Palabras de Paulo Freire
(Tomado
de Pedagogía del Oprimido)
Memoria (en la educación dominadora)
Las nuevas
palabras, no son para coleccionarlas en la memoria del oprimido, sino para
decir y escribir su mundo, su pensamiento, para contar su historia
Es por esto
por lo que una de las características de esta educación disertadora es la “sonoridad”
de la palabra y no su fuerza transformadora: el educando fija, memoriza, repite
sin percibir lo que realmente significa.
La narración,
cuyo sujeto es el educador, conduce a los educandos a la memorización mecánica
del contenido narrado. Más aún, la narración los transforma en “vasijas”, en
recipientes que deben ser “llenados” por el educador. Cuando más vaya llenando
los recipientes con sus “depósitos”, tanto mejor educador será. Cuanto más se
dejen “llenar” dócilmente, tanto mejor educandos serán.
En vez de
comunicarse, el educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras
incidencias, reciben pacientemente, memorizan y repiten.
“Mientras la
vida —dice Fromm— se caracteriza por el crecimiento de una manera estructurada,
funcional, el individuo necrófilo ama todo lo que no crece, todo lo que es mecánico.
La persona necrófila se mueve por un deseo de convertir lo orgánico en inorgánico,
de mirar la vida mecánicamente como si todas las personas vivientes fuesen objetos.
Todos los procesos, sentimientos y pensamientos de vida se transforman en
cosas. La memoria y no la experiencia; tener y no ser es lo que cuenta. El individuo
necrófilo puede realizarse con un objeto —una flor o una persona— únicamente si
lo posee; en consecuencia, una amenaza a su posesión es una amenaza a él mismo;
si pierde la posesión, pierde el contacto con el mundo.” Y continúa, más
adelante: “ama el control y, en el acto de controlar, mata la vida”
Concepción “bancaria” y problematización
En la
concepción “bancaria” de la educación, el único margen de acción que se ofrece
a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos.
Margen que sólo les permite ser coleccionistas o fichadores de cosas que archivan.
En la visión
“bancaria” de la educación, el “saber”, el conocimiento, es una donación de
aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación que se basa
en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la opresión: la
absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de
la ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro.
El educador
que aliena la ignorancia, se mantiene en posiciones fijas, invariables. Será
siempre el que sabe, en tanto los educandos serán siempre los que no saben.
De ahí que
ocurra en ella que:
a)
el educador es siempre quien educa; el educando el que
es educado.
b)
el educador es quien sabe; los educandos quienes no
saben.
c)
el educador es quien piensa, el sujeto del proceso;
los educandos son los objetos pensados.
d)
el educador es quien habla; los educandos quienes
escuchan dócilmente.
e)
el educador es quien disciplina; los educandos los
disciplinados.
f)
el educador es quien opta y prescribe su opción; los
educandos quienes siguen la prescripción;
g)
el educador es quien actúa; los educandos son aquellos
que tienen la ilusión de que actúan, en la actuación del educador.
h)
el educador es quien escoge el contenido programático;
los educandos, a quienes jamás se escucha, se acomodan a él.
i)
el educador identifica la autoridad del saber con su
autoridad funcional, la que opone antagónicamente a la libertad de los
educandos. Son éstos quienes deben adaptarse a las determinaciones de aquél.
j)
Finalmente, el educador es el sujeto del proceso; los
educandos, meros objetos.
En verdad, lo
quo pretenden los opresores “es transformar la mentalidad de los oprimidos y no
la situación que los oprime”.
Como
marginados, “seres fuera de” o “al margen de”, la solución para ellos seria la
de que fuesen “integrados”, “incorporados” a la sociedad sana de donde “partirán”
un día, renunciando, como tránsfugas, a una vida feliz...
Sin embargo,
los llamados marginados, que no son otros sino los oprimidos, jamás estuvieron fuera
de. Siempre estuvieron dentro de. Dentro de la estructura que los
transforma en “seres para otro”. Su solución, pues, no está en el hecho de
“integrarse”, de “incorporarse” a esta estructura que los oprime, sino transformarla
para que puedan convertirse en “seres para sí”.
La educación
que se impone a quienes verdaderamente se comprometen con la liberación no
puede basarse en una comprensión de los hombres como seres “vacíos” a quien el
mundo “llena” con contenidos; no puede basarse en una conciencia espacializada,
mecánicamente dividida, sino en los hombres como “cuerpos conscientes” y en la
conciencia como conciencia intencionada al mundo. No puede ser la del depósito
de contenidos, sino la de la problematización de los hombres en sus relaciones con
el mundo.
Al contrario
de la concepción “bancaria”, la educación problematizadora, respondiendo a la
esencia del ser de la conciencia, que es su intencionalidad, niega los
comunicados y da existencia a la comunicación.
La educación
liberadora, problematizadora, ya no puede ser el acto de depositar, de narrar,
de transferir o de trasmitir “conocimientos” y valores a los educandos, meros
pacientes, como lo hace la educación “bancaria”, sino ser un acto cognoscente.
Como situación gnoseológica, en la cual el objeto cognoscible, en vez de ser el
término del acto cognoscente de un sujeto, es el mediatizador de sujetos
cognoscentes —educador, por un lado; educandos, por otro—, la educación problematizadora
antepone, desde luego, la exigencia de la superación de la contradicción educador-educandos.
Sin ésta no es posible la relación dialógica, indispensable a la
cognoscibilidad de los sujetos cognoscentes, en torno del mismo objeto
cognoscible.
El antagonismo
entre las dos concepciones, la “bancaria”, que sirve a la dominación, y la
problematizadora, que sirve a la liberación, surge precisamente ahí. Mientras
la primera, necesariamente, mantiene la contradicción educador-educandos, la
segunda realiza la superación.
En verdad, no
sería posible llevar a cabo la educación problematizadora, que rompe con los esquemas
verticales característicos de la educación bancaria, ni realizarse como
práctica de la libertad sin superar la contradicción entre el educador y los
educandos. Como tampoco sería posible realizarla al margen del diálogo.
El objeto
cognoscible, del cual el educador bancario se apropia, deja de ser para él una
propiedad suya para transformarse en la incidencia de su reflexión y de la de
los educandos. De este modo el educador problematizador rehace constantemente
su acto cognoscente en la cognoscibilidad de los educandos. Estos, en vez de
ser dóciles receptores de los depósitos, se transforman ahora en investigadores
críticos en diálogo con el educador, quien a su vez es también un investigador
crítico.
El papel del
educador problematizador es el de proporcionar, conjuntamente con los
educandos, las condiciones para que se dé la superación del conocimiento al
nivel de la “doxa” por el conocimiento verdadero, el que se da al nivel del
“logos”.
Es así como,
mientras la práctica “bancaria”, como recalcamos, implica una especie de
anestésico, inhibiendo el poder creador de los educandos, la educación
problematizadora, de carácter auténticamente reflexivo, implica un acto permanente
de descubrimiento de la realidad. La primera pretende mantener la inmersión; la
segunda, por el contrario, busca la emersión de las conciencias, de la que
resulta su inserción critica en la realidad.
La “bancaria”,
por razones obvias, insiste en mantener ocultas ciertas razones que explican la
manera como están siendo los hombres en el mundo y, para esto, mitifican la
realidad. La problematizadora, comprometida con la liberación, se empeña en la
desmitificación.
La concepción
y la práctica “bancarias” terminan por desconocer a los hombres como seres históricos,
en tanto que la problematizadora parte, precisamente, del carácter histórico y
de la historicidad de los hombres.
La educación
problematizadora no es una fijación reaccionaria, es futuro revolucionario. De
ahí que sea profética y, como tal, esperanzada.
En tanto la
práctica “bancaria”, por todo lo que de ella dijimos, subraya, directa o indirectamente,
la percepción fatalista que están teniendo los hombres de su situación, la práctica
problematizadora, al contrario, propone a los hombres su situación como problema.
El mundo
ahora, ya no es algo sobre lo que se habla con falsas palabras, sino el mediatizador
de los sujetos de la educación, la incidencia de la acción transformadora de
los hombres, de la cual resulta su humanización.
Esta es la
razón por la cual la concepción problematizadora de la educación no puede
servir al opresor.
Ningún “orden”
opresor soportaría el que los oprimidos empezasen a decir: “¿Por qué?”
Diálogo
Decir la
palabra, referida al mundo que se ha de transformar, implica un encuentro de
los hombres para esta transformación.
El diálogo es
este encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo no
agotándose, por lo tanto, en la mera relación yo-tú.
Es así como no
hay diálogo si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible
la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no
existe amor que lo infunda.[1]
Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea,
esencialmente, tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de
dominación. En ésta, lo que hay es patología amorosa: sadismo en quien domina,
masoquismo en los dominados. Amor no. El amor es un acto de valentía, nunca de
temor; el amor es compromiso con los hombres. Dondequiera exista un hombre
oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su
liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico.
Como acto de
valentía, no puede ser identificado con un sentimentalismo ingenuo; como acto
de libertad, no puede ser pretexto para la manipulación, sino que debe generar
otros actos de libertad. Si no es así no es amor.
Por esta misma
razón, no pueden los dominados, los oprimidos, en su nombre, acomodarse a la violencia
que se les imponga, sino luchar para que desaparezcan las condiciones objetivas
en que se encuentran aplastados.
Si no amo el
mundo, si no amo la vida, si no amo a los hombres, no me es posible el diálogo.
El diálogo,
como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar, se rompe
si sus polos (o uno de ellos) pierde la humildad.
¿Cómo puedo
dialogar, si alieno la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca
en mí?
¿Cómo puedo
dialogar, si me admito como un hombre diferente, virtuoso por herencia, frente
a los otros, meros objetos en quienes no reconozco otros “yo”?
¿Cómo puedo
dialogar, si me siento participante de un “ghetto” de hombres puros, dueños de
la verdad y del saber, para quienes todos los que están fuera son “esa gente” o
son “nativos inferiores”?
¿Cómo puedo
dialogar, si parto de que la pronunciación del mundo es tarea de hombres
selectos y que la presencia de las masas en la historia es síntoma de su
deterioro, el cual debo evitar?
¿Cómo puedo
dialogar, si me cierro a la contribución de los otros, la cual jamás reconozco
y hasta me siento ofendido con ella?
Acción / reflexión
Esta búsqueda
nos lleva a sorprender en ella dos dimensiones —acción y reflexión— en tal forma
solidarias, y en una interacción tan radical que, sacrificada, aunque en parte,
una de ellas, se resiente inmediatamente la otra. No hay palabra verdadera que
no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión (ver esquema) y, por
ende, que no sea praxis. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar
el mundo.
a) acción
Palabra praxis
b) reflexión
a)
de la acción: palabrería,
Sacrificio
verbalismo
b) de la reflexión: activismo
La palabra
inauténtica, por otro lado, con la que no se puede transformar la realidad,
resulta de la dicotomía que se establece entre sus elementos constitutivos. En
tal forma que, privada la palabra de su dimensión activa, se sacrifica también,
automáticamente, la reflexión, transformándose en palabrería, en mero verbalismo.
Por ello alienada y alienante. Es una palabra hueca de la cual no se puede
esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso
de transformación, ni compromiso sin acción.
Si, por lo
contrario, se subraya o hace exclusiva la acción con el sacrificio de la
reflexión, la palabra se convierte en activismo. Este, que es acción por la
acción, al minimizar la reflexión, niega también la praxis verdadera e
imposibilita el diálogo.
Cualquiera de
estas dicotomías, al generarse en formas inauténticas de existir, genera formas
inauténticas de pensar que refuerzan la matriz en que se constituyen.
Los hombres no
se hacen en el silencio, sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la
reflexión.
Mas si decir
la palabra verdadera, que es trabajo, que es praxis, es transformar el mundo,
decirla no es privilegio de algunos hombres, sino derecho de todos los hombres.
Inédito viable
La dualidad
existencial de los oprimidos que, “alojando” al opresor cuya “sombra” introyectan,
son ellos y al mismo tiempo son el otro. De ahí que, casi siempre, en cuanto no
llegan a localizar al opresor concretamente, así como en cuanto no llegan a ser
“conciencia para sí”, asumen actitudes fatalistas frente a la situación
concreta de opresión en que se encuentran.
A veces, este
fatalismo, a través de un análisis superficial, da la impresión de docilidad,
como algo propio de un supuesto carácter nacional, lo que es un engaño. Este
fatalismo, manifestado como docilidad, es producto de una situación histórica y
sociológica y no un trazo esencial de la forma de ser del pueblo.
Casi siempre
este fatalismo está referido al poder del destino, del sino o del hado
—potencias inamovibles— o a una visión distorsionada de Dios. Dentro del mundo
mágico o mítico en que se encuentra la conciencia oprimida, sobre todo la
campesina, casi inmersa en la naturaleza, encuentra, en el sufrimiento,
producto de la explotación de que es objeto, la voluntad de Dios, como si Él
fuese el creador de este “desorden organizado”.
Frente a un
“universo de temas” que dialécticamente se contradicen, los hombres toman sus
posiciones, también contradictorias, realizando tareas unos en favor del mantenimiento
de las estructuras, otros en favor del cambio.
En la medida
en que se profundiza el antagonismo entre los temas que son la expresión de la
realidad, existe una tendencia hacia la mitificación de la temática y de la
realidad misma que, de un modo general, instaura un clima de “irracionalidad” y
de sectarismo.
Los temas se
encuentran, en última instancia, por un lado envueltos y, por otro, envolviendo
las “situaciones límites”, en cuanto las tareas que ellos implican al cumplirse
constituyen los “actos límites” a los cuales nos hemos referido.
En cuanto los
temas no son percibidos como tales, envueltos y envolviendo las “situaciones
limites”, las tareas referidas a ellos, que son las respuestas de los hombres a
través de su acción histórica, no se dan en términos auténticos o críticos.
En este caso,
los temas se encuentran encubiertos por las “situaciones límites” que se
presentan a los hombres como si fuesen determinantes históricas, aplastantes,
frente a las cuales no les cabe otra alternativa, sino el adaptarse a ellas. De
este modo, los hombres no llegan a trascender las “situaciones límites” ni a
descubrir y divisar más allá de ellas y, en relación contradictoria con ellas,
el inédito viable.
En el momento
en que éstos las perciben ya no más como una “frontera entre el ser y la nada,
sino como una frontera entre el ser y el más ser”, se hacen cada vez más
críticos en su acción ligada a aquella percepción. Percepción en que se
encuentra implícito el inédito viable como algo definido a cuya
concreción se dirigirá su acción.
De este modo,
se impone a la acción liberadora, que es histórica, sobre un contexto también
histórico, la exigencia de que esté en relación de correspondencia, no sólo con
los temas generadores, sino con la percepción que de ellos estén teniendo los
hombres.
La conciencia
real (o efectiva), al constituirse en los “obstáculos y desvíos” que la realidad
empírica impone a la instauración de la “conciencia máxima posible” —“máximo de
conciencia adecuada a la realidad”—, implica la imposibilidad de la percepción,
más allá de las “situaciones limites'', de lo que denominamos como el “inédito
viable”.
Es porque,
para nosotros, el “inédito viable” (el cual no puede ser aprehendido al nivel
de la “conciencia real o efectivo”) se concreta en la acción que se lleva a
efecto, y cuya viabilidad no era percibida. Existe, así, una relación entre el
“inédito viable” y la conciencia real, entre la acción que se lleva a cabo y la
“conciencia máxima posible”.
La “conciencia
posible” (Goldman) parece poder ser identificada con lo que Nicolai llama “soluciones
practicables no percibidas” (nuestro “inédito viable”) en oposición a las “soluciones
practicables percibidas” y a las “soluciones efectivamente realizables” que
corresponden a la “conciencia real” (o efectiva) de Goldman.
[1] Cada vez nos convencemos
más de la necesidad de que los verdaderos revolucionarios reconozcan en la revolución
un acto de amor, en tanto es un acto creador y humanizador. Para nosotros, la
revolución que no se hace sin una teoría de la revolución y por lo tanto sin
conciencia, no tiene en ésta algo irreconciliable con el amor. Por el
contrario, la revolución que es hecha por los hombres es hecha en nombre de su
humanización.
¿Qué lleva a los revolucionarios a unirse a
los oprimidos sino la condición deshumanizada en que éstos se encuentran? No es
debido al deterioro que ha sufrido la palabra amor en el mundo capitalista que
la revolución dejará de ser amorosa, ni que los revolucionarios silencien su
carácter biófilo. Guevara, aunque hubiera subrayado el “riesgo de parecer
ridículo”, no temió afirmarlo: “Déjeme decirle —declaró, dirigiéndose a Carlos
Quijano—, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está
guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un
revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Ernesto Guevara, Obra Revolucionaria, Ediciones ERA, 1967.
México. pp. 637-636.
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