modernidad desesperada
de
sí misma; y eso es lo post-moderno. Como escribe Rojas (2008): “La estética romántica es
expresión, festejo por la emancipación
del
sujeto con respecto a la prepotencia
de
la institucionalidad fáctica, pero sobretodo es
impotencia por
la
poca densidad de sus propias representaciones y
la incapacidad de atribuir un coeficiente de trascendencia”.
Hay algo en la experiencia
del
sujeto que está fuera del sujeto, algo que queda como
inmanencia y algo que se intuye como inmanencia, algo conocido que se derriba y algo misterioso
que
está por advenir. La acción estética es una campaña épica, que se vincula doblemente al
triunfo y la fatalidad. El idealismo ético Kantiano es también el idealismo estético que conduce a la resistencia post-moderna, llevando en su bandera la figura heroica de un estoicismo infatigable. En
la creatividad del hombre, en cada acción singular, se está ante la ilusión de lo universal, y esa
ilusión es la forma, es la expresión,
es
la pasión trágica del mundo. Como dice Rojas (2008): “La
postmodernidad actúa como conciencia mítica de la modernidad, profetizando el advenimiento de un lugar fuera de la historia”.
Este sentimiento rehúsa ser encasillado, ser manipulado, quiere mantenerse puro, por ello
no quiere establecer contenidos ni especificaciones
y prefiere lo difuso, lo ininteligible. El sujeto
quiere cultivarse a sí mismo, hacer de su vida una obra de arte
Las críticas a esta visión no se hacen esperar, es razonable pensar que en el esteticismo moderno el simbolismo termina por perder todo efecto de realidad que lo haga habitable históricamente.
“El mundo pierde
entonces por un momento su profundidad y amenaza con transformarse en una piel satinada, una ilusión estereoscópica, un tropel
de
imágenes cinematográficas sin densidad.
La argumentación
que subyace a estas prácticas es que al constituirse la voluntad como pura
forma, se hace ininteligible
y, por lo tanto, inasible para el poder burocrático. Sin
embargo, tales
consideraciones constituyen una falacia, ya que el poder burocrático puede dominar sin inteligir, o
peor que eso, la ininteligibilidad intrínseca de las prácticas de resistencia hace que el sistema de
dominación pueda inteligirlas como más le convenga.
Pero la críticas fundamentales al esteticismo – y sus variantes como el idealismo ético y el
cultivo personal
– se pueden reducir en el hecho de que a pesar de representar el extremo
que se
opone a la técnica, no supera sus características más esenciales y reaccionarias, a saber: a) que
hay
algo exterior al hombre y a su historia b) que lo universal puede obtenerse en lo singular (ya sea en leyes naturales o en formas expresivas).
Estas críticas contiene en sí mismas un contenido
sugerente común, y que es la posibilidad de proponer prácticas y representaciones de lucha que
superen la modernidad.
Realismo político como expresión de la técnica moderna
Después de esta contextualización filosófica podemos recién comenzar a abordar el asunto.
Lo que aquí convoca y lo que primeramente tiene relevancia para nosotros es un problema político.
¿Cómo se manifiesta la pretensión técnica y la pretensión estética en las dinámicas de poder, tanto
en
las prácticas de dominación como en las de crítica social?
No se trata de que los sujetos y sus acciones políticas estén guiados por principios y modelos filosóficos. El supuesto
que aquí se tiene es que los sistemas filosóficos constituyen la expresión de una lógica histórica, que afecta tanto al pensamiento académico como a las formas
de representar la realidad y de actuar sobre ella.
Cuando hablamos de que lo político es un saber hacer, que requiere cierta experticia para movilizar los medios adecuados en función fines específicos como la estabilidad económica, la unidad de la nación, la paz social, la eliminación de la pobreza o de la delincuencia; entonces
estamos ante una
visión técnica de la política.
Existiría en lo social un determinado funcionamiento regulado por leyes universales, cuyo conocimiento ayudaría al sujeto a operar eficientemente sobre los asuntos políticos. Acudimos a la emergencia
de
una determinada conciencia histórica en la que la sociedad se piensa a sí misma
como naturaleza, y donde el sujeto se encuentra ante la disyuntiva de elucubrarse como
administrador experto y dominador de la maquinaria política, o ser simplemente arrastrado por la puesta en marcha de la institucionalidad.
La política es, en este sentido, un problema objetivo. La expresión teórica que se ha encargado de defender esta noción es la Realpolitik (Realismo político), representada en lo teórico por Benedetto Croce y
Mosca, inspirada en Maquiavelo y encarnada de manera efectiva por
potentes figuras como Bismarck y Napoleón.
Croce argumenta en su filosofía del Derecho, que el Estado no es una entidad moral y que el
político debe operar de tal forma de imponer la unidad por sobre las apetencias y los intereses
individuales. La política deviene administración,
táctica, discursos que actúan como mera
legitimación, como estrategia para asegurar la sobrevivencia
de
la civilización, requiere ensuciarse
las
manos si
es necesario, después de todo el
fin
justifica los medios. En una noción técnica, lo que opera es la ética maquiavélica, que antepone la eficacia por sobre cualquier intento de beatitud.
El realismo político se pregunta por el cómo funciona, busca sistematizar una lógica de gestión
sobre lo social, por ello sus concepciones
siempre han girado sobre el papel del Estado, el Estado como aparato, como instrumento para la consecución de fines prácticos.
Para la política realista, lo fundamental reposa sobre el concepto de Gobernamentalidad,
como parte de una lógica de intervención
y control del Estado sobre el individuo
a través de las tácticas jurídicas, los discursos, el saber
y más concretamente a través de las políticas públicas. La política pública es el paradigma del progresismo neo-keynesiano
y corresponde a una lógica de planificación diseñada por un saber técnico, especializado
en
la problemática social, que contiene un programa basado en una intervención, un presupuesto, y resultados derivados de indicadores objetivos y cuantificables. La política pública es, primero, una reducción de los problemas sociales a cifra; y segundo, despoja a la ciudadanía de la capacidad de intervenir sobre su propia realidad
social.
Ahora bien, cuando el fin del saber hacer coincide con la transformación social, la técnica y
los
medios que brinda la institucionalidad son utilizados como instrumentos para el cambio. Sin embargo, el hecho de
usar la institucionalidad como arma ha sido asociado íntimamente al reformismo, es decir, a la pretensión de mejorar las condiciones de vida
de
los sujetos sin abolir
los marcos burocráticos generales que rigen la globalidad social. De esta forma, las tácticas electorales
de
los partidos más progresistas o los intentos de ampliar las instancias democráticas son, para los
que
se dicen radicales, iniciativas superficiales, reaccionarias y meramente contingenciales de las que hay que distanciarse.
El idealismo político como expresión del
esteticismo moderno
La visión técnica de la política, ha derivado en que se utilice justamente la palabra política para designar el conjunto de procedimientos burocráticos que constituyen la
maquinaria Estatal.
Debido a esto existe una desconfianza generalizada hacia lo político y hacia cualquier práctica institucional porque se confunde institución con burocracia. Por lo tanto, el formalismo estético con su intensidad emotiva se elucubra como la exterioridad en que es posible desplegar la libertad Como señala Rojas (2006), el Esteticismo se cumple críticamente de dos maneras: En la estética
colectiva y en la estética de vida. La estética de vida es una construcción romántica de la propia
existencia marcada por la tendencia a concebir la biografía personal como expresión de la voluntad individual puesta
en juego
en cada acto.
Su
ética es
el coraje
de enfrentar
siempre a
los dispositivos de control, de oponerse siempre a la norma, experimentar en cada desafío el placer de la virtud, sin dejarse aprehender por la cosificación que la racionalización del sistema social impone.
La estética del malestar la describe como un intento de acción colectiva, una moción difusa
que
no tiene una intencionalidad clara o uniforme, o si la tiene ésta
no es
lo fundamental, sino que es la manifestación misma lo primordial, la forma de expresión colectiva, de autoafirmación en el
espacio público, de hacerse visible como sujeto, como voluntad general de descontento,
como
visceralidad
que lleva en su grito una exigencia ilimitada, inaudible (Rojas, 2006). La estética del malestar actuaría como realidad formal, ya que se tomas las calles, como símbolo
del
espacio público, congrega masas, como símbolo
de Espíritu del pueblo (Volkgeist). Pero si carece de
contenidos, de programa y horizonte histórico, nos encontramos ante una acción colectiva meramente formal, desustancializada,
que adquiere la categoría de evento y donde la subjetividad quiere hacerse simplemente
presente, visible para los ojos del poder. La práctica de lucha así
entendida
- o concebida como pura resistencia – se convierte en una puesta en escena, en una
performance que pierde su carácter político y obra solo como espectáculo, fracasando
en
su pretensión de querer reacatar la pureza romántica
de
los hechos sociales. Es el resultado de
entender al
pueblo como literalmente la
masa.
Pero ocurre que incluso las subjetividades que se posicionan con un sentido
declaradamente político, y no sólo eso, sino que se piensan a sí mismas como subjetividades revolucionarias; son
susceptibles de convertirse realmente – en contra
de
su propia conciencia – en
cultivos meramente formales, que recrean la lógica de la estética de vida y la estética del malestar.
Stowasser (1986) le adjudica esta vanidad estética a doctrinas derivadas del anarco-purismo y anarco-individualismo. Éste último es una reconstrucción norteamericana del anarquismo que
está más ligada a la tradición liberal y condimentada por una lectura anglo de Nietzsche. El Ethos de los anarco-individualistas se centra en la práctica particular, en la negación de la vida privada a la Ley civil como reafirmación constante del Derecho Natural Rousseoniano.
El caso del Purismo se perfila como una conciencia más política y más social. Su horizonte
es la revolución y la disolución del Estado y las formas de explotación y dominación. Sin embargo, la ansiada revolución social carece de contenidos
concretos, de referentes posibles según las
condiciones materiales existentes. Es por eso que representan sus ideales a través de metáforas que confunden con los ideales mismos. Es un fenómeno atravesado por el esteticismo moderno que
no sólo afecta al post-estructuralismo y al anarquismo sino también a algunas ramas consejistas
del
ultra-izquierdismo marxista.
Efectivamente, y como escribe Stowasser (1986): “Las vanguardias revolucionarias, jactándose de
su
conciencia de clase, guardan profundos romanticismos que obstaculizan que sus iniciativas
conduzcan a una transformación sustantiva. Creen en la insurrección, en la acción directa, como si
fuera la revolución misma”.
El imaginario purista espera que literalmente los trabajadores y los oprimidos tomen las armas y
asalten la casa de gobierno. Mantienen el imaginario heroico de la toma del palacio de invierno
como su referente de lo que es vivir la revolución, como
si la emancipación social fuera un episodio y no un proceso formativo de relaciones sociales, culturales y
de
producción.
El esteticismo de izquierda se ha visto impotente porque antepone las metáforas, las formas míticas y las retóricas a la posible eficacia de sus prácticas. El horizonte de emancipación pasa a un segundo plano con respecto a la expresión estética y extática que contienen sus rituales. Hay en
ello un
idealismo ético
Kantiano que impone
principios
categóricos:
No al
burocratismo
partidario ni sindical, no a la democracia
representativa, no a las luchas reivindicativas, no al reformismo, sí
a
la
acción directa,
sí a la violencia armada. Es una
ética que
refuerza un virtuosismo descontextualizado, una aspiración de que en el evento singular se pueda encontrar la
revolución pura de
la
sociedad,
sin la mediación de
un programa,
sin la mediación de
las instituciones, sin la mediación de las condiciones materiales que rigen la globalidad social más allá
de
la retórica decimonónica.
Hacia una agenda política propiamente emancipadora
Ya hemos esbozado aquí algunas críticas tanto a la concepción de la política como un problema técnico, como a la concepción estética de la misma. Ambas crean la ilusión de que existiría en
los procesos
sociales una exterioridad
al sujeto,
son inclinaciones que quieren
encontrar la pureza de lo universal a través de lo singular, ya sea en la inducción de hechos
fácticos o en el relato mítico de acciones éticas. Ambas son también una fiel decantación de la mentalidad moderna, cuya consecuencia
sería la conciencia de que existirían enclaves que se
ubicarían fuera de la historia: de una parte habrían ciertas leyes objetivas que regularían lo social,
y de otra habría un espacio mitificado que sería exterior a las lógicas institucionales. Por ambas
partes llegamos al mismo resultado, y es que es imposible pensar en una inmanencia
absoluta de
los
procesos sociales.
¿Qué posición política tomar entre un realismo
técnico reformista, por una parte, y un esteticismo
revolucionario pero infructuoso, por otro? Lo que hay que aclarar es que la pregunta está mal
planteada y representa una falacia por
dos razones:
a) El realismo y el idealismo no son posiciones políticas, son actitudes y momentos que puede asumir indistintamente cualquier posicionamiento político. En un cierto sentido,
corresponden tan sólo a un determinado
proceso cognitivo que tiene que ver con creer que la esperanza
de
una sociedad mejor es una especulación que no tiene nada que ver con la realidad, o
por
el contrario, creer que es la realidad la que se equivoca
y son los ideales los que se mantienen
impunes. Lo político como técnica es justamente un acto de negación de lo político y de la condición ética de los sujetos y las instituciones. La concepción estética tiene una dimensión ética pero su negación de lo político está en que justamente carece de una orientación táctica que le permita realizar sus utopías. Este esteticismo conduce un ritualismo inmovilista que se queda en el lamento de la derrota
o en el relato mitológico de hazañas pasadas, despreciando la contingencia y la
urgencia de la acción.
El asunto
no es que no sea válido tomar una de las dos actitudes
en un determinado
momento, sino que no constituyen en sí mismo una posición política. No se puede decir “yo soy realista o idealista” de la misma manera en que uno dice “yo soy marxista o soy liberal”.
Tanto el
marxismo, como el
republicanismo o el liberalismo tienen sus momentos realistas e
idealistas, la solución al problema de qué actitud tomar se sitúa más bien en un término medio, o más bien, la condición histórica es la que da siempre la razón: ante un gran triunfo político o cuando una ideología está en auge la expresión estética de la subjetividad
es compatible con sus
efectos, se puede reescribir la historia como una trayectoria
épica que llega finalmente al paraíso
mítico. En épocas de repliegue, en cambio, parece ser que prima la discusión
acerca de los medios
adecuados para alcanzar fines más contingentes e inmediatos, es necesario ensuciarse las manos.
b) De la misma forma,
el
realismo puro
o el idealismo en sí mismo pueden tener un carácter
reformista o revolucionario indistintamente. Lo que determina finalmente
esta categoría es siempre
el
proyecto político y las posibilidades de éxito que puede tener en un determinado contexto
material, histórico y
cultural.
Esto hace que una pintura pueda ser un paso efectivo para el camino de la revolución, que
una
campaña militar para tomarse el palacio de moneda sea un acto meramente estético, o que por
ejemplo, una iniciativa de autogestión municipal se transforme en un ejercicio puramente
técnico,
de
administración urbana. El cooperativismo
neoliberal puede ser un problema técnico, mientras que dentro de un programa
federalista o marxista a gran escala puede ser perfectamente político y
revolucionario.
Se puede mantener un frente de lucha en las contingencias y las demandas reivindicativas
sin
que por ello se deje de ser revolucionario,
lo importante, según Stowasser (1986), es su capacidad para generar redes con otras iniciativas que puedan constituir un poder global de conjunto para cambiar la sociedad.
El mismo autor da el ilustrativo ejemplo de la revolución española: “Es realmente asombroso que
tan pocos anarquistas comprendan que la revolución española no comenzó en 1936, sino cuarenta
años antes ¿Qué hacía la CNT durante todos estos años? No solamente aquellos intentos heroicos y bien conocidos de huelgas generales, revueltas, insurrecciones y expropiaciones, sino también y
al
mismo tiempo, una serie de cosas reformistas como instalar sindicatos,
fundar escuelas y
economatos, cooperativas obreras
y
agrarias, talleres,
fundaron revistas, lucharon por pan, trabajo, mejores sueldos, reducción de horarios y
mejores condiciones de vida”.
Por otra parte, la escisión entre realismo y esteticismo es falaz porque se conduce por una falsa
dicotomía entre sujeto
e
instituciones sociales. Se piensan como entidades contradictorias e
irreconciliables, como si el problema fuera entre la formalidad emotiva del esteticismo
y el
burocratismo enajenador de la institución.
Esta dicotomía es lo que ha convertido a los intentos de lucha y de transformación social en
meras manifestaciones eventistas, poco articuladas y sin contenido. Para que la emancipación
tenga lugar es necesario que la voluntad y la expresión estética del sujeto colectivo encuentre una
orgánica, una organización y diferenciación interna que le permita ponerse la revolución como máxima, pero apoyada al mismo tiempo en un programa
y una agenda de acciones
tanto técnicas como simbólicas que permitan producir la realidad de la revolución y
no su sola metáfora.
Citando a Bookchin (1984): “Si hay un fantasma que nos dé caza, son los que toman forma
de
ritualismo y de rigidez tan sumamente inflexible que uno cae en un rigor mortis bastante
parecido al que cae el cuerpo congelado cuando alcanza la muerte eterna”
Por lo tanto, es necesario pensar al sujeto como una institución, que ha sido constituido por una totalidad histórica, y a la vez pensar en la institución como un sujeto, como una voluntad general que tiene
intereses determinados, con una agenda estratégica de objetivos a corto, mediano y largo plazo e inserto en una red de redes que hagan posible la transformación, eso es lo realmente revolucionario. Después de todo, la historia de un pueblo es también la historia de sus instituciones.
No
se trata aquí de establecer una Carta Gantt o un cronograma
del
camino a la revolución a cierta cantidad de años plazo, se trata de tener creatividad
para inventar tácticas
efectivas, de re-problematizar los pasos a seguir en cada momento, aquello también es un arte.
Para esto no tengo otra palabra que un pragmatismo soñador.
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