La universidad latinoamericana en la encrucijada del siglo XXI
Roberto
Rodríguez Gómez (*)
Con el
propósito de discernir las tendencias de cambio en los sistemas de educación
superior de la región latinoamericana, en este trabajo se pasa revista a las
principales dinámicas de cambio que se han derivado de las relaciones entre los
modelos de desarrollo económico, las modalidades de régimen político y las
propuestas de reforma de la enseñanza superior. La revisión comprende las
décadas de los años ochenta y noventa del siglo XX, y, a manera de comentario
final, se proponen algunos retos que, a juicio del autor, se perfilan en el
panorama de las instituciones y de los sistemas nacionales de enseñanza
superior en América Latina.
(*) Roberto Rodríguez
Gómez es Doctor en Sociología; Secretario Académico de la Coordinación de
Humanidades de la UNAM; Investigador Titular del Centro de Estudios sobre la
Universidad, UNAM y Presidente del Consejo Mexicano de Investigación Educativa.
1. La
educación superior latinoamericana y la transición 1980-1999
El período que se abre con
los primeros años ochenta y que comprende las últimas dos décadas del siglo, ha
sido interpretado por diferentes analistas como una fase de transiciones
múltiples. En el plano mundial, asistimos a un reordenamiento general del
sistema de poder (Vilas, 1996), así como a transformaciones fundamentales en
los ámbitos de la producción material, la cultura y la organización social.
Así, el ocaso del bipolarismo como eje de la distribución política mundial, la
hegemonía del neoliberalismo económico, la revolución informática1y
sus efectos en el mundo del trabajo y la cultura2, la globalización
del intercambio y la interdependencia de los mercados financieros (Calva,
1995), la emergencia en la escena política de grupos, movimientos y
organizaciones alternativos a las formas y dinámicas tradicionales de
representación y conflicto, son, entre otros, rasgos que dibujan el rostro
finisecular.
En esta dinámica de
cambios, los sistemas de educación superior han sido receptores de exigencias
renovadas, dado su papel clave en la generación y movilización de conocimientos
relevantes (Castells, 1994), como en la formación de sujetos con capacidades de
desempeño creativo en el nuevo entorno. De las rutas trazadas para la
modernización y adecuación de estos sistemas cabe resaltar las siguientes:
diversificación de tipos institucionales; funciones y fuentes de financiamiento3,
descentralización y federalización; creación de instancias de regulación y
coordinación (Gove y Stauffer, 1986; Neave, 1998; Gleny, 1995); vinculación
productiva con el entorno; implantación de fórmulas de planeación, evaluación y
rendimiento de cuentas (Godegebuure et al., 1994; Meek,et al .,
1996),actualización de las estructuras, instancias y métodos de operación del
gobierno universitario (Reeves, 1997); instrumentación de mecanismos de
aseguramiento de calidad (Harman, 1998); flexibilización curricular e
incorporación de formas de aprendizaje a distancia, entre las más destacadas.
En América Latina la
transición ha puesto de manifiesto rasgos comunes con el proceso de cambio
global, pero también expresiones particulares. Ante todo, las transformaciones
en materia económica se han expuesto a través de una serie cíclica de momentos
de crisis-recuperación. Visto desde una perspectiva de conjunto, el período que
comprende las últimas décadas del siglo se caracteriza tanto por la reforma del
Estado como por la implantación de programas de ajuste que, con las
particularidades de cada caso, han sido adoptados por la totalidad de los
países de la región.
No obstante, los
principales indicadores distributivos —la evolución del producto y de la renta
per cápita, las tasas de empleo y desempleo, los índices de concentración y
distribución del ingreso y los indicadores de acceso social a resolutores
básicos—, son indicios de que el modelo adoptado (una especie de neoliberalismo
en el subdesarrollo) ha sido incapaz de dar lugar a una recuperación del
crecimiento a la vez sostenida, sustentable y capaz de atender y resolver las
demandas sociales de la población.
En contraposición a esta
tendencia, aunque en parte explicada por ella, los Estados latinoamericanos
pasaron de regímenes autoritarios a formas de poder civil más o menos
democráticas. La refundación del espacio político dio lugar a nuevas
expresiones y movimientos de la sociedad civil organizada, como también
reactivó la competencia entre partidos con la consiguiente diversificación de
fórmulas y ofertas políticas.
La simultaneidad de estas
transiciones ha hecho sentir su peso en todos los ámbitos de la sociedad, y,
por supuesto las instituciones universitarias han resultado afectadas o
apoyadas, según las circunstancias, por las opciones de política pública
asumidas en cada caso particular. De ahí la importancia que otorgamos a revisar
el desarrollo de las universidades latinoamericanas a la luz de las
transformaciones experimentadas por las sociedades de la región en este
período.
2. El
contexto de los ochenta
En la primera mitad de los
ochenta irrumpió la crisis de la deuda externa. El incremento de las tasas de
interés sobre el valor del débito, la reducción de los precios de los productos
primarios y la retracción de la inversión productiva constelaron un panorama
negativo en la dinámica de crecimiento, que gravitaba entonces en torno al
mercado de crédito internacional y sobre la venta de energéticos. Estas
circunstancias auspiciaron fenómenos de fuga de capitales, devaluación e
inflación, que muy pronto hicieron inviable el modelo macroeconómico gestado en
la década anterior, llevando casi a la quiebra a los sectores productivos y financieros
vinculados con el exterior y deprimiendo drásticamente la economía interna.
Aunque el factor que
precipitó la crisis económica de los ochenta fue el repentino cambio de
condiciones en que se movilizaba el sector financiero, es claro que ésta expresó
también el agotamiento de los esquemas de crecimiento seguidos en los países de
la región, sobre todo su desfase con los cambios estructurales que estaban
teniendo lugar en las economías desarrolladas (Reich, 1993).
En estas condiciones, los
programas de desarrollo nacionales se orientaron a enfrentar la crisis a través
de la recuperación de la estabilidad de la balanza de pagos. La lucha contra la
crisis se inició con planes de choque heterodoxos, pero su fugaz eficacia llevó
a la adopción de pautas indicadas por el Fondo Monetario Internacional por
medio de programas de ajuste estructural conocidos hoy como de «primera
generación». De inmediato se impusieron restricciones a la inversión pública,
se abogó por la racionalización del empleo burocrático y del gasto social así
como por la implantación de mayores controles fiscales, a la vez que se propuso
redefinir las políticas arancelarias favoreciendo la apertura comercial.
En entornos autoritarios,
la adopción de estas medidas, que implicaban el recorte o cancelación de
presupuestos para programas de salud, educación, vivienda, etc., la eliminación
de subsidios directos a las empresas y la venta de las paraestatales, ocasionó
un fuerte desgaste en la de por sí débil legitimidad de los gobiernos de
facto (Bitar, 1991; Franco, 1991; Maira, 1991 y Paramio, 1991), de manera
que la crisis revirtió contra los regímenes militares que hegemonizaban el
poder en el Cono Sur (Garretón, 1986 y Rouquié, 1987) y en otras zonas del
subcontinente. Así, las dictaduras de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y
Uruguay, cedieron el paso a gobiernos de transición, abriendo la posibilidad de
participación política a formaciones partidistas y dando lugar a la renovación
del pacto constitucional4. Al mismo tiempo, en la región centroamericana
se impulsó una tendencia de pacificación que culminó con el retorno de los
civiles al gobierno.
Incluso en los países que
habían escapado de la oleada militar de los setenta, como México o Costa Rica,
los efectos políticos de la crisis se manifestaron, sobre todo, en el relevo de
las fórmulas corporativistas y patrimonialistas tradicionales por equipos
tecnócratas identificados con el programa neoliberal. A primera vista, el caso
mexicano aparece como sui géneris en esta transición, porque a pesar de
haberse sentido con severidad el embate de la crisis y de verse confrontadas
las opciones políticas dominantes y cuestionada la legitimidad del Estado en el
espacio público, el partido gobernante logró hacer prevalecer su hegemonía. En
México la transición política se reflejó tanto en el surgimiento de formaciones
políticas competitivas como en ajustes internos del grupo gobernante
(Castañeda, 1999).
Desde luego la crisis
económica no fue el único factor que gravitó en la nueva configuración del escenario
político, pues no puede dejarse de lado el peso de la recomposición global de
fuerzas estructurada al término de la guerra de Vietnam, que culminaría
simbólicamente con la destrucción del Muro de Berlín al final de la década de
los ochenta. El respaldo que las potencias occidentales brindaban a las
dictaduras latinoamericanas fue perdiendo fuerza en términos económicos y
políticos en el transcurso de esos diez años, con lo cual los militares fueron
condenados progresivamente al aislamiento internacional.
Por otra parte, a pesar de
haber aplicado con docilidad los programas del FMI, los gobiernos autoritarios
fueron incapaces de concretar los pactos sociales requeridos para romper el impasse
de la crisis. Tanto los sectores empresariales como las clases medias y los
sectores populares, se opusieron a los programas de ajuste por medio de
variadas formas de resistencia. Pero lo decisivo en el desgaste del
autoritarismo fue la ausencia de espacios de negociación política a través de
los cuales poder establecer compromisos activos entre los actores; de esta
manera, un estado de anomia política precedió y acompañó la crisis del
autoritarismo.
3. La
universidad de los ochenta. Reestructuración del sistema
En las circunstancias que
han sido apuntadas, las universidades latinoamericanas se vieron sujetas a la
acción de fuerzas y demandas contrapuestas. Por un lado, la crisis económica y
los subsiguientes programas de ajuste coartaron las posibilidades de un
financiamiento público extensivo, pero, por otro, la restauración democrática
abrió espacios para la recuperación de las instituciones universitarias por las
comunidades académicas, al tiempo que suscitó nuevas expectativas sociales
hacia ellas, sobre todo en aquellos casos en que el régimen autoritario respectivo
había golpeado con rudeza al sector universitario. De esta manera, en Argentina
y Uruguay la ampliación de la matrícula de educación superior fue considerada
como prioridad en la oferta política de los nuevos gobiernos (encabezados por
Alfonsín y Sanguinetti, respectivamente). Mediante medidas de acceso no
restringido en muy corto plazo, la cifra de estudiantes se multiplicó hasta
alcanzar niveles sin precedentes. En el caso de Argentina, se pasó de una
matrícula de medio millón de estudiantes en 1983 a más de un millón al final de
la década; y en Uruguay, de treinta mil a noventa mil alumnos en el mismo
período, con lo cual se alcanzaron proporciones de cobertura de la demanda
potencial similares a las de los países europeos, es decir, en torno al 40%
(véanse los cuadros 2 y 3). En este mismo esquema cabe citar el caso de
Bolivia, que entre 1982 y 1990 pasó de una matrícula de sesenta mil a más de
cien mil inscritos.
Otros casos en los que se
logró mantener o aún incrementar la tasa de crecimiento de los setenta fueron
Colombia, Chile, Perú, y en menor medida Venezuela, pero, a diferencia de los
anteriores, la expansión se puede explicar casi exclusivamente por la
liberalización de la enseñanza superior en el segmento privado.
En el otro extremo cabe
recoger los casos en los que las restricciones del gasto público en el ramo
educativo superior implicaron un crecimiento discreto, casi estacionario, en
comparación con el impulso de los períodos precedentes. Así, en Brasil y México
se mantuvieron tasas de crecimiento entre el 1 y el 2% anual, lo que contrasta
sobremanera con los niveles de 10% de los años sesenta y setenta en estos
mismos países.
Así, aun cuando los
procesos de crisis económica y transición democrática alcanzaron perfiles
regionales, los datos diferenciales de crecimiento de la matrícula superior en
los ochenta hablan de una cierta heterogeneidad en las estrategias para el
desarrollo de la enseñanza universitaria; no obstante, algunos rasgos se
dibujan como pautas de convergencia, en particular aquellos que atañen a la
gestión del sistema como tal.
Durante los años ochenta, y
en mayor medida en la década siguiente, la contracción económica general así
como las pautas neoliberales que ordenaron el enfrentamiento de la crisis,
repercutieron en los sistemas de enseñanza superior dando lugar a una serie de
tendencias disruptivas del cuasi monopolio que el Estado ejercía sobre la
oferta universitaria. Las dificultades para proseguir el ritmo de crecimiento
que exigía la demanda se enfrentaron a través de la liberalización del mercado
de los estudios superiores, al permitir a la iniciativa privada ampliar su
participación en el sector. Este fenómeno ocurrió de forma concomitante con los
procesos en curso de especialización y diversificación dentro de los sistemas
de enseñanza superior, de modo que:
- · En algunos casos la especialización ocurrió gracias al fortalecimiento de determinados grupos de carreras o áreas dentro de las propias universidades o por medio de la creación de establecimientos con una oferta educativa precisa. A través de esta pauta de desarrollo los sistemas educativos superiores tendieron a diferenciarse internamente valiéndose de su oferta disciplinaria: escuelas de ingeniería y tecnologías, institutos superiores de enseñanza normal, establecimientos especializados en disciplinas de la salud, escuelas superiores de comercio, administración y negocios, entre otras, e incluso por ramas de actividad profesional específicas: escuelas superiores de enfermería, de informática, de negocios, de artes aplicadas, etc.
- · Del mismo modo, algunos establecimientos universitarios privados tendieron a especializar su oferta (o fueron creados a tal efecto) bajo la forma de escuelas de elite en el doble sentido de la expresión: con enseñanza de calidad y adecuada a los requerimientos del sector moderno de la economía, y como un habitat social propicio para la toma de contactos útiles en el futuro profesional.
- · Asimismo, se afianzó el denominado sector «no universitario», esto es, el conglomerado de escuelas superiores orientadas a satisfacer la demanda que las universidades públicas no estaban en condiciones de absorber (por problemas de cupo) o que no podían solventar los costos del segmento privado elitista. Durante los años ochenta y noventa proliferaron estos establecimientos, con mínima supervisión y evaluación de parte de las instancias educativas gubernamentales.
Además de la
reestructuración derivada de los procesos de diversificación, especialización y
segmentación social de las universidades, una de las transformaciones más
características del período tuvo lugar en el plano de la cultura organizadora,
cuyo rasgo central está representado por el pasaje de las formas convencionales
de planeación por objetivos hacia fórmulas de programación fundadas en
evaluaciones ex-post. Paulatinamente, la cultura de la evaluación se fue
adueñando del espacio en que opera la gestión de las universidades. En la
década de los noventa los procesos de evaluación llegarían a desempeñar un
papel de primer orden en la promoción de niveles de desempeño y productividad
considerados como deseables, y se aplicaría tanto a los establecimientos como a
las distintas comunidades que conducen y participan en la vida universitaria.
La evaluación cobró este sentido al relacionarse con los procesos de asignación
presupuestaria en sus varios niveles: asignación de fondos para las
instituciones, los proyectos y programas, las becas, los incentivos y salarios,
entre otros (Brunner, 1993).
Por una reforma de gran
alcance, la educación superior chilena marcó pautas en el camino que seguirían
posteriormente los sistemas universitarios de Latinoamérica. La reforma de
1981, en pleno régimen de Pinochet, tuvo como pivote la diversificación y
diferenciación de las entidades de enseñanza postsecundaria (universidades,
institutos profesionales y centros de capacitación), la apertura de
posibilidades para que la empresa privada ofreciera opciones de enseñanza
superior, y, en general, el acotamiento de la participación del Estado en el
financiamiento de las instituciones públicas. Al final de la década, y por
efecto de estas medidas, la mitad de la matrícula total se concentró en
establecimientos privados (Brunner y Briones, 1992; Wolff y Albrecht, 1992).
Horas antes de dejar el poder (el 10 de marzo de 1989), la Junta de Gobierno
promulgó la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (nº 18.962), heredando el
gobierno encabezado por Aylwin el marco legislativo que modularía la reforma
universitaria del gobierno de transición (Berchenko, 1998).
La diferenciación
intrasistémica, acentuada por el proceso de privatización, se desarrolló
gradualmente a todo lo largo de la década, primero en Brasil y Chile, después
en Colombia y Venezuela, y al final de ésta se manifestó como una pauta
dominante (García Guadilla, 1998), que en los noventa sería adoptada por la
mayor parte de los países de la región. A pesar de que la liberalización de la
oferta representó una significativa posibilidad de que los sistemas pudieran
dar respuesta a las crecientes demandas de la juventud, pronto se comenzaron a
advertir problemas de saturación, credencialismo y sobre todo deficiencias en
la calidad de la educación, por lo cual el tema del control de calidad
(supervisión de establecimientos, rendimiento de cuentas, acreditación de
egresados, entre otros) surgió con insistencia desde el inicio de los años
noventa.
En el plano de la relación
entre oferta y demanda universitaria, la tendencia que se dibuja en los años
ochenta corresponde a una mayor concentración en torno a las carreras asociadas
al sector de los servicios y a las profesiones típicas del empleo asalariado.
En contraposición, se advierte una tendencia negativa en el desarrollo de la
matrícula de las profesiones liberales y de las carreras de ciencias básicas y
de ciencias sociales. En el área de las carreras tecnológicas la pauta es muy
similar: las preferencias se orientan hacia las áreas de tecnología «suave»
(sobre todo ingeniería electrónica e informática) y no a las tecnologías
«duras» (civil, mecánica, eléctrica, etc.) y, del mismo modo, se abren paso
planes de estudio en tecnologías de servicio (Rodríguez Gómez, 1995). Desde
luego, este fenómeno, que Schugurensky (1998) describe como «vocacionalización»
de las preferencias, sigue de cerca los procesos de cambio del modelo de
desarrollo y las transiciones del mercado laboral, en el cual la preeminencia
de los servicios, o terciarización económica, denota la significativa pérdida
de presencia de los sectores primario e industrial en la estructura del
producto interno bruto.
Sin embargo, al tiempo que
las preferencias vocacionales de los estudiantes se orientaban hacia la
rentabilidad inmediata de la formación profesional en el mercado de trabajo,
las universidades públicas fueron consolidando sus estructuras de investigación
y postgrado (Kaplan, 1987, Vessuri, 1997). Parte de este fenómeno se explica
como fructificación de los procesos de reforma académica emprendidos desde los
años setenta, por la profesionalización académica y por el papel casi
monopolístico que desempeñan las universidades públicas en los procesos de
desarrollo científico de la región; pero además, este proceso fue apoyado por
la acción de organismos nacionales coordinadores y gestores de financiamiento a
proyectos de ciencia y tecnología, y por un fenómeno coyuntural: el retorno de
cuadros académicos exiliados durante el intervalo autoritario.
En suma, para las
universidades latinoamericanas la década de los ochenta fue un escenario de
intersección, en el que las presiones de la demanda social, las posibilidades
abiertas por la democratización, las restricciones financieras planteadas por
la reforma del Estado, y las señales indicadas por la transformación de la
educación superior en el mundo desarrollado, modelaron un perfil de cambios en
el que sobresalen las tendencias de diferenciación de ofertas, la
multiplicación de funciones y tareas, la redefinición de las relaciones
Estado-universidad, y de replanteamiento de las relaciones
universidad-sociedad.
4. El
contexto de los noventa
El panorama económico y
político de la década de los noventa puede ser descrito, por un lado, en
función de la generalización regional de políticas de corte neoliberal, pero,
por otro, por un cierto desencanto acerca de la efectividad de estas fórmulas.
Así, si en la primera mitad de la década los síntomas de recuperación
macroeconómica alentaron expectativas de estabilización tanto económica como
política, en la segunda se hizo manifiesta la vulnerabilidad de la estrategia
adoptada ante las turbulencias del mercado financiero internacional (Chapoy,
1998). En ese contexto, las preferencias electorales ya no se centran en
favorecer las propuestas «modernizadoras» sino en el voto en favor de ofertas
centristas, generalmente de tipo socialdemócrata, o bien hacia formaciones de
corte autoritario-populista.
En efecto, entre 1990 y
1995 las economías latinoamericanas en conjunto observaron una tendencia de
crecimiento del orden de 3.4% anual, con un tope del 5% en el año 1994. En este
índice de recuperación incidió de forma determinante la inversión extranjera en
los mercados de valores, aunque también jugaron un papel importante las
políticas de austeridad adoptadas. Nuevos créditos comenzaron a fluir a la
región, aunque condicionados por la aplicación de los programas de ajuste
estructural de «segunda generación».
En algunos casos, entre los
que sobresale el chileno, la recuperación hizo posible el reposicionamiento de
los sectores productivos, orientándolos a la exportación de básicos y de
algunas manufacturas; en otros, las políticas de privatización de las empresas
y sectores en manos del Estado trajeron consigo una reactivación de los flujos
de circulante y la promoción del mercado interno. La aplicación de medidas
estrictas para la estabilización de la inflación, la balanza de pagos y la
paridad cambiaria, contribuyó a volver atractiva la zona para la inversión
extranjera en las bolsas de valores; asimismo, la liberalización arancelaria y,
en general, de la reglamentación sobre la inversión directa, auspiciaron el
ingreso de firmas internacionales en los mercados locales (bajo la forma de
maquilladoras, filiales, alianzas, franquicias, etc.) con efectos positivos, si
bien discretos, en el mercado de trabajo no especializado.
No obstante, y a raíz de la
devaluación del peso mexicano en 1994, una nueva racha de inestabilidad acotó
las posibilidades de recuperación (Guevara, 1998). En la segunda mitad de la
década, sucesivas crisis de corto plazo han mostrado la volatilidad del capital
financiero y su inviabilidad como motor del desarrollo económico de la región.
Las recientes crisis financieras de Brasil y Ecuador, ambas en 1999, no hacen
sino ratificar esta tendencia. En el curso de los noventa, una nueva generación
de reformas neoliberales, menos agresivas que los planes de choque pero con
pretensiones de mayor cobertura en ámbitos como el laboral, el educativo, la
producción y los servicios, comenzó a reemplazar los programas de ajuste
prescritos en la década anterior, tal como indica el propio Banco Mundial: «La
elevación de las tasas de ahorro interno, el estímulo a la inversión privada en
infraestructura, la reforma de los códigos laborales y de los sistemas
educativos, y la desregulación y desburocratización de los gobiernos
regionales, están ahora al tope de la lista de prioridades» (Burki y Edwards,
1996. apud. Sotelo, 1996:7).
En el ámbito del empleo,
las pautas de desarrollo seguidas en los noventa se tradujeron en una contracción
relativa de la ocupación en los sectores primario y secundario, mientras que el
terciario continuó recogiendo la demanda laboral emergente. Este panorama de
crecimiento económico del producto sin un crecimiento correlativo del empleo (jobless
growth), tendió a compensarse gracias a una leve mejoría de la
productividad laboral media; aunque como saldo final de la relación entre el
indicador de crecimiento del producto (del orden del 3.7% anual en la década) y
el de la tasa de ocupación (2% anual, cifra inferior al crecimiento demográfico
de la PEA regional en los noventa) derivó en una significativa pérdida de la
elasticidad empleo-producto (Weller, 1998:13).
Frente a los efectos de las
crisis que genera la globalización de los circuitos financieros, los gobiernos
latinoamericanos han optado por articular estructuras de cooperación
intrarregionales. En el curso de la década la actividad en este campo ha sido
especialmente notable; no sólo la iniciativa MERCOSUR ejemplifica este
movimiento, sino que en él se encuadra también la reactivación de ALADI y la
formación de conglomerados regionales en Centroamérica, el área andina y la
zona circuncaribe (Rodríguez Gómez, 1998).
No obstante, al final de la
década de los noventa es manifiesto que la estrategia de desarrollo adoptada ha
sido incapaz de resolver de forma satisfactoria y sostenible los problemas
económicos y sociales de los países latinoamericanos. Por el contrario, dicho
modelo ha generado un mayor desequilibrio en la distribución de la riqueza y en
las oportunidades sociales; así, por ejemplo, mientras que el producto interno
bruto regional logró repuntar en ese período, los indicadores distributivos
mostraron también una mayor concentración de la riqueza en el segmento
económico superior. De la misma manera, la estructura del empleo prevaleciente
expresa la incapacidad de esta política económica para crear nuevos empleos, al
punto que en la actualidad, en la mayor parte de los países de la región, menos
del 50% de la PEA cuenta con un trabajo asalariado y, como consecuencia, con
escaso o nulo acceso a los servicios de provisión social en manos del Estado o
de la iniciativa privada.
En el continente el flujo
migratorio sur-norte se acrecienta año tras año, debido a las condiciones de
pobreza de una creciente proporción de la población, en gran parte jóvenes que
carecen de posibilidades para lograr una inserción real en el sistema de
oportunidades sociales. Este proceso, así como el incremento de fenómenos como
el narcotráfico, la violencia rural y urbana o las expresiones de protesta de
diversos grupos sociales, difícilmente pueden interpretarse al margen de las
tendencias de polarización y exclusión social que ha originado el
neoliberalismo latinoamericano.
5. La
universidad de los noventa. Procesos de cambio y nuevos desafíos
Esta búsqueda de
alternativas para la recuperación del desarrollo encuadra las transformaciones
de los sistemas de educación superior en América Latina en los noventa. En
parte el período se distingue por la consolidación de tendencias iniciadas en
el decenio anterior, pero también por el replanteamiento de las soluciones
experimentadas y la búsqueda de respuestas a los desafíos que aparecen en el
panorama.
En la definición de una
nueva agenda de cambios, la presencia de organismos internacionales como el
Banco Mundial (Salmi, 1998, Coraggio, 1996 y Mollis, 1996), el Banco
Interamericano de Desarrollo y, en el caso mexicano, la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)5, está desempeñando un
papel sin duda relevante. Más allá de los efectos objetivos que estén
registrándose por efecto de la aplicación de las recomendaciones de estos
Organismos, los cuales, dicho sea de paso, hace falta evaluar en sus
dimensiones y alcances reales6, parece asomar un nuevo patrón de
convergencia de modelos de desarrollo universitario, que se manifiesta por
procesos como el apuntalamiento del sector de formación tecnológica superior,
la vinculación de las instituciones de enseñanza superior con empresas y
gobierno, la participación cada vez más reducida del Estado en el patrocinio de
las universidades públicas, y la generalización de procesos de evaluación y
rendición de cuentas. A ello cabe añadir los cambios normativos en el ámbito de
la educación superior en cada realidad nacional. A partir de la reforma chilena
de 1980-81, en los noventa se han concretado modificaciones significativas en
las normas de los sistemas de Bolivia, Brasil, Colombia, Venezuela, y más
recientemente en Argentina.7
Una de las vertientes de
cambio universitario se deriva de la valoración de los efectos que tuvieron las
reformas implantadas por los primeros regímenes democráticos durante los años
ochenta. El caso argentino ilustra esta tendencia: por iniciativa del Consejo
Interuniversitario Nacional (CIN) y de la Secretaría de Políticas
Universitarias del Ministerio de Cultura y Educación, el gobierno justicialista
de Carlos Saúl Menem realizó el primer censo universitario entre octubre y
noviembre de 1994. El censo constató, entre otros aspectos, que el 42% de los
alumnos abandonaba la universidad en el primer año, y que apenas un 19% de los
inscritos lograba graduarse; asimismo se concluyó que, por efecto de la
expansión, se había sobredimensionado el cuadro docente (Méndez y Gutiérrez,
1997). Los resultados del censo dieron pie a una renovación legislativa mayor,
plasmada en la Ley de Educación Superior 24.521, sancionada el 20 de julio de
1995, primera en Argentina que regula el funcionamiento de la educación
superior en su conjunto.
En Brasil la promulgación
de la Lei de Diretrizes e Bases da Educação Nacional,8también
denominada ley «Darci Ribeiro», aprobada el 20 de diciembre de 1996,
sistematizó un conjunto de pautas de reforma universitaria desplegadas desde
finales de los años ochenta. En particular, reconoce los procesos de evaluación
como instrumentos fundamentales para la acreditación de estudiantes, profesores
y de las propias instituciones; establece normas sobre la formación docente,
sobre el perfil académico de las universidades públicas, sobre la transferencia
estudiantil y sobre la acreditación de estudios en el extranjero, y fija la
obligatoriedad de la asistencia de alumnos y profesores a los establecimientos
(salvo el caso de los programas de educación a distancia). Además, esta ley
fija un marco mayor para la autonomía de las universidades públicas en el
sentido de impulsarlas a obtener y gestionar recursos adicionales a los fondos
públicos que las subsidian, que en favor de la autogestión académica (cfr.
Silva y Sguissardi, 1999; Fávero, 1999).
En la década de los noventa
la privatización de la enseñanza superior alcanzó niveles muy notables en toda
la región y a un ritmo muy acelerado. En el transcurso de la década, la
proporción de estudiantes matriculados en universidades privadas pasó de un 30
a más del 45%, lo que hace suponer que en la frontera del 2000 la proporción de
estudiantes en establecimientos privados sea equivalente a la de los
establecimientos públicos, lo que hará —y de hecho está haciendo— que Latinoámerica
cuente con una de las mayores proporciones de estudiantes universitarios dentro
de la opción privada en el mundo.
La gran expansión del
sector privado se ha realizado sobre la base de una multitud de pequeños
establecimientos, que, si bien ofrecen enseñanza de nivel profesional, carecen,
por regla general, de estructuras de postrado y de investigación. Debe hacerse
notar que no todas las instituciones de enseñanza superior pública en América
Latina pueden ser clasificadas como «universidades de investigación», es decir,
como instituciones que cumplen realmente con las funciones de docencia,
investigación y difusión. De hecho, la proporción de la matrícula total que
actualmente se encuentra inscrita en instituciones de este tipo apenas alcanza
el 15% del total (según datos de García Guadilla, 1996:36).
Como complemento de esta
norma de privatización, las propias entidades públicas se han visto compelidas
a diversificar sus fórmulas de financiamiento, bajo la hipótesis de
corresponsabilidad con el Estado: cobro de cuotas de admisión y colegiaturas,
venta de productos y servicios, vinculación con el aparato productivo,
concurrencia sobre financiamientos concursables, entre otras.
Ahora bien, al tiempo que
las universidades comienzan a operar en un marco de recursos limitados (lo cual
implica sin duda la ruptura de ciertas inercias y una más cuidadosa
programación y distribución del gasto), encaran el desafío de cumplir un papel
clave en la formación de sujetos y cuadros capaces de actuar dentro del nuevo
escenario de competencias, saberes y destrezas. A la orden del día está la
reforma académica que haga posible la formación permanente y la actualización
de los profesionales, así como la renovación de la tercera función académica de
la universidad: difundir la cultura y extender socialmente los resultados y
productos de la investigación universitaria.
6.
Consideraciones finales
Las universidades públicas,
instituciones que se identifican y valoran por su legítima vocación en favor
del descubrimiento, la creación y la comunicación de conocimientos sobre la
materia, la naturaleza, la sociedad y el ser humano, habrán de jugar un papel
decisivo dentro de las transformaciones requeridas para acceder al siglo XXI en
condiciones de fortaleza económica, estabilidad social y régimen democrático.
En este sentido, la función
de liderazgo académico se convierte en central al apreciar el trascendente
papel de la institución en la formación de futuras cabezas en los distintos
campos y dominios de actividad, en sus posibilidades de crear conocimientos e
innovaciones útiles para la producción y los servicios, así como en su labor de
orientación —en términos de transmisión de racionalidad pero también de valores
y actitudes— hacia los grandes sectores de la población y del gobierno. Es
preciso agregar que, en el futuro, la actualización de sus funciones académicas
depende, en buena medida, de las relaciones y pactos que pueda establecer la
institución con la sociedad en general y con el Estado para allegarse los
medios que garanticen el nivel de calidad académica que se busca sostener e
incrementar.
La sustentabilidad
financiera no es un fin en sí misma, pero es un requisito en el que
inevitablemente se asientan las posibilidades de avanzar al ritmo que marca la
dinámica del conocimiento y las crecientes exigencias del mercado profesional.
De otra forma se corre el riesgo del estancamiento y, a la postre, de la
inviabilidad como vanguardia de los procesos de modernización. Desde su propio
movimiento académico, la universidad pública necesita de recursos crecientes
para estar a la par con otros centros de estudio en materia de investigación y
desarrollo, así como para atender a las innovaciones en el campo de la
transmisión de conocimientos.
En estos momentos la
complejidad del escenario internacional y las también complejas demandas del
entorno regional, proponen a la universidad pública grandes retos: contribuir a
que los países cuenten con las capacidades científicas y tecnológicas
suficientes para competir en una economía mundial globalizada; crear los
cuadros profesionales y técnicos que la renovación de las estructuras de
producción y de servicios del país está requiriendo; participar en el debate
sobre temas que son cruciales para definir las opciones de política económica,
de modelos de desarrollo social, de gobierno y participación ciudadana, entre
otros. También le compete a la universidad de hoy anticipar y apoyar procesos
de cambio en aspectos tales como la dinámica poblacional, el empleo, la distribución
de los servicios de salud y educación, la impartición de justicia y el respeto
a los derechos humanos, la preservación del medio ambiente y el patrimonio
cultural nacional, por citar algunos ejemplos.
Estas exigencias requieren
que la universidad cuente con los recursos, instrumentos y espacios que le
permitan cambiar y renovarse de forma continua, pero también conservar el
rigor, la originalidad y la inteligibilidad organizada y sistemática de la
producción de conocimiento, así como la especialización y la capacidad para la
formación profesional y ciudadana. Preservar su misión y cumplir con sus
compromisos sólo es posible con una vigorosa y fortalecida vida académica, que
ofrezca garantía sobre las destrezas y competencias que adquieren sus alumnos y
sobre su trabajo de investigación. De esta manera, la universidad tiene que
disponer de una organización que le permita, al mismo tiempo, incorporar los
avances científicos y satisfacer las necesidades que implican los procesos de
cambio social. En el terreno docente, esta idea se traduce en la obligación
universitaria de proporcionar una formación que permita procesos de adaptación
permanente a las exigencias que imperan en el mundo del trabajo, concordante
con los avances de la ciencia, la tecnología y el pensamiento crítico sobre la
sociedad y la cultura. Además, está comprometida en procesos de formación
permanente y actualización de su planta académica, así como con la educación
continua de sus egresados.
Notas
(1) El término hace
referencia al papel cumplido por el desarrollo computacional en la integración
del conjunto de campos tecnológicos (nuevos materiales y energías, control
numérico, biogenética, telemática, robótica, etc.) característicos de la
producción basada en la utilización intensiva de conocimiento.
(2) Los efectos de la
automatización, y en particular de la informática en el mundo del trabajo,
constituyen tema de un amplio debate (cfr. Hyman, 1998); es claro, sin embargo,
que la introducción de alta tecnología en las líneas de producción se ha
acompañado de cambios importantes en la organización del trabajo y en la
demanda de competencias laborales. Por otra parte, en el ámbito de la
distribución y en los servicios la generalización de herramientas y procesos
informáticos se aprecia como una pauta dominante; asimismo, la introducción de
la computadora en el hogar y en la escuela ha hecho de este instrumento parte
de la cotidianidad de los individuos. Para apreciar la velocidad de esta
transformación, recuérdese que IBM puso el primer computador personal (PC) en
el mercado en 1981.
(3) La bibliografía sobre
este tema es muy extensa. Para una actualización del debate puede consultarse
el número de marzo de 2000 que la revista Higher Education Policy
(Pergamon, Oxford, vol 13 núm. 1) dedica a la problemática de la
diversificación y diferenciación de los sistemas de educación superior.
(4) En el caso brasileño,
el Congreso se erigió en Asamblea Nacional Constituyente en 1987, dos años
después de la entrega del gobierno por los militares; en 1988 se aprobó la
Constitución de la Nova Republica. En Argentina, la iniciativa de llevar
a cabo la reforma constitucional no se produjo hasta 1994, en que el presidente
Menem convocó una Convención Constituyente. Cfr. De la Garza, 1999.
(5) Véase OCDE, 1997, que
contiene el estudio del Organismo sobre la educación superior en México. Un
análisis de este documento puede verse en Guevara, 1998.
(6) El debate en torno a la
presencia de estos Organismos internacionales en las políticas de educación
superior en América Latina ha sido, casi siempre, un debate con tintes
políticos e ideológicos bastante señalados; sin embargo se carece de
investigaciones que pongan de manifiesto en qué extensión y con qué resultados
las propuestas del Banco Mundial y de otras agencias han sido implementadas en
este campo.
(7) En Argentina se aprobó
la Ley de Educación Superior (1995) que otorga a las universidades plena
autonomía administrativa y en la asignación de recursos internos, gestión de
personal y selección de estudiantes; se autoriza el cobro de colegiaturas en
las entidades públicas; se establece un marco común para los sectores público y
privado a través de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación
Universitaria (CONEAU), entre otros aspectos. De forma concomitante, ese mismo
año el Banco Mundial autorizó un financiamiento de 240 millones de dólares como
base para el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria (FOMEC). El
texto de la Ley puede verse en la dirección de la Secretaría de Políticas Universitarias
(http://www.spu.edu.ar/homespu/home.htm).
(8) El texto completo de la
LDB puede consultarse en el sitio: http://www.ufba.br/ldb.html.
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