PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO. CAPITULO 1.
PAULO FREIRE
Reconocemos la amplitud del tema que nos proponemos
tratar en este ensayo, con lo cual pretendemos, en cierto sentido, profundizar
algunos de los puntos discutidos en nuestro trabajo anterior La educación
como práctica de la libertad[1].
De ahí que lo consideremos como una mera introducción, como simple
aproximación al asunto que nos parece de importancia fundamental.
Una vez más los hombres, desafiados por la
dramaticidad de la hora actual, se proponen a sí mismos como problema.
Descubren qué poco saben de sí, de su “puesto en el cosmos”, y se preocupan por
saber más. Por lo demás, en el reconocimiento de su poco saber de sí radica una
de las razones de esa búsqueda. Instalándose en el trágico descubrimiento de su
poco saber de sí, hacen de sí mismos un problema. Indagan. Responden y sus
respuestas los conducen a nuevas preguntas.
El problema de su humanización, a pesar de haber sido
siempre, desde un punto de vista axiológico, su problema central, asume hoy el
carácter de preocupación ineludible.[2]
Comprobar esta preocupación implica reconocer la
deshumanización no sólo como viabilidad ontológica, sino como realidad
histórica. Es también y quizás básicamente, que a partir ele esta comprobación
dolo-rosa, los hombres se preguntan sobre la otra viabilidad — la de su
humanización. Ambas, en la raíz de su inconclusión, se inscriben en un
permanente movimiento de búsqueda. Humanización y deshumanización, dentro de la
historia, en un contexto real, concreto, objetivo, son posibilidades de los
hombres como seres inconclusos y conscientes de su inconclusión.
Sin embargo, si ambas son posibilidades, nos parece
que sólo la primera responde a lo que denominamos “vocación de los hombres”.
Vocación negada, más afirmada también en la propia negación. Vocación negada en
la injusticia, en la explotación, en la opresión, en la violencia de los
opresores. Afirmada en el ansia de libertad, de justicia, de lucha de los
oprimidos por la recuperación de su humanidad despojada.
La deshumanización, que no se verifica sólo en
aquellos que fueron despojados de su humanidad sino también, aunque de manera
diferente, en los que a ellos despojan, es distorsión de la vocación de SER MÁS.
Es distorsión posible en la historia pero no es vocación histórica.[3]
La violencia de los opresores, deshumanizándolos
también, no instaura otra vocación, aquella de ser menos. Como distorsión del
ser más, el ser menos conduce a los oprimidos, tarde o temprano, a luchar
contra quien los minimizó. Lucha que sólo tiene sentido cuando los oprimidos,
en la búsqueda por la recuperación de su humanidad, que deviene una forma de
crearla, no se sienten idealistamente opresores de los opresores, ni se
transforman, de hecho, en opresores de los opresores sino en restauradores de
la humanidad de ambos. Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los
oprimidos: liberarse a si mismos y liberar a los opresores. Estos, que oprimen,
explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la
fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Sólo el poder que
renace de la debilidad de los oprimidos será lo suficientemente fuerte para
liberar a ambos. Es por esto por lo que el poder de los opresores, cuando
pretende suavizarse ante la debilidad de los oprimidos, no sólo se expresa,
casi siempre, en una falsa generosidad, sino que jamás la sobrepasa. Los
opresores, falsamente generosos, tienen necesidad de que la situación de
injusticia permanezca a fin de que su “generosidad” continúe teniendo la
posibilidad de realizarse. El “orden” social injusto es la fuente generadora, permanente,
de esta “generosidad” que se nutre de la muerte, del desaliento y de la
miseria.
De ahí la desesperación de esta generosidad ante
cualquier amenaza que atente contra su fuente. Jamás puede entender este tipo
de “generosidad” que la verdadera generosidad radica en la lucha por la desaparición
de las razones que alimenta el falso amor. La falsa caridad, de la cual resulta
la mano extendida del “abandonado de la vida”, miedoso e inseguro, aplastado y
vencido. Mano extendida y trémula de los desharrapados del mundo, de los
“condenados de la tierra”. La gran generosidad sólo se entiende en la lucha para
que estas manos, sean de hombres o de pueblos, se extiendan cada vez menos en
gestos de súplica. Súplica de humildes a poderosos. Y se vayan haciendo así
cada vez más manos humanas que trabajen y transformen el mundo. Esta enseñanza
y este aprendizaje tienen que partir, sin embargo, de los “condenados de la
tierra”, de los oprimidos, de los desharrapados del mundo y de los que con
ellos realmente se solidaricen. Luchando por la restauración de su humanidad,
estarán, sean hombres o pueblos, intentando la restauración de la verdadera
generosidad.
¿Quién mejor que los oprimidos se encontrará preparado
para entender el significado terrible de una sociedad opresora?
¿Quién sentirá mejor que ellos los efectos de la
opresión? ¿Quién más que ellos para ir comprendiendo la necesidad de la
liberación? Liberación a la que no llegarán por casualidad, sino por la praxis
de su búsqueda; por el conocimiento y reconocimiento de la necesidad de luchar
por ella. Lucha que, por la finalidad que le darán los oprimidos, será un acto
de amor, con el cual se opondrán al desamor contenido en la violencia de los
opresores, incluso cuando ésta se revista de la falsa generosidad a que nos
hemos referido.
Nuestra preocupación, en este trabajo, es sólo
presentar algunos aspectos de lo que nos parece constituye lo que venimos
llamando “la pedagogía del oprimido”, aquella que debe ser elaborada con él y
no para él, en tanto hombres o pueblos en la lucha permanente de recuperación
de su humanidad. Pedagogía que haga de la opresión y sus causas el objeto de
reflexión de los oprimidos, de lo que resultará el compromiso necesario para su
lucha por la liberación, en la cual esta pedagogía se hará y rehará.
El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos,
como seres duales, inauténticos, que “alojan” al opresor en sí, participar de
la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que
descubran que “alojan” al opresor podrán contribuir a la construcción de su
pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y
parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del
oprimido, que no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para
este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los
opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización.
Sin embargo, hay algo que es necesario considerar en
este descubrimiento, que está directamente ligado a la pedagogía liberadora. Es
que, casi siempre, en un primer momento de este descubrimiento, los oprimidos,
en vez de buscar la liberación en la lucha y a través de ella, tienden a ser
opresores también o subopresores. La estructura de su pensamiento se encuentra
condicionada por la contradicción vivida en la situación concreta, existencial,
en que se forman. Su ideal es, realmente, ser hombres, pero para ellos, ser
hombres, en la contradicción en que siempre estuvieron y cuya superación no
tienen clara, equivale a ser opresores. Estos son sus testimonios de humanidad.
Esto deriva, tal como analizaremos más adelante con
más amplitud, del hecho de que, en cierto momento de su experiencia
existencial, los oprimidos asumen una postura que llamamos de “adherencia” al
opresor. En estas circunstancias, no llegan a “ad-mirarlo”, lo que los llevaría
a objetivarlo, a descubrirlo fuera de sí.
Al hacer esta afirmación, no queremos decir que los oprimidos,
en este caso, no se sepan oprimidos. Su conocimiento de sí mismos, como
oprimidos, sin embargo, se encuentra perjudicado por su inmersión en la
realidad opresora. “Reconocerse”, en antagonismo al opresor, en aquella forma,
no significa aún luchar por la superación de la contradicción. De ahí esta casi
aberración: uno de los polos de la contradicción pretende, en vez de la liberación,
la identificación con su contrario.
En ente caso, el “hombre nuevo” para los oprimidos no
es el hombre que debe nacer con la superación de la contradicción, con la
transformación de la antigua situación, concretamente opresora, que cede su
lugar a una nueva, la de la liberación. Para ellos, el hombre nuevo son ellos mismos,
transformándose en opresores de otros. Su visión del hombre nuevo es una visión
individualista. Su adherencia al opresor no les posibilita la conciencia de si como
personas, ni su conciencia como clase oprimida.
En un caso específico, quieren la reforma agraria, no
para liberarse, sino para poseer tierras y, con éstas, transformarse en
propietarios o, en forma más precisa, en patrones de nuevos empleados.
Son raros los casos de campesinos que, al ser
“promovidos” a capataces, no se transformen en opresores, más rudos con sus
antiguos compañeros que el mismo patrón. Podría decirse —y con razón— que esto se
debe al hecho de que la situación concreta, vigente, de opresión, no fue
transformada. Y que, en esta hipótesis, el capataz, a fin de asegurar su
puesto, debe encarnar, con más dureza aún, la dureza del patrón. Tal afirmación
no niega la nuestra —la de que, en estas circunstancias, los oprimidos tienen
en el opresor su testimonio de “hombre”.
Incluso las revoluciones, que transforman la situación
concreta de opresión en una nueva en que la liberación se instaura como
proceso, enfrentan esta manifestación de la conciencia oprimida. Muchos de los
oprimidos que, directa o indirectamente, participaron de la revolución,
marcados por los viejos mitos de la estructura anterior, pretenden hacer de la
revolución su revolución privada. Perdura en ellos, en cierta manera, la sombra
testimonial del antiguo opresor. Este continúa siendo su testimonio de
“humanidad”.
El “miedo a la libertad[4], del
cual se hacen objeto los oprimidos, miedo a la libertad que tanto puede
conducirlos a pretender ser opresores también, cuanto puede mantenerlos atados
al status del oprimido, es otro aspecto que merece igualmente nuestra
reflexión.
Uno de los elementos básicos en la mediación
opresores-oprimidos es la prescripción. Toda prescripción es la
imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante
de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos
denominado como conciencia que “aloja” la conciencia opresora. Por esto, el
comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma en
base a pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores.
Los oprimidos, que introyectando la “sombra” de los
opresores siguen sus pautas, temen a la libertad, en la medida en que ésta,
implicando la expulsión de la “sombra”, exigiría de ellos que “llenaran” el
“vacío” dejado por la expulsión con “contenido” diferente: el de su autonomía.
El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una
conquista y no una donación, exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo
existe en el acto responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad
para ser libre, sino que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Ésta
tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, al cual, inclusive, se alienan.
No es idea que se haga mito, sino condición indispensable al movimiento de
búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos.
De ahí la necesidad que se impone de superar la
situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de la razón de
esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que
incida sobre la realidad, la instauración de una situación diferente, que
posibilite la búsqueda del ser más.
Sin embargo, en el momento en que se inicie la
auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la
antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora
genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes
oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se
encuentran deshumanizados por el sólo hecho de oprimir, sino de los segundos,
los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.
Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el
propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto
no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la
medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que
la usan para oprimir, esgrimiéndose como sus “propietarios” exclusivos, sino
para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones.
Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse
perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de
otros anhelos.
En tanto marcados por su miedo a la libertad, se
niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho
a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica,
prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión
creadora a que la libertad conduce.
Sufren una dualidad que se instala en la
“interioridad” de su ser. Descubren que, al no ser libres, no llegan a ser
auténticamente. Quieren ser, mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el
otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre
ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde “dentro” de
sí. Entre desalienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o
tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la
ilusión de que actúan en la acción de los opresores. Entre decir la palabra o
no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de
transformar el mundo.
Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que
su pedagogía debe enfrentar.
Por esto, la liberación es un parto. Es un parto
doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es
viable en y por la superación de la contradicción opresores-oprimidos que, en
última instancia, es la liberación de todos.
La superación de la contradicción es el parto que trae
al mundo a este hombre nuevo; ni opresor ni oprimido, sino un hombre
liberándose.
Liberación que no puede darse sin embargo en términos
meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha por
la liberación, no conciban la realidad concreta de la opresión como una especie
de “mundo cerrado” (en el cual se genera su miedo a la libertad) del cual no
pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que ellos pueden
transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite que la
realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su
acción liberadora.
Vale decir que el reconocerse limitados por la
situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso “ser para
si”, es el opresor, no significa aún haber logrado la liberación. Corno
contradicción del opresor, que en ellos tiene su verdad, como señalara Hegel,
solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de
reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse.[5]
No basta saberse EN una relación dialéctica con el
opresor —su contrario antagónico— descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el
opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados.
Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la
praxis liberadora.
Lo mismo se puede decir o afirmar en relación con el
opresor, considerado individualmente, como persona. Descubrirse en la posición
del opresor aunque ello signifique sufrimiento no equivale aún a solidarizarse
con los oprimidos. Solidarizarse con éstos es algo más que prestar asistencia a
30 o a 100, manteniéndolos atados a la misma posición de dependencia.
Solidarizarse no es tener conciencia de que explota y “racionalizar” su culpa
paternalistamente. La solidaridad, que exige de quien se solidariza que “asuma”
la situación de aquel con quien se solidarizó, es una actitud radical.
Si lo que caracteriza a los oprimidos, como “conciencia
servil”, en relación con la conciencia del señor, es hacerse “objeto”, es transformarse,
como señala Hegel, en “conciencia para otro'',[6] la
verdadera solidaridad con ellos está en luchar con ellos para la transformación
de la realidad objetiva que los hace “ser para otro”.
El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando
su gesto deja de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual; y
pasa a ser un acto de amor hacia aquéllos; cuando, para él, los oprimidos dejan
de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en
una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en
su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma. Sólo en la plenitud
de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la
solidaridad verdadera.
Decir que los hombres son personas, y como personas
son libres, y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea
objetiva, es una farsa.
Del mismo modo que en una situación concreta —la de la
opresión— se instaura la contradicción opresor-oprimidos, la superación de esta
contradicción sólo puede verificarse objetivamente.
De ahí esta exigencia radical (tanto para el opresor
que se descubre como tal, como para los oprimidos que, reconociéndose como
contradicción de aquél, descubren el mundo de la opresión y perciben los mitos
que lo alimentan) de transformación de la situación concreta que genera la
opresión.
Nos parece muy claro, no sólo aquí sino en otros
momentos del ensayo, que al presentar esta exigencia radical —la de la transformación
objetiva de la situación opresora— combatiendo un inmovilismo subjetivista que
transformase el tener conciencia de la opresión en una especie de espera
paciente del día en que ésta desaparecería por sí misma, no estamos negando el
papel de la subjetividad en la lucha por la modificación de las estructuras.
No se puede pensar en objetividad sin subjetividad. No
existe la una sin la otra, y ambas no pueden ser dicotomizadas.
La objetividad dicotomizada de la subjetividad, la
negación de ésta en el análisis de la realidad o en la acción sobre ella, es objetivismo.
De la misma forma, la negación de la objetividad, en el análisis como en la
acción, por conducir al subjetivismo que se extiende en posiciones solipsistas,
niega la acción misma, al negar la realidad objetiva, desde el momento en que
ésta pasa a ser creación de la conciencia. Ni objetivismo, ni subjetivismo o
psicologismo, sino subjetividad y objetividad en permanente dialecticidad.
Confundir subjetividad con subjetivismo, con
psicologismo, y negar la importancia que tiene en el proceso de transformación
del mundo, de la historia, es caer en un simplismo ingenuo. Equivale a admitir
lo imposible: un mundo sin hombres, tal como la otra ingenuidad, la del
subjetivismo, que implica a los hombres sin mundo.
No existen los unos sin el otro, mas ambos en
permanente interacción.
En Marx, como en ningún pensador crítico, realista,
jamás se encontrará esta dicotomía. Lo que Marx criticó y científicamente
destruyó, no fue la subjetividad sino el subjetivismo, el psicologismo.
La realidad social, objetiva, que no existe por
casualidad sino como el producto de la acción de los hombres, tampoco se
transforma por casualidad. Si los hombres son los productores de esta realidad
y si ésta, en la “inversión de la praxis”, se vuelve sobre ellos y los
condiciona, transformar la realidad opresora es tarea histórica, es la tarea de
los hombres.
Al hacerse opresora, la realidad implica la existencia
de los que oprimen y de los que son oprimidos. Estos, a quienes cabe realmente
luchar por su liberación junto con los que con ellos verdaderamente se
solidarizan, necesitan ganar la conciencia critica de la opresión, en la praxis
de esta búsqueda.
Este es uno de los problemas más graves que se oponen
a la liberación. Es que la realidad opresora, al constituirse casi como
un mecanismo de absorción de los que en ella se encuentran, funciona como una
fuerza de inmersión de las conciencias.[7]
En este sentido, esta realidad, en sí misma, es
funcionalmente domesticadora. Liberarse de su fuerza exige, indiscutiblemente,
la emersión de ella, la vuelta sobre ella. Es por esto por lo que sólo es
posible hacerlo a través de la praxis auténtica; que no es ni activismo ni
verbalismo sino acción y reflexión.
“Hay que hacer la opresión real todavía más opresiva,
añadiendo a aquélla la conciencia de la opresión, haciendo la
infamia todavía más infamante, al pregonarla.”[8]
Este hacer “la opresión real aún más opresora,
acrecentándole la conciencia de la opresión”, a que Marx se refiere,
corresponde a la relación dialéctica subjetividad-objetividad. Sólo en su
solidaridad, en que lo subjetivo constituye con lo objetivo una unidad
dialéctica, es posible la praxis auténtica.
Praxis que es reflexión y acción de los hombres sobre
el mundo para transformarlo. Sin ella es imposible la superación de la
contradicción opresor-oprimido.
De este modo, la superación de ésta exige la inserción
crítica de los oprimidos en la realidad opresora con la cual objetivándola
actúen simultáneamente sobre ella.
Es por esto por lo que inserción crítica y acción ya
son la misma cosa. Es por esto también por lo que el mero reconocimiento de una
realidad que no conduzca a esta inserción crítica —la cual ya es acción— no
conduce a ninguna transformación de la realidad objetiva, precisamente porque
no es reconocimiento verdadero.
Este es el caso de un “reconocimiento” de carácter
puramente subjetivista, que es ante todo el resultado de la arbitrariedad del
subjetivista, el cual, huyendo de la realidad objetiva, crea una falsa realidad
en si mismo. Y no es posible transformar la realidad concreta en la realidad
imaginaria.
Es lo que ocurre, igualmente, cuando la modificación
de la realidad objetiva hiere los intereses individuales o de clase de quien
hace el reconocimiento.
En el primer caso, no se verifica inserción crítica en
la realidad, ya que ésta es ficticia, y tampoco en el segundo, ya que la
inserción contradiría los intereses de clase del reconocedor.
La tendencia de éste es, entonces, comportarse
“neuróticamente”. El hecho existe, mas cuanto de él resulte puede serle
adverso.
De ahí que sea necesario, en una indiscutible
“racionalización”, no necesariamente negarlo sino visualizarlo en forma
diferente. La “racionalización”, como un mecanismo de defensa, termina por
identificarse con el subjetivismo.
Al no negar el hecho, sino distorsionar sus verdades,
la racionalización “quita” las bases objetivas del mismo. El hecho deja de ser
él concretamente, y pasa a ser un mito creado para la defensa de la clase de
quien hace el reconocimiento, que así se torna un reconocimiento falso. Así,
una vez más, es imposible la “inserción crítica”. Ésta sólo se hace posible en
la dialecticidad objetividad-subjetividad.
He aquí una de las razones de la prohibición, de las
dificultades —como veremos en el último capitulo de este ensayo— para que las
masas populares lleguen a insertarse críticamente en la realidad.
Es que el opresor sabe muy bien que esta “inserción
crítica” de las masas oprimidas, en la realidad opresora, en nada puede
interesarle. Lo que sí le interesa es la permanencia de ellas en su estado de
inmersión, en el cual, de modo general, se encuentran impotentes frente a la
realidad opresora, como situación limite que aparece como intransponible.
Es interesante observar la advertencia que hace Lukács[9],
al partido revolucionario sobre que “...debe, para emplear las palabras de
Marx, explicar a las masas su propia acción, no sólo con el fin de asegurar la
continuidad de las experiencias revolucionarias del proletariado, sino también
de activar conscientemente el desarrollo posterior de estas experiencias”.
Al afirmar esta necesidad, Lukács indudablemente
plantea la cuestión de la “inserción crítica” a que nos referíamos.
“Explicar a las masas su propia acción” es aclarar e
iluminar la acción, por un lado, en lo que se refiere a su relación con los
datos objetivos que le provocan y, por otro, en lo que dice respecto a las
finalidades de la propia acción.
Cuanto más descubren, las masas populares, la realidad
objetiva y desafiadora sobre la cual debe incidir su acción transformadora,
tanto más se “insertan” en ella críticamente.
De este modo, estarán activando “conscientemente el
desarrollo posterior” de sus experiencias.
En un pensar dialéctico, acción y mundo, mundo y
acción se encuentran en una íntima relación de solidaridad. Aún más, la acción
sólo es humana cuando, más que un mero hacer, es un quehacer, vale decir,
cuando no se dicotomiza de la reflexión. Esta última, necesaria a la acción,
está implícita en la exigencia que plantea Lukács sobre la “explicación a las
masas de su propia acción, como se encuentra implícita también en la finalidad
que él da a esa explicación —la de “activar conscientemente el
desarrollo posterior de la experiencia”.
Para nosotros, sin embargo, el problema no radica
solamente en explicar a las masas sino en dialogar con ellas sobre su acción.
De cualquier forma, el deber que Lukács reconoce al partido revolucionario de
“explicar a las masas su acción” coincide con la exigencia que planteamos sobre
la inserción crítica de las masas en su realidad, a través de la praxis, por el
hecho de que ninguna realidad se transforma a sí misma.[10]
La pedagogía del oprimido que, en el fondo, es la
pedagogía de los hombres que se empeñan en la lucha por su liberación, tiene
sus raíces allí. Y debe tener, en los propios oprimidos que se saben o empiezan
a conocerse críticamente como oprimidos, uno de sus sujetos.
Ninguna pedagogía realmente liberadora puede
mantenerse distante de los oprimidos, vale decir, hacer de ellos seres
desdichados, objetos de un tratamiento humanitarista, para intentar, a través
de ejemplos sacados de entre los opresores, la elaboración de modelos para su
“promoción”. Los oprimidos han de ser el ejemplo de sí mismos, en la lucha por
su redención.
La pedagogía del oprimido, que busca la restauración
de la intersubjetividad, aparece como la pedagogía del hombre. Sólo ella,
animada por una auténtica generosidad, humanista y no “humanitarista”, puede
alcanzar este objetivo. Por el contrario, la pedagogía que, partiendo de los
intereses egoístas de los opresores, egoísmo camuflado de falsa generosidad,
hace de los oprimidos objeto de su humanitarismo, mantiene y encarna la propia
opresión. Es el instrumento de la deshumanización.
Esta es la razón por la cual, como ya afirmamos con
anterioridad, esta pedagogía no puede ser elaborada ni practicada por los
opresores.
Sería una contradicción si los opresores no sólo
defendiesen sino practicasen una educación liberadora.
Sin embargo, si la práctica de esta educación implica
el poder político y si los oprimidos no lo tienen, ¿cómo realizar, entonces, la
pedagogía del oprimido antes de la revolución?
Esta es, sin duda, una indagación altamente
importante, cuya respuesta parece encontrarse relativamente clara en el último
capítulo de este ensayo.
Aunque no queremos anticiparnos a él, podemos afirmar
que un primer aspecto de esta indagación radica en la distinción que debe
hacerse entre la educación sistemática, que sólo puede transformarse con
el poder, y los trabajos educativos que deben ser realizados con los
oprimidos, en el proceso de su organización.
La pedagogía del oprimido, como pedagogía humanista y
liberadora, tendrá, pues, dos momentos distintos aunque interrelacionados. El
primero, en el cual los oprimidos van descubriendo el mundo de la opresión y se
van comprometiendo, en la praxis, con su transformación y, el segundo, en que
una vez transformada la realidad opresora, esta pedagogía deja de ser del oprimido
y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación.
En cualquiera de estos momentos, será siempre la
acción profunda a través de la cual se enfrentará, culturalmente, la cultura de
la dominación.[11]”
En el primer momento, mediante el cambio de percepción del mundo opresor por
parte de los oprimidos y, en el segundo, por la expulsión de los mitos creados
y desarrollados en la estructura opresora, que se mantienen como aspectos
míticos, en la nueva estructura que surge de la transformación revolucionaria.
En el primer momento, el de la pedagogía del oprimido,
objeto de análisis de este capítulo, nos enfrentamos al problema de la
conciencia oprimida como al de la conciencia opresora —el de los hombres
opresores y de los hombres oprimidos en una situación concreta de opresión.
Frente al problema de su comportamiento, de su visión del mundo, de su ética.
Frente a la dualidad de los oprimidos. Y debemos encararlos así, como seres
duales, contradictorios, divididos. La situación de opresión, de violencia en
que éstos se “conforman”, en la cual “realiza,” su existencia, los constituye
en esta dualidad.
Toda situación en que, en las relaciones objetivas
entre A y B, A explote a B, A obstaculice a B en su búsqueda de afirmación como
persona, como sujeto, es opresora. Tal situación, al implicar la obstrucción de
esta búsqueda es, en si misma, violenta. Es una violencia al margen de que
muchas veces aparece azucarada por la falsa generosidad a que nos referíamos
con anterioridad, ya que hiere la vocación ontológica e histórica de los
hombres: la de ser más.
Una vez establecida la relación opresora, está
instaurada la violencia. De ahí que ésta, en la historia, jamás haya sido
iniciada por los oprimidos. ¿Cómo podrían lar oprimidos iniciar la violencia,
si ellos son el resultado de una violencia? ¿Cómo podrían ser los promotores de
algo que al instaurarse objetivamente los constituye?
No existirían oprimidos si no existiera una relación
de violencia que los conforme como violentados, en una situación objetiva de
opresión.
Son los que oprimen, quienes instauran la violencia;
aquellos que explotan, los que no reconocen en los otros y no los oprimidos,
los explotados, los que no son reconocidos como otro por quienes los
oprimen.
Quienes instauran el terror no son los débiles, no son
aquellos que a él se encuentran sometidos sino los violentos, quienes, con su
poder, crean la situación concreta en la que se generan los “abandonados de la
vida”, los desharrapados del mundo.
Quien instaura la tiranía no son los tiranizados, sino
los tiranos.
Quien instaura el odio no son los odiados sino los que
odian primero.
Quien instaura la negación de los hombres no son
aquellos que fueron despojados de su humanidad sino aquellos que se la negaron,
negando también la suya.
Quien instaura la fuerza no son los que enflaquecieron
bajo la robustez de los fuertes sino los fuertes que los debilitaron.
Sin embargo, para los opresores, en la hipocresía de
su falsa “generosidad”, son siempre los oprimidos —a los que, obviamente, jamás
dominan como tales sino, conforme se sitúen, interna o externamente, denominan
“esa gente” o “esa masa ciega y envidiosa”, o “salvajes”, o “nativos” o
“subversivos”—, son siempre los oprimidos, los que desaman. Son siempre ellos
los “violentos”, los “bárbaros”, los “malvados”, los “feroces”, cuando
reaccionan contra la violencia de los opresores.
En verdad, por paradójico que pueda parecer, es en la
respuesta de los oprimidos a la violencia de los opresores donde encontraremos
el gesto de amor.
Consciente o inconscientemente el acto de rebelión de
los oprimidos, que siempre es tan o casi tan violento cuanto la violencia que
los genera, este acto de los oprimidos si puede instaurar el amor.
Mientras la violencia de los opresores hace de los
oprimidos hombres a quienes se les prohíbe ser, la respuesta de éstos a
la violencia de aquéllos se encuentra infundida del anhelo de búsqueda del
derecho de ser.
Los opresores, violentando y prohibiendo que los otros
sean, no pueden a su vez ser; los oprimidos, luchando por ser, al retirarles el
poder de oprimir y de aplastar, les restauran la humanidad que hablan perdido
en el uso de la opresión.
Es por esto por lo que sólo los oprimidos,
liberándose, pueden liberar a los opresores. Éstos, en tanto clase que oprime,
no pueden liberar, ni liberarse.
Lo importante, por esto mismo, es que la lucha de los
oprimidos se haga para superar la contradicción en que se encuentran; que esta
superación sea el surgimiento del hombre nuevo, no ya opresor, no ya oprimido
sino hombre liberándose. Precisamente porque si su lucha se da en el sentido de
hacerse hombres, hombres que estaban siendo despojados de su capacidad de ser,
no lo conseguirán si sólo invierten los términos de la contradicción. Esto es,
si sólo cambian de lugar los polos de la contradicción.
Esta afirmación, que puede parecer ingenua, en
realidad no lo es.
Reconocemos que, en la superación de la contradicción
opresores-oprimidos, que sólo puede ser intentada y realizada por éstos, está
implícita la desaparición de los primeros, en tanto clase que oprime. Los
frenos que los antiguos oprimidos deben imponer a los antiguos opresores para
que no vuelvan a oprimir no significan la inversión de la opresión. La opresión,
sólo existe cuando se constituye como un acto prohibitivo al ser más de
los hombres. Por esta razón, estos frenos, que son necesarios, no significan, en
sí mismos el que los oprimidos de ayer se encuentren transformados en los
opresores de hoy.
Los oprimidos de ayer, que detienen a los antiguos
opresores en su ansia de oprimir, estarán generando con su acto libertad, en la
medida en que, con él, evitan la vuelta del régimen opresor. Un acto que prohíbe
la restauración de este régimen no puede ser comparado con el que lo crea o lo
mantiene; no puede ser comparado con aquel a través del cual algunos hombres
niegan a las mayorías el derecho de ser.
Por otra parte, en el momento en que el nuevo poder se
plasma como “burocracia”[12] dominadora
se pierde la dimensión humanista de la lucha y ya no puede hablarse de
liberación.
De ahí la afirmación anterior, de que la superación
auténtica de la contradicción opresores-oprimidos no está en el mero cambio de
lugares, ni en el paso de un polo a otro. Más aún: no radica en el hecho de que
los oprimidos de hoy, en nombre de la liberación, pasen a ser los nuevos
opresores.
Lo que ocurre, sin embargo, aun cuando la superación
de la contradicción se haga en términos auténticos, con la instalación de una
nueva situación concreta, de una nueva realidad instaurada por los oprimidos
que se liberan, es que los opresores de ayer no se reconocen en proceso de
liberación. Por el contrario, se sentirán como si realmente estuviesen siendo
oprimidos. Es que para ellos, “formados” en la experiencia de los opresores, todo
lo que no sea su derecho antiguo de oprimir, significa la opresión.
Se sentirán en la nueva situación como oprimidos, ya
que si antes podían comer, vestirse, calzarse, educarse. pasear, escuchar a
Beethoven, mientras millones no comían, no se calzaban, no se vestían, no
estudiaban ni tampoco paseaban, y mucho menos podían escuchar a Beethoven,
cualquier restricción a todo esto, en nombre del derecho de todos, les parece
una profunda violencia a su derecho de vivir. Derecho que, en la situación
anterior, no respetaban en los millones de personas que sufrían y morían de
hambre, de dolor, de tristeza, de desesperanza.
Es que, para los opresores, la persona humana son sólo
ellos. Los otros son “objetos, cosas”. Para ellos, solamente hay un derecho, su
derecho a vivir en paz, frente al derecho de sobrevivir que tal vez ni siquiera
reconocen, sino solamente admiten a los oprimidos. Y esto, porque, en última
instancia, es preciso que los oprimidos existan para que ellos existan y sean
“generosos”.
Esta manera de proceder así, este modo de comprender
al mundo y los hombres (que necesariamente los lleva a reaccionar contra la
instalación de un poder nuevo) se explica, como ya señalamos, en la experiencia
en que se constituyen como clase dominadora.
Ciertamente, una vez instaurada una situación de
violencia, de opresión, ella genera toda una forma de ser y de comportarse de
los que se encuentran envueltos en ella. En los opresores y en los oprimidos.
En unos y en otros, ya que, concretamente empapados en esta situación, reflejan
la opresión que los marca.
En el análisis de la situación concreta, existencial,
de la opresión, no podemos dejar de sorprender su nacimiento en un acto de
violencia que es, instaurado, repetimos, por aquellos que tienen en sus manos
el poder.
Esta violencia, entendida como un proceso, pasa de una
generación de opresores a otra, y ésta se va haciendo heredera de ella y
formándose en su clima general. Clima que crea en el opresor una conciencia
fuertemente posesiva. Posesiva del mundo y de los hombres. La conciencia
opresora no se puede entender, así, al margen de esta posesión, directa,
concreta y material del mundo y de los hombres. De ella, considerada como una
conciencia necrófila, Fromm diría que, sin esta posesión, “perdería el contacto
con el mundo”.[13]
De ahí que la conciencia opresora tienda a transformar
en objeto de su dominio todo aquello que le es cercano. La tierra, los bienes,
la producción, la creación de los hombres, los hombres mismos, el tiempo en que
se encuentran los hombres, todo se reduce a objetos de su dominio.
En esta ansia irrefrenable de posesión, desarrollan en
sí la convicción de que les es posible reducir todo a su poder de compra. De
ahí su concepción estrictamente materialista de la existencia. El dinero es, para
ellos, la medida de todas las cosas. Y el lucro, su objetivo principal.
Es por esto por lo que, para los opresores, el valor
máximo radica en el tener más y cada vez más, a costa, inclusive del
hecho del tener menos o simplemente no tener nada de los oprimidos.
Ser, para ellos, es equivalente a tener y tener como clase poseedora.
En la situación opresora en que se encuentran, como
usufructuarios, no pueden percibir que si tener es condición para ser,
ésta es una condición necesaria a todos los hombres. No pueden percibir que, en
la búsqueda egoísta del tener como clase que tiene, se ahogan en la posesión y
ya no son. Ya no pueden ser.
Por esto mismo, como ya señalamos, su generosidad es
falsa.
Por estas razones, para ellos, la humanización es una
“cosa” que poseen como derecho exclusivo, como atributo heredado. La
humanización les pertenece. La de los otros, aquella de sus contrarios, aparece
como subversión. Humanizar es, naturalmente, subvertir y no ser más, para la
conciencia opresora.
Tener más, en la exclusividad, ya no es un privilegio
deshumanizante e inauténtico de los demás y de si mismos, sino un derecho
inalienable. Derecho que conquistaron con su esfuerzo, con el coraje de correr
riesgos... Si los otros —esos envidiosos— no tienen, es porque son incapaces y
perezosos, a lo que se agrega, todavía, un mal agradecimiento injustificable
frente a sus “gestos de generosidad”. Y dado que los oprimidos son
“malagradecidos y envidiosos”, son siempre vistos como enemigos potenciales a
quienes se debe observar y vigilar.
No podría dejar de ser así. Si la humanización de los
oprimidos es subversión, también lo es su libertad. De ahí la necesidad de
controlarlos constantemente. Y cuanto más se los controle más se los transforma
en “objetos”, en algo que aparece como esencialmente inanimado.
Esta tendencia de la conciencia opresora a inanimar
todo y a todos, que tiene su base en el anhelo de posesión, se identifica,
indiscutiblemente, con la tendencia sádica. “El placer del dominio completo
sobre otra persona (o sobre una criatura animada), señala Fromm, es la esencia
misma del impulso sádico. Otra manera de formular la misma idea es decir que el
fin del sadismo es convertir un hombre en cosa, algo animado en algo
inanimada ya que mediante el control completo y absoluto el vivir pierde una
cualidad esencial de la vida: la libertad.”[14]
El sadismo aparece, así como una de las
características de la conciencia opresora, en su visión necrófila del mundo. Es
por esto por lo que su amor es un amor a la inversa; un amor a la muerte y no a
la vida.
En la medida en que para dominar se esfuerza por
detener la ansiedad de la búsqueda, la inquietud, el poder de creación que
caracteriza la vida, la conciencia opresora mata la vida.
De ahí que los opresores se vayan apropiando, también
cada vez más, de la ciencia como instrumento para sus finalidades. De la
tecnología como fuerza indiscutible de mantenimiento del “orden” opresor, con
el cual manipulan y aplastan.[15]
Los oprimidos, como objetos, como “cosas”, carecen de
finalidades. Sus finalidades son aquellas que les prescriben los opresores.
Frente a todo esto, surge ante nosotros un problema de
innegable importancia que debe ser observado en el conjunto de estas
consideraciones, cual es el de la adhesión y el consecuente paso que realizan
los representantes del polo opresor al polo de los oprimidos. De su adhesión a
la lucha de éstos por su liberación.
A ellos les cabe, como siempre les ha cabido en la
historia de esta lucha, un papel fundamental.
Sucede, sin embargo, que al pasar del polo de los
explotadores, en la que estaban como herederos de la explotación o como
espectadores indiferentes de la misma —lo que significaba su convivencia con la
explotación—, al polo de los explotados, casi siempre llevan consigo, condicionados
por la “cultura del silencio”, la huella de su origen. Sus prejuicios. Sus
deformaciones, y, entre ellas, la desconfianza en el pueblo. Desconfianza en
que el pueblo sea capaz de pensar correctamente. Sea capaz de querer. De saber.
De este modo, están siempre corriendo el riesgo de
caer en otro tipo de generosidad tan funesto como aquel que criticamos en los
dominadores.
Si esta generosidad no se nutre, como en el caso de
los opresores, del orden injusto que es necesario mantener para justificar su
existencia; si realmente quieren transformarla, creen, por su deformación, que
deben ser ellos los realizadores de la transformación.
Se comportan, así, como quien no cree en el
pueblo, aunque a él hablen. Y creer en el pueblo es la condición previa, indispensable,
a todo cambio revolucionario. Un revolucionario se reconoce más por su creencia
en el pueblo que lo compromete que por mil acciones llevadas a cabo sin él.
Es indispensable que, aquellos que se comprometen
auténticamente con el pueblo, revisen constantemente su acción. Esa adhesión es
de tal forma radical que no permite comportamientos ambiguos de quien la asume.
Verificar esta adhesión y considerarse propietario del
saber revolucionario que debe, de esta manera, ser donado o impuesto al pueblo,
es mantenerse como era con anterioridad.
Decirse comprometido con la liberación y no ser capaz
de comulgar con el pueblo, a quien continúa considerando absolutamente
ignorante, es un doloroso equivoco.
Aproximarse a él y sentir, a cada paso, en cada duda,
en cada expresión, una especie de temor, pretendiendo imponer su status, es
mantener la nostalgia de su origen.
De ahí que este paso deba tener el sentido profundo
del renacer. Quienes lo realizan deben asumir una nueva forma de estar
siendo; ya no pueden actuar como actuaban, ya no pueden permanecer como
estaban siendo.
Será en su convivencia con los oprimidos, sabiéndose
uno de ellos —sólo que con un nivel diferente de percepción de la realidad—
como podrán comprender las formas de ser y de comportarse de los oprimidos, que
reflejan en diversos momentos la estructura de la dominación.
Una de éstas, a la cual ya nos referimos rápidamente,
es la dualidad existencial de los oprimidos que, “alojando” al opresor cuya
“sombra” introyectan, son ellos y al mismo tiempo son el otro. De ahí que, casi
siempre, en cuanto no llegan a localizar al opresor concretamente, así como en
cuanto no llegan a ser “conciencia para sí”, asumen actitudes fatalistas frente
a la situación concreta de opresión en que se encuentran.[16]
A veces, este fatalismo, a través de un análisis
superficial, da la impresión de docilidad, como algo propio de un supuesto
carácter nacional, lo que es un engaño. Este fatalismo, manifestado como
docilidad, es producto de una situación histórica y sociológica y no un trazo
esencial de la forma de ser del pueblo.
Casi siempre este fatalismo está referido al poder del
destino, del sino o del hado —potencias inamovibles— o a una visión
distorsionada de Dios. Dentro del mundo mágico o mítico en que se encuentra la
conciencia oprimida, sobre todo la campesina, casi inmersa en la naturaleza,[17]
encuentra, en el sufrimiento, producto de la explotación de que es objeto, la
voluntad de Dios, como si Él fuese el creador de este “desorden organizado”.
Dada la inmersión en que se encuentran los oprimidos
no alcanzan a ver, claramente, el “orden” que sirve a los opresores que, en
cierto modo, “viven en ellos. “Orden” que, frustrándolos en su acción, los
lleva muchas veces a ejercer un tipo de violencia horizontal con que agreden a
los propios compañeros oprimidos por los motivos más nimios.[18]
Es posible que, al actuar así, una vez más expliciten su dualidad.
Por otro lado existe, en cierto momento de la
experiencia existencial de los oprimidos, una atracción irresistible por el
opresor. Por sus patrones de vida. Participar de estos patrones constituye una
aspiración incontenible. En su enajenación quieren, a toda costa, parecerse al
opresor, imitarlo, seguirlo. Esto se verifica, sobre todo, en los oprimidos de los
estratos me-dios, cuyo anhelo es llegar a ser iguales al “hombre ilustre” de la
denominada clase “superior”.
Es interesante observar cómo Memmi,[19]
en un análisis excepcional de la “conciencia colonizada'', se refiere, como
colonizado, a su repulsión por el colonizador, mezclada, sin embargo, con una
“apasionada” atracción por él.
La autodesvalorización es otra característica de los oprimidos.
Resulta de la introyección que ellos hacen de la visión que de ellos tienen los
opresores.[20]
De tanto oír de si mismos que son incapaces, que no
saben nada, que no pueden saber, que son enfermos, indolentes, que no producen
en virtud de todo esto, terminan por convencerse de su “incapacidad”.[21]
Hablan de sí mismos como los que no saben y del profesional como quien sabe y a
quien deben escuchar. Los criterios del saber que les son impuestos son los
convencionales.
Casi nunca se perciben conociendo, en las relaciones
que establecen con el mundo y con los otros hombres, aunque sea un conocimiento
al nivel de la pura “doxa”.
Dentro de los marcos concretos en que se paren duales
es natural que no crean en sí mismos.[22]
No son pocos los campesinos que conocernos de nuestra
experiencia educativa que, después de algunos momentos de discusión viva en
torno de un tema que se les plantea como problema, se detienen de repente y
dicen al educador: “Disculpe, nosotros deberíamos estar callados y usted,
señor, hablando. Usted es el que sabe, nosotros los que no sabemos”.
Muchas veces insisten en que no existe diferencia
alguna entre ellos y el animal y, cuando reconocen alguna, ésta es ventajosa
para el animal. “Es más libre que nosotros”, dicen.
Por otro lado, es impresionante observar cómo, con las
primeras alteraciones de una situación opresora, se verifica una transformación
en esta auto-desvalorización. Cierta vez, escuchamos decir a un líder
campesino, en reunión de una de las unidades de producción —un “asentamiento”
de la experiencia chilena de reforma agraria—: “Nos decían que no producíamos
porque éramos 'borrachos', perezosos. Todo mentira. Ahora, que somos respetados
como hombres, vamos a demostrar a todos que nunca fuimos, 'borrachos', ni
perezosos. Éramos explotados, eso si”, concluyó enfáticamente.
En tanto se mantiene nítida su ambigüedad, los
oprimidos difícilmente luchan y ni siquiera confían en si mismos, Tienen una
creencia difusa, mágica, en la invulnerabilidad del opresor.[23] En
su poder, del cual siempre da testimonio. En el campo, sobre todo, se observa
la buena mágica del poder del señor.[24]
Es necesario que empiecen a ver ejemplos de la
vulnerabilidad del opresor para que se vaya operando en sí mismos la convicción
opuesta a la anterior, Mientras esto no se verifique, continuarán abatidos,
miedosos, aplastados.[25]
Hasta el momento en que los oprimidos no toman conciencia
de las razones de su estado de opresión, “aceptan” fatalistamente su
explotación. Más aún, probablemente asuman posiciones pasivas, alejadas en
relación a la necesidad de su propia lucha por la conquista de la libertad y de
su afirmación en el mundo.
Poco a poco, la tendencia es la de asumir formas de
acción rebelde. En un quehacer liberador, no se puede perder de vista esta
forma de ser de los oprimidos, ni olvidar este momento de despertar.
Dentro de esta visón inauténtica de sí y del mundo los
oprimidos se sienten como si fueran un “objeto” poseído por el opresor. En
tanto para éste, en su afán de poseer, como ya afirmarnos, ser es tener
casi siempre a costa de los que no tienen, para los oprimidos, en un momento de
su experiencia existencial, ser ni siquiera es parecerse al opresor,
sino estar bajo él. Equivale a depender. De ahí que los campesinos sean
dependientes emocionales.[26]
Es este carácter de dependencia emocional y total de
los oprimidos el que puede llevarlos a las manifestaciones que Fromm denomina
necrófilas. De destrucción de la vida. De la suya o la del otro, también
oprimido.
Sólo cuando los oprimidos descubren nítidamente al
opresor, y se comprometen en la lucha organizada por su liberación, empiezan a
creer en si mismos, superando así su complicidad con el régimen opresor. Este
descubrimiento, sin embargo, no puede ser hecho a un nivel meramente
intelectual, que debe estar asociado a un intento serio de reflexión, a fin de
que sea praxis. El diálogo crítico y liberador, dado que supone la acción, debe
llevarse a cabo con los oprimidos, cualquiera sea el grado en que se encuentra
la lucha por su liberación. Diálogo que no debe realizarse a escondidas para
evitar la furia y una mayor represión del opresor.
Lo que puede y debe variar, en función de las
condiciones históricas, en función del nivel de percepción de la realidad que
tengan los oprimidos, es el contenido del diálogo. Sustituirlo por el
antidiálogo, por la esloganización, por la verticalidad, por los comunicados es
pretender la liberación de los oprimidos con instrumentos de la
“domesticación”. Pretender la liberación de ellos sin su reflexión en el acto
de esta liberación es transformarlos en objetos que se deben salvar de un
incendio. Es hacerlos caer en el engaño populista y transformarlos en masa
maniobrable.
En los momentos en que asumen su liberación, los
oprimidos necesitan reconocerse como hombres, en su vocación ontológica e
histórica de ser más. La acción y reflexión se imponen cuando no se
pretende caer en el error de dicotomizar el contenido de la forma histórica de
ser del hombre.
Al defender el esfuerzo permanente de reflexión de los
oprimidos sobre sus condiciones concretas, no estamos pretendiendo llevar a
cabo un juego a nivel meramente intelectual. Por el contrario estamos
convencidos de que la reflexión, si es verdadera reflexión, conduce a la
práctica.
Por otro lado, si el momento es ya de la acción, ésta
se hará praxis auténtica si el saber que de ella resulte se hace objeto de
reflexión crítica. Es en este sentido que la praxis constituye la razón nueva
de la conciencia oprimida y la revolución, que instaura el momento histórico de
esta razón, no puede hacerse viable al margen de los niveles de la conciencia
oprimida.
De no ser así, la acción se vuelve mero activismo.
De este modo, ni es un juego diletante de palabras
huecas, un “rompecabezas” intelectual que por no ser reflexión verdadera no
conduce a la acción, ni es tampoco acción por la acción, sino ambas. Acción y
reflexión entendidas como una unidad que no debe ser dicotomizada.
Sin embargo, para esto es preciso que creamos en los
hombres oprimidos. Que los veamos como hombres de pensar correctamente.
Si esta creencia nos falla, es porque abandonamos o no
tenemos la idea del diálogo, de la reflexión, de la comunicación y porque
caemos en los marbetes, en los comunicados, en los depósitos, en el dirigismo. Ésta
es una de las amenazas contenidas en las adhesiones inauténticas a la causa de
la liberación de los hombres.
La acción política junto a los oprimidos, en el fondo,
debe ser una acción cultural para la libertad, y por ello mismo, una
acción con ellos. Su dependencia emocional, fruto de la situación concreta de
dominación en que se encuentran y que, a la vez, genera su visión inauténtica
del mundo, no puede ser aprovechada a menos que lo sea por el opresor. Es éste
quien utiliza la dependencia para crear una dependencia cada vez mayor.
Por el contrario, la acción liberadora,
reconociendo esta dependencia de los oprimidos como punto vulnerable, debe
intentar, a través de la reflexión y de la acción, transformarla en
independencia. Sin embargo, ésta no es la donación que les haga el liderazgo
por más bien intencionado que sea. No podemos olvidar que la liberación de los
oprimidos es la liberación de hombres y no de “objetos”. Por esto, si no es
autoliberación —nadie se libera solo— tampoco es liberación de unos hecha por
otros. Dado que éste es un fenómeno humano no se puede realizar con los
“hombres por la mitad”,[27]
ya que cuando lo in-tentamos sólo logramos su deformación. Así, estando ya
deformados, en tanto oprimidos, no se puede en la acción por su liberación
utilizar el mismo procedimiento empleado para su deformación.
Por esto mismo, el camino para la realización de un
trabajo liberador ejecutado por el liderazgo revolucionario no es la
“propaganda liberadora”. Este no radica en el mero acto de depositar la
creencia de la libertad en los oprimidos, pensando conquistar así su confianza,
sino en el hecho de dialogar con ellos.
Es preciso convencerse de que el convencimiento de los
oprimidos sobre el deber de luchar por su liberación no es una donación hecha
por el liderazgo revolucionario sino resultado de su concienciación.
Es necesario que el liderazgo revolucionario descubra
esta obviedad: que su convencimiento sobre la necesidad de luchar, que
constituye una dimensión indispensable del saber revolucionario, en caso de ser
auténtico no le fue donado por nadie. Alcanza este conocimiento, que no es algo
estático o susceptible de ser transformado en contenidos que depositar en los
otros, por un acto total, de reflexión y de acción.
Fue su inserción lúcida en la realidad, en la
situación histórica, la que lo condujo a la crítica de esta misma situación y
al ímpetu por transformarla.
Así también, es necesario que los oprimidos, que no se
comprometen en la lucha sin estar convencidos, y al no comprometerse eliminan
las condiciones básicas a ella, lleguen a este convencimiento como sujetos y no
como objetos. Es necesario también que se inserten críticamente en la situación
en que se encuentran y por la cual están marcados. Y esto no lo hace la
propaganda. Este convencimiento, sin el cual no es posible la lucha, es
indispensable para el liderazgo revolucionario que se constituye a partir de
él, y lo es también para los oprimidos. A menos que se pretenda realizar una
transformación para ellos y no con ellos —única forma en que nos parece
verdadera esta transformación.[28]
Al hacer estas consideraciones no intentamos sino
defender el carácter eminentemente pedagógico de la revolución.
Si los líderes revolucionarios de todos los tiempos
afirman la necesidad del convencimiento de las masas oprimidas para que acepten
la lucha por la liberación —lo que por otra parte es obvio— reconocen
implícitamente el sentido pedagógico de esta lucha. Sin embargo, muchos, quizá
por prejuicios naturales y explicables contra la pedagogía, acaban usando, en
su acción, métodos que son empleados en la “educación” que sirve al opresor.
Niegan la acción pedagógica en el proceso liberador, mas usan la propaganda
para convencer...
Desde los comienzos de la lucha por la liberación, por
la superación de la contradicción opresor-oprimidos, es necesario que éstos se
vayan convenciendo que esta lucha exige de ellos, a partir del momento en que
la aceptan, su total responsabilidad. Lucha que no se justifica sólo por el
hecho de que pasen a tener libertad para comer, sino “libertad para crear y
construir, para admirar y aventurarse. Tal libertad requiere que el individuo
sea activo y responsable, no un esclavo ni una pieza bien alimentada de la
máquina. No basta que los hombres sean esclavos, si las condiciones sociales
fomentan la existencia de autómatas, el resultado no es el amor a la vida sino
el amor a la muerte”.[29]
Los oprimidos que se “forman” en el amor a la muerte,
que caracteriza el clima de la opresión, deben encontrar en su lucha el camino
del amor a la vida que no radica sólo en el hecho de comer más, aunque también
lo implique y de él no pueda prescindirse.
Los oprimidos deben luchar como hombres que son y no
como “objetos”. Es precisamente porque han sido reducidos al estado de
“objetos”, en la relación de opresión, que se encuentran destruidos. Para
reconstruirse es importante que sobrepasen el estado de “objetos”. No pueden comparecer
a la lucha como “cosas” para transformarse después en hombres. Esta exigencia
es radical. El pasar de este estado, en el que se destruyen, al estado de
hombres, en el que se reconstruyen, no se realiza a posteriori.
La lucha por esta reconstrucción se inicia con su autorreconocimiento como
hombres destruidos.
La propaganda, el dirigismo, la manipulación, como
armas de la dominación, no pueden ser instrumentos para esta reconstrucción.[30]
No existe otro camino sino el de la práctica de una
pedagogía liberadora, en que el liderazgo revolucionario, en vez de sobreponerse
a los oprimidos y continuar manteniéndolos en el estado de “cosas”, establece
con ellos una relación permanentemente dialógica.
Práctica pedagógica en que el método deja de ser, como
señalamos en nuestro trabajo anterior, instrumento del educador (en el caso, el
liderazgo revolucionario) con el cual manipula a los educandos (en el caso, los
oprimidos) porque se transforman en la propia conciencia.
“En verdad —señala el profesor Alvaro Vieira Pinto—,
el método es la forma exterior y materializada en actos, que asume la propiedad
fundamental de la conciencia: la de su intencionalidad. Lo propio de la
conciencia es estar con el mundo y este procedimiento es permanente e irrecusable.
Por lo tanto, la conciencia en su esencia es un 'camino para', algo que no es
ella, que está fuera de ella, que la circunda y que ella aprehende por su
capacidad ideativa. Por definición, continúa el profesor brasileño, la conciencia
es, pues, método entendido éste en si sentido de máxima generalidad. Tal es la
raíz del método, así como tal es la esencia de la conciencia que sólo existe en
tanto facultad abstracta y metódica.”[31]
Dada su calidad de tal, la educación practicada por el
liderazgo revolucionario se hace co-intencionalidad.
Educadores y educandos, liderazgo y masas,
co-intencionados hacia la realidad, se encuentran en una tarea en que ambos son
sujetos en el acto, no sólo de descubrirla y así conocerla críticamente, sino
también en el acto de recrear este conocimiento.
AI alcanzar este conocimiento de la realidad, a través
de la acción y reflexión en común, se descubren siendo sus verdaderos creadores
y re-creadores.
De este modo, la presencia de los oprimidos en la
búsqueda de su liberación, más que seudoparticipación, es lo que debe realmente
ser: compromiso.
[1] Paz e Terra, Rio. 1967: Tierra
Nueva. Montevideo, 1967; Siglo XXI Editores, 1971.
[2] Los movimiento, de rebelión, en
el mundo actual, sobre todo aquellos de los jóvenes, que revelan necesariamente
peculiaridades de los espacios donde se dan, manifiestan en profundidad esta
preocupación en torno del hombre y de los hombres como seres en el mundo y con
el mundo. En torno de qué y cómo están siendo. Al poner en tela
de juicio la civilización de consumo; al denunciar las “burocracias” en todos
sus matices; al exigir la transformación de las universidades de lo que
resulta, por un lado, la desaparición de la rigidez en las relaciones
profesor-alumno y, por otro, la inserción de éstas en la realidad; al proponer
la transformación de la realidad misma para que las universidades puedan
renovarse; al rechazar viejas órdenes e instituciones establecidas, buscando la
afirmación de los hombres como sujetos de decisión, todos estos movimientos
reflejan el sentido más antropológico que antropocéntrico de nuestro época.
[3] En verdad, si admitiéramos que la
deshumanización es vocación histórica de los hombres, nada nos quedaría por
hacer sino adoptar una actitud cínica o de total desespero. La lucha por la
liberación, por el trabajo libre, por la desalienación, por la afirmación de
los hombres como personas, como “seres para sí” no tendrían significación
alguna. Ésta solamente es posible porque la deshumanización, aunque sea un limbo
concreto en la historia, no es, sin embargo, un destino dado, sino resultado de
un orden injusto que genera la violencia de los opresores y consecuentemente el
ser menos.
[4] Este miedo a la libertad también
se instaura en los opresores, pero, como es obvio, de manera diferente. En los
oprimidos el miedo a la libertad es el miedo de asumirla. En los opresores, es
el miedo de perder la “libertad” de oprimir.
[5] Discutiendo las relaciones entre
la conciencia independiente y la servil. dice Hegel: “la verdad de la
conciencia independiente es por lo tanto la conciencia servil”: La
fenomenología del espíritu, FCE, p. 119.
[6] … “Una es la conciencia
independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia
dependiente cuya esencia es la vida o el ser para otro. La primera es el señor,
la segunda el siervo”: Hegel, op. cit., p. 112.
[7] “La acción liberadora implica un
momento necesariamente consciente y volitivo, configurándose como la
prolongación e inserción continuada de éste en la historia. La acción
dominadora, entretanto, no supone esta dimensión con la misma necesariedad,
pues la propia funcionalidad mecánica e inconsciente de la estructura es
mantenedora de sí misma y, por lo tanto, de la dominación.” De un trabajo
inédito de José Luis Fiori, a quien el autor agradece la posibilidad de cita.
[8] Marx-Engels, La sagrada
familia y otros escritos, Grijalbo Editor. México, 1962, p. 6. El
subrayado es del autor.
[9] Georg Lukács, Lénine, en Études
et Documentation Internatiolaes, Paris, 1965, p. 62.
[10] “La teoría materialista de que
los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por
lo tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de
una educación distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente
por los hombres y que el propio educador necesita ser educado.” Marx, Tercera
tesis sobre Feuerbach, en Marx-Engels, Obras escogidas,
Editorial Progreso. Moscú, 1966, t. II, p. 404.
[11] Nos parece que éste es el aspecto
fundamental de la “revolución cultural”.
[12] Este plasmarse no debe
confundirse con los frenos anteriormente mencionados, y que deben ser impuestos
a los antiguos opresores a fin de evitar la restauración del orden dominador.
Es de naturaleza distinta. Implica la revolución que, estancándose, se vuelve
contra el pueblo, utilizando el mismo aparato burocrático represivo del Estado,
que debía haber sido radicalmente suprimido, como tantas veces recalcó Marx.
[13] Erich Fromm, El corazón del
hombre, Breviarios, Fondo de Cultura Económica, México. 1967. p. 41.
[14] Erich Fromm. op. cit. p.
80. Los subrayados son del autor.
[15] A propósito
de las “formas dominantes de control social”, véase Herbert Marcuse: El hombre
unidimensional y Eros y
civilización, Ed. Joaquín Mortiz, México, 1968 y 1965.
[16] “El campesino, que es un
dependiente, comienza a tener ánimo para superar su dependencia cuando se da
cuenta de ella. Antes de esto, obedece al patrón y dice casi siempre: ¿Qué
puedo hacer, si soy campesino? (Palabras de un campesino durante una entrevista
con el autor.)
[17] Véase Cándido Mendes, Memento
dos vivos — A esquerda católica no Brasil, Tempo
Brasileiro, Río, 1966.
[18] El colonizado no deja de
liberarse entre las 9 de la noche y las 6 de la mañana. Esa agresividad
manifestada en sus músculos va a manifestarla el colonizado primero contra los
suyos.” Frantz Fanon, Los condenados de la tierra,
Fondo de Cultura, México, 1965, p. 46.
[19] Albert Memmi. “How could the colonizer look after his
workers while periodically gunning down a crowd of the colonized? How could the
colonized deny himself so cruelly yet make such excessive demands? How could
he hate the colonizers and yet admire them so passionately? (I too. felt this
admiration —dice Memmi— in spite of myself)”. The colonizer
and the colonized, Beacon Pew. Boston. 1967. p. x.
[20] El campesino se siente inferior
al patrón porque éste se le aparare como aquel que tiene el mérito de
saber dirigir” (Entrevista del autor con un campesino.)
[21] Memmi, op. cit.
[22] ¿Por qué no explica el señor
primero los cuadros? —dijo cierta vez un campesino que participaba de un
“círculo de cultura” al educador (se refería a las codificaciones)—. Así, concluyó,
nos costará menos y no nos dolerá la cabeza.
[23] El campesino tiene un miedo casi instintivo
al patrón”. (Entrevista con un campesino.)
[24] Recientemente, en un país
latinoamericano, según el testimonio que nos fue dado por un sociólogo amigo,
un grupo de campesinos, armados, se apoderó de un latifundio. Por motivos de
orden táctico se pensó en mantener al propietaro como rehén. Sin embargo,
ningún campesino consiguió custodiarlo. Su sola presencia los asustaba.
Posiblemente también la acción misma de luchar contra el patrón les provocaba
sentimiento de culpa. En verdad el patrón estaba “dentro” de ellos.
[25] En este sentido, véase Régis
Debray, La revolución en la revolución. Punto Final, Santiago de Chile, 1968.
[26] El campesino es un dependiente.
No puede expresar sus anhelos. Sufre antes de descubrir su dependencia.
Desahoga su 'pena' en casa, donde grita a los hijos, pega, se desespera.
Reclama de la mujer. Encuentra todo mal. No desahoga su 'pena' con el patrón
porque lo considera un ser superior. En muchos casos, el campesino desahoga su
'pena' bebiendo.” (Entrevista.)
[27] Nos
referimos a la reducción de los oprimidos a la condición de meros objetos de la
acción liberadora, en la cual ésta se realiza sobre y para ellos y no
con ellos.
[31] Alvaro Vieira Pinto, trabajó aún en elaboración sobre
filosofía de la ciencia. Agradecemos aquí al profesor brasileño por habernos
permitido citarlo antes de la publicación de su obra. Consideramos que el
párrafo citado es de gran importancia para la comprensión de una pedagogía de
la problematización, que estudiaremos en el capítulo siguiente.
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