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jueves, 8 de diciembre de 2011

Escuela y contexto social en América Latina

Escuela y contexto social en América Latina
Cuando la globalización llega al aula



FE Y ALEGRIA

Néstor López
Con la colaboración de
Melina Caderosso y Vanesa D’Alessandre


CaPÍtulo 1

Cambios en el panorama social de América Latina:
el tránsito hacia la globalización2

Vivimos en sociedades que están transformándose profundamente. El contexto en que  los niños  y adolescentes se hallan y en el que  se educan es  nuevo, lo que  hace que  los  alumnos hoy  sean diferentes de aquellos que  ingresaban a las aulas hace diez  o quince años. Ésta es una  de las razones por las que  la relación entre  el alumno y su do- cente está  en riesgo y se acentúa la brecha entre  ambos día  a día.

Es indudable que  las  sociedades están  en  transformación cons- tante. Son  dinámicas, avanzan y retroceden en sus  logros, y esas transformaciones siempre significaron, además, un gran  desafío para quienes tienen la tarea  de  educar. Pero  los cambios que  se están  vi- viendo actualmente tienen una  particularidad histórica. Estamos  pre- senciando décadas en  las  que  se  está  dando tal  mutación de  las sociedades en que  vivimos  que  cada  vez más se escucha decir  que nos tocó presenciar el nacimiento de una  nueva  era,  ser testigos  de un momento  de inflexión en la historia  de la humanidad.

Tal vez uno de los procesos  más significativos que subyace a estas transformaciones sea la globalización. Cuesta creerlo, pero es posible comenzar el análisis de las transformaciones sociales sosteniendo que gran parte  de los cambios  que  se ven en la relación del alumno  con el docente, de  las  cosas que  pasan día  a día  en las  aulas –de  lo que ocurre  en una escuela–, es expresión del proceso  de globalización.





2     Jésica  Pla participó de la revisión bibliográfica realizada para  la elaboración de este capítulo.



1.    la globalización


Ahora  bien, ¿qué  es  la  globalización? En los  hechos, ¿sabemos hoy de qué se trata? Parecería que no. Incluso contando con muchísi- mos libros  que  hacen sus aportes para  que  alcancemos un mayor co- nocimiento sobre este fenómeno, no  se ha  conseguido una  única definición sobre  lo que  significa globalizarse, no hay  acuerdo acerca del  momento histórico en  el que  comenzó la globalización ni de  su capacidad de  reorganizar o descomponer el  orden social. Como  un primer acercamiento, es posible considerar la globalización una  diná- mica  particular surgida de  la suma de  fenómenos ocurridos a partir del intercambio económico, poblacional, tecnológico y cultural que  se da  entre  países y regiones. Es en  esta  red  de  intercambios que  cada uno  de los aspectos de la vida  social –sea  el económico, el político o el cultural– comienza a incidir sobre  los  demás, transformándolos o siendo transformado por ellos  (García Canclini, 2001).

Todos  estos  procesos han sido posibles gracias a nuevas tecnolo- gías que  han ampliado los confines de las comunicaciones, rompiendo las fronteras tradicionales hacia un intercambio acelerado entre pueblos y culturas. Esta mayor interdependencia entre  las diferentes dimensio- nes de la vida social, económica o cultural, y esta red que  se configura entre  el conjunto  de las naciones del mundo  tiene  implicancias muy fuertes  en la dinámica de cada  uno  de los países. Es así como,  por ejemplo, en el ámbito económico, es cada  vez más frecuente ver que una crisis de un mercado nacional o regional se refleja  de inmediato en todos  los mercados del  mundo;  el sistema  comienza a funcionar como un todo compuesto de múltiples partes y activo en todos los ni- veles  de existencia de las sociedades.

Pero no sólo el desarrollo de las nuevas tecnologías está por detrás de este proceso de globalización. Más aún, podríamos  pensar que estos avances que  se derivan fundamentalmente de  la electrónica digital operaron como una condición que hizo posible que se fuera configu- rando  un modo  de funcionamiento de un mundo  que  atraviesa un cambio radical en la acumulación de capitales, signado por la conso- lidación de un  mercado fuertemente interconectado entre Estados



Unidos, Europa,  Japón y,  cada vez  más,  China, y cuyos intereses y ganancias se amplían a todo  el planeta.

Hay autores  que sostienen que los elementos que caracterizan y hacen posible la etapa actual del  proceso de globalización son múlti- ples,  y pueden resumirse en que,  por primera vez, se crea una situación, favorecida por  la segunda guerra mundial y la guerra fría,  que  abre las puertas a la unificación política del  planeta; la velocidad de inter- cambio de  mercancías se ha vuelto muy  rápida, así  como  la transfe- rencia de datos y mensajes instantáneos gracias a las redes  electrónicas; por  primera vez,  los medios de  comunicación y de  la informática se juntan para  unificar social y culturalmente el planeta; por primera vez, la  humanidad toda  está consciente de los  problemas globales que afectan a todos y se intenta elaborar estrategias conjuntas para resolverlos.

Entre quienes hacen un análisis más profundo de la dinámica de los procesos de globalización, hay  cierto  consenso con respecto a que ésta  tiene efectos positivos para  algunos y negativos para  otros.  Lejos de  homogeneizar la condición humana, la globalización agudiza las desigualdades a partir  de las restricciones que  existen al acceso a ese sistema de intercambios global. Contribuye, además, a homologar culturalmente las diferentes sociedades del planeta y construye, sobre esa  base, una  cultura del  consumo cada  vez  más  universal, más desarraigada.

Esta creciente integración cultural  y este  acercamiento a formas de consumo  cada vez más universales van construyendo un mercado global, propio de esta nueva  era, y es en esta globalización de las for- mas  de  consumos que  se van  configurando oportunidades para  la construcción de mercados transnacionales. Para entender cómo se va configurando este  universo de demandas y expectativas en relación al consumo, es adecuado el ejemplo que nos trae Emanuele  Amodio, en su texto sobre la globalización: para vender  Coca Cola en una co- munidad amazónica que  normalmente consume jugos  naturales de fruta, es necesario convencer a sus habitantes, en primer lugar,  de que la nueva bebida es sabrosa y nutriente; en segundo lugar, de que  las bebidas tradicionales no lo son  tanto;  en tercer  lugar, de  que  es más



barato consumir una Coca Cola que  un batido de mango y, finalmente de que  consumir Coca Cola es expresión de la moda, de lo que  viene, es lo actual, mientras que  consumir un jugo  natural es retrógrado, ex- presión  del pasado, de lo que  fue (Amodio,  2003).  Así, vivimos  una fusión  y un desplazamiento de representaciones y prácticas cotidianas por otras,  un momento en que  todo aquello que  siempre fue un rasgo de identidad de una  comunidad comienza a ser interpelado, cuestio- nado o reforzado por imágenes y señales que  llegan cada vez más de esa comunidad global, de este nuevo mundo. Este ejemplo nos muestra que  zonas del  planeta que  parecen ajenas a los procesos de  globali- zación comienzan a ser atravesadas por él y cómo, en esa  dinámica, se inicia una  reformulación de valores, representaciones y prácticas.

En efecto, es importante enfatizar que, en la  etapa actual del proceso de  globalización, un aspecto fundamental es que  es posible construir productos simbólicos globales, sin anclajes nacionales espe- cíficos o con varios a la vez, anunciando de este modo la transformación de la identidad de los individuos, abriéndoles nuevos horizontes, pero también quebrando los referentes tradicionales.

El intercambio acelerado y la invasión cultural fomentada por la globalización producen un progresivo cambio en las historias locales. En primer lugar,  el horizonte  de referencia se amplía  tanto que es ne- cesario  coordinar la historia de cada país con la historia de los países vecinos  en el ámbito regional. De esta manera, las historias nacionales desde  las cuales adquieren sentido  e identidad los Estados entran  en crisis.  Hoy es imposible pensar el lugar  en  que  vivimos,  o nuestro propio  país,  si no es en su relación con el resto del mundo.

En segundo lugar, la televisión, los periódicos y el cine transmiten contenidos producidos casi exclusivamente por las industrias culturales dominantes. Esto tiene un gran impacto  en la subjetividad de las per- sonas  en  tanto  su universo de  referencia, los relatos  y las  fantasías pertenecen a un mundo diferente del propio.  También las normas que regulan la vida cotidiana se ven afectadas por la tensión  entre el sis- tema de normas  nacional y el sistema  de normas  internacional, en el intento de  imponer un derecho global que  regule los intercambios y que  inevitablemente afecta al espacio local.



Es posible sugerir que  los avances en las comunicaciones, el de- sarrollo de sistemas de información, manufactura y procesamiento de bienes con recursos electrónicos, el transporte aéreo, los trenes de alta velocidad y los servicios  distribuidos en todo el planeta intensificaron las dependencias recíprocas, y el crecimiento y la aceleración de redes económicas y culturales transnacionales. Esto implicó un significativo avance en la construcción de un mercado global en donde la produc- ción de bienes y mensajes se desterritorializó, las fronteras geográficas se volvieron permeables y las aduanas, a menudo, se tornaron ineficaces.

Esta interacción compleja e interdependiente entre focos dispersos de producción, circulación y consumo invita  a pensar la globalización también como un  nuevo régimen de producción del espacio y el tiempo. Al anularse tecnológicamente las  distancias de  tiempo y es- pacio, la  condición humana, en  lugar de  homogeneizarse, tiende a polarizarse. Así, ciertos grupos humanos se ven  liberados de  las res- tricciones territoriales, a la vez que el territorio  al que otros permanecen confinados es despojado de su  valor y su  capacidad para otorgar identidad. Es posible anticipar que  la movilidad se ha  convertido en un factor estratificador poderoso y codiciado por todos, aquel a partir del cual se construyen y reconstruyen diariamente las nuevas jerarquías sociales, políticas, económicas y culturales de alcance mundial.

Precisamente, en  el transcurso del  último  cuarto  de  siglo,  los centros  de decisión y los cálculos que  fundamentan esas  decisiones se liberaron de las limitaciones territoriales impuestas por la localidad. En principio, no hay  determinación espacial en la dispersión de los accionistas, ya que  éstos  son el único  factor auténticamente libre  de ella (Baumman, 1999). Sobre esa base,  se hacen  posibles historias  tan recurrentes en  la región como  la de  una  planta  automotriz que  se instala  en una ciudad suburbana de un país latinoamericano aprove- chando  la disminución de los costos  de instalación a nivel  mundial para este tipo de fábricas  y la coyuntura económica del país conside- rado. El impacto inicial en el ámbito local de esta inversión es altamente positivo,  dado que se crean nuevos  puestos  de trabajo y se deriva  del florecimiento económico en la ciudad nuevos emprendimientos eco- nómicos locales asociados. De improviso, la caída de las acciones de



una  planta automotriz de la competencia en un país  asiático reconfi- gura  los márgenes de  ganancia de  tal forma  que  es ese  país, y no el actual, el mejor  escenario en  términos de  dividendos. Los costos  de desmantelamiento de  la planta son  significativamente más  bajos  que en  otros  tiempos, así  como  las  restricciones de  tipo  legal del  Estado local  que  no logra obstaculizar la retirada de la empresa o, al menos, exigir el  financiamiento de  los  costos sociales que  ésta  implica. De esta  forma,  con la misma velocidad con la que  se instaló, la planta in- dustrial se esfuma. La empresa se va, las consecuencias quedan en el espacio local. Quienes pueden partir,  tienen como horizonte el mundo y viajan siguiendo al capital sin ataduras locales. Quienes, por el con- trario,  no cuentan con  esa  posibilidad, quedan sujetos a la localidad, imbuidos en la tarea de lamer  las heridas, reparar los daños y ocuparse de  los  deshechos. Más  solos  que  antes, porque la  protección social brindada por  el  Estado  nacional disminuyó con  la  misma velocidad que  liberó a las empresas del deber de hacer frente  a sus obligaciones sociales, a la vez  que  reforzó  los mecanismos de  selección de  la po- blación que  cruzará las fronteras de los países.

La globalización amplía los  horizontes territoriales de  un  modo único en la historia pero  no todos  tienen la posibilidad de hacer uso de este  beneficio. León Gieco  expresa muy  bien  esta  desigualdad en el estribillo  de una  de sus canciones, cuando dice,  “Si me pedís que vuelva otra vez donde nací / yo pido que tu empresa se vaya de mi país
/ Y así será de igual a igual”.




2.    Claves de un modo de acercarse a la globalización


La globalización no es un proceso  espontáneo en la historia  de la humanidad. Es, como  todos  los  procesos históricos, expresión de una lucha entre diferentes sectores  sociales, en los que hay ganadores y perdedores, procesos que  se van modelando a través  de acciones concretas, muchas  de ellas,  fácilmente identificables en el tiempo.

Una parte  importante de los esfuerzos que  se fueron realizando para  construir este  mundo globalizado tal  como  lo vemos hoy  está



representada por la acción de los gobiernos nacionales, que  llevaron a cabo profundas reformas estructurales orientadas a crear condiciones para  la incorporación de cada sociedad al proceso de globalización.

Luego  de lo  que, en América Latina,  se denominó la  “década perdida”  y fundamentalmente durante los  años  noventa, la  mayoría de los gobiernos de la región implementaron un conjunto de políticas que  fueron creando las condiciones para  la gradual incorporación de las sociedades latinoamericanas al mundo globalizado. En casi  todos los  países, las  políticas llevadas a cabo  fueron muy  similares. Todas ellas se inspiraban en un documento que  ha tenido un impacto muy profundo en la región; a ese  documento se lo conoció como  “El Con- senso de Washington”.

El nombre “Consenso de Washington” fue acuñado por el econo- mista  John  Williamson a partir  de  una  conferencia que  tuvo  lugar en
1989 en dicha ciudad. En este encuentro, quedaron planteadas las diez recomendaciones de política económica que lo conforman y que,  luego, se convertirían en la guía de las reformas que  se efectuaron en casi to- dos  los países de  América Latina.  Los sectores comprometidos con  la elaboración y posterior aplicación del “Consenso de Washington” fueron un grupo  de economistas estadounidenses, otros de diferentes países de la región,  y funcionarios del Gobierno  de Estados Unidos y de or- ganismos financieros  internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Si bien la palabra “consenso” necesariamente nos lleva a pensar  en un acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos, en los hechos, se trató de un consenso muy limitado: no fue objeto de debate general alguno ni sometido  a votación; incluso, no ha sido ratificado  formal- mente  por los países  en que se aplicaron sus recomendaciones.

El momento en que  se elaboraba este documento era muy  crítico en la región: estaba  signado por la falta de crecimiento económico durante  más de quince años, la ausencia de inversiones en innovación productiva y el aumento constante de  la deuda externa; todo  esto, sumado a un  contexto internacional marcado por  la caída del  muro de Berlín, que  reflejó la victoria de la economía capitalista y el fin de la guerra fría.  Los países latinoamericanos, sumamente endeudados,



dependían cada  vez más de nuevos créditos y, de este modo,  quedaban sujetos a un círculo difícil  de cortar,  ya que  el grado de dependencia de los capitales internacionales se incrementaba en gran  medida. Fue precisamente esta vulnerabilidad la que permitió  a los organismos fi- nancieros renegociar las  deudas a cambio de  reformas estructurales basadas en las recomendaciones del  Consenso de Washington.

Es así  como, en  la región, el modelo neoliberal comenzó a ins- taurarse como  la única solución posible para  los problemas que  atra- vesaban los  Estados  latinoamericanos. Según el  enfoque  neoliberal, las crisis  de los países de la región se debían al excesivo crecimiento de  un  Estado  intervencionista y proteccionista y al “populismo eco- nómico” que  generaba un déficit fiscal  recurrente. La alternativa neo- liberal expresada en  el texto  del  Consenso de  Washington propone, en  cambio, la estabilidad macroeconómica, es decir, equilibrio en  la balanza de pagos, control del déficit fiscal  y de la inflación, y estabili- dad  del tipo de cambio, así como  las llamadas reformas estructurales, aquellas relacionadas a la apertura comercial, liberalización financiera, privatizaciones de  empresas públicas y desregulación de  mercados. En este  sentido, el Consenso de Washington expresa el capital globa- lizado, representado por los principales organismos financieros inter- nacionales. El capital, en  esta  instancia, buscaba redefinir las  reglas de juego  frente a la tradición  intervencionista de los Estados latinoa- mericanos de posguerra. De este modo, en América Latina, se instaló un nuevo  modelo  de desarrollo económico y social  fuertemente atra- vesado  por la globalización, en el que la dinámica de nuestras  socie- dades  está regida, cada  vez más, por lo que  se conoce  como lógicas de mercados.




3.    Efectos de la globalización en la situación social de la región


El paso  de un tipo de concepción de la vida  económica a otro radicalmente diferente tuvo su correlato  en el modo de definir el fun- cionamiento de la vida  social y del  papel que  iba  a ocupar el Estado en  este  nuevo escenario. Según lo expresan algunos investigadores



sociales, la cuestión social, en  este  nuevo esquema, se  basó  en  una trilogía muy  simple: crecer-educar-focalizar (ver, por ejemplo, Bustelo y Minujin, 1998).

El primer elemento, crecer económicamente, constituye la base fundamental de  la trilogía, ya  que  garantiza la acumulación, la cual, a su vez, habilita el financiamiento de la inversión social. La educación, por  su  parte, constituye el  componente por  el  que  se  viabilizan las expectativas de  ascenso en  la  estructura social, gracias a lo cual  se corrigen las desigualdades en la distribución de la riqueza y el ingreso. A mediano plazo, el crecimiento lleva a una  filtración que, en teoría, tiene un efecto social positivo que  produce la inclusión de la mayoría de la  población a través del mercado. Pero, para que las  personas puedan participar de  la dinámica de  los  mercados, tanto  como  pro- ductores o como  consumidores, es necesario que  tengan una  buena educación. Así, la educación se constituye, desde esta  perspectiva, en la clave de  la integración social. Cabe  pensar que  es por  ello  que  la década de los noventa se inicia con profundas reformas y debates en el campo de la educación en casi  todos  los países de la región.

El tercer  elemento –focalizar– se refiere a dirigir el gasto  público hacia los sectores más  pobres y eliminar de los sectores medios todo subsidio público  directo o indirecto, a fin de que éstos puedan incor- porarse  directamente al mercado. De este modo, los servicios  públicos universales tales como la salud,  la educación y los sistemas  de seguri- dad social  se introducen ahora  al mercado, lo cual permite  una mer- cantilización de la política  social.

Ahora bien,  al analizar el impacto  de  las políticas neoliberales desde el punto  de vista  del  desarrollo social,  es posible definir  dos momentos bien diferenciados. Durante los primeros años de la década, se  conformó un  escenario alentador, al punto de  que  algunos orga- nismos llegaron a plantear  que se estaba pasando de la década perdida a la década de la esperanza. Como signos  de ese  momento, pueden destacarse un mayor  control  de  los equilibrios macroeconómicos y una  leve  tendencia a la recuperación de la capacidad productiva de los países, en  el marco de  un proceso de  afianzamiento de  los regí- menes democráticos. Esto llevó  a que, a comienzos de  la década, se



produjera una recuperación del nivel  de vida de las familias, junto con la reducción de la pobreza en algunos países.

Sin embargo, ya hacia  la segunda mitad de la década, y aún en contextos de crecimiento, comenzaron a distinguirse los efectos  nocivos de  estas  políticas, como  lo son  el incremento de  la desocupación, la creciente desigualdad social, el  deterioro de  los  servicios públicos y el debilitamiento del  entramado social. Los dos  momentos señalados permiten dar  cuenta de  cómo, lejos  de  lo que  se  esperaba, el creci- miento económico no se tradujo en desarrollo social, sino que, por el contrario, profundizó las  diferencias entre  ricos  y pobres y alimentó los procesos de exclusión.




a.     Las transformaciones del mercado laboral y la exclusión social

Los cambios en  el  funcionamiento de  los  mercados de  trabajo producto de la  implementación de estas políticas ocupan un  lugar central en este nuevo escenario, y hay al  menos tres aspectos que merecen especial atención por  sus  implicancias: la  menor demanda de  fuerza  de  trabajo  asociada al crecimiento económico, la mayor fragmentación del mercado de trabajo y la precarización generalizada de las relaciones salariales. Veamos  en detalle en qué  consiste  cada uno de estos cambios.




Menos oportunidades en el mundo del trabajo


En primer  lugar,  se pasó  a un modelo  de desarrollo económico que genera menos puestos  de trabajo. Ello se debe a diversos  factores; entre ellos,  el hecho  de que se redujo  la inversión en obras públicas, que habitualmente generan muchas oportunidades laborales, y de que se  incorporaron diversas innovaciones tecnológicas orientadas a in- crementar la productividad de  las  empresas, lo cual  significa que  se generan más  productos, o más  riqueza, a partir  del  trabajo de menos



personas. Esto se traduce en una  escasa, casi  nula  ampliación de los puestos de trabajo en las empresas que  más  riqueza generan –y que, a la vez, son las menos vulnerables a las fluctuaciones en la economía mundial– aun  en contextos de fuerte  crecimiento económico.

¿Qué pasa cuando cada vez hay  más gente que  quiere trabajar y los empleos disponibles son siempre los mismos o, incluso, cada vez menos?  Se conforma una masa  de individuos que  no logran insertarse en el sector  más integrado del sistema productivo, la economía formal. Ello trae  como  consecuencia un  crecimiento sin  precedentes de  la desocupación en la región y una  ampliación del sector  informal de la economía. Esto es,  el  incremento en  la  proporción de  la  población que  debe desarrollar iniciativas económicas estructuradas desde la lógica de la  supervivencia, lo  cual se aleja  sustantivamente de los principios capitalistas de inversión y rentabilidad.

El mercado de  trabajo, llegado este  punto, ya  no ofrece oportu- nidades de inserción para todos, sino que,  por el contrario, se consolida como  un espacio restrictivo que  refuerza las diferencias sociales. Los pocos empleos que  se  generan en  los  sectores más  integrados sólo son ocupados por quienes tienen un mayor nivel  educativo y una  red de contactos que les posibilitan acceder a ellos. Es en este sentido que la educación y el mundo de relaciones con el que cada persona  cuenta, si bien no son suficientes para acceder a buenas ocupaciones, son sin dudas  condiciones necesarias; sólo  tienen  posibilidad de acceder a ellas personas portadoras de estas formas de capital.  En consecuencia, el sector formal de la economía es, cada vez más, un espacio reservado a los estratos  sociales medios  y altos.




La fragmentación del mercado laboral


El crecimiento  del sector informal es la respuesta a este fenómeno. Aquellos  trabajadores que  no encuentran espacio en el mercado de trabajo  deben  crear su propia  ocupación, a partir de iniciativas ines- tables y de  muy  baja  remuneración. Las calles se llenan de  personas que  tratan  de vender pequeñas artesanías o alimentos elaborados en



condiciones muy  precarias e insalubres, o que  se ofrecen para  tareas que  no requieren ninguna calificación.

Si bien los procesos de privatización, la reducción de la capacidad empleadora de  los  Estados  y la casi  nula  creación de  empleo en  los sectores formales de la economía se tradujeron en una  gran  masa de trabajadores sin oportunidades de participar del sector  más integrado de  la economía, el sector  informal, en  tanto  funciona como  espacio de  refugio o contención para  los expulsados de  los sectores más  di- námicos, permite que, en muchos países de la región, la desocupación sea  aún  relativamente baja.  Sin embargo, la expansión de este  sector muestra sus  límites, dado que  la capacidad de  absorber a los margi- nados se agota, por lo que  aparece una  proporción significativa de la población económicamente activa sin  posibilidades de  insertarse en ningún espacio del mercado de trabajo. La desocupación afecta  a todos los sectores sociales, pero  es entre  los de menores recursos educativos y sociales donde se constituye en crónica, de manera tal que promueve procesos de exclusión cada vez  más  profundos.

De este modo, se conforman dos espacios extremos en el mundo del  trabajo: el  de  los  incluidos –quienes logran trabajar en  aquellas empresas más dinámicas y en los sectores  de mayor productividad de la economía–, reservado a los sectores  mejor posicionados de la so- ciedad, y el de los excluidos por la desocupación crónica,  que afecta a quienes provienen de los sectores  más pobres  y marginados. Entre ambos,  se encuentran otros dos grupos  de trabajadores: aquellos que tienen  empleos en  el sector  formal,  pero  con  remuneraciones más bajas  –ejemplo de lo cual  son los empleados públicos, los maestros, o quienes trabajan  en empresas con menor  uso de las nuevas tecno- logías–  y quienes se integran a un sector informal sumamente amplio y heterogéneo, que  da lugar  a los trabajadores que  provienen de las capas medias bajas  y pobres, donde las posibilidades de ascenso son casi nulas.  Es en los espacios urbanos, especialmente, donde  se hace más visible  esta coexistencia de diferentes modos de articulación con el mundo  del trabajo;  diferentes formas de articulación que,  a su vez, descansan sobre una fragmentación social ya existente y la perpetúan al acentuar las diferencias.



La precariedad laboral


Por último, un tercer  cambio que  se vivió en los años  noventa en el mundo del trabajo es, como  ya se mencionó, el desplazamiento del Estado  de su función reguladora de las relaciones salariales. Quienes hoy  tienen un empleo no saben si lo conservarán el año próximo. No hay  certezas con respecto a la extensión de la jornada laboral, el suel- do, las tareas que  deben desarrollarse, ni garantías en el acceso a los beneficios sociales asociados al empleo, tales  como  vacaciones pagas, jubilación, cobertura de salud, etc. Las reformas implementadas en las leyes laborales de  la  región hicieron que  las  relaciones que  se  dan entre  los empleados y sus  empleadores dejaran de  ser relaciones so- cialmente protegidas. Se convirtieron paulatinamente en relaciones regidas por una lógica de mercado, de compra y venta  de la capacidad de las personas de trabajar. Estas reformas laborales y los procesos de precarización del empleo que se derivan de ellas llevan a que los sectores medios asalariados, aun aquellos posicionados en los sectores más integrados de la economía, vivan en una permanente inestabilidad, lo cual  tiene un alto  impacto en la vida  cotidiana.




Cuando el desarrollo social se desvincula del desarrollo económico


La escasa capacidad de generar puestos  de trabajo que tienen  las nuevas economías de la región,  la mayor  fragmentación y diferencia- ción de las oportunidades que  cada  individuo tiene  de conseguir un trabajo digno en función de su origen  social y el debilitamiento de las relaciones que se dan el mundo productivo como consecuencia de las reformas  en la legislación laboral  tuvieron  como efecto la ruptura  de la articulación entre el crecimiento económico y el desarrollo social.

¿Qué quiere decir esto? Hasta no hace mucho tiempo,  cuando  las economías de nuestros  países  crecían, todas  las familias  sentían, de algún  modo,  los beneficios de  ese  crecimiento. Algunas  más,  otras menos, pero  todas  participaban, en cierta  medida, de esa bonanza. Y, cuando había una crisis, casi todas lo sentían. Obviamente, hay familias más  protegidas que  otras  frente  a situaciones de  crisis,  pero  la gran



mayoría se veía  afectada. Si las condiciones de vida  de un sector  im- portante de la población empeoraban, seguramente se trataba del  re- sultado de un período de recesión económica o crisis.  Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, durante la década de los ochenta en casi  todos los  países de la  región. Existía  cierta relación entre las  tendencias económicas y las  sociales. En buenos momentos económicos, había mayor bienestar, y las condiciones de vida de las personas empeoraban sólo  en momentos de crisis.

Hoy, como  consecuencia de los cambios en el mundo del trabajo, las  cosas son  diferentes. Podemos apreciar cómo, aun  en  contextos en  que  las  economías crecen significativamente, el  panorama social puede deteriorarse. Ya no son todas  las familias las que  se benefician del crecimiento, sino sólo aquellas integradas a los sectores más diná- micos  del sistema productivo. Las familias con menos recursos vieron, en  este  nuevo contexto de  crecimiento económico, cómo  se  diluían sus oportunidades y cómo  su situación de pobreza se consolidaba, se hacía crónica o se transformaba paulatinamente en exclusión.

Como consecuencia, el ritmo de crecimiento que  se verificó en la región durante los últimos quince años no se tradujo en la recuperación de las condiciones de vida  de la población, sino  que, por el contrario, significó  el empobrecimiento y creciente vulnerabilidad de los sectores medios, como así también  la profundización de los procesos existentes de exclusión social.

Sin dudas, la fragmentación del mercado laboral y la flexibilización de  las  relaciones en  el mundo  del  trabajo  significaron, además, un duro golpe  para el fortalecimiento de la ciudadanía. Un trabajo digno posibilita una adecuada inclusión social y productiva a partir del acceso a bienes  y servicios  básicos, dado  que éstos habilitan a participar ac- tivamente de los diversos espacios de la vida  social. Los trabajos pre- carios,  informales o mal remunerados corroen  la base  sobre  la cual se construye un ejercicio pleno  de la ciudadanía (Bustelo, 2000).



b.     La desigualdad y la crisis de cohesión social


En apartados anteriores, se desarrolló la importancia que  tiene la globalización como fenómeno económico, sociopolítico y cultural. Luego se hizo  hincapié en las  consecuencias que tuvo  el modelo neoliberal en  el  funcionamiento de  los  mercados de  trabajo de  los países de la región.

El mundo del trabajo, como  ya se señaló, es central para  el logro de niveles adecuados de bienestar y participación de las familias. En teoría, existen tres  fuentes desde las  cuales las  familias obtienen re- cursos que  les permitan vivir adecuadamente: el mercado de trabajo, el Estado  y la sociedad civil.  En el mundo del  trabajo, se produce el intercambio de dinero o productos a cambio de tareas desempeñadas. El modo  en  que  se relacionan las  familias con  el mundo del  trabajo define, en consecuencia, el nivel  de ingresos que  éstas  obtendrán de su labor  diaria. El Estado  es,  también, una  fuente de recursos impor- tante.  Los servicios de educación y salud pública implican una  trans- ferencia significativa de  recursos del  Estado  a las  familias que  tiene un efecto positivo en  la construcción de  bienestar. Lo mismo ocurre con las transferencias de recursos a través  de los diferentes programas sociales que  existen en  la región. Por último, la sociedad civil  es un espacio muy dinámico de acceso  a recursos. En ella circulan todos los recursos  basados en la solidaridad. Algunos  ejemplos de este tipo de transferencias son el dinero prestado entre amigos o familiares, la casa que se comparte o la donación que hace un conjunto  de empresarios para  que  se resuelva un problema barrial  de infraestructura.

En la práctica, la fuente  de ingresos de una familia  no es única, sino que resulta  de la combinación de estas tres fuentes.  Hay familias que trabajan  y, además, llevan  a sus hijos a escuelas u hospitales pú- blicos. Otras comparten su vivienda con  amigos y reciben, al mismo tiempo, recursos de algún programa social. Sólo entre los sectores más favorecidos de la sociedad aparecen otras fuentes  de recursos  como las  rentas, los  ahorros o la  participación en  las  ganancias de  las empresas.



Ahora bien, la cantidad de recursos que  el Estado reorienta hacia los  sectores más  postergados de  la sociedad suele ser  muy  reducida en comparación con el nivel  de necesidades de estos  sectores. Y aún más insuficientes son aquellos que  se movilizan desde la solidaridad. De modo  que  las  familias dependen, cada vez  más,  del  mercado de trabajo para  acceder a recursos que  les permitan vivir dignamente. En este  sentido, es posible afirmar que  el mercado de trabajo es, compa- rado con el Estado o con los gestos de solidaridad entre  pares, la única fuente de recursos que puede ofrecer una  vida  digna y niveles de consumo adecuados. Pero  vivimos la paradójica situación de  que  se depende cada vez  más  del  mercado de  trabajo para  poder construir una  vida  digna cuando los  mercados de trabajo son  cada vez más restrictivos, selectivos y fragmentados. Es ésta,  precisamente, una  de las grandes injusticias de nuestras sociedades.




Desigualdades que  crecen


Como  consecuencia de los  procesos descritos en los  párrafos precedentes, en la década del noventa, se produjo una  fuerte  concen- tración de  la riqueza en  casi  todos  los  países de  la región. El efecto de esta concentración fue que los beneficios de este modelo  de creci- miento,  de esta forma de acercarse a la globalización, fueran  capitali- zados por una minoría.  La distancia entre ricos y pobres  creció en tal forma que América Latina es, actualmente, el continente más desigual del planeta.

Pese al crecimiento económico, el número  de pobres  no dismi- nuyó.  Como ya  se señaló, en momentos de crisis,  resulta  esperable que se dé un aumento o la persistencia de la pobreza. Las sociedades producen  menos y, en consecuencia, hay menos riqueza para distribuir, lo que lleva  inevitablemente aparejado un empobrecimiento de parte de la sociedad o del conjunto.  Pero, en momentos  en que las econo- mías  crecen  y se recomponen, ¿cómo interpretar que  la pobreza no se reduzca? La mala  distribución de  la riqueza explica aquellos con- textos  de  crecimiento económico en los cuales la proporción de  po- blación pobre se mantiene estable o, incluso, aumenta. En estos casos,



la pobreza deja  de  ser un efecto de  una  crisis  para  transformarse en un rasgo constitutivo del funcionamiento de las sociedades. Si bien  la sociedad en su conjunto produce más riqueza, no todos sacan  provecho de  ella. Esto redunda en  un  aumento desproporcionado de  las  des- igualdades entre  ricos  y pobres. En síntesis, la pobreza deja  de ser un problema de coyuntura, asociada a los ciclos económicos, para  insta- larse  como  parte  constitutiva del  nuevo modelo de  crecimiento pre- valeciente en la región desde inicios de la década pasada.




Crisis de cohesión y debilitamiento de la ciudadanía


Como no podía ser de otra forma,  el incremento de las desigual- dades tuvo su correlato en el entramado social. La profunda crisis  de cohesión social y la fragmentación de nuestras sociedades agudizaron viejas problemáticas sociales como  la violencia y la discriminación, y dieron origen a nuevos fenómenos tales  como  las intensas corrientes migratorias y la segregación espacial.

¿Qué es la crisis de cohesión social? Imaginemos por un momento un elástico, como  representación del  conjunto de la sociedad, que  se extiende entre  ricos y pobres.  Como ya se señaló, la distancia entre ellos  crece  en  la región de  un modo  que  no tiene  precedentes; el elástico  se estira  cada  vez más,  de tal forma que  llega  un momento en que  se corta.  Nuestras  sociedades se parten,  se dividen, pierden su unidad. Ya es difícil  hablar  de un “nosotros” que  nuclee a todos sus miembros, es poco  probable que  los miembros  de un sector  de la sociedad sientan  a los de otro como  conciudadanos, como  parte del  mismo  grupo  social,  la misma  historia  o la misma  identidad. La crisis de cohesión se hace  visible  en la pérdida de prácticas que inte- gran, que nuclean a los sujetos y las comunidades, y que dejan su lugar a otras  que  enfatizan el individualismo, la intolerancia, el prejuicio respecto de los otros y el resentimiento.

Es posible sugerir que  la desigualdad y la crisis de cohesión social son parte  de un mismo movimiento cuyo eje es el debilitamiento del Estado nacional como  soporte articulador del entramado institucional



y generador de identidad común, ejes  constitutivos de la idea de ciu- dadano. Esto redunda, hoy,  en una  profunda crisis  de ciudadanía. Las transformaciones económicas que  cristalizaron en una  modalidad de sociedad que  incluye económica, política y socialmente a una minoría y deja  a millones afuera impiden el pleno ejercicio de la condición de ciudadano porque, como ya se señaló, para  poder expandir el proceso de ciudadanía, es condición necesaria, aunque no suficiente, que  exis- tan determinadas condiciones socioeconómicas. Son los procesos de empobrecimiento que  culminan en exclusión, y no la desigualdad en sí misma, los  que  atentan contra  el  principio de  ciudadanía; esto  se debe, justamente, a que  la  pobreza es  exclusión, cuando lo que  se pone en riesgo es el ejercicio de la ciudadanía.

Una vez  debilitado el principio de ciudadanía, la idea misma de sociedad se  ve  cuestionada. El avance del  mercado sobre  los  vacíos que  deja  el Estado-Nación implica carencia de sociedad, dado que  la preocupación por  el  conjunto, la  inclusión de  todos  bajo  un  mismo núcleo identitario, se torna  prescindible. La hegemonía de  los meca- nismos del  mercado implica una  concepción de  lo social atomizada en el interés individual en la que  la idea de consumidor desplaza a la de ciudadano. En la medida en que  el sentido de pertenencia se cons- truye alrededor de la capacidad de consumo individual, no se constituye un “nosotros”, una  “sociedad”  en el sentido  de que  formamos  parte de una comunidad de intereses, prácticas, valores  y costumbres que nos trasciende y nos significa  como algo  más que  seres  individuales.

El debilitamiento que se está viviendo en el pleno  ejercicio de la ciudadanía redunda en la desaparición de principios de solidaridad básica  al interior de nuestras  sociedades. Esto impide  el desarrollo de valores  compartidos y atenta  significativamente contra  la posibilidad de construcción de un proyecto colectivo.



4.    lo global y lo local: la crisis de cohesión y la relación con el lugar en que se vive


Es notable  cómo, en las últimas  décadas, se ha ido modificando la relación que  las  personas tienen con  el espacio, con  la geografía. Se  transformó significativamente la  representación que  se  tiene del mundo y la del  lugar en  que  uno  vive,  el barrio  o el vecindario. Por un lado, cada vez más,  el mundo aparece como  una fuente de lugares posibles donde pensar un  proyecto de  vida.  En el momento en  que uno  se imagina qué  será  de su vida  en el futuro,  no siempre esa  ima- gen  está localizada en el mismo lugar del presente. Otros países, otras sociedades u otras culturas son posibles escenarios de vida,  comienzan a aparecer con protagonistas de un sueño vivido como  realizable.

Pero,  al mismo tiempo, para  una  gran  parte  de la población, los espacios de  circulación son  cada vez  más  restringidos, dado que  ya no puede andar por lugares a los que  antes  podía acceder libremente. Diferentes tipos  de  barreras, físicas, virtuales o implícitas, van  cuar- teando el espacio, haciéndolo intransitable, delimitando aquellos lugares a los que  uno  puede ir y a los que  no.

Las migraciones y la segmentación espacial –en particular, en las zonas  urbanas– son dos modos  en que  se hacen  visibles  las nuevas relaciones que  las sociedades establecen con el territorio  en tiempos de globalización.




a.     Las migraciones: el mundo como  posibilidad


Las transformaciones de las corrientes migratorias son también expresión de los cambios  económicos, políticos, sociales, culturales y tecnológicos sucedidos en el mundo  del último cuarto de siglo a esta parte.  Durante las tres últimas  décadas, y especialmente en la del no- venta, nos encontramos frente a un firme incremento y diversificación de los movimientos migratorios a escala mundial. Actualmente, cerca de  doscientos millones de  personas en  el  mundo viven  fuera  de  su país  de nacimiento.



La migración en la región sigue fundamentalmente dos patrones: la migración intrarregional fronteriza y la emigración que  se dirige a los  países desarrollados, principalmente Estados  Unidos, Canadá y, cada vez  más,  a los de Europa.

Pero, ¿por qué las personas migran?  La migración es un fenómeno histórico complejo que comprende factores políticos, económicos, sociales y demográficos en la explicación de su origen. Las corrientes migratorias se han incrementado en los años  recientes como  resultado del rápido crecimiento demográfico, el deterioro del medio ambiente, el descenso de  la calidad de  vida  de  la mayor parte  de  la población de  los  países de  la  región, la  mayor concentración de  la  riqueza, el estancamiento o la falta  de adecuación del  salario real  de los trabaja- dores, las condiciones políticas y la eclosión de conflictos civiles como la violencia o la guerra, que  resultan expulsores de población.

Si bien, en todos  los casos, las  personas emigran para  satisfacer determinadas expectativas que  no se cumplen en su lugar de  origen con la esperanza de alcanzarlas asentándose en otro, la falta de trabajo y la pobreza son los detonantes fundamentales en la decisión de mi- grar.  En este  contexto, se potencia la tendencia a recurrir a la emigra- ción como  solución individual, como  estrategia personal o familiar en busca  de mejores  posibilidades.

El importante grado  de movilidad territorial  que  se observa  en los últimos  años  y los altos  niveles de  informalidad de  estos  movi- mientos  se asocian al proceso  de globalización económica. Precisa- mente las corrientes migratorias y la internacionalización de la economía están  estrechamente vinculadas y dan como resultado dos procesos paralelos y entrelazados entre sí: el desarrollo de los mecanismos de integración económica con la liberalización del comercio y las inver- siones, y el aumento acelerado de  la migración legal y, fundamental- mente, la ilegal. Esto es, el mundo globalizado facilita la libre circulación de capitales, de modo  que  garantiza el flujo de divisas  de la región hacia  los países  centrales pero  restringe y penaliza la circulación de personas que  buscan mayores oportunidades. Es por esto que, en los años noventa, surge  la problemática migratoria como una preocupación central en las agendas políticas, especialmente de los países desarro-



llados, que  la observan con gran  alarma. Esto implica que, aunque en términos económicos los inmigrantes son cada  vez más atractivos para los  mercados de  trabajo informales, en  términos políticos las  migra- ciones son  cada vez  más  indeseables desde el punto de  vista  de  los países receptores, lo  cual agudiza el conflicto porque millones de personas continúan trasladándose, sean o no aceptadas por los países receptores.

El grado de  conflictividad que  genera este  tipo  de  procesos mi- gratorios es  cada vez  más  visible. Algunos medios de  comunicación o importantes líderes políticos, en muchos casos apoyados por  la opinión pública, afirman que  los inmigrantes tienen un impacto ne- gativo en las sociedades que  los reciben. Se asocia apresuradamente a las migraciones con el incremento de la inseguridad, la desocupación y la saturación de los servicios públicos de salud y educación. Aunque, en general, estas  aseveraciones son injustificadas, las respuestas polí- ticas  suelen ser el endurecimiento de las regulaciones, que  se tornan cada vez  más  selectivas, restrictivas y represivas, respaldadas por  un encuadre que  considera al inmigrante una  amenaza para  la sociedad. Asimismo, más  allá  de  la polémica que  generan, se insiste en  la im- plementación de estas políticas aun cuando, en la práctica, profundizan los procesos de exclusión y fragmentación de la sociedad, de manera tal que  suman  a la crisis de cohesión social  un nuevo  conflicto  entre diferentes grupos nacionales y extranjeros que conviven en un mismo espacio.

Este abordaje del fenómeno migratorio evidencia cómo las repre- sentaciones sociales excluyentes y discriminatorias se instalan  como usina  de  certezas que  permiten a los sujetos  interpretar la realidad social,  descubrir los hechos  y los distintos  fenómenos sociales en los cuales  interactúan. El discurso  que escinde, necesariamente, se monta sobre  la construcción de enemigos a partir  de los cuales es posible definir  espacios diferenciados para  “nosotros” y “ellos”.



b.     La segmentación espacial: el barrio como realidad


Estos complejos procesos también tienen su correlato en  el uso social del espacio físico.  El territorio urbano se convierte en el campo de batalla de una  guerra continua por el espacio. Las elites, escudán- dose  tras  la  retórica de  la  seguridad, han  optado por  el  aislamiento aunque deban pagarlo generosamente. Los que  no pueden optar  por vivir aislados y solventar los costos  correspondientes quedan inevita- blemente afuera. Los habitantes de las áreas “separadas” intentan ins- talar  en las fronteras de  su terreno, convertido en gueto, sus  propios carteles de “prohibida la entrada” a través de ritos, indumentaria, poses, violación de normas o enfrentamientos con la ley.  Sin embargo, estos intentos, no necesariamente eficaces, tienen la desventaja de no estar autorizados, es decir, de  representar violaciones de  la ley  y el orden (Baumman, 1999).

Las ciudades latinoamericanas están  viviendo un claro  proceso de reticulación de  su  mapa. Los barrios se  diferencian, se  separan y se homogenizan. Los ricos se juntan para  vivir solos  y los pobres quedan agrupados en los sectores más  degradados del  espacio urbano. En el medio, clases medias que, con el tiempo, se van diferenciando y reubi- cando, haciendo de  la ciudad una  zona  en  que  cada uno  tiene claro su espacio, el medio  en el que  se puede mover,  las zonas  a las que pertenece. La gente  vive, cada  vez más, con sus pares  y, cada  vez me- nos, con otros, diferentes, de origen  social  distinto.

Estos procesos son expresión de la crisis de cohesión social  y la reproducen incesantemente. Hoy una  familia  puede transcurrir  coti- dianamente sin interactuar con otras de estratos  sociales diferentes. De este modo, las distancias generan desconocimiento. Ya no se sabe cómo son quienes viven más allá de las barreras  o del otro lado de la autopista. El desconocimiento, en forma inevitable, se traduce en pre- juicio  o estigma. “Aquella  gente  seguramente es mala”,  “son quienes traen  problemas al barrio”,  “son los que  generan inseguridad”. Así, poco  a poco,  nuestras sociedades se van  cuarteando. Ya no somos todos partes de un mismo grupo,  se va diluyendo la existencia de un nosotros.



Para los habitantes de cada barrio, éste  encierra, en sí mismo, su única realidad. El mundo es,  en definitiva, ese  barrio, se reduce a él. Nadie  de afuera puede circular por sus calles, pues el temor, la impo- sibilidad de acceder, el desconocimiento o la experiencia lo limitan. Pero incluso para  quienes viven  allí,  salir  del barrio  es peligroso; más allá  de  sus  limites, se desconocen las  reglas de  juego, afuera está  la selva. Así, la vida  se  desarrolla entre  pares, en  pocas cuadras y con gente muy  parecida.




c.     La violencia en las calles: cuando hay  que marcar el terreno


Un sociólogo francés, Pierre  Rosanvallon, plantea en uno  de sus libros  que, en nuestras sociedades, está  en crisis  una  de las patas que hace posible la  persistencia de  las  políticas sociales: la  solidaridad. Según él, no hay  política social posible si no hay, en la base, esa  soli- daridad entre  todos.  Las políticas sociales son, esencialmente, acciones de redistribución de recursos. Quienes más tienen pagan sus impuestos y, con esos recursos, el Estado promueve acciones orientadas a mejorar la  calidad de  vida  de  quienes menos tienen. Esa lógica sólo  puede existir gracias a la solidaridad. La acción del Estado adquiere legitimi- dad en el hecho  de que quienes pagan consideran adecuado que sus recursos  se dirijan a otras personas que son parte de la misma comu- nidad  y que  los necesitan. La idea  de un “nosotros” está presente en este  ejercicio, en el cual  subyace la condición de conciudadanos, de compatriotas, el hecho  de formar parte  de una misma  sociedad (Ro- sanvallon, 1995).

¿Qué pasa  cuando las sociedades se cuartean? ¿Qué posibilidad existe  de que aquella familia rica que vive en un barrio cerrado  sienta que  es  parte  de  la  misma sociedad que  aquella otra  que  vive  en  la exclusión? Entre ellas  se instala,  cada vez más, el sentimiento de ene- mistad  como  causa  y consecuencia del  debilitamiento de la idea  de conciudadanos. Entre los excluidos, porque están expuestos en forma constante a la obscenidad de la ostentación y, en parte, perciben que su  situación es  el  resultado del  enriquecimiento de  otros.  Los ricos, porque temen que  les quiten lo que  tienen. En síntesis, no sólo se de-



bilita el sentimiento de solidaridad, sino  que además se instala un creciente resentimiento entre  ambas partes, que  inevitablemente se traduce en violencia.

Violencia “desde abajo”  que  se  manifiesta en  el delito callejero, el robo,  la agresión que  habitualmente se percibe en las grandes ciu- dades. Y violencia “desde arriba” que se hace  efectiva en quienes piden represión, en quienes vulneran permanentemente los derechos de los más desposeídos, o quienes financian o dejan  operar a los escuadrones de la muerte. Una expresión extrema y paradigmática de la violencia urbana asociada a la  polarización social son  las  pandillas urbanas, como  las maras.

Es revelador el origen mismo de esta pandilla, surgida en el seno del  mundo desarrollado. En los años  cincuenta, en California, los jó- venes disconformes de esa  época se agrupaban en pequeñas bandas que  se disputaban el dominio del  barrio. La gran  explosión de  estas pandillas se  produjo con  la llegada de  los  refugiados de  las  guerras civiles centroamericanas en los años  ochenta. En 1992,  la policía cali- forniana se  enteró de  la  existencia de  “la mara  salvatrucha” (“salva” por salvadoreños y “trucha” en su jerga  significa “piolas”,  listos) porque sus miembros fueron los principales líderes del levantamiento popular que dejó en llamas  buena  parte del centro de Los Ángeles. El FBI co- menzó a perseguirlos y encarcelarlos. Y, en las cárceles californianas, las maras se entremezclaron y se hicieron  poderosas. Controlaban una porción considerable del negocio  de la droga y de la inmigración ilegal. En 1996, el Congreso  estadounidense aprobó  una ley por la que cual- quier  extranjero que  purgara más de un año de cárcel  debía  ser de- portado  a su país  de origen  (Sierra,  2005).  De este  modo,  entre  los años  2000 y 2004, fueron  expulsados casi  20.000 jóvenes  con pron- tuarios  criminales que,  en sus países  en Centroamérica, encontraron eco  en gran  parte  de los 100.000 huérfanos de la guerra civil,  las víc- timas de la represión de los años ochenta  y los jóvenes  que  parecen no encontrar opciones que  les  permitan superar sus vidas  signadas por la marginación y la pobreza.

En este  contexto, el  barrio adquiere una  importancia inusitada para  los  mareros, en  la medida en  que  es  el  espacio que  habilita el



sentimiento de  pertenencia a la pandilla y donde se marcan las leal- tades  con el grupo que les brinda identidad (Etcharren, 2005). El barrio se torna un elemento delimitador esencial, que  configura un escenario social  donde  no todos tienen  lugar.  De este modo,  las maras definen y diferencian, a través  de la provisión de identidad, religando a quienes la conforman en un colectivo donde vislumbran su única posibilidad de existencia.




5.    aquí nos toca educar


El ejemplo de  los maras es,  tal vez,  una  de  las  expresiones más extremas de lo que  ocurre en el espacio urbano cuando se debilita el tejido  social, cuando un  espacio de  convivencia se  va  convirtiendo paulatinamente en escenario de un conflicto diario, cuando las normas se debilitan. Y, al mismo tiempo, es expresión de lo que  es posible en este mundo globalizado, en que  estas  redes cuentan con los beneficios de las nuevas tecnologías y se instalan con un manejo muy  novedoso en su  modo de relacionar lo  local, el espacio en el cual operan y marcan su territorio, y lo global, en su relación con las bandas en otras grandes ciudades de la región y en el manejo de las claves del poder.

Sin dudas,  hoy América Latina es otra. Los procesos descritos  son sólo  una  parte  de  la radicalidad, profundidad y transversalidad del cambio estructural que atraviesan  nuestras sociedades desde las últimas décadas. Siempre  la región estuvo atravesada, desde  sus orígenes, por grandes injusticias. No son nuevas, en nuestros  países, las historias de exclusión, los éxodos  ni las oportunidades perdidas. Sobre esa base, el modo en que en la región  se encara  el proceso  de incorporación a un mundo  cada  vez más  globalizado no hace  más  que  profundizar esos  problemas estructurales, a través  de mecanismos como los que se intentó dejar plasmados en este texto.

Llegado a este  punto, es imprescindible tener  presente, de ahora en más, que  los sujetos que  nacen y crecen en estas  nuevas sociedades difieren sustantivamente de  aquellos nacidos algunas décadas atrás.



Los alumnos, sus familias y los docentes que  actualmente conforman la cotidianeidad de la escuela son sujetos diferentes de aquellos para los cuales se estructuró originalmente el sistema educativo.

Por este motivo, es esencial preguntarnos cuáles dimensiones del sistema educativo están  viéndose afectadas por estas  transformaciones y de qué  manera lo están  haciendo, con el objetivo de desarrollar una estrategia que  parta  de reconocer esta  nueva realidad. El objetivo, en última instancia, es ver cómo  entra  la globalización en las aulas.

El primer punto a destacar es que, más  allá  de que  todas  las es- feras de la vida social  se han visto afectadas por estas transformaciones, los  cambios no  ocurrieron en  todas  ellas con  la  misma velocidad y dirección. Históricamente, las  patas sobre las  que se apoyaron las prácticas educativas han  sido  la escuela y la familia. Podría afirmarse que, a partir  de los cambios descritos, tanto las instituciones escolares como  las  familias ven  modificadas su dinámica interna, con  rumbos y velocidades diferentes, como  consecuencia de  lo cual  se  produce un quiebre en la relación que  existe entre  ellas. Esto puede verse  como el  comienzo de  un  proceso de  alejamiento mutuo entre  ambos ele- mentos, que  pone de  manifiesto una  situación en la que  lo que  está en riesgo es la posibilidad de educar.

CaPÍtulo 2

La globalización en el aula









Las sociedades latinoamericanas hicieron, tal vez sin tener  plena conciencia de  ello, un  gran  esfuerzo por  incorporarse a un  mundo cada vez  más  globalizado. Ello implicó cambios muy  profundos. Los mercados de trabajo  dejaron de operar como un espacio de integración social, como  aquel lugar desde el  cual  construir ciudadanía. Hoy  la mayoría de las familias vive un estado de profunda vulnerabilidad, de gran  incertidumbre. Cuesta pensar cuál  va a ser la situación de  cada uno  dentro de  diez  años, no hay  en  el presente elementos para  vis- lumbrarla. Los proyectos personales están  atravesados por la imprevi- sibilidad y las  historias de  vida  tienen hoy  un  gran  componente de azar  que  genera perplejidad.

La globalización, como ya se dijo, implica  además una nueva  re- lación  con el mundo,  con el espacio y las distancias. La coexistencia de dos representaciones –el mundo  como espacio de lo imaginable y el barrio como realidad más inmediata– reconfigura, en cada  uno, el modo  de  concebir el lugar  en  que  se vive,  las  formas  de  construir arraigo.

Este es el contexto  en el que nacen  actualmente los niños.  En él crecen, se socializan, se construyen como sujetos.  Sin dudas, son di- ferentes, son  el  producto de  una  nueva realidad de  la  cual  poco  se sabe  aún,  que  no deja de sorprendernos. Son diferentes sus familias. A ellas, el mundo las cambió muy abruptamente y están aún buscando el modo  de sobrevivir  en realidades con reglas  de juego  muy  poco entendibles. Y también  es diferente el contexto  en el que  está la es- cuela. La noción  de comunidad, el espacio público, lo colectivo, se reconfiguraron.



Nuevamente, aquí nos toca  educar. Cabe, en este  punto profun- dizar, en  algunos ejemplos de  lo que  es  hoy  un  contexto educativo, el espacio en que  los docentes día  a día  deben desarrollar su tarea  y donde todo es diferente. ¿Cómo se construye el bienestar de las fami- lias,  para  que  sus niños  puedan participar de las prácticas educativas?
¿De qué  modo  la violencia entra  a las aulas?  ¿Cómo afectan las migra- ciones a las  escuelas? En síntesis, ¿de qué  forma  afectan a la escuela los procesos desencadenados por  la globalización que  se fueron se- ñalando a lo largo del texto? Con sólo centrar la atención en estos  tres puntos, es posible percibir la profundidad del cambio que  se vive hoy en las escuelas, resultado de la transformación que  viven  nuestras so- ciedades camino a la globalización.




1.    las condiciones  de vida de los alumnos


En el  caso  de  las  familias, lo primero en  verse trastocado es  el lugar desde el cual  éstas  deben crear  las condiciones materiales para que  sus niños  puedan asistir  a la escuela, lo cual  se manifiesta de di- ferentes  maneras,  según  el  sector social  al  que  nos   estemos refiriendo.

Los sectores  más pobres  y los excluidos ven amenazadas las po- sibilidades de sostener  la escolaridad de sus hijos no sólo por carencia de recursos  materiales sino también  porque operan  como obstáculos el contexto, el clima comunitario, la violencia cotidiana y la degrada- ción social  asociada a las condiciones de marginalidad y exclusión.

En lo que  respecta a los sectores  medios, la inestabilidad en la articulación de las familias  con el mercado de trabajo hace que todos los miembros del hogar aparezcan como  una  potencial reserva de re- cursos  a ser movilizados en cualquier oportunidad laboral  que  surja. Cuando  el jefe  de  hogar  vive  de  trabajos  ocasionales o cuenta con contratos laborales de  corta  duración, se  crea  un  estado de  alerta permanente en la familia, en que no pueden dejar pasar  oportunidades laborales con el fin de intentar una  estabilidad en el flujo de ingresos. Los niños y adolescentes son  parte de  los  escasos recursos con  los



que  cuentan las  familias más  vulnerables; cuando las  circunstancias lo indican, ellos  deben salir  a trabajar, lo cual, en muchos casos, sig- nifica  tener  que  suspender o abandonar los estudios.

Si bien  los obstáculos materiales son  un factor  importante en  el acceso a la plena escolarización, no es el único. Las transformaciones socioeconómicas y la crisis de cohesión que se produce traen aparejado un  conjunto de  cambios en  términos de  valores y expectativas, de experiencias subjetivas que, inevitablemente, tienen un  efecto en  la cotidianeidad de la escuela.




2.    la violencia en la escuela


Cuando se debilitan los principios a partir  de los cuales se cons- truye la noción de comunidad, la norma pierde su fuerza como  orga- nizadora de las  prácticas sociales. En sociedades donde la  distancia entre  ganadores y perdedores se amplía, la ley  queda bajo  sospecha e invita  en sí misma a su violación.

En la  escuela, la  pérdida de  legitimidad de  la  norma opera en detrimento de la noción  de autoridad. Debilitado el poder  de la ley para definir un sistema  de referencia compartido, comienza a perder fuerza la noción de semejante. Si la ley deja de ser un principio de in- terpelación, se diluye la percepción de su trasgresión. Y, en este me- canismo,  paulatinamente, la violencia deja de percibirse como tal, pues no hay registro de un límite violado, a la vez que éste se instala  como forma de expresión.

Quienes trabajan  en las escuelas no dejan  de sorprenderse por el modo  en  que  la violencia se instaló en  la cotidianeidad, como  un modo habitual de relación. Son iluminadoras aquellas experiencias en que, desde  la institución, se invita a los padres  a participar, y luego  se constata  que  los códigos  de esa  participación están  atravesados por modos  violentos de reclamar. El padre que amenaza al docente porque reprueba a su hijo,  o que  lo descalifica frente  a los alumnos.



En ocasiones, incluso, la violencia en  la escuela en  casos como éstos  no es percibida por sus protagonistas como  un acto de agresivi- dad  sino como  un modo  de trato habitual y cotidiano. Es identificada como  violencia por el observador externo –o por el docente– pero  no por sus propios agentes.

Este particular uso  de  la violencia se percibe, muchas veces, en el modo  en  que  los  alumnos se  relacionan con  sus  pares o con  sus docentes. Gestos  violentos naturalizados, no intencionales, asociados
–en su invisibilidad– a conductas que  les son opuestas en su sentido. Un tipo de violencia que, sin dudas, obstaculiza al docente la posibi- lidad de  crear  un  clima de  trabajo confortable, en  el  cual  se  pueda dar naturalmente el proceso de enseñanza y aprendizaje.




3.    Escuelas de paso: educación y migración


Otras situaciones particularmente complejas que  enfrentan día  a día quienes trabajan en las escuelas de la región son aquellas derivadas de la problemática migratoria. En aquellas regiones expulsoras de po- blación de las cuales las familias se van  en busca de mejores oportu- nidades, se desdibuja cada vez más el sentimiento de pertenencia con la comunidad, la sensación de formar parte de ella.  Allí se percibe un cambio  en el modo en que  las personas se relacionan con el espacio local, aquel lugar en el que viven, en la medida en que, para ellas, deja de ser el escenario en el cual diseñar un proyecto a futuro. El proyecto local es un proyecto  comunitario, que incorpora  a los otros y que invita a invertir  y construir  infraestructura e institucionalidad en el propio escenario que  se habita.  El proyecto global, en otra ciudad o en otro país es, en cambio,  un proyecto individual en el cual cada uno trata de llevarse lo más que puede del contexto  en que vive.

Los escenarios expulsores son, de este modo, escenarios degrada- dos que se diluyen en las representaciones o expectativas de sus habi- tantes. Los espacios desde los cuales las  familias intentan irse  sufren, así, un doble efecto: por un lado, un cambio en el plano de las subjeti- vidades, visible en el modo  de imaginar el futuro y, consecuentemente,



un renunciamiento a todo aquello que  retenga a las familias en el lugar de  origen. Por el otro,  un  fuerte  impacto en  las  condiciones de  vida, consecuencia de las dinámicas familiares que  resultan del  alejamiento de uno  de sus miembros, que  les envía mensualmente sus remesas.

Por el contrario, en  aquellas zonas receptoras de  corrientes mi- gratorias, es posible observar el crecimiento demográfico sin una  pla- nificación ordenada, la estigmatización del inmigrante y su discriminación, y la reproducción, en  los  inmigrantes, del  círculo de  la pobreza. En estas  comunidades, el inmigrante queda asociado a la creciente inse- guridad, al incremento de  la desocupación e incluso a la saturación de los servicios públicos de salud y educación, lo cual  lo convierte en un otro amenazante y genera un nuevo enfrentamiento entre  distintos grupos que  coexisten en un mismo espacio social.

Estos cambios en  las  representaciones relacionadas con  el lugar en que  se vive  y las reconfiguraciones sociales que  adquieren conno- taciones conflictivas se reflejan, inevitablemente, en las aulas. La des- integración de los hogares, la falta de la figura paterna y/o materna y las  nuevas reconfiguraciones familiares generadas por  la  migración, son  algunos de  los  factores mencionados habitualmente por  los  do- centes para  explicar las  mayores dificultades educativas en los niños expuestos a estas  situaciones. Se suman,  además, los casos  de mala alimentación (cuando se esperan las remesas del exterior  y éstas  no llegan) o de niños y jóvenes  que quedan al frente del hogar  y deben incorporarse el mundo del trabajo, con las importantes consecuencias que  esto acarrea en términos  de su educación.

Pero la dificultad mayor radica, tal vez, en las nuevas subjetividades que se comienzan a configurar cuando el proyecto migratorio es parte de la vida cotidiana, cuando se nace y se crece con el deseo  puesto  en irse.  En ciertas culturas juveniles, “cruzar  la frontera”  y volver ya forma parte  de los rituales  de iniciación, de formas de ganar  prestigio en el grupo.  Da la sensación de que el fenómeno de la migración se origina, primero, como  producto de un modelo de exclusión, pero  luego se institucionaliza, deviene cultural y ya nadie se lo cuestiona; comienza a formar  parte  del universo simbólico de la comunidad (Berger & Luc- kmann, 1968). También es compleja la concepción de proyecto de vida



que  se configura en hogares en que  todos  esperan el dinero que  les mandan desde el exterior, hogares signados por una  cotidianeidad de consumos, donde reciben y no trabajan.

Hay un  interrogante que queda instalado, tanto  entre quienes educan en  escuelas ubicadas en  zonas expulsoras como  en  aquellas que  están  en  las  zonas receptoras de  inmigrantes: ¿A quiénes están educando? ¿A quienes están  formando las  escuelas de  los  contextos expulsores? Hay  quienes señalan que  la mayoría de  los  jóvenes ter- minan la secundaria, pero  “terminan” y se van. En otros casos, el niño o el  adolescente suele irse  antes de  llegar a la  secundaria. Pero  en ambos casos, en última instancia, esas  escuelas educan para  que  sus alumnos se vayan. ¿A quiénes están educando las  escuelas de los contextos receptores? Las escuelas están  ante  el riesgo de que  la edu- cación institucional se convierta, para  los inmigrantes, y especialmente para  sus  hijos,  en  un  medio de  desarraigo de  la  propia cultura. En consecuencia, los docentes se ven frente  a la responsabilidad de evitar que  la integración social y política les suponga el menoscabo o la re- nuncia de su cultura originaria.

En un  caso  o en  el  otro,  la  presencia que  tiene actualmente la cuestión migratoria en la vida  diaria de los sectores más  postergados se refleja  en la dinámica de las escuelas y es un factor que no puede pasar inadvertido  cuando surge la pregunta  de quiénes son los alumnos a los que  tenemos  que  educar, qué  expectativas tienen,  qué  esperan de la educación, y cómo  establecer un diálogo y una  comunicación que  permita que  su  paso  por  la escuela sea  una  oportunidad de aprendizaje y crecimiento. Del mismo modo,  el deterioro de las con- diciones de vida de amplios  sectores  de la sociedad y la violencia ins- taladas y  naturalizadas por  la  propia desigualdad y  la  exclusión reconfiguran el escenario en el cual  hay  que  educar. Estos ejemplos son  suficientes para  mostrar de  qué  modo  la globalización, un fenó- meno  de carácter  internacional que,  en principio, aparece como tan ajeno a la vida cotidiana, se hace  presente en las escuelas a través de sus alumnos y docentes, en el modo en que ellos viven, en sus repre- sentaciones y expectativas. Son ejemplos de cómo se reconfiguran los espacios en que  se educa, y las relaciones que  se establecen entre  los docentes y alumnos en las prácticas educativas.

CaPÍtulo 3

Educación y contexto social









Ninguna propuesta pedagógica o institucional es buena en  sí misma. Lo es  en  la medida en  que  logra estimular a los  niños para  el aprendizaje, los invita  a ir a la escuela y permanecer en  ella, hace  aportes para que logren completar, al menos, la educación básica, y adquieran, en  su paso  por  la escuela, aquellos conocimientos que los consolidan como ciudadanos, como sujetos  plenos para su inclusión social.


Las propuestas educativas se validan en sus resultados, y, en este punto, el contexto en que  se educa, las características de los alumnos a las  que  se  dirigen y el  clima comunitario que  rodea a la  escuela constituyen un factor  fundamental, pues una  propuesta educativa es exitosa  si logra un adecuado ajuste con el entorno en que se pone en práctica. Las vamos a poder  evaluar en funcionamiento, en su puesta en acción,  en un contexto  determinado, en tanto la educación es un proceso  relacional. Y los contextos  en que  nos toca educar, como ya se señaló, cambiaron profundamente.

Los docentes se encuentran en un momento  de quiebre de sus historias  de vida,  frente a situaciones inesperadas para  las cuales no han sido preparados, y sin los instrumentos para  obtener  resultados exitosos en  las  trayectorias educativas de  los niños  y adolescentes. Ante la escasez de elementos para enfrentar  la nueva  situación social y los nuevos alumnos que  en  ella  nacen  y crecen, es habitual que veamos  a los docentes y directivos realizando un gran  esfuerzo  por aferrarse a imágenes del pasado, frente al cual supieron sentirse  más eficaces.



Las familias, por su parte, se ven  desconcertadas, a sabiendas de que  poco  tuvieron que  ver con su suerte actual, forzadas a asumir un nuevo modo  de  vida  y un nuevo mundo de  posibilidades. Hoy están procesando el carácter compulsivo del cambio que  viven, la dificultad para  resistirse a éste,  lo inevitable e irreversible del proceso, la pérdida de condiciones materiales de vida,  el hecho de que  los saberes y des- trezas que traen no tienen valor en el nuevo contexto, el encarecimiento de la vida,  ya que, cada vez más,  éstas  se resuelven en el mercado, si- tuaciones que  inevitablemente las posicionan en un presente signado por   el empobrecimiento, la incertidumbre, la inseguridad y la desprotección.

Las marcas de la globalización en la vida cotidiana fueron vividas por la mayoría de los padres y docentes como  un quiebre en su situa- ción  social, la llegada de un presente que  se diferencia claramente de un pasado no tan lejano. En este  sentido, el cambio es vivenciado y representado como  el paso  de un “antes” a un “después” de ciertas si- tuaciones específicas en las cuales se deposita el momento del cambio: cuando hubo  que  emigrar, cuando el padre de  familia se quedó sin trabajo, cuando los productos de  la huerta dejaron de  tener  valor  en el mercado, cuando cerró  la fábrica o cuando en  aquella escuela en que, hasta  hace pocos años, se hacían colectas para  juntar fondos para los niños  de escuelas rurales  afectadas por una  inundación, hoy  los docentes deben pagar, de  su propio  bolsillo, la merienda para  sus alumnos, a fin de neutralizar, por un momento, el hambre  que  ellos están viviendo. Historias individuales en las que se materializa –en el relato  de las personas– el tránsito  desde  una  situación a otra, y que llevan a estar viviendo  en un contexto que les es ajeno, donde tuvieron que renunciar a sus sueños  y expectativas al percibir  que cambiaban las reglas de juego. Hoy una propuesta pedagógica e institucional será exitosa si logra incorporar  este cambio, si descubre quién es ese nuevo alumno con el que  trata,  si ofrece  a los docentes los recursos para poder  interactuar con ellos,  si se para  por sobre todas estas transfor- maciones y logra  proponer un diálogo productivo entre el docente y el alumno.



1.    Docentes desconcertados


Lógicamente, en las aulas se vive un clima nuevo, donde suceden cosas diferentes y frente a las cuales los docentes se ven desconcertados. Lo habitual, en conversaciones con ellos, es escuchar que, en las con- diciones en que  vienen sus alumnos, es muy difícil garantizar una clase ordenada y buenos resultados en el aprendizaje. La mala  alimentación, la  falta  de  materiales, el  cansancio, la  imposibilidad de  concentrarse son  indicios de  una  cotidianeidad de  los  niños  que  dificulta el buen aprovechamiento de las prácticas educativas. Los docentes que trabajan en comunidades indígenas suelen encontrar su dificultad en la distancia cultural que  los separa de sus alumnos. No sólo la lengua es diferente, sino  que  un conjunto de valores y prácticas cotidianas se les filtran  al interior de las  aulas y obstaculizan su  trabajo diario. Hay zonas en nuestra región en  que  la exclusión es tal que  un  número importante de niños  no puede ir a la escuela pública de su barrio, pues no cuenta con el mínimo de recursos materiales o con una  cotidianeidad tal que haga posible el acceso a esas instituciones. Los maestros se quejan también del nivel de descontrol, violencia o  indisciplina de sus alumnos.

Es recurrente dialogar con docentes que  se sienten desbordados, parados frente a realidades en las cuales les es sumamente difícil des- plegar sus aprendizajes y su experiencia. Ante escenarios que  les re- sultan  ajenos, sus  herramientas pierden eficacia. Los alumnos que entran  a sus escuelas poco tienen  que  ver con aquel alumno  para  el cual  fueron  entrenados, para  aquel ante el cual  sí sabrían  qué  hacer. Los docentes parecerían estar  a la espera de algo  que  ha dejado  de existir.




2.    alumnos ya educados


Una observación más detallada de lo que ocurre en las escuelas, el mismo diálogo con estos maestros, la posibilidad de reconstruir las prácticas en  las  aulas, el ejercicio de  indagar en  las  vivencias de  los alumnos o las expectativas y dificultades de sus  padres permiten



avanzar más  allá  de esta  primera percepción, y nos dejan ver que  las instituciones escolares siempre ponen ciertas  condiciones a sus alumnos para  que  ellos  puedan participar en sus  prácticas educativas. Lo que se  encuentra, en  la gran  mayoría de  los  casos, es  que, para  que  los niños  puedan ir a la escuela y participar exitosamente en  las  clases, es necesario que  estén  adecuadamente alimentados y sanos, que  vivan en un medio que  no les signifique obstáculos a las prácticas educativas y que  hayan internalizado un conjunto de representaciones, valores y actitudes que los dispongan favorablemente para el aprendizaje escolar. Dicho conjunto alude, por ejemplo, a la capacidad de dialogar, conocer y dominar el idioma en que  se dictan las  clases, tratar  con  extraños, reconocer la  autoridad del  maestro, portarse bien, respetar normas institucionales, asumir compromisos, reconocer el valor  de las obliga- ciones, depositar la confianza en otros, concentrarse, mantener silencio, etc. Por último, vemos también que  las escuelas esperan de los alum- nos la capacidad de adaptación a un entorno múltiple y cambiante y la capacidad de individualización y autonomía. La experiencia escolar, tal  como  la  conocemos hoy  en  nuestros países, presupone un  niño que  dispone de un conjunto de hábitos y saberes incorporados antes de ingresar a la escuela, fuera  de ella.

Este aprendizaje previo a la escuela se da de múltiples maneras. Por un lado, existen  a diario los momentos  en que los adultos enseñan a los niños, por ejemplo, a utilizar adecuadamente los cubiertos en la mesa,  a atarse los zapatos  o a cruzar la calle con precaución, situacio- nes  en las  que  el adulto  es consciente de  que  está  enseñando, del mismo modo en que el niño sabe que está aprendiendo. Pero además, y sobre todo, existe  todo un aprendizaje que  se produce inconscien- temente, de  modo  inadvertido y espontáneo. Son las relaciones de enseñanza y aprendizaje que se dan de un modo no racional,  presentes en todas  las prácticas sociales en las que  el niño participa desde  su nacimiento. La transmisión doméstica de este conjunto  de disposicio- nes, de este capital  cultural  incorporado, es el resultado de un trabajo físico y mental  por parte del niño, de un esfuerzo  en el que involucra su cuerpo, de una exposición a un trabajo de inculcación y asimilación, un trabajo del sujeto sobre sí mismo,  caracterizado además por tener una  inmensa carga emocional (Tenti, 1994). El proceso de conforma- ción  del sujeto en su  etapa inicial es un  proceso de construir una



identidad, que  enfrenta al niño  con  la necesidad de  proveerse de  la misma, y que  requiere un fuerte  lazo  afectivo con sus adultos de refe- rencia. Este proceso presupone, a su  vez,  una  identificación previa con otros,  cargado como  está  de una  fuerte  base afectiva.

Para lograr desplegar sus prácticas en tanto institución de educa- ción  formal, la escuela requiere esa  “educación primera” para  poder operar. Cuando un niño  ingresa a la educación básica, es portador de esta  formación previa, la cual  suele estar  en manos de sus familias. Si bien  cada vez  más  los niños  se escolarizan desde muy  pequeños, en la mayoría de los países de América Latina, la educación es obligatoria a partir  de los cinco  o seis años  de edad, por lo que  el paso  de los ni- ños más pequeños por jardines infantiles o salas  de preescolar es parte de las decisiones tomadas por los padres o tutores en este  proceso de educación inicial. Frente  a la oferta  educativa actual, este  conjunto de aptitudes y disposiciones adquiridas o gestionadas en el seno  familiar conforman la  base que  condiciona y hace posibles los  aprendizajes posteriores. En conclusión, lo que  se descubre en  el diálogo con  los docentes es que, para  poder educar, las  escuelas esperan a niños  ya educados.

La demanda de un  conjunto específico de disposiciones para participar del  proceso  educativo no sólo se manifiesta el primer  día de clases, en el momento  de la admisión, sino que se renueva perma- nentemente hasta el momento  de la graduación. La asistencia a la es- cuela  implica  la posibilidad de cumplir  con rutinas cotidianas, contar con recursos para acceder a los materiales y útiles necesarios, disponer del estímulo  y acompañamiento de los adultos  y, nuevamente, contar con tiempo.  El aprendizaje en la escuela, al igual  que  la adquisición de las disposiciones para  acceder a ella,  implica  un trabajo  sobre  el cuerpo  y la mente  de los niños  y adolescentes, una  transformación que es imposible sin un fuerte involucramiento de ellos,  y la cual re- quiere una energía que debe  renovarse día a día. La educación no es una simple  transmisión de conocimientos que  pone  al alumno  en el lugar  de receptor  pasivo,  sino que  es una construcción que  se desa- rrolla en una relación  pedagógica respecto de la cual tanto los alumnos como  los  docentes se  asignan roles  y expectativas. Este proceso de enseñanza y aprendizaje sólo  va  a ser  posible en  la medida en  que



los alumnos tengan acceso a aquellos recursos que las escuelas esperan de ellos, que  los constituyan en sujetos capaces de llevar adelante esta experiencia, en sujetos educables.




3.    las condiciones  sociales para el aprendizaje


La noción de educabilidad hace referencia a la necesidad de iden- tificar cuál  es el conjunto de recursos, aptitudes o predisposiciones que hacen posible que  un niño  o adolescente pueda asistir  exitosamente a la escuela, al mismo tiempo que  invita  a analizar cuáles son las condi- ciones sociales que permiten que todos los niños y adolescentes accedan a dichos recursos, para  poder así recibir una  educación de calidad. Es decir, pone en relieve cuáles son  los recursos que  la escuela necesita de cada alumno para  que  éste  pueda aprender, al tiempo que  pone la mirada en el modo  en que  la sociedad distribuye esos recursos impres- cindibles para  el aprendizaje.

Ahora bien, ¿cómo se construyen dichos criterios? ¿De qué  modo se define cuáles son las condiciones de educabilidad, es decir, el con- junto  de recursos y disposiciones que hacen posible que un  niño pueda ingresar a la escuela, permanecer en ella y terminar  su forma- ción básica  con éxito? Centrar la atención en las condiciones de edu- cabilidad de los niños y adolescentes nos lleva  a poner  la mirada  en la escuela, y ver qué  es lo que  espera de ellos.  Estas condiciones no se definen  en sí mismas,  sino que  se construyen a partir del modelo de alumno que presupone la institución  escolar, en aquel  alumno para el cual cada institución está preparada. ¿Cuál es el tipo de alumno  que está en condiciones de responder a la dinámica que el sistema propone y terminar  exitosamente su carrera  educativa? ¿En qué  alumno  están pensando los  sistemas educativos cuando diseñan sus  estrategias pedagógicas?

Es el Estado, a través del sistema  educativo, el que define  los cri- terios para  que  un niño pueda participar de su propuesta educativa, a través de  los  supuestos de  alumno sobre los  que  se  desarrolla su propuesta pedagógica, los criterios explícitos e implícitos de selección.



Pero,  a esta  definición formal  que  se da desde el sistema educativo y se plasma en cada escuela, estas  instituciones suman una  dimensión informal, que  se  construye a partir  de  las  disposiciones o prejuicios de sus docentes y directivos.

De esta manera, se va configurando un “alumno ideal”  para  el cual está  pensada cada escuela: un  niño  podrá participar con  éxito  de  las prácticas educativas, será educable, en la medida en que como “alumno real” se asemeje a ese alumno ideal, pues  para él fue pensada esa escuela que, en consecuencia, cuenta con los recursos y los saberes para  edu- carlo. Cuando a las aulas de una  escuela ingresan alumnos reales muy diferentes de  ese  alumno ideal, sus  maestros no saben qué  hacer con ellos, no encuentran modos de tratarlos, no pueden establecer la relación pedagógica sobre  la cual  se funda el proceso de enseñanza y aprendi- zaje.  Las condiciones de  educabilidad deben comprenderse, entonces, como  un concepto relacional, en tanto se define en la tensión entre  los recursos que  el niño  porta  y los que  la escuela espera o exige de él.

“El niño está en la encrucijada de estas dos socializaciones, y el éxito escolar de unos se debe a la proximidad de estas dos culturas, la familiar y la escolar, mientras que el fracaso de otros se explica por las distancias de esas culturas y por el dominio social de la segunda sobre la primera”  (Dubet y Martucelli, 2000). En la misma  línea, Pierre Bourdieu señala que la productividad específica del trabajo escolar  se mide según  el grado  en que el sistema  de los medios  necesarios para el cumplimiento del trabajo pedagógico está objetivamente organizado en función  de la distancia existente entre el hábitus  que pretende in- culcar  y el hábitus  producido por los trabajos  pedagógicos anteriores (Tenti, 1994).

Al indagar en los recursos necesarios para  poder  participar en las prácticas educativas, se hace  necesario orientar  la mirada  hacia  la escuela –y el sistema  educativo que  le da institucionalidad– en tanto esos recursos  quedan implícita y explícitamente definidos en su pro- puesta  educativa. Allí es donde  veremos  qué esperan las escuelas de sus alumnos, qué  tipo de recursos deben portar  ellos  para  poder par- ticipar activa y exitosamente en su propuesta. Y, al analizar las condi- ciones sociales que  hacen posible que  todos  los niños  y adolescentes



accedan a estos  recursos que  la escuela espera, la mirada se orienta hacia el  contexto social: ¿de  qué  modo, en  nuestras sociedades, se accede a esos  recursos?




4.    Del esencialismo a la acción política


La noción de educabilidad tiene una  profunda tradición en el campo de la pedagogía, especialmente en el entorno de la educación especial. En los términos aquí expuestos, se propone una  revisión del concepto, que  pasa de una  visión esencialista implícita en la tradición pedagógica, y que  indicaría que  todos  los  niños  y adolescentes son en sí educables, a una  aproximación fundamentalmente política que invita a promover acciones para lograr que todos sean educables. Todos los niños  y adolescentes deben ser educables, y lograr esa  meta  es un desafío que  nuestras sociedades deberían asumir si realmente están comprometidas a garantizar una  educación de calidad para  todos.

En esta  línea, la educabilidad deja  de ser el supuesto indiscutido de  las  prácticas educativas y se  convierte en  objeto  de  política. A lo largo de este  texto,  se intentó dar cuenta de los innumerables factores que facilitan u obstaculizan la relación de los niños y adolescentes con la escuela. El desafío  hoy es cómo lograr  que  todos los niños y ado- lescentes accedan a los recursos  materiales y subjetivos que  exige la escuela para adquirir en ella los saberes que la sociedad global  consi- dera  imprescindibles. Y, en el otro extremo  de la relación, ajustar  al nuevo contexto las expectativas y requisitos de permanencia, de forma tal que  –más que  reproducir la exclusión– faciliten  la superación de contextos  adversos a través de la práctica  educativa.

En segundo lugar, en los términos que  aquí se proponen, la no- ción de educabilidad lleva implícita un cambio  de unidad de análisis. La educabilidad ya  no es una  característica propia  de cada  alumno, un atributo que portan los niños y adolescentes, sino que debe  inter- pretarse como  efecto  de las características en que  se da la relación pedagógica e institucional en la que se encuentra inmerso este alumno. La educabilidad se hace efectiva en la relación.



Baquero, destacando los  aportes de  la obra  de  Vigotsky, señala que, para  comprender los desempeños subjetivos y predecir los desa- rrollos  y aprendizajes posibles, es necesario elevar la mirada desde el sujeto –en este caso, el alumno–  y comprender las propiedades situa- cionales que  explican el desempeño y contienen claves para  el desa- rrollo posible. “Esto es, la educabilidad de los sujetos no es nunca una propiedad exclusiva de los sujetos sino, en todo caso, un efecto de la relación de las características subjetivas y su historia de desarrollo con las propiedades de una situación”.  El mismo autor  sintetiza ambos cambios aquí señalados al destacar que  “la educabilidad se define en la relación educativa misma, y no en la naturaleza del alumno” (Ba- quero, 2003).

De todos  modos, es importante recordar –a los efectos de evitar malas interpretaciones– que  todos  los niños  y adolescentes muestran capacidad de aprender. Aquellos niños a los que los sistemas educativos expulsan por no poder educarlos aprenden oficios, a jugar  al fútbol  y estrategias para  vivir.  La idea de educabilidad no hace referencia a la capacidad de aprender que  tienen todos  los seres humanos, sino  a la capacidad de participar en el proceso educativo formal y lograr  la meta esperada de completar, al menos, el nivel  medio de enseñanza.

El desplazamiento de la mirada desde  el alumno  hacia su relación con la institución educativa implica  que, cuando se identifican niños y adolescentes que  no acceden a condiciones básicas de educabilidad, esto no debe  entenderse como un modo de depositar en ellos  la res- ponsabilidad de su situación, mediante el que  se culpabiliza y estig- matiza  a aquellos que  quedan fuera  del  sistema educativo. Por el contrario,  señalar situaciones de no educabilidad implica  una alerta  a las escuelas y los sistemas  educativos de que  no pueden desarrollar estrategias adecuadas a las necesidades específicas de estos  niños  o adolescentes para  garantizarles una  educación de  calidad, y de  que les ponen  condiciones que  les son imposibles de cumplir.

Las escuelas atentan contra la educabilidad de sus alumnos cuando esperan que  puedan asistir a clases  en momentos  del año en que  su participación en determinadas actividades productivas es vital para  la supervivencia de sus  familias y su  comunidad, cuando exigen un



uniforme al que  sólo se accede comprándolo, cuando dan tareas para el  hogar a niños  que  no cuentan con  las  condiciones mínimas para hacerlas o cuando esperan pautas de comportamiento inexistentes en sus familias. También lo hacen cuando los admiten, pero  con la con- vicción de que,  por su condición social, étnica o racial, no podrán tener un adecuado desempeño.

Pero no sólo las escuelas tienen responsabilidad sobre  las condi- ciones de educabilidad de sus  alumnos. Nuestras sociedades atentan contra las  condiciones de  educabilidad de  sus  niños y adolescentes cuando impiden que  ellos  y sus familias accedan a los recursos nece- sarios para  poder participar con éxito  de las prácticas educativas.




5.    Propuesta educativa y contexto social


Desde esta perspectiva, en cada escuela, los docentes, directivos, asesores pedagógicos o supervisores deberían preguntarse cuál  es el grado de  ajuste que  existe entre  la propuesta educativa en la que  se enmarcan las prácticas en ese  establecimiento y el contexto social en el que  operan. La mirada debe centrarse en la calidad de esa  articula- ción y en los factores que la facilitan  o, por el contrario,  que la obsta- culizan. La noción de  educabilidad nos  remite, nuevamente, a la relación entre docente y alumno, entre escuela y familia,  o, en última instancia, entre el campo  educativo y el social.

Cuando  el conjunto  de educadores de una  escuela se hace  esta pregunta, puede llegar  a identificar una  gran  variedad de situaciones en que  los grados  de articulación son disímiles, a partir de diferentes factores propios de la escuela o del contexto social en que se enmarcan. En un extremo, se pueden encontrar situaciones en que  ese  ajuste es alto, en donde  hay una armonía  entre el adentro  y el afuera  de esa es- cuela, un vínculo  no conflictivo  entre  ambas  esferas  de esta relación. Ello implicaría que  están  en una  escuela que  tiene  un conocimiento adecuado de  las  características sociales y culturales de  sus  alumnos, sus carencias, sus potencialidades, las condiciones sociales en que viven, y que  tiene la capacidad de desarrollar una estrategia educativa acorde



a esas  características. Pero también implicaría que  esa  escuela está  en un contexto social que permite que todos los niños y adolescentes estén en condiciones de participar en prácticas educativas intensas y a largo plazo. Esto representa el acceso a condiciones mínimas de bienestar y a grados de estabilidad que  permitan la planificación y el abordaje de compromisos que  se extienden más allá de la inmediatez, y que  repre- sentan muchos años  en la vida  de estos  niños. El éxito  de esta  articu- lación entre la  escuela y el contexto se traduce, seguramente, en la capacidad de captar y retener a los niños  y adolescentes en las aulas, y lograr garantizarles el  acceso a esa  educación básica que  define el horizonte de equidad del  sistema educativo.

En el otro  extremo, puede ocurrir que, ante esta pregunta, el plantel de  profesionales de  esta  escuela tome  conciencia de  que  el desajuste entre  la propuesta educativa con  la que  están  trabajando y las características de los alumnos que  participan de ella  es total.  Ello puede ocurrir porque la  escuela recurre a estrategias de  enseñanza no adecuadas a las características de los alumnos, por lo que  desapro- vecha la oportunidad de  tenerlos en sus  aulas, o porque el contexto social en el que  viven  estos  alumnos no ofrece condiciones mínimas que les permitan participar en las  prácticas educativas, situaciones frente  a las  cuales hoy  la  escuela sola  no  puede hacer nada, donde aún no encuentra una estrategia pedagógica efectiva.

En los hechos, las situaciones de desajuste se dan por una  arti- culación  de factores que provienen de una y otra parte de esta relación. Este desajuste se traduce  en niños que  abandonan la escuela prema- turamente o en  la situación cada  vez  más  frecuente de  niños  que permanecen en la escuela sin aprender nada.

La brecha  que  existe  entre la propuesta educativa y el contexto, el desencuentro que allí suele verse, se constituye entonces en el centro del análisis, y el desafío  es plantear hipótesis o preguntas específicas en torno a cuáles son los factores  que  pueden estar  obstaculizando esta  relación o, por el contrario,  cuáles son los que  la promueven o facilitan. Cabe aquí profundizar en tres situaciones concretas, muy habituales, y que  permiten desarrollar algunas hipótesis de trabajo.



a.     Nuevas  familias


Es posible identificar un  conjunto de  situaciones en  las  que  se evidencia cómo,  en forma explícita o implícita, los docentes definen cuáles son  los  recursos que  deben portar  los  alumnos, aquellos sin los cuales la escuela no puede garantizar resultados. Existe un amplio espectro de  expectativas relacionadas con  la participación de  las  fa- milias en  la  educación de  los  niños  y adolescentes. Son  recurrentes las  quejas por  los  padres que  no  orientan a sus  hijos,  no  miran  sus cuadernos o no se interesan por los avances en su educación. A ello le suman su ausencia en las reuniones de padres o que  no concurren a las citaciones individuales. Esta escasa presencia de las familias, se- gún  los docentes, se expresa además en cuestiones más  básicas aún, como  en  el caso  de  aquellos padres que  mandan a los niños  sin los alimentos para  la merienda, o mal aseados, y se va profundizando en la  medida en  que  los  niños avanzan en  su  escolarización, al  punto que  entre  los adolescentes la ausencia familiar parecería una constante que  debería asumirse por definición.

La situación que  muestran los docentes es más compleja cuando los padres no sólo no participan de la educación de sus hijos sino que, además, representan un obstáculo para  ésta.  En primer lugar, ello  se expresa en la escasa valoración que algunos padres  de familia  tienen de la educación, y las bajas expectativas respecto de los logros de sus niños y adolescentes. En segundo lugar, aparecen referencias a familias que  hacen  obstáculo a la educación de los hijos  al maltratarlos. En varias ocasiones, los docentes dan cuenta de las dificultades para lograr un clima  de trabajo  adecuado a partir de la falta de atención de sus alumnos, las conductas violentas y el no cumplimiento de las indica- ciones,  situaciones que se explican por el deterioro del clima familiar en que viven los niños, y las situaciones de violencia y maltrato a que están  expuestos diariamente.

Por último, suele  ocurrir que la escuela espere de las familias una disposición a realizar un gasto económico por la educación de sus hi- jos, o que  tengan grados  altos  de  participación en  actividades que promueve la institución. Así, si bien  las demandas de que  los alumnos lleven útiles escolares y uniformes o de  que  los  padres paguen las



cuotas a las  cooperadoras escolares o se  involucren en  actividades educativas y comunitarias son optativas, en algunos casos, se consti- tuyen casi  en una  condición para  la conservación del lugar en el esta- blecimiento educativo.




b.     Diversidad cultural


Otro conjunto de expectativas presentes en los docentes trasciende la cuestión familiar y se orienta hacia los aspectos culturales de la co- munidad con  la cual  están  interactuando. Esto es bien  visible en  las comunidades rurales indígenas. A modo de ejemplo, cabe  aquí  destacar sólo  dos  aspectos. El primero de  ellos  es que  una  de  las  principales dificultades que  enfrentan los docentes y los alumnos en esas  regiones está en el idioma. Los docentes reconocen muchas veces que no tienen la formación adecuada para ofrecer una educación bilingüe de calidad, por lo que  aquellos niños  que  no hablan el español se ven  en serias dificultades para  avanzar en  su educación, hecho que  se traduce en un importante retraso en sus logros. El segundo tiene que  ver con el desajuste existente entre  las  pautas de  socialización propias de  estas comunidades y las expectativas que  los docentes tienen con respecto a las actitudes de los niños en el aula. Distintas formas de socialización, propias de cada comunidad indígena, configuran sujetos muy diversos, con diferentes grados  de autonomía, con modos distintos de posicio- narse ante el docente, en el aula,  en las prácticas educativas. Los pro- cesos migratorios antes descritos, que se profundizaron con la paulatina globalización de nuestras  sociedades, configuran reiteradamente es- cenarios educativos en que la cuestión cultural  y étnica aparece como un nuevo  desafío  para  las escuelas.




c.    Los límites de la exclusión


En contextos  de pobreza extrema o de exclusión social,  los do- centes se ven seriamente limitados en la posibilidad de enseñar. Abun- dan las referencias a situaciones relativas a la falta de recursos, que  se



traducen en desnutrición, enfermedades crónicas y debilidad física  de los alumnos, a tal punto que  no son capaces de afrontar las exigencias de la jornada escolar. A ellas  se suman el relato  de niños y adolescentes que  van  a clases sin  dormir  por  haber estado trabajando durante la noche en  la recolección de  cartones y residuos reciclables. Entre los adolescentes, no  faltan las  referencias a la  pertenencia a pandillas violentas, el consumo de drogas o alcohol, o el ejercicio de la prosti- tución. El aumento de  las  desigualdades sociales, de  la violencia en las calles, la cronicidad de las situaciones de pobreza y la profundiza- ción de los niveles de exclusión social configuran un nuevo escenario educativo en el cual  las prácticas educativas exitosas son cada  vez más una  meta  en riesgo de no ser alcanzada.




 .    los docentes frente al nuevo panorama social


Este breve recorrido por situaciones concretas relatadas por actores de los sistemas educativos en diferentes lugares de la región da lugar a algunas observaciones. En principio, es necesario precisar de qué se habla cuando se habla de la brecha entre  el alumno ideal y el real.  In- dependientemente de la veracidad de los  relatos de los  docentes, su discurso  da cuenta  de una expectativa frustrada.  Cuando  los docentes hablan de  sus  alumnos, la mayoría de  las  veces, hacen referencia a aquellos aspectos que aparecen como obstáculo o amenaza a sus prác- ticas. En este sentido,  los docentes hablan  incesantemente de la brecha. Lo visible en sus alumnos, aquello que les da identidad es, en la mayoría de los casos,  su distancia con aquel otro alumno  para el cual cada  do- cente fue entrenado o con el que históricamente ha venido  trabajando.

En los ejemplos seleccionados en párrafos  anteriores, aparecen, por lo menos,  tres fuentes  de desajuste entre  el alumno real,  aquél que día a día ingresa a las aulas, y el alumno esperado por los docentes y las instituciones educativas. En primer  lugar,  la institución escolar necesita de las familias  para  poder  educar a los niños.  La demanda de contención, acompañamiento, estímulo  e, incluso, de recursos  eco- nómicos da cuenta de una práctica escolar que  apela a la familia como un recurso fundamental para  sus logros. Frente  a una  escuela que  es-



pera  a un niño  con  un contexto familiar favorable, los que  viven  en situaciones familiares signadas por  la  pobreza, o atravesadas por  la vulnerabilidad asociada a situaciones de migración, están  a riesgo de no poder participar de  sus  prácticas educativas. Cuanto más  se aleja su situación familiar de aquella esperada, más  en riesgo está  su edu- cabilidad, pues para  la escuela ese  niño  tiende a aparecer como  pro- blemático, difícil  de ser educado.

En segundo lugar, la dimensión cultural aparece como  un factor que  marca una  brecha que  atenta contra  la educabilidad de los niños y adolescentes. Los sistemas educativos están  mostrando serias difi- cultades para el desafío de una educación intercultural, y ello se traduce, habitualmente, en una  educación de muy  baja  calidad para  los niños que  provienen de las comunidades indígenas. Entre ellos, los niveles de  retraso y abandono son  elevadísimos y las  trayectorias exitosas, excepcionales. En tercer  lugar, la exclusión social no sólo  marca una gran  brecha, sino  que  lleva a situaciones que  representan una  verda- dera  ruptura de los jóvenes con respecto a la escuela. La cotidianeidad en  la exclusión implica la construcción de  subjetividades en  las  que el proyecto educativo pierde su lugar, y frente  a las cuales la escuela tiende a quedar paralizada.

Frente a esta realidad, los docentes  se encuentran en una situación sumamente compleja. Una dificultad a la que hacen  permanente refe- rencia  está en lograr  con sus alumnos un clima  de trabajo  adecuado dentro  del  aula.  El tratamiento de la heterogeneidad en las aulas  es otro de los desafíos a los que se ven enfrentados los docentes. Diversos factores llevan  a que en las aulas  se encuentren niños o adolescentes con historias de vida bien diferentes. Los procesos de empobrecimiento, que se traducen en trayectorias individuales y familiares muy diversas; la ampliación de la cobertura escolar, que  permite  llegar  a la aulas  a adolescentes que  históricamente permanecían fuera  de ellas, o la mi- gración de las familias rurales a las ciudades para que sus niños puedan estudiar, son todos ejemplos de procesos que llevan  a que el universo de los alumnos, aun dentro  de cada  escuela, sea cada  vez más hete- rogéneo. Es habitual que  la escuela niegue o minimice la diversidad. Podría decirse que, frente  a la dificultad de educar a un alumnado tan heterogéneo, la  respuesta de los  docentes es construir un  alumno



promedio. A este  alumno es al que  dictan clases y desde el cual  los docentes evalúan el  rendimiento de  cada alumno en  particular. De este  modo, lejos  de  ajustar las  prácticas educativas al incremento de la heterogeneidad, se la diluye.

Es importante destacar que, frente  a esta  situación, se  perciben dos actitudes diferentes: por un lado, están  aquellos docentes que  re- conocen sus  dificultades para  tratar  situaciones de  mayor heteroge- neidad, debido a su escasa preparación o experiencia. Pero  existen, por otra parte, quienes reivindican este tipo de tratamiento, argumen- tando  que  el reconocimiento de las diferencias sería  un modo  de dis- criminar y estigmatizar, en tanto  que  dar a todos  el mismo trato está orientado a integrar e igualar. Tensión difícil  de manejar, y en la que los resultados no siempre son positivos.

Como  señala Baquero, las  diversidades en las  aulas pasan inad- vertidas en la medida en que no afecten la educabilidad de sus alumnos y adquieren visibilidad cuando atentan contra  el logro  de buenos re- sultados. Dicho  de  otro modo, en  la medida en  que  un grupo logra buenos resultados, es visto  como  homogéneo por  la institución, aun cuando, tras esa homogeneidad en los resultados, pueda haber  grandes diferencias interpersonales. Como  resultado de  ello,  se  instala “una matriz normativa acerca del desarrollo deseable, y una grilla clasifi- catoria donde toda diferencia será leída como desarrollo deficitario o desvío inquietante” (Baquero, 2003).




7.    la brecha educativa en el tiempo


La situación familiar,  el contexto  cultural  y la exclusión social son algunos de los factores que dan cuerpo a esa brecha que pone en juego las condiciones de educabilidad, más aún cuando se articulan y poten- cian. La pertenencia a comunidades indígenas o minorías  étnicas suele estar altamente asociada a situaciones de extrema pobreza, y la exclu- sión social necesariamente afecta la estabilidad y dinámica familiar.  La brecha se  hace visible, entonces, cuando la escuela sigue esperando una  actitud y un compromiso por parte  de  las familias en momentos



en que  éstas  no pueden sostenerlos, cuando se prepara para  tratar con alumnos hispanoparlantes y a sus  aulas llegan niños  que  sólo  hablan el guaraní, o cuando no cuenta con  recursos de  ningún tipo  frente  a las situaciones de exclusión más extrema.

¿En qué medida estas brechas se agudizaron con el tiempo? Cuando nos concentramos en aquellas brechas que  resultan de las expectativas que  la escuela tiene de las familias de sus alumnos, es posible sostener la hipótesis de un deterioro en las condiciones sociales para  el apren- dizaje, a partir  de  las  múltiples evidencias del  deterioro de  las  condi- ciones de vida de las familias y su creciente vulnerabilidad y desprotección, que  se  profundizaron en  el paso  hacia sociedades más  globalizadas. Lo mismo  ocurre cuando se analizan las situaciones de exclusión social, frente  a la constatación de  que  se  ampliaron en  las  últimas décadas. Pero  no se da  el mismo caso  frente  al desafío de  la interculturalidad, una  brecha histórica presente desde los orígenes de los sistemas edu- cativos, y que  gradualmente se ha ido reduciendo con los esfuerzos en pos de avanzar en la oferta  educativa en zonas rurales e indígenas. De modo  que  las tendencias en términos de deterioro o no de las condi- ciones de educabilidad deberán analizarse en cada caso particular. Puede suponerse un deterioro mucho más  acelerado y agudo en con- textos  urbanos y en situaciones diversas en el ámbito rural.  Un análisis dinámico de estas  brechas es fundamental para  poder  interpretar a fondo los nuevos  desafíos de los sistemas  educativos, por lo que la di- mensión temporal merece un capítulo especial en el análisis de los problemas de equidad en el acceso  al conocimiento.

La posibilidad de garantizar una educación de calidad para cada uno de los niños  y adolescentes está  en juego  en la medida en que se sostengan o incrementen estos desajustes entre el alumno  esperado y el alumno real. Ello quiere  decir que, en tanto existan escuelas cuyas propuestas educativas no se ajustan a las  características sociales y culturales de sus alumnos, difícilmente se logre la meta de garantizar a todos una educación de calidad. Pero quiere decir también  que este riesgo  está  presente en la medida en que  nuestras sociedades sean restrictivas en el acceso a aquellos recursos que los niños y adolescentes necesitan para  poder acceder a la escuela y permanecer en ella  hasta completar la educación media.


CaPÍtulo 4

Notas para pensar qué hacer desde la escuela









La relación entre  el docente y el alumno está en crisis.  Poco sabe el docente de ese niño o adolescente que tiene  frente a sí, y esto ocurre porque, en realidad, poco  se sabe hoy  de ellos. Las transformaciones que  nuestras sociedades están  viviendo son realmente profundas, es- tructurales, y en este cambio, como ya se adelantó, se van configurando relaciones sociales y subjetividades nuevas. Cabe pensar que la mayoría de  los  diagnósticos que  se  tienen con  respecto al  nuevo panorama social y su impacto sobre  los sujetos son aún  superficiales, están  teñi- dos  de  cierta  ingenuidad y resultan insuficientes para  dar  cuenta de la verdadera magnitud de este  cambio que  estamos viviendo.

No hay  experiencia respecto de  cómo  moverse en  este  nuevo escenario, y la mayoría de las decisiones que  se toman, de las acciones que se promueven desde  diferentes instituciones relacionadas con los procesos sociales, se basan  en un saber adquirido en otro contexto  o momento  histórico  a partir  del  cual  tendemos a pensar  el presente. En las escuelas pasa  lo mismo:  se sigue  actuando como si las cosas fueran como eran y se procura  que la realidad se parezca todo lo po- sible  a aquella en la que  se sabe  operar.

Es de este modo que se da cuerpo a la brecha,  ese desajuste entre el alumno  al que  los docentes saben  tratar, aquél para  el cual fueron formados y para quien  fueron pensadas las escuelas, y el alumno  real, el que llega  día a día al aula.  El desafío  es reducir  esa brecha, tender a que  desaparezca, operar  sobre ella.

¿Qué  significa operar sobre  la brecha? En principio, que  las  es- cuelas hagan el esfuerzo necesario para  que  el alumno esperado, al



cual  está dirigida su propuesta educativa, sea  lo más parecido posible a aquel que  entra  a sus  aulas día  a día.  Esto es,  que  cada escuela se prepare para  interactuar con  los niños  que  realmente van  a ingresar a sus  aulas, que  los conozca, que  sepa quiénes son  y que  desarrolle la estrategia pedagógica e institucional para  que  esa  interacción sea exitosa. En este caso,  estaríamos apelando a una solución que quedaría en manos de las escuelas y los sistemas educativos.

Otra posibilidad es sostener que  la sociedad debe crear  las con- diciones para  que  todos  los niños  y adolescentes porten los recursos necesarios para  poder ser educados, es decir, que  todos  se aproximen al alumno ideal. Que  los  niños  sean como  las  escuelas esperan que sean, que  tengan aquello que  se espera de ellos. La solución, en este caso, está  fuera  de la escuela, y pasa a ser objeto  de políticas econó- micas, sociales y culturales. Planteado en estos  términos, o la escuela hace el esfuerzo de acercarse al alumno real,  o la sociedad asume el compromiso de garantizar que  todos  los niños  se asemejen al alumno ideal esperado por las escuelas.

En los hechos, y tal como se desprende de los ejemplos expuestos, la solución estaría en una  suerte de articulación de ambas estrategias, en cuya ponderación intervienen no sólo criterios prácticos, sino tam- bién  éticos  y políticos. Salvo casos  que  se destacan por su excepcio- nalidad, hoy  por  hoy,  no  se  cuenta con  estrategias que  permitan garantizar resultados de calidad  en contextos de exclusión. La exclusión es un obstáculo para  la educación, y parecería legítimo  exigir  la re- composición de los lazos  que  permitan la integración social  a fin de garantizar condiciones sociales para  el aprendizaje. Frente a estos es- cenarios, la prioridad  parecería estar en recomponer el escenario social, es decir, reducir la brecha desde afuera de la escuela. La estrategia sería una  fuerte  articulación con programas sociales y productivos en los cuales se pueda recomponer la situación social  de la comunidad, con un trabajo intenso  en las escuelas para colaborar con este objetivo.

Ahora bien, en la mayoría de los casos, la brecha cultural  también obstaculiza la educación. ¿Se le puede pedir  a un indígena que renuncie a su  identidad para  poder ser  educado en  la  escuela? Esta situación compromete a los sistemas educativos a realizar el esfuerzo de aprender



a educar a estas  comunidades a partir  de  sus  recursos y tradiciones. Esta brecha debería reducirse, indiscutiblemente, desde la escuela. El desafío es desarrollar una propuesta educativa que parta de un profundo conocimiento de las tradiciones y el presente de estas  comunidades, y lograr así prácticas educativas que  garanticen aprendizajes de calidad.

El tercer  ejemplo, que  pone  el énfasis en las cuestiones familiares, parece más complejo de abordar. En la medida en que  las dificultades resultan del  proceso de empobrecimiento o marginación de las fami- lias,  sería  legítimo esperar que  el esfuerzo se hiciera desde afuera de la escuela, fortaleciendo la autonomía de las familias y las comunidades en  la construcción de  su bienestar, y recomponiendo, de  ese  modo, las  condiciones sociales para  el aprendizaje. Pero,  en tanto  las  trans- formaciones en los hogares proceden del despegue de ciertos esquemas tradicionales de funcionamiento de las familias y la incorporación de nuevas pautas que  organizan la dinámica dentro del  hogar, parecería que  la escuela debería ser  tolerante con  respecto a estos  cambios y hacer el esfuerzo de incorporarlos.

La búsqueda de un ajuste entre  la propuesta educativa y el con- texto implica un agudo análisis que  partirá del reconocimiento de que, seguramente, habrá que  operar sobre  cada una  de las partes de esta relación, con un énfasis que dependerá de cada caso en particular. La suma  de los innumerables casos  que  se presentan en cada  contexto social  específico lleva  a comprender que,  en general, operar  sobre la brecha, es decir,  garantizar una  educación de calidad para  todos,  es operar simultáneamente y en forma articulada sobre ambos extremos, en función de las características de esta relación. Parece  imposible re- ducir la brecha  si el Estado no recupera la capacidad de incidir sobre los procesos sociales y de reducir  el impacto negativo que estas trans- formaciones tienen  sobre  buena  parte  de la sociedad, pero  también lo es si la escuela no inicia  un proceso  de revisión  de sus prácticas, un rediseño de sus propuestas, si no se posiciona de otro modo frente a esta realidad.

Los ejemplos desarrollados nos  permiten visualizar situaciones frente  a las cuales las posibilidades de aportar soluciones desde la es- cuela son elevadas. Como ya se señaló, la cuestión cultural constituye



un  desafío histórico para  la  educación, y son  muchos los  esfuerzos realizados para afrontarlo. A pesar de ello,  aún queda mucho por hacer y es éste  uno de los objetivos que  deben estar  presentes en toda  pro- puesta escolar. La cuestión intercultural constituye aquí un  ejemplo de las situaciones en las que  está  en juego la educación de los niños y adolescentes, pero donde la  solución es, fundamentalmente, un problema educativo. Es importante destacar que  este  desafío no sólo se  hace presente en  las  comunidades tradicionales, con  sus  propias lenguas y costumbres, sino también en las zonas urbanas, frente  a jó- venes que configuran su identidad a partir de la pertenencia a múltiples grupos de referencia, o tribus  urbanas, con sus códigos, valores, esté- ticas,  pautas de  consumo y costumbres. Conocer más  estas  culturas, ya sean las tradicionales o las nuevas culturas urbanas, apropiarse de ellas, entenderlas, es un camino sumamente fértil  hacia la reducción de estas  brechas.

La situación es  diferente cuando se  presentan dificultades que surgen como  consecuencia del  deterioro de  las  condiciones de  vida de  las  familias y, en el caso  más  extremo, en contextos de  exclusión social. Sin  dudas, lo  que se puede hacer desde la  escuela aparece como  más  acotado. En el nuevo escenario social latinoamericano, las familias pobres son  más  pobres, la  cronicidad en las  carencias se convierte en exclusión y los sectores  medios  son cada vez más vulne- rables.  Hay muchos  indicios  para sostener  que este cambio  se tradujo en un aumento de la brecha  entre la escuela y las familias, de un de- terioro en las condiciones de educación. Cada vez son más los esce- narios   sociales en  los  que  la  situación obstaculiza las  prácticas educativas; consecuentemente, los sistemas  educativos enfrentan  cada vez más dificultades ante  las cuales no pueden solos y necesitan de la articulación con otras políticas de Estado para garantizar logros en el aprendizaje de los niños y adolescentes.

Es legítimo sostener que el problema de la brecha entre el alumno ideal  para  el que  fueron  pensadas las prácticas educativas de  cada establecimiento y el alumno  real  que  ingresa a sus aulas  es un pro- blema  al que,  en principio, debe  dar respuesta la escuela. La solución a este  problema pasaría por ajustar las estrategias pedagógicas e ins- titucionales a las  características sociales y culturales de  estos  niños



reales, es decir, acercar el niño  ideal al real.  Pero también es legítimo preguntarse, frente a este nuevo panorama social, si no  se estarán conformando escenarios con  tal  nivel  de  deterioro y privación que, frente  a ellos, no habría pedagogía posible.

El límite  entre  aquellas situaciones que  dependen de  la escuela y las que  no es sumamente difícil  de encontrar, y requiere de una gran sensibilidad por parte  de quienes están  al frente  de la escuela. Existe el riesgo de creer  que  los problemas están  fuera  de la escuela, en las familias, en  los  niños  –la  tan  escuchada frase  “y cómo  quiere usted que  yo pueda educar a un niño  así”–, y de renunciar así a hacer el es- fuerzo necesario para  lograr una  relación más estrecha con ellos. Son situaciones atravesadas por un gran  pesimismo que  terminan siendo sumamente injustas con los alumnos.

Pero  existe también el  riesgo de  subestimar los  obstáculos que el  medio social instala, al  creer  que, con  una  estrategia pedagógica adecuada en  la  escuela, todo  niño  tendría éxito  escolar. Estas otras son situaciones signadas por un gran  optimismo pedagógico que, en muchos casos, cuando el nivel  de carencias es tal que  el fracaso mu- chas  veces se impone, redundan en  una  gran  frustración de  los  do- centes, por lo que  terminan siendo injustas con ellos  mismos.




1.    la institución  escolar


¿Cuánto aporta  la escuela, en tanto institución, a esta  creciente brecha? Al recorrer  escuelas, la debilidad institucional no pasa  inad- vertida.  La desatención de los recursos  físicos,  la falta de materiales provistos a los docentes para abordar el nuevo escenario y la debilidad de las normas son expresiones de escuelas desvinculadas de un cuerpo institucional que les dé solidez  y legitimidad y que,  en consecuencia, navegan en una especie de deriva  timoneada por la intuición  y la vo- luntad  de docentes y directivos.

Un hecho que  se  pone en  evidencia en  el  discurso de  quienes están  en  las  escuelas es  que  aquello que  la institución no ofrece, lo



inventa el docente o el director; lo que  la escuela ya no puede ofrecer, lo agregan directivos y docentes. Como  resultado de  esta  dinámica, los agentes quedan afectados y se ven  obligados a inventar una  serie de operaciones para habitar las situaciones institucionales. Si el agente no configura activamente esas operaciones, las instituciones se vuelven inhabitables. Uno se encuentra permanentemente con docentes y di- rectores de escuelas que,  ante la ausencia de una respuesta institucional al nuevo escenario social, improvisan soluciones informales, con mayor o menor grado de  éxito. Si, a pesar de  que  el alumno real  se parece cada vez menos al alumno esperado, las escuelas siguen funcionando, ello  se debe, en gran  medida, a la capacidad de los docentes y direc- tivos  de  soltarse de  la  inercia y lentitud de  la  institución que  les  da soporte, y animarse a actuar desde su compromiso y sus capacidades, en prácticas ya desinstitucionalizadas.

La dinámica institucional presupone una superioridad del rol sobre el individuo. En este  sentido, es esperable que  el maestro sea portador de  principios que  estén por  encima de  él,  que  sean expresión de  la institución en la que  está  trabajando, que  el rol quede por delante de la personalidad, invisibilice al sujeto. Hoy, en el proceso de desinstitu- cionalización que  vive  la escuela, las prácticas cotidianas en el aula se constituyen en relaciones personales, intersubjetivas; en consecuencia, el conflicto,  también  desinstitucionalizado, pasa  a ser psicologizado.

En los hechos, las escuelas logran  muchos  de sus resultados a partir  de  las  iniciativas personales de  los docentes y los directivos, quienes se ven en la necesidad de sumar un plus de energía e inventiva a sus tareas  para poder  educar en situaciones cada vez más adversas. Cada maestro se ve limitado por los recursos  institucionales que porta y enfrenta el desafío de un involucramiento personal sin el cual estaría en juego la situación de sus alumnos, la suya y la de sus instituciones. Son  ejemplo de esto quienes ponen plata de sus  bolsillos para las meriendas, los que se convierten en “terapeutas”  de los padres  de sus alumnos, quienes salen  a buscar  a los niños a sus casas  ante la ame- naza de deserción, los que se convierten en cocineros, quienes quitan los piojos de la cabeza a los niños, quienes les enseñan a usar el baño y quienes deben improvisar nuevas formas  de  enseñar frente  a esta realidad que  se les mueve.



En este  nuevo escenario social, los docentes, al igual que  los tra- bajadores sociales, los agentes sanitarios y otros funcionarios públicos que  tienen interacción permanente con  las  familias remiten inevita- blemente a la imagen  de soldados  que son enviados al frente de batalla con un armamento obsoleto y en mal funcionamiento. Sea por sostener prácticas institucionales desde diagnósticos que subestiman la gravedad y profundidad de los procesos sociales que  se están  viviendo, por ca- recer  de los recursos adecuados para  desarrollar una  oferta  a la altura de las  circunstancias o por  no  dar  prioridad a la  educación en los sectores sociales más  postergados, los sistemas educativos colocan a docentes y directivos en  una  realidad que  supera por  lejos  sus  posi- bilidades de acción, con la expectativa de que  van a poder arreglarse de  algún modo, poniendo de  sí aquello que  no se les  brinda institu- cionalmente. Cuanto más  visibles son  las  iniciativas de  los docentes, más  cuestionada queda la institución a la que  pertenecen. El despla- zamiento que  debe hacer el docente respecto de su lugar institucional para  hacer frente  a un  problema da  cuenta de  la  incapacidad de  la institución de ofrecerle los recursos necesarios para  abordarlo.

Así, el fortalecimiento de las instituciones es el punto de partida para  poder reducir esta  brecha creciente y recomponer así las posibi- lidades de  desarrollar prácticas educativas exitosas en  un mundo di- námico y cambiante. Este fortalecimiento implica dotar a las instituciones de  capacidad para  elaborar un diagnóstico de  lo que  ocurre  en su entorno  y de convertirlo en elementos con los que identificar las par- ticularidades de lo que  significa  educar en el nuevo  contexto  social. Quiénes son sus alumnos, de qué  familias  vienen, qué  traen  y qué esperan son preguntas que  deben  responderse ante  la necesidad de desarrollar una propuesta acorde  a sus características, para poder  así garantizar resultados de calidad en su educación. Una propuesta edu- cativa que no se diseña a la medida de esos niños está condenada al fracaso y refuerza las desigualdades  existentes en el acceso  al conocimiento.

Fortalecer  las instituciones es, además, ofrecer a los docentes las condiciones institucionales y la capacitación necesarias para  poder diseñar, discutir y probar una propuesta pedagógica acorde a los alumnos que  ingresan a las  aulas. Ello implica acuerdos, consensos,



modos de trabajo que  permitan a todos  abordar roles  en una  institu- ción  que  los integre, de la que  todos  se sientan parte.

Por último, fortalecer las instituciones escolares es dotarlas de los recursos que  garanticen una  buena articulación con  la  comunidad, capacidad de comunicar, de administrar conflictos o de liderar un proceso de transformación educativa que excede a sus propias paredes y que  involucra a la comunidad en la que  está  inserta.




2.    De la ley a las reglas de juego


Si bien  la escuela es una  de  las  instituciones más  afectadas por el impacto de la globalización en la dinámica social y cultural, también es cierto que, a diferencia de otras, cuenta con un grado de legitimidad que  potencia su capacidad de acción. El crecimiento sostenido de las tasas  de escolarización, los acuerdos internacionales orientados a ga- rantizar la inclusión de  todos  los niños  y adolescentes en  la escuela, y el esfuerzo y compromiso cotidiano de directivos y docentes son el bastión al que  no hay  que  renunciar. Si desde múltiples espacios de la vida social  se exige que la escuela exista, entonces la escuela debería poder existir en este nuevo mundo, y para poder habitarlo es necesario, ante  todo,  conocerlo y desde ahí  buscar  los puntos  de  articulación que  permitan recomponer los espacios de aprendizaje.

Ahora bien, no hay dudas de que la globalización entró a las aulas. Por el nuevo  rol que  tiene  el Estado, su dificultad para  sostener  una identidad común alrededor del ciudadano y el Estado-nación, por los procesos de atomización social descritos, por un acceso  más universal a una cultura  cada vez más desvinculada de lo local,  la configuración del  espacio en que  se llevan a cabo  las prácticas educativas es otra.

Las viejas sociedades facilitaban el ingreso  de los individuos a las diversas  instituciones que las sostenían. Podría decirse  que existía una coherencia –una  suerte de complicidad– entre  las instituciones en las que  se desarrollaba el ciclo  de vida  de las personas, gracias a la cual el paso  de  una  institución a otra  era  vivido naturalmente, sin sobre-



saltos, sin grandes conflictos. En primer lugar, las familias preparaban a los  niños  para  la escuela; sabían cómo  hacerlo, los  constituían en educables para  el sistema. Luego,  las escuelas los recibían y mantenían con ellos  una  relación predecible. Pero,  además, la escuela preparaba a los jóvenes para  el sistema productivo. También sabía cómo  hacerlo, cómo  constituirlos en obreros, en empleables. De este  modo, el joven pasaba de la escuela al trabajo sin sobresaltos. Tres instituciones dife- rentes que  operaban armoniosamente, se complementaban, eran  so- lidarias entre sí, como si  existiera una instancia superior que las orientara, les marcara su tiempo, el momento de aparición y articula- ción  con  las  otras  instituciones. Esta instancia efectivamente existía: era  el Estado  (Corea y Lewcowitz, 2004).

En este  nuevo escenario, en  que  el  Estado  delega en  parte su responsabilidad de articular normativamente al resto de las institucio- nes, la  coherencia tiende a desaparecer. Se genera, entonces, una multiplicidad de configuraciones institucionales que  atentan contra  la posibilidad de conformar subjetividades homogéneas. Antes, la familia preparaba a los  niños y adolescentes para  la  escuela y,  sobre estas marcas, la escuela los configuraba como  alumnos. Hoy,  esta  relación ya no existe, no es la norma. Los hilos  del  entramado institucional se han debilitado a tal punto que, por momentos, cada institución parece navegar a la deriva.  No hay  un código  común  que  permita  recorrer comunicacionalmente las instituciones como  un todo.  No existe  tal lenguaje común.

En este sentido,  la primera  tarea de cada institución es la produc- ción de herramientas discursivas para cada situación. Ya no existe  un sentido  estable dado  por la articulación simbólica entre instituciones, ya  no está  claro  el lugar  de la escuela en el entramado social.  Hoy, cada vez más, nos encontramos ante situaciones dispersas. Si antes la ley  del  Estado operaba como  ley  trascendente, hoy  es necesario re- componer la situación de aprendizaje a través  de otros recursos. La regla,  por esto, pasa  a un primer  plano.

La regla se opone, en este  punto, a la ley,  en tanto  es dinámica. No trasciende el espacio que  construye, no hay  regularidad definitiva. No es estable. Es única para  cada situación. Y es precisamente en este



aspecto que radica su  enorme potencial, pues la  regla posibilita el encuentro, es regla de  juego. En tiempos globalizados, es imprescin- dible una  respuesta local  y, aún  más,  situacional. Cuando esa  articu- lación familia–escuela–sistema productivo se rompe y desaparece una ley  que  las  engloba, cada una  de  esas  instituciones debe encontrar sus propias reglas de juego, su propio sentido.

Parecería que  hoy  se  hace necesario, incluso, discutir en  cada escuela cuál  es la razón  de ser de esa  institución. Y más aún,  por qué educar. Las respuestas globales a estas  preguntas se desdibujaron. Se- guramente, si uno  explicita este interrogante, surgirán en primera instancia frases  que  expresan un saber hecho sentido común, que  se fue  configurando décadas atrás, cuando el  mundo era  otro.  Luego, con esas  frases  sobre  la mesa, o materializadas en una  pizarra, segu- ramente sobrevendrá la  desazón de  sentir  que  poco  nos  hablan de nuestra realidad, que  no nos  ayudan a encarar las  situaciones en las que  estamos operando.

El desafío de establecer un encuentro entre  la escuela y la comu- nidad y, de este  modo, tender hacia prácticas educativas exitosas, de- bería comenzar, tal vez, por estas preguntas fundacionales, innecesarias no hace mucho tiempo.


3.    la escuela y la comunidad


Otro plano de intervención que se debería tener en cuenta  desde la escuela es la posibilidad de reforzar su relación con el entorno  ins- titucional y la comunidad de la que  forma parte.  El aislamiento insti- tucional limita  las  posibilidades de  recomponer las  condiciones de aprendizaje. En este  sentido, la  posibilidad creciente que  tienen las instituciones de  incidir  en  el diseño de  políticas públicas desde el ámbito  local  implica  la identificación y construcción colectiva de un perfil  propio  como actor social.  Influir sobre  las decisiones públicas en función de los intereses colectivos locales es contrarrestar los efectos de la desinstitucionalización.



En este  punto, la  escuela es  una  institución privilegiada, dado que  cuenta con múltiples recursos para  conformar redes, y articularse con otras  instituciones similares y con los otros actores sociales de la comunidad. La conformación de redes es una herramienta sumamente valiosa para revalorizar y capitalizar el trabajo local, dado que, en contextos donde lo institucional, lo partidario y político se encuentra desacreditado, éstas  representan una gran  oportunidad para  construir un poder social que  estimule y garantice las acciones.

Como  parte  del  mismo proceso, la legitimidad de  la institución está  en el grado de involucramiento y participación de la comunidad. En este  sentido, el objetivo de formar  parte  de redes institucionales es generar y circular propuestas locales, promover experiencias exitosas, o permitir la instalación de la participación como  instrumento de de- sarrollo y empoderamiento de  la institución en  sí misma y de  la co- munidad en tanto  estrategia que  involucra a todos  los actores.

Recomponer las condiciones de aprendizaje a través  de la reduc- ción  de la brecha entre  el alumno ideal y el que  efectivamente asiste a las aulas implica posicionarse críticamente frente  al nuevo contexto de socialización. En este  mundo cada vez más globalizado, la escuela debe asumir una  posición más  crítica  frente  a los valores que  existen fuera de ella,  que permean sus aulas,  para discutirlos y cuestionarlos. La escuela tiene  la capacidad de  resistir  las  prácticas excluyentes, fragmentarias, individualistas o antisociales que  se instalan  cada  vez más en nuestro  medio.  Asumir la capacidad política  de la escuela es, precisamente, no tolerar de brazos cruzados los efectos de las crecientes desigualdades y de la crisis de cohesión social dentro de la institución educativa ni en la comunidad. En ese sentido, la escuela, en su relación con su comunidad, debería representar un espacio de reacción a las históricas  injusticias presentes en la historia de la región,  y que se ven profundizadas con los impactos nocivos de la globalización. Es en este punto donde  cabe,  en cada  institución, una profunda reflexión sobre el potencial que  tiene  la escuela, frente  a su comunidad específica, como espacio de contracultura (Tedesco, 2005).













Vivimos  un momento sumamente difícil  para  la educación en la región. Por un lado, nuestras sociedades son cada vez más complejas. Las desigualdades son  mayores, y aumenta la heterogeneidad de  los contextos en que  se educa. Cada  vez  más,  vemos situaciones de  po- breza extrema, exclusión social, marginalidad y violencia que  operan como  un obstáculo para  el éxito  de las prácticas educativas. Y todos estos fenómenos son la expresión de una transformación más profunda que  viven  los países de la región, asociada al proceso de globalización, que, seguramente, son el inicio de una  nueva etapa de la historia de América Latina.

Por el otro, en estas  sociedades más complejas, sobre  las que  los Estados pierden la capacidad de incidir, las expectativas que  se tienen de la educación son cada  vez mayores. Décadas  atrás,  las metas  de una política  educativa era que todos los niños accedieran a la escuela. Hoy, no sólo se espera que accedan, sino también  que permanezcan en ella, y que logren terminar al menos los niveles de educación básica de cada país. Más aún, la expectativa de fondo es que,  en el paso por estas instituciones, los niños y los adolescentes adquieran conocimien- tos que  los habiliten para  una vida digna  en sociedad.

Cuesta  pensar  que,  en sociedades que  generan tal nivel  de ex- clusión  social  y en las que  cada  vez son más claros  los lugares que ocupan los ganadores y los perdedores, la meta de una educación de calidad para  todos  sea  alcanzable. Sin dudas, esa  meta  requiere de acciones que tiendan  a recomponer el panorama social,  que exceden por lejos  los alcances de una  política educativa y, más  aún,  lo que  se pueda hacer desde una  escuela.



Sin  embargo, la  escuela es  un  espacio desde el  cual  se  puede contribuir significativamente con este  logro. El desafío que  estas  insti- tuciones deben abordar es, precisamente, recomponer su relación con el contexto, desarrollar una propuesta educativa que parta de un pro- fundo  conocimiento de la comunidad en la que  está  trabajando, con el fin de crear  las condiciones para  un encuentro positivo entre  el do- cente y el alumno.

Es fundamental, entonces, poder desarrollar una  mirada que  dé lugar  a una reflexión profunda sobre el contexto en que les toca educar a cada grupo de  docentes y directivos. Hoy  es  necesario promover una  mirada curiosa sobre la  realidad que  rodea a cada escuela, en momentos en  que  nuestra realidad es  cada vez  más  opaca, en  que poco sabemos sobre ella,  en momentos de una gran crisis de certezas.

Y es precisamente esa  dificultad de comprender a fondo  los pro- cesos sociales que  están  en juego en ese  anecdotario que  los docentes van ampliando cada día –y desde el cual  intentan explicar sus logros y sus fracasos– lo que  invita  a trabajar con hipótesis, experimentando.

Es hora de trabajar en contextos de alta incertidumbre, dispuestos a asumir riesgos. Ello exige, más que nunca,  transparencia y compro- miso con la comunidad, lugar  desde  el cual  se brinda  legitimidad a las decisiones que se tomen en cada institución. Sólo así una institución puede permitirse el momento  de preguntarse, como  se señalaba en páginas anteriores, por qué  una  escuela, cuál  es la razón  de ser de esa institución en ese  contexto. El nuevo  panorama social  exige res- puestas institucionales nuevas, y es fundamental crear las condiciones para que estas respuestas puedan esbozarse en un contexto  de parti- cipación y transparencia.

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