¿ES LA ESCUELA UNA INSTITUCIÓN PÚBLICA DEMOCRÁTICA?
Eduardo Rodríguez Zidán
Introducción
La escuela pública está enfrentando los nuevos desafíos propios de una sociedad que se sacude, de manera turbulenta, siguiendo los avatares del paradigma económico neoliberal. En el pasado, el objetivo esencial de la educación a cargo de los Estados nacionales era asegurar la cohesión social, mediante la enseñanza universal de los principios democráticos, trasmitiendo los valores, las normas de convivencia y las pautas culturales que las sociedades capitalistas de lo siglos XIX y XX requerían para perpetuarse y reproducirse. En nuestros días, la educación pública atraviesa por un proceso de transformación de enorme magnitud. Por una parte, los estudios sobre la educación dejan en evidencia que los propósitos de asegurar la enseñanza universal, democrática y de calidad para todos los alumnos y las alumnas representan grandes desafíos, y qué, salvo excepciones, estamos muy lejos de alcanzar esas metas.
Desde otro punto de vista, todos los servicios públicos que tradicionalmente han estado bajo la responsabilidad social del Estado, están siendo presionados por el nuevo discurso conservador. Según este modelo, los parámetros para evaluar la enseñanza deber ser los mismos que se aplican en el mercado neoliberal: conceptos tales como productividad, eficacia, eficiencia, tasa de retorno, rentabilidad, entre otros, son esgrimidos para evaluar los objetivos educativos, los fines escolares, el rendimiento de
los alumnos, la calidad de las escuelas, etc. Pero el hecho de denunciar y enfrentar esta forma de concebir a la enseñanza pública, no debe ser un argumento para defender a la escuela tradicional. La formación de ciudadanos verdaderamente críticos, solidarios y libres no puede quedar en manos de un modelo de escuela burocratizada que responde a lógicas tradicionales de un aparato escolar que funciona con una fuerte discriminación selectiva donde la inercia institucional , que rechaza todo cambio, se apoya en una estructura vertical del poder.
Para comprender los actuales procesos de cambio en las instituciones educativas, es ineludible partir de una premisa fundamental: el modelo tradicional de la educación ya ha cumplido su función histórica, y en consecuencia está agotado. La construcción de un proyecto democrático de educación pública debe partir del análisis de las principales contradicciones que implica enseñar valores democráticos en una sociedad caracterizada por una cultura social postmoderna, donde predomina el individualismo exacerbado, la competencia por bienes escasos, la imagen de que la vida se reduce a la búsqueda del placer inmediato, del just do it . En la sociedad actual el conformismo social es potenciado por el descreimiento en la participación política de la ciudadanía, desconociéndose la relevancia del análisis histórico, político e ideológico para explicar la naturaleza dialéctica y la interdependencia mutua entre escuela y comunidad.
Es necesario implantar, por esa razón, un nuevo modelo de escuela pública donde la cultura escolar sea un instrumento para la transformación de la sociedad. ¿Es posible fundar una nueva escuela pública como herramienta para el cambio social? Este material tiene el propósito de aportar algunos elementos conceptuales y analíticos para poder responder a esta pregunta.
Escuela y democracia en Dewey, Durkheim y Varela
Una forma de entender las relaciones entre los fines de la democracia, la democratización de la enseñanza y el rol específico de las instituciones educativas como espacios para la educación cívica de ciudadanos republicanos, es comparar las principales contribuciones teóricas del filósofo norteamericano John Dewey (1859-
1952) y el sociólogo francés Emile Durkheim (1858-1917), que junto con la obra del
uruguayo José Pedro Varela (1845-1879) constituyen a nuestro juicio las fuentes principales para abordar este tema desde una perspectiva histórica. El eje común más claro es su crítica a los modelos educativos tradicionales y su defensa de nuevos vínculos entre escuela y sociedad.
La consideración del ámbito escolar como un microcosmos, espacio donde los alumnos guiados por el docente establecen interacciones sociales que van estructurando, mediante un proceso de internalización de normas y valores, su futuro rol como ciudadanos demócratas, es un asunto compartido por las teorías de Varela y Durkheim, pero también es un tema que Dewey, precursor y fundador de la Escuela Nueva, formulara en la última década del siglo XIX. Los postulados varelianos anticipan lo que varias décadas más adelante fuera preocupación del propio Dewey. Westbrok (1999), recuerda que en el año 1896 el representante del pragmatismo en educación defendía que “la escuela es la única forma de vida social que funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la construcción de una escuela es su punto de partida”.
La tesis que vincula el centro escolar con el mundo social y el régimen político de cada época histórica fue revisada una y otra vez en las obras de los tres autores. En este escrito, nos interesa hacer notar algunos factores comunes en las propuestas filosóficas y teóricas de Varela, Durkheim y Dewey, en la medida que sus trabajos son contribuciones importantes para entender los problemas educativos, especialmente el papel de la escuela como agente de construcción democrática. Esta relación aparece tanto en la definición de los fines de la educación como en las prácticas concretas de las situaciones pedagógicas. Al estudiar el segundo aspecto, en los párrafos que hemos seleccionado a continuación, cotejamos la imagen del grupo clase como representativo de un mapa social según la imagen de Varela, y la metáfora de Durkheim al pensar a la unidad escolar como sociedad en pequeño.
“Una clase, en efecto, es una sociedad en pequeño y no hay que conducirla como si no fuera más que una simple aglomeración de sujetos independientes unos de otros. Los niños en clase piensan, sienten y actúan de modo distinto a cuando están aislados. En la clase se producen fenómenos de contagio, de desánimo colectivo, de sobreexcitación mutua, de efervescencia saludable.” (Durkheim,1976: 151)
El paralelismo es muy evidente. Los dos autores, reconocen que la democracia se construye a partir de la acción de la escuela como institución social, pero además remarcan la importancia de la socialización formal en un círculo de intercambio de roles sociales y prácticas de aula que deben reproducir el mundo real. Pensar , sentir y actuar, representan en Durkheim los tres vértices de un hipotético triángulo de posibilidades que potencian la acción de los individuos en una o varias direcciones. El maestro, debe asumir un rol protagónico, técnico y direccional en ese espacio de aprendizaje.
“La escuela en su organización definitiva debe ser un mundo pequeño, donde los niños piensen, sientan y se agiten como los hombres. La escuela, si me es permitida la expresión, es el mapa del mundo donde se encuentran en un círculo reducido, todas y cada una de las infinitas formas bajo las cuales se presenta la vida, todos y cada uno de los móviles que ponen en ejercicio la inteligencia y la voluntad del hombre.” (Varela, 1874: 29)
Para Varela, en el aula “los niños se deben agitar como los hombres”. Por eso es importante el conjunto de experiencias cotidianas (donde el profesor exterioriza su rol de autoridad, pero no el autoritarismo) a partir de las cuáles los alumnos internalizan el aprendizaje de los valores democráticos . Así, se puede ir “preparando al niño para ser hombre y al hombre para ser ciudadano”. El principio de ciudadanía, que en términos generales es el derecho de cada sujeto social a participar (como elector o como representante) del Gobierno de su nación, es una categoría central para entender la propuesta de la reforma vareliana, y particularmente la responsabilidad de la escuela como agente de construcción de una vida democrática. Existe, en cierto modo, una relación directa entre escuela obligatoria, gratuita y pública con el sufragio universal, la libertad y el fortalecimiento de las instituciones democráticas.
Pero los derechos de la ciudadanía se deberían expresar, según Varela, no solamente con la participación consciente e inteligente en las instancias democráticas de la vida política de un país, sino también en el compromiso que la escuela pública asume al
formar individuos productivos que logren integrarse al sistema económico propio de una sociedad moderna , industrial y desarrollada. Del mismo modo no posible sostener un gobierno republicano si este no está construido sobre la base la formación científica. Esa idea se expresa, en el siguiente párrafo del autor:
“Para adoptar la forma democrática republicana, no es una intuición, no es un instinto; es una ciencia, ciencia que en sus principios elementales al menos, deben poseer todos los ciudadanos de una república, ya que todos reunidos, forman la nación y deciden de sus destinos. El sufragio universal supone la conciencia universal. Sin ella la república desaparece, la democracia se hace imposible y las oligarquías, disfrazadas con el atavío y el título de república, dispone a su antojo del destino de los pueblos. El sufragio universal supone la conciencia universal y la conciencia universal supone y exige la educación universal.”(Varela, La Educación en la Democracia, Cap. VIII de la Educación del Pueblo, citado en Gatti, E. y Acosta, Y, 1985: 45)
Por otra parte, mediante el ejercicio del meetings se expone claramente la idea vareliana de democracia en la escuela. En la práctica del debate, con el intercambio de argumentos y el diálogo entre los alumnos, se van creando las condiciones institucionales que establecen una cultura democrática en las aulas y en los diferentes espacios escolares. Los docentes deben ser impulsores de estas nuevas experiencias. “El maestro —opina Varela— debe buscar las ocasiones de que haya meetings en la escuela, con el objeto de enseñar a los niños como se discute y se decide” (Varela, 1910: 218).
Con frecuencia convocad meetings —sostenía Varela en la Educación del Pueblo dirigiéndose a los maestros— y aún dejad que una petición por escrito, firmada por un número dado de niños, sea motivo de una convocatoria” (Ibíd.: 221) para concluir posteriormente que “(...) el maestro debe generalmente presidir estos meetings, él solo puede regularlos y dirigirlos bien: pero para dar ocasión a los niños de aprender a ser presidentes o moderadores, debe, a veces, hacerlos presidir. Estando cerca de él y auxiliando al niños con su autoridad, en caso necesario, ninguna turbación puede suceder. En un club de discusión, los niños deben tener sus propios empleados, pero es bueno, para el maestro, estar presente en él tanto como pueda”.
Las prácticas escolares de niños y niñas, entendidas de esta manera, no solamente deben limitarse a la incorporación de contenidos curriculares sino que es muy importante no desatender la formación del ciudadano para el ejercicio directo de la democracia. Cualquier escuela pública, debería contar con oficiales o empleados escolares (secretarios de clase, director de correos, banquero, editores de periódicos, etc.) donde el desempeño de estos roles anticipatorios de la vida adulta permita ir configurando un nuevo aprendizaje de valores. En este tipo de elecciones que involucran a los niños de la escuela, generalmente, “las balotas (sistema por bolillero) son el mejor recurso”; sugería Varela a los maestros de educación primaria.
Desde el punto de vista filosófico también está presente la idea de educar ciudadanos para insertarse en la república como condición necesaria para lograr la participación política en la sociedad democrática. El gobierno republicano es reconocido por Varela como “el más perfecto de todos que los hombres han adoptado” (Ibíd.: 53) y debe ser el resultado de la educación democrática de los pueblos regulada por el Estado. Por esa razón las escuela es considerada la base de la república. Los párrafos que siguen, in extenso, expresan esa idea.
“Educación exige el voto consciente que se deposita en las urnas electorales, para saber apreciar, por juicio propio y razonado, el orden de ideas políticas, económicas o sociales a que se quiere servir; educación exige el veredicto consciente que se formula, para decidir de la felicidad, de la honra, de la vida del hombre, en los casos en que el ciudadano es llamado a fallar en los juicios populares; educación exige el desempeño consciente e inteligente de todos los puestos públicos, que el ciudadano puede ser llamado a desempeñar, y a los que puede aspirar legítimamente, educación exige el voto consciente dado en pro o en contra de una ley, en el recinto del Cuerpo Legislativo, educación exige y exige imperiosamente e ineludiblemente el uso consciente de todos los derechos y todos los deberes del ciudadano. La escuela es la base de la república; la educación la condición indispensable de la ciudadanía.” (Ibíd.: 45)
Con la misma fuerza conceptual, Durkheim demuestra que una escuela democrática debe ser fundamentalmente neutral, tanto desde el punto de vista de una moral laica como en la formación ideológica de los ciudadanos.
“La Escuela no puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar a sus alumnos al surco de sus simpatías partidistas personales por muy justificadas que a él le parezcan que son. Pero a pesar de todas las disidencias, se goza ya actualmente, sobre el fundamento de nuestra civilización, de cierto número de principios que implícita o explícitamente son comunes a todos y que muy pocas personas se atreven a negar abierta y directamente: respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y sentimientos que constituyen la base de la moral democrática.” (Durkheim, 1976: 55)
John Dewey y la educación democrática
El análisis entre democracia y educación, fue una preocupación central, también, del pensamiento de John Dewey. En términos generales, el filósofo norteamericano entiende que la educación es el medio para asegurar la formación de ciudadanos como miembros en igualdad de condiciones que participan, discuten, actúan y se integran a la vida en comunidad. El modelo de sociedad democrática propuesto debe alcanzarse mediante la acción educativa que deviene en acción en la vida pública, en un proceso de orden, reproducción y reforma social. Al igual que Varela, Dewey sostiene que existe la democracia si hay participación conciente de los ciudadanos y ello es posible mediante una práctica pedagógica funcional al sistema político, un vis a vis, entre escuela y sociedad.
“Una sociedad es democrática en la medida en que facilita la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales y que asegura el reajuste flexible de sus instituciones mediante la interacción de las diferentes formas de vida asociada. Tal sociedad debe tener un tipo de educación que dé a los individuos un interés personal en las relaciones y el control social y los hábitos espirituales que produzcan los cambios sociales sin introducir el desorden.” (Dewey, 1953:108)
Dewey, al igual que Varela, piensa que “un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito si no están educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes” (Ibíd.: 98). La educación es para él actividad, pensamiento, transformación de la realidad y el ambiente, esencialmente tarea cooperativa, social, y democrática. El alumno debe aprender haciendo, participar en actividades y experimentar, después pensar y reflexionar, luego volver a la actividad y transformar la realidad. La escuela es vida social, educación democrática y espacio de experiencia colectiva, pero además es un agente que puede alterar el orden social. La construcción de una sociedad más justa implica un compromiso de la escuela con la igualdad de oportunidades. Así lo exponía Dewey (1953: 17): “evidentemente, una sociedad a la que sería fatal la estratificación en clases separadas tiene que procurar que las oportunidades intelectuales sean accesibles a todos en forma equitativa y fácil.”
No es posible encontrar el verdadero sentido de una educación cívica democrática si no existe una coherencia entre la retórica del discurso democrático, los métodos pedagógicos y la forma de organizar la escuela. El diálogo interactivo entre los educadores y sus alumnos, la dinámica de intercambio entre el pensamiento y la acción, entre las ideas y los proyectos vividos como tales por los participantes, aseguran el proceso de reconversión radical del pensamiento, etapa necesaria para construir, a partir de ahí, nuevos conocimientos y perspectivas sobre el mundo que deben situarse en realidades concretas que interesen a los alumnos. Este proceso, Dewey lo describe como una experiencia activa entre el pensamiento y la acción. Desarrolla esta idea en su trabajo Experiencia y Educación, cuando dice que “la continuidad y la interacción en su unión activa, recíproca, dan la medida de la significación y el valor de una experiencia. La preocupación inmediata y directa de un educador son, pues, las situaciones en que tiene lugar la interacción” (Dewey, 1967: 48). El resultado de ese proceso es la reconstrucción del conocimiento, o dicho con sus propias palabras, “la reconstrucción de la experiencia” (1967: 52).
Como veremos más adelante, esta idea de “reconstruir” la realidad a través de la experiencia, caló hondo en distintas corrientes teóricas contemporáneas de la educación, que partir de este principio elaboran nuevos marcos conceptuales para elaborar nuevas definiciones de los centros educativos como comunidades críticas de educadores. En este sentido, es muy clara la influencia de Dewey en la teoría crítica de Wifred Car (1983) o en los estudios de Berstein sobre las instituciones escolares como comunidades comprensivas y democráticas. De la misma manera, podemos comprobar que Ángel Pérez Gómez —quien formula la definición de un nuevo rol para las escuelas en la época posmoderna— especifica que las mismas deben convertirse en una “comunidad de vida y de participación democrática” donde cada individuo tiene que “reconstruir, conscientemente su pensamiento y actuación a través de un largo proceso de descentración y reflexión crítica sobre la propia experiencia” (1997: 59).
Volviendo a los argumentos filosóficos de Dewey, debemos decir que éstos reconocen la influencia del pragmatismo de W. James y del evolucionismo de Darwin. No es extraño, por tanto, descubrir que muchas de la novedades de la teoría de la educación de Dewey, (la relación entre democracia y educación, o el reconocimiento de la actividad del alumno como condición sine qua non para promover aprendizajes) ya habían sido discutidas en Uruguay —caso particular que aquí vamos a citar— cuando la Sociedad de Amigos de la Educación Popular apoyó la fundación de centros experimentales en la ciudad de Montevideo, como la escuela Elbio Fernández.
Dewey, como Varela, debió justificar la nueva escuela —la escuela del mañana, recordando uno de sus libros mas conocidos— a partir de la crítica de la escuela pasiva o escuela vieja. Los argumentos expresados en esa fuente, en el año 1910, reproducen casi las mismas críticas que Varela pronunciara en relación a la escuela lancasteriana de nuestro Uruguay, en 1874. Para la gran mayoría de los maestros y de los padres, “la palabra escuela es sinónimo de disciplina, de niños quietos, de filas de niños sentados en pupitres, inmóviles, atendiendo al maestro y hablando sólo cuando se les interroga a ellos” (Dewey, citado por Acevedo, Eduardo, 1931: 277). En otro trabajo, Dewey (1967) reforzaba esos conceptos al señalar que el control arbitrario sobre los cuerpos y las mentes de los alumnos, una de las características principales del modelo pedagógico tradicional, anulaban, en última instancia, el ejercicio de la autorreflexión y del librepensamiento.
Coinciden Varela y Dewey en que la educación para la democracia necesita de una escuela donde los niños y niñas se organizan como comunidad cooperativa y tengan conciencia de pertenencia: son miembros de una estructura con un orden social determinado, y debe promoverse, en consecuencia, el sentido de igualdad de oportunidades así como el espíritu democrático. Las experiencias en la escuela que permiten ejercer diferentes funciones, hábitos y conductas (socialización anticipatoria de nuevos roles), el debate para seleccionar los cargos de representatividad escolar, el entorno social de discusión y argumentación democrática sólo son posibles si existe interés del niño, pero también es importante una acción decidida del maestro para inculcar la moral democrática.
“La educación, en verdad, es lo que nos falta, pero la educación difundida en todas las clases sociales, iluminando la conciencia oscurecida del pueblo y preparando al niño, para ser hombre y al hombre para ser ciudadano (…). La extensión del sufragio a todos los ciudadanos exige, como consecuencia forzosa, la educación difundida a todos: ya que sin ella el hombre no tiene la conciencia de sus actos, necesita para obrar razonadamente.” (Varela)
¿Es posible que las escuelas se conviertan en agentes de transformación social? En este punto, creemos que coinciden, en términos generales, los tres autores que estamos cotejando. Si bien, a priori, parecería que las instituciones educativas son esencialmente reflejo de la sociedad de su época, en las teorías educativas que comparamos, tanto Durkheim, como Dewey y Varela, interpretan la idea de que el cambio social puede ser consecuencia, entre otros factores, de la reformas pedagógicas. Pero para que ello sea posible es necesario el protagonismo del profesorado, conciente, reflexivo, crítico, y capaz de formar el carácter y la moral de las nuevas generaciones a través de programas y reformas escolares .
Por tanto, no parece aventurado afirmar que la propuesta de Varela sobre su concepción de cuál es y cuál debería ser la relación entre escuela y sociedad (integración, reproducción y en ciertas condiciones cambio social) así como la manera de definir a los centros educativos como repúblicas escolares [1] que educan a los ciudadanos de la
nación, son esquemas de pensamiento que luego se expresaron, con relativa similitud, tanto en la filosofía pragmática de Dewey como en la racionalidad y la moral democrática que naturalmente caracterizaba la teoría de Durkheim.
Una discusión contemporánea sobre la escuela como institución democrática.
La primer dificultad que debemos enfrentar al estudiar a las escuelas como centros educativos públicos y democráticos es, precisamente, que este concepto tiene diferentes usos en distintos contextos. Democracia, es un concepto polisémico. En este sentido José Domínguez (2005) presenta de forma extensa esta problemática, aclarando los significados del sustantivo “democracia” y del adjetivo “democrático” a los efectos de poder dar un sentido definido a las expresiones “una educación democrática para una sociedad democrática”, “democracia escolar para la democracia política, cívica y económica”.
Etimológicamente, se traduce democracia como “poder del pueblo”, “autoridad del pueblo”, “soberanía del pueblo” “gobierno del pueblo”. La definición de la Real Academia Española (RAE, 2002: 503) es menos expuesta que las anteriores, definiendo a la misma como una “doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno”. Rousseau sostenía una definición más fuerte, conocida como democracia radical: concibió la democracia como “autogobierno de el pueblo para sí mismo”, exaltando al máximo los principios de autorregulación, libertad y autonomía del individuo. Lo cual se enfrentaba a la definición de la democracia como sinónimo de representación parlamentaria. Esa confrontación representa hasta nuestros días dos visiones claramente antagónicas. Así, Voltaire abogaba por una concepción débil de la democracia, justificándose en los términos siguientes:
“Parece muy extraño que el autor del Contrato Social diga que todo el pueblo inglés debería sesionar en el parlamento, y que deja de ser libre cuando su derecho consiste ha hacerse representar en el Parlamento por diputados. ¿Quisiera acaso que tres millones de ingleses vengan a hacer sentir su voz a Westminster?” ( Voltaire, citado en Vila, 2003).
Lo que Rousseau defiende en realidad, en su célebre tratado, es la democracia directa: “La soberanía no puede ser representada por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo, pues, no son ni pueden ser sus representantes, son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica, es nula. El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada.” Por tanto, para él la educación democrática, deber ser “pública” (que significa popular) conforme al sentido fuerte del concepto.
Las instituciones públicas, como la escuela, deben ser centros democráticos en un sentido fuerte, es decir, practicar el principio de la neutralidad religiosa e ideológica, tal como han dejado patente Durkheim y Varela. Al mismo tiempo, para que las escuelas además de públicas sean verdaderamente democráticas, deben ser instituciones que funcionen reguladas por el principio de convivencia democrática, esto es, un régimen de autogobierno con la máxima participación del pueblo soberano. En este caso, la comunidad democrática de una escuela la integran los alumnos, profesores, padres y demás personas vinculadas con los procesos de aprendizaje.
La democracia, en el sentido liberal del término, está íntimamente relacionada con la expresión escuela pública, y ambos, deben su origen a los movimientos revolucionarios franceses. Gimeno Sacristán (1999: 69) afirma que “el espíritu que orienta la educación pública, heredado de la Revolución Francesa, es el de ser un poder para perfeccionar el cuerpo social y servir al progreso, además de a la libertad individual; es decir, está animado de un propósito colectivo”. Tras la Revolución Francesa se fue consolidando, muy lentamente, el proceso de desplazamiento de las monarquías y de la aristocracia feudal, dando paso a sistemas democráticos o repúblicas, que aseguraban formalmente el derecho político de participación ciudadana. En los estados liberales de los siglos XIX y XX la democracia es restringida , débil o limitada, porque se reduce la misma a la participación electoral de la ciudadanía (además sesgada por criterios de raza, género y clase social).
En síntesis, desde una perspectiva liberal del concepto democracia, ésta se limita al espacio político, desatendiendo los ámbitos institucionales relacionados con la economía —¿hay democracia en las empresas?— la educación y la familia —¿hay democracia en las escuelas?, ¿en los hogares?—, como lugares que se regulan por mecanismos autoritarios. Pero, ¿qué es una educación democrática? Ignacio Sotelo (1995: 56) responde con la idea rousseauniana de democracia fuerte al decir que ésta es la que se imparte “a todos por igual”, es decir considerando además que la democratización de la enseñanza, desde esta perspectiva, implica “abrir las instituciones educativas a todos los miembros de la sociedad “. Define (Ibíd.: 57) la educación democrática así:
“(...) una enseñanza que prepare para la convivencia democrática. Ya no es sólo su universalidad, enseñanza igual para todos, ni su carácter público, al asumir el Estado la responsabilidad en el campo educativo, sino que por educación democrática se entiende el empleo de determinados métodos y contenidos educativos. Sin ellos, una educación para todos, llevada a cabo por el Estado, podrá servir más bien a fines que podrían calificarse de totalitarios. La democratización de la enseñanza ha de comportar, por tanto estos tres caracteres: enseñanza para todos, enseñanza estatal y enseñanza con métodos y contenidos democráticos.” [2]
Estas ideas encarnan, nuevamente, la vigencia de los principios de la filosofía de John Dewey, al marcar como fundamental que la educación democrática debe ser parte de un proyecto institucional democrático de la escuela, que involucre a los sujetos en una nueva experiencia de vida, incluyendo hasta las mismas estrategias pedagógicas como recursos para la formación de hombres libres, verdaderamente republicanos, miembros comprometidos de una comunidad que resuelve socialmente y colectivamente sus problemas. Wilfred Car (1995:108) refuerza esta visión al recalcar que, para Dewey, “la educación ofrecida por una auténtica democracia no puede ser otra que una educación en y para la democracia”. Igualmente podemos comprobar que, la teoría crítica de la enseñanza que elaboraran Car y Kemmis, rinde tributo a las contribuciones del pedagogo norteamericano.
La formación de una ciudadanía crítica
Hemos sostenido a lo largo de este artículo que uno de los grandes objetivos de la educación democrática, en el sentido fuerte del término, es formar ciudadanos que sean participantes activos y comprometidos con la convivencia democrática en todos los ámbitos de la sociedad. La experiencia escolar debe ser sentida como un proceso de reconstrucción del pensamiento, de cambio en las perspectivas de los sujetos, a partir del debate, la discusión pública y el contraste de opiniones. Sin embargo, sabemos que estos objetivos encuentran serios escollos para llevarse a cabo en el contexto actual de crisis en los fines de la educación y desarticulación de las políticas públicas por parte del nuevo modelo hegemónico del neoliberalismo económico, y su correlato, el Estado mínimo. Pensamos que este proceso es producto del avance en la globalización de la economía, proceso que comprende el auge de las privatizaciones, la primacía de la lógica del mercado (y de la circulación libre de las mercancías, incluida, para muchos, la educación como un beneficio más), el fomento del individualismo, el teleconsumo, la competencia, etc.
Al revisar la literatura especializada sobre este tema, comprobamos que existe un consenso cada vez más generalizado y defendido por muchos autores (Gimeno Sacristán, 1999a, 1999b, Pérez Gómez, 1999, Santos Guerra, 1999, Bolívar, 2005, Giroux, 1999) que mantienen la idea de que la escuela pública debe asumir los nuevos retos de enseñar a pensar y criticar en el contexto de la posmodernidad, resistiendo la imposición del paradigma neoliberal. En palabras de Gimeno Sacristán (1999a :77), “la escuela pública tiene que dar batalla en la relevancia intelectual en una sociedad en la que el conocimiento y las habilidades intelectuales y de comunicación desempeñan un papel decisivo para entender el mundo y para participar en él”. El problema del conflicto en los sistemas de enseñanza, como se argumenta en un valioso ensayo de este autor, de 1998, nos remite a la existencia de poderes inestables en educación.
Una de las causas que ha desarticulado los sistemas educativos contemporáneos en los países que iniciaron profundas reformas de la enseñanza con las consignas de equidad, calidad, diversidad y eficiencia, es que recolocan o reestructuran [3] los centros de autoridad modificando el mapa tradicional de los poderes en educación. El nuevo
discurso de las reformas educativas revaloriza el lugar de las familias, le da más espacio a la comunidad en la toma de decisiones, reduce el papel del Estado, y otorga más autonomía a los centros educativos.
La construcción de este nuevo “mapa” del poder en educación es consecuencia, entre otros factores, de la presión conservadora hacia las escuelas, producto de la racionalidad economicista impuesta por los nuevos paradigmas neoliberales. Algunos indicadores de esta presión sobre las escuelas son las demandas de mayor eficiencia en los resultados, la aplicación de instrumentos objetivos de medición educativa, el nuevo rol de los padres y alumnos como consumidores de servicios educativos, la limitación de los poderes públicos, la imposición de la teoría del mercado educativo como la más adecuada para el desarrollo de los países.
Gimeno Sacristán (1999b: 265-297) estudia cómo a partir del discurso conservador sobre la sociedad donde se sostiene que el Estado debe desaparecer, la ideología dominante impone un nuevo mapa de los poderes en educación. Como ejemplo, señala que existe un equilibrio inestable entre la escuela y las familias. Por un lado, quienes se identifican con los movimientos progresistas e innovadores, defienden la participación activa de los padres en la democracia escolar. Pero simultáneamente existen movimientos conservadores que defienden el principio de intervención directa de las familias en los centros educativos, a tal punto que en algunas experiencias de descentralización radical (como en los EEUU o en algunas centros subvencionados en Chile) los propios padres pueden llegar al extremo de seleccionar el currículo o hasta expulsar a los maestros. Vuelve a estar en el centro del debate la construcción de la democracia. En este sentido, “un Estado democrático tiene que reconocer que la autoridad en educación debe ser compartida entre padres, ciudadanos en general y profesionales de la educación” (Gimeno Sacristán, op. cit: 265).
Una estrategia de defensa de la escuela pública es reaccionar frente a un mundo donde predomina la obsesión por la eficacia y se impone la lógica de la competencia que utiliza los resultados escolares cuantitativos (porcentaje de egresos, número de certificados, tasa de promociones, etc.) para discriminar a los centros escolares de mejor o peor calidad —según un criterio economicista que criticara magistralmente John Elliot (1992).
Salvaguardar la esfera pública, ante los embates de un discurso conservador y neoliberal que intenta desprestigiar a la escuela, implica una forma de resistencia, tal como lo proponen los defensores de esta teoría. Henry Giroux, al igual que Michel Apple, sostienen que si los maestros y estudiantes se organizan para crear nuevas esferas, es posible soñar con una alternativa para defender la democracia, seriamente amenazada por el discurso del pensamiento único. Entre las ideas y conceptos centrales de la teoría de la resistencia, útiles para ilustrar la relación entre escuela y Estado, destacan: democracia radical, prácticas radicales democráticas, formación de una ciudadanía crítica, reconstrucción de la realidad, esfera contra pública democrática, nociones desarrolladas en la obra Los profesores como intelectuales: hacia una pedagogía crítica del aprendizaje, de Henry Giroux (1997).
Estos conceptos están entrelazados de forma coherente y significativa en un discurso que se centra en la constitución de un nuevo imaginario radical. “Lo imaginario radical
—dice Giroux (1997: 212)— representa un discurso que ofrezca nuevas posibilidades para las relaciones sociales democráticas y descubra las conexiones existentes entre lo político y lo pedagógico con el fin de estimular el desarrollo de esferas contrapúblicas que se comprometan seriamente con y en articulaciones y prácticas radicalmente democráticas.” La teoría educativa radical, o teoría crítica de la educación, vincula de manera dinámica los conceptos de pedagogía y política, entendiendo que la visión tradicional de la enseñanza debe ser suplantada por nuevas prácticas democráticas donde la formación de una ciudadanía crítica pasa a ser el eje central de las mismas.
Por tanto, la formación de una ciudadanía autónoma y crítica es el resultado de un proceso donde los profesores, como agentes culturales e intelectuales, vinculan la política a la pedagogía, y particularmente relacionan las prácticas democráticas en las aulas con aquellos valores que permiten emancipar la condición humana: libertad, igualdad, solidaridad, justicia social. De forma más específica: ¿cuál es el rol de los maestros en este proceso de consolidación de una democracia radical? Giroux (1997:
221-226), formula una serie de condiciones o aspectos del lenguaje y de la práctica de los educadores críticos:
- Reconocer que la noción de Democracia no puede fundamentarse en un concepto de verdad o autoridad ahistórica o trascendental.
- Un lenguaje radical centrado en la ciudadanía y la democracia provoca un fortalecimiento de los lazos horizontales entre los ciudadanos.
- Un discurso revitalizado de la democracia no debería basarse exclusivamente en un lenguaje de crítica.
- Los educadores necesitan definir las escuelas como esferas públicas donde la dinámica de compromiso popular y política democrática puedan cultivarse como parte de la lucha por un Estado democrático radical.
La ampliación del discurso democrático debe realizarse a partir de un fuerte compromiso por parte de los alumnos y maestros para que la crítica contenga utopías, proyectos y realizaciones potenciales, y además incluya la denuncia de las desigualdades e injusticias sociales. Todo ello comporta una acción pedagógica que está en la base de la defensa de la escuela pública
“Hay que realizar una tarea educativa, uniéndonos en estas trabajosas luchas por la democracia en las escuelas y en las universidades, en las comunidades locales, en las relaciones de raza, clase género y sexo en multitud de instituciones en las que ahora comprometemos nuestras vidas diarias y en las que podemos no sólo enseñar sino también aprender.” (M. Apple, citado en Santos Guerra, 1995:137)
La Escuela como institución que promueve la moral democrática
En nuestros días, existe una aceptación generalizada de que el papel transformador y democratizador de la escuela ha entrado en crisis. La vigencia avasallante del discurso hegemónico de la sociedad neoliberal pone en cuestión la forma tradicional de la organización escolar (burocrática, jerárquica, con excesivo apego a la normativa, con inercia institucional, etc.) donde prevalece un modelo arbitrario de imposición cultural que socava todo intento de formación de ciudadanos auténticamente demócratas. Es decir, los valores sociales que circulan por afuera de la escuela (por ejemplo, individualismo y competencia) se reproducen en su interior.
Quienes pensamos que la democracia, más allá de definiciones y formalismos, tiene que ir de la mano de comportamiento en la vida cotidiana, debemos exigir que las escuelas públicas del presente no abandonen los principios morales esenciales. Wilfred Carr distingue dos tipos de democracia escolar: el modelo mercantil y el modelo moral. El primero se caracteriza por entender la democracia como el procedimiento adecuado para elegir representantes políticos, generalmente cada cuatro o cinco años, según el país. El segundo representa el sentido de democracia fuerte, es decir, una forma de vida radicalmente democrática, tal como la definía Jhon Dewey. La pregunta que surge es si es posible edificar una escuela basada en este segundo modelo. Apostamos que sí, pero antes es preciso reconocer que el actual sistema de democracia escolar basado en relaciones de poder y subordinación, es, tal como lo expresa Santos Guerra (1995), fuertemente contradictorio.
Bolívar (2005: 5), analizando el caso español, apoya esa tesis al afirmar que las reformas educativas se han dedicado a implementar las autonomías de las escuelas desde un punto de vista legislativo, pero en la práctica los centros continúan siendo unidades administrativas fuertemente centralizadas con escasas posibilidades para definir con independencia su organización, las políticas pedagógicas o la gestión económica. En Uruguay ocurre algo similar, ya que los cambios educativos que se formulan desde el punto de vista técnico no llegan a las aulas ni a los centros, por distintos motivos, entre los que deberían mencionarse la persistencia de un modelo tradicional de gestión jerárquica de las escuelas, la escasa participación real de profesores y padres en los procesos educativos, el grado de irrefutablidad de las evaluaciones y la dinámica endogámica de las instituciones.
Santos Guerra (1995: 129-140) usa la metáfora de la nieve frita para argumentar por qué es imposible construir una verdadera democracia escolar desde el viejo paradigma de la escuela jerárquica tradicional. Básicamente la cuestión es que el modelo está plagado de contradicciones entre lo que se adjetiva como democracia escolar y lo que realmente sucede en las escuelas:
a) La escuela es una institución de reclutamiento forzoso que pretende educar para la libertad.
b) La escuela es una institución jerárquica que pretende educar en y para la democracia.
c) La escuela es una institución que pretende educar para los valores democráticos y para la vida.
d) La escuela es una institución epistemológicamente jerárquica que pretende educar la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente.
e) La escuela es una institución sexista que pretende educar para la igualdad entre los sexos.
f) La escuela es una institución pretendidamente igualadora que mantiene mecanismos que favorecen el elitismo.
g) La escuela es una institución cargada de imposiciones que pretende educar para la participación
h) La escuela es una institución acrítica que pretende educar para la democracia.
i) La Escuela es una institución aparentemente neutral que esconde una profunda disputa ideológica.
En cada uno de los ítems seleccionados se contraponen los objetivos y fines de la democracia escolar con las prácticas concretas de las escuelas. A tenor de esto, cabe preguntarse de nuevo, seriamente, si es factible construir una escuela verdaderamente democrática. Sin ninguna duda: sí, se puede. Pero, se trata de un desafío que debe encararse en muchos frentes: el institucional, el docente y el familiar. Algunas de las características fundamentales que este tipo de educación que anhelamos ha de tener son:
• Una reconstrucción del currículum en torno a valores democráticos, desde el punto de vista de la moral democrática.
• Una práctica dialógica y deliberativa de la evaluación.
• Una organización auténticamente democrática de la escuela.
• Una formación basada en valores (libertad, igualdad, justicia, solidaridad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo).
• Una formación cívica en el sentido vareliano, de la ciudadanía.
• Una educación laica, abierta al debate, sin violar la conciencia de los alumnos.
Para alcanzar esos objetivos resulta indispensable llevar a cabo una serie de estrategias institucionales encaminadas a cambiar la escuela:
• Crear entornos de ambientación para implicar a todos en la vida democrática de la escuela.
• Posibilitar la toma de decisiones de todos los participantes del centro.
• Aumentar la participación de los padres y de los profesores en las decisiones colectivas.
• Actuar con autonomía de los centros de poder (pero no en el sentido neoconservador).
• Conformar grupos de clase como comunidades democráticas de investigación, reflexión y de trabajo cooperativo.
• Los educandos deben participar, activamente, en el ejercicio de la democracia directa, elaborando, evaluando y reformulando el Proyecto de Centro.
• Desarrollar una pedagogía de la ética, una pedagogía de la democracia fuerte.
• Reconstruir las relaciones de la escuela con la comunidad.
• Reforzar la formación inicial de los profesores.
En síntesis
El rol de la educación en la conformación de los Estados democráticos ha sido determinante para que las sociedades industriales de los siglos XIX y XX tuvieran estabilidad, integración social y legitimidad política. La consolidación de los Estados nacionales requerían actores sociales organizados, instituciones políticas legitimadas por la población y, sobre todo, un conjunto de valores democráticos que sólo la escuela estaba en condiciones de transmitir de manera universal. Según Tudesco (1995: 34), “la historia de la educación muestra que, en sus orígenes, el proyecto educativo democrático se caracterizó por una fuerte articulación entre el componente cuantitativo (acceso universal y obligatorio ala escuela) y sus componentes cualitativos (laicismo, lealtad a la nación, lengua oficial, etc.)”.
A nuestro juicio, uno de los desafíos actuales que la educación pública debe asumir es el de preservar la defensa de un proyecto educativo democrático, a sabiendas de los obstáculos que pone el paradigma hegemónico neoliberal. La escuela ya no puede ser neutral, tiene el deber de reaccionar frente a la imposición cultural de pautas antidemocráticas, proponiendo un nuevo modelo de organización educativa como una forma de vida social que implique, al decir de Dewey, una nueva experiencia democrática.
El principio de ciudadanía que la escuela vareliana incluyera como una de sus grandes contribuciones a la conformación de una nueva sociedad democrática, hoy debe entenderse desde una perspectiva radical, es decir, como algo más que la formación de ciudadanos que eligen o son elegidos como representantes mediante el sufragio universal. En el sentido fuerte del término, la educación para una ciudadanía crítica necesita establecer una nueva relación entre la pedagogía y la política, creando nuevas esferas públicas para la defensa la igualdad, la justicia social y la libertad humana. Si los maestros y profesores se comprometen en la conformación de redes horizontales entre los ciudadanos, se pueden crear esferas contra públicas que sirvan para el fomento de esta pedagogía democrática.
Para organizar este nuevo proyecto de escuela pública es necesario superar todas las contradicciones que surgen al contrastar el discurso de las innovaciones con las prácticas escolares específicas. En este sentido, una educación verdaderamente democrática debe implicar —además de una enseñanza para todos, estatal, con métodos democráticos— una reformulación del currículum y la evaluación en torno a valores democráticos, la formación de ciudadanos cuya participación se caracteriza por la valentía cívica y una educación laica que acepta discutir todos los temas en un marco de respeto de la conciencia individual del alumnado. Además, no es posible enseñar de manera democrática y formar demócratas si seguimos organizando nuestras escuelas con un diseño institucional jerárquico, heterónomo, de puertas cerradas a la participación de los alumnos, los padres y la comunidad.
Finalmente, creemos que uno de los grandes desafíos de las instituciones del Estado que ofrecen un servicio público es definir una nueva función para la educación que no sea simplemente una agencia reproductora del orden social. Una escuela solamente
desplegará una tarea educativa, según Ángel Pérez Gómez (1998: 63), cuando sea capaz de “promover y facilitar la emergencia del pensamiento autónomo, cuando facilite la reflexión, la reconstrucción consciente y autónoma del pensamiento y de la conducta de que cada individuo ha desarrollado a través de sus intercambios espontáneos con su entorno cultural”.
¿Es viable instrumentar esta nueva manera de entender la educación pública en una instituciones que guarda contradicciones tan grandes? Estamos convencidos de que otra escuela es posible, de la misma manera que pensamos que el discurso hegemónico actual es circunstancial. En consecuencia debemos esforzarnos por construir una cultura escolar que permita la formación de individuos críticos, provistos de valores democráticos sólidos y, sobre todo, dispuestos a transformar la sociedad.
Notas
[1]: Recordemos que el concepto de Repúblicas Escolares representó una de las ideas centrales, varias décadas después de la obra de Varela, que guiaron las experiencias de las Escuelas Nuevas. Al respecto, debemos decir que entre sus principios generales orientadores, escritos por Ferriere en 1925, se sostenía que con este movimiento la escuela constituye en algunos casos una república escolar, donde “la asamblea general toma todas las decisiones importantes concernientes a la vida de la escuela”. Estas pequeñas repúblicas —que tienen un parecido notable con los conceptos de sociedad en pequeño de Durkheim o de la clase como mapa social de Varela— tienen alumnos elegidos entre ellos, que asumen roles de responsabilidad social y ejercen de jefes naturales (Foulquié, 1968: 120-121).
[2]: Estos principios relativos a la democracia en su significado más amplio que hemos detallado, coinciden con los grandes lineamientos de la política educativa uruguaya para el quinquenio 2005-2009, que recientemente expusiera en la Comisión de Educación y Cultura del Senado de la República, el 9 de junio de 2005, el Sr. Director Nacional de Educación Pública, Dr. Luis Yarzábal:
(...) Consideramos que la educación , en su conjunto, ha de ser fiel al principio de democracia. La historia universal está llena de episodios, todos ellos dolorosos, en que la educación ha sido utilizada como vehículo de dogmatización, de discriminación, de transición de odiosos patrones de conducta, de sojuzgamiento del pensamiento libre. De hecho muchas veces se ha llamado educación a lo que no era más que contraeducación o antieducación. Afortunadamente, nuestras leyes y nuestros valores más bastamente compartidos son los de la democracia, como forma de organización política y también como espíritu rector del relacionamiento y del actual ciudadano. De modo que fomentaremos que los órganos rectores de la enseñanza y los centros bajo su dependencia sean democráticos, en su organización, en sus métodos, en sus relaciones internas y con la sociedad entera y sobre todo en los contenidos de sus enseñanza. Se dará así a educadores y educandos no sólo la oportunidad de aprender democracia sino también de vivir en democracia, de contribuir con espíritu a la vez creador y crítico a su consolidación. Deseamos que todo egresado del sistema educativo nacional sepa vivir en democracia, conscientemente convencido de que su defensa y perfeccionamiento es cosa de todos y de todos los días.
[3]: Hargraves (1994: 266) nos advierte sobre la necesidad de que el concepto de reestructuración no quede atrapado por la flexibilidad propuesta por el nuevo lenguaje empresarial. Como alternativa, el significado del concepto debe ser entendido para “otorgar mayor poder a las escuelas, mayor relevancia a los alumnos, como copartícipes en su aprendizaje, el currículum y la evaluación; mayor poder y participación de los padres, y menor dependencia de los profesores con respecto a los mandatos y requisitos burocráticos.”
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Desde otro punto de vista, todos los servicios públicos que tradicionalmente han estado bajo la responsabilidad social del Estado, están siendo presionados por el nuevo discurso conservador. Según este modelo, los parámetros para evaluar la enseñanza deber ser los mismos que se aplican en el mercado neoliberal: conceptos tales como productividad, eficacia, eficiencia, tasa de retorno, rentabilidad, entre otros, son esgrimidos para evaluar los objetivos educativos, los fines escolares, el rendimiento de
los alumnos, la calidad de las escuelas, etc. Pero el hecho de denunciar y enfrentar esta forma de concebir a la enseñanza pública, no debe ser un argumento para defender a la escuela tradicional. La formación de ciudadanos verdaderamente críticos, solidarios y libres no puede quedar en manos de un modelo de escuela burocratizada que responde a lógicas tradicionales de un aparato escolar que funciona con una fuerte discriminación selectiva donde la inercia institucional , que rechaza todo cambio, se apoya en una estructura vertical del poder.
Para comprender los actuales procesos de cambio en las instituciones educativas, es ineludible partir de una premisa fundamental: el modelo tradicional de la educación ya ha cumplido su función histórica, y en consecuencia está agotado. La construcción de un proyecto democrático de educación pública debe partir del análisis de las principales contradicciones que implica enseñar valores democráticos en una sociedad caracterizada por una cultura social postmoderna, donde predomina el individualismo exacerbado, la competencia por bienes escasos, la imagen de que la vida se reduce a la búsqueda del placer inmediato, del just do it . En la sociedad actual el conformismo social es potenciado por el descreimiento en la participación política de la ciudadanía, desconociéndose la relevancia del análisis histórico, político e ideológico para explicar la naturaleza dialéctica y la interdependencia mutua entre escuela y comunidad.
Es necesario implantar, por esa razón, un nuevo modelo de escuela pública donde la cultura escolar sea un instrumento para la transformación de la sociedad. ¿Es posible fundar una nueva escuela pública como herramienta para el cambio social? Este material tiene el propósito de aportar algunos elementos conceptuales y analíticos para poder responder a esta pregunta.
Escuela y democracia en Dewey, Durkheim y Varela
Una forma de entender las relaciones entre los fines de la democracia, la democratización de la enseñanza y el rol específico de las instituciones educativas como espacios para la educación cívica de ciudadanos republicanos, es comparar las principales contribuciones teóricas del filósofo norteamericano John Dewey (1859-
1952) y el sociólogo francés Emile Durkheim (1858-1917), que junto con la obra del
uruguayo José Pedro Varela (1845-1879) constituyen a nuestro juicio las fuentes principales para abordar este tema desde una perspectiva histórica. El eje común más claro es su crítica a los modelos educativos tradicionales y su defensa de nuevos vínculos entre escuela y sociedad.
La consideración del ámbito escolar como un microcosmos, espacio donde los alumnos guiados por el docente establecen interacciones sociales que van estructurando, mediante un proceso de internalización de normas y valores, su futuro rol como ciudadanos demócratas, es un asunto compartido por las teorías de Varela y Durkheim, pero también es un tema que Dewey, precursor y fundador de la Escuela Nueva, formulara en la última década del siglo XIX. Los postulados varelianos anticipan lo que varias décadas más adelante fuera preocupación del propio Dewey. Westbrok (1999), recuerda que en el año 1896 el representante del pragmatismo en educación defendía que “la escuela es la única forma de vida social que funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la construcción de una escuela es su punto de partida”.
La tesis que vincula el centro escolar con el mundo social y el régimen político de cada época histórica fue revisada una y otra vez en las obras de los tres autores. En este escrito, nos interesa hacer notar algunos factores comunes en las propuestas filosóficas y teóricas de Varela, Durkheim y Dewey, en la medida que sus trabajos son contribuciones importantes para entender los problemas educativos, especialmente el papel de la escuela como agente de construcción democrática. Esta relación aparece tanto en la definición de los fines de la educación como en las prácticas concretas de las situaciones pedagógicas. Al estudiar el segundo aspecto, en los párrafos que hemos seleccionado a continuación, cotejamos la imagen del grupo clase como representativo de un mapa social según la imagen de Varela, y la metáfora de Durkheim al pensar a la unidad escolar como sociedad en pequeño.
“Una clase, en efecto, es una sociedad en pequeño y no hay que conducirla como si no fuera más que una simple aglomeración de sujetos independientes unos de otros. Los niños en clase piensan, sienten y actúan de modo distinto a cuando están aislados. En la clase se producen fenómenos de contagio, de desánimo colectivo, de sobreexcitación mutua, de efervescencia saludable.” (Durkheim,1976: 151)
El paralelismo es muy evidente. Los dos autores, reconocen que la democracia se construye a partir de la acción de la escuela como institución social, pero además remarcan la importancia de la socialización formal en un círculo de intercambio de roles sociales y prácticas de aula que deben reproducir el mundo real. Pensar , sentir y actuar, representan en Durkheim los tres vértices de un hipotético triángulo de posibilidades que potencian la acción de los individuos en una o varias direcciones. El maestro, debe asumir un rol protagónico, técnico y direccional en ese espacio de aprendizaje.
“La escuela en su organización definitiva debe ser un mundo pequeño, donde los niños piensen, sientan y se agiten como los hombres. La escuela, si me es permitida la expresión, es el mapa del mundo donde se encuentran en un círculo reducido, todas y cada una de las infinitas formas bajo las cuales se presenta la vida, todos y cada uno de los móviles que ponen en ejercicio la inteligencia y la voluntad del hombre.” (Varela, 1874: 29)
Para Varela, en el aula “los niños se deben agitar como los hombres”. Por eso es importante el conjunto de experiencias cotidianas (donde el profesor exterioriza su rol de autoridad, pero no el autoritarismo) a partir de las cuáles los alumnos internalizan el aprendizaje de los valores democráticos . Así, se puede ir “preparando al niño para ser hombre y al hombre para ser ciudadano”. El principio de ciudadanía, que en términos generales es el derecho de cada sujeto social a participar (como elector o como representante) del Gobierno de su nación, es una categoría central para entender la propuesta de la reforma vareliana, y particularmente la responsabilidad de la escuela como agente de construcción de una vida democrática. Existe, en cierto modo, una relación directa entre escuela obligatoria, gratuita y pública con el sufragio universal, la libertad y el fortalecimiento de las instituciones democráticas.
Pero los derechos de la ciudadanía se deberían expresar, según Varela, no solamente con la participación consciente e inteligente en las instancias democráticas de la vida política de un país, sino también en el compromiso que la escuela pública asume al
formar individuos productivos que logren integrarse al sistema económico propio de una sociedad moderna , industrial y desarrollada. Del mismo modo no posible sostener un gobierno republicano si este no está construido sobre la base la formación científica. Esa idea se expresa, en el siguiente párrafo del autor:
“Para adoptar la forma democrática republicana, no es una intuición, no es un instinto; es una ciencia, ciencia que en sus principios elementales al menos, deben poseer todos los ciudadanos de una república, ya que todos reunidos, forman la nación y deciden de sus destinos. El sufragio universal supone la conciencia universal. Sin ella la república desaparece, la democracia se hace imposible y las oligarquías, disfrazadas con el atavío y el título de república, dispone a su antojo del destino de los pueblos. El sufragio universal supone la conciencia universal y la conciencia universal supone y exige la educación universal.”(Varela, La Educación en la Democracia, Cap. VIII de la Educación del Pueblo, citado en Gatti, E. y Acosta, Y, 1985: 45)
Por otra parte, mediante el ejercicio del meetings se expone claramente la idea vareliana de democracia en la escuela. En la práctica del debate, con el intercambio de argumentos y el diálogo entre los alumnos, se van creando las condiciones institucionales que establecen una cultura democrática en las aulas y en los diferentes espacios escolares. Los docentes deben ser impulsores de estas nuevas experiencias. “El maestro —opina Varela— debe buscar las ocasiones de que haya meetings en la escuela, con el objeto de enseñar a los niños como se discute y se decide” (Varela, 1910: 218).
Con frecuencia convocad meetings —sostenía Varela en la Educación del Pueblo dirigiéndose a los maestros— y aún dejad que una petición por escrito, firmada por un número dado de niños, sea motivo de una convocatoria” (Ibíd.: 221) para concluir posteriormente que “(...) el maestro debe generalmente presidir estos meetings, él solo puede regularlos y dirigirlos bien: pero para dar ocasión a los niños de aprender a ser presidentes o moderadores, debe, a veces, hacerlos presidir. Estando cerca de él y auxiliando al niños con su autoridad, en caso necesario, ninguna turbación puede suceder. En un club de discusión, los niños deben tener sus propios empleados, pero es bueno, para el maestro, estar presente en él tanto como pueda”.
Las prácticas escolares de niños y niñas, entendidas de esta manera, no solamente deben limitarse a la incorporación de contenidos curriculares sino que es muy importante no desatender la formación del ciudadano para el ejercicio directo de la democracia. Cualquier escuela pública, debería contar con oficiales o empleados escolares (secretarios de clase, director de correos, banquero, editores de periódicos, etc.) donde el desempeño de estos roles anticipatorios de la vida adulta permita ir configurando un nuevo aprendizaje de valores. En este tipo de elecciones que involucran a los niños de la escuela, generalmente, “las balotas (sistema por bolillero) son el mejor recurso”; sugería Varela a los maestros de educación primaria.
Desde el punto de vista filosófico también está presente la idea de educar ciudadanos para insertarse en la república como condición necesaria para lograr la participación política en la sociedad democrática. El gobierno republicano es reconocido por Varela como “el más perfecto de todos que los hombres han adoptado” (Ibíd.: 53) y debe ser el resultado de la educación democrática de los pueblos regulada por el Estado. Por esa razón las escuela es considerada la base de la república. Los párrafos que siguen, in extenso, expresan esa idea.
“Educación exige el voto consciente que se deposita en las urnas electorales, para saber apreciar, por juicio propio y razonado, el orden de ideas políticas, económicas o sociales a que se quiere servir; educación exige el veredicto consciente que se formula, para decidir de la felicidad, de la honra, de la vida del hombre, en los casos en que el ciudadano es llamado a fallar en los juicios populares; educación exige el desempeño consciente e inteligente de todos los puestos públicos, que el ciudadano puede ser llamado a desempeñar, y a los que puede aspirar legítimamente, educación exige el voto consciente dado en pro o en contra de una ley, en el recinto del Cuerpo Legislativo, educación exige y exige imperiosamente e ineludiblemente el uso consciente de todos los derechos y todos los deberes del ciudadano. La escuela es la base de la república; la educación la condición indispensable de la ciudadanía.” (Ibíd.: 45)
Con la misma fuerza conceptual, Durkheim demuestra que una escuela democrática debe ser fundamentalmente neutral, tanto desde el punto de vista de una moral laica como en la formación ideológica de los ciudadanos.
“La Escuela no puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar a sus alumnos al surco de sus simpatías partidistas personales por muy justificadas que a él le parezcan que son. Pero a pesar de todas las disidencias, se goza ya actualmente, sobre el fundamento de nuestra civilización, de cierto número de principios que implícita o explícitamente son comunes a todos y que muy pocas personas se atreven a negar abierta y directamente: respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y sentimientos que constituyen la base de la moral democrática.” (Durkheim, 1976: 55)
John Dewey y la educación democrática
El análisis entre democracia y educación, fue una preocupación central, también, del pensamiento de John Dewey. En términos generales, el filósofo norteamericano entiende que la educación es el medio para asegurar la formación de ciudadanos como miembros en igualdad de condiciones que participan, discuten, actúan y se integran a la vida en comunidad. El modelo de sociedad democrática propuesto debe alcanzarse mediante la acción educativa que deviene en acción en la vida pública, en un proceso de orden, reproducción y reforma social. Al igual que Varela, Dewey sostiene que existe la democracia si hay participación conciente de los ciudadanos y ello es posible mediante una práctica pedagógica funcional al sistema político, un vis a vis, entre escuela y sociedad.
“Una sociedad es democrática en la medida en que facilita la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales y que asegura el reajuste flexible de sus instituciones mediante la interacción de las diferentes formas de vida asociada. Tal sociedad debe tener un tipo de educación que dé a los individuos un interés personal en las relaciones y el control social y los hábitos espirituales que produzcan los cambios sociales sin introducir el desorden.” (Dewey, 1953:108)
Dewey, al igual que Varela, piensa que “un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito si no están educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes” (Ibíd.: 98). La educación es para él actividad, pensamiento, transformación de la realidad y el ambiente, esencialmente tarea cooperativa, social, y democrática. El alumno debe aprender haciendo, participar en actividades y experimentar, después pensar y reflexionar, luego volver a la actividad y transformar la realidad. La escuela es vida social, educación democrática y espacio de experiencia colectiva, pero además es un agente que puede alterar el orden social. La construcción de una sociedad más justa implica un compromiso de la escuela con la igualdad de oportunidades. Así lo exponía Dewey (1953: 17): “evidentemente, una sociedad a la que sería fatal la estratificación en clases separadas tiene que procurar que las oportunidades intelectuales sean accesibles a todos en forma equitativa y fácil.”
No es posible encontrar el verdadero sentido de una educación cívica democrática si no existe una coherencia entre la retórica del discurso democrático, los métodos pedagógicos y la forma de organizar la escuela. El diálogo interactivo entre los educadores y sus alumnos, la dinámica de intercambio entre el pensamiento y la acción, entre las ideas y los proyectos vividos como tales por los participantes, aseguran el proceso de reconversión radical del pensamiento, etapa necesaria para construir, a partir de ahí, nuevos conocimientos y perspectivas sobre el mundo que deben situarse en realidades concretas que interesen a los alumnos. Este proceso, Dewey lo describe como una experiencia activa entre el pensamiento y la acción. Desarrolla esta idea en su trabajo Experiencia y Educación, cuando dice que “la continuidad y la interacción en su unión activa, recíproca, dan la medida de la significación y el valor de una experiencia. La preocupación inmediata y directa de un educador son, pues, las situaciones en que tiene lugar la interacción” (Dewey, 1967: 48). El resultado de ese proceso es la reconstrucción del conocimiento, o dicho con sus propias palabras, “la reconstrucción de la experiencia” (1967: 52).
Como veremos más adelante, esta idea de “reconstruir” la realidad a través de la experiencia, caló hondo en distintas corrientes teóricas contemporáneas de la educación, que partir de este principio elaboran nuevos marcos conceptuales para elaborar nuevas definiciones de los centros educativos como comunidades críticas de educadores. En este sentido, es muy clara la influencia de Dewey en la teoría crítica de Wifred Car (1983) o en los estudios de Berstein sobre las instituciones escolares como comunidades comprensivas y democráticas. De la misma manera, podemos comprobar que Ángel Pérez Gómez —quien formula la definición de un nuevo rol para las escuelas en la época posmoderna— especifica que las mismas deben convertirse en una “comunidad de vida y de participación democrática” donde cada individuo tiene que “reconstruir, conscientemente su pensamiento y actuación a través de un largo proceso de descentración y reflexión crítica sobre la propia experiencia” (1997: 59).
Volviendo a los argumentos filosóficos de Dewey, debemos decir que éstos reconocen la influencia del pragmatismo de W. James y del evolucionismo de Darwin. No es extraño, por tanto, descubrir que muchas de la novedades de la teoría de la educación de Dewey, (la relación entre democracia y educación, o el reconocimiento de la actividad del alumno como condición sine qua non para promover aprendizajes) ya habían sido discutidas en Uruguay —caso particular que aquí vamos a citar— cuando la Sociedad de Amigos de la Educación Popular apoyó la fundación de centros experimentales en la ciudad de Montevideo, como la escuela Elbio Fernández.
Dewey, como Varela, debió justificar la nueva escuela —la escuela del mañana, recordando uno de sus libros mas conocidos— a partir de la crítica de la escuela pasiva o escuela vieja. Los argumentos expresados en esa fuente, en el año 1910, reproducen casi las mismas críticas que Varela pronunciara en relación a la escuela lancasteriana de nuestro Uruguay, en 1874. Para la gran mayoría de los maestros y de los padres, “la palabra escuela es sinónimo de disciplina, de niños quietos, de filas de niños sentados en pupitres, inmóviles, atendiendo al maestro y hablando sólo cuando se les interroga a ellos” (Dewey, citado por Acevedo, Eduardo, 1931: 277). En otro trabajo, Dewey (1967) reforzaba esos conceptos al señalar que el control arbitrario sobre los cuerpos y las mentes de los alumnos, una de las características principales del modelo pedagógico tradicional, anulaban, en última instancia, el ejercicio de la autorreflexión y del librepensamiento.
Coinciden Varela y Dewey en que la educación para la democracia necesita de una escuela donde los niños y niñas se organizan como comunidad cooperativa y tengan conciencia de pertenencia: son miembros de una estructura con un orden social determinado, y debe promoverse, en consecuencia, el sentido de igualdad de oportunidades así como el espíritu democrático. Las experiencias en la escuela que permiten ejercer diferentes funciones, hábitos y conductas (socialización anticipatoria de nuevos roles), el debate para seleccionar los cargos de representatividad escolar, el entorno social de discusión y argumentación democrática sólo son posibles si existe interés del niño, pero también es importante una acción decidida del maestro para inculcar la moral democrática.
“La educación, en verdad, es lo que nos falta, pero la educación difundida en todas las clases sociales, iluminando la conciencia oscurecida del pueblo y preparando al niño, para ser hombre y al hombre para ser ciudadano (…). La extensión del sufragio a todos los ciudadanos exige, como consecuencia forzosa, la educación difundida a todos: ya que sin ella el hombre no tiene la conciencia de sus actos, necesita para obrar razonadamente.” (Varela)
¿Es posible que las escuelas se conviertan en agentes de transformación social? En este punto, creemos que coinciden, en términos generales, los tres autores que estamos cotejando. Si bien, a priori, parecería que las instituciones educativas son esencialmente reflejo de la sociedad de su época, en las teorías educativas que comparamos, tanto Durkheim, como Dewey y Varela, interpretan la idea de que el cambio social puede ser consecuencia, entre otros factores, de la reformas pedagógicas. Pero para que ello sea posible es necesario el protagonismo del profesorado, conciente, reflexivo, crítico, y capaz de formar el carácter y la moral de las nuevas generaciones a través de programas y reformas escolares .
Por tanto, no parece aventurado afirmar que la propuesta de Varela sobre su concepción de cuál es y cuál debería ser la relación entre escuela y sociedad (integración, reproducción y en ciertas condiciones cambio social) así como la manera de definir a los centros educativos como repúblicas escolares [1] que educan a los ciudadanos de la
nación, son esquemas de pensamiento que luego se expresaron, con relativa similitud, tanto en la filosofía pragmática de Dewey como en la racionalidad y la moral democrática que naturalmente caracterizaba la teoría de Durkheim.
Una discusión contemporánea sobre la escuela como institución democrática.
La primer dificultad que debemos enfrentar al estudiar a las escuelas como centros educativos públicos y democráticos es, precisamente, que este concepto tiene diferentes usos en distintos contextos. Democracia, es un concepto polisémico. En este sentido José Domínguez (2005) presenta de forma extensa esta problemática, aclarando los significados del sustantivo “democracia” y del adjetivo “democrático” a los efectos de poder dar un sentido definido a las expresiones “una educación democrática para una sociedad democrática”, “democracia escolar para la democracia política, cívica y económica”.
Etimológicamente, se traduce democracia como “poder del pueblo”, “autoridad del pueblo”, “soberanía del pueblo” “gobierno del pueblo”. La definición de la Real Academia Española (RAE, 2002: 503) es menos expuesta que las anteriores, definiendo a la misma como una “doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno”. Rousseau sostenía una definición más fuerte, conocida como democracia radical: concibió la democracia como “autogobierno de el pueblo para sí mismo”, exaltando al máximo los principios de autorregulación, libertad y autonomía del individuo. Lo cual se enfrentaba a la definición de la democracia como sinónimo de representación parlamentaria. Esa confrontación representa hasta nuestros días dos visiones claramente antagónicas. Así, Voltaire abogaba por una concepción débil de la democracia, justificándose en los términos siguientes:
“Parece muy extraño que el autor del Contrato Social diga que todo el pueblo inglés debería sesionar en el parlamento, y que deja de ser libre cuando su derecho consiste ha hacerse representar en el Parlamento por diputados. ¿Quisiera acaso que tres millones de ingleses vengan a hacer sentir su voz a Westminster?” ( Voltaire, citado en Vila, 2003).
Lo que Rousseau defiende en realidad, en su célebre tratado, es la democracia directa: “La soberanía no puede ser representada por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo, pues, no son ni pueden ser sus representantes, son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica, es nula. El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada.” Por tanto, para él la educación democrática, deber ser “pública” (que significa popular) conforme al sentido fuerte del concepto.
Las instituciones públicas, como la escuela, deben ser centros democráticos en un sentido fuerte, es decir, practicar el principio de la neutralidad religiosa e ideológica, tal como han dejado patente Durkheim y Varela. Al mismo tiempo, para que las escuelas además de públicas sean verdaderamente democráticas, deben ser instituciones que funcionen reguladas por el principio de convivencia democrática, esto es, un régimen de autogobierno con la máxima participación del pueblo soberano. En este caso, la comunidad democrática de una escuela la integran los alumnos, profesores, padres y demás personas vinculadas con los procesos de aprendizaje.
La democracia, en el sentido liberal del término, está íntimamente relacionada con la expresión escuela pública, y ambos, deben su origen a los movimientos revolucionarios franceses. Gimeno Sacristán (1999: 69) afirma que “el espíritu que orienta la educación pública, heredado de la Revolución Francesa, es el de ser un poder para perfeccionar el cuerpo social y servir al progreso, además de a la libertad individual; es decir, está animado de un propósito colectivo”. Tras la Revolución Francesa se fue consolidando, muy lentamente, el proceso de desplazamiento de las monarquías y de la aristocracia feudal, dando paso a sistemas democráticos o repúblicas, que aseguraban formalmente el derecho político de participación ciudadana. En los estados liberales de los siglos XIX y XX la democracia es restringida , débil o limitada, porque se reduce la misma a la participación electoral de la ciudadanía (además sesgada por criterios de raza, género y clase social).
En síntesis, desde una perspectiva liberal del concepto democracia, ésta se limita al espacio político, desatendiendo los ámbitos institucionales relacionados con la economía —¿hay democracia en las empresas?— la educación y la familia —¿hay democracia en las escuelas?, ¿en los hogares?—, como lugares que se regulan por mecanismos autoritarios. Pero, ¿qué es una educación democrática? Ignacio Sotelo (1995: 56) responde con la idea rousseauniana de democracia fuerte al decir que ésta es la que se imparte “a todos por igual”, es decir considerando además que la democratización de la enseñanza, desde esta perspectiva, implica “abrir las instituciones educativas a todos los miembros de la sociedad “. Define (Ibíd.: 57) la educación democrática así:
“(...) una enseñanza que prepare para la convivencia democrática. Ya no es sólo su universalidad, enseñanza igual para todos, ni su carácter público, al asumir el Estado la responsabilidad en el campo educativo, sino que por educación democrática se entiende el empleo de determinados métodos y contenidos educativos. Sin ellos, una educación para todos, llevada a cabo por el Estado, podrá servir más bien a fines que podrían calificarse de totalitarios. La democratización de la enseñanza ha de comportar, por tanto estos tres caracteres: enseñanza para todos, enseñanza estatal y enseñanza con métodos y contenidos democráticos.” [2]
Estas ideas encarnan, nuevamente, la vigencia de los principios de la filosofía de John Dewey, al marcar como fundamental que la educación democrática debe ser parte de un proyecto institucional democrático de la escuela, que involucre a los sujetos en una nueva experiencia de vida, incluyendo hasta las mismas estrategias pedagógicas como recursos para la formación de hombres libres, verdaderamente republicanos, miembros comprometidos de una comunidad que resuelve socialmente y colectivamente sus problemas. Wilfred Car (1995:108) refuerza esta visión al recalcar que, para Dewey, “la educación ofrecida por una auténtica democracia no puede ser otra que una educación en y para la democracia”. Igualmente podemos comprobar que, la teoría crítica de la enseñanza que elaboraran Car y Kemmis, rinde tributo a las contribuciones del pedagogo norteamericano.
La formación de una ciudadanía crítica
Hemos sostenido a lo largo de este artículo que uno de los grandes objetivos de la educación democrática, en el sentido fuerte del término, es formar ciudadanos que sean participantes activos y comprometidos con la convivencia democrática en todos los ámbitos de la sociedad. La experiencia escolar debe ser sentida como un proceso de reconstrucción del pensamiento, de cambio en las perspectivas de los sujetos, a partir del debate, la discusión pública y el contraste de opiniones. Sin embargo, sabemos que estos objetivos encuentran serios escollos para llevarse a cabo en el contexto actual de crisis en los fines de la educación y desarticulación de las políticas públicas por parte del nuevo modelo hegemónico del neoliberalismo económico, y su correlato, el Estado mínimo. Pensamos que este proceso es producto del avance en la globalización de la economía, proceso que comprende el auge de las privatizaciones, la primacía de la lógica del mercado (y de la circulación libre de las mercancías, incluida, para muchos, la educación como un beneficio más), el fomento del individualismo, el teleconsumo, la competencia, etc.
Al revisar la literatura especializada sobre este tema, comprobamos que existe un consenso cada vez más generalizado y defendido por muchos autores (Gimeno Sacristán, 1999a, 1999b, Pérez Gómez, 1999, Santos Guerra, 1999, Bolívar, 2005, Giroux, 1999) que mantienen la idea de que la escuela pública debe asumir los nuevos retos de enseñar a pensar y criticar en el contexto de la posmodernidad, resistiendo la imposición del paradigma neoliberal. En palabras de Gimeno Sacristán (1999a :77), “la escuela pública tiene que dar batalla en la relevancia intelectual en una sociedad en la que el conocimiento y las habilidades intelectuales y de comunicación desempeñan un papel decisivo para entender el mundo y para participar en él”. El problema del conflicto en los sistemas de enseñanza, como se argumenta en un valioso ensayo de este autor, de 1998, nos remite a la existencia de poderes inestables en educación.
Una de las causas que ha desarticulado los sistemas educativos contemporáneos en los países que iniciaron profundas reformas de la enseñanza con las consignas de equidad, calidad, diversidad y eficiencia, es que recolocan o reestructuran [3] los centros de autoridad modificando el mapa tradicional de los poderes en educación. El nuevo
discurso de las reformas educativas revaloriza el lugar de las familias, le da más espacio a la comunidad en la toma de decisiones, reduce el papel del Estado, y otorga más autonomía a los centros educativos.
La construcción de este nuevo “mapa” del poder en educación es consecuencia, entre otros factores, de la presión conservadora hacia las escuelas, producto de la racionalidad economicista impuesta por los nuevos paradigmas neoliberales. Algunos indicadores de esta presión sobre las escuelas son las demandas de mayor eficiencia en los resultados, la aplicación de instrumentos objetivos de medición educativa, el nuevo rol de los padres y alumnos como consumidores de servicios educativos, la limitación de los poderes públicos, la imposición de la teoría del mercado educativo como la más adecuada para el desarrollo de los países.
Gimeno Sacristán (1999b: 265-297) estudia cómo a partir del discurso conservador sobre la sociedad donde se sostiene que el Estado debe desaparecer, la ideología dominante impone un nuevo mapa de los poderes en educación. Como ejemplo, señala que existe un equilibrio inestable entre la escuela y las familias. Por un lado, quienes se identifican con los movimientos progresistas e innovadores, defienden la participación activa de los padres en la democracia escolar. Pero simultáneamente existen movimientos conservadores que defienden el principio de intervención directa de las familias en los centros educativos, a tal punto que en algunas experiencias de descentralización radical (como en los EEUU o en algunas centros subvencionados en Chile) los propios padres pueden llegar al extremo de seleccionar el currículo o hasta expulsar a los maestros. Vuelve a estar en el centro del debate la construcción de la democracia. En este sentido, “un Estado democrático tiene que reconocer que la autoridad en educación debe ser compartida entre padres, ciudadanos en general y profesionales de la educación” (Gimeno Sacristán, op. cit: 265).
Una estrategia de defensa de la escuela pública es reaccionar frente a un mundo donde predomina la obsesión por la eficacia y se impone la lógica de la competencia que utiliza los resultados escolares cuantitativos (porcentaje de egresos, número de certificados, tasa de promociones, etc.) para discriminar a los centros escolares de mejor o peor calidad —según un criterio economicista que criticara magistralmente John Elliot (1992).
Salvaguardar la esfera pública, ante los embates de un discurso conservador y neoliberal que intenta desprestigiar a la escuela, implica una forma de resistencia, tal como lo proponen los defensores de esta teoría. Henry Giroux, al igual que Michel Apple, sostienen que si los maestros y estudiantes se organizan para crear nuevas esferas, es posible soñar con una alternativa para defender la democracia, seriamente amenazada por el discurso del pensamiento único. Entre las ideas y conceptos centrales de la teoría de la resistencia, útiles para ilustrar la relación entre escuela y Estado, destacan: democracia radical, prácticas radicales democráticas, formación de una ciudadanía crítica, reconstrucción de la realidad, esfera contra pública democrática, nociones desarrolladas en la obra Los profesores como intelectuales: hacia una pedagogía crítica del aprendizaje, de Henry Giroux (1997).
Estos conceptos están entrelazados de forma coherente y significativa en un discurso que se centra en la constitución de un nuevo imaginario radical. “Lo imaginario radical
—dice Giroux (1997: 212)— representa un discurso que ofrezca nuevas posibilidades para las relaciones sociales democráticas y descubra las conexiones existentes entre lo político y lo pedagógico con el fin de estimular el desarrollo de esferas contrapúblicas que se comprometan seriamente con y en articulaciones y prácticas radicalmente democráticas.” La teoría educativa radical, o teoría crítica de la educación, vincula de manera dinámica los conceptos de pedagogía y política, entendiendo que la visión tradicional de la enseñanza debe ser suplantada por nuevas prácticas democráticas donde la formación de una ciudadanía crítica pasa a ser el eje central de las mismas.
Por tanto, la formación de una ciudadanía autónoma y crítica es el resultado de un proceso donde los profesores, como agentes culturales e intelectuales, vinculan la política a la pedagogía, y particularmente relacionan las prácticas democráticas en las aulas con aquellos valores que permiten emancipar la condición humana: libertad, igualdad, solidaridad, justicia social. De forma más específica: ¿cuál es el rol de los maestros en este proceso de consolidación de una democracia radical? Giroux (1997:
221-226), formula una serie de condiciones o aspectos del lenguaje y de la práctica de los educadores críticos:
- Reconocer que la noción de Democracia no puede fundamentarse en un concepto de verdad o autoridad ahistórica o trascendental.
- Un lenguaje radical centrado en la ciudadanía y la democracia provoca un fortalecimiento de los lazos horizontales entre los ciudadanos.
- Un discurso revitalizado de la democracia no debería basarse exclusivamente en un lenguaje de crítica.
- Los educadores necesitan definir las escuelas como esferas públicas donde la dinámica de compromiso popular y política democrática puedan cultivarse como parte de la lucha por un Estado democrático radical.
La ampliación del discurso democrático debe realizarse a partir de un fuerte compromiso por parte de los alumnos y maestros para que la crítica contenga utopías, proyectos y realizaciones potenciales, y además incluya la denuncia de las desigualdades e injusticias sociales. Todo ello comporta una acción pedagógica que está en la base de la defensa de la escuela pública
“Hay que realizar una tarea educativa, uniéndonos en estas trabajosas luchas por la democracia en las escuelas y en las universidades, en las comunidades locales, en las relaciones de raza, clase género y sexo en multitud de instituciones en las que ahora comprometemos nuestras vidas diarias y en las que podemos no sólo enseñar sino también aprender.” (M. Apple, citado en Santos Guerra, 1995:137)
La Escuela como institución que promueve la moral democrática
En nuestros días, existe una aceptación generalizada de que el papel transformador y democratizador de la escuela ha entrado en crisis. La vigencia avasallante del discurso hegemónico de la sociedad neoliberal pone en cuestión la forma tradicional de la organización escolar (burocrática, jerárquica, con excesivo apego a la normativa, con inercia institucional, etc.) donde prevalece un modelo arbitrario de imposición cultural que socava todo intento de formación de ciudadanos auténticamente demócratas. Es decir, los valores sociales que circulan por afuera de la escuela (por ejemplo, individualismo y competencia) se reproducen en su interior.
Quienes pensamos que la democracia, más allá de definiciones y formalismos, tiene que ir de la mano de comportamiento en la vida cotidiana, debemos exigir que las escuelas públicas del presente no abandonen los principios morales esenciales. Wilfred Carr distingue dos tipos de democracia escolar: el modelo mercantil y el modelo moral. El primero se caracteriza por entender la democracia como el procedimiento adecuado para elegir representantes políticos, generalmente cada cuatro o cinco años, según el país. El segundo representa el sentido de democracia fuerte, es decir, una forma de vida radicalmente democrática, tal como la definía Jhon Dewey. La pregunta que surge es si es posible edificar una escuela basada en este segundo modelo. Apostamos que sí, pero antes es preciso reconocer que el actual sistema de democracia escolar basado en relaciones de poder y subordinación, es, tal como lo expresa Santos Guerra (1995), fuertemente contradictorio.
Bolívar (2005: 5), analizando el caso español, apoya esa tesis al afirmar que las reformas educativas se han dedicado a implementar las autonomías de las escuelas desde un punto de vista legislativo, pero en la práctica los centros continúan siendo unidades administrativas fuertemente centralizadas con escasas posibilidades para definir con independencia su organización, las políticas pedagógicas o la gestión económica. En Uruguay ocurre algo similar, ya que los cambios educativos que se formulan desde el punto de vista técnico no llegan a las aulas ni a los centros, por distintos motivos, entre los que deberían mencionarse la persistencia de un modelo tradicional de gestión jerárquica de las escuelas, la escasa participación real de profesores y padres en los procesos educativos, el grado de irrefutablidad de las evaluaciones y la dinámica endogámica de las instituciones.
Santos Guerra (1995: 129-140) usa la metáfora de la nieve frita para argumentar por qué es imposible construir una verdadera democracia escolar desde el viejo paradigma de la escuela jerárquica tradicional. Básicamente la cuestión es que el modelo está plagado de contradicciones entre lo que se adjetiva como democracia escolar y lo que realmente sucede en las escuelas:
a) La escuela es una institución de reclutamiento forzoso que pretende educar para la libertad.
b) La escuela es una institución jerárquica que pretende educar en y para la democracia.
c) La escuela es una institución que pretende educar para los valores democráticos y para la vida.
d) La escuela es una institución epistemológicamente jerárquica que pretende educar la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente.
e) La escuela es una institución sexista que pretende educar para la igualdad entre los sexos.
f) La escuela es una institución pretendidamente igualadora que mantiene mecanismos que favorecen el elitismo.
g) La escuela es una institución cargada de imposiciones que pretende educar para la participación
h) La escuela es una institución acrítica que pretende educar para la democracia.
i) La Escuela es una institución aparentemente neutral que esconde una profunda disputa ideológica.
En cada uno de los ítems seleccionados se contraponen los objetivos y fines de la democracia escolar con las prácticas concretas de las escuelas. A tenor de esto, cabe preguntarse de nuevo, seriamente, si es factible construir una escuela verdaderamente democrática. Sin ninguna duda: sí, se puede. Pero, se trata de un desafío que debe encararse en muchos frentes: el institucional, el docente y el familiar. Algunas de las características fundamentales que este tipo de educación que anhelamos ha de tener son:
• Una reconstrucción del currículum en torno a valores democráticos, desde el punto de vista de la moral democrática.
• Una práctica dialógica y deliberativa de la evaluación.
• Una organización auténticamente democrática de la escuela.
• Una formación basada en valores (libertad, igualdad, justicia, solidaridad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo).
• Una formación cívica en el sentido vareliano, de la ciudadanía.
• Una educación laica, abierta al debate, sin violar la conciencia de los alumnos.
Para alcanzar esos objetivos resulta indispensable llevar a cabo una serie de estrategias institucionales encaminadas a cambiar la escuela:
• Crear entornos de ambientación para implicar a todos en la vida democrática de la escuela.
• Posibilitar la toma de decisiones de todos los participantes del centro.
• Aumentar la participación de los padres y de los profesores en las decisiones colectivas.
• Actuar con autonomía de los centros de poder (pero no en el sentido neoconservador).
• Conformar grupos de clase como comunidades democráticas de investigación, reflexión y de trabajo cooperativo.
• Los educandos deben participar, activamente, en el ejercicio de la democracia directa, elaborando, evaluando y reformulando el Proyecto de Centro.
• Desarrollar una pedagogía de la ética, una pedagogía de la democracia fuerte.
• Reconstruir las relaciones de la escuela con la comunidad.
• Reforzar la formación inicial de los profesores.
En síntesis
El rol de la educación en la conformación de los Estados democráticos ha sido determinante para que las sociedades industriales de los siglos XIX y XX tuvieran estabilidad, integración social y legitimidad política. La consolidación de los Estados nacionales requerían actores sociales organizados, instituciones políticas legitimadas por la población y, sobre todo, un conjunto de valores democráticos que sólo la escuela estaba en condiciones de transmitir de manera universal. Según Tudesco (1995: 34), “la historia de la educación muestra que, en sus orígenes, el proyecto educativo democrático se caracterizó por una fuerte articulación entre el componente cuantitativo (acceso universal y obligatorio ala escuela) y sus componentes cualitativos (laicismo, lealtad a la nación, lengua oficial, etc.)”.
A nuestro juicio, uno de los desafíos actuales que la educación pública debe asumir es el de preservar la defensa de un proyecto educativo democrático, a sabiendas de los obstáculos que pone el paradigma hegemónico neoliberal. La escuela ya no puede ser neutral, tiene el deber de reaccionar frente a la imposición cultural de pautas antidemocráticas, proponiendo un nuevo modelo de organización educativa como una forma de vida social que implique, al decir de Dewey, una nueva experiencia democrática.
El principio de ciudadanía que la escuela vareliana incluyera como una de sus grandes contribuciones a la conformación de una nueva sociedad democrática, hoy debe entenderse desde una perspectiva radical, es decir, como algo más que la formación de ciudadanos que eligen o son elegidos como representantes mediante el sufragio universal. En el sentido fuerte del término, la educación para una ciudadanía crítica necesita establecer una nueva relación entre la pedagogía y la política, creando nuevas esferas públicas para la defensa la igualdad, la justicia social y la libertad humana. Si los maestros y profesores se comprometen en la conformación de redes horizontales entre los ciudadanos, se pueden crear esferas contra públicas que sirvan para el fomento de esta pedagogía democrática.
Para organizar este nuevo proyecto de escuela pública es necesario superar todas las contradicciones que surgen al contrastar el discurso de las innovaciones con las prácticas escolares específicas. En este sentido, una educación verdaderamente democrática debe implicar —además de una enseñanza para todos, estatal, con métodos democráticos— una reformulación del currículum y la evaluación en torno a valores democráticos, la formación de ciudadanos cuya participación se caracteriza por la valentía cívica y una educación laica que acepta discutir todos los temas en un marco de respeto de la conciencia individual del alumnado. Además, no es posible enseñar de manera democrática y formar demócratas si seguimos organizando nuestras escuelas con un diseño institucional jerárquico, heterónomo, de puertas cerradas a la participación de los alumnos, los padres y la comunidad.
Finalmente, creemos que uno de los grandes desafíos de las instituciones del Estado que ofrecen un servicio público es definir una nueva función para la educación que no sea simplemente una agencia reproductora del orden social. Una escuela solamente
desplegará una tarea educativa, según Ángel Pérez Gómez (1998: 63), cuando sea capaz de “promover y facilitar la emergencia del pensamiento autónomo, cuando facilite la reflexión, la reconstrucción consciente y autónoma del pensamiento y de la conducta de que cada individuo ha desarrollado a través de sus intercambios espontáneos con su entorno cultural”.
¿Es viable instrumentar esta nueva manera de entender la educación pública en una instituciones que guarda contradicciones tan grandes? Estamos convencidos de que otra escuela es posible, de la misma manera que pensamos que el discurso hegemónico actual es circunstancial. En consecuencia debemos esforzarnos por construir una cultura escolar que permita la formación de individuos críticos, provistos de valores democráticos sólidos y, sobre todo, dispuestos a transformar la sociedad.
Notas
[1]: Recordemos que el concepto de Repúblicas Escolares representó una de las ideas centrales, varias décadas después de la obra de Varela, que guiaron las experiencias de las Escuelas Nuevas. Al respecto, debemos decir que entre sus principios generales orientadores, escritos por Ferriere en 1925, se sostenía que con este movimiento la escuela constituye en algunos casos una república escolar, donde “la asamblea general toma todas las decisiones importantes concernientes a la vida de la escuela”. Estas pequeñas repúblicas —que tienen un parecido notable con los conceptos de sociedad en pequeño de Durkheim o de la clase como mapa social de Varela— tienen alumnos elegidos entre ellos, que asumen roles de responsabilidad social y ejercen de jefes naturales (Foulquié, 1968: 120-121).
[2]: Estos principios relativos a la democracia en su significado más amplio que hemos detallado, coinciden con los grandes lineamientos de la política educativa uruguaya para el quinquenio 2005-2009, que recientemente expusiera en la Comisión de Educación y Cultura del Senado de la República, el 9 de junio de 2005, el Sr. Director Nacional de Educación Pública, Dr. Luis Yarzábal:
(...) Consideramos que la educación , en su conjunto, ha de ser fiel al principio de democracia. La historia universal está llena de episodios, todos ellos dolorosos, en que la educación ha sido utilizada como vehículo de dogmatización, de discriminación, de transición de odiosos patrones de conducta, de sojuzgamiento del pensamiento libre. De hecho muchas veces se ha llamado educación a lo que no era más que contraeducación o antieducación. Afortunadamente, nuestras leyes y nuestros valores más bastamente compartidos son los de la democracia, como forma de organización política y también como espíritu rector del relacionamiento y del actual ciudadano. De modo que fomentaremos que los órganos rectores de la enseñanza y los centros bajo su dependencia sean democráticos, en su organización, en sus métodos, en sus relaciones internas y con la sociedad entera y sobre todo en los contenidos de sus enseñanza. Se dará así a educadores y educandos no sólo la oportunidad de aprender democracia sino también de vivir en democracia, de contribuir con espíritu a la vez creador y crítico a su consolidación. Deseamos que todo egresado del sistema educativo nacional sepa vivir en democracia, conscientemente convencido de que su defensa y perfeccionamiento es cosa de todos y de todos los días.
[3]: Hargraves (1994: 266) nos advierte sobre la necesidad de que el concepto de reestructuración no quede atrapado por la flexibilidad propuesta por el nuevo lenguaje empresarial. Como alternativa, el significado del concepto debe ser entendido para “otorgar mayor poder a las escuelas, mayor relevancia a los alumnos, como copartícipes en su aprendizaje, el currículum y la evaluación; mayor poder y participación de los padres, y menor dependencia de los profesores con respecto a los mandatos y requisitos burocráticos.”
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