PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
CAPÍTULO II
PAULO FREIRE
Cuanto más analizamos las relaciones
educador-educandos dominantes en la escuela actual, en cualquiera de sus
niveles (o fuera de ella), más nos convencemos de que estas relaciones
presentan un carácter especial y determinante —el de ser relaciones de
naturaleza fundamentalmente narrativa, discursiva, disertadora.
Narración de contenidos que, por ello mismo, tienden a
petrificarse o a transformarse en algo inerme, sean estos valores o dimensiones
empíricas de la realidad. Narración o disertación que implica un sujeto —el que
narra— y objetos pacientes, oyentes —los educandos.
Existe una especie de enfermedad de la narración. La
tónica de la educación es preponderantemente ésta, narrar, siempre narrar.
Referirse a la realidad como algo detenido, estático,
dividido y bien comportado o en su defecto hablar o disertar sobre algo
completamente ajeno a la experiencia existencial de los educandos deviene,
realmente, la suprema inquietud de esta educación. Su ansia irrefrenable. En
ella, el educador aparece como su agente indiscutible, como su sujeto real,
cuya tarea indeclinable es “llenar” a los educandos con los contenidos de su narración.
Contenidos que sólo son retazos de la realidad, desvinculados de la totalidad
en que se engendran y en cuyo contexto adquieren sentido. En estas
disertaciones, la palabra se vacía de la dimensión concreta que debería poseer
y se transforma en una palabra hueca, en verbalismo alienado y alienante. De
ahí que sea más sonido que significado y, como tal, sería mejor no decirla.
Es por esto por lo que una de las características de
esta educación disertadora es la “sonoridad” de la palabra y no su fuerza
transformadora: Cuatro veces cuatro, dieciséis; Perú, capital Lima, que el
educando fija, memoriza, repite sin percibir lo que realmente significa cuatro
veces cuatro. Lo que verdaderamente significa capital, en la afirmación: Perú,
capital Lima, Lima para el Perú y Perú para América Latina.[1]
La narración, cuyo sujeto es el educador, conduce a
los educandos a la memorización mecánica del contenido narrado. Más aún, la
narración los transforma en “vasijas”, en recipientes que deben ser “llenados”
por el educador. Cuando más vaya llenando los recipientes con sus “depósitos”,
tanto mejor educador será. Cuanto más se dejen “llenar” dócilmente, tanto mejor
educandos serán.
De este modo, la educación se transforma en un acto de
depositar en el cual los educandos son los depositarios y el educador quien
deposita.
En vez de comunicarse, el educador hace comunicados y
depósitos que los educandos, meras incidencias, reciben pacientemente,
memorizan y repiten. Tal es la concepción “bancaria” de la educación, en que el
único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los
depósitos, guardarlos y archivarlos. Margen que sólo les permite ser
coleccionistas o fichadores de cosas que archivan.
En el fondo, los grandes archivados en esta práctica
equivocada de la educación (en la mejor de las hipótesis) son los propios
hombres. Archivados ya que, al margen de la búsqueda, al margen de la praxis,
los hombres no pueden ser. Educadores y educandos se archivan en la medida en
que, en esta visión distorsionada de la educación, no existe creatividad
alguna, no existe transformación, ni saber. Sólo existe saber en la invención,
en la reinvención, en la búsqueda inquieta, impaciente, permanente que los
hombres realizan en el mundo, con el mundo y con los otros. Búsqueda que es
también esperanzada.
En la visión “bancaria” de la educación, el “saber”,
el conocimiento, es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que
juzgan ignorantes. Donación que se basa en una de las manifestaciones
instrumentales de la ideología de la opresión: la absolutización de la
ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de la ignorancia, según
la cual ésta se encuentra siempre en el otro.
El educador que aliena la ignorancia, se mantiene en
posiciones fijas, invariables. Será siempre el que sabe, en tanto los educandos
serán siempre los que no saben. La rigidez de estas posiciones niega a la
educación y al conocimiento como procesos de búsqueda.
El educador se enfrenta a los educandos como su
antinomia necesaria. Reconoce la razón de su existencia en la absolutización de
la ignorancia de estos últimos. Los educandos, alienados a su vez, a la manera
del esclavo, en la dialéctica hegeliana, reconocen en su ignorancia la razón de
la existencia del educador pero no llegan, ni siquiera en la forma del esclavo
en la dialéctica mencionada, a descubrirse como educadores del educador.
En verdad, como discutiremos mis adelante, la razón de
ser de la educación libertadora radica en su impulso inicial conciliador. La
educación debe comenzar por la superación de la contradicción
educador-educando. Debe fundarse en la conciliación de sus polos, de tal manera
que ambos se hagan, simultáneamente, educadores y educandos.
En la concepción “bancaria” que estamos criticando,
para la cual la educación es el acto de depositar, de transferir, de trasmitir
valores y conocimientos, no se verifica, ni puede verificarse esta superación.
Por el contrario, al reflejar la sociedad opresora, siendo una dimensión de la
“cultura del silencio”, la “educación bancaria” mantiene y estimula la
contradicción.
De ahí que ocurra en ella que:
a)
el educador
es siempre quien educa; el educando el que es educado.
b)
el educador
es quien sabe; los educandos quienes no saben.
c)
el educador
es quien piensa, el sujeto del proceso; los educandos son los objetos pensados.
d)
el educador
es quien habla; los educandos quienes escuchan dócilmente.
e)
el educador
es quien disciplina; los educandos los disciplinados.
f)
el educador
es quien opta y prescribe su opción; los educandos quienes siguen la
prescripción;
g)
el educador
es quien actúa; los educandos son aquellos que tienen la ilusión de que actúan,
en la actuación del educador.
h)
el educador
es quien escoge el contenido programático; los educandos, a quienes jamás se
escucha, se acomodan a él.
i)
el educador
identifica la autoridad del saber con su autoridad funcional, la que opone
antagónicamente a la libertad de los educandos. Son éstos quienes deben
adaptarse a las determinaciones de aquél.
j)
Finalmente,
el educador es el sujeto del proceso; los educandos, meros objetos.
Si el educador es quien sabe, y si los educandos son
los ignorantes, le cabe, entonces, al primero, dar, entregar, llevar, trasmitir
su saber a los segundos. Saber que deja de ser un saber de “experiencia
realizada” para ser el saber de experiencia narrada o trasmitida.
No es de extrañar, pues, que en esta visión “bancaria”
de la educación, los hombres sean vistos como seres de la adaptación, del
ajuste. Cuanto más se ejerciten los educandos en el archivo de los depósitos que
les son hechos, tanto menos desarrollarán en sí la conciencia crítica de la que
resultaría su inserción en el mundo, como transformadores de él. Como sujetos
del mismo.
Cuanto más se les imponga pasividad, tanto más
ingenuamente tenderán a adaptarse al mundo en lugar de transformar, tanto más
tienden a adaptarse a la realidad parcializada en los depósitos recibidos.
En la medida en que esta visión “bancaria” anula el
poder creador de los educandos o lo minimiza, estimulando así su ingenuidad y
no su criticidad, satisface los intereses de los opresores. Para éstos, lo
fundamental no es el descubrimiento del mundo, su transformación. Su
humanitarismo, y no su humanismo, radica en la preservación de la situación de
que son beneficiarios y que les posibilita el mantenimiento de la falsa
generosidad a que nos referíamos en el capítulo anterior. Es por esta misma
razón por lo que reaccionan, incluso instintivamente, contra cualquier
tentativa de una educación que estimule el pensamiento auténtico, pensamiento que
no se deja confundir por las visiones parciales de la realidad, buscando, por
el contrario, los nexos que conectan uno y otro punto, uno y otro problema.
En verdad, lo quo pretenden los opresores “es
transformar la mentalidad de los oprimidos y no la situación que los oprime”.[2] A
fin de lograr una mejor adaptación a la situación que, a la vez, permita una
mejor forma de dominación.
Pata esto, utilizan la concepción “bancaria” de la
educación a la que vinculan todo el desarrollo de una acción social de carácter
paternalista, en que los oprimidos reciben el simpático nombre de “asistidos”.
Son casos individuales, meros “marginados”, que discrepan de la fisonomía
general de la sociedad. Esta es buena, organizada y justa. Los oprimidos son la
patología de las sociedades sanas, que precisan por esto mismo ajustarlos a
ella, transformando sus mentalidades de hombres “ineptos y perezosos”.
Como marginados, “seres fuera de” o “al margen de”, la
solución para ellos seria la de que fuesen “integrados”, “incorporados” a la
sociedad sana de donde “partirán” un día, renunciando, como tránsfugas, a una
vida feliz...
Para ellos la solución estaría en el hecho de dejar la
condición de ser “seres fuera de” y asumir la de “seres dentro de”.
Sin embargo, los llamados marginados, que no son otros
sino los oprimidos, jamás estuvieron fuera de. Siempre estuvieron dentro
de. Dentro de la estructura que los transforma en “seres para otro”. Su
solución, pues, no está en el hecho de “integrarse”, de “incorporarse'' a esta
estructura que los oprime, sino transformarla para que puedan convertirse en
“seres para sí”.
Obviamente, no puede ser éste el objetivo de los
opresores. De ahí que la “educación bancaria”, que a ellos sirve; jamás pueda
orientarse en el sentido de la concienciación de los educandos.
En la educación de adultos, por ejemplo, no interesa a
esta visión “bancaria” proponer a los educandos el descubrimiento del mundo
sino, por el contrario, preguntarles si “Ada dio el dedo al cuervo”, para
después decirles, enfáticamente, que no, que “Ada dio el dedo al ave”.
El problema radica en que pensar auténticamente es
peligroso. El extraño humanismo de esta concepción bancaria se reduce a la
tentativa de hacer de los hombres su contrario —un autómata, que es la negación
de su vocación ontológica de ser más.
Lo que no perciben aquellos que llevan a cabo la
educación “bancaria”, sea o no en forma deliberada (ya que existe un sinnúmero
de educadores de buena voluntad que no se saben al servicio de la
deshumanización al practicar el “bancarismo'), es que en los propios
“depósitos” se encuentran las contradicciones, revestidas por una exterioridad
que las oculta. Y que, tarde o temprano, los propios “depósitos” pueden
provocar un enfrentamiento con la realidad en movimiento y despertar a los
educandos, hasta entonces pasivos, contra su “domesticación”.
Su “domesticación” y la de la realidad, de la cual se
les habla como algo estático, puede despertarlos como contradicción de sí
mismos y de la realidad. De sí mismos, al descubrirse, por su experiencia
existencial, en un modo de ser irreconciliable con su vocación de humanizarse.
De la realidad, al percibirla en sus relaciones con ella, como constante
devenir.
Así, si los hombres son estos seres de la búsqueda y
si su vocación ontológica es humanizarse, pueden, tarde o temprano, percibir la
contradicción en que la “educación bancaria” pretende mantenerlos, y
percibiéndola pueden comprometerse en la lucha por su liberación.
Un educador humanista, revolucionario, no puede
esperar esta posibilidad.[3] Su
acción, al identificarse, desde luego, con la de los educandos, debe orientarse
en el sentido de la liberación de ambos. En el sentido del pensamiento
auténtico y no en el de la donación, el de la entrega de conocimientos. Su
acción debe estar empapada de una profunda creencia en los hombres. Creencia en
su poder creador.
Todo esto exige que sea, en sus relaciones con los
educandos, un compañero de éstos.
La educación “bancaria”, en cuya práctica no se
concilian el educador y los educandos, rechaza este compañerismo. Y es lógico
que así sea. En el momento en que el educador “bancario” viviera la superación
de la contradicción ya no sería “bancario”, ya no efectuaría “depósitos”. Ya no
intentaría domesticar. Ya no prescribiría. Saber con los educandos en tanto
éstos supieran con él, sería su tarea. Ya no estarla al servicio de la
deshumanización, al servicio de la opresión, sino al servicio de la liberación.
Esta concepción bancaria, más allá de los intereses
referidos, implica otros aspectos que envuelven su falsa visión de los hombres.
Aspectos que han sido ora explicitados, ora no explicitados, en su práctica.
Sugiere una dicotomía inexistente, la de
hombres-mundo. Hombres que están simplemente en el mundo y no con el mundo y
con los otros. Hombres espectadores y no recreadores del mundo. Concibe su
conciencia como algo especializado en ellos y no a los hombres como “cuerpos
conscientes”. La conciencia como si fuera una sección “dentro” de los hombres,
mecanicistamente separada, pasivamente abierta al mundo que la irá colmando de
realidad. Una conciencia que recibe permanentemente los depósitos que el mundo
le hace y que se van transformando en sus propios contenidos. Como si los
hombres fuesen una presa del mundo y éste un eterno cazador de aquéllos, que
tuviera por distracción henchirlos de partes suyas.
Para esta concepción equivocada de los hombres, en el
momento mismo en que escribo, estarían “dentro” de mí, como trozos del mundo
que me circunda, la mesa en que escribo, los libros, la taza del café, los
objetos que están aquí, tal como estoy yo ahora dentro de este cuarto.
De este modo, no distingue entre hacer presente a la
conciencia y entrar en la conciencia. La mesa en que escribo, los libros, la
taza del café, los objetos que me cercan están, simplemente, presentes en mi
conciencia y no dentro de ella. Tengo conciencia de ellos pero no los tengo
dentro de mí.
Sin embargo, si para la concepción “bancaria” la
conciencia es, en su relación con el mundo, esta “pieza” pasivamente abierta a
él, a la espera de que en ella entre, coherentemente concluirá que al educador
no le cabe otro papel sino el de disciplinar la “entrada” del mundo en la
conciencia. Su trabajo será también el de imitar al mundo. El de ordenar lo que
ya se hizo, espontáneamente. El de llenar a los educandos de contenidos. Su
trabajo es el de hacer depósitos de “comunicados” —falso saber que él considera
como saber verdadero.[4]
Dado que en esta visión los hombres son ya seres
pasivos, al recibir el mundo que en ellos penetra, sólo cabe a la educación
apaciguarlos más aún y adaptarlos al mundo. Para la concepción “bancaria”,
cuanto más adaptados estén los hombres tanto más “educados” serán en tanto
adecuados al mundo.
Esta concepción, que implica una práctica, sólo puede
interesar a los opresores que estarán tanto más tranquilos cuanto más adecuados
sean los hombres al mundo. Y tanto más preocupados cuanto más cuestionen los
hombres el mundo.
Así, cuanto mis se adaptan las grandes mayorías a las
finalidades que les sean prescritas por las minorías dominadoras, de tal manera
que éstas carezcan del derecho de tener finalidades propias, mayor será el
poder de prescripción de estas minorías.
La concepción y la práctica de la educación que venimos
criticando, se instauran como instrumentos eficientes para este fin. De ahí que
uno de sus objetivos fundamentales, aunque no sea éste advertido por muchos de
los que la llevan a cabo, sea dificultar al máximo el pensamiento auténtico. En
las clases verbalistas, en los métodos de evaluación de los “conocimientos”, en
el denominado “control de lectura”, en la distancia que existe entre educador y
educando, en los criterios de promoción, en la indicación bibliográfica,[5] y
así sucesivamente, existe siempre la connotación “digestiva” y la prohibición
de pensar.
Entre permanecer porque desaparece, en una especie de
morir para vivir, y desaparecer por y en la imposición de su presencia, el
educador “bancario” escoge la segunda hipótesis. No puede entender que
permanecer equivale al hecho de buscar ser, con los otros. Equivale a
convivir, a simpatizar. Nunca a sobreponerse ni siquiera yuxtaponerse a los
educandos y no simpatizar con ellos. No existe permanencia alguna en la
hipertrofia.
Sin embargo, el educador “bancario” no puede creer en
nada de esto. Convivir, simpatizar, implican comunicarse, lo que la concepción
que informa su práctica rechaza y teme.
No puede percibir que la vida humana sólo tiene
sentido en la comunicación, ni que el pensamiento del educador sólo gana
autenticidad en la autenticidad del pensar de los educandos, mediatizados ambos
por la realidad y, por ende, en la intercomunicación. Por esto mismo, el
pensamiento de aquél no puede ser un pensamiento para estos últimos, ni puede
ser impuesto a ellos. De ahí que no pueda ser un pensar en forma aislada, en una
torre de marfil, sino en y por la comunicación en torno, repetimos, de una
realidad.
Y si sólo así tiene sentido el pensamiento, si sólo
encuentra su fuente generadora en la acción sobre el mundo, el cual mediatiza
las conciencias en comunicación, no será posible la superposición de los
hombres sobre los hombres.
Tal superposición, que surge como uno de los rasgos
fundamentales de la concepción “educativa” que estamos criticando, la sitúa una
vez más como práctica de la dominación.
De ésta, que se basa en una falsa comprensión de los
hombres a los que reduce a meros objetos, no puede esperarse que provoque el
desarrollo de lo que Fromm denomina biofilia, sino el desarrollo de su
contrario, la necrofilia.
“Mientras la vida —dice Fromm— se caracteriza por el
crecimiento de una manera estructurada, funcional, el individuo necrófilo ama
todo lo que no crece, todo lo que es mecánico. La persona necrófila se mueve
por un deseo de convertir lo orgánico en inorgánico, de mirar la vida
mecánicamente como si todas las personas vivientes fuesen objetos. Todos los
procesos, sentimientos y pensamientos de vida se transforman en cosas. La
memoria y no la experiencia; tener y no ser es lo que cuenta. El individuo
necrófilo puede realizarse con un objeto —una flor o una persona— únicamente si
lo posee; en consecuencia, una amenaza a su posesión es una amenaza a él mismo;
si pierde la posesión, pierde el contacto con el mundo.” Y continúa, más
adelante: “ama el control y, en el acto de controlar, mata la vida”[6].
La opresión, que no es sino un control aplastador, es
necrófila. Se nutre del amor a la muerte y no del amor a la vida.
La concepción “bancaria” que a ella sirve, también lo
es. En el momento en que se fundamenta sobre un concepto mecánico, estático,
espacializado de la conciencia y en el cual, por esto mismo, transforma a los
educandos en recipientes, en objetos, no puede esconder su marca necrófila. No
se deja mover por el ánimo de liberar el pensar mediante la acción de los
hombres, los unos con los otros, en la tarea común de rehacer el mundo y
transformarlo en un mundo cada vez más humano.
Su ánimo es justamente lo contrario: el de controlar
el pensamiento y la acción conduciendo a los hombres a la adaptación al mundo. Equivale
a inhibir el poder de creación y de acción. Y al hacer esto, al obstruir la
actuación de los hombres como sujetos de su acción, como seres capaces de
opción, los frustra.
Así, cuando por un motivo cualquiera los hombres
sienten la prohibición de actuar, cuando descubren su incapacidad para
desarrollar el uso de sus facultades, sufren.
Sufrimiento que proviene “del hecho de haberse
perturbado el equilibrio humano (Fromm). El no poder actuar, que provoca el
sufrimiento, provoca también en los hombres el sentimiento de rechazo a su
impotencia. Intenta, entonces, “restablecer su capacidad de acción” (Fromm).
Sin embargo, ¿puede hacerlo? ¿y cómo?, pregunta Fromm.
Y responde que un modo es el de someterse a una persona o grupo que tenga poder
e identificarse con ellos. Por esta participación simbólica en la vida de otra
persona, el hombre tiene la ilusión de que actúa, cuando, en realidad, no hace
sino someterse a los que actúan y convertirse en una parte de ellos.[7]
Quizás podamos encontrar en los oprimidos este tipo de
reacción en las manifestaciones populistas. Su identificación con líderes
carismáticos, a través de los cuales se puedan sentir actuando y, por lo tanto,
haciendo uso de sus potencialidades y su rebeldía, que surge de la emersión en
el proceso histórico, se encuentran envueltas, por este ímpetu, en la búsqueda
de realización de sus potencialidades de acción.
Para las élites dominadoras, esta rebeldía que las
amenaza tiene solución en una mayor dominación –en la represión hecha, incluso,
en nombre de la libertad y del establecimiento del orden y de la paz social.
Paz social que, en el fondo, no es otra sino la paz privada de los dominadores.
Es por esto mismo por lo que pueden considerar –lógicamente,
desde su punto de vista– como un absurdo “la violencia propia de una huelga de
trabajadores y exigir simultáneamente al Estado que utilice la violencia a fin
de acabar con la huelga.”[8]
La educación como práctica de la dominación que hemos
venido criticando, al mantener la ingenuidad de los educandos, lo que pretende,
dentro de su marco ideológico, es indoctrinarlos en el sentido de su
acomodación al mundo de la opresión.
Al denunciarla, no esperamos que las élites
dominadoras renuncien a su práctica. Esperarlo así sería una ingenuidad de nuestra
parte.
Nuestro objetivo es llamar la atención de los
verdaderos humanistas sobre el hecho de que ellos no pueden, en la búsqueda de
la liberación, utilizar la concepción “bancaria” so pena de contradecirse en su
búsqueda. Asimismo, no puede dicha concepción transformarse en el legado de la
sociedad opresora a la sociedad revolucionaria.
La sociedad revolucionaria que mantenga la práctica de
la educación “bancaria”, se equivocó en este mantener, o se dejó “tocar” por la
desconfianza y por la falta de fe en los hombres. En cualquiera de las
hipótesis, estará amenazada por el espectro de la reacción.
Desgraciadamente, parece que no siempre están
convencidos de esto aquellos que se inquietan por la causa de la liberación. Es
que, envueltos por el clima generador de la concepción “bancaria” y sufriendo
su influencia, no llegan a percibir tamo su significado como su fuerza
deshumanizadora. Paradójicamente, entonces usan el mismo instrumento alienador,
en un esfuerzo que pretende ser liberador. E incluso, existen los que, usando
el mismo instrumento alienador, llaman ingenuos o soñadores, si no
reaccionarios, a quienes difieren de esta práctica.
Lo que nos parece indiscutible es que si pretendemos
la liberación de los hombres, no podemos empezar por alienarlos o mantenerlos
en la alienación. La liberación auténtica, que es la humanización en proceso,
no es una cosa que se deposita en los hombres. No es una palabra más, hueca,
mitificante. Es praxis, que implica la acción y la reflexión de los hombres
sobre el mundo para transformarlo.
Dado que no podemos aceptar la concepción mecánica de
la conciencia, que la ve como algo vacío que debe ser llenado, factor que
aparece además como uno de los fundamentos implícitos en la visión bancaria
criticada, tampoco podemos aceptar el hecho de que la acción liberadora utilice
de ]as mismas armas de la dominación, vale decir, las de la propaganda, los
marbetes, los “depósitos”.
La educación que se impone a quienes verdaderamente se
comprometen con la liberación no puede basarse en una comprensión de los
hombres como seres “vacíos” a quien el mundo “llena” con contenidos; no puede
basarse en una conciencia espacializada, mecánicamente dividida, sino en los
hombres como “cuerpos conscientes” y en la conciencia como conciencia
intencionada al mundo. No puede ser la del depósito de contenidos, sino la de
la problematización de los hombres en sus relaciones con el mundo.
Al contrario de la concepción “bancaria”, la educación
problematizadora, respondiendo a la esencia del ser de la conciencia, que es su
intencionalidad, niega los comunicados y da existencia a la comunicación. Se
identifica con lo propio de la condena que es ser, siempre, conciencia de, no
sólo cuando se intenciona hacia objetos, sino también cuando se vuelve sobre si
misma, en lo que Jaspers denomina “escisión”.[9]
Escisión en la que la conciencia es conciencia de la conciencia.
En este sentido, la educación liberadora,
problematizadora, ya no puede ser el acto de depositar, de narrar, de
transferir o de trasmitir “conocimientos” y valores a los educandos, meros
pacientes, como lo hace la educación “bancaria”, sino ser un acto cognoscente.
Como situación gnoseológica, en la cual el objeto cognoscible, en vez de ser el
término del acto cognoscente de un sujeto, es el mediatizador de sujetos
cognoscentes —educador, por un lado; educandos, por otro—, la educación
problematizadora antepone, desde luego, la exigencia de la superación de la
contradicción educador-educandos. Sin ésta no es posible la relación dialógica,
indispensable a la cognoscibilidad de los sujetos cognoscentes, en torno del
mismo objeto cognoscible.
El antagonismo entre las dos concepciones, la
“bancaria”, que sirve a la dominación, y la problematizadora, que sirve a la
liberación, surge precisamente ahí. Mientras la primera, necesariamente,
mantiene la contradicción educador-educandos, la segunda realiza la superación.
Con el fin de mantener la contradicción, la concepción
“bancaria” niega la dialogicidad como esencia de la educación y se hace antidialógica;
la educación problematizadora —situación gnoseológica— a fin de realizar la
superación afirma la dialogicidad y se hace dialógica.
En verdad, no sería posible llevar a cabo la educación
problematizadora, que rompe con los esquemas verticales característicos de la
educación bancaria, ni realizarse como práctica de la libertad sin superar la
contradicción entre el educador y los educandos. Como tampoco sería posible
realizarla al margen del diálogo.
A través de éste se opera la superación de la que resulta
un nuevo término: no ya educador del educando; no ya educando del educador,
sino educador-educando con educando-educador.
De este modo, el educador ya no es sólo el que educa
sino aquel que, en tanto educa, es educado a través del diálogo con el educando,
quien, al ser educado, también educa. Así, ambos se transforman en sujetos del
proceso en que crecen juntos y en el cual “los argumentos de la autoridad” ya
no rigen. Proceso en el que ser funcionalmente autoridad, requiere el estar siendo
con las libertades y no contra ellas.
Ahora, ya nadie educa a nadie, así como tampoco nadie
se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión, y el mundo es el
mediador. Mediadores son los objetos cognoscibles que, en la práctica
“bancaria”, pertenecen al educador, quien los describe o los deposita en los
pasivos educandos.
Dicha práctica, dicotomizando todo, distingue, en la
acción del educador, dos momentos. El primero es aquel en el cual éste, en su
biblioteca o en su laboratorio, ejerce un acto cognoscente frente al objeto
cognoscible, en tanto se prepara para su clase. El segundo es aquel en el cual,
frente a los educandos, narra o diserta con respecto al objeto sobre el cual
ejerce su acto cognoscente.
El papel que a éstos les corresponde, tal como señalamos
en páginas anteriores, es sólo el de archivar la narración o los depósitos que
les hace el educador. De este modo, en nombre de la “preservación de la cultura
y del conocimiento'“, no existe ni conocimiento ni cultura verdaderos.
No puede haber conocimiento pues los educandos no son
llamados a conocer sino a memorizar el contenido narrado por el educador. No
realizan ningún acto cognoscitivo, una vez que el objeto que debiera ser puesto
como incidencia de su acto cognoscente es posesión del educador y no mediador
de la reflexión crítica de ambos.
Por el contrario, la práctica problematizadora no
distingue estos momentos en el quehacer del educador-educando. No es sujeto
cognoscente en uno de sus momentos y sujeto narrador del contenido
conocido en otro. Es siempre un sujeto cognoscente, tanto cuando se prepara
como cuando se encuentra dialógicamente con los educandos.
El objeto cognoscible, del cual el educador bancario
se apropia, deja de ser para él una propiedad suya para transformarse en la incidencia
de su reflexión y de la de los educandos.
De este modo el educador problematizador rehace
constantemente su acto cognoscente en la cognoscibilidad de los educandos.
Estos, en vez de ser dóciles receptores de los depósitos, se transforman ahora
en investigadores críticos en diálogo con el educador, quien a su vez es
también un investigador crítico.
En la medida en que el educador presenta a los
educandos el contenido, cualquiera que sea, como objeto de su ad-miración, del
estudio que debe realizarse, “readmira” la “admiración” que hiciera con
anterioridad en la “admiración” que de él hacen los educandos.
Por el mismo hecho de constituirse esta práctica
educativa en una situación gnoseológica, el papel del educador problematizador
es el de proporcionar, conjuntamente con los educandos, las condiciones para
que se dé la superación del conocimiento al nivel de la “doxa” por el
conocimiento verdadero, el que se da al nivel del “logos”.
Es así como, mientras la práctica “bancaria”, como
recalcamos, implica una especie de anestésico, inhibiendo el poder creador de
los educandos, la educación problematizadora, de carácter auténticamente
reflexivo, implica un acto permanente de descubrimiento de la realidad. La
primera pretende mantener la inmersión; la segunda, por el contrario, busca la
emersión de las conciencias, de la que resulta su inserción critica en la
realidad.
Cuanto más se problematizan los educandos, como seres
en el mundo y con el mundo, se sentirán mayormente desafiados. Tanto más
desafiados cuanto más obligados se vean a responder al desafío. Desafiados,
comprenden el desafío en la propia acción de captarlo. Sin embargo,
precisamente porque captan el desafío como un problema en sus conexiones con
otros, en un plano de totalidad y no como algo petrificado, la comprensión
resultante tiende a tornarse crecientemente crítica y, por esto, cada vez más
desalienada.
A través de ella, que provoca nuevas comprensiones de
nuevos desafíos, que van surgiendo en el proceso de respuesta, se van
reconociendo más y más como compromiso. Es así como se da el reconocimiento que
compromete.
La educación como práctica de la libertad, al
contrario de aquella que es práctica de la dominación, implica la negación del
hombre abstracto, aislado, suelto, desligado del mundo, así como la negación
del mundo como una realidad ausente de los hombres.
La reflexión que propone, por ser auténtica, no es
sobre este hombre abstracción, ni sobre este mundo sin hombre, sino sobre los
hombres en sus relaciones con el mundo. Relaciones en las que conciencia y
mundo se dan simultáneamente. No existe conciencia antes y mundo después y
viceversa.
“La conciencia y el mundo —señala Sartre— se dan al
mismo tiempo: exterior por esencia a la conciencia, el mundo es, por esencia,
relativo a ella.”[10]
Es por esto por lo que, en cierta oportunidad, en uno
de los “círculos de cultura” del trabajo que se realiza en Chile, un campesino,
a quien la concepción bancaria clasificaría como “ignorante absoluto”, mientras
discutía a través de una “codificación” el concepto antropológico de cultura,
declaró,: “Descubro ahora que no hay mundo sin hombre”. Y cuando el educador le
dijo: “Admitamos, absurdamente, que murieran todos los hombres del mundo y
quedase la tierra, quedasen los árboles, los pájaros, los animales, los ríos,
el mar, las estrellas, ¿no seria todo esto mundo..” “No —respondió enfático—,
faltaría quien dijese: Esto es mundo”. El campesino quiso decir, exactamente,
que faltaría la conciencia del mundo que implica, necesariamente, el mundo de
la conciencia.
En verdad, no existe un yo que se constituye
sin un no-yo. A su vez, el no-yo constituyente del yo
se constituye en la constitución del yo constituido. De esta forma, el
mundo constituyente de la conciencia se transforma en mundo de la conciencia,
un objetivo suyo percibido, el cual le da intención. De ahí la afirmación de
Sartre, citada con anterioridad, “conciencia y mundo se dan al mismo tiempo”.
En la medida en que los hombres van aumentando el
campo de su percepción, reflexionando simultáneamente sobre sí y sobre el
mundo, van dirigiendo, también, su “mirada” a “percibidos” que, aunque
presentes en lo que Husserl denomina “visiones de fondo”.[11]
hasta entonces no se destacaban, “no estaban puestos por sí”.
De este modo, en sus “visiones de fondo”, van
destacando “percibidos” y volcando sobre ellos su reflexión.
Lo que antes existía como objetividad, pero no era
percibido en sus implicaciones más profundas y, a veces, ni siquiera era
percibido, se “destaca” y asume el carácter de problema y, por lo tanto, de desafió.
A partir de este momento, el “percibido destacado' ya
es objeto de la “admiración” de los hombres y, como tal, de su acción y de su
conocimiento.
Mientras en la concepción “bancaria” —permítasenos la
insistente repetición— el educador va “llenando” a los educandos de falso saber
que son los contenidos impuestos, en la práctica problematizadora los educandos
van desarrollando su poder de captación y de comprensión del mundo que, en sus
relaciones con él, se les presenta no ya como una realidad estática sino como
una realidad en transformación, en proceso.
La tendencia, entonces, tanto del educador-educando
como de los educandos-educadores es la de establecer una forma auténtica de
pensamiento y acción. Pensarse a sí mismos y al mundo, simultáneamente, sin
dicotomizar este pensar de la acción.
La educación problematizadora se hace, así, un
esfuerzo permanente a través del cual los hombres van percibiendo,
críticamente, cómo están siendo en el mundo, en el que y con el que están.
Si, de hecho, no es posible entenderlos fuera de sus
relaciones dialécticas con el mundo, si éstas existen, independientemente de si
las perciben o no, o independientemente de cómo las perciben, es verdadero
también que su forma de actuar, cualquiera que sea, es, en gran parte, en
función de la forma como se perciben en el mundo.
Una vez más se vuelven antagónicas las dos
concepciones y las dos prácticas que estamos analizando. La “bancaria”, por
razones obvias, insiste en mantener ocultas ciertas razones que explican la
manera como están siendo los hombres en el mundo y, para esto, mitifican la
realidad. La problematizadora, comprometida con la liberación, se empeña en la
desmitificación. Por ello, la primera niega el diálogo en tanto que la segunda
tiene en él la relación indispensable con el acto cognoscente, descubridor de
la realidad.
La primera es “asistencial”, la segunda es crítica; la
primera, en la medida en que sirve a la dominación, inhibe el acto creador y,
aunque no puede matar la intencionalidad de la conciencia como un desprenderse
hacia el mundo, la “domestica” negando a los hombres en su vocación ontológica
e histórica de humanizarse. La segunda, en la medida en que sirve a la
liberación, se asienta en el acto creador y estimula la reflexión y la acción
verdaderas de los hombres sobre la realidad, responde a su vocación como seres
que no pueden autenticarse al margen de la búsqueda y de la transformación
creadora.
La concepción y la práctica “bancarias” terminan por
desconocer a los hombres como seres históricos, en tanto que la
problematizadora parte, precisamente, del carácter histórico y de la
historicidad de los hombres.
Es por esto por lo que los reconoce como seres que
están siendo, como seres inacabados, inconclusos, en y con una realidad que
siendo historia es también tan inacabada como ellos.
Los hombres, diferentes de los otros animales, que son
sólo inacabados mas no históricos, se saben inacabados. Tienen conciencia de su
inconclusión.
Así se encuentra la raíz de la educación misma, como
manifestación exclusivamente humana. Vale decir, en la inconclusión de los
hombres y en la conciencia que de ella tienen. De ahí que sea la educación un
quehacer permanente. Permanente en razón de la inconclusión de los hombres y
del devenir de la realidad.
De esta manera, la educación se rehace constantemente
en la praxis. Para ser, tiene que estar siendo.
Su “duración” como proceso, en el sentido bergsoniano
del término, radica en el juego de los contrarios permanencia-cambio.
En tanto la concepción “bancaria recalca la
permanencia, la concepción problematizadora refuerza el cambio. De este modo,
la práctica “bancaria”, al implicar la inmovilidad a que hicimos referencia, se
hace reaccionaria, en tanto que la concepción problematizadora, al no aceptar
un presente bien comportado no acepta tampoco un futuro preestablecido, y
enraizándose en el presente dinámico, se hace revolucionaria.
La educación problematizadora no es una fijación
reaccionaria, es futuro revolucionario. De ahí que sea profética y, como tal,
esperanzada.[12]
De ahí que corresponda a la condición de los hombres como seres históricos y a
su historicidad. De ahí que se identifique con ellos como seres más allá de sí
mismos; como “proyectos”; como seres que caminan hacia adelante, que miran al
frente; como seres a quienes la inmovilidad amenaza de muerte; para quienes el
mirar hacia atrás no debe ser una forma nostálgica de querer volver sino una
mejor manera de conocer lo que está siendo, para construir mejor el futuro. De
ahí que se identifique con el movimiento permanente en que se encuentran
inscritos los hombres, como seres que se saben inconclusos; movimiento que es
histórico y que tiene su punto de partida, su sujeto y su objetivo.
El punto de partida de dicho movimiento radica en los
hombres mismos. Sin embargo, como no hay hombres sin mundo, sin realidad, el
movimiento parte de las relaciones hombre-mundo. De ahí que este punto de
partida esté siempre en los hombres, en su aquí, en su ahora, que constituyen
la situación en que se encuentran ora inmersos, ora emersos, ora insertos.
Solamente a partir de esta situación, que les
determina la propia percepción que de ella están teniendo, pueden moverse los
hombres.
Y para hacerlo, auténticamente incluso, es necesario
que la situación en que se encuentran no aparezca como algo fatal e
intrasponible sino como una situación desafiadora, que sólo los limita.
En tanto la práctica “bancaria”, por todo lo que de
ella dijimos, subraya, directa o indirectamente, la percepción fatalista que
están teniendo los hombres de su situación, la práctica problematizadora, al
contrario, propone a los hombres su situación como problema. Les propone su
situación como incidencia de su acto cognoscente, a través del cual será
posible la superación de la percepción mágica o ingenua que de ella tengan. La
percepción ingenua o mágica de la realidad, de la cual resultaba la postura
fatalista, cede paso a una percepción capaz de percibirse. Y dado que es capaz
de percibirse, al tiempo que percibe la realidad que le parecería en sí
inexorable, es capaz de objetivarla.
De esta manera, profundizando la toma de conciencia de
la situación, los hombres se “apropian” de ella como realidad histórica y, como
tal, capaz de ser transformada por ellos.
El fatalismo cede lugar, entonces, al ímpetu de
transformación y de búsqueda, del cual los hombres se sienten sujetos.
Violencia sería, como de hecho lo es, que los hombres,
seres históricos y necesariamente insertos en un movimiento de búsqueda con
otros hombres, no fuesen el sujeto de su propio movimiento.
Es por esto mismo por lo que, cualquiera que sea la
situación en la cual algunos hombres prohíban a otros que sean sujetos de su
búsqueda, se instaura como una situación violenta. No importan los medios
utilizados para esta prohibición. Hacerlos objetos es enajenarlos de sus
decisiones, que son transferidas a otro u otros.
Sin embargo, este movimiento de búsqueda sólo se
justifica en la medida en que se dirige al ser más, a la humanización de los
hombres. Y ésta, como afirmamos en el primer capítulo, es su vocación
histórica, contradicha por la deshumanización que, al no ser vocación, es
viabilidad comprobable en la historia. Así, en tanto viabilidad, debe aparecer
ante los hombres como desafío y no como freno al acto de buscar.
Por otra parte, esta búsqueda del ser más no puede
realizarse en el aislamiento, en el individualismo, sino en la comunión, en la
solidaridad de los que existen y de ahí que sea imposible que se dé en las
relaciones antagónicas entre opresores y oprimidos.
Nadie puede ser auténticamente, prohibiendo que los
otros sean. Esta es una exigencia radical. La búsqueda del ser más a través del
individualismo conduce al egoísta tener más, una forma de ser menos. No es que
no sea fundamental —repetimos— tener para ser. Precisamente porque lo es, no
puede el tener de algunos convenirse en la obstaculización al tener de los
demás, robusteciendo así el poder de los primeros, con el cual aplastan a los
segundos, dada su escasez de poder.
Para la práctica “bancaria” lo fundamental es, en la
mejor de las hipótesis, suavizar esta situación manteniendo sin embargo las
conciencias inmersas en ella. Para la educación problematizadora, en tanto
quehacer humanista y liberador, la importancia radica en que los hombres
sometidos a la dominación luchen por su emancipación.
Es por esto por lo que esta educación, en la que
educadores y educandos se hacen sujetos de su proceso, superando el
intelectualismo alienante, superando el autoritarismo del educador “bancario”, supera
también la falsa conciencia del mundo.
El mundo ahora, ya no es algo sobre lo que se habla
con falsas palabras, sino el mediatizador de los sujetos de la educación, la
incidencia de la acción transformadora de los hombres, de la cual resulta su
humanización.
Esta es la razón por la cual la concepción
problematizadora de la educación no puede servir al opresor.
Ningún “orden” opresor soportaría el que los oprimidos
empezasen a decir: “¿Por qué?”
Si esta educación sólo puede ser realizada, en términos
sistemáticos, por la sociedad que hizo la revolución, esto no significa que el
liderazgo revolucionario espere llegar al poder para aplicarla.
En el proceso revolucionario, el liderazgo no puede
ser “bancario”, para después dejar de serlo.[13]
[1] Podrá decirse que casos como éstos ya no ocurren en
las escuelas actuales. Si bien estos realmente no ocurren, continúa el carácter
preponderantemente narrativo que estamos criticando.
[3] Nos hacemos esta afirmación ingenuamente. Ya hemos
declarado que la educación refleja la estructura de poder y de ahí la dificultad
que tiene el educador dialógico para actuar coherentemente en estructura que
niega el diálogo. Algo fundamental puede ser hecho sin embargo: dialogar sobre
la negación del propio diálogo.
[4] La concepción del saber de la concepción “bancaria”
es, en el fondo. lo que Sartre (el hombre y las cosas) llamaría concepción
“digestiva” o “alimenticia” del saber. Este es como si fuese el “alimento” que
el educador va introduciendo en los educandos, en una especie de tratamiento de
engorda...
[5] Existen profesores que, al elaborar una bibliografía,
determinan la lectura de un libro señalando su desarrollo entre páginas
determinadas, pretendiendo con esto ayudar a los alumnos...
[9] La reflexión de la conciencia sobre sí misma es algo
tan evidente y sorprendente como la intencionalidad. Yo me digo a mí mismo, soy
uno y doble. No soy un ente que existe como una cosa, sino que soy escisión,
objeto para mí mismo. Karl Jaspers, Filosofía, vol. I, Ed. de la
Universidad de Puerto Rico, Revista de Occidente. Madrid, 1958. p. 6.
[11] Edmund Husserl, Notas relativas
a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Fondo de Cultura
Económica, México, 1962, p. 79.
[12] En un ensayo reciente, aún no publicado, Cultural
action for fredom, discutimos con mayor profundidad el sentido profético y
esperanzado de la educación o acción cultural problematizadora. Profecía y
esperanza que resultan del carácter utópico de tal forma de acción, tornándose
la utopía en la unidad inquebrantable entre la denuncia y el anuncio. Denuncia
de una realidad deshumanizante y anuncio de una realidad una en que los hombres
pueden SER MÁS. Anuncio y denuncia no son, sin embargo, palabras vacías sino
compromiso histórico.
[13] En el capítulo IV analizaremos detenidamente este
aspecto, al discutir las teorías dialógica y antidialógica de la acción.
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