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martes, 17 de abril de 2012

PETER MCLAREN: UN ESTUDIOSO DE LOS ESTUDIOSOS


PETER MCLAREN: UN ESTUDIOSO  DE LOS ESTUDIOSOS


ROBERTO  BAHRUTH

Los motivos básicos de la crítica, el enojo, la exhortación, la esperanza, la posibilidad y la visión de futuro (lo que ha dado en llamarse la voz profética) aparecen también en otros relatos bíblicos y textos sociales,
así como también en la historia a lo largo del tiempo y el espacio.
DAVID PURPEL, Moral Outrage in Education

El carácter de las preguntas que nos fueron oportunamente enviadas por los editores de este libro como guía y estímulos  para la reflexión acerca  de los modos  en que  Peter  McLaren  ha influido en nuestra pedagogía, me condujeron a una  reseña  casi autobiográfica de mi desarrollo epistemológico y ontológico como  académico. Reflexionar sobre  mi carrera que  comenzó en el tecnicismo y se ve hoy cargada  y revitalizada  por  un  entendimiento crítico  de la ense- ñanza,  el aprendizaje y la alfabetización, resultó  para   un proceso fructífero. Sin lugar  a duda,  Peter  ha contribuido en gran  medida a mi despertar como crítico y a mi determinación de exigir s de mí mismo  y de mis alumnos desde  que  comenzara mi transformación profesional, que paso aquí a describir.




MI ORIENTACIÓN POLÍTICA, IDEOLÓGICA  Y  TEÓRICA ANTES DE MCLAREN

En 1983 leí por  primera vez el artículo de Paulo  Freire  titulado “La importancia del acto de lectura”  (1983). Con él habría de comenzar la transformación que me permitiría dejar de ser un tecnócrata bienin- tencionado, trabajando dentro de un sistema al que intuía  ya poco apto  para  la enseñanza, debido a las frustraciones y fracasos obvios que solían presentar los estudiantes no tradicionales. Lo que habría de surgir,  impulsado por  subsiguientes lecturas  de la obra  de Paulo, era una comprensión cada vez mayor de la dimensión política  de un sistema  educativo  que,  hasta  entonces, había  parecido a mi  visión acrítica  convincentemente neutral, una  visión cegada  por  mi propia sujeción  a la pedagogía tradicional.
Mi primer paso en este proceso  de politización consistió  en el re- chazo del lenguaje del déficit —un lenguaje creado por  el statu quo,

[51]


que  busca  proteger a las prácticas  educativas  tradicionales del  exa- men crítico echándole la culpa a las víctimas— como una explicación válida del fracaso de los niños  inmigrantes en mi aula de quinto gra- do (Hayes, Bahruth y Kessler, 1998). Trascender el lenguaje del défi- cit es un camino  de ida que, tarde  o temprano, nos lleva a enfrentar “las vergonzosas  conexiones entre no aprender y no enseñar (Bah- ruth,  2000a). De allí en  más, luego  de  haber visto el éxito  de  mis alumnos, debido al resultado de mi cambio en la praxis, me vi inmer- so en una comprensión más compleja  de la teoría  crítica de la educa- ción.  En 1984 ingresé  al programa de doctorado de la Universidad de Texas, en Austin, y ya en el primer semestre  se me encargó leer un artículo de Peter  McLaren  (1982). En nuestras discusiones  se le asociaba a la escuela de los neomarxistas, que incluía  también a Mi- chael Apple, otro  autor  que debíamos leer.
Aunque  crecí en los sesenta  y participé en la revolución cultural
—un  decenio que  n  hoy se sostiene  como  un  ejemplo brillante de democracia en acción—,  entre nosotros el término marxismohabía  caído  en considerable descrédito como  resultado de la Gue- rra Fría. (Es interesante advertir  que Aronowitz [2000, p. 172] asegu- ra que  las actuales  tendencias corporativistas de las instituciones de educación superior procuran “asegurarse   de  que  los años  sesenta nunca vuelvan a repetirse.) Debido  a esta cultura recibida, el térmi- no “neomarxista” despertaba en cierta alarma; no obstante, me in- trigaban las habilidosas deconstrucciones de la escolarización tradi- cional   articuladas  por   McLaren,   Apple   y  otros.   Si  bien   había trabajado en la docencia durante diez años, lo que leía en sus obras era  una  descripción que  ponía  nombre —volviéndolos  así mucho más perceptibles— a muchos  de los mecanismos que yo ya había  lo- grado  advertir  en mi trabajo  como  maestro de alumnos de las clases menos  privilegiadas.  Uno de mis profesores, Doug Foley, había  escri- to un libro  acerca  del mismo pueblo donde yo había  enseñado. Los resultados de su investigación cualitativa también seguían  un análisis de la estructura de clases, problematizando de este modo  al capitalis- mo (Foley, 1977, 1990). A medida que iba leyendo su trabajo  y conec- tándolo con mis experiencias personales con las políticas  locales del “pueblo  del norte”,  la cuestión me resultaba cada vez más clara.
Mis lecturas  continuaron, y fui volviéndome un fetichista de deter- minados autores, debido a lo osado de su discurso  y a lo mucho que sus descripciones y deconstrucciones me ayudaban a advertir  la natu- raleza  opresiva  de  “la escolarización como  un  performance ritual


(McLaren, 1986). Freire,  McLaren  y Apple se convirtieron en lecturas obligadas en mi búsqueda de la teoría crítica. También se me encomen- dó leer Aprendiendo a trabajar, de Paul Willis (1977), quien  después escri- bió la introducción al libro  de Foley (1990). Leí además  artículos  de Bourdieu y Labov, y recuerdo haber leído el llamado   de Freire  a los neomarxistas a que ofrecieran alternativas viables a la educación tra- dicional, dado  que le parecía inmoral deconstruir sin ofrecer  una vi- sión alternativa. Con el paso de los años, he visto cómo, en sus escritos, McLaren,  Apple y otros han sabido responder a la crítica de Paulo.
Quizá la evolución  más significativa de mi entendimiento haya co- menzado cuando en 1989 asistí a una reunión en Albuquerque, Nue- vo México, donde conocí  a Donaldo Macedo  y Hernán García.  Fue el principio de una  amistad  y una  alianza  que  ha durado por  años. Me recomendaron leer Teoría y resistencia en educación (1983), de Gi- roux,  y lo hice. Al año siguiente, en un encuentro del mismo grupo, reunido esta  vez por  uno  más  de  mis profesores, Rudolfo  Chávez Chávez, nuestras conversaciones avanzaron sensiblemente dentro del campo  de  las políticas  educativas  y las consecuencias pedagógicas que este análisis traía aparejadas para  aquellos  profesores que no es- tábamos  interesados en domesticar a nuestros alumnos.
Al prestar atención a estos recuerdos, el esbozo  de mi propia lle- gada  a la pedagogía crítica  gracias  a un  equilibrio entre el estudio personal, la constante crítica de mi pedagogía, el discurso de los t- ricos críticos y las pacientes inversiones  de mis colegas me llena de es- peranzas. Sus esfuerzos y su guía me permitieron crecer  de tal modo que no me resultó  difícil discutir  luego cuestiones centrales de peda- gogía crítica  cuando tuve la suerte  de conocer a Donaldo Macedo  y Lilia Bartolomé en  Boston,  a Henr y Giroux  y Shirley Steinberg en Pensilvania,  y a Peter  McLaren,  Haggith Gor-Ziv y David Gabbard en Wyoming. Por medio  de estas elucubraciones, he llegado  a apreciar con  mayor precisión la profunda apreciación de Paulo  respecto del sentido de la alfabetización que desarrolla en sus propias  reflexiones personales en Cartas a Cristina (1996).




LA INFLUENCIA DE MCLAREN EN MI PEDAGOGÍA

Aliento de modo constante el pensamiento de mis alumnos, pero nece- sito del trabajo  de Peter para alentar el mío. A través de sus escritos he


alcanzado un nivel superior de claridad y propósito ontológicos. Su osa- a me ha dado permiso, quizá me haya obligado incluso, a ser s osa- do en mi pedagogía (McLaren, 2000b). Me recuerdo leyendo  su intro- ducción a Teachers as intellectuals (1988), donde convirtió  al académico Henry Giroux en una persona, humanizándolo al compartir su historia. Por primera vez pude  identificarme con un académico, gracias al ori- gen de clase trabajadora que compartimos. Disfruté de la cándida inti- midad  de la voz de Peter,  que revelaba  al hombre detrás  del discurso, una voz que por momentos parecía caer en el enojo,  pero  que comen- zaba a mostrar una  dimensión que  el discurso  académico raramente hace del conocimiento del lector.  Con el tiempo he asociado  la fuerza de la escritura de Peter con aquello  que David Purpel  llama “la indigna- ción moral , en vez de identificarlo como enojo, y me ha afectado a tal punto que hoy la osadía de mi pedagogía se ve moldeada por mi pro- pia indignación moral.  Es interesante advertir  que, años s tarde,  de- tecté  similares  características en las introducciones autobiográficas de Macedo (1994) y Giroux  (1996), y a través de los textos de bell hooks, pero  especialmente en Teaching to transgress (1994). Y había  más.
Para describir los efectos de la superficial  “enseñanza” tecnocráti- ca, Macedo  (1994) acuñó  el término “idiotización”,  término del que Chomsky (2000) da cuenta como “construcción social del no mirar. Ambos describen la ceguera con que  yo intentaba enseñar ignoran- do que el sistema no tenía intención ni preocupación alguna  por ase- gurar  el aprendizaje o el éxito de los estudiantes pertenecientes a las minorías. De hecho, mi desempeño no  sería  puesto  en  entredicho por  mis superiores hasta  que  aprendiera a trabajar seriamente con esos estudiantes. Las primeras deconstrucciones de la educación em- prendidas por  McLaren,  empleando un  análisis de la estructura de clases, me permitieron advertir  con toda  claridad la dimensión polí- tica de la educación. Si bien para la mayor parte de los pedagogos crí- ticos es claro que muchos  “ismos” confluyen en las políticas  de opre- sión  y explotación, resulta  innegable el  abrumador denominador común que  identifica a los estudiantes académicamente asesinados por  la escolarización tradicional: la “cultura  de la pobreza”.  Resulta innecesario documentar el desempeño de los alumnos por medio  de pruebas estandarizadas, cuando bastaría  la mera consulta  de su códi- go postal para  predecir las posibilidades de un estudiante dentro de este sistema educativo  monolítico, centrado en el conocimiento y en el capital cultural de la clase privilegiada.
Tras veinte  años de reflexionar sobre  la educación, me descubro


volviendo otra vez a dos variables que explican y me ayudan  a identi- ficar las fuentes  de injusticia:  poder y clase. Joel Spring  (1991) defi- ne  el poder como  “la capacidad de  controlar las acciones  de  otras personas y la capacidad de escapar  del control de otras”. El poder y sus modos  de empleo revelan  la praxis. Puede  utilizárselo  en formas tanto  humanas como inhumanas. Quienes detentan posiciones de po- der y no son conscientes de sus propios privilegios, a menudo perciben a quienes tienen menos  poder y a los pobres  como  personas de poco mérito, menos  humanos. Cuando el primer presidente George  Bush estaba en el poder, un conocido chiste lo caracterizaba como  alguien que,  habiendo nacido  ya en tercera base, había  pasado  toda  su vida convencido de haber bateado un triple. Desafortunadamente, lo mis- mo suele  ocurrir con  aquellas  personas que  habiendo nacido  en  la pobreza llegan  a posiciones de poder comportándose como  blancos e identificándose con la ideología de los más favorecidos.  Desde lue- go, si en algún  momento del camino  diesen  muestras  de traición, la hegemonía intentaría cercenar su éxito.  La educación que  propaga la epistemología y el capital  cultural de las clases privilegiadas  a me- nudo cumple  la función de  colonizar a quienes están  fuera  de  la ideología de la clase dominante. Actuando como neocolonialistas, es- tas mismas personas sir ven a la hegemonía, convirtiéndose ellas mis- mas  en  miniopresoras (Fanon, 1965; Said,  1978; Freire  y Macedo,
1987; Bahruth, 2000b).
El poder define  también la impotencia, o al menos  la supuesta  im- potencia que puede verse perturbada por la toma de conciencia social de la gente.  Los oprimidos no necesitan que se les informe que están oprimidos. No obstante, parte  del trabajo  cultural de los pedagogos críticos consiste en ayudarlos  a quitarse de encima  la opresión inter- nalizada,  y a reconocer los mecanismos hegemónicos que  contribu- yen a su explotación y consiguiente deshumanización. Con tal fin, ci- to a Eduardo Galeano (1989):

El colonialismo visible te mutila sin disimulo: te prohíbe decir, te prohíbe ha- cer, te prohíbe ser. El colonialismo invisible, en cambio,  te convence de que la servidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza: te convence de que no se puede decir,  no se puede hacer,  no se puede ser.

Merced  a todos  los esfuerzos  hechos  por  evitar esa palabrita con C —clase—, que según Chomsky (2000) ha llegado  a ser la palabra más obscena  en Estados Unidos,  y los análisis de la estructura de cla-


ses que  descubrí por  medio  de los primeros trabajos  de McLaren  y otros,  resulta  cada vez más claro que  la pobreza es un común deno- minador entre esos estudiantes a quienes la escuela les está faltando.
Esto tampoco quiere decir que los alumnos de clases privilegiadas estén  recibiendo una  educación crítica.  Eludiendo los contextos so- ciales, históricos,  políticos  y económicos de la educación con el pre- texto  de la neutralidad, y etiquetando a los alumnos con el lenguaje del déficit, se logra que también los estudiantes de las clases privilegia- das se gradúen con una carencia significativa, cuando no absoluta,  de conciencia social. Es por ello que otro  aspecto  del trabajo  cultural de los pedagogos críticos consiste  en ayudar  a los privilegiados  a descu- brir sus privilegios. Es importante advertir  también que la clase no es el único prejuicio, y reconocer aspectos tales como el género, la raza, la ideología, la religión y la orientación sexual como  parte  de las di- námicas  de opresión.
En su libro  The night is dark and I am far from home (1975), Jonat- han  Kozol narra la historia  de una estudiante de Harvard, de como su educación había  asegurado que  no advirtiera  sus propios privile- gios y el efecto devastador que tiene  en ella el momento en que acci- dentalmente los descubre. En mi experiencia, he descubierto que el compromiso y las convicciones de hacer  un  trabajo  cultural surgen de  fundamentos  teóricos  y filosóficos profundos.  La domesticación de maestros  y alumnos a menudo se consigue  por medio  de una fuer- te insistencia  en la metodología más que en la pedagogía.
Las tendencias actuales  en  educación amenazan la democracia, asegurando la domesticación de docentes y alumnos en nombre de la responsabilidad (Gabbard, 2000; Aronowitz,  2000). Kohn  (2002) afirma  que  los últimos  cambios  de estándares, alineamientos y res- ponsabilidad son  los s  “antidemocráticos en  la historia  de  la educación estadunidense. Hoy, s que nunca, me hace falta una voz potente, y entonces recurro a Peter.  Poco tiempo atrás, leí una  en- trevista que le hiciera  Gustavo Fischman  a propósito de su libro Mul- ticulturalismo revolucionario (2000). Cayó en mis manos por casualidad y por suerte,  ya que estaba comenzando a cuestionar mi propia osa- a y compromiso con la pedagogía. Estaba cansado,  agobiado por la “falta de compromiso (Chávez Chávez y O’Donnell, 1998) que tenía  que  enfrentar al comienzo de  cada  semestre.  Comenzaba a preguntarme si mis esfuerzos  tendrían por resultado algún  cambio, cualquiera, pedagógico o ideológico en mis alumnos, y si serían  ca- paces  de comprometerse con  el trabajo  cultural necesario para  de-


mocratizar la educación. Después  de todo,  si yo comenzaba a sentir- me  cansado   luego  de  tantos   años  de  convicciones  firmes  ¿cómo podría estar seguro  de que mis alumnos sostuvieran  el compromiso? Una vez más, a distancia,  las palabras  de Peter renovaron mis fuerzas, y las compartí con mis estudiantes:

No podemos —no  debemos— pensar  que  la igualdad pueda acontecer en nuestras escuelas  o en nuestra sociedad  en general sin pedir  y participar al mismo  tiempo de una  revolución política  y económica. Ninguna esfera  de dominación debe  quedar a salvo del proyecto  de liberación. Debemos  man- tenernos  firmes,  no  podemos embarcarnos en  una  huida  del  ser, es decir, una huida  hacia el mundo de las mercancías donde el ser sólo puede existir objetivado.  Es preciso  que recordemos que no nos poseemos a nosotros mis- mos, no  nos  pertenecemos sólo a nosotros. Pertenecemos al ser. Y  porque pertenecemos al ser, es preciso que no codiciemos los frutos del capital, en tan- to son también los frutos de la explotación. La explotación viola al ser. Encon- trar nuestra alma multicultural es siempre  un ejercicio de praxis, no de propie- dad. Es un acto de amor  en pro de la justicia social. Y con esto no intento ser para  nada  metafísico,  ya que conecto al ser objetivizado  con el trabajo,  con el cuerpo trabajador y esforzado,  con el trabajador alienado, con la mercantiliza- ción del trabajo,  con el explotado y con el oprimido (Fischman, 2000, p. 212).

Mi trabajo  cultural comenzó a expandirse en las comunidades al- rededor de la universidad.
El trabajo  de McLaren  me ha ayudado  también a descubrir vincu- laciones  entre el capitalismo y la explotación, volviéndome mucho más crítico de la cultura popular y del modo  en que modela nuestras vidas como hombres y mujeres,  como miembros de grupos  y también como  consumidores. Impulso  a mis alumnos a analizar  los propósi- tos  de  la cultura popular, la publicidad y los registros  simlicos (Giroux y Simon,  1989), para  descubrir las fuertes  influencias que tienen los modelos  identitarios en una  cultura de subjetividades su- perficiales  definidas  por  medio  de la posesión  de objetos.  También los impulso  a explorar modos  de enseñar contrahegemónicos, para que sus alumnos sean más críticos y menos  propensos a dejarse  mol- dear  o explotar por  los códigos  de la cultura popular. El trabajo  de Peter me alienta  y me ayuda a focalizar mis esfuerzos como educador crítico.  Más de  una  vez, previene  a sus lectores  sobre  las amenazas que gravitan contra la pedagogía crítica y lo que es preciso  entender si no quiere ser diluida  y cooptada en un nivel de comprensión vacío.


Según él (2000b):

La lucha  que  nos ocupa  y ejercita  como  activistas escolares  e investigadores de la educación debe  contemplar perspectivas  globales  y locales acerca  del modo  en que las relaciones capitalistas y la división internacional del trabajo se producen y reproducen (p. 352).




LENTA DISEMINACIÓN, PERO NO DILUCIÓN, DE MCLAREN

Los primeros pasos de  mi trabajo  pedagógico procuran preparar a los alumnos para la incomodidad que habrán de sentir cuando llegue el momento de  confrontar sus propios privilegios.  Empleando  sus propias  voces y sus relatos personales para articular las injusticias que han  presenciado durante  el  curso  de  su  educación, comienzan a aprender de los demás acerca de las prácticas  inhumanas que tienen lugar  en  las escuelas.  Aunque  no  los hayan  afectado directamente, comienzan a advertir  lo que  siempre  ha  estado  allí, a la vista, pero oculto  por el statu quo. Freire  decía que debemos tener fe en la bon- dad humana, y he descubierto que una vez que los alumnos comien- zan a descubrir una  realidad más amplia  de la que  les ha habilitado su escolarización tradicional, deliberadamente  miope,  responden a la pedagogía crítica de un modo  positivo. Se vuelven también s críti- cos de su enseñanza tradicional, y con el tiempo adquieren conciencia de su propia victimización en tanto  se los mantuvo bajo una educación ignorante y estrecha. Mi meta es colocarlos  frente a un dilema  moral que  los obligue  a decidir  si quieren ser maestros  que  se comporten como  trabajadores culturales en  pro  de  la transformación social o bien  obreros fabriles que mantengan el status quo.
Cuando los nuevos estudiantes me preguntan por  qué les mando leer  “artículos  tan  políticos”,  les contesto preguntándoles por  qué creen  que  nadie  les ha pedido nunca que  lean  discursos  peligrosos.
¿Qué  pueden sacar  en  claro  acerca  de  la dimensión política  de  su propia experiencia educativa  si no han  oído  nunca argumentos con- trahegemónicos? ¿No es eso político  también? Les pregunto si prefie- ren  escuchar puntos de vista diversos sobre  la educación y tener la oportunidad de  sacar  sus propias  conclusiones, o si en  vez de  ello prefieren dejar que sus profesores decidan cuál es la posición  correc- ta  sin  siquiera  decirles  que  existe  una  concepción alternativa.  Les


pregunto qué  conclusiones pueden sacar de  su propia inteligencia como maestros  si no se exponen más que al relato  maestro de la edu- cación  tradicional, plagado del  lenguaje del  déficit.  Comparto con ellos también la manera en que  mis primeras exploraciones en pe- dagogía  crítica  se debieron a la curiosidad y el estudio  personal, y no  al hecho de que  alguien  me las encomendara en  mis clases de educación; de hecho, incluso  mis lecturas  de McLaren  se debieron s a cursos de antropología y sociolingüística que de pedagogía.
Me intriga  cómo  los estudiantes transformarán su mirada  crítica sobre  una  educación humanizadora una  vez que  descubran que  sus voces serán  respetadas sin temor  de castigo.  Para  revelar  la política hegemónica, les pregunto si alguna  vez osaron  cuestionar siquiera  a sus profesores de  praxis  tipo  patriarcal, y les pido  que  consideren qué  hubiese sucedido si se hubiesen atrevido.  Todos  sabemos  qué hubiese ocurrido, y cuán  a menudo las calificaciones  tienen más que  ver con  una  recompensa por  la conformidad que  con  la inteli- gencia.  Les  explico  también que  intento alentar la  participación abierta, y que  si llegara  a silenciar  a cualquiera de mis alumnos por diferir  conmigo, estaría  silenciándolos a todos indirectamente.
He descubierto que aquellos  maestros  que han  sido domesticados por su formación docente, habrán de doblegarse y de enseñar contra sus mejores  instintos.  Es por  eso  que  la pedagogía crítica  reclama cambios  estructurales profundos en la formación docente. Creo que los maestros  que desarrollen una comprensión intelectual de su profe- sión, la teoría  de sistemas y los mecanismos de opresión y resistencia tendrán la oportunidad de convertirse en intelectuales transformado- res, capaces de mantener un fuerte compromiso con el bienestar de ca- da estudiante, se negarán a poner en práctica cualquier tecnicismo dis- criminatorio y habrán de trabajar por la democratización de las aulas. Serán capaces de advertir  intuitivamente que aquello  que se les pide que hagan  no habrá  de producir los resultados prometidos por quie- nes lo prescriben, y que por  si fuera  poco  se les considerará respon- sables por  los pobres  resultados obtenidos. Ésta es la práctica  con- trahegemónica que  debe  extenderse si queremos democratizar la sociedad  por medio  de la educación.
Uno  de mis alumnos de posgrado escribía  poco tiempo atrás:

Aclarando mis intenciones, y con una  actitud  crítica  creciente, he examina- do mi propia identidad personal y profesional, así como  también mi filoso- fía de vida, como  la base de una  filosofía educativa  en constante evolución


que  de hecho se relaciona con el trabajo  cultural de la pedagogía crítica,  a la que estoy arribando en mi propio proceso.

La noción de Peter  McLaren  de pertenecer al ser”, a diferencia de pertenecer a sí mismo”, germinó en mi conciencia. La importan- cia de desplazarse desde  el “ego” hacia un yo más profundo o autén- tico y un examen de las cuestiones ontológicas planteadas por Purpel son los fundamentos de un proceso  de transformación a desarrollar de por vida (Knapp, 2001).
Acerca de su creciente comprensión de la naturaleza política de la educación, otra alumna reflexiona:

Personalmente, reconozco la necesidad de mantenerme alerta para saber có- mo y cuándo mi propio silencio es un silencio cómplice. Buena  parte  de mi práctica  escolar temprana se vio perjudicada por mi condicionamiento a ser simpática,  agradable y estar a la altura  de las expectativas  sin sacudir  el avis- pero.  Para es incómodo avanzar contra los principios arraigados por este condicionamiento temprano. Para convertirme en una verdadera defensora de mis estudiantes y sus familias, debo mantenerme en guardia contra el silen- cio cómplice. Si queremos el cambio  social y una  educación verdaderamente valiosa para todos nuestros alumnos sin importar su raza, género, etnia o clase social, entonces la enseñanza debe  ser constantemente autocrítica, volviéndo- se por ende  conscientemente política  (Diepenbrock, 2000, p. 7).

Hay un viejo dicho  farsi: “Un lobo no alumbra a un cordero. Es- tas reflexiones de Kathleen me recuerdan mi propio descubrimiento de la dimensión política  de la educación mientras estudiaba a Barto- lomé, Chávez Chávez, Paulo y ‘Nita Freire, Giroux, Gor-Ziv, McLaren, Macedo y Steinberg, entre otros. En su llamamiento a la intelectuali- zación de los maestros,  Giroux  (1988) sostiene  que los maestros  con formación académica arriban a nuevos descubrimientos que les per- miten  crear  con  mayor efectividad  los espacios  pedagógicos necesa- rios para la educación democrática.
Aun así, la noción de paciente-impaciencia de Freire  (1998, p.
44) nos recuerda que existe un proceso  lento  y generativo para aque- llos estudiantes que  encuentren incómodo “ir contra los principios arraigados por  este  condicionamiento temprano. A menudo, los alumnos responden a la pedagogía crítica  con  cierta  “falta de com- promiso”  (Bahruth y Steiner,  1998) y su incredulidad ante el postula- do  de  que  las escuelas  puedan ser  lugares  de  opresión  tanto  para


alumnos como  docentes. Cuando estos maestros  que se portan bien cuestionan las deconstrucciones de la hegemonía, les presento la si- guiente metáfora: un perro no logra advertir  la cadena que le rodea el cuello  hasta que se empeña en perseguir a una  ardilla.  Lo que es- tos maestros  interpretan como  libertad en el aula no es más que un espectro acotado que les da una falsa impresión de libertad. Les pre- gunto  qué  ardillas  han  intentado perseguir. ¿Han  desafiado  alguna vez las injusticias sociales de la práctica  educativa  cotidiana? ¿Se han preguntado acaso por qué los asistentes  de los maestros  se encargan de  los niños  pobres,  situación  que  sería  totalmente inaceptable en una clase inteligente y talentosa”?  ¿Alguna vez se han sentado a con- siderar por qué los alumnos culturalmente distintos son almacenados y marginalizados en edificios  móviles, cuartos  de almacenamiento y armarios?  ¿Qué  ocurriría si tratásemos así a niños  provenientes de hogares privilegiados?  ¿Qué respuesta podríamos esperar de los do- centes si se volvieran conscientes de estas cuestiones políticas en las escuelas  y comenzaran a discutirlas  en  los encuentros del  cuerpo docente? Estas preguntas sirven  para  promover la reflexión y para ofrecer  “asistencia metafísica” a una actitud  crítica emergente. Según Bruner (1994):

Creo  que  los modos  de hablar y los consiguientes modos  de conceptualizar se vuelven tan habituales que terminan convirtiéndose en recetas  para  la es- tructuración de la experiencia misma y para  el establecimiento de las rutas de la memoria, guiando no  sólo el relato  de la vida hasta  el presente, sino también dirigiéndolo hacia el futuro. He sostenido que la dirección de vida es indisociable del relato  de vida; o por decirlo  de un modo  más claro, la vi- da no es “como fue”, sino como  es interpretada y reinterpretada, contada y vuelta a contar:  la realidad psíquica  de Freud.  Ciertas propiedades formales básicas del  relato  de  vida no  cambian fácilmente. Nuestras  investigaciones con la autobiografía experimental nos sugieren que estas estructuras forma- les probablemente sean determinadas muy temprano en el discurso  de la vi- da familiar  y persistan tercamente sin importar las condiciones cambiantes […] [Una] condición metafísica  especial,  históricamente condicionada, fue necesaria para  el surgimiento de la autobiografía como  forma  literaria, de modo  tal que quizá sea necesario un cambio  metafísico  para alterar los rela- tos que hemos  establecido como “el ser” de nuestras vidas. El pez será, efec- tivamente, el último  en  descubrir el agua;  salvo que  tenga  cierta  asistencia metafísica  (p. 36).


Invito a mis alumnos a considerar su “formación” de un modo  crí- tico. Les pido que lean el recordatorio de Schmidt  (2000):

Recuérdese también que  el entrenamiento profesional se ve precedido por al menos  dieciséis años de socialización  preparatoria en las escuelas.  Por lo general, quienes acceden a la formación profesional suelen  ser los mejoresalumnos; aquellos  que,  entre otras cosas, se han  destacado por  saber seguir las reglas.  A lo largo  del tiempo, su conformidad a la norma se ha vuelto parte  de su identidad personal, una característica de quiénes son. Compro- meterse en un acto de resistencia resulta  para  ellos atemorizante, y es muy posible  que  por  ello mismo  jamás lo intenten. Adoptar  una  postura firme rompería con  la muy recompensada conducta que  les ha  permitido llegar hasta la universidad en primer lugar […] NO es fácil mantener un punto de vista de oposición, de no  conformidad dentro de una  institución […] Esta actividad  de oposición involucra  un  riesgo personal […] La lección  a sacar de ello es que la mayor amenaza contra la supervivencia  del individuo como una potencial fuente de cambio  proviene, irónicamente, de no enfrentar es- te riesgo. Quienes actúan son aquellos  que habrán de sobrevivir como  pen- sadores  independientes. Pelean  sin exigir garantías de victoria y son inmu- nes a cualquier intento de retribución. Saben que el individuo es aniquilado no por enfrentar al sistema, sino por su conformidad a él (pp. 250-252).

Obviamente, no  todos  mis alumnos deciden enfrentar el dilema moral que trato de presentarles. Algunos insisten en mantener su ad- hesión  a una alfabetización vacía que los ha condicionado a evitar las exploraciones ontológicas. Hace rato ya he renunciado a llegar a to- dos ellos, debido a que la hegemonía y la cultura recibida atraviesan profunda e invisiblemente sus vidas. He descubierto que si aligero mi discurso  para  adecuarlo a los menos  dispuestos  a aceptar el desafío, soy injusto con aquellos  que desean  tener una experiencia más signi- ficativa. Del mismo  modo  que  muchos  de mis compañeros del pro- grama doctoral no estaban  dispuestos  a perturbar la tranquilidad que les producía hacer  lo mínimo posible,  debo  reconocer también las acicaladas disposiciones de muchos  alumnos que han  sido toda su vi- da recompensados por  comportarse según  la norma. De todos  mo- dos, he visto el valor de mi propio compromiso con el trabajo  acadé- mico   y  sé  que   habrá   siempre   estudiantes  en   mis  clases  que aprecienlos espacios de pedagogía crítica que intento crear con ellos. Así como  los dos  alumnos antes  citados,  creo  que  muchos  de  mis alumnos desarrollan fuertes  convicciones que  les permitirán man-


tener su curso  como  trabajadores de la cultura, resistiendo las pre- siones que les exigen  hacer  un trabajo  de fábrica.
¿Cuál es la fuente de convicciones que  permite a los educadores críticos persistir en sus prácticas contrahegemónicas sabiendo, al mis- mo tiempo, que la hegemonía no habrá  de recompensar ni recono- cer sus esfuerzos, sino más bien distraerlos, desalentarlos y castigarlos (Schmidt, 2000), que intentará incluso  sobornarlos —como  intenta- ra John Silber con Henr y Giroux (Giroux, 1996)— para que sean sir- vientes sumisos de un imperio cuyo emperador está desnudo?
Cuando comencé a leer a McLaren,  me sentía  aún  relativamente cómodo con el capitalismo como modo  de vida. Los miembros de las clases privilegiadas parecen experimentar una sensación de bienestar dentro de un sistema cuyos prejuicios  inherentes los favorecen  con- sistentemente. En  un  sistema  semejante, la educación opera  para asegurar que los privilegiados  estén a salvo de cualquier conexión en- tre fortuna y pobreza. La mayor influencia de Peter en mi pedagogía ha sido la de darle un centro a mi necesidad de ayudar a los alumnos a descubrir sus privilegios, a medida que trabajo  contrahegemónica- mente para despertar su conciencia social. Empleando voces minori- tarias de la literatura, que articulan en cuentos y poemas  la victimiza- ción  que  sufren   a  manos   de  un  sistema  injusto,   expongo a  mis alumnos a un discurso  sobre  la condición humana del que han  sido mantenido ignorantes a través de un currículo diseñado en un vacío que evita los contextos sociales, políticos,  históricos  y económicos de la distribución del conocimiento.
En 1997, David Gabbard me hizo saber  que  Peter  acababa  de te- ner una discusión  con una revista de educación acerca del contenido de un artículo suyo sobre el Che Guevara. Los editores estaban  a gus- to con los aspectos pedagógicos del Che, pero  le habían pedido a Pe- ter  que  remueva  ciertas  secciones  referidas a los conflictos  actuales entre opresores y oprimidos: específicamente, secciones  referidas al conflicto  de los zapatistas en Chiapas. Reducir  el discurso crítico y sus correcciones al espacio  de las notas  al pie en la versión oficial de la historia,  a la segura distancia  de treinta años, es un mecanismo de la hegemonía. El intento de Peter por vincular lo histórico con la histo- ria tal como  estaba  siendo  hecha en Chiapas  les pareció a los edito- res  demasiado peligroso. Los académicos críticos  (Chomsky, 2000; Schmidt,  2000) han  señalado el modo  en que  la profesionalización prepara ideológicamente a los profesionales para  ejercer  una  forma de autocensura que los protege de los discursos peligrosos.  La propia


tesis de doctorado de David tuvo por  resultado un libro dedicado al análisis histórico de lo que el llama “el silenciamiento de Ivan Illich(1993).
David y yo estábamos trabajando en el comité editor  de Cultural Cir- cles, y él sugirió que contactáramos a Peter  para pedirle su artículo pa- ra nuestra revista, ya que el ultraje padecido lo había obligado a retirar el artículo para no comprometer la integridad de su trabajo.  Las cosas salieron  a la perfección, y finalmente el artículo se publicó  íntegro en Cultural Circles (McLaren, 1998). Éste recibió numerosos elogios por su osadía,  y por  las significativas vinculaciones que  establecía  con  las lu- chas  contemporáneas contra la explotación ejercida  sobre  el tercer, cuarto  y quinto mundo bajo el disfraz del desarrollo.
El proceso  de trabajar directamente con Peter  en este artículo me reveló aspectos  suyos que nunca había  alcanzado a vislumbrar  en su escritura. Descubrí  lo arraigado de su compromiso con  la investiga- ción y su minuciosa atención al detalle.  Conocí  también al ser huma- no detrás  del académico, uno  que  solicitaba  cambios  o modificacio- nes con una  humildad y gentileza  que no alcanzan  a reflejarse  en la audaz  voz de sus escrituras. Nos sonreímos como  colegiales  cuando sugirió que pintemos de rojo la estrella de la boina  del Che en las fo- tos, un toque  que costaba muy poco, pero recibió  numerosos comen- tarios  por  parte  de quienes leyeron  el artículo. Ofreció  disculpas  al requerir uno o dos cambios de último  momento que consideró esen- ciales para  pulir  el artículo. Aceptó  que  su trabajo  fuera  precedido por  otro  de  Gabbard (1998), su ex alumno, en  calidad  de  artículo central, encuadrando históricamente su discurso.  Posteriormente, el artículo llegó  a convertirse en  libro  (McLaren, 2000a). Aunque  no era algo que yo esperara, en el libro reconoció mi trabajo,  y fue así el primero en  reconocer mi compromiso, aunque yo había  hecho lo mismo por  muchos  otros.  Todas estas pequeñas consideraciones me enseñaron una praxis basada en hacer lo que se predica. Entendí que Peter  había  ido más allá de la trampa académica de construirse una carrera. Escribe  porque tiene  algo que  decir,  y sabe los riesgos que corre  cuando decide  enfrentar al poder con la verdad” (Said, 1996; Chomsky, 2000).
Finalmente, conocí  a Peter en una conferencia (NRMERA, 1998) so- bre pedagogía crítica en Jackson Hole. Le pedí que participara junto a Donaldo Macedo, David Gabbard y otros, y él decidió  cancelar otro compromiso mucho más lucrativo  con tal de compartir ese momen- to con  nosotros. Dicha  conferencia se apartó de la estructura tradi-


cional  en  distintos  aspectos.  Varios académicos críticos  hombres, mujeres,  anglosajones y latinos— estaban  sentados en círculo  dentro del grupo  de participantes, y se les pedía  que  abordaran cuestiones críticas sobre educación (Macedo, 1994). En el espíritu de lo que Do- naldo  llama  “la política  de la representación con  la representación de la política”  —antes  que  la treta  hegemónica de tener sólo políti- cas de representación sin diversidad  de voces más allá de un discurso “que sepa comportarse” (Chomsky, 2000), los participantes pudie- ron presenciar cómo los distintos  representantes de la pedagogía crí- tica negociaban el significado,  compartiendo miradas  diversas y aprendiendo unos de otros. Se invitó también a los participantes a di- rigir sus propias  preguntas a todos los invitados o a cualquiera en par- ticular.  Fue durante este encuentro que Peter  lanzó una espeluznan- te cita de Parenti (1998), que provocó  un largo silencio: “¿Qué es lo que quieren quienes tienen el poder?  Una sola cosa, a decir  verdad.
¡Quieren TODO!
El círculo  de académicos fue utilizado  en la apertura y el cierre  de la conferencia, y recibió  el reconocimiento favorable  de los partici- pantes  como  un interesante alejamiento del sistema donde una  úni- ca persona lee un artículo. Por supuesto que dispusimos  que los aca- démicos  invitados  también pudieran presentar su trabajo  individual durante la conferencia, y esto produjo una anécdota interesante. Un profesor conservador de  una  universidad local,  que  había  asistido muchas  veces a esta conferencia en su variante  s tradicional, se dirigió  a Peter,  David, Donaldo y a mí cuando estábamos discutien- do  la ponencia de Peter.  Peter  estaba  sinceramente interesado en nuestras observaciones y comentarios críticos.  El profesor felicitó a Donaldo y a David por  sus presentaciones, pero  luego  dijo a Peter que,  para  su gusto, su ponencia había  invadido  demasiado su zona de confort”.  Antes que  el resto  de nosotros pudiera decir  nada,  Do- naldo  respondió diciendo: “¡Hay millones  de  seres  humanos en  el mundo que nacen, viven todas sus vidas y mueren sin siquiera  llegar a conocer el lujo de tener una zona de confort!”.  Habiendo vivido en África, Donaldo conocía la diferencia entre la opresión percibida en el mundo de las ideas y las realidades brutales de la colonización. Se hizo entonces un  largo  silencio,  y el profesor se marchó rascándose la cabeza, al menos  en el sentido proverbial de la figura.  Los demás nos quedamos envidiando esa respuesta tan sucinta, sabiendo que no hacía falta decir más. Fue un momento significativo.


MILITARISMO Y  CONFLICTO ARMADO: ¿CUÁN LEJOS DEBEMOS LLEVAR LA REVOLUCIÓN?

La zona  más problemática del trabajo  de McLaren  es su elogio  del Che y su análisis de la situación  en Chiapas  y la lucha  armada de los zapatistas.  Si bien  resulta  innegable que  el militarismo es la fuerza coercitiva de la hegemonía, la posibilidad de responder al militaris- mo con s de lo mismo plantea un dilema  que es necesario resol- ver. Una  importante dimensión de la pedagogía crítica  es el desa- rrollo  de la autocrítica, con el fin de no apoyar,  sin darnos cuenta, la misma  hegemonía que  intentamos combatir. Obviamente, Peter (2000b) advierte  a sus lectores  acerca  de los peligros  del liberalismo humanista. Por  mi parte,  estoy todavía  luchando con  esta cuestión del equilibrio entre el trabajo  cultural en las aulas y la revolución vio- lenta. Tengo  mis simpatías por la lucha armada en Chiapas y Oaxaca, dado  que  estas naciones de  pobladores originarios durante mucho tiempo han  sido explotadas y recibidos abusos “los recién  llegados, término utilizado  por los ancestros mayas de Guatemala para referir- se a quienes sólo tienen quinientos años de historia  en el continen- te. Admiro  también la pedagogía del Che, que enseñaba a sus solda- dos a leer  y escribir,  e insistía en las clases culturales como  parte  de la formación de  una  ciudadanía crítica.  Mi próxima conversación con Peter,  entonces, discurrirá por el problema del militarismo.
No obstante, estoy al tanto  también de que la enseñanza tradicio- nal se rige por modelos  militares  (Gor-Ziv, 2001), donde los maestros trabajan como si fueran sargentos de instrucción, manteniendo a los estudiantes en fila para beber, sentarse,  ir al comedor, dejar la escue- la y demás.  Las lecciones  son lineales  y secuenciales, y todo  el mun- do debe  estar pensando lo mismo al mismo tiempo. Los paradigmas conductistas de la escuela  y el ámbito  castrense promueven un  tipo de  entrenamiento que  favorece  la aparición de  conductas predeci- bles en situaciones dadas.  Se sacan conclusiones acerca  de la inteli- gencia de los estudiantes basándose en su desempeño, pero  los con- tenidos o la articulación del  currículo se cuestionan rara  vez. La homogeneidad en el aula prepara a los alumnos para s de lo mis- mo en los ámbitos  militar  y laboral.
Humanizar la experiencia educativa  de  todos  los educandos es una gran promesa, y debemos cuidarnos de no reforzar con nuestras prácticas  en  el aula  la misma  hegemonía que  estamos  intentando cambiar. Como bien  dice Loren  Eiseley:


el maestro es el genuino creador de la humanidad, quien  da forma a su bien más preciado, la mente. No debe  existir  mayor  honor en  nuestra sociedad que el permiso para  enseñar, del mismo modo  que no es posible  causar  de- sastre mayor que fallando  en esta tarea  (1987, p. 118).

La humanidad se beneficiaría de contar con  más educadores co- mo Peter,  que  con  su claridad ontológica, y las fuertes  convicciones resultantes, puede arrancar la pedagogía de las manos  de la codicia.




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