Entradas populares

Buscar este blog

domingo, 18 de marzo de 2012

¿ES LA ESCUELA UNA INSTITUCIÓN PÚBLICA DEMOCRÁTICA?


¿ES LA ESCUELA UNA INSTITUCIÓN PÚBLICA DEMOCRÁTICA?

Eduardo Rodríguez Zidán


Introducción


La escuela pública está enfrentando los nuevos desafíos propios de una sociedad que se sacude,   de  manera  turbulenta,   siguiendo   los  avatares   del  paradigma   económico neoliberal. En el pasado, el objetivo esencial de la educación a cargo de los   Estados nacionales era asegurar la cohesión social, mediante la enseñanza universal de los principios  democráticos,  trasmitiendo  los  valores,  las  normas  de  convivencia  y  las pautas culturales  que las sociedades capitalistas de lo siglos XIX y XX requerían para perpetuarse  y reproducirse.  En  nuestros  días,  la educación  pública  atraviesa  por  un proceso de transformación  de   enorme magnitud. Por una parte, los estudios sobre la educación  dejan en evidencia  que los propósitos  de asegurar la enseñanza  universal, democrática  y de calidad  para todos los alumnos  y las alumnas  representan  grandes desafíos, y qué, salvo excepciones, estamos muy lejos de alcanzar esas metas.


Desde otro punto de vista, todos los servicios públicos que tradicionalmente han estado bajo  la  responsabilidad  social  del  Estado,  están  siendo  presionados  por  el  nuevo discurso  conservador.  Según  este  modelo,  los parámetros  para  evaluar  la enseñanza deber ser   los mismos que se aplican en el mercado neoliberal: conceptos tales como productividad,   eficacia,  eficiencia,   tasa  de  retorno,  rentabilidad,   entre  otros,  son esgrimidos para evaluar los objetivos educativos, los fines escolares, el rendimiento de
los alumnos, la calidad de las escuelas, etc. Pero el hecho de denunciar y enfrentar  esta forma de concebir a la enseñanza pública, no debe ser un argumento para defender a la escuela tradicional. La formación de ciudadanos verdaderamente  críticos, solidarios y libres no puede quedar en manos de un modelo de escuela burocratizada que responde a lógicas tradicionales de un aparato escolar que funciona con una fuerte discriminación selectiva donde la inercia institucional  , que rechaza todo cambio,   se apoya en una estructura  vertical del poder.


Para   comprender los actuales procesos de cambio en las instituciones educativas, es ineludible  partir de una premisa fundamental: el modelo tradicional de la educación ya ha cumplido su función histórica, y en consecuencia está agotado. La construcción de un proyecto democrático de educación pública debe partir del análisis de las principales contradicciones que implica enseñar valores democráticos en una sociedad caracterizada por una cultura social postmoderna, donde predomina el individualismo exacerbado, la competencia por bienes escasos, la imagen de que la vida se reduce a la búsqueda del placer  inmediato,    del   just  do it . En la sociedad  actual  el conformismo  social  es potenciado por el descreimiento en la participación política de la ciudadanía, desconociéndose la relevancia del análisis histórico, político e ideológico para explicar la naturaleza dialéctica y la interdependencia mutua entre  escuela y  comunidad.


Es necesario implantar, por esa razón, un nuevo modelo de escuela pública donde la cultura escolar sea un instrumento para la transformación de la sociedad. ¿Es posible fundar  una  nueva  escuela  pública  como  herramienta  para  el  cambio  social?  Este material tiene el propósito de  aportar algunos elementos conceptuales y analíticos para poder responder a esta pregunta.




Escuela y democracia en Dewey, Durkheim y Varela



Una   forma   de   entender   las   relaciones   entre   los   fines   de   la   democracia,   la democratización de la enseñanza y el rol específico de las instituciones educativas como espacios  para  la  educación   cívica  de  ciudadanos   republicanos,   es  comparar  las principales  contribuciones  teóricas  del  filósofo  norteamericano  John  Dewey  (1859-
1952) y el sociólogo francés Emile Durkheim (1858-1917), que junto con la obra del
uruguayo José Pedro Varela (1845-1879) constituyen a nuestro juicio las fuentes principales para abordar este tema desde una perspectiva histórica. El eje común más claro  es  su  crítica  a  los  modelos  educativos  tradicionales  y  su  defensa  de  nuevos vínculos entre escuela y sociedad.


La consideración del ámbito escolar como un microcosmos, espacio donde los alumnos guiados  por  el  docente  establecen   interacciones   sociales  que  van  estructurando, mediante  un  proceso  de  internalización  de  normas  y  valores,  su  futuro  rol  como ciudadanos demócratas, es un asunto compartido por las teorías de Varela y Durkheim, pero  también  es  un  tema  que  Dewey,  precursor  y  fundador  de  la  Escuela  Nueva, formulara en la última década del siglo XIX. Los postulados varelianos anticipan lo que varias décadas más adelante fuera preocupación del propio Dewey. Westbrok (1999), recuerda que en el año 1896 el representante  del pragmatismo en educación defendía que “la escuela es la única forma de vida social que funciona de forma abstracta y en un medio controlado, que es directamente experimental, y si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la construcción de una escuela es su punto de partida”.


La tesis que vincula el centro escolar con el mundo social y el régimen político de cada época histórica fue revisada una y otra vez en las obras de los tres autores. En este escrito, nos interesa hacer notar algunos factores comunes en las propuestas filosóficas y  teóricas  de  Varela,  Durkheim   y  Dewey,  en  la  medida  que  sus  trabajos  son contribuciones  importantes  para entender  los problemas  educativos,  especialmente  el papel de la escuela como agente de construcción  democrática.  Esta relación aparece tanto en la definición de los fines de la educación como en las prácticas concretas de las situaciones  pedagógicas.  Al estudiar  el segundo  aspecto,  en los párrafos  que hemos seleccionado a continuación, cotejamos la imagen del grupo clase como representativo de un mapa social según la imagen de Varela, y la metáfora de Durkheim al pensar a la unidad escolar como sociedad en pequeño.


“Una  clase,  en  efecto,  es  una  sociedad  en  pequeño  y  no  hay  que conducirla  como  si  no  fuera  más  que  una  simple  aglomeración  de sujetos  independientes   unos  de  otros.  Los  niños  en  clase  piensan, sienten y actúan de modo distinto a cuando están aislados. En la clase se  producen   fenómenos   de  contagio,   de  desánimo   colectivo,   de sobreexcitación  mutua, de efervescencia  saludable.”  (Durkheim,1976: 151)



El  paralelismo  es  muy  evidente.  Los  dos  autores,  reconocen  que  la  democracia  se construye  a  partir  de  la acción  de  la  escuela  como  institución  social,  pero  además remarcan la importancia de la socialización formal en un círculo de intercambio de roles sociales y prácticas de aula que deben reproducir el mundo real. Pensar , sentir y actuar, representan en Durkheim los tres vértices de un hipotético triángulo de posibilidades que potencian la acción de los individuos en una o varias direcciones. El maestro, debe asumir un rol protagónico, técnico y direccional en ese espacio de aprendizaje.


“La escuela en su organización definitiva debe ser un mundo pequeño, donde  los niños  piensen,  sientan  y se agiten  como  los hombres.  La escuela, si me es permitida la expresión, es el mapa del mundo donde se encuentran en un círculo reducido, todas y cada una de las infinitas formas  bajo las cuales  se presenta  la vida,  todos  y cada  uno de los móviles  que  ponen  en  ejercicio  la  inteligencia   y  la  voluntad  del hombre.” (Varela, 1874: 29)


Para  Varela,  en el aula  “los  niños  se deben  agitar  como  los hombres”.  Por  eso  es importante el conjunto de experiencias cotidianas (donde  el profesor exterioriza su rol de autoridad, pero no el autoritarismo) a partir de las cuáles los alumnos internalizan el aprendizaje de los valores democráticos . Así, se puede  ir “preparando al niño para ser hombre y al hombre para ser ciudadano”.   El principio de ciudadanía, que en términos generales es el derecho de cada sujeto social a participar (como elector o como representante)  del  Gobierno  de su nación,  es una categoría  central  para  entender  la propuesta de la reforma vareliana, y particularmente  la responsabilidad  de la escuela como agente  de construcción  de una vida  democrática.  Existe,  en cierto  modo,  una relación directa entre escuela obligatoria, gratuita y pública con el sufragio universal, la libertad y el fortalecimiento de las instituciones democráticas.


Pero los derechos de la ciudadanía se deberían expresar, según Varela, no solamente con la participación consciente e inteligente en las instancias democráticas  de la vida política de un país, sino también en el compromiso  que la escuela pública asume al
formar individuos  productivos  que logren integrarse  al sistema económico  propio de una sociedad moderna , industrial y desarrollada. Del mismo modo no posible sostener un gobierno republicano si este no está construido sobre la base la formación científica. Esa idea se expresa, en el siguiente párrafo del autor:


“Para adoptar  la forma democrática  republicana,  no es una intuición, no  es  un  instinto;  es  una  ciencia,  ciencia  que  en  sus  principios elementales  al  menos,  deben  poseer  todos  los  ciudadanos  de  una república,  ya que todos reunidos,  forman la nación  y deciden  de sus destinos. El sufragio universal supone la conciencia universal. Sin ella la  república   desaparece,   la  democracia   se  hace  imposible   y  las oligarquías, disfrazadas con el atavío y el título de república, dispone a su antojo del destino  de los pueblos.  El sufragio  universal  supone la conciencia   universal  y  la  conciencia   universal  supone  y  exige  la educación  universal.”(Varela,  La Educación  en la Democracia,  Cap. VIII de la Educación del Pueblo, citado en Gatti, E. y Acosta, Y, 1985: 45)



Por otra parte, mediante el ejercicio del meetings se expone claramente la idea vareliana de  democracia  en  la  escuela.  En  la  práctica  del  debate,  con  el  intercambio  de argumentos   y   el   diálogo   entre   los   alumnos,   se   van   creando   las   condiciones institucionales  que establecen  una cultura   democrática en las aulas y en los diferentes espacios escolares. Los docentes deben ser impulsores de estas nuevas experiencias. “El maestro  —opina  Varela—  debe  buscar  las  ocasiones  de  que  haya  meetings  en  la escuela, con el objeto de enseñar a los niños como se discute y se decide” (Varela, 1910: 218).



Con frecuencia convocad meetings —sostenía Varela en la Educación del Pueblo dirigiéndose a los maestros— y aún dejad que una petición por escrito, firmada por un número dado de niños, sea motivo de una convocatoria” (Ibíd.: 221) para concluir posteriormente que “(...) el maestro debe generalmente presidir estos meetings, él solo puede regularlos y dirigirlos bien: pero para dar ocasión a los niños de aprender a ser presidentes o moderadores, debe, a veces, hacerlos presidir. Estando cerca de él y auxiliando  al  niños  con  su  autoridad,  en  caso  necesario,  ninguna  turbación  puede suceder. En un club de discusión, los niños deben tener sus propios empleados, pero es bueno, para el maestro, estar presente en él tanto como pueda”.


Las prácticas escolares de niños y niñas, entendidas de esta manera, no solamente deben limitarse a la incorporación de contenidos curriculares sino que es muy importante no desatender  la  formación  del  ciudadano  para  el  ejercicio  directo  de  la  democracia. Cualquier   escuela   pública,   debería   contar   con   oficiales   o   empleados   escolares (secretarios de clase, director de correos, banquero, editores de periódicos, etc.) donde el desempeño de estos roles anticipatorios de la vida adulta permita ir configurando un nuevo aprendizaje de valores. En este tipo de elecciones que involucran a los niños de la escuela, generalmente, “las balotas (sistema por bolillero) son el mejor recurso”; sugería Varela a los maestros de educación primaria.


Desde el punto de vista filosófico también está presente la idea de educar ciudadanos para insertarse  en la república como condición necesaria  para lograr la participación política en la sociedad democrática. El gobierno republicano es reconocido por Varela como “el más perfecto de todos que los hombres han adoptado” (Ibíd.: 53) y debe ser el resultado de la educación democrática de los pueblos regulada por el Estado. Por esa razón las escuela es considerada  la base de la república. Los párrafos que siguen, in extenso, expresan esa idea.


“Educación exige el voto consciente que se deposita en las urnas electorales, para saber apreciar, por juicio propio y razonado, el orden de  ideas  políticas,  económicas   o  sociales  a  que  se  quiere  servir; educación exige el veredicto consciente que se formula, para decidir de la felicidad, de la honra, de la vida del hombre, en los casos en que el ciudadano es llamado a fallar en los juicios populares; educación exige el desempeño  consciente  e inteligente  de todos los puestos  públicos, que el ciudadano puede ser llamado a desempeñar,  y a los que puede aspirar legítimamente,  educación exige el voto consciente dado en pro o en contra de una ley, en el recinto del Cuerpo Legislativo, educación exige y exige imperiosamente  e ineludiblemente  el uso consciente  de todos los derechos y todos los deberes del ciudadano. La escuela es la base de la república; la educación la condición indispensable de la ciudadanía.” (Ibíd.: 45)

Con la misma  fuerza conceptual,  Durkheim  demuestra  que una escuela  democrática debe ser fundamentalmente  neutral, tanto desde el punto de vista de una moral laica como en la formación ideológica de los ciudadanos.


“La Escuela no puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar  a sus alumnos al surco de sus simpatías partidistas personales por muy justificadas que a él le parezcan que son. Pero a pesar de todas las disidencias, se goza ya actualmente, sobre el fundamento de nuestra civilización,  de cierto número  de principios  que implícita  o explícitamente  son  comunes  a todos   y que muy  pocas  personas  se atreven a negar abierta y directamente:  respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y sentimientos que constituyen la base de la moral democrática.” (Durkheim, 1976: 55)




John Dewey y la educación democrática



El análisis entre democracia  y educación, fue una preocupación  central, también, del pensamiento   de  John  Dewey.  En  términos  generales,  el  filósofo  norteamericano entiende que la educación es el medio para asegurar la formación de ciudadanos como miembros en igualdad de condiciones que participan, discuten, actúan y se integran a la vida  en  comunidad.  El modelo  de  sociedad  democrática  propuesto  debe  alcanzarse mediante la acción educativa que deviene en acción en la vida pública, en un proceso de orden, reproducción y reforma social. Al igual que Varela,  Dewey sostiene que  existe la  democracia  si  hay  participación  conciente  de  los  ciudadanos  y  ello  es  posible mediante  una  práctica  pedagógica  funcional  al  sistema  político,  un  vis  a  vis,  entre escuela y sociedad.


“Una   sociedad   es  democrática   en  la  medida   en  que  facilita   la participación  en  sus  bienes  de  todos  sus  miembros  en  condiciones iguales y que asegura el reajuste flexible de sus instituciones mediante la interacción  de las diferentes formas de vida asociada. Tal sociedad debe  tener  un tipo  de educación  que  dé a los individuos  un interés personal en las relaciones y el control social y los hábitos espirituales que  produzcan   los  cambios   sociales   sin  introducir   el  desorden.” (Dewey, 1953:108)


Dewey,  al  igual  que  Varela,  piensa  que  “un  gobierno  que  se apoya  en  el sufragio universal no puede tener éxito si no están educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes”  (Ibíd.:  98). La educación  es para  él actividad,  pensamiento, transformación de la realidad y el ambiente, esencialmente tarea cooperativa, social, y democrática.   El   alumno   debe   aprender   haciendo,   participar   en   actividades   y experimentar, después pensar y reflexionar, luego volver a la actividad y transformar la realidad.  La escuela  es vida social,  educación  democrática  y espacio  de experiencia colectiva, pero además es un agente que puede alterar el orden social. La construcción de una sociedad  más justa implica  un compromiso  de la escuela con la igualdad  de oportunidades. Así lo exponía Dewey (1953: 17): “evidentemente, una sociedad a la que sería fatal la estratificación en clases separadas tiene que procurar que las oportunidades intelectuales sean accesibles a todos en forma equitativa y fácil.”


No es posible encontrar el verdadero sentido de una educación cívica democrática si no existe   una   coherencia   entre   la   retórica   del   discurso   democrático,   los   métodos pedagógicos  y  la  forma  de  organizar  la  escuela.  El  diálogo  interactivo  entre  los educadores y sus alumnos, la dinámica de intercambio entre el pensamiento y la acción, entre las ideas y los proyectos  vividos  como tales por los participantes,  aseguran  el proceso de reconversión radical del pensamiento, etapa necesaria para construir, a partir de ahí, nuevos  conocimientos  y perspectivas  sobre  el mundo  que  deben  situarse  en realidades concretas que interesen a los alumnos. Este proceso, Dewey lo describe como una  experiencia  activa  entre  el pensamiento  y la acción.  Desarrolla  esta  idea en su trabajo Experiencia y Educación, cuando dice que “la continuidad y la interacción en su unión activa, recíproca, dan la medida de la significación y el valor de una experiencia. La preocupación inmediata y directa de un educador son, pues, las situaciones en que tiene lugar la interacción” (Dewey, 1967: 48). El resultado de ese proceso es la reconstrucción del conocimiento, o dicho con sus propias palabras, “la reconstrucción de la experiencia” (1967: 52).
Como veremos más adelante, esta idea de “reconstruir” la realidad a través de la experiencia, caló hondo en distintas corrientes teóricas contemporáneas de la educación, que partir de este principio elaboran nuevos marcos conceptuales para elaborar nuevas definiciones  de los centros educativos  como comunidades  críticas de educadores.  En este sentido, es muy clara la influencia de Dewey en la teoría crítica de Wifred Car (1983) o en los estudios de Berstein sobre las instituciones escolares como comunidades comprensivas  y democráticas.  De la misma manera,  podemos  comprobar  que Ángel Pérez Gómez   —quien formula la definición de un nuevo rol para las escuelas en la época posmoderna— especifica que las mismas deben convertirse en  una “comunidad de vida y de participación  democrática”  donde cada individuo tiene que “reconstruir, conscientemente   su  pensamiento   y  actuación   a  través   de  un  largo   proceso   de descentración y reflexión crítica sobre la propia experiencia” (1997: 59).


Volviendo a los argumentos filosóficos de Dewey, debemos decir que éstos reconocen la influencia  del pragmatismo  de W. James  y del evolucionismo  de Darwin.  No es extraño, por tanto, descubrir que muchas de la novedades de la teoría de la educación de Dewey, (la relación entre democracia y educación, o el reconocimiento de la actividad del alumno como condición sine qua non para promover aprendizajes) ya habían sido discutidas en Uruguay —caso particular que aquí vamos a citar— cuando la Sociedad de Amigos de la Educación Popular apoyó la fundación de centros experimentales en la ciudad de Montevideo, como la escuela Elbio Fernández.


Dewey, como Varela, debió justificar la nueva escuela —la escuela del mañana, recordando uno de sus libros mas conocidos— a partir de la crítica de la escuela pasiva o escuela vieja. Los argumentos expresados en esa fuente, en el año 1910, reproducen casi las mismas críticas que Varela pronunciara en relación a la escuela lancasteriana de nuestro Uruguay, en 1874. Para la gran mayoría de los maestros y de los padres, “la palabra escuela es sinónimo de disciplina, de niños quietos, de filas de niños sentados en pupitres, inmóviles, atendiendo al maestro y hablando sólo cuando se les interroga a ellos”  (Dewey,  citado  por  Acevedo,  Eduardo,  1931:  277).  En  otro  trabajo,  Dewey (1967) reforzaba esos conceptos al señalar que el control arbitrario sobre los cuerpos y las mentes de los alumnos, una de las características principales del modelo pedagógico tradicional, anulaban, en última instancia, el ejercicio de la autorreflexión y del librepensamiento.

Coinciden  Varela y Dewey en que la educación  para la democracia  necesita  de una escuela   donde los niños y niñas se organizan como comunidad cooperativa   y tengan conciencia de pertenencia: son miembros de una estructura con un orden social determinado,   y   debe   promoverse,   en   consecuencia,   el   sentido   de   igualdad   de oportunidades  así como  el espíritu  democrático.  Las experiencias  en la escuela  que permiten ejercer diferentes funciones, hábitos y conductas (socialización  anticipatoria de nuevos roles), el debate para seleccionar los cargos de representatividad escolar, el entorno social de discusión  y argumentación  democrática  sólo son posibles si existe interés  del  niño,  pero  también  es  importante  una  acción  decidida  del  maestro  para inculcar la moral democrática.


“La  educación,  en  verdad,  es  lo  que  nos  falta,  pero  la  educación difundida   en  todas   las  clases   sociales,   iluminando   la  conciencia oscurecida  del  pueblo  y  preparando  al  niño,  para  ser  hombre  y  al hombre para ser ciudadano (…). La extensión del sufragio a todos los ciudadanos  exige, como consecuencia  forzosa, la educación difundida a todos: ya que sin ella el hombre no tiene la conciencia de sus actos, necesita para obrar razonadamente.” (Varela)


¿Es posible que las escuelas se conviertan en agentes de transformación social?  En este punto, creemos que coinciden, en términos generales, los tres autores que estamos cotejando. Si bien, a priori, parecería que las instituciones educativas son esencialmente reflejo de la sociedad  de su época, en las teorías educativas  que comparamos,  tanto Durkheim, como Dewey y Varela, interpretan la idea de que el cambio social puede ser consecuencia, entre otros factores, de la reformas pedagógicas. Pero para que ello sea posible es necesario el   protagonismo del profesorado, conciente, reflexivo, crítico, y capaz de formar el carácter y la moral de las nuevas generaciones  a través de programas y reformas escolares .


Por tanto, no parece aventurado afirmar que la propuesta de Varela sobre su concepción de  cuál  es  y  cuál  debería  ser  la  relación  entre  escuela  y  sociedad  (integración, reproducción y en ciertas condiciones cambio social) así como la manera de definir a los centros educativos  como repúblicas escolares [1] que educan a los ciudadanos de la
nación, son esquemas de pensamiento que luego se expresaron, con relativa similitud, tanto  en  la  filosofía  pragmática  de  Dewey  como  en  la  racionalidad  y  la  moral democrática  que naturalmente caracterizaba  la teoría de Durkheim.




Una discusión contemporánea sobre la escuela como institución democrática.



La primer  dificultad  que  debemos  enfrentar  al estudiar  a las escuelas  como  centros educativos públicos y democráticos es, precisamente, que este concepto  tiene diferentes usos en distintos contextos.  Democracia,  es un concepto polisémico.  En este sentido José Domínguez (2005) presenta de forma extensa esta problemática, aclarando los significados del sustantivo “democracia” y del adjetivo “democrático” a los efectos de poder dar un sentido definido a las expresiones “una educación democrática para una sociedad democrática”, “democracia escolar para la democracia política, cívica y económica”.


Etimológicamente, se traduce democracia como “poder del pueblo”, “autoridad del pueblo”,  “soberanía  del  pueblo”  “gobierno  del  pueblo”.  La  definición  de  la  Real Academia Española (RAE, 2002: 503) es menos expuesta que las anteriores, definiendo a la misma como una “doctrina política favorable a la intervención  del pueblo en el gobierno”.  Rousseau  sostenía  una definición  más fuerte, conocida  como democracia radical: concibió la democracia como “autogobierno de el pueblo para sí mismo”, exaltando  al  máximo  los  principios  de  autorregulación,  libertad  y  autonomía  del individuo.  Lo cual se enfrentaba a la definición de la democracia como sinónimo de representación  parlamentaria.  Esa  confrontación  representa  hasta  nuestros  días  dos visiones claramente antagónicas. Así, Voltaire abogaba por una concepción débil de la democracia, justificándose en los términos siguientes:


“Parece muy extraño que el autor del Contrato Social diga que todo el pueblo inglés debería sesionar en el parlamento, y que deja de ser libre cuando su derecho consiste ha hacerse representar en el Parlamento por diputados.  ¿Quisiera  acaso  que  tres  millones  de  ingleses  vengan  a hacer sentir su voz a Westminster?” ( Voltaire, citado en Vila, 2003).
Lo que Rousseau defiende en realidad, en su célebre tratado, es la democracia directa: “La soberanía no puede ser representada por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo, pues, no son ni pueden ser sus representantes, son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente.  Toda ley que el pueblo en persona  no ratifica,  es nula. El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento; tan pronto como éstos son  elegidos,  vuelve  a  ser  esclavo,  no  es  nada.”  Por  tanto,  para  él  la  educación democrática, deber ser “pública” (que significa popular) conforme al sentido fuerte del concepto.


Las  instituciones  públicas,  como  la  escuela,  deben  ser  centros  democráticos  en  un sentido fuerte, es decir, practicar el principio de la neutralidad religiosa e ideológica, tal como han dejado patente Durkheim y Varela. Al mismo tiempo, para que las escuelas además de públicas sean verdaderamente democráticas, deben ser instituciones que funcionen reguladas por el principio de convivencia democrática, esto es, un régimen de autogobierno  con  la  máxima  participación  del  pueblo  soberano.  En  este  caso,  la comunidad democrática  de una escuela la integran los alumnos, profesores,  padres y demás personas vinculadas con los procesos de aprendizaje.


La democracia, en el sentido liberal del término, está íntimamente relacionada con la expresión escuela pública, y ambos, deben su origen a los movimientos revolucionarios franceses. Gimeno Sacristán (1999: 69) afirma que “el espíritu que orienta la educación pública, heredado de la Revolución Francesa, es el de ser un poder para perfeccionar el cuerpo social y servir al progreso,  además  de a la libertad individual;  es decir, está animado de un propósito colectivo”. Tras la Revolución Francesa se fue consolidando, muy lentamente, el proceso de desplazamiento  de las monarquías y de la aristocracia feudal, dando paso a sistemas democráticos o repúblicas, que aseguraban formalmente el derecho político de participación  ciudadana.  En los estados liberales de los siglos XIX y XX la  democracia es restringida , débil o limitada,  porque se reduce la misma a la participación electoral de la ciudadanía (además sesgada por criterios de raza, género y clase social).
En síntesis,  desde una perspectiva  liberal del concepto  democracia,  ésta se limita al espacio   político,   desatendiendo   los   ámbitos   institucionales   relacionados   con   la economía  —¿hay  democracia  en las empresas?—  la educación  y la familia  —¿hay democracia  en  las escuelas?,  ¿en  los  hogares?—,  como  lugares  que  se  regulan  por mecanismos  autoritarios.    Pero,  ¿qué  es una educación  democrática?  Ignacio  Sotelo (1995: 56) responde con  la idea rousseauniana de democracia fuerte al decir que ésta es la  que  se  imparte   “a  todos   por  igual”,   es  decir  considerando   además   que  la democratización de la enseñanza, desde esta perspectiva, implica “abrir las instituciones educativas a todos los miembros de la sociedad “. Define (Ibíd.: 57) la educación democrática así:


“(...) una enseñanza  que prepare para la convivencia  democrática.  Ya no es sólo su universalidad,  enseñanza igual para todos, ni su carácter público, al asumir el Estado la responsabilidad  en el campo educativo, sino   que   por   educación   democrática   se   entiende   el   empleo   de determinados    métodos   y   contenidos   educativos.   Sin   ellos,   una educación  para todos, llevada a cabo por el Estado, podrá servir más bien a fines que podrían calificarse de totalitarios. La democratización de  la  enseñanza  ha  de  comportar,  por  tanto  estos  tres  caracteres: enseñanza  para todos,  enseñanza  estatal  y enseñanza  con métodos  y contenidos democráticos.” [2]


Estas ideas encarnan, nuevamente, la vigencia de los principios de la filosofía de John Dewey, al marcar como fundamental que la educación democrática debe ser parte de un proyecto  institucional  democrático  de la escuela,  que involucre  a los sujetos en una nueva experiencia de vida, incluyendo hasta las mismas estrategias pedagógicas como recursos para la formación de hombres libres, verdaderamente republicanos, miembros comprometidos de una comunidad que resuelve socialmente y  colectivamente sus problemas. Wilfred Car (1995:108) refuerza esta visión al recalcar que, para Dewey, “la educación ofrecida por una auténtica democracia no puede ser otra que una educación en y para la democracia”. Igualmente podemos comprobar que, la teoría crítica de la enseñanza  que  elaboraran  Car  y  Kemmis,  rinde  tributo  a  las  contribuciones  del pedagogo norteamericano.

La formación de una ciudadanía crítica



Hemos sostenido  a lo largo de este artículo que uno de los grandes  objetivos  de la educación  democrática, en el sentido fuerte del término, es formar ciudadanos que sean participantes  activos  y comprometidos  con la convivencia  democrática  en  todos  los ámbitos de la sociedad. La experiencia  escolar debe ser sentida como un proceso de reconstrucción del pensamiento, de cambio en las perspectivas de los sujetos, a partir del debate, la discusión pública y el contraste de opiniones. Sin embargo, sabemos que estos objetivos encuentran serios escollos para llevarse a cabo en el contexto actual de crisis en los fines de la educación y desarticulación de las políticas públicas por parte del nuevo modelo hegemónico del neoliberalismo económico, y su correlato, el Estado mínimo. Pensamos que este proceso es producto del avance en la globalización de la economía,  proceso  que comprende  el auge  de las privatizaciones,  la primacía  de la lógica del mercado (y de la circulación libre de las mercancías, incluida, para muchos, la educación como un beneficio más), el fomento del individualismo, el teleconsumo, la competencia, etc.


Al  revisar  la  literatura  especializada  sobre  este  tema,  comprobamos  que  existe  un consenso  cada  vez  más  generalizado   y  defendido  por  muchos  autores  (Gimeno Sacristán,  1999a,  1999b,  Pérez  Gómez,  1999,  Santos  Guerra,  1999,  Bolívar,  2005, Giroux, 1999) que mantienen la idea de que la escuela pública debe asumir los nuevos retos de enseñar a pensar y criticar en el contexto de la posmodernidad,   resistiendo la imposición del paradigma neoliberal. En palabras de Gimeno Sacristán (1999a :77), “la escuela pública tiene que dar batalla en la relevancia intelectual en una sociedad en la que el conocimiento y las habilidades intelectuales y de comunicación desempeñan un papel  decisivo  para  entender  el  mundo  y  para  participar  en  él”.  El  problema  del conflicto en los sistemas de enseñanza, como se argumenta en un valioso ensayo de este autor, de 1998, nos remite a la existencia de poderes inestables en educación.


Una de las causas que ha desarticulado los sistemas educativos contemporáneos en los países que iniciaron profundas reformas de la enseñanza con las consignas de equidad, calidad,  diversidad  y eficiencia,  es que recolocan  o reestructuran  [3] los centros de autoridad  modificando  el  mapa  tradicional  de  los  poderes  en  educación.  El  nuevo
discurso de las reformas educativas revaloriza el lugar de las familias, le da más espacio a la comunidad  en la toma de decisiones,  reduce el papel del Estado,  y otorga  más autonomía a los centros educativos.


La construcción de este nuevo “mapa” del poder en educación es consecuencia, entre otros factores, de la presión conservadora hacia las escuelas, producto de la racionalidad economicista impuesta por los nuevos paradigmas neoliberales. Algunos indicadores de esta presión sobre las escuelas son las demandas de mayor eficiencia en los resultados, la aplicación  de  instrumentos  objetivos  de  medición  educativa,  el nuevo  rol de  los padres  y alumnos  como  consumidores  de  servicios  educativos,  la  limitación  de  los poderes  públicos,  la  imposición  de  la  teoría  del  mercado  educativo  como  la  más adecuada para el desarrollo de los países.


Gimeno  Sacristán  (1999b:  265-297)  estudia  cómo  a partir  del  discurso  conservador sobre  la  sociedad  donde  se  sostiene  que  el  Estado  debe  desaparecer,  la  ideología dominante impone un nuevo mapa de los poderes en educación. Como ejemplo, señala que existe un equilibrio inestable entre la escuela y las familias. Por un lado, quienes se identifican con los movimientos progresistas e innovadores, defienden la participación activa   de   los   padres   en   la   democracia   escolar.   Pero   simultáneamente   existen movimientos  conservadores  que defienden el principio de intervención  directa de las familias en los centros educativos, a tal punto que en algunas experiencias de descentralización radical (como en los EEUU o en algunas centros subvencionados en Chile)  los propios padres pueden llegar al extremo de seleccionar el currículo o hasta expulsar a los maestros. Vuelve a estar en el centro del debate la construcción  de la democracia.  En  este  sentido,  “un  Estado  democrático  tiene  que  reconocer  que  la autoridad en educación debe ser compartida entre padres, ciudadanos en general y profesionales de la educación” (Gimeno Sacristán, op. cit: 265).


Una estrategia de defensa de la  escuela pública es reaccionar frente a un  mundo donde predomina  la obsesión por la eficacia y se impone la   lógica de la competencia  que utiliza   los  resultados   escolares   cuantitativos   (porcentaje   de  egresos,   número   de certificados, tasa de promociones, etc.) para discriminar a los centros escolares de mejor o peor calidad —según un criterio economicista que criticara magistralmente John Elliot (1992).

Salvaguardar la esfera pública, ante los embates de un discurso conservador y neoliberal que intenta desprestigiar  a la escuela,  implica  una forma de resistencia,  tal como lo proponen  los  defensores  de  esta  teoría.  Henry  Giroux,  al  igual  que  Michel  Apple, sostienen que si los maestros y estudiantes se organizan para crear nuevas esferas, es posible soñar con una alternativa para defender la democracia, seriamente amenazada por el discurso del pensamiento único. Entre las ideas y conceptos centrales de la teoría de la resistencia, útiles para ilustrar la relación entre escuela y Estado, destacan: democracia  radical,  prácticas  radicales  democráticas,  formación  de una ciudadanía crítica, reconstrucción de la realidad, esfera contra pública democrática, nociones desarrolladas en la obra Los profesores como intelectuales: hacia una pedagogía crítica del aprendizaje, de Henry Giroux (1997).


Estos conceptos están entrelazados de forma coherente y significativa en   un discurso que se centra en la constitución de un nuevo  imaginario radical. “Lo imaginario radical
—dice Giroux (1997: 212)— representa un discurso que ofrezca nuevas posibilidades para las relaciones sociales democráticas y descubra las conexiones existentes entre lo político y lo pedagógico con el fin de estimular el desarrollo de esferas contrapúblicas que se comprometan seriamente con y en articulaciones y prácticas radicalmente democráticas.” La teoría educativa radical, o teoría crítica de la educación, vincula de manera  dinámica    los conceptos  de pedagogía  y política,  entendiendo  que la visión tradicional  de  la  enseñanza  debe  ser  suplantada  por  nuevas  prácticas  democráticas donde la formación de una ciudadanía crítica pasa a ser el eje central de las mismas.


Por tanto, la formación  de una ciudadanía  autónoma  y crítica es el resultado  de un proceso  donde  los  profesores,  como  agentes  culturales  e  intelectuales,  vinculan  la política a la pedagogía, y particularmente  relacionan las prácticas democráticas en las aulas  con aquellos  valores  que  permiten    emancipar  la condición  humana:  libertad, igualdad, solidaridad,  justicia social. De forma más específica: ¿cuál es el rol de los maestros en este proceso de consolidación  de una democracia radical? Giroux (1997:
221-226), formula una serie de condiciones o aspectos del lenguaje y de la práctica de los educadores críticos:
-    Reconocer  que  la  noción  de  Democracia  no  puede  fundamentarse   en  un concepto  de verdad o autoridad ahistórica o trascendental.
-   Un lenguaje radical centrado en la ciudadanía y la democracia provoca un fortalecimiento de los lazos horizontales entre los ciudadanos.
-    Un discurso revitalizado de la democracia no debería basarse exclusivamente en un lenguaje de crítica.
-    Los educadores  necesitan  definir las escuelas como esferas públicas donde la dinámica de compromiso popular y política democrática puedan cultivarse como parte de la lucha por un Estado democrático radical.


La   ampliación   del   discurso   democrático   debe   realizarse   a  partir   de   un   fuerte compromiso por parte de los alumnos y maestros para que la crítica contenga utopías, proyectos   y   realizaciones   potenciales,   y   además   incluya   la   denuncia   de   las desigualdades e injusticias sociales. Todo ello comporta una acción pedagógica que está en la base de la defensa de la escuela pública


“Hay que realizar una tarea educativa,  uniéndonos en estas trabajosas luchas por la democracia en las escuelas y en las universidades,  en las comunidades locales, en las relaciones de raza, clase género y sexo en multitud  de instituciones  en las  que  ahora  comprometemos  nuestras vidas diarias y en las que podemos no sólo enseñar sino también aprender.”  (M. Apple, citado en Santos Guerra, 1995:137)




La Escuela como institución que promueve la moral democrática



En nuestros días, existe una aceptación generalizada de que el papel transformador  y democratizador de la escuela ha entrado en crisis. La vigencia avasallante del discurso hegemónico de la sociedad neoliberal pone en cuestión la forma tradicional de la organización  escolar (burocrática, jerárquica, con excesivo apego a la normativa, con inercia institucional, etc.) donde prevalece un modelo arbitrario de imposición cultural que socava  todo intento  de formación  de ciudadanos  auténticamente  demócratas.  Es decir, los valores sociales que circulan por afuera de la escuela (por ejemplo, individualismo y competencia) se reproducen en su interior.

Quienes pensamos que la democracia, más allá de definiciones y formalismos, tiene que ir de la mano de comportamiento en la vida cotidiana, debemos exigir que las escuelas públicas del presente no abandonen los principios morales esenciales. Wilfred Carr distingue dos tipos de democracia escolar: el modelo mercantil y el modelo moral. El primero se caracteriza por entender la democracia como el procedimiento adecuado para elegir representantes políticos, generalmente cada cuatro o cinco años, según el país. El segundo representa el sentido de democracia fuerte, es decir, una forma de vida radicalmente democrática, tal como la definía Jhon Dewey. La pregunta que surge es si es posible edificar una escuela basada en este segundo modelo. Apostamos que sí, pero antes  es  preciso  reconocer  que  el  actual  sistema  de  democracia  escolar  basado  en relaciones  de poder  y subordinación,  es, tal como lo expresa  Santos Guerra  (1995), fuertemente contradictorio.


Bolívar  (2005:  5),  analizando  el  caso  español,  apoya  esa  tesis  al  afirmar  que  las reformas  educativas  se han  dedicado  a implementar  las autonomías  de las escuelas desde un punto de vista legislativo,  pero en la práctica  los centros continúan  siendo unidades  administrativas   fuertemente  centralizadas  con  escasas  posibilidades   para definir con independencia su organización, las políticas pedagógicas o la gestión económica.  En Uruguay  ocurre  algo  similar,  ya que  los cambios  educativos  que  se formulan  desde el punto de vista técnico no llegan a las aulas ni a los centros,  por distintos  motivos,  entre  los que  deberían  mencionarse  la persistencia  de  un modelo tradicional  de  gestión  jerárquica  de  las  escuelas,  la  escasa  participación  real  de profesores y padres en los procesos educativos, el grado de irrefutablidad de las evaluaciones y la dinámica endogámica de las instituciones.


Santos Guerra (1995: 129-140) usa la metáfora de la nieve frita para argumentar por qué es imposible construir una verdadera democracia escolar  desde el viejo paradigma de la escuela jerárquica tradicional. Básicamente la cuestión es que el modelo está plagado de contradicciones  entre lo que se adjetiva como democracia escolar y lo que realmente sucede en las escuelas:


a)     La escuela es una institución de reclutamiento forzoso que pretende educar para la libertad.
b)     La  escuela  es  una  institución  jerárquica  que  pretende  educar  en  y  para  la democracia.
c)     La escuela es una institución que pretende educar para los valores democráticos y para la vida.
d)     La  escuela  es  una  institución  epistemológicamente  jerárquica  que  pretende educar la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento divergente.
e)     La escuela es una institución sexista que pretende educar para la igualdad entre los sexos.
f)     La   escuela   es  una   institución   pretendidamente   igualadora   que   mantiene mecanismos que favorecen el elitismo.
g)     La escuela es una institución cargada de imposiciones que pretende educar para la participación
h)     La escuela es una institución acrítica que pretende educar para la democracia.

i)     La Escuela es una institución aparentemente neutral que esconde una profunda disputa ideológica.


En cada  uno de  los ítems  seleccionados  se contraponen  los objetivos  y fines  de la democracia escolar con las prácticas concretas de las escuelas. A tenor de esto, cabe preguntarse de nuevo, seriamente, si es factible construir una escuela verdaderamente democrática.  Sin ninguna  duda: sí, se puede.  Pero,  se trata  de un desafío  que debe encararse en muchos frentes: el institucional, el docente y el familiar. Algunas de las características fundamentales que este tipo de educación que anhelamos ha de tener son:


•    Una reconstrucción  del   currículum en torno a valores democráticos,  desde el punto de vista de la moral democrática.
•    Una práctica dialógica y deliberativa de la evaluación.

•    Una organización auténticamente democrática de la escuela.

•    Una  formación  basada  en  valores  (libertad,  igualdad,  justicia,  solidaridad, tolerancia, diálogo, honestidad, civismo).
•    Una formación cívica en el sentido vareliano, de la ciudadanía.

•    Una educación laica, abierta al debate, sin violar la conciencia de los alumnos.
Para alcanzar esos objetivos resulta indispensable llevar a cabo una serie de estrategias institucionales encaminadas a cambiar la escuela:


•    Crear entornos de ambientación para implicar a todos en la vida democrática de la escuela.
•    Posibilitar la toma de decisiones de todos los participantes del centro.

•    Aumentar la participación  de los padres y de los profesores en las decisiones colectivas.
•    Actuar  con  autonomía   de  los  centros   de  poder  (pero  no  en  el  sentido neoconservador).
•    Conformar grupos de clase como comunidades democráticas de investigación, reflexión y de trabajo cooperativo.
•    Los educandos deben participar, activamente,  en el ejercicio de la democracia directa, elaborando, evaluando y reformulando el Proyecto de Centro.
•    Desarrollar una pedagogía de la ética, una pedagogía de la democracia fuerte.

•    Reconstruir las relaciones de la escuela con la comunidad.

•    Reforzar la formación inicial de los profesores.





En síntesis



El rol de la educación en la conformación de los Estados democráticos ha sido determinante  para  que  las sociedades  industriales  de  los siglos  XIX  y XX  tuvieran estabilidad,  integración social y legitimidad política. La consolidación  de los Estados nacionales  requerían  actores  sociales  organizados,  instituciones  políticas  legitimadas por la población y, sobre todo, un conjunto de valores democráticos que sólo la escuela estaba en condiciones de transmitir de manera universal. Según Tudesco (1995: 34), “la historia   de   la  educación   muestra   que,   en   sus   orígenes,   el   proyecto   educativo democrático se caracterizó por una fuerte articulación entre el componente cuantitativo (acceso universal y obligatorio ala escuela) y sus componentes cualitativos (laicismo, lealtad a la nación, lengua oficial, etc.)”.
A nuestro juicio, uno de los desafíos actuales que la  educación pública debe asumir es el de preservar la defensa de un proyecto educativo democrático,  a sabiendas de los obstáculos que pone el paradigma hegemónico neoliberal. La escuela ya no puede ser neutral, tiene el deber de reaccionar frente a la imposición cultural de pautas antidemocráticas,  proponiendo un nuevo modelo de organización educativa como una forma  de  vida  social  que  implique,  al  decir  de  Dewey,  una  nueva    experiencia democrática.


El principio de ciudadanía que la escuela vareliana incluyera como una de sus grandes contribuciones  a  la  conformación  de  una  nueva  sociedad  democrática,  hoy  debe entenderse desde una perspectiva radical, es decir, como algo más que la formación de ciudadanos  que  eligen  o  son  elegidos  como  representantes   mediante  el  sufragio universal.  En el sentido fuerte del término,  la educación  para una ciudadanía  crítica necesita establecer una nueva relación entre la pedagogía y la política, creando nuevas esferas públicas para la defensa la igualdad, la justicia social y la libertad humana. Si los maestros y profesores se comprometen en la conformación de redes horizontales entre los ciudadanos, se pueden crear esferas contra públicas que sirvan para el fomento de esta pedagogía democrática.


Para organizar este nuevo proyecto de escuela pública es necesario superar todas las contradicciones  que  surgen  al  contrastar  el  discurso  de  las  innovaciones  con  las prácticas escolares específicas. En este sentido, una educación verdaderamente democrática debe implicar —además de una enseñanza para todos, estatal, con métodos democráticos—  una reformulación  del currículum  y la evaluación  en torno a valores democráticos,  la  formación  de  ciudadanos  cuya  participación  se  caracteriza  por  la valentía cívica y una educación laica que acepta discutir todos los temas en un marco de respeto de la conciencia  individual  del alumnado.  Además,  no es posible enseñar de manera  democrática  y formar demócratas  si seguimos  organizando  nuestras escuelas con   un   diseño   institucional   jerárquico,   heterónomo,   de   puertas   cerradas   a   la participación de los alumnos, los padres y la comunidad.


Finalmente, creemos que uno de los grandes desafíos de las instituciones del Estado que ofrecen un servicio público es definir una nueva función para la educación que no sea simplemente   una  agencia  reproductora   del  orden  social.  Una  escuela  solamente
desplegará una tarea educativa, según Ángel Pérez Gómez (1998: 63), cuando sea capaz de “promover y facilitar la emergencia del pensamiento  autónomo, cuando facilite la reflexión, la reconstrucción consciente y autónoma del pensamiento y de la conducta de que cada individuo  ha desarrollado  a través de sus intercambios  espontáneos  con su entorno cultural”.


¿Es viable instrumentar  esta nueva manera de entender  la educación  pública en una instituciones que guarda contradicciones tan grandes? Estamos convencidos de que otra escuela  es posible,  de la misma  manera  que  pensamos  que  el discurso  hegemónico actual es circunstancial. En consecuencia debemos esforzarnos por construir una cultura escolar   que   permita   la   formación   de   individuos   críticos,   provistos   de   valores democráticos sólidos y, sobre todo, dispuestos a transformar la sociedad.



Notas



[1]: Recordemos que el concepto de Repúblicas Escolares representó una de las ideas centrales, varias décadas después de la obra de Varela, que guiaron las experiencias de las Escuelas  Nuevas.  Al respecto,  debemos  decir  que entre  sus principios  generales orientadores,  escritos  por Ferriere  en 1925,  se sostenía  que con este  movimiento  la escuela constituye en algunos casos una república escolar, donde “la asamblea general toma  todas  las decisiones  importantes  concernientes  a la vida  de la escuela”.  Estas pequeñas repúblicas —que tienen un parecido notable con los conceptos de sociedad en pequeño  de Durkheim  o de la clase como mapa social de Varela—  tienen alumnos elegidos  entre  ellos,  que  asumen  roles  de  responsabilidad  social  y  ejercen  de  jefes naturales (Foulquié, 1968: 120-121).


[2]: Estos principios relativos a la democracia en su significado más amplio que hemos detallado, coinciden con los grandes lineamientos de la política educativa uruguaya para el quinquenio 2005-2009, que recientemente expusiera en la Comisión de Educación y Cultura del Senado de la República, el 9 de junio de 2005, el Sr. Director Nacional de Educación Pública, Dr. Luis Yarzábal:
(...) Consideramos que la educación , en su conjunto, ha de ser fiel al principio de democracia. La historia universal está llena de episodios,  todos  ellos  dolorosos,  en  que  la educación  ha  sido utilizada como vehículo de dogmatización, de discriminación, de transición de odiosos patrones de conducta, de sojuzgamiento del pensamiento   libre.  De  hecho  muchas  veces  se  ha  llamado educación   a   lo   que   no   era   más   que   contraeducación   o antieducación.   Afortunadamente,   nuestras   leyes   y   nuestros valores más bastamente  compartidos  son los de la democracia, como forma  de organización  política  y también  como espíritu rector del relacionamiento y del actual ciudadano. De modo que fomentaremos  que  los órganos  rectores  de la enseñanza  y los centros  bajo su dependencia  sean  democráticos,  en su organización, en sus métodos, en sus relaciones internas y con la sociedad entera y sobre todo en los contenidos de sus enseñanza. Se dará así a educadores y educandos no sólo la oportunidad de aprender  democracia  sino  también  de vivir  en  democracia,  de contribuir   con   espíritu   a   la   vez   creador   y   crítico   a   su consolidación.    Deseamos   que   todo   egresado   del   sistema educativo nacional sepa vivir en democracia, conscientemente convencido  de que su defensa  y perfeccionamiento  es cosa de todos y de todos los días.


[3]: Hargraves (1994: 266) nos advierte sobre la necesidad de que el concepto de reestructuración no quede atrapado por la flexibilidad propuesta por el nuevo lenguaje empresarial.  Como  alternativa,  el  significado  del  concepto  debe  ser  entendido  para “otorgar mayor poder a las escuelas, mayor relevancia a los alumnos, como copartícipes en su aprendizaje,  el currículum  y la evaluación;  mayor poder y participación  de los padres, y menor dependencia de los profesores con respecto a los mandatos y requisitos burocráticos.”

Bibliografía



ACEVEDO,  E.  (1931):  ‘Orientaciones  de  la  enseñaza’  en  Anales  de  Instrucción Primaria, Tomo XXIX, No. 2, abril mayo junio, Dirección de Enseñanza Primaria y Normal, Montevideo.


BOLÍVAR,  A  (2003):  ‘La  escuela  pública  y  la  educación  de  la  ciudadanía:  retos actuales’, Ponencia en II Jornadas de Educación: Interculturalidad, Universidad de Cordoba, España.


CARR, W. (1995):  ‘Educación y Democracia: Ante el desafío postmoderno’ en Volver a pensar la educación, AAVV. Vol. 1. pp, 96-11.


DEWEY,  J. (1953): Democracia  y Educación.  Una introducción  a la filosofía de la educación, Biblioteca Pedagógica, Losada, Buenos Aires.


— (1967): Experiencia y Educación, Losada, Buenos Aires.



DOMÍNGUEZ,  J (2005):  ‘Democracia  y Escuela’,  Aula 2005,  IFEMA,  Madrid,  en:

http://www.educacionciudadania.mec.es/documentos/jose_dominguez.pdf


DURKHEIM, E. (1976): Educación y sociología, Editorial Babel, Madrid.



ELLIOT, J. (1992): ‘¿Son los “indicadores de rendimiento”  indicadores de la calidad educativa? 1era. Parte’, en Cuadernos de Pedagogía No. 206, Setiembre.


ELLIOT, J. (1992a ): ‘¿Son los “indicadores de rendimiento” indicadores de la calidad educativa? 2da.. Parte’,  en Cuadernos de Pedagogía No. 207, Octubre.


FILLOUX,  JC  (1994):  Durkheim  y  la  educación,  Miño  y  Dávila  Editores,  Buenos

Aires.



FOLQUIÉ, P (1968): Las Escuelas Nuevas, Editorial Ruy Díaz, Buenos Aires.
GATTI,  E.  y  ACOSTA,  Y.  (1985):  José  Pedro  Varela.  Selección  de  textos,  FCU, Servicio de Documentación de Historia de las Ideas, Universidad de la República, Montevideo.


GENEYRO, JC. (1991): La democracia inquieta: E. Durkheim y J. Dewey, Anthropos. Barcelona.


HARGRAVES (1994): Profesorado, Cultura y Posmodernidad, Morata, Madrid. OLAIZOLA, S (1968): Educación para la Democracia, Imp. Chiesa, Montevideo.
GIROUX, H. (1997): Los profesores como intelectuales. Hacia una pedagogía crítica del aprendizaje, Piados, Madrid.


PEREZ GOMEZ, A (1998): ‘La Socialización Posmoderna y la función educativa de la escuela’  en Escuela  Pública y sociedad  neoliberal,  39-64.  AAVV.  Miño  y Dávila . Buenos Aires.


RAE (2002): Diccionario de la Real Academia Española. Vigésima segunda edición. Madrid.


RODRÍGUEZ ZIDAN,   E. (2003): Varela: Sociología y Educación en el Uruguay del

Siglo XIX, Tipografía Oriental, Salto.



SACRISTÁN, J.G. (1998): ‘La educación pública: cómo lo necesario puede devenir en desfasado’ en Escuela Pública y sociedad neoliberal, 65-82. AAVV. Miño y Dávila, Buenos Aires.


SANTOS  GUERRA,  M.A. (1998): ‘Crítica  de la eficacia y eficacia  de la crítica: lo verdadero, lo verosímil y lo verificable en el análisis de las instituciones educativas’, en Escuela Pública y sociedad neoliberal, 83-112.  AAVV. Miño y Dávila, Buenos Aires.
— (1995): ‘Democracia escolar o el problema de la nieve frita’ en “Volver a Pensar la Educación Nº  1,  Política   ,  Educación   y  Sociedad.”   AAVV,   p.128-141.   Morata. Madrid..


— (2005): ‘La participación es un árbol’, Proyecto Atlántida, en:

http://www.proyecto-atlantida.org/  recuperado el 2/5/05.



ROUSSEAU, J.J. (1938): El Contrato Social, Editorial Tor, Buenos Aires.



SOTELO, I (1995): ‘Educación y Democracia’, en Volver a pensar la Educación, Vol.

1, pp. 34-59.



TEDESCO,  J.C.  (1995):  El  nuevo  pacto  educativo.  Educación,  Competitividad  y ciudadanía en la sociedad moderna, Anaya, Buenos Aires.


VARELA, JP  (1874): La Educación del Pueblo, publicado por la Dirección General de

Instrucción Pública, 2da. Edición, 1910, Editorial El Siglo Ilustrado, Montevideo.



VILA,  I.  (2003):  ‘Crisis  de  la  democracia  representativa  y  contrapoder’,  Revista

Rebelión, disponible en: http://www.rebelion.org


WESTBROOK,   R.  (1993):  ‘John  Dewey’,  en  Perspectivas,  Revista  trimestral  de educación comparada, UNESCO, Oficina Internacional de Educación, Vol. XXIII,  Nos.
1-2, pp. 289-305, París.



ZEICHNER  , K. (1993): ‘El maestro como profesional  reflexivo’,  en Cuadernos  de Pedagogía, No. 220.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

ÁNIMO: TODAS Y TODOS TIENEN LA PALABRA...COMENTEN...