Escuela y contexto social en América Latina
Cuando la globalización llega al aula
FE Y ALEGRIA
Néstor López
Con la colaboración de
Melina Caderosso y Vanesa D’Alessandre
Néstor López
Con la colaboración de
Melina Caderosso y Vanesa D’Alessandre
CaPÍtulo 1
Cambios en el panorama social de América Latina:
el tránsito hacia la globalización2
Vivimos en sociedades que están transformándose profundamente. El contexto en que los niños y adolescentes se hallan y en el que se educan es nuevo, lo que hace que los alumnos hoy sean diferentes de aquellos que ingresaban a las aulas hace diez o quince años. Ésta es una de las razones por las que la relación entre el alumno y su do- cente está en riesgo y se acentúa la brecha entre ambos día a día.
Es indudable que las sociedades están en transformación cons- tante. Son dinámicas, avanzan y retroceden en sus logros, y esas transformaciones siempre significaron, además, un gran desafío para quienes tienen la tarea de educar. Pero los cambios que se están vi- viendo actualmente tienen una particularidad histórica. Estamos pre- senciando décadas en las que se está dando tal mutación de las sociedades en que vivimos que cada vez más se escucha decir que nos tocó presenciar el nacimiento de una nueva era, ser testigos de un momento de inflexión en la historia de la humanidad.
Tal vez uno de los procesos más significativos que subyace a estas transformaciones sea la globalización. Cuesta creerlo, pero es posible comenzar el análisis de las transformaciones sociales sosteniendo que gran parte de los cambios que se ven en la relación del alumno con el docente, de las cosas que pasan día a día en las aulas –de lo que ocurre en una escuela–, es expresión del proceso de globalización.
2 Jésica Pla participó de la revisión bibliográfica realizada para la elaboración de este capítulo.
1. la globalización
Ahora bien, ¿qué es la globalización? En los hechos, ¿sabemos hoy de qué se trata? Parecería que no. Incluso contando con muchísi- mos libros que hacen sus aportes para que alcancemos un mayor co- nocimiento sobre este fenómeno, no se ha conseguido una única definición sobre lo que significa globalizarse, no hay acuerdo acerca del momento histórico en el que comenzó la globalización ni de su capacidad de reorganizar o descomponer el orden social. Como un primer acercamiento, es posible considerar la globalización una diná- mica particular surgida de la suma de fenómenos ocurridos a partir del intercambio económico, poblacional, tecnológico y cultural que se da entre países y regiones. Es en esta red de intercambios que cada uno de los aspectos de la vida social –sea el económico, el político o el cultural– comienza a incidir sobre los demás, transformándolos o siendo transformado por ellos (García Canclini, 2001).
Todos estos procesos han sido posibles gracias a nuevas tecnolo- gías que han ampliado los confines de las comunicaciones, rompiendo las fronteras tradicionales hacia un intercambio acelerado entre pueblos y culturas. Esta mayor interdependencia entre las diferentes dimensio- nes de la vida social, económica o cultural, y esta red que se configura entre el conjunto de las naciones del mundo tiene implicancias muy fuertes en la dinámica de cada uno de los países. Es así como, por ejemplo, en el ámbito económico, es cada vez más frecuente ver que una crisis de un mercado nacional o regional se refleja de inmediato en todos los mercados del mundo; el sistema comienza a funcionar como un todo compuesto de múltiples partes y activo en todos los ni- veles de existencia de las sociedades.
Pero no sólo el desarrollo de las nuevas tecnologías está por detrás de este proceso de globalización. Más aún, podríamos pensar que estos avances que se derivan fundamentalmente de la electrónica digital operaron como una condición que hizo posible que se fuera configu- rando un modo de funcionamiento de un mundo que atraviesa un cambio radical en la acumulación de capitales, signado por la conso- lidación de un mercado fuertemente interconectado entre Estados
Unidos, Europa, Japón y, cada vez más, China, y cuyos intereses y ganancias se amplían a todo el planeta.
Hay autores que sostienen que los elementos que caracterizan y hacen posible la etapa actual del proceso de globalización son múlti- ples, y pueden resumirse en que, por primera vez, se crea una situación, favorecida por la segunda guerra mundial y la guerra fría, que abre las puertas a la unificación política del planeta; la velocidad de inter- cambio de mercancías se ha vuelto muy rápida, así como la transfe- rencia de datos y mensajes instantáneos gracias a las redes electrónicas; por primera vez, los medios de comunicación y de la informática se juntan para unificar social y culturalmente el planeta; por primera vez, la humanidad toda está consciente de los problemas globales que afectan a todos y se intenta elaborar estrategias conjuntas para resolverlos.
Entre quienes hacen un análisis más profundo de la dinámica de los procesos de globalización, hay cierto consenso con respecto a que ésta tiene efectos positivos para algunos y negativos para otros. Lejos de homogeneizar la condición humana, la globalización agudiza las desigualdades a partir de las restricciones que existen al acceso a ese sistema de intercambios global. Contribuye, además, a homologar culturalmente las diferentes sociedades del planeta y construye, sobre esa base, una cultura del consumo cada vez más universal, más desarraigada.
Esta creciente integración cultural y este acercamiento a formas de consumo cada vez más universales van construyendo un mercado global, propio de esta nueva era, y es en esta globalización de las for- mas de consumos que se van configurando oportunidades para la construcción de mercados transnacionales. Para entender cómo se va configurando este universo de demandas y expectativas en relación al consumo, es adecuado el ejemplo que nos trae Emanuele Amodio, en su texto sobre la globalización: para vender Coca Cola en una co- munidad amazónica que normalmente consume jugos naturales de fruta, es necesario convencer a sus habitantes, en primer lugar, de que la nueva bebida es sabrosa y nutriente; en segundo lugar, de que las bebidas tradicionales no lo son tanto; en tercer lugar, de que es más
barato consumir una Coca Cola que un batido de mango y, finalmente de que consumir Coca Cola es expresión de la moda, de lo que viene, es lo actual, mientras que consumir un jugo natural es retrógrado, ex- presión del pasado, de lo que fue (Amodio, 2003). Así, vivimos una fusión y un desplazamiento de representaciones y prácticas cotidianas por otras, un momento en que todo aquello que siempre fue un rasgo de identidad de una comunidad comienza a ser interpelado, cuestio- nado o reforzado por imágenes y señales que llegan cada vez más de esa comunidad global, de este nuevo mundo. Este ejemplo nos muestra que zonas del planeta que parecen ajenas a los procesos de globali- zación comienzan a ser atravesadas por él y cómo, en esa dinámica, se inicia una reformulación de valores, representaciones y prácticas.
En efecto, es importante enfatizar que, en la etapa actual del proceso de globalización, un aspecto fundamental es que es posible construir productos simbólicos globales, sin anclajes nacionales espe- cíficos o con varios a la vez, anunciando de este modo la transformación de la identidad de los individuos, abriéndoles nuevos horizontes, pero también quebrando los referentes tradicionales.
El intercambio acelerado y la invasión cultural fomentada por la globalización producen un progresivo cambio en las historias locales. En primer lugar, el horizonte de referencia se amplía tanto que es ne- cesario coordinar la historia de cada país con la historia de los países vecinos en el ámbito regional. De esta manera, las historias nacionales desde las cuales adquieren sentido e identidad los Estados entran en crisis. Hoy es imposible pensar el lugar en que vivimos, o nuestro propio país, si no es en su relación con el resto del mundo.
En segundo lugar, la televisión, los periódicos y el cine transmiten contenidos producidos casi exclusivamente por las industrias culturales dominantes. Esto tiene un gran impacto en la subjetividad de las per- sonas en tanto su universo de referencia, los relatos y las fantasías pertenecen a un mundo diferente del propio. También las normas que regulan la vida cotidiana se ven afectadas por la tensión entre el sis- tema de normas nacional y el sistema de normas internacional, en el intento de imponer un derecho global que regule los intercambios y que inevitablemente afecta al espacio local.
Es posible sugerir que los avances en las comunicaciones, el de- sarrollo de sistemas de información, manufactura y procesamiento de bienes con recursos electrónicos, el transporte aéreo, los trenes de alta velocidad y los servicios distribuidos en todo el planeta intensificaron las dependencias recíprocas, y el crecimiento y la aceleración de redes económicas y culturales transnacionales. Esto implicó un significativo avance en la construcción de un mercado global en donde la produc- ción de bienes y mensajes se desterritorializó, las fronteras geográficas se volvieron permeables y las aduanas, a menudo, se tornaron ineficaces.
Esta interacción compleja e interdependiente entre focos dispersos de producción, circulación y consumo invita a pensar la globalización también como un nuevo régimen de producción del espacio y el tiempo. Al anularse tecnológicamente las distancias de tiempo y es- pacio, la condición humana, en lugar de homogeneizarse, tiende a polarizarse. Así, ciertos grupos humanos se ven liberados de las res- tricciones territoriales, a la vez que el territorio al que otros permanecen confinados es despojado de su valor y su capacidad para otorgar identidad. Es posible anticipar que la movilidad se ha convertido en un factor estratificador poderoso y codiciado por todos, aquel a partir del cual se construyen y reconstruyen diariamente las nuevas jerarquías sociales, políticas, económicas y culturales de alcance mundial.
Precisamente, en el transcurso del último cuarto de siglo, los centros de decisión y los cálculos que fundamentan esas decisiones se liberaron de las limitaciones territoriales impuestas por la localidad. En principio, no hay determinación espacial en la dispersión de los accionistas, ya que éstos son el único factor auténticamente libre de ella (Baumman, 1999). Sobre esa base, se hacen posibles historias tan recurrentes en la región como la de una planta automotriz que se instala en una ciudad suburbana de un país latinoamericano aprove- chando la disminución de los costos de instalación a nivel mundial para este tipo de fábricas y la coyuntura económica del país conside- rado. El impacto inicial en el ámbito local de esta inversión es altamente positivo, dado que se crean nuevos puestos de trabajo y se deriva del florecimiento económico en la ciudad nuevos emprendimientos eco- nómicos locales asociados. De improviso, la caída de las acciones de
una planta automotriz de la competencia en un país asiático reconfi- gura los márgenes de ganancia de tal forma que es ese país, y no el actual, el mejor escenario en términos de dividendos. Los costos de desmantelamiento de la planta son significativamente más bajos que en otros tiempos, así como las restricciones de tipo legal del Estado local que no logra obstaculizar la retirada de la empresa o, al menos, exigir el financiamiento de los costos sociales que ésta implica. De esta forma, con la misma velocidad con la que se instaló, la planta in- dustrial se esfuma. La empresa se va, las consecuencias quedan en el espacio local. Quienes pueden partir, tienen como horizonte el mundo y viajan siguiendo al capital sin ataduras locales. Quienes, por el con- trario, no cuentan con esa posibilidad, quedan sujetos a la localidad, imbuidos en la tarea de lamer las heridas, reparar los daños y ocuparse de los deshechos. Más solos que antes, porque la protección social brindada por el Estado nacional disminuyó con la misma velocidad que liberó a las empresas del deber de hacer frente a sus obligaciones sociales, a la vez que reforzó los mecanismos de selección de la po- blación que cruzará las fronteras de los países.
La globalización amplía los horizontes territoriales de un modo único en la historia pero no todos tienen la posibilidad de hacer uso de este beneficio. León Gieco expresa muy bien esta desigualdad en el estribillo de una de sus canciones, cuando dice, “Si me pedís que vuelva otra vez donde nací / yo pido que tu empresa se vaya de mi país
/ Y así será de igual a igual”.
2. Claves de un modo de acercarse a la globalización
La globalización no es un proceso espontáneo en la historia de la humanidad. Es, como todos los procesos históricos, expresión de una lucha entre diferentes sectores sociales, en los que hay ganadores y perdedores, procesos que se van modelando a través de acciones concretas, muchas de ellas, fácilmente identificables en el tiempo.
Una parte importante de los esfuerzos que se fueron realizando para construir este mundo globalizado tal como lo vemos hoy está
representada por la acción de los gobiernos nacionales, que llevaron a cabo profundas reformas estructurales orientadas a crear condiciones para la incorporación de cada sociedad al proceso de globalización.
Luego de lo que, en América Latina, se denominó la “década perdida” y fundamentalmente durante los años noventa, la mayoría de los gobiernos de la región implementaron un conjunto de políticas que fueron creando las condiciones para la gradual incorporación de las sociedades latinoamericanas al mundo globalizado. En casi todos los países, las políticas llevadas a cabo fueron muy similares. Todas ellas se inspiraban en un documento que ha tenido un impacto muy profundo en la región; a ese documento se lo conoció como “El Con- senso de Washington”.
El nombre “Consenso de Washington” fue acuñado por el econo- mista John Williamson a partir de una conferencia que tuvo lugar en
1989 en dicha ciudad. En este encuentro, quedaron planteadas las diez recomendaciones de política económica que lo conforman y que, luego, se convertirían en la guía de las reformas que se efectuaron en casi to- dos los países de América Latina. Los sectores comprometidos con la elaboración y posterior aplicación del “Consenso de Washington” fueron un grupo de economistas estadounidenses, otros de diferentes países de la región, y funcionarios del Gobierno de Estados Unidos y de or- ganismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Si bien la palabra “consenso” necesariamente nos lleva a pensar en un acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos, en los hechos, se trató de un consenso muy limitado: no fue objeto de debate general alguno ni sometido a votación; incluso, no ha sido ratificado formal- mente por los países en que se aplicaron sus recomendaciones.
El momento en que se elaboraba este documento era muy crítico en la región: estaba signado por la falta de crecimiento económico durante más de quince años, la ausencia de inversiones en innovación productiva y el aumento constante de la deuda externa; todo esto, sumado a un contexto internacional marcado por la caída del muro de Berlín, que reflejó la victoria de la economía capitalista y el fin de la guerra fría. Los países latinoamericanos, sumamente endeudados,
dependían cada vez más de nuevos créditos y, de este modo, quedaban sujetos a un círculo difícil de cortar, ya que el grado de dependencia de los capitales internacionales se incrementaba en gran medida. Fue precisamente esta vulnerabilidad la que permitió a los organismos fi- nancieros renegociar las deudas a cambio de reformas estructurales basadas en las recomendaciones del Consenso de Washington.
Es así como, en la región, el modelo neoliberal comenzó a ins- taurarse como la única solución posible para los problemas que atra- vesaban los Estados latinoamericanos. Según el enfoque neoliberal, las crisis de los países de la región se debían al excesivo crecimiento de un Estado intervencionista y proteccionista y al “populismo eco- nómico” que generaba un déficit fiscal recurrente. La alternativa neo- liberal expresada en el texto del Consenso de Washington propone, en cambio, la estabilidad macroeconómica, es decir, equilibrio en la balanza de pagos, control del déficit fiscal y de la inflación, y estabili- dad del tipo de cambio, así como las llamadas reformas estructurales, aquellas relacionadas a la apertura comercial, liberalización financiera, privatizaciones de empresas públicas y desregulación de mercados. En este sentido, el Consenso de Washington expresa el capital globa- lizado, representado por los principales organismos financieros inter- nacionales. El capital, en esta instancia, buscaba redefinir las reglas de juego frente a la tradición intervencionista de los Estados latinoa- mericanos de posguerra. De este modo, en América Latina, se instaló un nuevo modelo de desarrollo económico y social fuertemente atra- vesado por la globalización, en el que la dinámica de nuestras socie- dades está regida, cada vez más, por lo que se conoce como lógicas de mercados.
3. Efectos de la globalización en la situación social de la región
El paso de un tipo de concepción de la vida económica a otro radicalmente diferente tuvo su correlato en el modo de definir el fun- cionamiento de la vida social y del papel que iba a ocupar el Estado en este nuevo escenario. Según lo expresan algunos investigadores
sociales, la cuestión social, en este nuevo esquema, se basó en una trilogía muy simple: crecer-educar-focalizar (ver, por ejemplo, Bustelo y Minujin, 1998).
El primer elemento, crecer económicamente, constituye la base fundamental de la trilogía, ya que garantiza la acumulación, la cual, a su vez, habilita el financiamiento de la inversión social. La educación, por su parte, constituye el componente por el que se viabilizan las expectativas de ascenso en la estructura social, gracias a lo cual se corrigen las desigualdades en la distribución de la riqueza y el ingreso. A mediano plazo, el crecimiento lleva a una filtración que, en teoría, tiene un efecto social positivo que produce la inclusión de la mayoría de la población a través del mercado. Pero, para que las personas puedan participar de la dinámica de los mercados, tanto como pro- ductores o como consumidores, es necesario que tengan una buena educación. Así, la educación se constituye, desde esta perspectiva, en la clave de la integración social. Cabe pensar que es por ello que la década de los noventa se inicia con profundas reformas y debates en el campo de la educación en casi todos los países de la región.
El tercer elemento –focalizar– se refiere a dirigir el gasto público hacia los sectores más pobres y eliminar de los sectores medios todo subsidio público directo o indirecto, a fin de que éstos puedan incor- porarse directamente al mercado. De este modo, los servicios públicos universales tales como la salud, la educación y los sistemas de seguri- dad social se introducen ahora al mercado, lo cual permite una mer- cantilización de la política social.
Ahora bien, al analizar el impacto de las políticas neoliberales desde el punto de vista del desarrollo social, es posible definir dos momentos bien diferenciados. Durante los primeros años de la década, se conformó un escenario alentador, al punto de que algunos orga- nismos llegaron a plantear que se estaba pasando de la década perdida a la década de la esperanza. Como signos de ese momento, pueden destacarse un mayor control de los equilibrios macroeconómicos y una leve tendencia a la recuperación de la capacidad productiva de los países, en el marco de un proceso de afianzamiento de los regí- menes democráticos. Esto llevó a que, a comienzos de la década, se
produjera una recuperación del nivel de vida de las familias, junto con la reducción de la pobreza en algunos países.
Sin embargo, ya hacia la segunda mitad de la década, y aún en contextos de crecimiento, comenzaron a distinguirse los efectos nocivos de estas políticas, como lo son el incremento de la desocupación, la creciente desigualdad social, el deterioro de los servicios públicos y el debilitamiento del entramado social. Los dos momentos señalados permiten dar cuenta de cómo, lejos de lo que se esperaba, el creci- miento económico no se tradujo en desarrollo social, sino que, por el contrario, profundizó las diferencias entre ricos y pobres y alimentó los procesos de exclusión.
a. Las transformaciones del mercado laboral y la exclusión social
Los cambios en el funcionamiento de los mercados de trabajo producto de la implementación de estas políticas ocupan un lugar central en este nuevo escenario, y hay al menos tres aspectos que merecen especial atención por sus implicancias: la menor demanda de fuerza de trabajo asociada al crecimiento económico, la mayor fragmentación del mercado de trabajo y la precarización generalizada de las relaciones salariales. Veamos en detalle en qué consiste cada uno de estos cambios.
Menos oportunidades en el mundo del trabajo
En primer lugar, se pasó a un modelo de desarrollo económico que genera menos puestos de trabajo. Ello se debe a diversos factores; entre ellos, el hecho de que se redujo la inversión en obras públicas, que habitualmente generan muchas oportunidades laborales, y de que se incorporaron diversas innovaciones tecnológicas orientadas a in- crementar la productividad de las empresas, lo cual significa que se generan más productos, o más riqueza, a partir del trabajo de menos
personas. Esto se traduce en una escasa, casi nula ampliación de los puestos de trabajo en las empresas que más riqueza generan –y que, a la vez, son las menos vulnerables a las fluctuaciones en la economía mundial– aun en contextos de fuerte crecimiento económico.
¿Qué pasa cuando cada vez hay más gente que quiere trabajar y los empleos disponibles son siempre los mismos o, incluso, cada vez menos? Se conforma una masa de individuos que no logran insertarse en el sector más integrado del sistema productivo, la economía formal. Ello trae como consecuencia un crecimiento sin precedentes de la desocupación en la región y una ampliación del sector informal de la economía. Esto es, el incremento en la proporción de la población que debe desarrollar iniciativas económicas estructuradas desde la lógica de la supervivencia, lo cual se aleja sustantivamente de los principios capitalistas de inversión y rentabilidad.
El mercado de trabajo, llegado este punto, ya no ofrece oportu- nidades de inserción para todos, sino que, por el contrario, se consolida como un espacio restrictivo que refuerza las diferencias sociales. Los pocos empleos que se generan en los sectores más integrados sólo son ocupados por quienes tienen un mayor nivel educativo y una red de contactos que les posibilitan acceder a ellos. Es en este sentido que la educación y el mundo de relaciones con el que cada persona cuenta, si bien no son suficientes para acceder a buenas ocupaciones, son sin dudas condiciones necesarias; sólo tienen posibilidad de acceder a ellas personas portadoras de estas formas de capital. En consecuencia, el sector formal de la economía es, cada vez más, un espacio reservado a los estratos sociales medios y altos.
La fragmentación del mercado laboral
El crecimiento del sector informal es la respuesta a este fenómeno. Aquellos trabajadores que no encuentran espacio en el mercado de trabajo deben crear su propia ocupación, a partir de iniciativas ines- tables y de muy baja remuneración. Las calles se llenan de personas que tratan de vender pequeñas artesanías o alimentos elaborados en
condiciones muy precarias e insalubres, o que se ofrecen para tareas que no requieren ninguna calificación.
Si bien los procesos de privatización, la reducción de la capacidad empleadora de los Estados y la casi nula creación de empleo en los sectores formales de la economía se tradujeron en una gran masa de trabajadores sin oportunidades de participar del sector más integrado de la economía, el sector informal, en tanto funciona como espacio de refugio o contención para los expulsados de los sectores más di- námicos, permite que, en muchos países de la región, la desocupación sea aún relativamente baja. Sin embargo, la expansión de este sector muestra sus límites, dado que la capacidad de absorber a los margi- nados se agota, por lo que aparece una proporción significativa de la población económicamente activa sin posibilidades de insertarse en ningún espacio del mercado de trabajo. La desocupación afecta a todos los sectores sociales, pero es entre los de menores recursos educativos y sociales donde se constituye en crónica, de manera tal que promueve procesos de exclusión cada vez más profundos.
De este modo, se conforman dos espacios extremos en el mundo del trabajo: el de los incluidos –quienes logran trabajar en aquellas empresas más dinámicas y en los sectores de mayor productividad de la economía–, reservado a los sectores mejor posicionados de la so- ciedad, y el de los excluidos por la desocupación crónica, que afecta a quienes provienen de los sectores más pobres y marginados. Entre ambos, se encuentran otros dos grupos de trabajadores: aquellos que tienen empleos en el sector formal, pero con remuneraciones más bajas –ejemplo de lo cual son los empleados públicos, los maestros, o quienes trabajan en empresas con menor uso de las nuevas tecno- logías– y quienes se integran a un sector informal sumamente amplio y heterogéneo, que da lugar a los trabajadores que provienen de las capas medias bajas y pobres, donde las posibilidades de ascenso son casi nulas. Es en los espacios urbanos, especialmente, donde se hace más visible esta coexistencia de diferentes modos de articulación con el mundo del trabajo; diferentes formas de articulación que, a su vez, descansan sobre una fragmentación social ya existente y la perpetúan al acentuar las diferencias.
La precariedad laboral
Por último, un tercer cambio que se vivió en los años noventa en el mundo del trabajo es, como ya se mencionó, el desplazamiento del Estado de su función reguladora de las relaciones salariales. Quienes hoy tienen un empleo no saben si lo conservarán el año próximo. No hay certezas con respecto a la extensión de la jornada laboral, el suel- do, las tareas que deben desarrollarse, ni garantías en el acceso a los beneficios sociales asociados al empleo, tales como vacaciones pagas, jubilación, cobertura de salud, etc. Las reformas implementadas en las leyes laborales de la región hicieron que las relaciones que se dan entre los empleados y sus empleadores dejaran de ser relaciones so- cialmente protegidas. Se convirtieron paulatinamente en relaciones regidas por una lógica de mercado, de compra y venta de la capacidad de las personas de trabajar. Estas reformas laborales y los procesos de precarización del empleo que se derivan de ellas llevan a que los sectores medios asalariados, aun aquellos posicionados en los sectores más integrados de la economía, vivan en una permanente inestabilidad, lo cual tiene un alto impacto en la vida cotidiana.
Cuando el desarrollo social se desvincula del desarrollo económico
La escasa capacidad de generar puestos de trabajo que tienen las nuevas economías de la región, la mayor fragmentación y diferencia- ción de las oportunidades que cada individuo tiene de conseguir un trabajo digno en función de su origen social y el debilitamiento de las relaciones que se dan el mundo productivo como consecuencia de las reformas en la legislación laboral tuvieron como efecto la ruptura de la articulación entre el crecimiento económico y el desarrollo social.
¿Qué quiere decir esto? Hasta no hace mucho tiempo, cuando las economías de nuestros países crecían, todas las familias sentían, de algún modo, los beneficios de ese crecimiento. Algunas más, otras menos, pero todas participaban, en cierta medida, de esa bonanza. Y, cuando había una crisis, casi todas lo sentían. Obviamente, hay familias más protegidas que otras frente a situaciones de crisis, pero la gran
mayoría se veía afectada. Si las condiciones de vida de un sector im- portante de la población empeoraban, seguramente se trataba del re- sultado de un período de recesión económica o crisis. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, durante la década de los ochenta en casi todos los países de la región. Existía cierta relación entre las tendencias económicas y las sociales. En buenos momentos económicos, había mayor bienestar, y las condiciones de vida de las personas empeoraban sólo en momentos de crisis.
Hoy, como consecuencia de los cambios en el mundo del trabajo, las cosas son diferentes. Podemos apreciar cómo, aun en contextos en que las economías crecen significativamente, el panorama social puede deteriorarse. Ya no son todas las familias las que se benefician del crecimiento, sino sólo aquellas integradas a los sectores más diná- micos del sistema productivo. Las familias con menos recursos vieron, en este nuevo contexto de crecimiento económico, cómo se diluían sus oportunidades y cómo su situación de pobreza se consolidaba, se hacía crónica o se transformaba paulatinamente en exclusión.
Como consecuencia, el ritmo de crecimiento que se verificó en la región durante los últimos quince años no se tradujo en la recuperación de las condiciones de vida de la población, sino que, por el contrario, significó el empobrecimiento y creciente vulnerabilidad de los sectores medios, como así también la profundización de los procesos existentes de exclusión social.
Sin dudas, la fragmentación del mercado laboral y la flexibilización de las relaciones en el mundo del trabajo significaron, además, un duro golpe para el fortalecimiento de la ciudadanía. Un trabajo digno posibilita una adecuada inclusión social y productiva a partir del acceso a bienes y servicios básicos, dado que éstos habilitan a participar ac- tivamente de los diversos espacios de la vida social. Los trabajos pre- carios, informales o mal remunerados corroen la base sobre la cual se construye un ejercicio pleno de la ciudadanía (Bustelo, 2000).
b. La desigualdad y la crisis de cohesión social
En apartados anteriores, se desarrolló la importancia que tiene la globalización como fenómeno económico, sociopolítico y cultural. Luego se hizo hincapié en las consecuencias que tuvo el modelo neoliberal en el funcionamiento de los mercados de trabajo de los países de la región.
El mundo del trabajo, como ya se señaló, es central para el logro de niveles adecuados de bienestar y participación de las familias. En teoría, existen tres fuentes desde las cuales las familias obtienen re- cursos que les permitan vivir adecuadamente: el mercado de trabajo, el Estado y la sociedad civil. En el mundo del trabajo, se produce el intercambio de dinero o productos a cambio de tareas desempeñadas. El modo en que se relacionan las familias con el mundo del trabajo define, en consecuencia, el nivel de ingresos que éstas obtendrán de su labor diaria. El Estado es, también, una fuente de recursos impor- tante. Los servicios de educación y salud pública implican una trans- ferencia significativa de recursos del Estado a las familias que tiene un efecto positivo en la construcción de bienestar. Lo mismo ocurre con las transferencias de recursos a través de los diferentes programas sociales que existen en la región. Por último, la sociedad civil es un espacio muy dinámico de acceso a recursos. En ella circulan todos los recursos basados en la solidaridad. Algunos ejemplos de este tipo de transferencias son el dinero prestado entre amigos o familiares, la casa que se comparte o la donación que hace un conjunto de empresarios para que se resuelva un problema barrial de infraestructura.
En la práctica, la fuente de ingresos de una familia no es única, sino que resulta de la combinación de estas tres fuentes. Hay familias que trabajan y, además, llevan a sus hijos a escuelas u hospitales pú- blicos. Otras comparten su vivienda con amigos y reciben, al mismo tiempo, recursos de algún programa social. Sólo entre los sectores más favorecidos de la sociedad aparecen otras fuentes de recursos como las rentas, los ahorros o la participación en las ganancias de las empresas.
Ahora bien, la cantidad de recursos que el Estado reorienta hacia los sectores más postergados de la sociedad suele ser muy reducida en comparación con el nivel de necesidades de estos sectores. Y aún más insuficientes son aquellos que se movilizan desde la solidaridad. De modo que las familias dependen, cada vez más, del mercado de trabajo para acceder a recursos que les permitan vivir dignamente. En este sentido, es posible afirmar que el mercado de trabajo es, compa- rado con el Estado o con los gestos de solidaridad entre pares, la única fuente de recursos que puede ofrecer una vida digna y niveles de consumo adecuados. Pero vivimos la paradójica situación de que se depende cada vez más del mercado de trabajo para poder construir una vida digna cuando los mercados de trabajo son cada vez más restrictivos, selectivos y fragmentados. Es ésta, precisamente, una de las grandes injusticias de nuestras sociedades.
Desigualdades que crecen
Como consecuencia de los procesos descritos en los párrafos precedentes, en la década del noventa, se produjo una fuerte concen- tración de la riqueza en casi todos los países de la región. El efecto de esta concentración fue que los beneficios de este modelo de creci- miento, de esta forma de acercarse a la globalización, fueran capitali- zados por una minoría. La distancia entre ricos y pobres creció en tal forma que América Latina es, actualmente, el continente más desigual del planeta.
Pese al crecimiento económico, el número de pobres no dismi- nuyó. Como ya se señaló, en momentos de crisis, resulta esperable que se dé un aumento o la persistencia de la pobreza. Las sociedades producen menos y, en consecuencia, hay menos riqueza para distribuir, lo que lleva inevitablemente aparejado un empobrecimiento de parte de la sociedad o del conjunto. Pero, en momentos en que las econo- mías crecen y se recomponen, ¿cómo interpretar que la pobreza no se reduzca? La mala distribución de la riqueza explica aquellos con- textos de crecimiento económico en los cuales la proporción de po- blación pobre se mantiene estable o, incluso, aumenta. En estos casos,
la pobreza deja de ser un efecto de una crisis para transformarse en un rasgo constitutivo del funcionamiento de las sociedades. Si bien la sociedad en su conjunto produce más riqueza, no todos sacan provecho de ella. Esto redunda en un aumento desproporcionado de las des- igualdades entre ricos y pobres. En síntesis, la pobreza deja de ser un problema de coyuntura, asociada a los ciclos económicos, para insta- larse como parte constitutiva del nuevo modelo de crecimiento pre- valeciente en la región desde inicios de la década pasada.
Crisis de cohesión y debilitamiento de la ciudadanía
Como no podía ser de otra forma, el incremento de las desigual- dades tuvo su correlato en el entramado social. La profunda crisis de cohesión social y la fragmentación de nuestras sociedades agudizaron viejas problemáticas sociales como la violencia y la discriminación, y dieron origen a nuevos fenómenos tales como las intensas corrientes migratorias y la segregación espacial.
¿Qué es la crisis de cohesión social? Imaginemos por un momento un elástico, como representación del conjunto de la sociedad, que se extiende entre ricos y pobres. Como ya se señaló, la distancia entre ellos crece en la región de un modo que no tiene precedentes; el elástico se estira cada vez más, de tal forma que llega un momento en que se corta. Nuestras sociedades se parten, se dividen, pierden su unidad. Ya es difícil hablar de un “nosotros” que nuclee a todos sus miembros, es poco probable que los miembros de un sector de la sociedad sientan a los de otro como conciudadanos, como parte del mismo grupo social, la misma historia o la misma identidad. La crisis de cohesión se hace visible en la pérdida de prácticas que inte- gran, que nuclean a los sujetos y las comunidades, y que dejan su lugar a otras que enfatizan el individualismo, la intolerancia, el prejuicio respecto de los otros y el resentimiento.
Es posible sugerir que la desigualdad y la crisis de cohesión social son parte de un mismo movimiento cuyo eje es el debilitamiento del Estado nacional como soporte articulador del entramado institucional
y generador de identidad común, ejes constitutivos de la idea de ciu- dadano. Esto redunda, hoy, en una profunda crisis de ciudadanía. Las transformaciones económicas que cristalizaron en una modalidad de sociedad que incluye económica, política y socialmente a una minoría y deja a millones afuera impiden el pleno ejercicio de la condición de ciudadano porque, como ya se señaló, para poder expandir el proceso de ciudadanía, es condición necesaria, aunque no suficiente, que exis- tan determinadas condiciones socioeconómicas. Son los procesos de empobrecimiento que culminan en exclusión, y no la desigualdad en sí misma, los que atentan contra el principio de ciudadanía; esto se debe, justamente, a que la pobreza es exclusión, cuando lo que se pone en riesgo es el ejercicio de la ciudadanía.
Una vez debilitado el principio de ciudadanía, la idea misma de sociedad se ve cuestionada. El avance del mercado sobre los vacíos que deja el Estado-Nación implica carencia de sociedad, dado que la preocupación por el conjunto, la inclusión de todos bajo un mismo núcleo identitario, se torna prescindible. La hegemonía de los meca- nismos del mercado implica una concepción de lo social atomizada en el interés individual en la que la idea de consumidor desplaza a la de ciudadano. En la medida en que el sentido de pertenencia se cons- truye alrededor de la capacidad de consumo individual, no se constituye un “nosotros”, una “sociedad” en el sentido de que formamos parte de una comunidad de intereses, prácticas, valores y costumbres que nos trasciende y nos significa como algo más que seres individuales.
El debilitamiento que se está viviendo en el pleno ejercicio de la ciudadanía redunda en la desaparición de principios de solidaridad básica al interior de nuestras sociedades. Esto impide el desarrollo de valores compartidos y atenta significativamente contra la posibilidad de construcción de un proyecto colectivo.
4. lo global y lo local: la crisis de cohesión y la relación con el lugar en que se vive
Es notable cómo, en las últimas décadas, se ha ido modificando la relación que las personas tienen con el espacio, con la geografía. Se transformó significativamente la representación que se tiene del mundo y la del lugar en que uno vive, el barrio o el vecindario. Por un lado, cada vez más, el mundo aparece como una fuente de lugares posibles donde pensar un proyecto de vida. En el momento en que uno se imagina qué será de su vida en el futuro, no siempre esa ima- gen está localizada en el mismo lugar del presente. Otros países, otras sociedades u otras culturas son posibles escenarios de vida, comienzan a aparecer con protagonistas de un sueño vivido como realizable.
Pero, al mismo tiempo, para una gran parte de la población, los espacios de circulación son cada vez más restringidos, dado que ya no puede andar por lugares a los que antes podía acceder libremente. Diferentes tipos de barreras, físicas, virtuales o implícitas, van cuar- teando el espacio, haciéndolo intransitable, delimitando aquellos lugares a los que uno puede ir y a los que no.
Las migraciones y la segmentación espacial –en particular, en las zonas urbanas– son dos modos en que se hacen visibles las nuevas relaciones que las sociedades establecen con el territorio en tiempos de globalización.
a. Las migraciones: el mundo como posibilidad
Las transformaciones de las corrientes migratorias son también expresión de los cambios económicos, políticos, sociales, culturales y tecnológicos sucedidos en el mundo del último cuarto de siglo a esta parte. Durante las tres últimas décadas, y especialmente en la del no- venta, nos encontramos frente a un firme incremento y diversificación de los movimientos migratorios a escala mundial. Actualmente, cerca de doscientos millones de personas en el mundo viven fuera de su país de nacimiento.
La migración en la región sigue fundamentalmente dos patrones: la migración intrarregional fronteriza y la emigración que se dirige a los países desarrollados, principalmente Estados Unidos, Canadá y, cada vez más, a los de Europa.
Pero, ¿por qué las personas migran? La migración es un fenómeno histórico complejo que comprende factores políticos, económicos, sociales y demográficos en la explicación de su origen. Las corrientes migratorias se han incrementado en los años recientes como resultado del rápido crecimiento demográfico, el deterioro del medio ambiente, el descenso de la calidad de vida de la mayor parte de la población de los países de la región, la mayor concentración de la riqueza, el estancamiento o la falta de adecuación del salario real de los trabaja- dores, las condiciones políticas y la eclosión de conflictos civiles como la violencia o la guerra, que resultan expulsores de población.
Si bien, en todos los casos, las personas emigran para satisfacer determinadas expectativas que no se cumplen en su lugar de origen con la esperanza de alcanzarlas asentándose en otro, la falta de trabajo y la pobreza son los detonantes fundamentales en la decisión de mi- grar. En este contexto, se potencia la tendencia a recurrir a la emigra- ción como solución individual, como estrategia personal o familiar en busca de mejores posibilidades.
El importante grado de movilidad territorial que se observa en los últimos años y los altos niveles de informalidad de estos movi- mientos se asocian al proceso de globalización económica. Precisa- mente las corrientes migratorias y la internacionalización de la economía están estrechamente vinculadas y dan como resultado dos procesos paralelos y entrelazados entre sí: el desarrollo de los mecanismos de integración económica con la liberalización del comercio y las inver- siones, y el aumento acelerado de la migración legal y, fundamental- mente, la ilegal. Esto es, el mundo globalizado facilita la libre circulación de capitales, de modo que garantiza el flujo de divisas de la región hacia los países centrales pero restringe y penaliza la circulación de personas que buscan mayores oportunidades. Es por esto que, en los años noventa, surge la problemática migratoria como una preocupación central en las agendas políticas, especialmente de los países desarro-
llados, que la observan con gran alarma. Esto implica que, aunque en términos económicos los inmigrantes son cada vez más atractivos para los mercados de trabajo informales, en términos políticos las migra- ciones son cada vez más indeseables desde el punto de vista de los países receptores, lo cual agudiza el conflicto porque millones de personas continúan trasladándose, sean o no aceptadas por los países receptores.
El grado de conflictividad que genera este tipo de procesos mi- gratorios es cada vez más visible. Algunos medios de comunicación o importantes líderes políticos, en muchos casos apoyados por la opinión pública, afirman que los inmigrantes tienen un impacto ne- gativo en las sociedades que los reciben. Se asocia apresuradamente a las migraciones con el incremento de la inseguridad, la desocupación y la saturación de los servicios públicos de salud y educación. Aunque, en general, estas aseveraciones son injustificadas, las respuestas polí- ticas suelen ser el endurecimiento de las regulaciones, que se tornan cada vez más selectivas, restrictivas y represivas, respaldadas por un encuadre que considera al inmigrante una amenaza para la sociedad. Asimismo, más allá de la polémica que generan, se insiste en la im- plementación de estas políticas aun cuando, en la práctica, profundizan los procesos de exclusión y fragmentación de la sociedad, de manera tal que suman a la crisis de cohesión social un nuevo conflicto entre diferentes grupos nacionales y extranjeros que conviven en un mismo espacio.
Este abordaje del fenómeno migratorio evidencia cómo las repre- sentaciones sociales excluyentes y discriminatorias se instalan como usina de certezas que permiten a los sujetos interpretar la realidad social, descubrir los hechos y los distintos fenómenos sociales en los cuales interactúan. El discurso que escinde, necesariamente, se monta sobre la construcción de enemigos a partir de los cuales es posible definir espacios diferenciados para “nosotros” y “ellos”.
b. La segmentación espacial: el barrio como realidad
Estos complejos procesos también tienen su correlato en el uso social del espacio físico. El territorio urbano se convierte en el campo de batalla de una guerra continua por el espacio. Las elites, escudán- dose tras la retórica de la seguridad, han optado por el aislamiento aunque deban pagarlo generosamente. Los que no pueden optar por vivir aislados y solventar los costos correspondientes quedan inevita- blemente afuera. Los habitantes de las áreas “separadas” intentan ins- talar en las fronteras de su terreno, convertido en gueto, sus propios carteles de “prohibida la entrada” a través de ritos, indumentaria, poses, violación de normas o enfrentamientos con la ley. Sin embargo, estos intentos, no necesariamente eficaces, tienen la desventaja de no estar autorizados, es decir, de representar violaciones de la ley y el orden (Baumman, 1999).
Las ciudades latinoamericanas están viviendo un claro proceso de reticulación de su mapa. Los barrios se diferencian, se separan y se homogenizan. Los ricos se juntan para vivir solos y los pobres quedan agrupados en los sectores más degradados del espacio urbano. En el medio, clases medias que, con el tiempo, se van diferenciando y reubi- cando, haciendo de la ciudad una zona en que cada uno tiene claro su espacio, el medio en el que se puede mover, las zonas a las que pertenece. La gente vive, cada vez más, con sus pares y, cada vez me- nos, con otros, diferentes, de origen social distinto.
Estos procesos son expresión de la crisis de cohesión social y la reproducen incesantemente. Hoy una familia puede transcurrir coti- dianamente sin interactuar con otras de estratos sociales diferentes. De este modo, las distancias generan desconocimiento. Ya no se sabe cómo son quienes viven más allá de las barreras o del otro lado de la autopista. El desconocimiento, en forma inevitable, se traduce en pre- juicio o estigma. “Aquella gente seguramente es mala”, “son quienes traen problemas al barrio”, “son los que generan inseguridad”. Así, poco a poco, nuestras sociedades se van cuarteando. Ya no somos todos partes de un mismo grupo, se va diluyendo la existencia de un nosotros.
Para los habitantes de cada barrio, éste encierra, en sí mismo, su única realidad. El mundo es, en definitiva, ese barrio, se reduce a él. Nadie de afuera puede circular por sus calles, pues el temor, la impo- sibilidad de acceder, el desconocimiento o la experiencia lo limitan. Pero incluso para quienes viven allí, salir del barrio es peligroso; más allá de sus limites, se desconocen las reglas de juego, afuera está la selva. Así, la vida se desarrolla entre pares, en pocas cuadras y con gente muy parecida.
c. La violencia en las calles: cuando hay que marcar el terreno
Un sociólogo francés, Pierre Rosanvallon, plantea en uno de sus libros que, en nuestras sociedades, está en crisis una de las patas que hace posible la persistencia de las políticas sociales: la solidaridad. Según él, no hay política social posible si no hay, en la base, esa soli- daridad entre todos. Las políticas sociales son, esencialmente, acciones de redistribución de recursos. Quienes más tienen pagan sus impuestos y, con esos recursos, el Estado promueve acciones orientadas a mejorar la calidad de vida de quienes menos tienen. Esa lógica sólo puede existir gracias a la solidaridad. La acción del Estado adquiere legitimi- dad en el hecho de que quienes pagan consideran adecuado que sus recursos se dirijan a otras personas que son parte de la misma comu- nidad y que los necesitan. La idea de un “nosotros” está presente en este ejercicio, en el cual subyace la condición de conciudadanos, de compatriotas, el hecho de formar parte de una misma sociedad (Ro- sanvallon, 1995).
¿Qué pasa cuando las sociedades se cuartean? ¿Qué posibilidad existe de que aquella familia rica que vive en un barrio cerrado sienta que es parte de la misma sociedad que aquella otra que vive en la exclusión? Entre ellas se instala, cada vez más, el sentimiento de ene- mistad como causa y consecuencia del debilitamiento de la idea de conciudadanos. Entre los excluidos, porque están expuestos en forma constante a la obscenidad de la ostentación y, en parte, perciben que su situación es el resultado del enriquecimiento de otros. Los ricos, porque temen que les quiten lo que tienen. En síntesis, no sólo se de-
bilita el sentimiento de solidaridad, sino que además se instala un creciente resentimiento entre ambas partes, que inevitablemente se traduce en violencia.
Violencia “desde abajo” que se manifiesta en el delito callejero, el robo, la agresión que habitualmente se percibe en las grandes ciu- dades. Y violencia “desde arriba” que se hace efectiva en quienes piden represión, en quienes vulneran permanentemente los derechos de los más desposeídos, o quienes financian o dejan operar a los escuadrones de la muerte. Una expresión extrema y paradigmática de la violencia urbana asociada a la polarización social son las pandillas urbanas, como las maras.
Es revelador el origen mismo de esta pandilla, surgida en el seno del mundo desarrollado. En los años cincuenta, en California, los jó- venes disconformes de esa época se agrupaban en pequeñas bandas que se disputaban el dominio del barrio. La gran explosión de estas pandillas se produjo con la llegada de los refugiados de las guerras civiles centroamericanas en los años ochenta. En 1992, la policía cali- forniana se enteró de la existencia de “la mara salvatrucha” (“salva” por salvadoreños y “trucha” en su jerga significa “piolas”, listos) porque sus miembros fueron los principales líderes del levantamiento popular que dejó en llamas buena parte del centro de Los Ángeles. El FBI co- menzó a perseguirlos y encarcelarlos. Y, en las cárceles californianas, las maras se entremezclaron y se hicieron poderosas. Controlaban una porción considerable del negocio de la droga y de la inmigración ilegal. En 1996, el Congreso estadounidense aprobó una ley por la que cual- quier extranjero que purgara más de un año de cárcel debía ser de- portado a su país de origen (Sierra, 2005). De este modo, entre los años 2000 y 2004, fueron expulsados casi 20.000 jóvenes con pron- tuarios criminales que, en sus países en Centroamérica, encontraron eco en gran parte de los 100.000 huérfanos de la guerra civil, las víc- timas de la represión de los años ochenta y los jóvenes que parecen no encontrar opciones que les permitan superar sus vidas signadas por la marginación y la pobreza.
En este contexto, el barrio adquiere una importancia inusitada para los mareros, en la medida en que es el espacio que habilita el
sentimiento de pertenencia a la pandilla y donde se marcan las leal- tades con el grupo que les brinda identidad (Etcharren, 2005). El barrio se torna un elemento delimitador esencial, que configura un escenario social donde no todos tienen lugar. De este modo, las maras definen y diferencian, a través de la provisión de identidad, religando a quienes la conforman en un colectivo donde vislumbran su única posibilidad de existencia.
5. aquí nos toca educar
El ejemplo de los maras es, tal vez, una de las expresiones más extremas de lo que ocurre en el espacio urbano cuando se debilita el tejido social, cuando un espacio de convivencia se va convirtiendo paulatinamente en escenario de un conflicto diario, cuando las normas se debilitan. Y, al mismo tiempo, es expresión de lo que es posible en este mundo globalizado, en que estas redes cuentan con los beneficios de las nuevas tecnologías y se instalan con un manejo muy novedoso en su modo de relacionar lo local, el espacio en el cual operan y marcan su territorio, y lo global, en su relación con las bandas en otras grandes ciudades de la región y en el manejo de las claves del poder.
Sin dudas, hoy América Latina es otra. Los procesos descritos son sólo una parte de la radicalidad, profundidad y transversalidad del cambio estructural que atraviesan nuestras sociedades desde las últimas décadas. Siempre la región estuvo atravesada, desde sus orígenes, por grandes injusticias. No son nuevas, en nuestros países, las historias de exclusión, los éxodos ni las oportunidades perdidas. Sobre esa base, el modo en que en la región se encara el proceso de incorporación a un mundo cada vez más globalizado no hace más que profundizar esos problemas estructurales, a través de mecanismos como los que se intentó dejar plasmados en este texto.
Llegado a este punto, es imprescindible tener presente, de ahora en más, que los sujetos que nacen y crecen en estas nuevas sociedades difieren sustantivamente de aquellos nacidos algunas décadas atrás.
Los alumnos, sus familias y los docentes que actualmente conforman la cotidianeidad de la escuela son sujetos diferentes de aquellos para los cuales se estructuró originalmente el sistema educativo.
Por este motivo, es esencial preguntarnos cuáles dimensiones del sistema educativo están viéndose afectadas por estas transformaciones y de qué manera lo están haciendo, con el objetivo de desarrollar una estrategia que parta de reconocer esta nueva realidad. El objetivo, en última instancia, es ver cómo entra la globalización en las aulas.
El primer punto a destacar es que, más allá de que todas las es- feras de la vida social se han visto afectadas por estas transformaciones, los cambios no ocurrieron en todas ellas con la misma velocidad y dirección. Históricamente, las patas sobre las que se apoyaron las prácticas educativas han sido la escuela y la familia. Podría afirmarse que, a partir de los cambios descritos, tanto las instituciones escolares como las familias ven modificadas su dinámica interna, con rumbos y velocidades diferentes, como consecuencia de lo cual se produce un quiebre en la relación que existe entre ellas. Esto puede verse como el comienzo de un proceso de alejamiento mutuo entre ambos ele- mentos, que pone de manifiesto una situación en la que lo que está en riesgo es la posibilidad de educar.
CaPÍtulo 2
La globalización en el aula
Las sociedades latinoamericanas hicieron, tal vez sin tener plena conciencia de ello, un gran esfuerzo por incorporarse a un mundo cada vez más globalizado. Ello implicó cambios muy profundos. Los mercados de trabajo dejaron de operar como un espacio de integración social, como aquel lugar desde el cual construir ciudadanía. Hoy la mayoría de las familias vive un estado de profunda vulnerabilidad, de gran incertidumbre. Cuesta pensar cuál va a ser la situación de cada uno dentro de diez años, no hay en el presente elementos para vis- lumbrarla. Los proyectos personales están atravesados por la imprevi- sibilidad y las historias de vida tienen hoy un gran componente de azar que genera perplejidad.
La globalización, como ya se dijo, implica además una nueva re- lación con el mundo, con el espacio y las distancias. La coexistencia de dos representaciones –el mundo como espacio de lo imaginable y el barrio como realidad más inmediata– reconfigura, en cada uno, el modo de concebir el lugar en que se vive, las formas de construir arraigo.
Este es el contexto en el que nacen actualmente los niños. En él crecen, se socializan, se construyen como sujetos. Sin dudas, son di- ferentes, son el producto de una nueva realidad de la cual poco se sabe aún, que no deja de sorprendernos. Son diferentes sus familias. A ellas, el mundo las cambió muy abruptamente y están aún buscando el modo de sobrevivir en realidades con reglas de juego muy poco entendibles. Y también es diferente el contexto en el que está la es- cuela. La noción de comunidad, el espacio público, lo colectivo, se reconfiguraron.
Nuevamente, aquí nos toca educar. Cabe, en este punto profun- dizar, en algunos ejemplos de lo que es hoy un contexto educativo, el espacio en que los docentes día a día deben desarrollar su tarea y donde todo es diferente. ¿Cómo se construye el bienestar de las fami- lias, para que sus niños puedan participar de las prácticas educativas?
¿De qué modo la violencia entra a las aulas? ¿Cómo afectan las migra- ciones a las escuelas? En síntesis, ¿de qué forma afectan a la escuela los procesos desencadenados por la globalización que se fueron se- ñalando a lo largo del texto? Con sólo centrar la atención en estos tres puntos, es posible percibir la profundidad del cambio que se vive hoy en las escuelas, resultado de la transformación que viven nuestras so- ciedades camino a la globalización.
1. las condiciones de vida de los alumnos
En el caso de las familias, lo primero en verse trastocado es el lugar desde el cual éstas deben crear las condiciones materiales para que sus niños puedan asistir a la escuela, lo cual se manifiesta de di- ferentes maneras, según el sector social al que nos estemos refiriendo.
Los sectores más pobres y los excluidos ven amenazadas las po- sibilidades de sostener la escolaridad de sus hijos no sólo por carencia de recursos materiales sino también porque operan como obstáculos el contexto, el clima comunitario, la violencia cotidiana y la degrada- ción social asociada a las condiciones de marginalidad y exclusión.
En lo que respecta a los sectores medios, la inestabilidad en la articulación de las familias con el mercado de trabajo hace que todos los miembros del hogar aparezcan como una potencial reserva de re- cursos a ser movilizados en cualquier oportunidad laboral que surja. Cuando el jefe de hogar vive de trabajos ocasionales o cuenta con contratos laborales de corta duración, se crea un estado de alerta permanente en la familia, en que no pueden dejar pasar oportunidades laborales con el fin de intentar una estabilidad en el flujo de ingresos. Los niños y adolescentes son parte de los escasos recursos con los
que cuentan las familias más vulnerables; cuando las circunstancias lo indican, ellos deben salir a trabajar, lo cual, en muchos casos, sig- nifica tener que suspender o abandonar los estudios.
Si bien los obstáculos materiales son un factor importante en el acceso a la plena escolarización, no es el único. Las transformaciones socioeconómicas y la crisis de cohesión que se produce traen aparejado un conjunto de cambios en términos de valores y expectativas, de experiencias subjetivas que, inevitablemente, tienen un efecto en la cotidianeidad de la escuela.
2. la violencia en la escuela
Cuando se debilitan los principios a partir de los cuales se cons- truye la noción de comunidad, la norma pierde su fuerza como orga- nizadora de las prácticas sociales. En sociedades donde la distancia entre ganadores y perdedores se amplía, la ley queda bajo sospecha e invita en sí misma a su violación.
En la escuela, la pérdida de legitimidad de la norma opera en detrimento de la noción de autoridad. Debilitado el poder de la ley para definir un sistema de referencia compartido, comienza a perder fuerza la noción de semejante. Si la ley deja de ser un principio de in- terpelación, se diluye la percepción de su trasgresión. Y, en este me- canismo, paulatinamente, la violencia deja de percibirse como tal, pues no hay registro de un límite violado, a la vez que éste se instala como forma de expresión.
Quienes trabajan en las escuelas no dejan de sorprenderse por el modo en que la violencia se instaló en la cotidianeidad, como un modo habitual de relación. Son iluminadoras aquellas experiencias en que, desde la institución, se invita a los padres a participar, y luego se constata que los códigos de esa participación están atravesados por modos violentos de reclamar. El padre que amenaza al docente porque reprueba a su hijo, o que lo descalifica frente a los alumnos.
En ocasiones, incluso, la violencia en la escuela en casos como éstos no es percibida por sus protagonistas como un acto de agresivi- dad sino como un modo de trato habitual y cotidiano. Es identificada como violencia por el observador externo –o por el docente– pero no por sus propios agentes.
Este particular uso de la violencia se percibe, muchas veces, en el modo en que los alumnos se relacionan con sus pares o con sus docentes. Gestos violentos naturalizados, no intencionales, asociados
–en su invisibilidad– a conductas que les son opuestas en su sentido. Un tipo de violencia que, sin dudas, obstaculiza al docente la posibi- lidad de crear un clima de trabajo confortable, en el cual se pueda dar naturalmente el proceso de enseñanza y aprendizaje.
3. Escuelas de paso: educación y migración
Otras situaciones particularmente complejas que enfrentan día a día quienes trabajan en las escuelas de la región son aquellas derivadas de la problemática migratoria. En aquellas regiones expulsoras de po- blación de las cuales las familias se van en busca de mejores oportu- nidades, se desdibuja cada vez más el sentimiento de pertenencia con la comunidad, la sensación de formar parte de ella. Allí se percibe un cambio en el modo en que las personas se relacionan con el espacio local, aquel lugar en el que viven, en la medida en que, para ellas, deja de ser el escenario en el cual diseñar un proyecto a futuro. El proyecto local es un proyecto comunitario, que incorpora a los otros y que invita a invertir y construir infraestructura e institucionalidad en el propio escenario que se habita. El proyecto global, en otra ciudad o en otro país es, en cambio, un proyecto individual en el cual cada uno trata de llevarse lo más que puede del contexto en que vive.
Los escenarios expulsores son, de este modo, escenarios degrada- dos que se diluyen en las representaciones o expectativas de sus habi- tantes. Los espacios desde los cuales las familias intentan irse sufren, así, un doble efecto: por un lado, un cambio en el plano de las subjeti- vidades, visible en el modo de imaginar el futuro y, consecuentemente,
un renunciamiento a todo aquello que retenga a las familias en el lugar de origen. Por el otro, un fuerte impacto en las condiciones de vida, consecuencia de las dinámicas familiares que resultan del alejamiento de uno de sus miembros, que les envía mensualmente sus remesas.
Por el contrario, en aquellas zonas receptoras de corrientes mi- gratorias, es posible observar el crecimiento demográfico sin una pla- nificación ordenada, la estigmatización del inmigrante y su discriminación, y la reproducción, en los inmigrantes, del círculo de la pobreza. En estas comunidades, el inmigrante queda asociado a la creciente inse- guridad, al incremento de la desocupación e incluso a la saturación de los servicios públicos de salud y educación, lo cual lo convierte en un otro amenazante y genera un nuevo enfrentamiento entre distintos grupos que coexisten en un mismo espacio social.
Estos cambios en las representaciones relacionadas con el lugar en que se vive y las reconfiguraciones sociales que adquieren conno- taciones conflictivas se reflejan, inevitablemente, en las aulas. La des- integración de los hogares, la falta de la figura paterna y/o materna y las nuevas reconfiguraciones familiares generadas por la migración, son algunos de los factores mencionados habitualmente por los do- centes para explicar las mayores dificultades educativas en los niños expuestos a estas situaciones. Se suman, además, los casos de mala alimentación (cuando se esperan las remesas del exterior y éstas no llegan) o de niños y jóvenes que quedan al frente del hogar y deben incorporarse el mundo del trabajo, con las importantes consecuencias que esto acarrea en términos de su educación.
Pero la dificultad mayor radica, tal vez, en las nuevas subjetividades que se comienzan a configurar cuando el proyecto migratorio es parte de la vida cotidiana, cuando se nace y se crece con el deseo puesto en irse. En ciertas culturas juveniles, “cruzar la frontera” y volver ya forma parte de los rituales de iniciación, de formas de ganar prestigio en el grupo. Da la sensación de que el fenómeno de la migración se origina, primero, como producto de un modelo de exclusión, pero luego se institucionaliza, deviene cultural y ya nadie se lo cuestiona; comienza a formar parte del universo simbólico de la comunidad (Berger & Luc- kmann, 1968). También es compleja la concepción de proyecto de vida
que se configura en hogares en que todos esperan el dinero que les mandan desde el exterior, hogares signados por una cotidianeidad de consumos, donde reciben y no trabajan.
Hay un interrogante que queda instalado, tanto entre quienes educan en escuelas ubicadas en zonas expulsoras como en aquellas que están en las zonas receptoras de inmigrantes: ¿A quiénes están educando? ¿A quienes están formando las escuelas de los contextos expulsores? Hay quienes señalan que la mayoría de los jóvenes ter- minan la secundaria, pero “terminan” y se van. En otros casos, el niño o el adolescente suele irse antes de llegar a la secundaria. Pero en ambos casos, en última instancia, esas escuelas educan para que sus alumnos se vayan. ¿A quiénes están educando las escuelas de los contextos receptores? Las escuelas están ante el riesgo de que la edu- cación institucional se convierta, para los inmigrantes, y especialmente para sus hijos, en un medio de desarraigo de la propia cultura. En consecuencia, los docentes se ven frente a la responsabilidad de evitar que la integración social y política les suponga el menoscabo o la re- nuncia de su cultura originaria.
En un caso o en el otro, la presencia que tiene actualmente la cuestión migratoria en la vida diaria de los sectores más postergados se refleja en la dinámica de las escuelas y es un factor que no puede pasar inadvertido cuando surge la pregunta de quiénes son los alumnos a los que tenemos que educar, qué expectativas tienen, qué esperan de la educación, y cómo establecer un diálogo y una comunicación que permita que su paso por la escuela sea una oportunidad de aprendizaje y crecimiento. Del mismo modo, el deterioro de las con- diciones de vida de amplios sectores de la sociedad y la violencia ins- taladas y naturalizadas por la propia desigualdad y la exclusión reconfiguran el escenario en el cual hay que educar. Estos ejemplos son suficientes para mostrar de qué modo la globalización, un fenó- meno de carácter internacional que, en principio, aparece como tan ajeno a la vida cotidiana, se hace presente en las escuelas a través de sus alumnos y docentes, en el modo en que ellos viven, en sus repre- sentaciones y expectativas. Son ejemplos de cómo se reconfiguran los espacios en que se educa, y las relaciones que se establecen entre los docentes y alumnos en las prácticas educativas.
CaPÍtulo 3
Educación y contexto social
Ninguna propuesta pedagógica o institucional es buena en sí misma. Lo es en la medida en que logra estimular a los niños para el aprendizaje, los invita a ir a la escuela y permanecer en ella, hace aportes para que logren completar, al menos, la educación básica, y adquieran, en su paso por la escuela, aquellos conocimientos que los consolidan como ciudadanos, como sujetos plenos para su inclusión social.
Las propuestas educativas se validan en sus resultados, y, en este punto, el contexto en que se educa, las características de los alumnos a las que se dirigen y el clima comunitario que rodea a la escuela constituyen un factor fundamental, pues una propuesta educativa es exitosa si logra un adecuado ajuste con el entorno en que se pone en práctica. Las vamos a poder evaluar en funcionamiento, en su puesta en acción, en un contexto determinado, en tanto la educación es un proceso relacional. Y los contextos en que nos toca educar, como ya se señaló, cambiaron profundamente.
Los docentes se encuentran en un momento de quiebre de sus historias de vida, frente a situaciones inesperadas para las cuales no han sido preparados, y sin los instrumentos para obtener resultados exitosos en las trayectorias educativas de los niños y adolescentes. Ante la escasez de elementos para enfrentar la nueva situación social y los nuevos alumnos que en ella nacen y crecen, es habitual que veamos a los docentes y directivos realizando un gran esfuerzo por aferrarse a imágenes del pasado, frente al cual supieron sentirse más eficaces.
Las familias, por su parte, se ven desconcertadas, a sabiendas de que poco tuvieron que ver con su suerte actual, forzadas a asumir un nuevo modo de vida y un nuevo mundo de posibilidades. Hoy están procesando el carácter compulsivo del cambio que viven, la dificultad para resistirse a éste, lo inevitable e irreversible del proceso, la pérdida de condiciones materiales de vida, el hecho de que los saberes y des- trezas que traen no tienen valor en el nuevo contexto, el encarecimiento de la vida, ya que, cada vez más, éstas se resuelven en el mercado, si- tuaciones que inevitablemente las posicionan en un presente signado por el empobrecimiento, la incertidumbre, la inseguridad y la desprotección.
Las marcas de la globalización en la vida cotidiana fueron vividas por la mayoría de los padres y docentes como un quiebre en su situa- ción social, la llegada de un presente que se diferencia claramente de un pasado no tan lejano. En este sentido, el cambio es vivenciado y representado como el paso de un “antes” a un “después” de ciertas si- tuaciones específicas en las cuales se deposita el momento del cambio: cuando hubo que emigrar, cuando el padre de familia se quedó sin trabajo, cuando los productos de la huerta dejaron de tener valor en el mercado, cuando cerró la fábrica o cuando en aquella escuela en que, hasta hace pocos años, se hacían colectas para juntar fondos para los niños de escuelas rurales afectadas por una inundación, hoy los docentes deben pagar, de su propio bolsillo, la merienda para sus alumnos, a fin de neutralizar, por un momento, el hambre que ellos están viviendo. Historias individuales en las que se materializa –en el relato de las personas– el tránsito desde una situación a otra, y que llevan a estar viviendo en un contexto que les es ajeno, donde tuvieron que renunciar a sus sueños y expectativas al percibir que cambiaban las reglas de juego. Hoy una propuesta pedagógica e institucional será exitosa si logra incorporar este cambio, si descubre quién es ese nuevo alumno con el que trata, si ofrece a los docentes los recursos para poder interactuar con ellos, si se para por sobre todas estas transfor- maciones y logra proponer un diálogo productivo entre el docente y el alumno.
1. Docentes desconcertados
Lógicamente, en las aulas se vive un clima nuevo, donde suceden cosas diferentes y frente a las cuales los docentes se ven desconcertados. Lo habitual, en conversaciones con ellos, es escuchar que, en las con- diciones en que vienen sus alumnos, es muy difícil garantizar una clase ordenada y buenos resultados en el aprendizaje. La mala alimentación, la falta de materiales, el cansancio, la imposibilidad de concentrarse son indicios de una cotidianeidad de los niños que dificulta el buen aprovechamiento de las prácticas educativas. Los docentes que trabajan en comunidades indígenas suelen encontrar su dificultad en la distancia cultural que los separa de sus alumnos. No sólo la lengua es diferente, sino que un conjunto de valores y prácticas cotidianas se les filtran al interior de las aulas y obstaculizan su trabajo diario. Hay zonas en nuestra región en que la exclusión es tal que un número importante de niños no puede ir a la escuela pública de su barrio, pues no cuenta con el mínimo de recursos materiales o con una cotidianeidad tal que haga posible el acceso a esas instituciones. Los maestros se quejan también del nivel de descontrol, violencia o indisciplina de sus alumnos.
Es recurrente dialogar con docentes que se sienten desbordados, parados frente a realidades en las cuales les es sumamente difícil des- plegar sus aprendizajes y su experiencia. Ante escenarios que les re- sultan ajenos, sus herramientas pierden eficacia. Los alumnos que entran a sus escuelas poco tienen que ver con aquel alumno para el cual fueron entrenados, para aquel ante el cual sí sabrían qué hacer. Los docentes parecerían estar a la espera de algo que ha dejado de existir.
2. alumnos ya educados
Una observación más detallada de lo que ocurre en las escuelas, el mismo diálogo con estos maestros, la posibilidad de reconstruir las prácticas en las aulas, el ejercicio de indagar en las vivencias de los alumnos o las expectativas y dificultades de sus padres permiten
avanzar más allá de esta primera percepción, y nos dejan ver que las instituciones escolares siempre ponen ciertas condiciones a sus alumnos para que ellos puedan participar en sus prácticas educativas. Lo que se encuentra, en la gran mayoría de los casos, es que, para que los niños puedan ir a la escuela y participar exitosamente en las clases, es necesario que estén adecuadamente alimentados y sanos, que vivan en un medio que no les signifique obstáculos a las prácticas educativas y que hayan internalizado un conjunto de representaciones, valores y actitudes que los dispongan favorablemente para el aprendizaje escolar. Dicho conjunto alude, por ejemplo, a la capacidad de dialogar, conocer y dominar el idioma en que se dictan las clases, tratar con extraños, reconocer la autoridad del maestro, portarse bien, respetar normas institucionales, asumir compromisos, reconocer el valor de las obliga- ciones, depositar la confianza en otros, concentrarse, mantener silencio, etc. Por último, vemos también que las escuelas esperan de los alum- nos la capacidad de adaptación a un entorno múltiple y cambiante y la capacidad de individualización y autonomía. La experiencia escolar, tal como la conocemos hoy en nuestros países, presupone un niño que dispone de un conjunto de hábitos y saberes incorporados antes de ingresar a la escuela, fuera de ella.
Este aprendizaje previo a la escuela se da de múltiples maneras. Por un lado, existen a diario los momentos en que los adultos enseñan a los niños, por ejemplo, a utilizar adecuadamente los cubiertos en la mesa, a atarse los zapatos o a cruzar la calle con precaución, situacio- nes en las que el adulto es consciente de que está enseñando, del mismo modo en que el niño sabe que está aprendiendo. Pero además, y sobre todo, existe todo un aprendizaje que se produce inconscien- temente, de modo inadvertido y espontáneo. Son las relaciones de enseñanza y aprendizaje que se dan de un modo no racional, presentes en todas las prácticas sociales en las que el niño participa desde su nacimiento. La transmisión doméstica de este conjunto de disposicio- nes, de este capital cultural incorporado, es el resultado de un trabajo físico y mental por parte del niño, de un esfuerzo en el que involucra su cuerpo, de una exposición a un trabajo de inculcación y asimilación, un trabajo del sujeto sobre sí mismo, caracterizado además por tener una inmensa carga emocional (Tenti, 1994). El proceso de conforma- ción del sujeto en su etapa inicial es un proceso de construir una
identidad, que enfrenta al niño con la necesidad de proveerse de la misma, y que requiere un fuerte lazo afectivo con sus adultos de refe- rencia. Este proceso presupone, a su vez, una identificación previa con otros, cargado como está de una fuerte base afectiva.
Para lograr desplegar sus prácticas en tanto institución de educa- ción formal, la escuela requiere esa “educación primera” para poder operar. Cuando un niño ingresa a la educación básica, es portador de esta formación previa, la cual suele estar en manos de sus familias. Si bien cada vez más los niños se escolarizan desde muy pequeños, en la mayoría de los países de América Latina, la educación es obligatoria a partir de los cinco o seis años de edad, por lo que el paso de los ni- ños más pequeños por jardines infantiles o salas de preescolar es parte de las decisiones tomadas por los padres o tutores en este proceso de educación inicial. Frente a la oferta educativa actual, este conjunto de aptitudes y disposiciones adquiridas o gestionadas en el seno familiar conforman la base que condiciona y hace posibles los aprendizajes posteriores. En conclusión, lo que se descubre en el diálogo con los docentes es que, para poder educar, las escuelas esperan a niños ya educados.
La demanda de un conjunto específico de disposiciones para participar del proceso educativo no sólo se manifiesta el primer día de clases, en el momento de la admisión, sino que se renueva perma- nentemente hasta el momento de la graduación. La asistencia a la es- cuela implica la posibilidad de cumplir con rutinas cotidianas, contar con recursos para acceder a los materiales y útiles necesarios, disponer del estímulo y acompañamiento de los adultos y, nuevamente, contar con tiempo. El aprendizaje en la escuela, al igual que la adquisición de las disposiciones para acceder a ella, implica un trabajo sobre el cuerpo y la mente de los niños y adolescentes, una transformación que es imposible sin un fuerte involucramiento de ellos, y la cual re- quiere una energía que debe renovarse día a día. La educación no es una simple transmisión de conocimientos que pone al alumno en el lugar de receptor pasivo, sino que es una construcción que se desa- rrolla en una relación pedagógica respecto de la cual tanto los alumnos como los docentes se asignan roles y expectativas. Este proceso de enseñanza y aprendizaje sólo va a ser posible en la medida en que
los alumnos tengan acceso a aquellos recursos que las escuelas esperan de ellos, que los constituyan en sujetos capaces de llevar adelante esta experiencia, en sujetos educables.
3. las condiciones sociales para el aprendizaje
La noción de educabilidad hace referencia a la necesidad de iden- tificar cuál es el conjunto de recursos, aptitudes o predisposiciones que hacen posible que un niño o adolescente pueda asistir exitosamente a la escuela, al mismo tiempo que invita a analizar cuáles son las condi- ciones sociales que permiten que todos los niños y adolescentes accedan a dichos recursos, para poder así recibir una educación de calidad. Es decir, pone en relieve cuáles son los recursos que la escuela necesita de cada alumno para que éste pueda aprender, al tiempo que pone la mirada en el modo en que la sociedad distribuye esos recursos impres- cindibles para el aprendizaje.
Ahora bien, ¿cómo se construyen dichos criterios? ¿De qué modo se define cuáles son las condiciones de educabilidad, es decir, el con- junto de recursos y disposiciones que hacen posible que un niño pueda ingresar a la escuela, permanecer en ella y terminar su forma- ción básica con éxito? Centrar la atención en las condiciones de edu- cabilidad de los niños y adolescentes nos lleva a poner la mirada en la escuela, y ver qué es lo que espera de ellos. Estas condiciones no se definen en sí mismas, sino que se construyen a partir del modelo de alumno que presupone la institución escolar, en aquel alumno para el cual cada institución está preparada. ¿Cuál es el tipo de alumno que está en condiciones de responder a la dinámica que el sistema propone y terminar exitosamente su carrera educativa? ¿En qué alumno están pensando los sistemas educativos cuando diseñan sus estrategias pedagógicas?
Es el Estado, a través del sistema educativo, el que define los cri- terios para que un niño pueda participar de su propuesta educativa, a través de los supuestos de alumno sobre los que se desarrolla su propuesta pedagógica, los criterios explícitos e implícitos de selección.
Pero, a esta definición formal que se da desde el sistema educativo y se plasma en cada escuela, estas instituciones suman una dimensión informal, que se construye a partir de las disposiciones o prejuicios de sus docentes y directivos.
De esta manera, se va configurando un “alumno ideal” para el cual está pensada cada escuela: un niño podrá participar con éxito de las prácticas educativas, será educable, en la medida en que como “alumno real” se asemeje a ese alumno ideal, pues para él fue pensada esa escuela que, en consecuencia, cuenta con los recursos y los saberes para edu- carlo. Cuando a las aulas de una escuela ingresan alumnos reales muy diferentes de ese alumno ideal, sus maestros no saben qué hacer con ellos, no encuentran modos de tratarlos, no pueden establecer la relación pedagógica sobre la cual se funda el proceso de enseñanza y aprendi- zaje. Las condiciones de educabilidad deben comprenderse, entonces, como un concepto relacional, en tanto se define en la tensión entre los recursos que el niño porta y los que la escuela espera o exige de él.
“El niño está en la encrucijada de estas dos socializaciones, y el éxito escolar de unos se debe a la proximidad de estas dos culturas, la familiar y la escolar, mientras que el fracaso de otros se explica por las distancias de esas culturas y por el dominio social de la segunda sobre la primera” (Dubet y Martucelli, 2000). En la misma línea, Pierre Bourdieu señala que la productividad específica del trabajo escolar se mide según el grado en que el sistema de los medios necesarios para el cumplimiento del trabajo pedagógico está objetivamente organizado en función de la distancia existente entre el hábitus que pretende in- culcar y el hábitus producido por los trabajos pedagógicos anteriores (Tenti, 1994).
Al indagar en los recursos necesarios para poder participar en las prácticas educativas, se hace necesario orientar la mirada hacia la escuela –y el sistema educativo que le da institucionalidad– en tanto esos recursos quedan implícita y explícitamente definidos en su pro- puesta educativa. Allí es donde veremos qué esperan las escuelas de sus alumnos, qué tipo de recursos deben portar ellos para poder par- ticipar activa y exitosamente en su propuesta. Y, al analizar las condi- ciones sociales que hacen posible que todos los niños y adolescentes
accedan a estos recursos que la escuela espera, la mirada se orienta hacia el contexto social: ¿de qué modo, en nuestras sociedades, se accede a esos recursos?
4. Del esencialismo a la acción política
La noción de educabilidad tiene una profunda tradición en el campo de la pedagogía, especialmente en el entorno de la educación especial. En los términos aquí expuestos, se propone una revisión del concepto, que pasa de una visión esencialista implícita en la tradición pedagógica, y que indicaría que todos los niños y adolescentes son en sí educables, a una aproximación fundamentalmente política que invita a promover acciones para lograr que todos sean educables. Todos los niños y adolescentes deben ser educables, y lograr esa meta es un desafío que nuestras sociedades deberían asumir si realmente están comprometidas a garantizar una educación de calidad para todos.
En esta línea, la educabilidad deja de ser el supuesto indiscutido de las prácticas educativas y se convierte en objeto de política. A lo largo de este texto, se intentó dar cuenta de los innumerables factores que facilitan u obstaculizan la relación de los niños y adolescentes con la escuela. El desafío hoy es cómo lograr que todos los niños y ado- lescentes accedan a los recursos materiales y subjetivos que exige la escuela para adquirir en ella los saberes que la sociedad global consi- dera imprescindibles. Y, en el otro extremo de la relación, ajustar al nuevo contexto las expectativas y requisitos de permanencia, de forma tal que –más que reproducir la exclusión– faciliten la superación de contextos adversos a través de la práctica educativa.
En segundo lugar, en los términos que aquí se proponen, la no- ción de educabilidad lleva implícita un cambio de unidad de análisis. La educabilidad ya no es una característica propia de cada alumno, un atributo que portan los niños y adolescentes, sino que debe inter- pretarse como efecto de las características en que se da la relación pedagógica e institucional en la que se encuentra inmerso este alumno. La educabilidad se hace efectiva en la relación.
Baquero, destacando los aportes de la obra de Vigotsky, señala que, para comprender los desempeños subjetivos y predecir los desa- rrollos y aprendizajes posibles, es necesario elevar la mirada desde el sujeto –en este caso, el alumno– y comprender las propiedades situa- cionales que explican el desempeño y contienen claves para el desa- rrollo posible. “Esto es, la educabilidad de los sujetos no es nunca una propiedad exclusiva de los sujetos sino, en todo caso, un efecto de la relación de las características subjetivas y su historia de desarrollo con las propiedades de una situación”. El mismo autor sintetiza ambos cambios aquí señalados al destacar que “la educabilidad se define en la relación educativa misma, y no en la naturaleza del alumno” (Ba- quero, 2003).
De todos modos, es importante recordar –a los efectos de evitar malas interpretaciones– que todos los niños y adolescentes muestran capacidad de aprender. Aquellos niños a los que los sistemas educativos expulsan por no poder educarlos aprenden oficios, a jugar al fútbol y estrategias para vivir. La idea de educabilidad no hace referencia a la capacidad de aprender que tienen todos los seres humanos, sino a la capacidad de participar en el proceso educativo formal y lograr la meta esperada de completar, al menos, el nivel medio de enseñanza.
El desplazamiento de la mirada desde el alumno hacia su relación con la institución educativa implica que, cuando se identifican niños y adolescentes que no acceden a condiciones básicas de educabilidad, esto no debe entenderse como un modo de depositar en ellos la res- ponsabilidad de su situación, mediante el que se culpabiliza y estig- matiza a aquellos que quedan fuera del sistema educativo. Por el contrario, señalar situaciones de no educabilidad implica una alerta a las escuelas y los sistemas educativos de que no pueden desarrollar estrategias adecuadas a las necesidades específicas de estos niños o adolescentes para garantizarles una educación de calidad, y de que les ponen condiciones que les son imposibles de cumplir.
Las escuelas atentan contra la educabilidad de sus alumnos cuando esperan que puedan asistir a clases en momentos del año en que su participación en determinadas actividades productivas es vital para la supervivencia de sus familias y su comunidad, cuando exigen un
uniforme al que sólo se accede comprándolo, cuando dan tareas para el hogar a niños que no cuentan con las condiciones mínimas para hacerlas o cuando esperan pautas de comportamiento inexistentes en sus familias. También lo hacen cuando los admiten, pero con la con- vicción de que, por su condición social, étnica o racial, no podrán tener un adecuado desempeño.
Pero no sólo las escuelas tienen responsabilidad sobre las condi- ciones de educabilidad de sus alumnos. Nuestras sociedades atentan contra las condiciones de educabilidad de sus niños y adolescentes cuando impiden que ellos y sus familias accedan a los recursos nece- sarios para poder participar con éxito de las prácticas educativas.
5. Propuesta educativa y contexto social
Desde esta perspectiva, en cada escuela, los docentes, directivos, asesores pedagógicos o supervisores deberían preguntarse cuál es el grado de ajuste que existe entre la propuesta educativa en la que se enmarcan las prácticas en ese establecimiento y el contexto social en el que operan. La mirada debe centrarse en la calidad de esa articula- ción y en los factores que la facilitan o, por el contrario, que la obsta- culizan. La noción de educabilidad nos remite, nuevamente, a la relación entre docente y alumno, entre escuela y familia, o, en última instancia, entre el campo educativo y el social.
Cuando el conjunto de educadores de una escuela se hace esta pregunta, puede llegar a identificar una gran variedad de situaciones en que los grados de articulación son disímiles, a partir de diferentes factores propios de la escuela o del contexto social en que se enmarcan. En un extremo, se pueden encontrar situaciones en que ese ajuste es alto, en donde hay una armonía entre el adentro y el afuera de esa es- cuela, un vínculo no conflictivo entre ambas esferas de esta relación. Ello implicaría que están en una escuela que tiene un conocimiento adecuado de las características sociales y culturales de sus alumnos, sus carencias, sus potencialidades, las condiciones sociales en que viven, y que tiene la capacidad de desarrollar una estrategia educativa acorde
a esas características. Pero también implicaría que esa escuela está en un contexto social que permite que todos los niños y adolescentes estén en condiciones de participar en prácticas educativas intensas y a largo plazo. Esto representa el acceso a condiciones mínimas de bienestar y a grados de estabilidad que permitan la planificación y el abordaje de compromisos que se extienden más allá de la inmediatez, y que repre- sentan muchos años en la vida de estos niños. El éxito de esta articu- lación entre la escuela y el contexto se traduce, seguramente, en la capacidad de captar y retener a los niños y adolescentes en las aulas, y lograr garantizarles el acceso a esa educación básica que define el horizonte de equidad del sistema educativo.
En el otro extremo, puede ocurrir que, ante esta pregunta, el plantel de profesionales de esta escuela tome conciencia de que el desajuste entre la propuesta educativa con la que están trabajando y las características de los alumnos que participan de ella es total. Ello puede ocurrir porque la escuela recurre a estrategias de enseñanza no adecuadas a las características de los alumnos, por lo que desapro- vecha la oportunidad de tenerlos en sus aulas, o porque el contexto social en el que viven estos alumnos no ofrece condiciones mínimas que les permitan participar en las prácticas educativas, situaciones frente a las cuales hoy la escuela sola no puede hacer nada, donde aún no encuentra una estrategia pedagógica efectiva.
En los hechos, las situaciones de desajuste se dan por una arti- culación de factores que provienen de una y otra parte de esta relación. Este desajuste se traduce en niños que abandonan la escuela prema- turamente o en la situación cada vez más frecuente de niños que permanecen en la escuela sin aprender nada.
La brecha que existe entre la propuesta educativa y el contexto, el desencuentro que allí suele verse, se constituye entonces en el centro del análisis, y el desafío es plantear hipótesis o preguntas específicas en torno a cuáles son los factores que pueden estar obstaculizando esta relación o, por el contrario, cuáles son los que la promueven o facilitan. Cabe aquí profundizar en tres situaciones concretas, muy habituales, y que permiten desarrollar algunas hipótesis de trabajo.
a. Nuevas familias
Es posible identificar un conjunto de situaciones en las que se evidencia cómo, en forma explícita o implícita, los docentes definen cuáles son los recursos que deben portar los alumnos, aquellos sin los cuales la escuela no puede garantizar resultados. Existe un amplio espectro de expectativas relacionadas con la participación de las fa- milias en la educación de los niños y adolescentes. Son recurrentes las quejas por los padres que no orientan a sus hijos, no miran sus cuadernos o no se interesan por los avances en su educación. A ello le suman su ausencia en las reuniones de padres o que no concurren a las citaciones individuales. Esta escasa presencia de las familias, se- gún los docentes, se expresa además en cuestiones más básicas aún, como en el caso de aquellos padres que mandan a los niños sin los alimentos para la merienda, o mal aseados, y se va profundizando en la medida en que los niños avanzan en su escolarización, al punto que entre los adolescentes la ausencia familiar parecería una constante que debería asumirse por definición.
La situación que muestran los docentes es más compleja cuando los padres no sólo no participan de la educación de sus hijos sino que, además, representan un obstáculo para ésta. En primer lugar, ello se expresa en la escasa valoración que algunos padres de familia tienen de la educación, y las bajas expectativas respecto de los logros de sus niños y adolescentes. En segundo lugar, aparecen referencias a familias que hacen obstáculo a la educación de los hijos al maltratarlos. En varias ocasiones, los docentes dan cuenta de las dificultades para lograr un clima de trabajo adecuado a partir de la falta de atención de sus alumnos, las conductas violentas y el no cumplimiento de las indica- ciones, situaciones que se explican por el deterioro del clima familiar en que viven los niños, y las situaciones de violencia y maltrato a que están expuestos diariamente.
Por último, suele ocurrir que la escuela espere de las familias una disposición a realizar un gasto económico por la educación de sus hi- jos, o que tengan grados altos de participación en actividades que promueve la institución. Así, si bien las demandas de que los alumnos lleven útiles escolares y uniformes o de que los padres paguen las
cuotas a las cooperadoras escolares o se involucren en actividades educativas y comunitarias son optativas, en algunos casos, se consti- tuyen casi en una condición para la conservación del lugar en el esta- blecimiento educativo.
b. Diversidad cultural
Otro conjunto de expectativas presentes en los docentes trasciende la cuestión familiar y se orienta hacia los aspectos culturales de la co- munidad con la cual están interactuando. Esto es bien visible en las comunidades rurales indígenas. A modo de ejemplo, cabe aquí destacar sólo dos aspectos. El primero de ellos es que una de las principales dificultades que enfrentan los docentes y los alumnos en esas regiones está en el idioma. Los docentes reconocen muchas veces que no tienen la formación adecuada para ofrecer una educación bilingüe de calidad, por lo que aquellos niños que no hablan el español se ven en serias dificultades para avanzar en su educación, hecho que se traduce en un importante retraso en sus logros. El segundo tiene que ver con el desajuste existente entre las pautas de socialización propias de estas comunidades y las expectativas que los docentes tienen con respecto a las actitudes de los niños en el aula. Distintas formas de socialización, propias de cada comunidad indígena, configuran sujetos muy diversos, con diferentes grados de autonomía, con modos distintos de posicio- narse ante el docente, en el aula, en las prácticas educativas. Los pro- cesos migratorios antes descritos, que se profundizaron con la paulatina globalización de nuestras sociedades, configuran reiteradamente es- cenarios educativos en que la cuestión cultural y étnica aparece como un nuevo desafío para las escuelas.
c. Los límites de la exclusión
En contextos de pobreza extrema o de exclusión social, los do- centes se ven seriamente limitados en la posibilidad de enseñar. Abun- dan las referencias a situaciones relativas a la falta de recursos, que se
traducen en desnutrición, enfermedades crónicas y debilidad física de los alumnos, a tal punto que no son capaces de afrontar las exigencias de la jornada escolar. A ellas se suman el relato de niños y adolescentes que van a clases sin dormir por haber estado trabajando durante la noche en la recolección de cartones y residuos reciclables. Entre los adolescentes, no faltan las referencias a la pertenencia a pandillas violentas, el consumo de drogas o alcohol, o el ejercicio de la prosti- tución. El aumento de las desigualdades sociales, de la violencia en las calles, la cronicidad de las situaciones de pobreza y la profundiza- ción de los niveles de exclusión social configuran un nuevo escenario educativo en el cual las prácticas educativas exitosas son cada vez más una meta en riesgo de no ser alcanzada.
. los docentes frente al nuevo panorama social
Este breve recorrido por situaciones concretas relatadas por actores de los sistemas educativos en diferentes lugares de la región da lugar a algunas observaciones. En principio, es necesario precisar de qué se habla cuando se habla de la brecha entre el alumno ideal y el real. In- dependientemente de la veracidad de los relatos de los docentes, su discurso da cuenta de una expectativa frustrada. Cuando los docentes hablan de sus alumnos, la mayoría de las veces, hacen referencia a aquellos aspectos que aparecen como obstáculo o amenaza a sus prác- ticas. En este sentido, los docentes hablan incesantemente de la brecha. Lo visible en sus alumnos, aquello que les da identidad es, en la mayoría de los casos, su distancia con aquel otro alumno para el cual cada do- cente fue entrenado o con el que históricamente ha venido trabajando.
En los ejemplos seleccionados en párrafos anteriores, aparecen, por lo menos, tres fuentes de desajuste entre el alumno real, aquél que día a día ingresa a las aulas, y el alumno esperado por los docentes y las instituciones educativas. En primer lugar, la institución escolar necesita de las familias para poder educar a los niños. La demanda de contención, acompañamiento, estímulo e, incluso, de recursos eco- nómicos da cuenta de una práctica escolar que apela a la familia como un recurso fundamental para sus logros. Frente a una escuela que es-
pera a un niño con un contexto familiar favorable, los que viven en situaciones familiares signadas por la pobreza, o atravesadas por la vulnerabilidad asociada a situaciones de migración, están a riesgo de no poder participar de sus prácticas educativas. Cuanto más se aleja su situación familiar de aquella esperada, más en riesgo está su edu- cabilidad, pues para la escuela ese niño tiende a aparecer como pro- blemático, difícil de ser educado.
En segundo lugar, la dimensión cultural aparece como un factor que marca una brecha que atenta contra la educabilidad de los niños y adolescentes. Los sistemas educativos están mostrando serias difi- cultades para el desafío de una educación intercultural, y ello se traduce, habitualmente, en una educación de muy baja calidad para los niños que provienen de las comunidades indígenas. Entre ellos, los niveles de retraso y abandono son elevadísimos y las trayectorias exitosas, excepcionales. En tercer lugar, la exclusión social no sólo marca una gran brecha, sino que lleva a situaciones que representan una verda- dera ruptura de los jóvenes con respecto a la escuela. La cotidianeidad en la exclusión implica la construcción de subjetividades en las que el proyecto educativo pierde su lugar, y frente a las cuales la escuela tiende a quedar paralizada.
Frente a esta realidad, los docentes se encuentran en una situación sumamente compleja. Una dificultad a la que hacen permanente refe- rencia está en lograr con sus alumnos un clima de trabajo adecuado dentro del aula. El tratamiento de la heterogeneidad en las aulas es otro de los desafíos a los que se ven enfrentados los docentes. Diversos factores llevan a que en las aulas se encuentren niños o adolescentes con historias de vida bien diferentes. Los procesos de empobrecimiento, que se traducen en trayectorias individuales y familiares muy diversas; la ampliación de la cobertura escolar, que permite llegar a la aulas a adolescentes que históricamente permanecían fuera de ellas, o la mi- gración de las familias rurales a las ciudades para que sus niños puedan estudiar, son todos ejemplos de procesos que llevan a que el universo de los alumnos, aun dentro de cada escuela, sea cada vez más hete- rogéneo. Es habitual que la escuela niegue o minimice la diversidad. Podría decirse que, frente a la dificultad de educar a un alumnado tan heterogéneo, la respuesta de los docentes es construir un alumno
promedio. A este alumno es al que dictan clases y desde el cual los docentes evalúan el rendimiento de cada alumno en particular. De este modo, lejos de ajustar las prácticas educativas al incremento de la heterogeneidad, se la diluye.
Es importante destacar que, frente a esta situación, se perciben dos actitudes diferentes: por un lado, están aquellos docentes que re- conocen sus dificultades para tratar situaciones de mayor heteroge- neidad, debido a su escasa preparación o experiencia. Pero existen, por otra parte, quienes reivindican este tipo de tratamiento, argumen- tando que el reconocimiento de las diferencias sería un modo de dis- criminar y estigmatizar, en tanto que dar a todos el mismo trato está orientado a integrar e igualar. Tensión difícil de manejar, y en la que los resultados no siempre son positivos.
Como señala Baquero, las diversidades en las aulas pasan inad- vertidas en la medida en que no afecten la educabilidad de sus alumnos y adquieren visibilidad cuando atentan contra el logro de buenos re- sultados. Dicho de otro modo, en la medida en que un grupo logra buenos resultados, es visto como homogéneo por la institución, aun cuando, tras esa homogeneidad en los resultados, pueda haber grandes diferencias interpersonales. Como resultado de ello, se instala “una matriz normativa acerca del desarrollo deseable, y una grilla clasifi- catoria donde toda diferencia será leída como desarrollo deficitario o desvío inquietante” (Baquero, 2003).
7. la brecha educativa en el tiempo
La situación familiar, el contexto cultural y la exclusión social son algunos de los factores que dan cuerpo a esa brecha que pone en juego las condiciones de educabilidad, más aún cuando se articulan y poten- cian. La pertenencia a comunidades indígenas o minorías étnicas suele estar altamente asociada a situaciones de extrema pobreza, y la exclu- sión social necesariamente afecta la estabilidad y dinámica familiar. La brecha se hace visible, entonces, cuando la escuela sigue esperando una actitud y un compromiso por parte de las familias en momentos
en que éstas no pueden sostenerlos, cuando se prepara para tratar con alumnos hispanoparlantes y a sus aulas llegan niños que sólo hablan el guaraní, o cuando no cuenta con recursos de ningún tipo frente a las situaciones de exclusión más extrema.
¿En qué medida estas brechas se agudizaron con el tiempo? Cuando nos concentramos en aquellas brechas que resultan de las expectativas que la escuela tiene de las familias de sus alumnos, es posible sostener la hipótesis de un deterioro en las condiciones sociales para el apren- dizaje, a partir de las múltiples evidencias del deterioro de las condi- ciones de vida de las familias y su creciente vulnerabilidad y desprotección, que se profundizaron en el paso hacia sociedades más globalizadas. Lo mismo ocurre cuando se analizan las situaciones de exclusión social, frente a la constatación de que se ampliaron en las últimas décadas. Pero no se da el mismo caso frente al desafío de la interculturalidad, una brecha histórica presente desde los orígenes de los sistemas edu- cativos, y que gradualmente se ha ido reduciendo con los esfuerzos en pos de avanzar en la oferta educativa en zonas rurales e indígenas. De modo que las tendencias en términos de deterioro o no de las condi- ciones de educabilidad deberán analizarse en cada caso particular. Puede suponerse un deterioro mucho más acelerado y agudo en con- textos urbanos y en situaciones diversas en el ámbito rural. Un análisis dinámico de estas brechas es fundamental para poder interpretar a fondo los nuevos desafíos de los sistemas educativos, por lo que la di- mensión temporal merece un capítulo especial en el análisis de los problemas de equidad en el acceso al conocimiento.
La posibilidad de garantizar una educación de calidad para cada uno de los niños y adolescentes está en juego en la medida en que se sostengan o incrementen estos desajustes entre el alumno esperado y el alumno real. Ello quiere decir que, en tanto existan escuelas cuyas propuestas educativas no se ajustan a las características sociales y culturales de sus alumnos, difícilmente se logre la meta de garantizar a todos una educación de calidad. Pero quiere decir también que este riesgo está presente en la medida en que nuestras sociedades sean restrictivas en el acceso a aquellos recursos que los niños y adolescentes necesitan para poder acceder a la escuela y permanecer en ella hasta completar la educación media.
CaPÍtulo 4
Notas para pensar qué hacer desde la escuela
La relación entre el docente y el alumno está en crisis. Poco sabe el docente de ese niño o adolescente que tiene frente a sí, y esto ocurre porque, en realidad, poco se sabe hoy de ellos. Las transformaciones que nuestras sociedades están viviendo son realmente profundas, es- tructurales, y en este cambio, como ya se adelantó, se van configurando relaciones sociales y subjetividades nuevas. Cabe pensar que la mayoría de los diagnósticos que se tienen con respecto al nuevo panorama social y su impacto sobre los sujetos son aún superficiales, están teñi- dos de cierta ingenuidad y resultan insuficientes para dar cuenta de la verdadera magnitud de este cambio que estamos viviendo.
No hay experiencia respecto de cómo moverse en este nuevo escenario, y la mayoría de las decisiones que se toman, de las acciones que se promueven desde diferentes instituciones relacionadas con los procesos sociales, se basan en un saber adquirido en otro contexto o momento histórico a partir del cual tendemos a pensar el presente. En las escuelas pasa lo mismo: se sigue actuando como si las cosas fueran como eran y se procura que la realidad se parezca todo lo po- sible a aquella en la que se sabe operar.
Es de este modo que se da cuerpo a la brecha, ese desajuste entre el alumno al que los docentes saben tratar, aquél para el cual fueron formados y para quien fueron pensadas las escuelas, y el alumno real, el que llega día a día al aula. El desafío es reducir esa brecha, tender a que desaparezca, operar sobre ella.
¿Qué significa operar sobre la brecha? En principio, que las es- cuelas hagan el esfuerzo necesario para que el alumno esperado, al
cual está dirigida su propuesta educativa, sea lo más parecido posible a aquel que entra a sus aulas día a día. Esto es, que cada escuela se prepare para interactuar con los niños que realmente van a ingresar a sus aulas, que los conozca, que sepa quiénes son y que desarrolle la estrategia pedagógica e institucional para que esa interacción sea exitosa. En este caso, estaríamos apelando a una solución que quedaría en manos de las escuelas y los sistemas educativos.
Otra posibilidad es sostener que la sociedad debe crear las con- diciones para que todos los niños y adolescentes porten los recursos necesarios para poder ser educados, es decir, que todos se aproximen al alumno ideal. Que los niños sean como las escuelas esperan que sean, que tengan aquello que se espera de ellos. La solución, en este caso, está fuera de la escuela, y pasa a ser objeto de políticas econó- micas, sociales y culturales. Planteado en estos términos, o la escuela hace el esfuerzo de acercarse al alumno real, o la sociedad asume el compromiso de garantizar que todos los niños se asemejen al alumno ideal esperado por las escuelas.
En los hechos, y tal como se desprende de los ejemplos expuestos, la solución estaría en una suerte de articulación de ambas estrategias, en cuya ponderación intervienen no sólo criterios prácticos, sino tam- bién éticos y políticos. Salvo casos que se destacan por su excepcio- nalidad, hoy por hoy, no se cuenta con estrategias que permitan garantizar resultados de calidad en contextos de exclusión. La exclusión es un obstáculo para la educación, y parecería legítimo exigir la re- composición de los lazos que permitan la integración social a fin de garantizar condiciones sociales para el aprendizaje. Frente a estos es- cenarios, la prioridad parecería estar en recomponer el escenario social, es decir, reducir la brecha desde afuera de la escuela. La estrategia sería una fuerte articulación con programas sociales y productivos en los cuales se pueda recomponer la situación social de la comunidad, con un trabajo intenso en las escuelas para colaborar con este objetivo.
Ahora bien, en la mayoría de los casos, la brecha cultural también obstaculiza la educación. ¿Se le puede pedir a un indígena que renuncie a su identidad para poder ser educado en la escuela? Esta situación compromete a los sistemas educativos a realizar el esfuerzo de aprender
a educar a estas comunidades a partir de sus recursos y tradiciones. Esta brecha debería reducirse, indiscutiblemente, desde la escuela. El desafío es desarrollar una propuesta educativa que parta de un profundo conocimiento de las tradiciones y el presente de estas comunidades, y lograr así prácticas educativas que garanticen aprendizajes de calidad.
El tercer ejemplo, que pone el énfasis en las cuestiones familiares, parece más complejo de abordar. En la medida en que las dificultades resultan del proceso de empobrecimiento o marginación de las fami- lias, sería legítimo esperar que el esfuerzo se hiciera desde afuera de la escuela, fortaleciendo la autonomía de las familias y las comunidades en la construcción de su bienestar, y recomponiendo, de ese modo, las condiciones sociales para el aprendizaje. Pero, en tanto las trans- formaciones en los hogares proceden del despegue de ciertos esquemas tradicionales de funcionamiento de las familias y la incorporación de nuevas pautas que organizan la dinámica dentro del hogar, parecería que la escuela debería ser tolerante con respecto a estos cambios y hacer el esfuerzo de incorporarlos.
La búsqueda de un ajuste entre la propuesta educativa y el con- texto implica un agudo análisis que partirá del reconocimiento de que, seguramente, habrá que operar sobre cada una de las partes de esta relación, con un énfasis que dependerá de cada caso en particular. La suma de los innumerables casos que se presentan en cada contexto social específico lleva a comprender que, en general, operar sobre la brecha, es decir, garantizar una educación de calidad para todos, es operar simultáneamente y en forma articulada sobre ambos extremos, en función de las características de esta relación. Parece imposible re- ducir la brecha si el Estado no recupera la capacidad de incidir sobre los procesos sociales y de reducir el impacto negativo que estas trans- formaciones tienen sobre buena parte de la sociedad, pero también lo es si la escuela no inicia un proceso de revisión de sus prácticas, un rediseño de sus propuestas, si no se posiciona de otro modo frente a esta realidad.
Los ejemplos desarrollados nos permiten visualizar situaciones frente a las cuales las posibilidades de aportar soluciones desde la es- cuela son elevadas. Como ya se señaló, la cuestión cultural constituye
un desafío histórico para la educación, y son muchos los esfuerzos realizados para afrontarlo. A pesar de ello, aún queda mucho por hacer y es éste uno de los objetivos que deben estar presentes en toda pro- puesta escolar. La cuestión intercultural constituye aquí un ejemplo de las situaciones en las que está en juego la educación de los niños y adolescentes, pero donde la solución es, fundamentalmente, un problema educativo. Es importante destacar que este desafío no sólo se hace presente en las comunidades tradicionales, con sus propias lenguas y costumbres, sino también en las zonas urbanas, frente a jó- venes que configuran su identidad a partir de la pertenencia a múltiples grupos de referencia, o tribus urbanas, con sus códigos, valores, esté- ticas, pautas de consumo y costumbres. Conocer más estas culturas, ya sean las tradicionales o las nuevas culturas urbanas, apropiarse de ellas, entenderlas, es un camino sumamente fértil hacia la reducción de estas brechas.
La situación es diferente cuando se presentan dificultades que surgen como consecuencia del deterioro de las condiciones de vida de las familias y, en el caso más extremo, en contextos de exclusión social. Sin dudas, lo que se puede hacer desde la escuela aparece como más acotado. En el nuevo escenario social latinoamericano, las familias pobres son más pobres, la cronicidad en las carencias se convierte en exclusión y los sectores medios son cada vez más vulne- rables. Hay muchos indicios para sostener que este cambio se tradujo en un aumento de la brecha entre la escuela y las familias, de un de- terioro en las condiciones de educación. Cada vez son más los esce- narios sociales en los que la situación obstaculiza las prácticas educativas; consecuentemente, los sistemas educativos enfrentan cada vez más dificultades ante las cuales no pueden solos y necesitan de la articulación con otras políticas de Estado para garantizar logros en el aprendizaje de los niños y adolescentes.
Es legítimo sostener que el problema de la brecha entre el alumno ideal para el que fueron pensadas las prácticas educativas de cada establecimiento y el alumno real que ingresa a sus aulas es un pro- blema al que, en principio, debe dar respuesta la escuela. La solución a este problema pasaría por ajustar las estrategias pedagógicas e ins- titucionales a las características sociales y culturales de estos niños
reales, es decir, acercar el niño ideal al real. Pero también es legítimo preguntarse, frente a este nuevo panorama social, si no se estarán conformando escenarios con tal nivel de deterioro y privación que, frente a ellos, no habría pedagogía posible.
El límite entre aquellas situaciones que dependen de la escuela y las que no es sumamente difícil de encontrar, y requiere de una gran sensibilidad por parte de quienes están al frente de la escuela. Existe el riesgo de creer que los problemas están fuera de la escuela, en las familias, en los niños –la tan escuchada frase “y cómo quiere usted que yo pueda educar a un niño así”–, y de renunciar así a hacer el es- fuerzo necesario para lograr una relación más estrecha con ellos. Son situaciones atravesadas por un gran pesimismo que terminan siendo sumamente injustas con los alumnos.
Pero existe también el riesgo de subestimar los obstáculos que el medio social instala, al creer que, con una estrategia pedagógica adecuada en la escuela, todo niño tendría éxito escolar. Estas otras son situaciones signadas por un gran optimismo pedagógico que, en muchos casos, cuando el nivel de carencias es tal que el fracaso mu- chas veces se impone, redundan en una gran frustración de los do- centes, por lo que terminan siendo injustas con ellos mismos.
1. la institución escolar
¿Cuánto aporta la escuela, en tanto institución, a esta creciente brecha? Al recorrer escuelas, la debilidad institucional no pasa inad- vertida. La desatención de los recursos físicos, la falta de materiales provistos a los docentes para abordar el nuevo escenario y la debilidad de las normas son expresiones de escuelas desvinculadas de un cuerpo institucional que les dé solidez y legitimidad y que, en consecuencia, navegan en una especie de deriva timoneada por la intuición y la vo- luntad de docentes y directivos.
Un hecho que se pone en evidencia en el discurso de quienes están en las escuelas es que aquello que la institución no ofrece, lo
inventa el docente o el director; lo que la escuela ya no puede ofrecer, lo agregan directivos y docentes. Como resultado de esta dinámica, los agentes quedan afectados y se ven obligados a inventar una serie de operaciones para habitar las situaciones institucionales. Si el agente no configura activamente esas operaciones, las instituciones se vuelven inhabitables. Uno se encuentra permanentemente con docentes y di- rectores de escuelas que, ante la ausencia de una respuesta institucional al nuevo escenario social, improvisan soluciones informales, con mayor o menor grado de éxito. Si, a pesar de que el alumno real se parece cada vez menos al alumno esperado, las escuelas siguen funcionando, ello se debe, en gran medida, a la capacidad de los docentes y direc- tivos de soltarse de la inercia y lentitud de la institución que les da soporte, y animarse a actuar desde su compromiso y sus capacidades, en prácticas ya desinstitucionalizadas.
La dinámica institucional presupone una superioridad del rol sobre el individuo. En este sentido, es esperable que el maestro sea portador de principios que estén por encima de él, que sean expresión de la institución en la que está trabajando, que el rol quede por delante de la personalidad, invisibilice al sujeto. Hoy, en el proceso de desinstitu- cionalización que vive la escuela, las prácticas cotidianas en el aula se constituyen en relaciones personales, intersubjetivas; en consecuencia, el conflicto, también desinstitucionalizado, pasa a ser psicologizado.
En los hechos, las escuelas logran muchos de sus resultados a partir de las iniciativas personales de los docentes y los directivos, quienes se ven en la necesidad de sumar un plus de energía e inventiva a sus tareas para poder educar en situaciones cada vez más adversas. Cada maestro se ve limitado por los recursos institucionales que porta y enfrenta el desafío de un involucramiento personal sin el cual estaría en juego la situación de sus alumnos, la suya y la de sus instituciones. Son ejemplo de esto quienes ponen plata de sus bolsillos para las meriendas, los que se convierten en “terapeutas” de los padres de sus alumnos, quienes salen a buscar a los niños a sus casas ante la ame- naza de deserción, los que se convierten en cocineros, quienes quitan los piojos de la cabeza a los niños, quienes les enseñan a usar el baño y quienes deben improvisar nuevas formas de enseñar frente a esta realidad que se les mueve.
En este nuevo escenario social, los docentes, al igual que los tra- bajadores sociales, los agentes sanitarios y otros funcionarios públicos que tienen interacción permanente con las familias remiten inevita- blemente a la imagen de soldados que son enviados al frente de batalla con un armamento obsoleto y en mal funcionamiento. Sea por sostener prácticas institucionales desde diagnósticos que subestiman la gravedad y profundidad de los procesos sociales que se están viviendo, por ca- recer de los recursos adecuados para desarrollar una oferta a la altura de las circunstancias o por no dar prioridad a la educación en los sectores sociales más postergados, los sistemas educativos colocan a docentes y directivos en una realidad que supera por lejos sus posi- bilidades de acción, con la expectativa de que van a poder arreglarse de algún modo, poniendo de sí aquello que no se les brinda institu- cionalmente. Cuanto más visibles son las iniciativas de los docentes, más cuestionada queda la institución a la que pertenecen. El despla- zamiento que debe hacer el docente respecto de su lugar institucional para hacer frente a un problema da cuenta de la incapacidad de la institución de ofrecerle los recursos necesarios para abordarlo.
Así, el fortalecimiento de las instituciones es el punto de partida para poder reducir esta brecha creciente y recomponer así las posibi- lidades de desarrollar prácticas educativas exitosas en un mundo di- námico y cambiante. Este fortalecimiento implica dotar a las instituciones de capacidad para elaborar un diagnóstico de lo que ocurre en su entorno y de convertirlo en elementos con los que identificar las par- ticularidades de lo que significa educar en el nuevo contexto social. Quiénes son sus alumnos, de qué familias vienen, qué traen y qué esperan son preguntas que deben responderse ante la necesidad de desarrollar una propuesta acorde a sus características, para poder así garantizar resultados de calidad en su educación. Una propuesta edu- cativa que no se diseña a la medida de esos niños está condenada al fracaso y refuerza las desigualdades existentes en el acceso al conocimiento.
Fortalecer las instituciones es, además, ofrecer a los docentes las condiciones institucionales y la capacitación necesarias para poder diseñar, discutir y probar una propuesta pedagógica acorde a los alumnos que ingresan a las aulas. Ello implica acuerdos, consensos,
modos de trabajo que permitan a todos abordar roles en una institu- ción que los integre, de la que todos se sientan parte.
Por último, fortalecer las instituciones escolares es dotarlas de los recursos que garanticen una buena articulación con la comunidad, capacidad de comunicar, de administrar conflictos o de liderar un proceso de transformación educativa que excede a sus propias paredes y que involucra a la comunidad en la que está inserta.
2. De la ley a las reglas de juego
Si bien la escuela es una de las instituciones más afectadas por el impacto de la globalización en la dinámica social y cultural, también es cierto que, a diferencia de otras, cuenta con un grado de legitimidad que potencia su capacidad de acción. El crecimiento sostenido de las tasas de escolarización, los acuerdos internacionales orientados a ga- rantizar la inclusión de todos los niños y adolescentes en la escuela, y el esfuerzo y compromiso cotidiano de directivos y docentes son el bastión al que no hay que renunciar. Si desde múltiples espacios de la vida social se exige que la escuela exista, entonces la escuela debería poder existir en este nuevo mundo, y para poder habitarlo es necesario, ante todo, conocerlo y desde ahí buscar los puntos de articulación que permitan recomponer los espacios de aprendizaje.
Ahora bien, no hay dudas de que la globalización entró a las aulas. Por el nuevo rol que tiene el Estado, su dificultad para sostener una identidad común alrededor del ciudadano y el Estado-nación, por los procesos de atomización social descritos, por un acceso más universal a una cultura cada vez más desvinculada de lo local, la configuración del espacio en que se llevan a cabo las prácticas educativas es otra.
Las viejas sociedades facilitaban el ingreso de los individuos a las diversas instituciones que las sostenían. Podría decirse que existía una coherencia –una suerte de complicidad– entre las instituciones en las que se desarrollaba el ciclo de vida de las personas, gracias a la cual el paso de una institución a otra era vivido naturalmente, sin sobre-
saltos, sin grandes conflictos. En primer lugar, las familias preparaban a los niños para la escuela; sabían cómo hacerlo, los constituían en educables para el sistema. Luego, las escuelas los recibían y mantenían con ellos una relación predecible. Pero, además, la escuela preparaba a los jóvenes para el sistema productivo. También sabía cómo hacerlo, cómo constituirlos en obreros, en empleables. De este modo, el joven pasaba de la escuela al trabajo sin sobresaltos. Tres instituciones dife- rentes que operaban armoniosamente, se complementaban, eran so- lidarias entre sí, como si existiera una instancia superior que las orientara, les marcara su tiempo, el momento de aparición y articula- ción con las otras instituciones. Esta instancia efectivamente existía: era el Estado (Corea y Lewcowitz, 2004).
En este nuevo escenario, en que el Estado delega en parte su responsabilidad de articular normativamente al resto de las institucio- nes, la coherencia tiende a desaparecer. Se genera, entonces, una multiplicidad de configuraciones institucionales que atentan contra la posibilidad de conformar subjetividades homogéneas. Antes, la familia preparaba a los niños y adolescentes para la escuela y, sobre estas marcas, la escuela los configuraba como alumnos. Hoy, esta relación ya no existe, no es la norma. Los hilos del entramado institucional se han debilitado a tal punto que, por momentos, cada institución parece navegar a la deriva. No hay un código común que permita recorrer comunicacionalmente las instituciones como un todo. No existe tal lenguaje común.
En este sentido, la primera tarea de cada institución es la produc- ción de herramientas discursivas para cada situación. Ya no existe un sentido estable dado por la articulación simbólica entre instituciones, ya no está claro el lugar de la escuela en el entramado social. Hoy, cada vez más, nos encontramos ante situaciones dispersas. Si antes la ley del Estado operaba como ley trascendente, hoy es necesario re- componer la situación de aprendizaje a través de otros recursos. La regla, por esto, pasa a un primer plano.
La regla se opone, en este punto, a la ley, en tanto es dinámica. No trasciende el espacio que construye, no hay regularidad definitiva. No es estable. Es única para cada situación. Y es precisamente en este
aspecto que radica su enorme potencial, pues la regla posibilita el encuentro, es regla de juego. En tiempos globalizados, es imprescin- dible una respuesta local y, aún más, situacional. Cuando esa articu- lación familia–escuela–sistema productivo se rompe y desaparece una ley que las engloba, cada una de esas instituciones debe encontrar sus propias reglas de juego, su propio sentido.
Parecería que hoy se hace necesario, incluso, discutir en cada escuela cuál es la razón de ser de esa institución. Y más aún, por qué educar. Las respuestas globales a estas preguntas se desdibujaron. Se- guramente, si uno explicita este interrogante, surgirán en primera instancia frases que expresan un saber hecho sentido común, que se fue configurando décadas atrás, cuando el mundo era otro. Luego, con esas frases sobre la mesa, o materializadas en una pizarra, segu- ramente sobrevendrá la desazón de sentir que poco nos hablan de nuestra realidad, que no nos ayudan a encarar las situaciones en las que estamos operando.
El desafío de establecer un encuentro entre la escuela y la comu- nidad y, de este modo, tender hacia prácticas educativas exitosas, de- bería comenzar, tal vez, por estas preguntas fundacionales, innecesarias no hace mucho tiempo.
3. la escuela y la comunidad
Otro plano de intervención que se debería tener en cuenta desde la escuela es la posibilidad de reforzar su relación con el entorno ins- titucional y la comunidad de la que forma parte. El aislamiento insti- tucional limita las posibilidades de recomponer las condiciones de aprendizaje. En este sentido, la posibilidad creciente que tienen las instituciones de incidir en el diseño de políticas públicas desde el ámbito local implica la identificación y construcción colectiva de un perfil propio como actor social. Influir sobre las decisiones públicas en función de los intereses colectivos locales es contrarrestar los efectos de la desinstitucionalización.
En este punto, la escuela es una institución privilegiada, dado que cuenta con múltiples recursos para conformar redes, y articularse con otras instituciones similares y con los otros actores sociales de la comunidad. La conformación de redes es una herramienta sumamente valiosa para revalorizar y capitalizar el trabajo local, dado que, en contextos donde lo institucional, lo partidario y político se encuentra desacreditado, éstas representan una gran oportunidad para construir un poder social que estimule y garantice las acciones.
Como parte del mismo proceso, la legitimidad de la institución está en el grado de involucramiento y participación de la comunidad. En este sentido, el objetivo de formar parte de redes institucionales es generar y circular propuestas locales, promover experiencias exitosas, o permitir la instalación de la participación como instrumento de de- sarrollo y empoderamiento de la institución en sí misma y de la co- munidad en tanto estrategia que involucra a todos los actores.
Recomponer las condiciones de aprendizaje a través de la reduc- ción de la brecha entre el alumno ideal y el que efectivamente asiste a las aulas implica posicionarse críticamente frente al nuevo contexto de socialización. En este mundo cada vez más globalizado, la escuela debe asumir una posición más crítica frente a los valores que existen fuera de ella, que permean sus aulas, para discutirlos y cuestionarlos. La escuela tiene la capacidad de resistir las prácticas excluyentes, fragmentarias, individualistas o antisociales que se instalan cada vez más en nuestro medio. Asumir la capacidad política de la escuela es, precisamente, no tolerar de brazos cruzados los efectos de las crecientes desigualdades y de la crisis de cohesión social dentro de la institución educativa ni en la comunidad. En ese sentido, la escuela, en su relación con su comunidad, debería representar un espacio de reacción a las históricas injusticias presentes en la historia de la región, y que se ven profundizadas con los impactos nocivos de la globalización. Es en este punto donde cabe, en cada institución, una profunda reflexión sobre el potencial que tiene la escuela, frente a su comunidad específica, como espacio de contracultura (Tedesco, 2005).
Vivimos un momento sumamente difícil para la educación en la región. Por un lado, nuestras sociedades son cada vez más complejas. Las desigualdades son mayores, y aumenta la heterogeneidad de los contextos en que se educa. Cada vez más, vemos situaciones de po- breza extrema, exclusión social, marginalidad y violencia que operan como un obstáculo para el éxito de las prácticas educativas. Y todos estos fenómenos son la expresión de una transformación más profunda que viven los países de la región, asociada al proceso de globalización, que, seguramente, son el inicio de una nueva etapa de la historia de América Latina.
Por el otro, en estas sociedades más complejas, sobre las que los Estados pierden la capacidad de incidir, las expectativas que se tienen de la educación son cada vez mayores. Décadas atrás, las metas de una política educativa era que todos los niños accedieran a la escuela. Hoy, no sólo se espera que accedan, sino también que permanezcan en ella, y que logren terminar al menos los niveles de educación básica de cada país. Más aún, la expectativa de fondo es que, en el paso por estas instituciones, los niños y los adolescentes adquieran conocimien- tos que los habiliten para una vida digna en sociedad.
Cuesta pensar que, en sociedades que generan tal nivel de ex- clusión social y en las que cada vez son más claros los lugares que ocupan los ganadores y los perdedores, la meta de una educación de calidad para todos sea alcanzable. Sin dudas, esa meta requiere de acciones que tiendan a recomponer el panorama social, que exceden por lejos los alcances de una política educativa y, más aún, lo que se pueda hacer desde una escuela.
Sin embargo, la escuela es un espacio desde el cual se puede contribuir significativamente con este logro. El desafío que estas insti- tuciones deben abordar es, precisamente, recomponer su relación con el contexto, desarrollar una propuesta educativa que parta de un pro- fundo conocimiento de la comunidad en la que está trabajando, con el fin de crear las condiciones para un encuentro positivo entre el do- cente y el alumno.
Es fundamental, entonces, poder desarrollar una mirada que dé lugar a una reflexión profunda sobre el contexto en que les toca educar a cada grupo de docentes y directivos. Hoy es necesario promover una mirada curiosa sobre la realidad que rodea a cada escuela, en momentos en que nuestra realidad es cada vez más opaca, en que poco sabemos sobre ella, en momentos de una gran crisis de certezas.
Y es precisamente esa dificultad de comprender a fondo los pro- cesos sociales que están en juego en ese anecdotario que los docentes van ampliando cada día –y desde el cual intentan explicar sus logros y sus fracasos– lo que invita a trabajar con hipótesis, experimentando.
Es hora de trabajar en contextos de alta incertidumbre, dispuestos a asumir riesgos. Ello exige, más que nunca, transparencia y compro- miso con la comunidad, lugar desde el cual se brinda legitimidad a las decisiones que se tomen en cada institución. Sólo así una institución puede permitirse el momento de preguntarse, como se señalaba en páginas anteriores, por qué una escuela, cuál es la razón de ser de esa institución en ese contexto. El nuevo panorama social exige res- puestas institucionales nuevas, y es fundamental crear las condiciones para que estas respuestas puedan esbozarse en un contexto de parti- cipación y transparencia.
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