PETER MCLAREN:
UN ESTUDIOSO DE LOS ESTUDIOSOS
ROBERTO BAHRUTH
Los motivos básicos de la
crítica, el enojo, la exhortación, la esperanza, la posibilidad y la visión de futuro (lo que ha dado en llamarse la voz profética) aparecen también en otros relatos
bíblicos y textos sociales,
así como también en la historia a
lo largo del tiempo y el espacio.
DAVID PURPEL, Moral
Outrage in Education
El carácter de las preguntas
que nos fueron oportunamente enviadas por los editores de este libro como guía y estímulos para la reflexión acerca de los modos
en que Peter McLaren
ha influido en nuestra pedagogía, me condujeron a una reseña casi autobiográfica de mi desarrollo epistemológico y ontológico como académico. Reflexionar sobre
mi carrera que
comenzó en el tecnicismo y se ve
hoy cargada y revitalizada por un entendimiento crítico de la ense- ñanza, el aprendizaje y
la alfabetización, resultó para mí un proceso fructífero. Sin
lugar a duda,
Peter
ha contribuido en
gran medida a mi despertar como crítico y a mi determinación de exigir más de mí mismo
y
de
mis alumnos desde que
comenzara mi transformación profesional,
que paso aquí a describir.
MI ORIENTACIÓN POLÍTICA, IDEOLÓGICA Y TEÓRICA ANTES DE MCLAREN
En 1983 leí por
primera vez
el artículo de
Paulo Freire titulado “La
importancia
del acto de lectura”
(1983). Con él habría de comenzar la transformación que me permitiría dejar de ser un tecnócrata bienin- tencionado, trabajando
dentro de un sistema al que intuía ya
poco apto para la enseñanza, debido a las frustraciones y fracasos obvios que solían presentar los estudiantes no tradicionales. Lo
que habría de surgir, impulsado por subsiguientes lecturas de la obra
de Paulo, era una comprensión cada vez mayor de la dimensión política de un sistema educativo que, hasta
entonces, había
parecido a
mi visión acrítica convincentemente neutral, una
visión cegada por
mi propia sujeción
a la pedagogía tradicional.
Mi primer paso en este proceso de politización consistió
en el re- chazo del lenguaje del déficit
—un lenguaje creado por
el statu
quo,
[51]
que busca proteger a las prácticas
educativas
tradicionales del exa- men crítico echándole la
culpa a las víctimas— como una explicación válida del fracaso
de los niños inmigrantes en
mi aula de quinto gra- do (Hayes, Bahruth y Kessler, 1998). Trascender el
lenguaje del défi- cit es un camino
de ida que, tarde o temprano, nos lleva a enfrentar “las vergonzosas
conexiones entre no aprender y no enseñar” (Bah- ruth, 2000a). De allí en más, luego de
haber
visto el éxito de
mis alumnos, debido al
resultado de mi cambio en la praxis,
me vi inmer- so en una comprensión más compleja
de la teoría
crítica de la educa- ción.
En 1984 ingresé al programa de
doctorado de la Universidad de Texas, en Austin, y ya en el primer semestre
se me encargó leer un artículo de Peter
McLaren (1982). En nuestras discusiones se le asociaba a la escuela de los neomarxistas, que incluía también a
Mi- chael Apple,
otro autor que debíamos leer.
Aunque crecí en los sesenta y participé en la revolución cultural
—un decenio que aún
hoy se sostiene como
un ejemplo brillante de democracia en acción—, entre nosotros
el término “marxismo” había caído en considerable descrédito como
resultado de la Gue- rra Fría. (Es interesante advertir
que Aronowitz [2000, p. 172] asegu- ra que las actuales
tendencias corporativistas de las instituciones de educación superior procuran “asegurarse de que los
años sesenta nunca vuelvan a repetirse”.) Debido
a esta cultura recibida,
el térmi- no “neomarxista” despertaba en mí cierta alarma; no obstante, me in- trigaban las habilidosas deconstrucciones de
la escolarización tradi- cional
articuladas por McLaren,
Apple y otros. Si
bien
había trabajado en
la docencia durante diez años, lo que leía en sus obras era una descripción que ponía nombre —volviéndolos así mucho más perceptibles— a
muchos de los mecanismos que yo ya había lo- grado advertir en mi trabajo como maestro de alumnos de
las clases menos privilegiadas.
Uno de mis profesores, Doug Foley, había escri- to un libro acerca del mismo pueblo donde yo había enseñado. Los resultados de su investigación cualitativa también seguían un análisis de la estructura de clases, problematizando de
este modo al capitalis- mo (Foley, 1977, 1990). A
medida que iba leyendo
su trabajo y conec- tándolo con mis experiencias personales con las políticas locales del “pueblo del
norte”, la cuestión me
resultaba cada vez más clara.
Mis
lecturas continuaron, y
fui volviéndome un fetichista de deter- minados autores, debido a
lo osado de su discurso y a lo mucho que sus descripciones y deconstrucciones me ayudaban
a advertir la natu- raleza opresiva
de
“la escolarización como un performance ritual”
(McLaren, 1986). Freire, McLaren y Apple se convirtieron en lecturas obligadas en mi búsqueda de la teoría crítica.
También se me encomen- dó leer Aprendiendo a trabajar, de Paul Willis (1977), quien después escri- bió la introducción al libro
de Foley (1990). Leí además
artículos de Bourdieu y
Labov, y recuerdo
haber leído el llamado de Freire a los neomarxistas a que ofrecieran alternativas viables a la educación tra- dicional, dado que le parecía inmoral deconstruir sin ofrecer una vi- sión alternativa. Con el paso de los años, he visto cómo, en sus escritos, McLaren, Apple y otros han sabido responder a la crítica de Paulo.
Quizá
la evolución más significativa de mi entendimiento
haya co- menzado cuando en 1989 asistí a una reunión en
Albuquerque, Nue- vo México, donde conocí a Donaldo Macedo y Hernán García. Fue el principio de una amistad y una alianza que ha durado por años. Me recomendaron leer Teoría y
resistencia en educación (1983), de Gi- roux, y lo hice. Al año siguiente, en un encuentro del
mismo grupo, reunido esta vez por uno más
de mis
profesores, Rudolfo
Chávez Chávez, nuestras conversaciones avanzaron sensiblemente dentro del campo
de
las políticas educativas y las consecuencias pedagógicas que este análisis
traía aparejadas para
aquellos profesores que
no es- tábamos interesados
en domesticar a nuestros alumnos.
Al prestar atención a
estos recuerdos, el
esbozo de mi propia lle- gada
a la pedagogía crítica
gracias
a un equilibrio
entre el estudio personal,
la constante crítica de mi pedagogía, el
discurso de los teó- ricos críticos y las pacientes inversiones de mis colegas me llena de es- peranzas. Sus esfuerzos y su guía me permitieron crecer
de tal modo que no me resultó
difícil discutir luego
cuestiones centrales de
peda- gogía crítica
cuando tuve la suerte de conocer a Donaldo Macedo y Lilia Bartolomé en Boston, a Henr y Giroux y Shirley Steinberg en Pensilvania,
y a Peter
McLaren, Haggith Gor-Ziv y David Gabbard en Wyoming. Por medio
de estas
elucubraciones, he llegado a apreciar con mayor precisión la
profunda apreciación
de Paulo respecto del sentido de la alfabetización que desarrolla en sus propias reflexiones personales en
Cartas a Cristina (1996).
LA INFLUENCIA DE MCLAREN EN MI PEDAGOGÍA
Aliento de modo constante el pensamiento de mis alumnos, pero nece- sito del trabajo
de Peter para alentar el mío. A través de sus escritos
he
alcanzado un nivel superior de claridad y propósito ontológicos. Su osa- día me ha dado permiso, quizá me haya obligado incluso, a ser más osa- do en mi pedagogía (McLaren, 2000b).
Me recuerdo leyendo su intro- ducción a
Teachers as intellectuals (1988), donde convirtió al académico Henry Giroux en una persona, humanizándolo al compartir su historia. Por primera vez pude
identificarme con un académico, gracias
al ori- gen de clase trabajadora que compartimos. Disfruté de la cándida inti- midad
de la voz de Peter,
que revelaba
al hombre detrás del discurso, una voz que por momentos parecía
caer en el enojo,
pero
que comen- zaba a mostrar una dimensión que el discurso
académico raramente hace del conocimiento del lector.
Con el tiempo he asociado la fuerza de la escritura de Peter con aquello
que David Purpel llama “la indigna- ción moral” , en vez de identificarlo como enojo,
y me ha afectado a tal punto que hoy la osadía
de mi pedagogía se ve moldeada por mi pro- pia indignación moral.
Es interesante advertir que, años más tarde,
de- tecté
similares características en las introducciones autobiográficas de Macedo (1994) y
Giroux (1996), y a través
de los textos de bell hooks, pero especialmente en Teaching to transgress (1994). Y había
más.
Para
describir los efectos de la superficial
“enseñanza” tecnocráti- ca, Macedo (1994) acuñó el término “idiotización”, término del que Chomsky (2000) da cuenta como “construcción social del no mirar”. Ambos describen la
ceguera con que yo intentaba enseñar ignoran- do que el sistema
no tenía intención ni
preocupación
alguna por ase- gurar
el aprendizaje
o el éxito de los estudiantes pertenecientes a las minorías. De
hecho, mi desempeño no
sería puesto en entredicho por
mis superiores hasta que aprendiera
a trabajar seriamente con
esos estudiantes. Las primeras deconstrucciones de
la educación em- prendidas por
McLaren, empleando un
análisis de la estructura de clases, me permitieron advertir
con toda
claridad la dimensión polí- tica de la educación. Si bien para la mayor parte
de los pedagogos crí- ticos es claro que muchos
“ismos” confluyen en
las políticas de opre- sión
y explotación, resulta
innegable el abrumador denominador común que
identifica a los estudiantes académicamente asesinados por
la escolarización tradicional: la “cultura de la pobreza”.
Resulta innecesario documentar el desempeño de los alumnos por
medio de pruebas estandarizadas, cuando bastaría
la mera consulta
de su códi- go postal para
predecir las
posibilidades de un estudiante dentro de
este sistema educativo monolítico, centrado en
el conocimiento y en el capital cultural de
la clase privilegiada.
Tras veinte años
de reflexionar sobre
la educación, me
descubro
volviendo otra vez a dos variables que explican y me ayudan
a identi- ficar las fuentes
de injusticia: poder y clase.
Joel Spring (1991) defi- ne el poder como
“la capacidad de
controlar las acciones de
otras personas y la capacidad de escapar del
control de
otras”. El poder y sus modos de empleo revelan
la praxis. Puede utilizárselo en formas tanto
humanas como inhumanas. Quienes detentan
posiciones de po- der y no son conscientes de sus propios privilegios, a menudo perciben a quienes tienen menos poder y
a los pobres como
personas de poco mérito, menos
humanos. Cuando el primer presidente George Bush estaba en el poder, un conocido chiste lo caracterizaba como alguien que, habiendo nacido ya en tercera base, había pasado
toda
su vida convencido de haber bateado un triple.
Desafortunadamente, lo mis- mo suele ocurrir con
aquellas
personas que
habiendo nacido
en la pobreza llegan
a posiciones de
poder
comportándose como blancos e identificándose con
la ideología de los más favorecidos.
Desde lue- go, si
en algún momento del camino diesen muestras de traición, la hegemonía intentaría
cercenar su éxito. La educación que
propaga la epistemología y
el capital cultural de las clases privilegiadas a me- nudo cumple
la función de
colonizar a quienes están
fuera
de la ideología de la clase dominante. Actuando
como neocolonialistas,
es- tas mismas personas sir ven a la hegemonía, convirtiéndose ellas mis- mas en miniopresoras
(Fanon, 1965; Said, 1978;
Freire y Macedo,
1987; Bahruth, 2000b).
El poder define
también la impotencia, o al menos la supuesta
im- potencia que puede verse perturbada por la toma de conciencia social de la gente.
Los oprimidos no necesitan que se les informe que están oprimidos. No
obstante, parte del trabajo
cultural de
los pedagogos críticos consiste en ayudarlos a quitarse de encima la opresión inter- nalizada,
y
a reconocer los mecanismos hegemónicos que contribu- yen a su explotación y
consiguiente deshumanización. Con tal fin, ci- to a Eduardo Galeano (1989):
El colonialismo visible te mutila sin disimulo: te prohíbe decir, te prohíbe
ha- cer, te prohíbe ser. El colonialismo invisible, en cambio, te convence de que la servidumbre es tu destino y
la impotencia tu naturaleza: te
convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser.
Merced a todos los
esfuerzos hechos por evitar esa palabrita con “C” —clase—, que según Chomsky (2000) ha llegado a ser la palabra más obscena
en Estados
Unidos, y los análisis
de la estructura de cla-
ses que descubrí por medio de los primeros trabajos de McLaren y otros, resulta
cada vez más claro que
la pobreza es un común deno- minador entre esos estudiantes a
quienes la escuela les está faltando.
Esto
tampoco quiere decir que los alumnos de
clases privilegiadas estén
recibiendo una
educación crítica. Eludiendo los
contextos so- ciales, históricos, políticos y económicos de
la educación con el pre- texto de la neutralidad, y
etiquetando a los alumnos con el lenguaje del déficit,
se logra que también los estudiantes de las clases privilegia- das se gradúen con una carencia significativa, cuando no absoluta, de conciencia social.
Es por ello que otro aspecto
del trabajo cultural de los pedagogos críticos consiste
en ayudar a los privilegiados a descu- brir sus privilegios. Es importante advertir
también que
la clase no es el único prejuicio, y
reconocer aspectos tales como el género, la
raza, la ideología, la
religión y la orientación sexual como parte de las di- námicas
de opresión.
En su libro
The night is dark and I am far from home (1975), Jonat- han Kozol narra la historia de una estudiante de Harvard, de como su educación había asegurado que no advirtiera sus propios privile- gios y el efecto devastador que tiene
en ella el momento en que acci- dentalmente los descubre. En mi experiencia, he descubierto que el compromiso y las convicciones de hacer un trabajo cultural surgen de
fundamentos teóricos y filosóficos profundos. La domesticación de maestros y alumnos a menudo se consigue por
medio de una fuer- te insistencia en la metodología más que en la pedagogía.
Las
tendencias actuales en
educación amenazan la democracia, asegurando la domesticación de docentes y
alumnos en nombre de la responsabilidad (Gabbard, 2000; Aronowitz, 2000). Kohn (2002) afirma
que los últimos
cambios de estándares, alineamientos y res- ponsabilidad son
los más “antidemocráticos” en la historia
de la educación estadunidense. Hoy, más que nunca, me hace falta una voz
potente, y entonces recurro a Peter. Poco tiempo atrás, leí una
en- trevista que le hiciera
Gustavo Fischman a propósito
de su libro Mul- ticulturalismo revolucionario (2000). Cayó en mis manos por casualidad y por suerte,
ya que estaba comenzando a cuestionar mi propia osa- día y compromiso con la pedagogía. Estaba cansado, agobiado por la “falta de compromiso” (Chávez Chávez y O’Donnell, 1998) que tenía que
enfrentar al comienzo de cada semestre.
Comenzaba a preguntarme si mis esfuerzos tendrían por resultado algún cambio, cualquiera, pedagógico o
ideológico en mis alumnos, y si serían ca- paces
de comprometerse
con el trabajo
cultural necesario para de-
mocratizar
la educación. Después de todo,
si yo comenzaba a sentir- me
cansado luego de tantos
años de convicciones firmes
¿cómo podría estar seguro
de que mis alumnos sostuvieran el compromiso? Una vez más, a distancia, las palabras de Peter renovaron mis fuerzas, y las compartí con
mis estudiantes:
No podemos —no debemos— pensar que la igualdad
pueda acontecer en nuestras escuelas o en nuestra sociedad en general sin pedir y participar al mismo
tiempo de una revolución política y económica. Ninguna esfera de dominación
debe quedar
a salvo del proyecto de liberación. Debemos
man- tenernos firmes, no podemos embarcarnos en una huida
del
ser, es decir, una huida hacia
el mundo de las mercancías donde el
ser sólo puede existir objetivado.
Es preciso
que recordemos que
no nos poseemos a nosotros mis- mos, no nos
pertenecemos sólo a nosotros. Pertenecemos al ser. Y porque pertenecemos al ser, es preciso que no codiciemos los frutos del capital, en tan- to son también los frutos de la explotación. La explotación viola al ser. Encon- trar nuestra alma multicultural es
siempre un ejercicio de praxis, no de propie- dad. Es un acto de amor
en pro de la justicia social. Y con esto no intento ser para
nada metafísico, ya que conecto al ser objetivizado
con el trabajo, con el cuerpo trabajador y esforzado, con el trabajador alienado, con la mercantiliza- ción del trabajo, con el explotado y
con el oprimido (Fischman, 2000, p. 212).
Mi trabajo cultural comenzó a
expandirse en las comunidades
al- rededor de
la universidad.
El trabajo
de McLaren
me ha ayudado
también a descubrir
vincu- laciones entre el capitalismo y la explotación, volviéndome mucho más crítico
de la cultura popular y del modo
en que modela nuestras vidas como hombres y mujeres, como
miembros de grupos y también como consumidores. Impulso a mis alumnos a analizar
los propósi- tos de la cultura popular, la publicidad y los registros simbólicos (Giroux y
Simon, 1989), para
descubrir las fuertes influencias que tienen los modelos identitarios en
una cultura de subjetividades su- perficiales
definidas
por
medio
de la posesión
de objetos. También los impulso
a explorar modos
de enseñar contrahegemónicos, para que sus alumnos sean más críticos y menos
propensos a
dejarse mol- dear o explotar por los códigos de la cultura popular. El
trabajo de Peter me alienta y me ayuda
a focalizar mis esfuerzos como educador crítico. Más
de una vez,
previene a sus lectores
sobre las
amenazas que gravitan contra la
pedagogía crítica y lo que es preciso entender si no quiere ser diluida y cooptada en un nivel de comprensión vacío.
Según él (2000b):
La lucha que nos ocupa y ejercita
como
activistas escolares
e investigadores de la educación debe
contemplar perspectivas
globales
y
locales acerca del modo en que las relaciones capitalistas y la división
internacional del trabajo se producen y
reproducen (p. 352).
LENTA DISEMINACIÓN, PERO NO DILUCIÓN, DE MCLAREN
Los primeros pasos de mi trabajo
pedagógico procuran
preparar a los alumnos para la incomodidad que habrán de
sentir cuando llegue el momento de confrontar
sus propios privilegios. Empleando sus propias voces
y sus relatos personales para articular las injusticias que han
presenciado durante el curso de su educación, comienzan a aprender
de los demás acerca de las prácticas inhumanas que tienen lugar
en las escuelas.
Aunque
no
los hayan afectado directamente, comienzan a
advertir lo que
siempre ha
estado allí,
a la vista, pero oculto por
el statu quo.
Freire decía
que debemos tener fe en la bon- dad humana, y
he descubierto que una vez que los alumnos comien- zan a descubrir una
realidad más amplia de la que les ha habilitado su escolarización tradicional, deliberadamente miope, responden a la pedagogía crítica de un modo
positivo.
Se vuelven también más críti- cos de su enseñanza tradicional,
y con el tiempo adquieren conciencia de su propia victimización en tanto
se los mantuvo bajo una educación ignorante y estrecha. Mi meta es colocarlos frente a un dilema
moral que
los obligue a decidir si quieren ser
maestros que se comporten como trabajadores culturales en pro de
la transformación social o bien obreros fabriles que mantengan el status quo.
Cuando los nuevos estudiantes me preguntan
por qué les mando leer
“artículos tan
políticos”, les contesto preguntándoles por
qué creen
que
nadie
les ha pedido nunca que lean discursos
peligrosos.
¿Qué pueden sacar en claro
acerca
de
la dimensión política de su propia experiencia educativa si no han oído
nunca
argumentos con- trahegemónicos? ¿No es eso político también?
Les pregunto si prefie- ren
escuchar puntos de vista diversos sobre
la educación y tener la oportunidad de sacar sus propias conclusiones, o
si en vez de ello prefieren dejar que sus profesores decidan
cuál es la posición
correc- ta
sin siquiera decirles que existe
una
concepción alternativa. Les
pregunto qué conclusiones pueden sacar de su propia inteligencia como maestros si no se exponen más que al relato
maestro de
la edu- cación tradicional, plagado
del lenguaje del déficit. Comparto con ellos también la manera en que mis primeras exploraciones en pe- dagogía crítica
se debieron a la curiosidad y
el estudio personal, y
no al hecho de que
alguien me las encomendara en mis clases de educación; de hecho, incluso
mis lecturas de McLaren se debieron más a cursos de antropología y sociolingüística que de pedagogía.
Me intriga
cómo los estudiantes transformarán su
mirada crítica sobre una educación humanizadora una vez que descubran que
sus voces serán respetadas sin temor de castigo. Para revelar
la política hegemónica, les pregunto si alguna vez
osaron cuestionar siquiera
a sus profesores de praxis tipo patriarcal, y
les pido que consideren qué hubiese sucedido si se hubiesen atrevido.
Todos
sabemos qué hubiese ocurrido, y cuán
a menudo las calificaciones tienen más que ver
con una recompensa por la conformidad que con la inteli- gencia.
Les explico también que intento alentar la participación abierta, y
que si llegara
a silenciar a cualquiera de
mis alumnos por diferir conmigo, estaría silenciándolos a todos indirectamente.
He
descubierto que aquellos maestros que
han sido domesticados por su formación docente, habrán de doblegarse y de enseñar contra sus mejores
instintos.
Es por eso
que la pedagogía crítica
reclama cambios estructurales
profundos en
la formación docente. Creo que los maestros
que desarrollen una comprensión intelectual de su profe- sión, la teoría de sistemas y los mecanismos de opresión y resistencia tendrán la oportunidad de convertirse en intelectuales transformado- res, capaces
de mantener un fuerte compromiso con el bienestar de ca- da estudiante, se negarán a
poner en práctica
cualquier tecnicismo
dis- criminatorio y habrán de
trabajar por la democratización de las aulas. Serán capaces
de advertir intuitivamente que aquello que se les pide que hagan no habrá
de producir
los resultados prometidos
por quie- nes lo prescriben, y que por si fuera
poco
se les considerará respon- sables por
los pobres resultados obtenidos.
Ésta es la práctica
con- trahegemónica que debe extenderse si queremos democratizar la sociedad por
medio de la educación.
Uno de mis alumnos de posgrado escribía poco tiempo atrás:
Aclarando mis intenciones, y con una
actitud
crítica
creciente, he
examina- do mi propia identidad personal
y profesional, así como también mi
filoso- fía de vida, como
la base de una filosofía educativa en constante evolución
que de hecho se relaciona con el trabajo cultural de la pedagogía crítica,
a la que estoy arribando en mi propio proceso.
La noción de Peter McLaren
de “pertenecer al ser”, a diferencia de “pertenecer a sí mismo”, germinó en mi conciencia. La importan- cia de desplazarse desde el “ego” hacia un yo más profundo
o autén- tico y un examen de las cuestiones ontológicas planteadas por Purpel son los fundamentos de un proceso de transformación a desarrollar de por vida (Knapp, 2001).
Acerca de su creciente
comprensión de la naturaleza política de la educación, otra alumna reflexiona:
Personalmente, reconozco la necesidad de mantenerme alerta para saber có- mo y cuándo mi propio silencio es un silencio
cómplice. Buena parte de mi práctica
escolar temprana se vio perjudicada por mi condicionamiento a ser simpática,
agradable y estar
a la altura de las expectativas sin sacudir el avis- pero.
Para mí es incómodo
avanzar contra los principios arraigados por este condicionamiento temprano.
Para convertirme en una verdadera defensora de mis estudiantes y
sus familias, debo mantenerme en guardia contra el silen- cio cómplice. Si queremos el cambio social y una educación verdaderamente valiosa para todos nuestros alumnos sin importar su raza, género, etnia o clase social, entonces la enseñanza debe ser constantemente autocrítica, volviéndo- se por ende
conscientemente política (Diepenbrock, 2000, p. 7).
Hay
un viejo dicho farsi:
“Un lobo no alumbra a un cordero”. Es- tas reflexiones de Kathleen me
recuerdan mi propio descubrimiento de la dimensión política
de la educación mientras estudiaba a Barto- lomé, Chávez Chávez, Paulo y ‘Nita Freire, Giroux, Gor-Ziv, McLaren, Macedo y Steinberg, entre otros. En su llamamiento a la intelectuali- zación de los maestros,
Giroux (1988)
sostiene que
los maestros con formación académica arriban a
nuevos descubrimientos que les per- miten
crear con
mayor efectividad los espacios pedagógicos necesa- rios para la educación democrática.
Aun así, la noción de
“paciente-impaciencia” de Freire (1998, p.
44) nos recuerda que existe
un proceso lento
y generativo para aque- llos estudiantes que encuentren incómodo
“ir contra los principios arraigados
por este
condicionamiento temprano”. A menudo, los alumnos responden a
la pedagogía crítica con cierta “falta
de com- promiso” (Bahruth y Steiner, 1998) y su incredulidad
ante el postula- do
de
que
las escuelas puedan ser lugares de opresión tanto
para
alumnos como docentes. Cuando estos maestros que se portan bien cuestionan las deconstrucciones de la hegemonía, les presento la si- guiente metáfora: un
perro no logra advertir
la cadena que
le rodea el cuello hasta que se empeña en perseguir a una
ardilla.
Lo que es- tos maestros interpretan como libertad en
el aula no es más que un espectro acotado que les da una falsa impresión de libertad. Les
pre- gunto qué ardillas han intentado perseguir. ¿Han desafiado alguna vez las injusticias sociales de la práctica
educativa
cotidiana? ¿Se han preguntado acaso por qué los asistentes
de los maestros se encargan de los niños
pobres, situación que sería
totalmente inaceptable en una clase “inteligente
y talentosa”? ¿Alguna vez se han sentado a
con- siderar por qué los alumnos culturalmente distintos son almacenados y marginalizados en
edificios móviles, cuartos de almacenamiento y
armarios? ¿Qué
ocurriría si
tratásemos así a niños provenientes de hogares privilegiados? ¿Qué respuesta podríamos
esperar de los do- centes si se volvieran
conscientes de estas cuestiones políticas
en las escuelas y comenzaran a
discutirlas en los encuentros del cuerpo docente? Estas preguntas sirven para promover la
reflexión y para ofrecer
“asistencia metafísica” a una actitud crítica emergente. Según Bruner (1994):
Creo que los modos de hablar y los consiguientes modos
de conceptualizar se vuelven
tan habituales que terminan convirtiéndose en recetas
para la es- tructuración de la experiencia misma y para el establecimiento de
las rutas de la memoria, guiando no
sólo el relato
de la vida hasta el presente, sino también dirigiéndolo hacia el futuro. He sostenido que la dirección de
vida es indisociable del relato
de vida; o por decirlo
de un modo
más claro, la vi- da no es “como fue”,
sino como es interpretada y reinterpretada,
contada y vuelta a contar:
la realidad psíquica de Freud. Ciertas propiedades formales básicas
del relato de
vida no cambian fácilmente. Nuestras investigaciones con la autobiografía experimental nos sugieren que estas estructuras forma- les probablemente sean determinadas muy
temprano en el discurso de la vi- da familiar y persistan tercamente
sin importar las condiciones cambiantes […] [Una] condición metafísica especial, históricamente condicionada, fue necesaria para el surgimiento de la autobiografía como forma literaria, de modo tal que quizá sea necesario un
cambio metafísico para alterar los rela- tos que hemos
establecido como “el ser” de nuestras vidas. El pez será,
efec- tivamente, el último en descubrir el agua;
salvo que tenga
cierta
asistencia metafísica
(p. 36).
Invito a mis alumnos a considerar su
“formación” de un modo crí- tico. Les pido que lean el recordatorio de
Schmidt (2000):
Recuérdese
también que el entrenamiento profesional se
ve precedido por al menos dieciséis años de socialización preparatoria en
las escuelas. Por lo general, quienes
acceden a la formación profesional suelen ser los “mejores” alumnos; aquellos que, entre otras cosas, se han destacado por saber seguir las reglas.
A lo largo del tiempo, su conformidad a
la norma se ha vuelto parte de su identidad personal,
una característica de quiénes son. Compro- meterse en un acto de resistencia resulta para
ellos atemorizante, y es muy posible que por ello mismo
jamás lo intenten. Adoptar
una postura firme rompería con la muy recompensada conducta que les ha permitido llegar hasta la universidad en primer lugar […] NO es fácil mantener un
punto
de vista de oposición, de no conformidad dentro de
una institución […] Esta actividad
de oposición involucra un riesgo personal […] La
lección a sacar de ello es que la mayor amenaza contra la supervivencia del individuo como una potencial fuente de cambio proviene, irónicamente, de no enfrentar es- te riesgo.
Quienes actúan son aquellos que habrán de sobrevivir como
pen- sadores independientes. Pelean sin exigir garantías de victoria y son inmu- nes a cualquier intento de retribución. Saben que el individuo es aniquilado no por enfrentar al
sistema, sino por su conformidad a
él (pp. 250-252).
Obviamente, no todos mis alumnos deciden
enfrentar el
dilema moral que trato de presentarles. Algunos insisten en mantener su
ad- hesión a una alfabetización vacía que los ha condicionado a evitar las exploraciones ontológicas. Hace rato ya he renunciado a llegar a to- dos ellos,
debido a que la hegemonía y la cultura recibida atraviesan profunda e
invisiblemente sus vidas. He
descubierto que si aligero mi discurso para
adecuarlo a los menos dispuestos a aceptar el desafío, soy injusto
con aquellos que desean tener una experiencia más signi- ficativa. Del mismo
modo que
muchos de mis compañeros del pro- grama doctoral no estaban dispuestos a perturbar la tranquilidad que les producía hacer lo mínimo posible, debo reconocer también las acicaladas disposiciones de
muchos alumnos que han sido toda su vi- da recompensados por
comportarse según la norma. De todos mo- dos, he visto el valor de mi propio compromiso
con el trabajo acadé- mico y sé que habrá siempre estudiantes en mis clases
que aprecienlos
espacios de pedagogía crítica que intento crear con ellos. Así como los dos alumnos antes citados, creo que muchos de mis alumnos desarrollan fuertes
convicciones que
les permitirán man-
tener su curso
como trabajadores de la cultura, resistiendo
las pre- siones que les exigen
hacer un trabajo
de fábrica.
¿Cuál
es la fuente de convicciones que permite a
los educadores críticos persistir en sus prácticas
contrahegemónicas sabiendo,
al mis- mo tiempo, que la hegemonía no habrá de recompensar ni recono- cer sus esfuerzos, sino más bien distraerlos, desalentarlos y
castigarlos (Schmidt, 2000), que
intentará incluso sobornarlos —como intenta- ra John Silber
con Henr y Giroux (Giroux, 1996)—
para que sean sir- vientes sumisos
de un imperio cuyo emperador está desnudo?
Cuando comencé a leer a McLaren, me sentía
aún relativamente cómodo con el capitalismo como modo de vida. Los miembros de las clases privilegiadas parecen experimentar una sensación de
bienestar dentro de un sistema cuyos prejuicios inherentes los favorecen con- sistentemente. En un sistema semejante, la educación opera
para asegurar que los privilegiados
estén a salvo de cualquier conexión
en- tre fortuna y
pobreza. La
mayor influencia de Peter en mi pedagogía ha sido la de darle un centro a mi necesidad de ayudar a los alumnos a descubrir sus privilegios, a medida que trabajo contrahegemónica- mente para despertar su conciencia social. Empleando voces minori- tarias de la literatura, que articulan en
cuentos y poemas la victimiza- ción que sufren a manos
de un sistema injusto, expongo a mis alumnos a un discurso sobre la condición humana del que han
sido mantenido ignorantes a
través de un currículo diseñado en un vacío que evita los contextos sociales, políticos, históricos y económicos de la distribución del conocimiento.
En
1997, David Gabbard me
hizo saber que Peter
acababa
de te- ner una discusión
con una revista
de educación acerca del contenido de un artículo suyo sobre el Che Guevara.
Los editores estaban a gus- to con los aspectos pedagógicos del
Che, pero le habían pedido a
Pe- ter que remueva
ciertas
secciones
referidas a los conflictos
actuales entre opresores y
oprimidos: específicamente, secciones
referidas al conflicto de los zapatistas en Chiapas. Reducir el discurso crítico
y sus correcciones al
espacio de las notas
al pie en la versión
oficial de la historia, a la segura distancia de treinta años, es un mecanismo de la hegemonía.
El intento de Peter por vincular
lo histórico con la histo- ria tal como
estaba
siendo
hecha en Chiapas les pareció a
los edito- res demasiado peligroso. Los académicos críticos (Chomsky, 2000; Schmidt, 2000) han señalado el modo en que la profesionalización prepara ideológicamente a los profesionales para ejercer una forma de autocensura que los protege de los discursos peligrosos.
La propia
tesis de doctorado de
David tuvo por
resultado un libro dedicado al análisis
histórico de lo que el llama “el silenciamiento de Ivan Illich” (1993).
David y yo estábamos trabajando en el comité editor
de Cultural
Cir- cles, y él sugirió que contactáramos a
Peter para pedirle su artículo pa- ra nuestra revista, ya que el ultraje
padecido lo había obligado a retirar el artículo para no comprometer la integridad de su trabajo. Las cosas salieron
a la perfección, y finalmente el artículo se publicó
íntegro en Cultural Circles (McLaren, 1998). Éste recibió numerosos elogios
por su osadía,
y
por las significativas vinculaciones que establecía
con las lu- chas contemporáneas contra la explotación ejercida sobre el tercer, cuarto
y quinto mundo bajo el disfraz del “desarrollo”.
El proceso de trabajar directamente con Peter en este artículo
me reveló aspectos suyos que nunca había alcanzado a vislumbrar en su escritura. Descubrí lo arraigado de su compromiso con
la investiga- ción y su minuciosa atención
al detalle. Conocí
también al
ser huma- no detrás del académico, uno que solicitaba cambios o modificacio- nes con una humildad y
gentileza que
no alcanzan a reflejarse
en la audaz
voz de sus escrituras. Nos sonreímos como
colegiales
cuando sugirió que pintemos de
rojo la estrella de la boina
del Che en las fo- tos, un toque que costaba muy poco, pero recibió numerosos comen- tarios por parte de quienes leyeron el artículo. Ofreció
disculpas
al requerir uno o dos cambios
de último momento que consideró esen- ciales para pulir el artículo. Aceptó
que
su trabajo fuera precedido por otro
de Gabbard (1998),
su ex alumno, en calidad de artículo central, encuadrando históricamente su discurso.
Posteriormente, el artículo llegó
a convertirse en libro
(McLaren, 2000a).
Aunque no era algo que yo esperara, en el libro reconoció mi trabajo, y fue así el primero en
reconocer mi compromiso, aunque yo había hecho lo mismo por muchos otros.
Todas estas pequeñas consideraciones me enseñaron una praxis basada
en hacer lo que se predica. Entendí
que Peter había
ido más allá de la trampa académica de construirse una carrera. Escribe porque tiene algo que decir,
y
sabe los riesgos que corre cuando
decide “enfrentar al
poder con la verdad” (Said, 1996; Chomsky, 2000).
Finalmente, conocí a Peter en una conferencia (NRMERA, 1998) so- bre pedagogía crítica en Jackson Hole.
Le pedí que participara junto a Donaldo Macedo, David Gabbard y otros, y él decidió cancelar
otro compromiso
mucho más lucrativo con tal de compartir ese
momen- to con nosotros. Dicha conferencia se
apartó de la estructura tradi-
cional en
distintos aspectos. Varios académicos críticos
—hombres, mujeres,
anglosajones y latinos—
estaban sentados en
círculo dentro del grupo
de participantes, y se les pedía que abordaran cuestiones críticas sobre educación (Macedo,
1994). En el espíritu de lo que Do- naldo
llama
“la política de la representación con
la representación de la política” —antes que la treta
hegemónica de tener sólo políti- cas de representación sin diversidad de voces más allá de un discurso “que sepa comportarse” (Chomsky, 2000)—, los participantes pudie- ron presenciar
cómo los distintos representantes de la pedagogía crí- tica negociaban el significado, compartiendo miradas diversas y aprendiendo unos de otros. Se
invitó también a los participantes a di- rigir sus propias preguntas a todos los invitados
o a cualquiera en
par- ticular. Fue durante este encuentro que Peter lanzó
una espeluznan- te cita de Parenti (1998),
que provocó un largo silencio: “¿Qué es lo que quieren quienes tienen el poder? Una sola cosa, a decir verdad.
¡Quieren TODO!”
El círculo
de académicos fue utilizado en la apertura y
el cierre de la conferencia, y
recibió el reconocimiento favorable
de los partici- pantes
como
un interesante alejamiento del sistema
donde
una úni- ca persona lee un artículo. Por supuesto
que dispusimos que los aca- démicos
invitados también
pudieran presentar su
trabajo individual durante la conferencia, y esto produjo una anécdota interesante. Un profesor
conservador de una
universidad local, que había asistido muchas
veces a esta conferencia en su variante
más tradicional, se dirigió a Peter, David, Donaldo y
a mí cuando estábamos
discutien- do la ponencia de Peter.
Peter estaba
sinceramente interesado en nuestras observaciones y comentarios críticos. El profesor felicitó a Donaldo y a
David por sus presentaciones, pero
luego dijo a Peter que,
para su gusto, su ponencia había
invadido
demasiado su “zona de confort”.
Antes que
el resto de nosotros pudiera decir nada, Do- naldo respondió diciendo: “¡Hay millones de seres
humanos en el mundo que nacen, viven todas sus vidas y mueren sin
siquiera llegar a conocer el lujo de tener una zona de confort!”.
Habiendo vivido en África, Donaldo conocía la
diferencia entre la
opresión percibida en el mundo de
las ideas y las realidades brutales de
la colonización. Se hizo entonces un largo silencio, y el profesor se
marchó rascándose la cabeza, al menos
en el sentido proverbial de la figura.
Los demás nos quedamos envidiando esa respuesta tan sucinta, sabiendo que no hacía falta decir más. Fue un momento significativo.
MILITARISMO Y CONFLICTO ARMADO: ¿CUÁN LEJOS DEBEMOS LLEVAR LA REVOLUCIÓN?
La zona más problemática del trabajo de McLaren
es su elogio
del Che y su análisis de la situación en Chiapas y la lucha armada de
los zapatistas. Si bien
resulta innegable que
el militarismo es la fuerza coercitiva
de la hegemonía, la posibilidad de responder al militaris- mo con más de lo mismo plantea un dilema
que es necesario resol- ver. Una importante dimensión de la pedagogía crítica
es el desa- rrollo de la autocrítica, con el fin de no apoyar,
sin darnos cuenta, la misma
hegemonía que intentamos combatir. Obviamente, Peter (2000b) advierte a sus lectores acerca
de los peligros del liberalismo humanista. Por mi parte, estoy
todavía luchando con esta cuestión del equilibrio entre el trabajo cultural en
las aulas y la revolución vio- lenta. Tengo
mis simpatías
por la lucha armada en Chiapas
y Oaxaca, dado que estas
naciones de pobladores originarios durante mucho tiempo han
sido explotadas y
recibidos abusos “los recién llegados”, término utilizado
por los ancestros mayas de Guatemala para referir- se a quienes sólo tienen quinientos años de historia
en el continen- te. Admiro también la pedagogía del Che, que enseñaba a sus solda- dos a leer y escribir, e insistía en las clases culturales como
parte
de la formación de una ciudadanía crítica.
Mi próxima conversación con Peter, entonces, discurrirá por
el problema del militarismo.
No obstante, estoy al tanto
también de que la enseñanza tradicio- nal se rige por modelos
militares
(Gor-Ziv, 2001), donde los maestros trabajan como si fueran sargentos de instrucción, manteniendo a
los estudiantes en fila para beber, sentarse,
ir al comedor, dejar la escue- la y demás.
Las lecciones son lineales
y secuenciales, y
todo el mun- do debe
estar pensando lo mismo al mismo tiempo.
Los paradigmas conductistas de la escuela
y el ámbito
castrense promueven un
tipo de entrenamiento que favorece
la aparición de
conductas predeci- bles en situaciones dadas. Se sacan conclusiones acerca de la inteli- gencia de los estudiantes basándose en su desempeño, pero
los con- tenidos o
la articulación del currículo se cuestionan rara vez. La homogeneidad en el aula prepara a los alumnos para más de lo mis- mo en los ámbitos militar y laboral.
Humanizar la experiencia educativa de todos
los educandos es una gran promesa,
y debemos cuidarnos de
no reforzar con nuestras prácticas en el aula la misma
hegemonía que
estamos
intentando cambiar. Como bien dice Loren
Eiseley:
el maestro es el genuino creador de
la humanidad, quien da forma a su bien más preciado, la
mente. No debe existir mayor honor en
nuestra sociedad que el permiso para enseñar, del
mismo modo que no es posible causar
de- sastre mayor que fallando
en esta tarea (1987, p.
118).
La humanidad se beneficiaría de
contar con más educadores co- mo Peter, que con su claridad ontológica, y las fuertes convicciones resultantes, puede arrancar la
pedagogía de las manos de la codicia.
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