ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA
INVESTIGACIÓN-ACCIÓN COLABORADORA EN LA
EDUCACIÓN
Mercedes Suárez Pazos
Universidade de Vigo. España. Email: msuarez@uvigo.es
Resumen: Se reflexiona
sobre la historia de la investigación-acción,
sobre sus peculiaridades en el ámbito educativo, sobre sus metodologías y
problemas asociados, se describen las diferentes modalidades
de investigación-acción
centrándose en el papel de la i-a colaboradora, para finalizar comentando sus posibilidades como estrategia de cambio y
desarrollo profesional.
Palabras clave: investigación-acción, investigación-acción colaboradora, desarrollo profesional.
Title: Some reflections on collaborative
action research in education.
Abstract: Reflects on the action research, history on their peculiarities in the
field education about their methodologies
and associated problems,
describes the different modalities of action research focusing
on the role of
the collaborative action research, to finish commenting its potential as a
strategy of change and professional development.
Keywords: action
research, cooperative action-research,
development professional.
Un poco de historia. Los primeros pasos de la investigación- acción
El origen de la investigación-acción (en
adelante i-a) se sitúa en los
trabajos llevados a cabo en Estados Unidos por el psicólogo
prusiano Kurt Lewin en la década de los 40, a raíz de la segunda
guerra mundial, por petición de la administración norteamericana.
Inicialmente, se trataba de modificar los hábitos alimenticios de la población ante la escasez de
determinados artículos; tiene pues su
origen en la gestión
pública (Gollete y Lessard-Hébert, 1988). El objetivo de estos trabajos era resolver problemas
prácticos y urgentes, adoptanto los investigadores el papel de agentes de cambio,
en
colaboración directa con
aquellas personas a
quienes
iban destinadas las propuestas de intervención. En estos primeros momentos ya se vislumbran
algunos de los rasgos característicos de la i-a: el conocimiento, la
intervención, la mejora, la colaboración.
Lewin defiende la
idea de compatibilizar
la creación de conocimientos
científicos en el ámbito social con la intervención
directa, siempre con la colaboración de la comunidad
implicada. Su artículo “Action Research and Minority Problems”, publicado en 1946 sigue siendo el punto de arranque de la i-a, aun cuando algunas de sus ideas pueden ser hoy cuestionadas por su pragmatismo, en la línea de la ingeniería social, alejadas del debate democrático y
la justicia social.
En
este contexto también se generaron iniciativas en el campo educativo, con la colaboración
del profesorado implicado en la realidad objeto de investigación. Estas experiencias
se fueron agrupando en un colectivo
que, bajo la denominación
de investigación acción cooperativa, se dio a conocer públicamente en 1953 con la obra de Corey Action Research
to Improve School Practices. Pero este enfoque de cambio y mejora curricular no consiguió el status de investigación, fue ridiculizada y expulsada del ámbito académico, o, mejor dicho, se le vedó su acceso. Al fin y al cabo, estos profesores no universitarios serían docentes innovadores, pero no podían ser considerados investigadores;
se lo impedía la carencia de formación académica (Foshay, 1994). Pero tampoco este estilo de “exploración” fue aceptado como estrategia de cambio, ya que el modelo
investigación+desarrollo+difusión se erigió en dominante en la década de
los 60, lo que suponía que, en el campo educativo,
lo que primaba era el desarrollo y la evaluación curricular a gran escala,
una estrategia alejada de la reflexión, la autogestión, lo pequeño y cercano, que podía representar la i-a.
Sin embargo, a comienzos
de
los 70 renace de sus cenizas la i-a; Carr y
Kemmis (1988) mencionan diversos elementos relacionados
con este
renovado interés. En primer lugar, la reivindicación de la docencia como
“profesión” por parte de un número cada vez más numeroso de profesores de
ámbitos no universitarios; profesión significa preparación, capacidad para tomar decisiones y, por qué no, investigación; emerge un interés por lo práctico y por los procesos deliberativos. En segundo lugar, los mismos
profesores ponían en cuestión la utilidad de la investigación académica
dominante, que ni conocía adecuadamente la realidad educativa ni era
capaz de provocar mejoras; parecía un conocimiento
que sólo interesaba a
los mismos
que lo creaban y a algunos otros colegas
del ámbito
universitario. Teóricos, investigadores,
técnicos, administradores..., todos ellos muy alejados del mundo sobre el que pretendían intervenir. En tercer
lugar, la investigación social dominante hasta el momento,
tan mimética del conocimiento experimental, tan envidiosa de su musa la Física y el
conocimiento científico, con mayúsculas, entra en crisis profunda, dejando paso a nuevas maneras de entender el conocimiento
social, y, por tanto, también el educativo; entra en escena lo interpretativo, la importancia de
las perspectivas y valoraciones de los participantes,
quienes, dejando a un
lado su consideración de objeto-cosa de la investigación, adquieren el rol de sujeto-persona del proceso de indagación. Y esa elevación
a la categoría de
“agente”, también tiene como resultado un aumento de la capacidad de
lucha de los docentes para conseguir mejoras en su situación laboral y profesional, un incremento de la colaboración
y de
la creación de redes de
apoyo. Todo ello facilitó que la dormida i-a saliera del anonimato y se
consagrara como una modalidad más,
puede que de las mejores, de investigación
y mejora educativas. Los trabajos
en Gran Bretaña durante la década
de los 70 de Elliott y Adelman,
relacionados con el Proyecto Ford de
Enseñanza, y de Stenhouse,
creador del movimiento del profesor como investigador y responsable del innovador Proyecto de Humanidades,
dieron el pistoletazo de salida a la nueva etapa de la i-a.
Se había puesto en la picota la relación desigual entre investigadores
y profesores; los primeros tienen
en
las aulas
y
en
los docentes
una
importante fuente de datos, de ellos se nutren para realizar
sus trabajos e incrementar
su currículo académico,
mientras que los profesores poco
beneficio extraen de esta relación parasitaria.
Como
afirma Elliott, en una
entrevista realizada en 1989:
“Con frecuencia son las personas que promueven o divulgan innovaciones
las que controlan
la información y reciben muchas satisfacciones
y compensaciones por esta actividad;
pero la gente que tiene que llevar
a cabo las innovaciones, las que tienen que hacer la mayor parte del trabajo duro, los que sufren el estrés son los profesores (...). Y ellos obtienen
pocas compensaciones y muy poco reconocimiento. Y mientras ésta sea la situación, habrá promoción personal
de
algunos, pero no cambio en las clases” (Sancho y Hernández, 1989, p. 76).
¿Qué
tiene de particular, de propio, la investigación-acción en la educación?
Comencemos por presentar un avance
de definición de la i-a. La i-a es una forma de estudiar,
de explorar, una situación
social, en nuestro caso educativa, con la finalidad de mejorarla, en la que se implican como
“indagadores” los implicados en la realidad investigada. Para adentrarnos en esta
modalidad propongo que lo hagamos desde estas cuatro preguntas
claves: qué se investiga, quién,
cómo y para qué.
El qué. El objeto de
la investigación es explorar la práctica educativa tal y
como ocurre en los escenarios
naturales del aula y del centro; se trata de una situación problemática o,
en todo caso, susceptible de ser mejorada.
Elliott (1978) indica que se investigan acciones y situaciones en las que
están implicados los docentes, situaciones que para
ellos son problemáticas,
que pueden ser modificadas
y que, por lo tanto, admiten una respuesta
práctica. No se trata de problemas teóricos, ni de cuestiones que sean de
interés exclusivo para los académicos o expertos; puede haber coincidencia,
pero es imprescindible que
el objeto de la exploración sea un problema vivido
como tal por los profesores.
El quién. Los agentes, los
que diseñan y realizan un proceso de
investigación no son los investigadores
profesionales, al menos no son sólo
ellos. Las personas implicadas directamente en la realidad objeto de estudio
son también investigadores; los profesores son docentes, pero también son
investigadores que exploran la realidad en que se desenvuelven profesionalmente. Queda atrás el docente “objeto” de estudio, ahora es el agente,
el que decide y toma decisiones.
En la i-a pueden participar los expertos (teóricos, investigadores, profesores de Universidad) como
asesores o colaboradores, pero no son
imprescindibles; sí lo son, en cambio, los implicados. Se habla también de “grupo” de investigación;
es decir, la exploración
como tarea colectiva. Sin embargo,
cuando esto no es
posible, la i-a se puede acometer individualmente, transformándose en un proceso particular de auto-reflexión.
El cómo. La i-a siente predilección
por
el enfoque cualitativo y utiliza técnicas
de recogida de
información
variadas, procedentes también de fuentes y perspectivas diversas. Todo aquello
que nos ayude a conocer
mejor una situación nos es de utilidad: registros anecdóticos, notas de campo, observadores externos, registros en audio, video y fotográficos,
descripciones ecológicas
del comportamiento,
entrevistas, cuestionarios, pruebas de rendimiento
de los alumnos, técnicas sociométricas, pruebas documentales, diarios, relatos autobiográficos, escritos
de ficción, estudio de casos, etc. (Hopkins, 1989; Winter, 1989).
En todo caso, el repertorio
de técnicas de recogida y análisis
de la información huye de la sofisticación
para que pueda ser utilizado por los profesores, teniendo
en cuenta su formación previa y sus responsabilidades como docentes (Altrichter, Posch y Somekh, 1993). Además, la i-a se estructura en ciclos de investigación
en espiral, contando cada ciclo con cuatro momentos
claves: fase de reflexión inicial, fase de planificación, fase de acción y fase de reflexión, generando
esta última un nuevo ciclo de investigación.
El
para qué. La finalidad
última de la i-a es mejorar la práctica,
al tiempo que se mejora la comprensión que de ella se tiene y los contextos en los que se realiza (Carr y Kemmis, 1988). Es decir, pretendemos mejorar
acciones, ideas y contextos; un marco idóneo como puente de unión entre
la teoría y la práctica, la acción y la reflexión.
Por supuesto que cualquier tipo
de cambio no se justifica
por sí mismo; todo el proceso de la i-a debe ser congruente
con los valores educativos
que se defiendan, analizando siempre a quién beneficia y a quién perjudica, atentos a los efectos colaterales no previstos. Los fines, los procesos, las relaciones interpersonales que genera tienen que ser compatibles con las grandes
metas de la educación.
Lo que es y lo que no es la investigación-acción en la educación
Atentos a las distorsiones fáciles, situaremos en primer
lugar lo que no es
la i-a (Kemmis y McTaggart, 1988): (a) no es lo que habitualmente hace un profesor cuando reflexiona
sobre lo que acontece
en su trabajo; como investigación, se trata de tareas sistemáticas basadas en evidencias; (b) no
es una simple resolución de problemas, implica también mejorar,
comprender; (c) no se trata de una investigación sobre
otras personas, sino sobre un mismo, en colaboración con otros implicados y colaboradores; y
(d) no
es
la
aplicación
del método
científico a la enseñanza, es una modalidad diferente que se interesa por el punto de vista de los implicados,
cambiando tanto al investigador como a la situación investigada.
Estos mismo autores, desde una óptica crítica,
nos
ofrecen los puntos
clave que para ellos delimitan la i-a. Es una investigación que pretende
mejorar la educación cambiando
prácticas y que nos permite aprender gracias al análisis
reflexivo de las consecuencias que genera. Tanto esas prácticas como las ideas deben ser objeto de pruebas y de ellas se deben recoger evidencias, entendiendo
la prueba de un modo flexible y abierto:
registrar lo que sucede y analizarlo
mediante juicios de valor, impresiones, sentimientos. para lo cual resulta de utilidad el mantenimiento de un diario personal. Es participativa y colaboradora, estimulando la
creación de comunidades autocríticas que tienen
como metas la comprensión y
la
emancipación, ya que la investigación se entiende como un problema ético y como un proceso político mediante
el cual las personas analizan críticamente las situaciones, conflictos y resistencias al cambio. Debido a su complejidad, se
recomienda
comenzar con problemas concretos, interesantes pero sencillos, para ir gradualmente
ampliando el objeto de investigación e ir adentrándose en sucesivos ciclos en cuestiones de mayor
envergadura; del
mismo modo, también se debe empezar a trabajar en
pequeños grupos, para ir incluyendo progresivamente a un mayor número
de personas. Como perspectiva
de conjunto, la i-a “nos permite dar una justificación razonada de nuestra labor educativa (...) una argumentación desarrollada, comprobada y examinada críticamente a favor de
lo que hacemos” (Kemmis y McTaggart, 1988, p. 34).
En
algunas
de
estas cuestiones también incide John Elliott
al presentarnos las características fundamentales de la i-a. Nos alerta recalcando que el objetivo principal no es la producción
de conocimientos, como en la investigación tradicional, sino la mejora
de la práctica educativa,
y toda
creación de conocimientos tiene
que
estar
a
ella
subordinada.
Mejorar la práctica es hacerla más educativa, tanto en los procesos como en los
resultados, en los medios
y en
los fines, por lo tanto este cambio
no se
concibe como un problema
técnico, sino ético, filosófico (político, dirían los críticos). Pero si mejora la práctica es porque alguien se esfuerza en que
esto suceda, por eso se asocia también a la mejora de los implicados; cambian las acciones, las ideas, los contextos y... las personas (Elliott,
1991).
La espiral
en ciclos de la investigación-acción
La i-a es un proceso sumamente complejo que requiere la autorreflexión y la reflexión compartida
ya desde sus inicios. Kemmis y McTaggart (1988)
aportan una serie de consejos a tener en cuenta en la formación de grupos de i-a: organizarse, comenzar con objetivos modestos, preparar situaciones
de discusión y de apoyo, registrar todo tipo de progresos, informar de los
logros a otras personas, trabajar responsablemente para atraer hacia tu grupo
de trabajo a nuevas personas, ser tolerante
con los demás, ser perseverante en la recogida de datos, buscar, si es necesario, "rituales" que
legitimen el trabajo (por ejemplo, implicar a asesores externos), procurar
cambiar a través del proyecto de investigación tanto prácticas como ideas y contextos educativos, tener presente siempre la diferencia entre educación
y escolarización, y preguntarse constantemente si los procesos de indagación ayudan a mejorar el modo en que "vivimos" los valores educativos.
Una
vez constituido el
grupo de trabajo, la i-a se organiza temporalmente a través de una espiral de ciclos de investigación, utilizando en cada ciclo
las fases generales de planificación, acción y reflexión. No existen unas normas
rígidas a la hora de establecer la duración de la investigación; como orientación Elliott (1986) recomienda
un trimestre para cada ciclo y un año para
una espiral de investigación.
La primera fase de la i-a es la determinación
de la preocupación temática sobre la que se va a investigar. No se trata de identificar problemas teóricos de interés para los investigadores,
sino de problemas cotidianos vividos como tales por los docentes, que puedan ser resueltos a través de soluciones prácticas.
La
segunda fase es la de reflexión inicial o diagnóstica.
En ella debemos preguntarnos acerca de cuál
es
el
origen
y
evolución de la situación problemática, cuál es la posición
de las personas implicadas
en la investigación ante ese problema (conocimientos y
experiencias previas,
actitudes e intereses),
cuáles son los aspectos más conflictivos (y en qué contextos o grupos se manifiestan),
qué
formas adoptan tales conflictos (discursos, prácticas, relaciones organizativas), cuáles son las formas de contestación y resistencia, y qué correspondencia o falta de correspondencia existe entre la teoría y la práctica. Es muy importante que en esta fase seamos capaces de describir y comprender
lo que realmente
estamos haciendo, así como los valores educativos que sustentan
nuestras prácticas. Todas estas cuestiones nos permitirán identificar los obstáculos
tanto subjetivos como objetivos a nuestras propuestas de cambio.
La
tercera fase es la de planificación. El plan general que se elabore debe ser
flexible, para que pueda incorporar
aspectos no previstos en el transcurso de la investigación. Será modesto, realista,
teniendo en cuenta riesgos y obstáculos previsibles, lo que no quiere decir que vayamos a
investigar problemas triviales; muy al contrario, nuestro trabajo estará
guiado por fines y objetivos de alto valor educativo. En este plan inicial de la investigación-acción
debemos: 1) describir la preocupación temática, 2)
presentar la estructura y las normas de funcionamiento
del grupo de
investigación, 3) delimitar los objetivos, atendiendo a los cambios que se
pretenden conseguir en las ideas, las acciones
y las relaciones sociales, 4) presentar, lo más desarrollado posible, un plan de acción, 5)
describir cómo se va a relacionar el grupo
de investigación con otras personas implicadas o interesadas en los cambios esperados, 6) describir cómo se van a controlar las
mejoras generadas por la investigación.
La cuarta fase corresponde a la acción-observación. La puesta en práctica del plan no es una acción
lineal y mecánica; tiene algo
de
riesgo e
incertidumbre y exige toma de decisiones instantáneas, ya sea porque
no se pudieron contemplar todas las circunstancias, o porque éstas variaron
en el transcurso de la acción. Con todo, es una acción meditada,
controlada, fundamentada e informada críticamente. Esta acción es una acción observada que registra
datos que serán
utilizados
en una
reflexión
posterior. Debemos considerar la observación como una realidad abierta,
que registre el proceso de la acción, las circunstancias en
las que ésta se realiza, y sus efectos, tanto los planificados como los
imprevistos. En algunos casos puede ser necesario solicitar asesoramiento y
ayuda externa en la recopilación de datos, tanto en la selección de los instrumentos como
en el
tratamiento de la información. Las técnicas
de recogida de datos que
más se ajustan a la i-a son, entre otras, las notas de campo, diarios de docentes y estudiantes, grabaciones
magnetofónicas y audiovisuales, análisis de documentos
y producciones, entrevistas, cuestionarios y la
introspección.
En la fase de reflexión se produce
un nuevo esclarecimiento de la situación problemática, gracias a la auto-reflexión
compartida entre los
participantes del grupo de i-a. Es el momento de analizar, interpretar y sacar
conclusiones. Descubrimos nuevos medios para seguir adelante,
descubrimos lagunas en nuestra formación, generamos nuevos problemas
que darán lugar a un nuevo ciclo de planificación-acción-reflexión. Los resultados de la reflexión deben organizarse en
torno a las
preguntas claves, que también lo fueron en el proceso de planificación, de en qué medida
mejoramos nuestra
comprensión educativa, nuestras prácticas y los
contextos en las que éstas se sitúan, fijándonos no tanto en la calidad de
los resultados
sino, sobre todo, en la calidad
de los procesos que hemos
generado. Los resultados de nuestro trabajo deben presentarse a modo de hipótesis de acción futura, en el sentido
que
Elliott (1992, p. 60) le confiere
al término de hipótesis: “una invitación a los otros maestros para que exploren los límites dentro de los cuales el significado
atribuido a un acto o proceso determinado podría generalizarse a sus propias situaciones”.
Un
aspecto muy importante
en la i-a es la elaboración de los informes en
los que se presenta la investigación. Puesto que en la i-a se analiza
una situación o problema a partir
del punto de vista de los participantes, se debe
realizar un informe descriptivo utilizando un lenguaje semejante
al que utilizan los profesores no universitarios, pues son éstos tanto los autores como
los destinatarios de la investigación,
teniendo en cuenta que una
expresión escrita sencilla y clara no tiene por qué disminuir el rigor y la
seriedad del análisis. En muchas ocasiones resulta de gran utilidad utilizar un formato histórico, en el que se narra el proceso de investigación
tal
y como ocurrió a través del tiempo, siendo preferible
utilizar más una secuencia real o en uso, que una secuencia lógica
o
reconstruida. El contenido del informe
debe ir más allá de las descripciones superficiales de hechos o procesos; es necesario incluir también sentimientos,
actitudes y percepciones
de los implicados.
Clarke et al. (1993) nos ofrecen algunas recomendaciones
en la elaboración de los informes de i-a: entre otros, tener en cuenta la audiencia o audiencias
a las
que va destinado; resaltar los puntos de interés
metodológicos, profesionales, personales y
de desarrollo; identificar los
aspectos problemáticos o contradictorios de los datos recogidos; dejar claro
cómo se seleccionaron, recogieron y analizaron los datos; y presentar los criterios sobre los que se debe juzgar la investigación y las metas de la misma.
Problemas metodológicos relacionados
con
la
investigación-
acción
La i-a no se rige
por
los parámetros típicos
de
la
investigación cuantitativa, mucho más consolidada y estructurada,
por lo que, tanto desde el mundo de los investigadores
como desde el
mundo de los
docentes, se expresan críticas que ponen en duda el valor de la i-a como investigación. Los
investigadores situados en un enfoque positivista no consideran como investigación, en sentido estricto, aquellas investigaciones
enmarcadas en la i-a, por cuanto
éstas
últimas
no
utilizan
una
gran
cantidad de datos, ni son éstos extraídos de muestras representativas,
y porque están dirigidas por personas que, al mismo tiempo que carecen de
un cuerpo de conocimientos teóricos especializados, están directamente
implicadas en las situaciones que ellas mismas
investigan (Winter,
1989).
No se trata de valorar con la misma unidad de medida a enfoques de
investigación claramente diferentes entre sí; se trata de establecer criterios específicos para la i-a, que nos permitan conocer si una investigación, en
esta línea, es suficientemente
sólida. Pero esta búsqueda no ha tenido un camino fácil. Hopkins (1987a) señala que los principales defensores de la investigación por
parte del profesor han caído en dos tipos de trampas no
necesariamente excluyentes:
(a)
"La trampa de la investigación-acción", que consiste
en un interés desmesurado por parte de los investigadores
académicos
por
desarrollar modelos
de y para la i-a, que pueden acabar encorsetando
la autonomía y los fines emancipadores de los investigadores-profesores. Hopkins indica que
algunos de los trabajos de Elliott, Ebbutt y Kemmis
(1987a, p. 47): "están repletos de esquemas complejos
para la i-a, espirales y medio- espirales y toda la eficiencia técnica que conduce al conformismo
y al control, la descripción explícita de pasos y
etapas, proporcionan a los profesores no unos principios de procedimiento que conduzcan a la acción independiente, sino una invitación a asumir una "camisa de fuerza" tecnológica-prescriptiva”. Si bien, no tenemos por qué estar totalmente de acuerdo con esta crítica, sí que
reconocemos que formalizar en exceso la i-a puede
suponer un aumento de poder de los expertos dentro de los grupos de i-a, disminuyendo, por lo tanto, la autonomía
de los profesores- investigadores.
(b)
"La trampa de la exploración",
que pone en duda que la investigación
que pueden realizar
los docentes sea una verdadera investigación,
y no
simplemente una indagación, una exploración, una auto-reflexión
sobre la propia práctica. El mensaje
implícito de esta postura es que no hay más
investigación que la de corte positivista. Sin embargo,
las diferencias no
son tan claras, pues, como afirma Hopkins (1987b, p. 66), "la investigación, la
indagación, el auto-control, son todos aspectos
de una actividad similar, porque todos requieren una reflexión
sistemática, autoconsciente y rigurosa, para tener valor". Otra implicación de este tipo de "trampa" es la
preferencia que manifiestan algunos docentes-investigadores
por
utilizar métodos cuantitativos de recogida de datos, frente a los cualitativos, porque tienden a imitar a los investigadores profesionales (Elliott, 1991).
La i-a está siendo cuestionada
como modalidad de investigación
por dos
aspectos importantes,
la
objetividad y la generalización, críticas que
también atañen a otras investigaciones cualitativas y críticas. Desde un
enfoque técnico-científico se acusa a la i-a de carecer de objetividad, sobre
todo porque los investigadores están
muy implicados en la situación
investigada y porque la motivación,
en algunos casos política, que rige los
proyectos puede condicionar
los
resultados. Los autores que trabajan
en la línea de la i-a se defienden
aduciendo que la objetividad es propia de la investigación del mundo físico-natural, pero que cuando se trata de
contextos sociales el conocimiento técnico o instrumental no es el único ni
el más importante; existen otros requisitos epistemológicos
como
el conocimiento interactivo o el conocimiento crítico (Park, 1992), que se sitúan
en el mundo de lo subjetivo, lo situacional y
de lo estructural.
La validez interna de la i-a se garantiza por la aplicación de procesos holísticos de la investigación,
la profundidad y la complejidad de la información (triangulación metodológica), por las variadas fuentes de
información (triangulación de perspectivas),
y, sobre todo, por las transformaciones reales producidas, tanto en ideas, como en prácticas
o en contextos. Como se acaba de indicar, se emplea como una de las técnicas
importantes de validación interna el uso de la triangulación de perspectivas, que implica contrastar las percepciones
de los implicados en el proceso de investigación, normalmente
docentes, estudiantes y observadores/asesores externos. De este modo, una observación inicialmente subjetiva adquiere
cierto grado de autenticidad al confrontarse con otros puntos de vista, y negociarse el significado de un acontecimiento. La triangulación permite
que todos los implicados puedan opinar y compartir
los
mismos riesgos en un
proceso de comprensión mutua (Hull,
1986), aportando cada grupo lo genuino
de su situación: los docentes
sus intenciones y propósitos y el
alumnado sus vivencias acerca de cómo influyen sobre él las acciones
del profesorado, y los observadores externos su capacidad de distanciarse
del problema investigado. La validez interna de los
informes
de i-a
se
manifiesta en la medida en que los cambios generados
por
la investigación mejoren
la situación problemática, por lo que dichos informes deben
incluir, no sólo un análisis de
la situación-problema, sino también una valoración de las
medidas de acción emprendidas (Ebbutt y Elliott,
1990).
Otra de las críticas que se vierten sobre la i-a es la imposibilidad de generalizar los resultados, sobre todo porque no se trabaja con muestras amplias y representativas; por lo tanto, el interés de un informe queda reducido estrictamente al caso investigado, pero carece de utilidad
para otros contextos. La i-a, lo mismo que otros tipos de investigación cualitativa o crítica, asume la existencia de una amplia gama de criterios de validez, según
el enfoque en el que nos situemos y las potenciales
audiencias del informe (Lincoln y Denzin, 1994). Una concepción
interesante es la denominada "generalización naturalista", mediante la cual un lector puede
generalizar (o no) los resultados de la investigación a su propia situación particular, y, en todo caso, puede ampliar
su comprensión sobre el objeto de estudio. Esta validación externa
es más responsabilidad del lector-
usuario del informe que del investigador. Como afirman Wals
y Alblas(1997, p.255), los resultados extraídos
de una i-a sólo son transferibles a otros contextos “cuando el acto de generalizar
es visto como un proceso
de interacción
dialéctica entre
el
lector
y
el autor”.
Sin
embargo, el investigador debe de tener en cuenta ciertas cautelas
a la hora de elaborar
el informe, centrando lo mejor posible
las diferentes interpretaciones que pueden hacer os lectores (Aitheide
y Johson, 1994), como, por ejemplo, presentar
con claridad el enfoque en el que se sitán y las metas de la investigación, describir con profundidad el contexto en el que se ubica la investigació,
así como su autores, redactar con un estilo narrativo que
evoque escenarios, personajes,
diálogos, etc. Aún así, la última palabra la
tienen los lectores.
Las conclusiones
de los procesos de i-a deben ser entendidas como
"hipótesis de acción", por cuanto serán comprobadas por otros docentes en
sus propias aulas. Como afirman Ebbutt y Elliott (1990, p. 184): "cuanto mayor sea al ámbito de aplicación de
estas hipótesis a las situaciones de clase, mayor será su validez externa". En general
muchos docentes desconfían de la generalización de sus investigaciones;
sin embargo, esta
desconfianza disminuye o desaparece cuando leen estudios de casos
escritos por otros docentes, al reconocer como propios
los problemas analizados y
al
comprobar la
utilidad de
los cambios sugeridos. Elliott
(1991, p. 65) recomienda a los docentes
que analicen sus experiencias pasadas y comprueben su
valor
a
la
hora
de
comprender situaciones actuales; "mediante este
proceso los profesores asumen que pueden generalizar de una experiencia pasada a otra presente"
y, por lo tanto “por qué no asumir también que los estudios de casos de otros profesionales
pueden también proporcionar experiencias extensibles a sus propias situaciones, y viceversa?”
Diferentes modalidades en la investigación-acción
Existe una gran variedad en cómo se percibe y utiliza la i-a, dentro de
un continuo que
puede ir
desde una estrecha proximidad con el enfoque
técnico-científico hasta una vinculación
profunda con el enfoque crítico.
Esta amplia gama, lejos de ser un problema, es un reflejo de las diferentes
formas de percibir y de racionalizar
el mundo social, y, desde una óptica más micro-social, es la consecuencia de la contextualización de los problemas sociales y de las peculiaridades de los individuos participantes.
Los estudios de las
ciencias
sociales,
incluidas
las ciencias
de
la educación, pueden situarse en tres diferentes
tipos de racionalidad (Bernstein, 1983): la tradición positivista,
la tradición hermenéutico- interpretativa y la tradición crítica, nacidos del marco propuesto por
Habermas en relación con las diferentes
esferas de interés de la acción humana e de las diversas formas de conocimiento. Esta estructuración tri- paradigmática tiene su reflejo en las diferentes formas de entender la i-a. Así, las investigaciones enmarcadas en la i-a transcurren a lo largo de un
continuo en el que emergen tres racionalidades
diferentes: la técnica, la práctica y la emancipatoria
(Zuber-Skerritt, 1996).
La i-a técnica tiene como propósitos generales diseñar y aplicar un plan
de intervención que sea eficaz en la mejora de las habilidades profesionales
y en
la resolución de problemas. Se preocupa por el cambio de prácticas
sociales (muy en la línea de los deseos de los poderes fácticos), y no tanto
por la mejora en la comprensión de los problemas y la transformación de los contextos
en los que se sitúan. El papel de los agentes externos
es el de experto responsable en grande medida de los procesos de investigación,
que se relaciona con los prácticos implicados por cooptación (elección de los participantes). Se diferencia del enfoque positivista clásico por las
finalidades da investigación (la resolución de un problema práctico), por la incorporación de los implicados en el proceso de investigación, e
por la adaptación contextual de los parámetros metodológicos (Goyette y Lessard- Hébert, 1988). Para muchos investigadores enmarcados en
la i-a
esta modalidad no es i-a en sentido estricto,
sino una forma suavizada
de la
tradición técnico-científica.
La i-a práctica, denominada así en cuanto
que busca desarrollar el pensamiento práctico de los participantes, pretende, junto
con la resolución de problemas, mejorar el desarrollo profesional a través de la reflexión y el
diálogo, transformando ideas y ampliando la comprensión. Los agentes externos cumplen, sobre todo, un papel socrático, como consultores y asesores, ayudando a los participantes a articular sus preocupaciones
e ideas, a diseñar propuestas articuladas de cambio, y a analizar las
repercusiones de estos cambios. Los prácticos implicados tienen más
protagonismo en el control de la investigación, decidiendo, por la vía de la deliberación, los problemas
que deben ser resueltos, y las mejores vías de actuación dentro de las limitaciones
contextuales existentes. Esta modalidad
puede ser considerada como
una
etapa
en
el
camino de la i-a emancipatoria; su limitación radica en que no se plantea un “desarrollo
sistemático del grupo de practicantes en tanto que comunidad autorreflexiva” (Carr
e Kemmis, 1988, p. 214).
La i-a crítica
o
emancipatoria incorpora las finalidades de
las
otras modalidades, añadiendo la emancipación de los participantes de la tradición
coercitiva y de las relaciones jerárquicas, a través de una transformación profunda, y no
sólo periférica y superficial, de las organizaciones sociales. El papel de agente externo es el de compartir con los otros participantes la función
de autorreflexión
colaboradora
del grupo de
investigación. Constituye un proceso de práctica de libertad (Freire, 1990, 1993) y, en este sentido, es una concepción “activista y militante”
de la investigación, luchando por un contexto social más justo y democrático,
a través de la reflexión
crítica, pero
también de procesos
autocríticos de
ideas
y
de
conductas. Las comunidades de i-a
así constituidas pueden ser consideradas como
una amenaza por los poderes fácticos, debiendo aprender a actuar con prudencia y precaución, puesto que son muchas las dificultades
con las
que se van a encontrar y muchas las fuerzas coercitivas con las que se
tienen que enfrentar.
La
colaboración como base de la investigación-acción
Aunque la i-a admite como tal proyectos de investigación
diseñados e puestos en práctica por una sola persona
(Calhoun, 1993), para muchos autores, sobre todos aquellos situados en la modalidad crítica, un de los
requisitos que conforman la i-a es la colaboración.
La controversia puede situarse en qué es lo
que se considera colaboración.
Clift et al. (1991) definen
la acción de colaborar como trabajar juntos dos
o más personas para conseguir una meta. Esta conceptualización
nada nos dice del tipo de relación que se puede establecer en la colaboración. Más interesante es la concepción de Tikunoff et al. (1979) que amplían las condiciones a una relación igualitaria en la identificación, investigación y
resolución de problemas sociales. En general, cuando se habla de colaboración
se está refiriendo no sólo a la existencia de un grupo, sinon también a su composición.
Así, se entiende que
en el proyecto están
participando personas
con
situaciones
sociales diferentes, bien en formación, profesión, sistemas culturales, etc., y que cada una contribuye
con su experiencia
diversa, pero con una perspectiva
común.
Precisamente
esta procedencia tan diversa origina uno de los problemas más
interesantes de la colaboración: los distintos papeles que pueden jugar
los diferentes miembros,
según sean agentes externos
o los directamente implicados y
destinatarios de la propuesta de cambio.
En primer lugar, debemos diferenciar cooperación y colaboración. En la cooperación los participantes llegan a acuerdos,
pero actúan por separado
hacia metas autodefinidas, y, por lo tanto, diferentes, mientras que en la
colaboración los participantes
trabajan juntos en todas las fases del proyecto, para conseguir
beneficios comunes (Oja y Smulyan, 1989). En
segundo lugar, debemos matizar el concepto de colaboración.
Partiendo del supuesto de que en la i-a colaboradora todos los participantes deben ser miembros de pleno derecho dentro del proyecto, nos encontramos
con dos
grandes modelos a la hora de
entender la relación entre los
“prácticos” y los agentes externos (en muchos casos investigadores profesionales): (1) el
enfoque de la colaboración
que busca una relación igualitaria entre todos los
participantes, trabajando con paridad y asumiendo igual responsabilidad
en todas las fases de la investigación (Tikunoff et al., 1979); (2) el enfoque
de la
colaboración a través de la separación (Feldman, 1993), que divide al equipo
de investigación en dos componentes separados: los participantes
destinatarios del cambio, y los expertos académicos, que comparten la
misma meta última, pero que tienen metas inmediatas y métodos distintos, y, por lo tanto, también tienen responsabilidades diferentes.
Dentro de la i-a se han realizado diversos
estudios en la mejora de prácticas y programas educativos
(Wals y Alblas, 1997; Robottom
y Colquhoun, 1992), en la formación del profesorado (Hunsaker y Johnston,
1992), como
instrumento de
cambio educativo
(Dana, 1995),
sobre
problemas implicados en la colaboración (Miller y Martens, 1990; Miller,
1992), o la influencia del proceso de colaboración en el trabajo del grupo
(Smulyan,
1987-1988; Suárez, 1998).
Diferentes responsabilidades en la i-a colaboradora
Si en un mismo grupo de investigación colaboradora
coinciden personas con una formación e intereses iniciales diferentes, ¿qué tipo de relaciones se poden establecer entre ellas?
En gran parte de
la
literatura
sobre el tema nos encontramos con
“prácticos” (generalmente los docentes) y académicos (profesores
universitarios e investigadores profesionales)
colaborando en un proyecto común, perfilado en gran medida por la resolución
de problemas y preocupaciones
de los “prácticos”. Dentro
de este contexto,
algunos autores como Feldman (1993)
piensan que no se obtienen beneficios mutuos,
y que el investigador está forzado
a ser un tutor benévolo
que trabaja de un modo altruista para resolver las necesidades de otros. Se enfrenta a la incertidumbre de non saber hasta qué punto la investigación le servirá para conseguir sus
metas, que son generar conocimientos proposicionales y
publicar en revistas de alto valor académico. Este autor sugiere
que participar en
proyectos de
i-a colaboradora no incrementa el prestigio profesional del investigador
(lo que considera un objetivo prioritario) e, incluso, hay que invertir mucho tempo
y esfuerzo sin apenas
gratificaciones. Para
dar solución a este problema propone que también se incluyan
en el proyecto cuestiones de interés para los investigadores (metas colaterales) y una cierta independencia en
la utilización de los métodos de investigación (una investigación de segundo orden, una investigación específica dentro de la investigación general y común).
Por supuesto, el mundo académico,
muy
tradicional en los estándares metodológicos y muy jerarquizado
en sus relaciones, no fomentan la
investigación colaboradora. Esta situación la refleja con claridad Nyden e Wiewel
(1992, p. 46) cuando afirman, refiriéndose a las dificultades que
tienen los sociólogos que trabajan en la línea de la colaboración:
Estos sociólogos
no siempre encuentran apoyo para su trabajo dentro de sus departamentos o universidades. Los resultados de los proyectos de investigación
colaboradora tienen poco atractivo para las revistas importantes de nuestro campo (...). Consecuentemente,
mucho de este trabajo no es publicado, y los sociólogos implicados en tales proyectos no
tienen un vehículo a través del que intercambiar ideas sobre temas sustantivos y metodológicos de la investigación colaboradora basada en la
comunidad.
Aunque el enfoque de Feldman no es compartido en su totalidad por otros autores, sobre todo por los de la modalidad
crítica, sí plantea una situación evidente: la diferencia de formación
que
existe
entre los
“prácticos” y los académicos.
Sin embargo, la colaboración asume que la
contribución de los participantes al proyecto non debe estar predefinida por su procedencia
(Scrimshaw, 1991), y que la diversidad en formación y recursos
nunca debe suponer que una parte
del grupo tiene un mayor
control sobre los procesos de investigación;
la diferencia debe aportar
una perspectiva más rica y compleja, no unas relaciones jerárquicas de poder
(Nyden e Wiewel, 1992). Claro está que el agente externo
cuenta, normalmente, con más preparación académica, más tiempo e más recursos
de diversa índole; por lo tanto, es probable que tenga más acceso a otras
experiencias e investigaciones, o que tenga una responsabilidad especial en la obtención de información,
sobre todo cuando se trate de llevar a cabo tareas
costosas en tiempo y preparación. En palabras de May (1993, p.
119):
“El compañero universitario puede compartir las síntesis de las
investigaciones publicadas o los ejemplos de estudios de caso de otros
profesores (...) Debería dirigir las observaciones de aula (...), entrevistar periódicamente a los estudiantes empleando cuestiones abiertas
generadas por el profesor,
entablar numerosas conversaciones informales con el
profesor, compartir todos los registros escritos o transcripciones para el
análisis y reflexión personal
del docente”.
En todo caso, lo importante es compartir y que cada participante vaya
creando progresivamente su propio rol en una empresa común, a partir de
sus necesidades e intereses.
Consideraciones finales. La i-a colaboradora como estrategia
de cambio y desarrollo profesional
Si bien la i-a colaboradora puede ser reconocida
como una forma peculiar de investigación, su valor educativo va más allá de esas fronteras,
penetrando en los ámbitos de la innovación y del desarrollo
profesional de los sectores implicados,
en especial de los docentes. Cuando el profesor
explora las prácticas educativas de las que es responsable, reflexiona sobre
ellas, identifica problemas, establece y
pone en marcha estrategias de acción, recoge evidencias y analiza los efectos del cambio, está provocando mejoras no sólo en las prácticas educativas
sino
también en su formación
como docente. Como afirma Elliott (1991, p. 53), la i-a: “unifica la investigación,
la mejora, la actuación y el desarrollo de las personas en su papel
profesional”.
Y es que al participar en proyectos de investigación en
el
aula los
profesores mejoran su juicio profesional, asumen responsabilidades
complejas y adquieren el poder de crear conocimientos curriculares y de
guiar la acción educativa, dejando de ser los eternos
intermediarios entre el experto curricular y los
estudiantes (Pring, 1978),
para convertirse en verdaderos agentes
de
innovación, de elevada
credibilidad entre sus
colegas, confirmándose así
lo
que
hace
años
nos indicaba Stenhouse:
“solamente el profesor puede cambiar
al profesor” (1985, p. 51).
Estas posibilidades han sido exploradas en el ámbito de la enseñanza de
las ciencias, destacando
la utilización de la i-a como vía de desarrollo
profesional para profesores de ciencias en activo (Berlin,
1996; Feldman,
1996; Louks-Horsley
et al., 1998), y, relacionado con lo anterior, como
instrumento de cambio
educativo a través
de la difusión de informes retrospectivos
del
diseño, desarrollo y evaluación
de proyectos curriculares
de ciencias innovadores (Fraser y
Cohen, 1989; Parke y Coble, 1997; Suárez, 1998).
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