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martes, 13 de diciembre de 2011

DIDÁCTICA CRÍTICA. ALLÍ DONDE SE ENCUENTRAN LA NECESIDAD Y EL DESEO


DIDÁCTICA CRÍTICA. ALLÍ DONDE SE ENCUENTRAN LA NECESIDAD Y EL DESEO (*)

Raimundo Cuesta, Juan Mainer, Julio Mateos, Javier Merchán y Marisa Vicente1
(*) Artículo publicado en ConCiencia Social, nº 9, 2005, pp. 17-54.


Nam et ipsa scientia potestas est
Feliz tú que huyes, a velas desplegadas, de la cultura (Epicuro)


1.-  El  lugar  del  que  se  parte  y  al  que  siempre  se  regresa: necesidad y deseo

 
En  una  apasionada  expansión  poética  de  juventud,  en  1950,  E.  P. Thompson se situaba frente a las “fauces de un viento hostil” y proclamaba la facultad  de transfigurar, en el “sitio de la acción humana en el que la necesidad y el deseo se encuentran”, los elementos de la naturaleza en fuego humanizado capaz de elevar a la plenitud el ideal de un mundo ordenado y regido conforme a los deseos de sus pobladores2.

 
Pero  la  necesidad y  el  deseo distan  mucho de  gozar de  la  armoniosa convivencia que parece vislumbrarse en el texto, como, por otra parte, supo captar magistralmente Thompson en  su excelente obra historiográfica. En realidad, este poema, si bien nos fijamos, evoca la vieja y nunca acabada controversia del pensamiento social acerca de los mecanismos determinantes de la acción humana, acerca de los factores externos e internos que mueven la voluntad de los agentes sociales. Tal asunto no resulta irrelevante para quienes pretendemos sostener, con pensamientos y actos, una didáctica crítica porque  ésta se sitúa precisa e inevitablemente en  ese  lugar  donde  concurren  necesidades  y  deseos.  En  efecto,  una didáctica crítica, en tanto que actividad teórico-práctica, ha de comprender las razones de la necesidad sin ignorar los no menos poderosos resortes del deseo, al punto de poder ejercitar, en circunstancias siempre constrictivas como las de la escuela, una cierta educabilidad del deseo. Una educación que, parafraseando de nuevo al poeta-historiador “enseñe al deseo a desear mejor, a desear más, y sobre todo a desear de modo diferente” (Thompson, 1988, 727).


1 Componentes del Proyecto Nebraska, una de las agrupaciones de trabajo e investigación que formamos parte de  Fedicaria, cuya historia y proyectos de trabajo pueden consultarse  en  http://www.fedicaria.org Véase especialmente Cuesta, Mainer, Mateos, Merchán y Vicente (2005).

2 Los versos citados pertenecen al poema The Place Called Choice, recogido por  Bryan D. Palmer (2004,

24). Este cántico del historiador británico  a lo que de incierta tiene la acción humana, como bien percibe su biógrafo, dibuja un horizonte de futuro marcado por “la posibilidad de la posibilidad, no por promesas o seguridades de triunfo ni por leyes del movimiento histórico” (Palmer, 2004, 23).

 

No obstante, esta cálida pretensión desiderativa lanzada hacia la utopía ha de convivir, en conflicto permanente y nunca resuelto, en tensión dialéctica que no admite síntesis superadora, con la fría consideración de la economía de  la  necesidad estructurante del  comportamiento humano. Además, el pensamiento social de progenie crítica tiene que huir como de la peste de esas filosofías de la conciencia y de la consiguiente hueste de prejuicios ahistóricos que constituyen la sustancia nutricia de las teorías de la acción racional (tan nutritivas, por cierto, para  la defensa y sostenimiento del capitalismo), en virtud de las cuales se convierte al sujeto en un permanente optimizador de  su  intereses y  a  la sociedad en  una  noria donde rotan incansablemente individuos competitivos. Frente a tal simplismo economicista y positivista, contra la conversión del sujeto en sustancia estática (en naturaleza humana), conviene a la didáctica crítica dotarse de una  perspectiva explicativa  muy distinta que nos acerque a comprender la complejidad y opacidad de las estructuras estructurantes del comportamiento de  los  agentes sociales (en  el  caso que  nos  ocupa de profesores y alumnos). Y ahí es donde cabe recuperar la idea de que la dominación en las sociedades del capitalismo tardío y más aún en la actual estadio de sociedades de control adquiere una faz cada vez más sutil (la violencia es  más  simbólica que  física)    y  paradójica (el  dominado es cómplice de su  propio sometimiento), de suerte que los efectos de un poder quedan inscritos de manera duradera y no consciente en el cuerpo de los dominados bajo la forma de esquemas de percepción y disposiciones afectivas de diverso tipo. Ya P. Bourdieu3  supo compendiar certeramente en su concepto de habitus (interiorización e inscripción en los cuerpos de los sujetos de comportamientos socialmente pautados) su teoría de la práctica, su explicación de las “razones prácticas” que guían las conductas de los individuos que actúan en cualquier campo del espacio social.

 
Antes también la Escuela de Frankfurt indagó en los oscuros sótanos de esa “segunda naturaleza humana” que había ensombrecido el siglo XX con un despliegue de barbarie difícilmente imaginable, y que coexiste y facilita en las sociedades del capitalismo tardío la explotación de clase, género y otras.
 

3 Sería prolijo citar la larga literatura científica de este autor, clave para entender  algunas de las ideas que guían el proyecto Nebraska. Un ejemplo de cómo lo utilizamos puede verse en R. Cuesta (2003). Véase también una reciente obra L. E. Alonso y otros (2004), que toca los grandes ámbitos de investigación del sociólogo francés.


Diríase que al lado de las constricciones externas existiera una estructura interna de necesidades que condujera nuestros deseos y disposiciones prácticas como si de una segunda naturaleza se tratara4. Esa “segunda naturaleza”, infraconsciente, explicaría lo inexplicable. De modo que la pervivencia de la personalidad autoritaria demuestra que, en parte, el efecto de dominación reside en nosotros mismos y que el  miedo a la libertad ha conducido a  la  humanidad reiteradamente a  “un estado de  permanente necesidad de recibir órdenes” (Adorno, 1998, 83). Tal como si el ejercicio de la dominación hubiera precisado de una complicidad inconsciente: “El efecto de la dominación simbólica (trátese de etnia, de sexo, de cultura, de lengua, etc.) no se produce en la lógica pura de la conciencia conocedora, sino a través de esquemas de percepción, apreciación y acción que constituyen los hábitos y que sustentan, antes que las decisiones de la conciencia y de los controles de la voluntad, una relación de conocimiento profundamente oscura para ella misma” (Bourdieu, 2000, 53-54).


Más allá de que gustemos del aire de psicoanálisis social practicado por algunos de los más célebres miembros de la Escuela de Frankfurt, o bien prefiramos  el  estilo  estructural-genético  de  Bourdieu  (u  otros  muchos modos de pensar que se han ocupado de la cuestión), lo cierto es que nos vendría bien, a la hora de discurrir a propósito del significado y el alcance de una didáctica crítica, despojarnos de una vez por todas del fantoche trágico y mítico del sujeto individual como permanente calculador racional y operador consciente. Y de otro tipo de simplificaciones como la que supone   imaginar   a   los   seres   humanos   como   superficies   planas   y inmaculadas sobre las que es posible grabar e inscribir en su cerebro un repertorio de conductas predeterminado. Qué duda cabe que ello nos ayudaría  a  entender  la  complejidad  de  las  relaciones  sociales  y  nos facilitaría no incurrir más en determinadas formas de ingeniería social que al menos desde La República de Platón han tentado insistentemente a las principales utopías educativas y a sus mentores más insignes. Muchas, en efecto, y de muy triste recuerdo, han sido las búsquedas y experimentos de la eudaimonía (la felicidad) a través del Estado educador, que alcanzan precisamente su versión paroxística en algunos de los abundantes proyectos de  reforma  educativa  de  la  Revolución  francesa5.  Desde  entonces  el debatido,  aunque  no aprobado,  por  la Convención  en 1793,  del que se ha dicho  que era “una  utopía educativa con ribetes de pesadilla, una auténtico sueño monstruoso  de la razón, en el que el régimen de internado  se presenta como metáfora de una sociedad perfecta a través de un sistema de clausura, que, como ya viera Foucault, es la forma más acabada, como derivación del modelo conventual, de la escuela. Más  que  eso.  La  suprema  encarnación  escolar  de  las  <<casas  de  la igualdad>>,  auténticos  baluartes inexpugnables  de  la  república,  instalados  en  los  edificios  del  antiguo  poder  privilegiado  estamental (castillos,  conventos,  et.)  representaban  auténticas  factorías  humanas  dedicadas  a  difundir  la  nueva emparejamiento dichoso entre escuela y Estado alcanza la categoría de mito central del llamado pensamiento progresista de estirpe liberal- socialista. Pero en la actualidad, tras la barbarie totalitaria del siglo XX, esta concepción del Estado, la escuela y el sujeto educable, ha perdido todo su potencial emancipador y su recuerdo nos remite a la multitud de sueños monstruosos de la razón moderna.


4 Asunto especialmente tomado en consideración en la obras de T. W. Adorno y H. Marcuse. Un rápido y buen resumen puede verse en H. Giroux (1992, pp. 188-189).

5 Especialmente el proyecto de Plan de Eucación Nacional de Le Pelletier, presentado por Robespierre y


Estas consideraciones y otras que aquí no caben sobre el triángulo sujeto- escuela-Estado en nuestra etapa actual del capitalismo no deben echarse en el olvido, porque están en la raíz de la génesis de la circulación y corporeización de las necesidades en deseos. Pero ahora nos interesa sólo destacar y subrayar el componente no consciente, no racional y práctico de las conductas, aspecto muy a menudo soslayado en las didácticas declarativas (la didáctica como objetivos formativos) e instrumentalistas (la didáctica como tecnología de transposición del conocimiento) al uso, en las que suele subyacer, como encriptada, una imagen de  niño-alumno-normal susceptible y capaz de hacerse virtuoso al comprender la ciencia que se le ofrece en los procesos de enseñanza-aprendizaje proporcionados por la escuela.

 
Por el contrario, la didáctica crítica que aquí se propone se aparta de esta consideración simplista de la cuestión y aboga por una educación histórica del deseo. Asume que ha de estar atenta y afectar a esas turbulentas profundidades de la segunda naturaleza en donde nadan sin orientación fija los deseos. La dos caras de esta didáctica se presentan como la indagación y el aprendizaje de la relación dialéctica entre las condiciones sociohistóricas (las necesidades) y las cambiantes formas de subjetividad volitiva (los deseos) de los agentes educativos.


Pero esta delicada y compleja tarea de exploración, intra e intersubjetiva, acerca de las necesidades y deseos, nada tiene que ver con un proceso predeterminado y de final conocido, mediante el cual, ¡al fin!, encontráramos nuestra verdadera naturaleza o esencia humana (esa esencia que dan por supuesta las didácticas convencionales o no críticas). Nada más lejos que la recomendación agustiniana: “Noli foras ire, te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas (no vayas fuera vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”); y quizás mejor sería acudir a la formulación clásica de Marx en  la Tesis  de  Feuerbach: “la naturaleza humana no es algo abstracto e inherente a cada individuo. Es, en realidad, el conjunto de las relaciones sociales”. No hay, pues, fondo humano que desenmascarar, ni siquiera el “hombre genérico” en contraposición con el religión  laica, basada en dos amores:  la patria y el trabajo.  Amores  muy, que muy necesarios,  para el definitivo triunfo del capitalismo" (Cuesta, 2005a, 44).

 
ser humano alienado; existe, eso sí, un proyecto de construcción y conocimiento que inventa nuevas subjetividades conforme a fines y valores nacidos de la  confrontación cultural en el desarrollo de las sociedades. En cierto modo lo humano se define como una huida hacia el porvenir, como la  inestabilidad esencial  de  yoes,  de  manera  que  el    <<conócete  a  ti mismo>> es tarea menos que imposible6. Y ello a pesar de que la crítica, entendida en sentido gramsciano, radique en la toma de conciencia de lo que uno es en tanto que resultado de un proceso histórico-social que ha dejado  huellas  en  nosotros.  Esas  huellas  de  la  historia  en  nosotros convierten la introspección en genealogía de nosotros mismos y hace de ese inventario tarea central de la indagación histórico-cultural7.

 
Por tanto, la educación histórica del deseo, dimensión cardinal, de la didáctica critica, precisa “rechazar una  determinada teoría a  priori del sujeto para poder realizar este análisis de la relación que pueda existir entre la construcción del sujeto o de las diferentes formas de sujeto, y los juegos de verdad, las prácticas de poder, etc. (Foucault, 1994, 123). Ha de situarse, en  cambio,  en  medio  de  las  relaciones  de  poder  (eso  son,  claro,  las prácticas pedagógicas inspiradas en regímenes de verdad), soportando la inclemencia de tales relaciones y sabiendo que toda modalidad de poder y dominación genera su contrario (como se ha demostrado incluso en las situaciones más al límite)8, y que, si queremos ser algo más que sacerdotes laicos, la educación no se nos presenta como  salvación, porque no existe un sujeto que emancipar para siempre haciendo saltar los cerrojos que aprisionan su verdadero ser. La educación del deseo no consiste tanto en la liberación total como en la modesta labor teórico-práctica de impugnación y debilitamiento de los efectos de dominación más perniciosos provocando cortes intermitentes, ejemplares y demostrativos en el circuito lógico e institucional en el que las relaciones pedagógicas están institucionalizadas aquí y ahora.

 
Ahora bien, la didáctica crítica que proponemos, aunque enraizada en las formas de sentir y vivir los valores de los sujetos, no pretende tender en el diván psicoanalista a los agentes educativos individualizando cómo en cada caso las necesidades se trasmutan en deseos. La actividad didáctica, en tanto que se postule crítica, resulta ajena a cualquier imitación médico- terapéutica que estudia “casos” (imagen en la que hoy recae ad nauseam toda la educación de masas), y por tanto abomina de la administración de fármacos individuales o  fórmulas magistrales para la  orientación de  la acción. Por el contrario, la práctica pedagógica es un tipo de relación social inscrita en las relaciones de poder operantes en la escuela, y la didáctica crítica que defendemos es una actividad teórico-práctica que, teniendo por objeto la explicación y reorientación de tales prácticas, se funda en torno a tres vectores: la crítica de la cultura, el análisis genealógico  y una forma alternativa de política de la cultura. Cultura, historia y política forman parte y dibujan, pues, el trípode sobre el  que  levantamos y construimos los postulados del discurso crítico9. Pero empecemos por el principio de los principios: “cultura”.



6 A propósito del mismo R. Sánchez Ferlosio (2002, 138),  de agudeza sin par, en su Antisócrates, añade, con irónica sabiduría: “¡Sí, hombre, como si no tuviera otra cosa en qué pensar!”.

7 Como reivindica E. Said en su ya clásica obra Orientalismo (2003, 50-51).

8   Primo Levi (2003). Si esto es un hombre. Y a pesar de todo había resistencia en el inframundo que el autor describe, aunque sólo fuera como esfuerzo ciego de supervivencia.

 

2.- Cultura: nada es lo que parece


En el principio, en verdad, fue la palabra y allí se encarnó la mentira. De palabra en palabra, a golpes de saber y poder, se forjaron los valores que son, a modo de estrellas, el brillo que emite el oscuro, inmenso y ambiguo universo de la cultura. La cultura y los valores funcionan como una poderosa herramienta de producción y reproducción de la vida social, y la escuela es uno de los principales lugares donde toma cuerpo y se difunde el ethos cultural que conviene a los valores dominantes. Frente a ellos, la didáctica crítica sostiene como verdad la mentira de la cultura y de sus criaturas morales hegemónicas. La educación posee una especial relación con la esfera cultural de la vida social y de ahí que una crítica de la educación conlleve ineluctablemente una crítica particular de la cultura y, por extensión, de su plasmación en los valores morales.  El pensamiento de esta progenie nos pone en guardia sobre lo que realmente existe tras la cultura,  lo  que  se  vela  a  la  conciencia,  advirtiendo que,  como  en  las películas de  trama policíaca, nada es  lo que  parece, que  las huellas a menudo son falsas, que las pistas están amañadas y que, como siempre solía sugerir W. Benjamin, detrás de todo monumento de la cultura universal se agazapa un documento de la barbarie humana.

 

Esta  acerba  posición  gnoseológica nos  invita  a  practicar y  sugerir  los procedimientos  nietzcheanos de la escucha y la sospecha (Lizcano, 1998), como  tentativa heurística de desvelamiento de la verdad y las causas que participan de la sociogénesis de la realidad. Mediante el primer instrumento nos es dado descifrar el etymos, la genealogía, de las  palabras que otorgan nombre a las cosas reales y que, en cierto modo, les dan vida y existencia simbólica. Pero lejos de preconizar cualquier omnipotencia del discurso, pecado  atribuible  a  las  versiones  postmodernas  del  giro  lingüístico  y culturalista en  las  ciencias sociales, la  “escucha” es  actitud propia del genealogista que busca el origen y significado de las palabras en tanto que síntoma de los problemas del presente.

 
9  Ya en esta misma revista señalábamos  cinco postulados,  a modo de enunciados-guía  de la práctica, a saber: problematizar  el presente, pensar históricamente,  educar el deseo, aprender dialogando, impugnar los códigos pedagógicos y profesionales (Cuesta, 1999,  80-91).


Para  el  atento  escuchante  del  ruido  de  la  historia,  resulta  sin  duda paradójico cómo a menudo los conceptos más empleamos en el lenguaje de las ciencias sociales son aquellos cuyo significado más se nos escurre, como si de un masa amorfa y gelatinosa se tratara. Ahí, en parte, reside lo que podría denominarse el  misterio de la cultura (en realidad, el escollo de percibir lo que se agazapa, tras las palabras, en su trastienda). En su tiempo R. Williams admitía lo problemático de erigir una sociología de la cultura teniendo en cuenta la anfibología del mismo término (“una de las dos o tres palabras  más  complicadas de  la  lengua  inglesa”,  decía  a  propósito de “cultura”) sólo aparentemente difinitorio y cuya historia y uso habían sido excepcionalmente complejos y tardíos (Williams, 1994, 10)10.


El vocablo, en efecto, sólo aparece sustantivizado a partir del siglo XVIII y dentro de   un itinerario semántico   que no por casualidad confluye, en cierta manera, con el de  la separación de la voz “arte” de su prístina procedencia (artesanía), y que se flanquea de otros fenómenos más de fondo en virtud de los cuales se redefinen los conocimientos y la vieja división entre arts liberum y arts pauperum, entre saberes de los hombres libres y los del vulgo, alcanza una morfología clasificatoria más compleja, refinada  y estricta, al tiempo que las funciones disciplinarias del saber se amplían definiendo un nuevo sujeto de conocimiento11. Ocurre como si las nuevas designaciones se espiritualizaran, se recubrieran de un aura extraña al mundo del trabajo manual  y tomaran distancia y desapego respecto a un origen más cotidiano, modesto y  material. En efecto, la expresión que hoy empleamos para denominar a las operaciones humanas más refinadas procede de cultus y collere, del laboreo en la agricultura, y sólo desde el siglo XVIII acaba alcanzando su amplísimo y omnicomprensivo territorio semántico actual que oscila entre la idea de “bienes culturales” y “modos de vida”. Ya antes el territorio de lo “cultivado” quedaba reservado y adherido, como segunda piel, al ideal formativo, a la vieja paideia o   al nuevo Bildung burgués de la renacida educación de elites.


10  Ya el propio  R. Williams  había tratado  en 1958 ampliamente  la historia  del concepto  (Culture  and Society). Ahora nos basamos en su Sociología de la cultura (Paidós, 1994), que en su versión inglesa (y en la primera impresión española) llevaba por título Culture. Sin duda, el hilo de complicidades  teóricas que unen  a la historiogafía  marxista  británica  y a los estudios  culturales  del mismo origen geográfico tienen  la complacencia  del  Proyecto  Nebraska  y,  como  el  lector  o  lectora  curiosos  podrán  ya  haber percibido, no se cita en vano a ambos. Aquí las citas se emplean sintomáticamente;  no por afán erudito. No  obstante,  es  de  justicia  añadir  que  algunas  de  las  ideas  e  infomaciones  sobre  la  etimología  del concepto  pueden  verse en G. Bueno  (1996),   que realiza  un excelente  estudio  de la cuestión,  aunque nosotros   prescindimos de un marco categorial que nos parece más pesado que llevar una cruz a cuestas. También nos hemos valido del libro de T. Eagleton (2001), del que hemos aprovechado  su crítica de la deriva culturalista del pensamiento  postmoderno.  Para una mirada rápida y enciclopédica  a un tiempo a temas similares, recomendamos M. Payne (comp.) (2002) y también U. Daniel (2005).

11 Además de consultar con provecho la obra de  L. Shiner (2004) conviene hacer otro tanto con la de  G.Bueno (1997, 29).

 
Claro que ya en el mundo clásico las disciplinas legítimas y más nobles (las siete artes liberales, el core curriculum de la paidea) poseían una fuerte connotación de uso ostentoso del tiempo libre, un derroche de ociosidad en el  que  la  producción y  el  consumo de  determinados bienes  culturales evocaban en sus propietarios una lujosa adquisición y un símbolo de superioridad. La recepción bajomedieval del pensamiento aristotélico insufló nueva vida y  actualidad a la divisoria y contraposición entre, por un  lado,  lo  mecánico, servil, manual y  utilitario frente, por  otro,  a  lo abstracto y carente de utilidad propio del hombre (más que de la mujer) honesto. En esa dicotomía se han movido los modelos de subjetivación y relación con el conocimiento de las clases altas de la modernidad y los tipos ideales reinventados en la Europa del Antiguo Régimen. En efecto, superada la radical y grosera   especialización estamental entre guerreros (bellatores) y clérigos (oratores), entre la espada y la pluma, los renacidos prototipos de  hônnete homme, gentleman, o caballero, apelan todos ellos, bajo distintas denominaciones y variedades nacionales de hombre (que no de mujeres),  a una determinada relación con el conocimiento, que podría ser comprendida  y compendiada como posesión (de bienes espirituales e intangibles de incalculable valor), como distancia (respecto a los demás, ya que el sujeto moderno se forja en la soledad de la que voluntariamente se rodea el pensador recogido sobre sí mismo) y como desinterés (en tanto en cuanto el saber queda alejado de toda preocupación mundana y adquiere la propiedad de una circulación autorreferencial y autofecundadora de ideas sobre ideas). El conocimiento como propiedad,  como distancia inefable y como acto desinteresado e inútil se adhiere e inserta en una afirmación de la cultura como depósito histórico de bienes espirituales generados por el discurrir individual. De esta forma la privatización de la cultura, su individualización, viene a esconder sistemáticamente la dimensión social (de clase, género y etnia) de los procesos de generación de conocimiento, inscribiendo   los lamentos de los poetas, las sesudas reflexiones de los filósofos, las agudas observaciones de los naturalistas, los elegantes razonamientos de los matemáticos, etc., en los nuevos encadenamientos y vínculos establecidos por la  modernidad entre el  saber, el  poder y  las formas  de  subjetivación. Así,  en  el  retirado  silencio  del  desván  de  la conciencia individual se forja la orla, a modo de aura, que envuelve a las hermosas criaturas de la cultura “culta”.


Hoy el concepto de “cultura” (la concepción acrítica, afirmativa y complaciente del mismo) tiende a quedar cosificado, es decir, desvinculado de su condición terrena e histórica, en cierto modo, “naturalizado” gracias a la casi universal y ciega fe en la existencia de un depósito y legado esencial de  bienes  espirituales  fruto  del  inconmensurable progreso  de  la  razón humana. Esta metanarrativa implícita, que aparentemente pudiera sorprender en tiempos inestables y postmodernos, está perfectamente arraigada en el mundo de la educación y la cultura. El discurso pedagógico progresista respira, a poco que se abran sus poros, por ahí:

 
“La perspectiva de hacer de la educación, de la práctica de la enseñanza, del curriculum y de la institución escolar un programa favorable a la subjetivación, donde cada cual pueda ser él mismo, expresarse con    libertad  y  autonomía todo  él,  nutriéndose de  la cultura y comprometido con causas sociales emancipadoras de todos los demás sujetos, constituye toda la parte del programa moderno que queda por alumbrar” (Gimeno, 1998, 211).

 
Quede este fragmento como muestra de ese pertinaz  idealismo (kantismo) cultural y pedagógico. O sea, la promesa de la Ilustración está por cumplir. El inmenso valor nutricio de la cultura, al parecer, es por sí mismo performativo de la emancipación. Así, a más cultura, más emancipación. Ni falta que hace, dado su intrínseca bondad, poner adjetivo alguno al término “cultura”; es como un pasto fresco y siempre alimenticio para todos los elegidos que de él quieran gozar. En una palabra, la cultura, cualquiera que ella sea, nos hace benéficos y, como también suele pensarse con notable pereza mental, cualquier lectura nos hace sabios12. Ésta es la recurrente faz discursiva de lo que Lerena (1983), haciendo uso de Hegel, daba en llamar “las clases de la cultura”, es decir, el batallón cada vez más recrecido de sectores de la pequeña burguesía o clases medias (los especialistas en el campo simbólico) encargados de proporcionar el arsenal de actitudes y argumentos justificativos de la inherente nobleza de la cultura y sus obras, de la  platónica consideración de los lazos de necesidad que unen  el saber, la belleza y la virtud. Y esta obra   histórica de espiritualización de la cultura, como emanación luminosa de la divinidad, se acompaña de una progresiva descorporeización del acto de pensar, convirtiendo el camino de la  verdad  a  través  del  conocimiento en  una  dolorosa  ascética,  en  una pavorosa negación del  placer,  merced  a  la  cual,  el  alma  separada  del cuerpo, alcanza un  bien supremo desprovisto de  vida.  Este  camino de perfección, acentuado por tintes religiosos pero perfectamente compatibles con el pensamiento laico ilustrado, contiene la promesa de la negación del deseo mediante la razón. Frente a ello, ya en su tiempo, Epicuro reclamaba (y hoy nosotros con él) un orden de pensamiento fundado en “una teoría del más acá, cuyo centro fuera el cuerpo. Educarlo era, pues, aceptarlo; reconocer que en él reside toda posibilidad de sentido en la vida y toda esperanza de hacer una cultura que no sea ya una cultura de  logos, sino de cuerpos”. De ahí sus palabras: <<Feliz tú que huyes, a velas desplegadas, de toda clase de cultura>> (Lledó, 1999, 144). La negación radical del filósofo griego, que nada tenía que ver con el irracionalismo ni con un hedonismo desprovisto de  valores,  podría  ser  ejemplo de  crítica  de  la cultura y de invitación a una nueva educación del deseo. Sus palabras nos ayudan a ponernos en posición de “escucha”, a imaginar una contracultura de raíz materialista más allá de los subterfugios de las ideologías dominantes.

 

12   Ya en su tiempo  A. Schopenhauer   en Paralipomena   (véase El arte de insultar, Edaf, Madrid, 2000, pp. 62 y 172),   distinguía entre tres clases de autores: los que escriben sin pensar (como de memoria); los que piensan mientras escriben, y los que ya han pensado antes de ponerse a escribir. Estos últimos son los más infrecuentes y los primeros los más numerosos. Éstos pertenecen al género de los “hacelibros” <<que toman el contenido directamente de otros libros; de éstos pasa a los dedos, sin haber pagado derechos de aduana  ni  haber  sido  sometido  a  un  registro  en  la  cabeza,  y,  menos  aún,  sin  haber  experimentado reelaboración de ninguna clase”

 
Ciertamente, el entendimiento de la cultura como razón universal realizada y  como  producto de  un  sujeto  racional  y  trascendental incontaminado oculta celosamente la idea de que, como no se cansaba de repetir Foucault, toda verdad tiene su historia y que, por ello mismo, todo conocimiento se inserta en conexiones extralógicas, socio-lógicas, donde aflora cómo la producción, apropiación y distribución del mismo se inscribe en relaciones de poder (de clase, de género y otras) no siempre visibles, no siempre inmediatamente legibles.


La compleja legibilidad de tales relaciones nos conduce, como sin quererlo, hacia   el   que   dimos   en   considerar   segundo   postulado   heurístico nietzscheano de  nuestra somera indagación de la cultura: la sospecha. Para decirlo al modo poético, pues este género nos conviene, en el fondo y en la forma, al razonamiento crítico en el que nos situamos, iremos al soberbio poema hispanomusulmán del siglo XI, El collar de la paloma, donde se declara la necesidad de   tomar “la sospecha como certidumbre y la certidumbre como sospecha”. Valga, pues, como lema.

 
Y para dar razón de este dialéctico emparejamiento entre certidumbre y sospecha nos viene que ni pintado traer al recuerdo, por más que sea de forma breve y como de pasada, a ilustres predecesores del pensamiento que piensa contracorriente. Se trata, como no podía ser menos, de los tres autores los que reiteradamente se remonta la crítica de la cultura  en la era del capitalismo, los llamados los maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. Por más que la invocación a la muerte del sujeto y del autor sean temáticas recurrentes en nuestro tiempos, lo cierto es que esos tres nombres y sus obras gozan de una excelente salud y una merecida fama, pese a rondar o superar los cien años de vida. Su trabajo ha sido como el referente obligado, bien para ser negado, bien para ser reafirmado. En cierto modo, la historia intelectual del siglo XX se ha hecho a favor o en contra de la tríada de pensadores de la sospecha.

 

La razón de tan larga pervivencia, la causa de la vigencia de algunas de sus ideas, más allá de los que acrítica e idolátricamente reclaman su genio irrepetible, estriba en que los tres supieron poner la cultura en su sitio. Es decir, supieron ver detrás de los valores dominantes y correr la cortina que deja al descubierto el patio trasero, nada agradable, de la vida social. Marx percibió tras el discurso científico positivista la ideología burguesa y las libertades de Estado liberal la explotación capitalista de las clases trabajadoras; Nietzsche supo impugnar la moral miserable y cultifilistea de su tiempo como una plasmación histórica  de las relaciones de poder; Freud alcanzó a vislumbrar un regulador oculto de la conducta (el inconsciente) y a  encontrar  tras  la  cultura  establecida  los  mecanismos  de  represión instintiva del  individuo. En  todos,  por  distintos  motivos  y  desde  muy variadas actitudes personales ante la vida social de su tiempo,  lo real se presenta oscurecido por las relaciones de explotación económica, por las determinaciones de  poder  y  por  los  mecanismos de  autorrepresión del sujeto. Las razones que mueven la  realidad son otras muy distintas que las razones con las que se justifica la existencia de la vida social. Así, el pensamiento crítico invierte el dictum hegeliano y afirma: lo real no es racional. Las raíces del pensamiento crítico actual se remontan, pues, a esta trinidad de hombres (su condición de género no es ajena, como se puede suponer, a su acentuado androcentrismo, que supieron enjuiciar aceradamente la sociedad de su tiempo, embrión y promesa de la nuestra 13.

 
En El malestar en la cultura, texto escrito en 1930, todavía guarda hoy en su seno una alegoría firme y brillantemente ilustrativa de los mecanismos psíquicos ocultos generadores de la cultura, mediante la negación del sí mismo, la introyección del sacrificio y, en suma, el coste que el individuo debe soportar, la factura que necesariamente pasa a sus deseos la necesidad de incorporarse a la vida social. Parte Freud de la consideración de un hilo conductor de la acción humana: evitar el dolor y buscar el placer. En cierto modo, ese sujeto, transmutado en optimizador de sensaciones placenteras, es la versión psicoanalítica del homo oeconomicus de la economía política burguesa. Pero siendo tal configuración de la naturaleza del sujeto más que discutible, aún así resulta intelectualmente estimulante acercarse a los mecanismos psíquicos donde se forja la cultura. Así el sujeto deseante se manifiesta como un celoso guardián de sí mismo (“como una guarnición militar en una ciudad conquistada”), dispuesto en cualquier momento a poner en funcionamiento el autocastigo producto del sentimiento de culpa: “el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por el aumento del sentimiento de culpabilidad” (Freud, 1973,
 

13   Por  nuestra  parte,  se recomendaría  leer  o releer  tres  obras  breves  pero  enjundiosas  y claves  en el pensamiento contemporáneo, a las que  regresamos, con provecho y renovadas energías, más de una vez: El Manifiesto del partido comunista, de C. Marx y F. Engels; La genealogía de la moral, de F. Nietzsche, y El malestar en la cultura, de  S. Freud. Son lecturas de base, de cimientos que forjan un fondo común sólido.  Ninguna  de  ellas  habla  de  la  escuela  y  sólo  lejanamente  de  la  educación,  pero  sí  de  los mecanismos  que  explican  ese  malestar  cultural  sobre  el  que  se  alza  la  mirada  disconforme  de  todo pensamiento crítico.

 

75). Esto es lo realmente interesante en el modelo freudiano de aproximación a la evolución cultural, porque además el sentimiento de culpa  engendrado  por  la  cultura  no  se  acaba  de  percibir  como  tal, permanece inconsciente, es como un vago descontento, un impreciso “malestar”, que se suele atribuir a otras motivaciones  (Freud, 1973, 77). Para el maestro de Viena podría ocurrir un día, cosa que él estaba lejos de desear, que tal sentimiento se vuelva insufrible y se ponga en peligro el conjunto de la vida social. Para evitarlo estaba la cura psicoanálitica. Muy

lejos quedaban, más en el tiempo ideológico que en el tiempo real, la crítica radical al sentimiento de culpa en Nietzsche o las apelaciones revolucionarias de Marx.



Pero el desafío de bajar a los sótanos de la conciencia para apreciar la mentira de la cultura, pese a unos y otros quedó en pie. Es el trabajo que retomó y tocó hacer a la Escuela de Frankfurt. En cierto modo, atravesar el río de la crítica necesariamente obliga mojarse las espaldas con el agua que fluye de la Escuela de Frankfurt. La aproximación de T. W. Adorno a la teoría de  Freud representa el  intento  más  brillante  y  pionero  de  casar psicología con sociología, de dar un tinte sociológico a las tesis freudianas, que, como bien dice uno de sus biógrafos más   excelentes, aprovecha el psicoanálisis como arma afilada de exploración de  la  realidad y como epistemología despojándola de su lado terapéutico” (Müller-Doohm, 2003,  158)14.

 

En efecto, quizás sean los pensadores de la Escuela de Frankfurt (a pesar de sus innegables diferencias) quienes en el transcurso del siglo XX   mejor recojan y traten de fundir esa triple herencia de la sospecha  dentro de una nueva sistemática de   crítica de la cultura en la sociedad de masas. Si hubiera    que  elegir  una  de  sus  obras,  acudiríamos a  Dialéctica de  la Ilustración, libro extraño donde los  haya,  inquietante y  bellísimo, casi musical (sin la música la vida sería un error, afirmaba Nietzsche, el más corrosivo de los pensadores de la sospecha), interpretado a cuatro manos por M. Horkheimer y Th. W. Adorno en medio del fragor  de la segunda guerra mundial. Allí,  bajo la  mirada implacable de  la  razón histórico- crítica,  se  ataca  el  “infortunio triunfal”  de  la  razón  moderna.  Allí  “la historia de la civilización es la historia de la introyección del sacrificio”, la historia de la negación del deseo y la renuncia a la dimensión dionisíaca del ser humano. En la idea de cómo la razón moderna se convierte en instrumento de dominación se condensa todo el primer fundamento crítico de la educación escolar en la era del capitalismo. La crítica dialéctica  de la escuela como institución versa a propósito de cómo una promesa de liberación devino en su contrario, en instrumento disciplinario   de sometimiento. De ahí que nuestra desconfianza respecto a las bondades de la escolarización se acoja a esta tradición impugnadora de la saga heroica del progreso, y que reivindica, en cambio, la imagen frankfurtiana del terrible sacrificio que se repite en cada infancia hasta el logro de una identidad que niega el deseo y ahonda en los valores meramente instrumentales y represivos de la cultura y el saber.


14 Recomendamos la excelente reseña de la obra de Adorno a cargo de J. Gurpegui (2004) publicada en nuestra revista;  con la monumental biografía de Müller-Doohm (2003)  el ágil ensayo de M. Tafalla (2003) forman un tríptico de lecturas y guías para encontrarse con el pensador alemán, del que por cierto la editorial Akal está sacando su producción intelectual en formato de bolsillo.

 
En  la  Escuela de  Frankfurt ya  se  exhibe la  paradoja  de  las  paradojas inherente a toda crítica de la modernidad: cómo poner bajo sospecha la razón desde la razón, cómo traspasar   los valores dominantes desde un lugar valorativo nuevo o un no lugar amoral. Este peligroso filo de la navaja es en el que se instala la reflexión teórica de M. Foucault, quien recoge el desafío nietzscheano de trasvalorar todos los valores mediante el empleo de la genealogía como método de crítica del conocimiento. De modo que el pensador francés sitúa la verdad en el campo de fuerzas (saberes-poderes) que históricamente formulan enunciados y proposiciones con pretensión de validez. Toda verdad, como la razón misma, tiene su historia (interna y externa) y la forma de acceder a aquélla (a la verdad) es pasando por ésta (la historia). En Vigilar y castigar, texto inesquivable para comprender la génesis de la escuela capitalista, se dice que <<las Luces que han encubierto las libertades han inventado también las disciplinas>> (Foucault, 1984, 225). Esta oscura historia de la otra cara (la disciplinaria) de las configuraciones jurídicas demoliberales constituye afán y objeto de todo pensamiento crítico15.

 

15 Foucault es, pues, una cita inevitable, por más que contradictoria, en el alimento de la llama crítica que persiste débilmente en nuestro tiempo. Algunas de las aporías foucaultianas fueron puestas de relieve por el epígono más famoso de la Escuela de Frankfurt, excelente cazador de paradojas ajenas. Me refiero al texto de J. Habermas (1989), El discurso filosófico de la modernidad, donde se contiene otra fórmula de crítica de la razón desde la razón (crítica de la filosofía del sujeto y defensa de una nueva racionalidad basada en la acción comunicativa).  Este estilo de pensar ha tenido mucho eco en las pedagogías que se dicen críticas. No obstante, el fiscal perseguidor de las paradojas ajenas no deja de quedar aprisionado en las propias cuando reivindica una nueva modernidad recuperada a partir de una racionalidad comunicativa libre de dominio.

 

En una palabra, las representaciones más genuinamente críticas de las que somos herederos han realizado un efecto de demolición sobre el viejo edificio   de la cultura. En cierto modo, en la actualidad el llamado postestructuralismo (que se enraíza en determinadas lecturas e Foucault y otros  autores)  viene  a  ser  la  versión  proliferante  de  un  acentuado relativismo cultural, que, no  obstante, reclama un nuevo espiritualismo culturalista, una renovada omnipotencia del discurso, un nuevo idealismo con el que lamerse las heridas que deja el abandono del análisis político de la realidad. De modo que la crítica a la perspectiva epistemológica cartesiana  (el  sujeto,  ojo  monocular  que  observa  la  realidad  desde  la cúspide de una pirámide, proyectando una mirada trascendental y universal (Jay, 2003, 23) ha derivado en una proteica descentración del sujeto de conocimiento en virtud de la cual la antigua transparencia cristalina de lo real contemplada por la razón ha devenido en las mil figuras, como en un laberinto de espejos deformantes, de un  acontecer virtual y carente de significado más allá de la rotación imnúmera de signos y textos dentro de la sociedad del espectáculo.

 

 

Pero, frente a ello, es posible mantener otra crítica de la cultura que no recaiga en el culturalismo y en la absolutización de lo relativo. Es factible impugnar el sistema de producción, distribución y apropiación del conocimiento (y las propias falacias de la falazmente llamada “sociedad del conocimiento”). Para  ello  se  precisa  entender la  cultura  no  como  una verdad cosificada (tal como hace la razón moderna) ni como un permanente flujo   de   discursos   carentes   de   sentido   (tal   como   hace   la   razón potsmoderna); es aconsejable, siguiendo la huella de Benjamin y Adorno concebir las cultura como campo de fuerzas, como constelación, como espacio dialéctico compuesto de elementos cambiantes, que no siguen un destino preconcebido y que carecen de esencia pero no de sentido social o dirección política16. El término sugiere un espacio de prácticas de saber y poder, que se interrelacionan sin un guión previo que desarrollar, que, por tanto se construyen en la vida social. Esa concepción dinámica, dialéctica y conflictiva de la cultura es la que se vincula al concepto de hegemonía de Gramsci y la que ha intentado practicar con singular acierto E. Said 17  y en general la tradición de estudios culturales. En ella misma se inscribe la aportación de R. Williams al considerar a las formaciones culturales como

 

 

16     Es  la denominación  del  sugerente  libro  de  M.  Jay  (2003,  13),  Campos  de  fuerza….  Aunque  no acabamos  de alcanzar  a ver por qué evita el concepto  de “campo”  de Bourdieu,  que para nosotros  es perfectamente compatible y complementario con el de campo de fuerzas. Véase, por ejemplo, P. Bourdieu (2003),  El oficio de científico….

17  La   obra  de E. Said   implica  un   fructífero  cruce  de caminos  entre  la historia  social,  los estudios

culturales y la tradición discursiva de M. Foucault. Su aportación  a la mirada histórica  puede verse de forma muy sencilla en S. Walia (2004).

 

 

tradiciones sociales encarnadas en “estructuras de sentimiento”, es decir, en objetivaciones (estructuras) encarnadas en la subjetividad (sentimiento). De modo que tal aproximación rompe con la vieja problemática marxista de la determinación económica del mundo de las superestructuras y nos presenta a la cultura como algo más que un mero reflejo del mundo material, porque es la cultura constitutiva de la realidad misma; no es algo que esté “ahí” a disposición.  Conocer  es   interpretar  la   realidad  y,   en  cierto  modo, construirla. La cultura se realiza en un juego siempre “productivo” (porque reproduce  la   vida   social)  en   una   interacción  de   estructuras  y   de experiencias vitales.

 

 

Pero además la cultura nos interesa porque siempre nos remite al aprendizaje y es condición propia de la cultura la transmisión de conocimientos  de   generación  en   generación.  Esto   supone  que   una educación crítica y los usos didácticos de tal estirpe signifiquen la crítica tanto de lo que se transmite como de la forma de transmisión. Ello implica, como premisa, pronunciarse sobre qué tipo de conocimiento y por qué es legítimo. En el campo de fuerzas que la cultura el conocimiento convertido en currículo es, como dice Bernstein (1988, 77) es una batalla moral que explica tanto la distribución del poder como las formas de control social que se ejercen en un momento dado.

 

 

Y es que  el conocimiento escolar no es una realidad dada, es siempre el resultado de la  pugna que acontece necesariamente en el campo de la cultura18. Aunque en la interacción social, en la vida cotidiana, el conocimiento se nos presenta como algo natural, se olvida su origen, hasta tal punto que la crítica consiste precisamente en destejer la trama naturalizadora, en “revelar el proceso de naturalización” (Da Silva, 2001,

67). Ello implica pensar históricamente, y éste es postulado, contenido y método de una didáctica crítica, porque hacer verdad la idea de E. Morin

del fin de la tarea educativa como “un conocimiento capaz de criticar al propio conocimiento”, requiere de la mirada histórica y el oficio de la perspectiva genealógica. Ahora bien, esa mirada no tiene que hacer incompatible, como parecía sugerir P. Vilar (1988, 74) la “crítica de la razón histórica” practicada por la Escuela de Frankfurt con una “crítica

 

 

 

18  Una parte muy significativa  del pensamiento  que circula  por Fedicaria  se ha inspirado  o ha tenido mucho que ver con lo que llamamos historia social del currículo. Quizás esta manera sociogenética  de mirar  el  conocimiento  escolar,  unida  a  la    sociología  crítica  de  la  educación,  constituyen  el  zócalo intelectual más sólido del Proyecto Nebraska.  Véase Cuesta y otros (2005). La relación entre historia del currículo  y didáctica  crítica  también  es muy visible  en el fedicariano  grupo  Asklepios  (Luis-Romero,

2004). Por lo demás, citaremos  dos obras-clave  de historia  del curriculum:  Goodson  (2005) y Chervel (1991).  Para  un  resumen  muy  útil  de  esa  corriente  historiográfica,  véase  Viñao  (2005b).  Para  una aplicación  sistemática  de  esos  supuestos,  consultar  Cuesta  (1997  y  1998).  De  la  Geografía  se  ha encargado otro fedicariano (Luis, 2004).

 

 

histórica de la razón”19. Ambas críticas se  necesitan lejos de excluirse, de suerte que la didáctica que preconizamos es histórica y crítico-genealógica, porque   establece que el desarrollo de las sociedades humanas no está sujeto a un plan preconcebido por la astucia de la razón; y precisamente esa negación resulta sólo explicable realizando una crítica histórica de la razón. O lo que es lo mismo: la actualidad no es una necesidad racional incontenible e incontestable, pese a las razones que pretenden justificarla. El pensar históricamente lleva a una didáctica que problematiza el presente como contingente, como no necesario. Ese es el lugar que atribuimos en todo ello a la historia: método y contenido de la didáctica crítica.

 

 

 

3.- Historia: la genealogía y la crítica como fundamento de la didáctica

 

 

Naturalmente, no hablamos de cualquier clase de historia. En poco o nada coincide nuestra mirada  genealógica con la academicista y complaciente petrificación del pasado como depósito monumental, recreativo y fetichista de gestas gloriosas de los estados nacionales u otros poderes individuales o colectivos. Por el contrario, lo histórico se concibe como aquella especulación que señala   una   clase especial de vínculo entre presente y pasado, como aquella perspectiva que, siguiendo la filosofía de la historia de W. Benjamin o T. W. Adorno,  une  al ayer y al hoy a un destino trágico en tanto que son materializaciones del   fracaso de las esperanzas y posibilidades frustradas en el curso de la vida humana (Tafalla, 2003). La historia  como  contramemoria, como  método  de  ajustar  cuentas  con  el pasado desde el presente, como manera librarnos del pesado fardo del pretérito   que pesa sobre la conciencia de los vivos, en suma, como una suerte de contramemoria o contrahistoria que convierte el socioanálisis del presente en una tarea de anámnesis20. Esa historia es la que figura como

 

19 “Obsesionados [la Escuela de Frankfurt] por el deseo de oponer al historicismo hegeliano una crítica de la razón histórica.  Nos   permitimos  atribuir al historiador  una tarea más positiva:  edificar  una crítica histórica  de la razón, actualizando  en cada episodio  del desarrollo  humano  el papel de la razón y las sinrazones” (Pensar históricamente, Fundación C. Sánchez Albornoz, Ávila, 1988, p. 74 (57-83).

20 El método genealógico es una forma de pensar históricamente la realidad, y en la versión foucaultiana

se emparenta con el proyecto de transvaloración de todos los valores de Nietzsche (véase, por ejemplo, su contundente Genealogía de la moral). Se trataría, en cierto modo, de hacer la historia del presente, como desarrolla excelentemente  Robert Castel (2001). Entre los muchos textos de M. Foucault que tocan este asunto, hago mención  ae su brillantísimo  trabajo acerca de “La verdad y las formas  jurídicas”,  una de cuyas versiones en castellano se encuentra en M. Foucault: Obras esenciales. Estrategias de poder, vol. II, Paidós, Barcelona, 1999, p. 170.  Ni que decir tiene que su <<Nietzsche,  la genealogía, la historia>>, en M. Foucault  1991)  representa  la más  concisa  y certera  definición   del método  genealógico.  Y, en términos  más generales,  se debe acudir al ya amplio  catálogo  de títulos de editorial  La Piqueta  en su colección La genealogía del poder, dirigida por Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, afortunados prologuistas e introductores de textos clave sobre este tema. Recientemente ambos han dado a la imprenta una obra de síntesis de sus posiciones  históricos-sociológicas  en Sociología,  democracia  y capitalismo (Madrid: Morata, 2005), en laa que se atisba un cierto reblandecimiento  de sus tesis más tempranas. Por

 

 

estrategia de pensamiento y procedimiento metodológico de acceso a la didáctica crítica al tiempo que  como contenido central de ella misma.

 

 

Como se  dijo poco más  arriba la  crítica de  la  razón histórica (la  que convierte en racional todo lo realmente existente sepultando en el olvido lo que quedó desdeñado en su márgenes) pide y requiere una crítica histórica de la razón (de los discursos e instituciones específicos que otorgaron el triunfo a los vencedores). En resumidas cuentas, el horizonte crítico al que nos referimos está atravesado por la impugnación de la idea de progreso que sacraliza el presente como el producto más perfecto del pasado, y por la deslegitimación de los discursos, prácticas e instituciones en los que a lo largo del tiempo se ha sustentado esa idea. Así pues, “pensar históricamente”, equivale a poner en cuestión   el espacio social e institucional, el conocimiento y el mismo presente desde donde se realiza y se piensa la actividad didáctica. Lo que equivale a suponer que “la historia de la enseñanza [...] es la primera de las propedéuticas para una cultura pedagógica” (Durkheim, 1996, 89)21. Y es que, en realidad, “lo social es, de principio a fin, historia. La historia está inscrita en las instituciones así como en los cuerpos” (Bourdieu, 2000 b).

 

 

Así pues,  también hemos de pensar históricamente la escuela de la era del capitalismo, los códigos disciplinares que en ella se alojan en forma de materias de enseñanza, y la actualidad en tanto que problema de nuestro presente. En suma, ello lleva a   ejercer una previa tarea de clarificación crítica, a realizar una crítica de las condiciones y contenidos de la didáctica real y la soñada dentro de la escuela del capitalismo. Por lo tanto, el género de historia que propugnamos, como método y contenido, conlleva un triple análisis sociogenético: de la escuela, del conocimiento y de la actualidad. Poco, pues, tiene que ver esa historia con un saber asignaturizado y encorsetado, dado que  “ningún conocimiento es relevante en sí, y menos porque así lo reputen las burocracias que hacen los planes   de estudio” (Sotelo, 2005).

 

 

 

3.1. Genealogía de la escuela

 

 

Decía Nietzsche en Aurora que “todas las cosas que duran largo tiempo se embeben precisamente de razón hasta el punto que no se hace creíble que

 

 

nuestra parte, R. Cuesta (2000) hizo en su día, al hilo de la lectura de Nietzsche, un pequeño ensayo sobre las relaciones entre genealogía y didáctica crítica.

21   Esta idea está presente en la magnífica obra de E. Dukheim (1996), Educación y sociología…, Aspecto

en el que también han insistido, entre otros, dentro de Fedicaria, los miembros del Proyecto Nebraska y los del grupo  Asklepios,   y especialmente  A. Luis (2004).  También  parece  que los historiadores  más brillantes de  la educación, como Viñao (2005b), están reclamando esa mirada crítico- genealógica.

 

 

hayan tenido su origen en la sinrazón” (Cruz, 2005, 93). Una de esas “cosas” es la escuela. El mito de la continuidad histórica, verdadero sueño monstruoso de la razón historiográfica, se expresa de muchas y diferentes maneras, pero resulta paradigmático cómo se verifica en la historia de la escuela capitalista, escenario principal de la enseñanza escolarizada. En efecto, la  institución escolar puede ser  estudiada (habitualmente así  se hace)  como  realización  de  un  trayecto  histórico  en  el  que  han  ido madurando las ideas y prácticas pedagógicas hasta alcanzar la perfección gracias, entre otras razones, al desarrollo de un Estado democrático que finalmente ha conseguido una distribución masiva  de los bienes culturales de la comunidad. De este modo la escolarización de masas de hoy, el derecho   a   la   educación   para   todos,   como   valor   y   sobrentendido transcultural de nuestro tiempo, se describe como un triunfo de la razón histórica (del progreso humano) y ello se argumenta con razonamientos históricos, económicos y sociopolíticos de distinto calado. Estos argumentos,  unificados   bajo   el   manto   protector  del   dogma   de   la continuidad histórica (Citron, 1982), podrían agruparse en dos categorías ideológicas: el economicismo y el  idealprogresismo.

 

 

El paradigma economicista de la historia de la razón historiográfica se nutre  de  las  diversas  teorías  de  la  modernización  tan  caras  a  los economistas de la educación. Este paradigma, verdadera doxa académica de los intelectuales que ocupan el campo de la educación, se ha convertido también en la razón económica de las ideologías prácticas y de sentido común, que representan la educación como un capital personal y social, una inversión rentable y un medio de ascenso social, de igualdad de oportunidades y de otros supuestos beneficios de una felicidad social e individual sin cuento. Así, aplicando este molde retrospectivamente, los especialistas en el campo de  la educación más comprometidos en  difundir las teorías economicistas de la modernización y de capital humano están ayudando a edificar un entramado de verdades incompletas, acríticas,   y mistificadoras de la escuela del capitalismo y de los procesos de escolarización, que se presentan casi exclusivamente bajo el único signo de la riqueza, la prosperidad y la felicidad.

 

 

El análisis de la escuela del capitalismo y del proceso de escolarización queda  así  apresado bajo  la  racionalidad de  un  discurso historiográfico quimérico, que ha puesto a la razón economicista   y su correspondiente encarnación en el homo oeconomicus al servicio de un discurso evolucionista cargado de retórica teleológica grandilocuente. Allí se encuentra, al final del camino de la modernización, fruto de la acumulación de elecciones racionales de individuos compitiendo en el mercado, una

 

 

escuela y una educación que colaboran al triunfo de la felicidad individual y colectiva.

 

 

El otro paradigma podríamos calificarlo de  ideal-progresista. Esta segunda cara, ciertamente, del discurso feliz sobre la escolarización está fabricada merced  a  un  conjunto  de  supuestos  ilusorios  acerca  de  la  entidad  y funciones de la escuela y el Estado en la era del capitalismo. Esta otra ilusión    comparte con  la  primera  los  sobreentendidos del  pensamiento teleológico y representa en la actualidad una copiosa fuente de abastecimiento de la doxa progresista. Ésta y los razonamientos políticos e historiográficos emvolventes  comparten  tres notas de carácter general, a saber: la complaciente aceptación de la idea de progreso, la consideración de  la  escuela  como  un  espacio  vacío  distinto    de  la  sociedad  y  la concepción cosificada (ahistórica y naturalizada) del Estado como un ente institucional de poder arbitral y neutro.

 

 

El  molde  discursivo de  la  continuidad histórica  inscrito  en  la  idea  de progreso, es el que sigue dominando en la razón historiográfica que gobierna las narrativas sobre el pasado, el presente y el futuro de la educación. Este optimismo histórico, de vieja raigambre, prevalece aún hoy como mito movilizador de la ciudadanía democrática. Pero, en los países donde reina el capitalismo tardío, tras la horrible experiencia del siglo XX, la supuesta epopeya heroica ha quedado en   miserable glorificación del presente.

 

 

El error estriba   en considerar que la escuela sea principalmente, como afirman los defensores del capital humano, fuente de riqueza, o, como sostienen los seguidores del paradigma idealprogresista, instrumento neutro para la formación integral  de sus usuarios. La escuela de la modernidad no es una creación transhistórica; es una realidad vinculada a los orígenes y desarrollo  del capitalismo, esto es, de un tipo de sociedad y de Estado. Es una parte de esa sociedad y de ese Estado y, por lo tanto, cumple las funciones que le son propias en la reproducción de la vida social y en la distribución del poder. Las funciones reales de la escuela de la era del capitalismo no se limitan a transmitir conocimientos y a formar la dotación de la mano de obra productivamente utilizable; por el contrario, las finalidades de la educación se componen de un amplio abanico   de utilidades de inculcación, reproducción y legitimación de las estructuras clasistas y de las formas de poder dominantes. Diríase que la complejidad del fenómeno escolar no puede ser desentrañada fijándonos en   las apariencias de lo que ocurre y sí, en cambio, ensayando el uso de imágenes dialécticas,  como las empleadas en algunas excelentes obras (por ejemplo, Reprimir y liberar, de C. Lerena, o Entre la utopía y la burocracia, de E.

 

 

Terrén)   para   captar   la   naturaleza   profundamente   contradictoria   y dicotómica  de  la  escuela  de  la  era  del  capitalismo22.  En  ese  delicado espacio intersticial de la ambivalencia funcional y ambigüedad discursiva es en el que hay que situar los análisis históricos sobre la escolarización y donde ha de emplazarse todo afán de practicar una didáctica crítica. Esa perspectiva dialéctica es la que nos permite entender y no ignorar, como habitualmente se hace, el alcance de las resistencias a la escuela del capitalismo y, por ende, el horizonte de posibilidad de una didáctica crítica. Eso nos ayuda a no metamorfosear el estudio histórico de la escolarización en  una narrativa historicista, inevitable y legendaria sobre lo que nos ha costado llegar al presente.

 

 

 

3.2. Genealogía del conocimiento escolar

 

 

El mito de la continuidad histórica y la idea de progreso impregna también, como a toda la cultura, al conocimiento que es engendrado en las instituciones escolares, el cual queda naturalizado en forma de disciplinas escolares, eso que Chervel denominaba “el precio que la sociedad debe pagar a su cultura para poder transmitirla en el marco del colegio o la escuela” (1991, 111). La operación genealógica de desentrañar las claves y el  significado  del  código  disciplinar  que  se  aloja  en  ese  tipo  de conocimiento es otra de las obligaciones   que acompañan y preceden a cualquier propuesta de didáctica crítica. De donde se infiere que la historia social del curriculum figura para nosotros como ocupación central de nuestro esfuerzo investigador y  como saber de  apoyo y  auxiliar de  la didáctica críticamente fundamentada.

 

 

Por tanto, parece conveniente interrogarse, con mirada sociogenética acerca de la clase de conocimiento que, dentro de la esfera cultural de nuestras sociedades, se aloja en las aulas, tanto el que se el que se imparte como el que se oculta. La sociología crítica y la historia social del currículo confluyen en la común tarea de explorar los códigos disciplinares que rigen la gestación y reproducción del tipo especial de conocimiento que alberga la escuela y que, como decíamos, se presentan bajo la figura modélica de materias   de   enseñanza.   Aquel   y   éstas   representan,   dentro   de   los mecanismos civilizadores de la modernidad, auténticos sueños de la razón,

 

 

22 Nadie mejor que C. Lerena (1976 y 1983) supo desentrañar las claves de esa ambivalencia del sistema de enseñanza. La huella de su pensamiento está muy presente en los miembros del Proyecto Nebraska y en sus planteamientos  de didáctica  crítica,  que, sin  embargo,  no beben  sólo ni principalmente  de esa fuente.  Uno de nosotros  ha ensayado  proporcionar  una dimensión  histórica  a alguna  de las categorías lerenianas en un trabajo  (Cuesta 2005a),  que pretende volver a poner en el centro de la profesión docente y de la sociedad la crítica de la escuela en la era del capitalismo.

 

 

que, a modo de caprichosos   aguafuertes goyescos, producen monstruos, siendo así que la sociogénesis de las disciplinas escolares encierra uno de los más esclarecedores ejemplos de los contradictorios alcances de la razón moderna y de las insuficiencias de la escolarización en la era del capitalismo. En efecto, al contemplar los usos del conocimiento que residen en las disciplinas escolares, el rostro racional-emancipador contenido en todo saber que libera de la ignorancia, muestra, a su vez, su otra cara, la que vanamente se oculta bajo la ominosa servidumbre de las rutinas disciplinarias que regulan su adquisición.

 

 

La genealogía de las palabras ya alude a esa faz poco grata del saber generado en la institución escolar. La etimología de los significados asociados al vocablo disciplina exhibe perfectamente la esencial ambivalencia de los saberes-poderes que, al normalizar a los sujetos, al sujetarlos a las reglas de una violencia simbólica, recrean la figura de esas acuciantes criaturas monstruosas que pueblan todos los sueños de la razón. En las acepciones actuales del verbo disciplinar se resume perfectamente la naturaleza bifronte de la escuela de la modernidad: “instruir, enseñar a alguien dándole lecciones”, o “imponer, hacer guardar la disciplina”, o “azotar, dar disciplinazos por mortificación y por castigo” (RAE, 1992).

 

 

En efecto, a poco que nos ocupemos en la exploración de las características del conocimiento escolar comprobaremos que junto a la dimensión disciplinaria e impositiva figura, como inseparable compañera, el incontestable  desapego de la vida, tal como muestran una y otra vez las experiencias y recuerdos de los aprendices y la prospección histórica de la literatura del yo, desde la que llegan los ecos de esas “pálida luz de la ciencia” a la que aludía Unamuno en sus recuerdos de mocedad, o esa radical negación de la vida que Nietzsche (1932) atribuía al prototipo de cultifilisteo que formaba la escuela alemana de su tiempo. Y “es que la escuela es el lugar por excelencia del ejercicio gratuito, y donde se adquiere una disposición distante y neutralizante respecto al mundo, precisamente la misma que implica la relación burguesa con el arte, el lenguaje y el cuerpo” (Bourdieu, 2000 b, 177-178). Ese distanciamiento de lo real, ethos y horizonte de las elites burguesas, tan unido a la cultura “culta”, se verifica en el tipo de saber asignaturizado, abstracto, libresco, etc.

 

 

Ciertamente,  como  ha   puesto   de   manifiesto  la   mejor   historia   del curriculum, el conocimiento escolar nada o poco tiene que ver con una miniaturización del saber científico de referencia. Las claves y la razón de su ser no obedecen, tal como habitualmente se cree, tanto a pretensiones psicopedagógicas de adaptación a supuestos sujetos individuales como a las relaciones de saber-poder y subjetivación que se hacen presentes en el

 

 

espacio escolar. La función social de la escuela del capitalismo (inculcar y legitimar el orden social jerarquizado de clases, géneros y otras divisiones) comporta una determina distribución del conocimiento y un “conocimiento determinado”, es decir, supone poner el conocimiento al servicio de su función social implícita.

 

 

De lo que se infiere que las disciplinas  escolares distan mucho de ser un capricho premeditado o intencional. Por el contrario, se trata de entidades complejas y originales,  cuya esencialidad es sociohistórica, es decir, su ser particular materializa el decurso social e histórico de su creación dentro de los contextos escolares23 .

 

 

Lo que significa que el conocimiento académico socialmente disponible sufre una profunda metamorfosis hasta llegar a las aulas y mutarse en el abanico de disciplinas curriculares; y una vez allí, prosigue su transformación al punto de que las materias de enseñanza alcanzan a ser, como  señala  Chervel  (1991),  y  contra  lo  que  es  una  creencia  muy extendida, creaciones originales y no subproductos, en versión reducida, de una cultura superior. Su originalidad reside no sólo ni principalmente en sus contenidos expresos, sino en los mecanismos que operan en su elaboración dentro del espacio social de la escuela, que alguien   ha comparado con una trasmutación alquimística (Popkewitz, 1994). Afortunada analogía  porque  la  alquimia,  en  este  caso,  equivale  a  una especie de adaptación del conocimiento a las leyes explícitas e implícitas, pero siempre sui generis,  que rigen la vida cotidiana de la cultura escolar. Ello explica, por ejemplo, el que las materias de enseñanza guarden más de un  misterio  sobre  su  propio  ser,  al  punto  de  que  se  manifiesten,  en expresión de Bernstein, como “materias imaginarias”, muy alejadas de las características poseídas en su originario lugar social de producción, porque cualquier conocimiento sufre una esencial transformación al entrar en contacto con el medio escolar. Una poderosa lógica subyacente opera una necesaria “distanciación de lo real”, de modo que el conocimiento adquiere la forma de un saber descontextualizado, poco o nada útil y escasamente placentero.

 

 

 

 

 

 

 

23 Es lo que dentro de Nebraska ha estudiado  R. Cuesta (1997 y 1998), o más recientemente  J. Mateos (2001 y 2002)  y J. Merchán (2002 y 2005), asuntos que han sido motivo de los seminarios de Fedicaria, en forma de atención a los códigos disciplinares del conocimiento  escolar (en Fedicaria de Salamanca) o más recientemente  a las  prácticas escolares (en los seminarios   de Zaragoza y Sevilla). Como muestra, véase J. Mainer (2004), y también en nuestra página web se pueden encontrar interesantes antologías de textos y documentos  sobre éste y otros temas. Para el caso de la historia de la Geografía, véase A. Luis (2004)

 

 

Pero la asignaturización del conocimiento escolar también tiene que ver con su carácter examinatorio24.  Sin esta seña de identidad, que ha forjado históricamente, en  el  curso  de  los  modos  de  educación  de  la  era  del capitalismo, el ser de las disciplinas, difícilmente podremos captar su significado. Todo ello convierte a la historia de las disciplinas escolares en una doble operación de codificación y disciplinamiento. Precisamente el código disciplinar de las materias de enseñanza representa y contiene un conjunto de ideas, discursos y prácticas dominantes que rigen la producción y distribución del conocimiento escolar en la educación formal. Se trata de una tradición social selectiva, de una invención cultural construida históricamente.

Por tanto, un pensamiento crítico y una didáctica congruente con él requieren una revisión de  nuestras relaciones con el pasado, un  nuevo pensar históricamente, que nos permita desarmar la coraza de los códigos disciplinares de las materias de enseñanza, enfrentarnos, con arte de genealogista,  al conocimiento que, en tanto que teóricos de la didáctica y (o) profesores de una materia, manejamos diariamente. No sólo vale descubrir, gracias al  análisis sociogenético de  cada asignatura, que  las formas disciplinares plasman indeseables sueños de la razón moderna, sino que hay que proponer, a partir de las ruinas de su legitimidad, senderos por donde   dar curso al deseo de otra escuela y otra enseñanza. Ello lleva a unir, gracias a la historia, la genealogía y la crítica. Y ambas no son nada fuera de un ejercicio atento y continuado de una reflexión dialéctica negativa que ocasiona una insoslayable problematización del presente.

 

 

 

3.3. Pensar históricamente la actualidad: el presente como problema

 

 

La problematización del presente, en realidad, aparece como postulado central y como contenido sustancial de una didáctica crítico-genealógica. Con este nombre, a partir de ahora, denominaremos a la didáctica crítica, que para nosotros, por definición, es actividad al mismo tiempo crítica y genealógica.

 

 

Admitir  los  atributos  de  crítica  y  genealógica  como  propios  de  una didáctica de las ciencias sociales supone, en primer término, quebrar el primado de las disciplinas académicas en beneficio de la relevancia social de los asuntos elegidos como objetos de aprendizaje. De modo que se propugna la  ruptura  con  la  fosilizada herencia  del    código  disciplinar construido en el modo de educación tradicional elitista y reinventado en la

 

 

24 La dimensión examinatoria del conocimiento escolar es parte inseparable del código disciplinar de las materias de enseñanza. Este aspecto ha sido estudiado con singular acierto por  J. Mainer (2002) y  J. Merchán (2001 y 2005). En su día Viñao (2001) expuso ideas muy sugerentes.

 

 

educación de  masas. En  suma, una  didáctica genealógica requiere una intervención comprometida y consciente frente a las fuerzas dominantes que gobiernan las regulaciones curriculares que embuten el conocimiento en  moldes culturales y disciplinares academicistas ajenos al mundo real y deliberadamente jerárquicos y segregadores. Frente al esquema calculado de distancia que impone el curriculum colección, centrado en la fragmentación y miniaturización del saber es preciso reivindicar un enseñanza de las ciencias sociales atenta a los asuntos que impiden a los seres humanos gozar de una vida mejor.

 

 

Para ello se requiere, como se ha ensayado reiteradamente en los grupos fedicarianos, establecer nuevos criterios de selección, organización y secuencia de los contenidos escolares, poniendo el énfasis en la relevancia social de los temas de estudio. Por más que podamos discutir qué son y cómo podemos seleccionar los problemas relevantes de nuestro presente25, lo cierto es que la orientación hacia el estudio de problemas actuales y la organización del currículo de ciencias sociales en esa misma dirección no constituye, desde luego, una garantía de didáctica    crítica, pero sí es una proposición de partida más coherente con ese tipo de dialéctica negativa de la que nos reclamamos herederos26. Por añadidura, la organización y secuencia de contenidos de enseñanza en un iter presente-pasado- presente/futuro, que enlaza con tradiciones pedagógicas enfrentadas al clásico diseño historicista, evolucionista, occidentalizante y pacatamente cronológico del código disciplinar fundado en el modo de educación tradicional elitista del siglo XIX.

 

 

En fin, la perspectiva genealógica resulta ser “interesada, crítica e intempestiva”; esta “historia efectiva”, que da primacía al presente (pero que no confunde el presente con lo contemporáneo) es, al decir de Foucault

 

 

25 Asunto de reiterada y no concorde meditación en el seno de Fedicaria. Desde el número 1 de nuestra revista Con-Ciencia Social se pueden rastrear disentimientos  profundos. La cuestión que divide más es si los  problemas  sociales  deben  referirse  a  cuestiones  de  una  preocupación   inmediata  y  formulación concreta (por ejemplo, la búsqueda de vivienda hoy) o si, por el contrario, han de ocuparse de temas de más  amplio  contenido  (por  ejemplo,  la desigualdad  económica).  Más  recientemente,  desde  Asklepios (Martín 2003) se ha intentado volver a traer a colación un debate   que para algunos de nosotros resulta, por reiterativo y circular, poco o nada interesante.

26 No siempre se ha reconocido  la labor pionera de A. Luis en estos planteamientos  que ahora parecen

tener           alguna           aceptación           entre           cierta           minoría           de           los          didactas. Su  mérito  además  estribó  en  la  capacidad  de  dirigir  una  serie  de  tesis  doctorales  asklepianas  que abordaron las potencialidades  de la didáctica basada en problemas sociales relevantes.   Por su parte,   J. Romero, uno de los doctorandos  de la cadena asklepiana,   ahora se está encargando  de exhumar  cierta tradición crítica en el mundo anglosajón, que esperamos conocer cuando se haga público su trabajo. Una parte de esa tradición ya se mencionaba   en Cuesta (1999); Luis (200), y también en E. Gómez (1997). Por  otro  lado,   en   J. A  Beane  (2005)  el lector  o lectora  interesados  pueden  seguir  los pasos  de  las tendencias  no disciplinares  del currículo  en EE. UU. Por su parte, el grupo IRES, aunque con matices diferentes, ya en 1991 planteaba los “problemas socioambientales”  como elementos estructurantes de sus unidades didácticas. Para esto último, véase García Pérez (2001) y García Pérez y Porlán (2000).

 

 

(1991), un saber que “toma partido”, que indaga sobre la contingencia del presente y que defiende un “sentido histórico”. No se sustenta en la reconstrucción de  la  memoria  evolutiva  del  pasado  (tal  como  hace  la “historia continuista” que siempre atiende al pasado como prefiguración del presente), sino que opta por una problematización de la actualidad a través de la historización del presente27.

 

 

De esta suerte, se propone, en primer término, una enseñanza capaz de “deseternizar lo dado” (Bourdieu, 2000 a, 43), poniendo en cuestión las identidades y representaciones subjetivas e ideológicas de la realidad vivida a través del estudio de los problemas sociales que, dentro de las sociedades del capitalismo tardío, impiden a los seres humanos la realización de una vida mejor. Y esa problematización incluye el áspero cuestionamiento del conocimiento oficial y sus trasuntos escolares. La negación del presente en el pasado se aleja muchas leguas del vulgar pensamiento histórico que presenta el hoy como una consecuencia racional del ayer y el proceso histórico como una mera concatenación causal necesaria orientada hacia el presente. Teniendo en cuenta que el pasado pudo ser distinto y el presente también,  una vez reconocida la mutabilidad de todo lo social, es posible y deseable la eventual (que no segura ni definitiva) apertura del deseo del alumnado hacia el cambio y  la transformación de la sociedad.

 

 

Pero no  basta con  imaginar otra  enseñanza que  derribe los  ídolos  del conocimiento disciplinar y ponga el acento en el cambio de los contenidos históricos que se imparten en la escuela. Es importante, sin duda, que este pensar  históricamente, al  interrogarnos  sobre  la  actualidad  de  nuestros problemas, contenga ya, para decirlo en términos foucaultianos, “una ontología de nosotros mismos”. Es decir, una historia que interpela a los propios procesos de subjetivación, entendiendo el presente como el laboratorio donde toma cuerpo (y en él se inscribe) la dimensión formativa (inter e intraconstituyente) del sujeto a través del conocimiento. Ello remite de nuevo al comienzo y al título de este artículo: la dialéctica entre necesidad y deseo. Y nos lleva también, como de la mano, a preguntarnos acerca de cómo puede postularse una didáctica crítica aquí y ahora. Sin duda, una primera respuesta nos lleva a adentrarnos y postular otra política de la cultura.

 

 

 

 

 

 

 

27 Es lo que defiende con contundencia  y brillantez R. Castel (2001), pero haciendo hincapié en que los problemas del presente no deben confundirse con lo contemporáneo. La didáctica crítico-genealógico no propone estudiar historia contemporánea frente a medieval, antigua…por el contrario, promueve estudiar otra historia y de otra manera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4.-Política: “cultura pública”, estrategias y experiencias de subjetivación entre la necesidad y el deseo

 

 

4.1. Política de la cultura, cultura pública común y didáctica crítico- genealógica

 

 

La política, en tanto que relaciones de poder en el espacio público, constituye el marco dentro del que es indispensable pensar otra cultura y otra didáctica. Poner en su sitio a la cultura, parafraseando a Eagleton (2001), requiere, en primer término, situar la cuestión en el terreno de la hegemonía y de las alianzas de clases y grupos subalternos, en el camino hacia la edificación de un bloque histórico capaz de tejer ideas alternativas sobre   la   vida   social   que   impregnen   y   remuevan   los   impulsos emancipadores de  la  sociedad  civil.  Y,  en  segundo  término,  significa, siendo conscientes de la “mentira de la cultura” (esa trastienda de   otras fuerzas que actúan tras el mundo de lo simbólico), comprender la oportunidad de usar, como decía Gurpegui (2004, 118-124) comentando la obra de Adorno, la “cultura contra la cultura” descubriendo esa especie de “momento de esperanza de la cultura” que nos permite atisbar e imaginar, desde el miserable ras de tierra en el que nos movemos, el cambio social como permanente aspiración hacia un mundo mejor. En ese instante es cuando la cultura se revuelve contra la cultura y la crítica de la razón se hace desde la razón, a pesar de ser concientes de los límites de la razón misma y de las deficiencias del deseo que la sustenta. Pues bien, ahí se instala una nueva política de la cultura dentro de la que la didáctica comparece como actividad teórico-práctica que opera dentro un campo de fuerzas.

 

 

La política de la cultura implica, en cierto modo, repolitizar el campo de fuerzas donde se relacionan, en sucesivos círculos envolventes, la cultura, el curriculum y la didáctica. Se trata, como habitualmente recuerda Apple (2002), de reordenar las estrategias de poder y saber dentro de una nueva alianza de fuerzas capaz de imponerse a los supuestos teóricos y de valor neoconservadores que dominan actualmente los contenidos de las mayoritarias  ideologías del sentido común. Por eso la política de la cultura acontece como confrontación ideológica y como constitución de instancias y  contrapoderes susceptibles de  garantizar nuevas posiciones de  saber-

 

 

poder en  la  vida  social. Todos ellos  dan fundamento y  armazón a  un entramado  de  vectores  alternativos,  que,  dentro  del  campo  de  fuerzas propio de la esfera cultural, debieran confluir hacia la formulación de una cultura pública y cívica, en cierto modo, “común” muy diferente al canon ahora reinante.

 

 

El término “cultura común”, entendido como cultura pública y civil, nada tiene que ver con lo que vulgarmente se entiende por tal. Esto es, no guarda semejanza alguna con la morfología hegemónica de una cultura elitista y distante, impuesta desde arriba y legitimada por una alianza permanente entre los poderes económicos, políticos y académicos. Tampoco guarda ninguna   semejanza   con   la    representación   simbólica   de   carácter nacionalista, clasista y sexista, o con otras figuraciones y significados que presuponen un ciudadano receptor pasivo de un legado eterno, sagrado y sublime proporcionado en  modestas dosis, mediante la  escuela y  otros aparatos institucionales, por las gentes de la cultura. “Cultura común”, al decir de R. Williams, resulta de una práctica continuamente reformulada y construida colectivamente, siempre provisional y no definida previamente (Eagleton, 2001, 17). Consiste, pues, en un proyecto digno de ser pensado y realizado según las  diferentes coyunturas histórico-políticas. Es, pues, un camino no predeterminado y siempre por trillar. A esa aspiración hacia un conocimiento distinto tanto en su contenido como en su uso y apropiación es a lo que nosotros llamaremos cultura pública o cultura civil.

 

 

La aceptación de una política de la cultura y la consiguiente defensa de la cultura pública o civil comporta niveles muy diferentes de intervención y especificación, tal como si se avanzara progresivamente en círculos concéntricos de mayor a menor radio (de la cultura al currículo regulado y de éste a la didáctica). Una parte sustancial de la política de la cultura, especialmente importante además por lo que toca  a la didáctica, reside en la política curricular. ¿Es posible y deseable un currículo básico y común?

 

 

Partiendo de la realidad actualmente existente, donde se da una sociedad heterogénea y  socialmente muy  jerarquizada, en  nuestra  opinión,  debe existir un currículo básico y común (el que permite expresar ideas y actuar con arreglo a una racionalidad crítica) del que no deben ser privadas las clases trabajadoras y  los  grupos subalternos y  marginados mediante la creación de “ghettos curriculares” o separaciones entre la educación de las manos y de los cerebros. Ello no quiere decir que deba ser un currículo fundamentado en la pretendida reproducción mimética de las disciplinas científico-académicas. Ha de ser suficientemente abierto como para poder ejercitar   una didáctica de las ciencias sociales orientada hacia la comprensión de los problemas sociales relevantes del mundo actual. En

 

 

cierto modo, este currículo general cubriría las exigencias cognitivas y afectivas  imprescindibles para  poder  interrogarse y  dar  respuesta a  un conjunto de problemas relevantes para la sociedad 28

 

 

Pero este currículo regulado no quiere decir uniforme ni en su contenido ni en los métodos de enseñanza. No es tampoco el que corresponde a una sola clase,  género  o  etnia;  el  curriculum debe  recoger la  pluralidad de  las distintas voces que  se  confrontan en  la  vida  social. Ello,  no  obstante, supone huir de  cualquier esencialismo tanto del que absolutiza el valor de una sola identidad cultural como del que, bajo el pretexto de tolerancia y la corrección política, hace lo mismo con las identidades culturales no dominantes. Ese  currículo que propugnamos debe ser el resultado de una nueva hegemonía dentro de una nueva política de la cultura, muy distante de la actualmente en vigor29.

 

 

Llegados a este punto es hora de definir, dentro de la política de la cultura y del campo de fuerzas que la otorga sentido, lo que hemos denominado didáctica crítico-genealógica. Como es sabido, a propósito de la didáctica de las ciencias sociales persiste un perpetuo estado de duda y sospecha acerca de su objeto de conocimiento, su existencia como cuerpo doctrinal autónomo e incluso sobre latitud de sus bordes. En una concepción tradicional, tecnicista  e ingenieril de la misma se tiende a asimilar a una mera  ciencia  aplicada  (Prats,  1997),  y  en  una  versión  más  sutil  y encubridora como una operación metodológica de transposición del saber científico-erudito (savoir savant) al saber enseñado30. En general, las posiciones más instaladas en el espacio académico de las universidades españolas han ido instituyendo un régimen de verdad sustentado sobre un objeto de  conocimiento emanado de  una  simple percepción de  sentido común (el niño no puede aprender lo mismo ni de la misma manera que el adulto). Esta obviedad otorgaría consistencia y pertinencia al estudio de los métodos a través de los cuales es posible transmitir un saber ya hecho a un sujeto que se define por sus características psicoevolutivas. En todo caso, la

 

28   En  parte  recogería  la  tradición  progresista  de  las  escuelas  democráticas   y  de  otros  movientos innovadoras que tiene fuerte presencia en EE. UU. y otros países desde la primera década del siglo XX. Véase al respecto, por lo que hace al país citado, J. A. Beane (2005).

29 En Editorial (2001) de nuestra revista explicamos con algún detalle  el significado de la revolución

neoconservadora y del retorno de la historia escolar a ninguna parte.

30 A. Luis (1999) vio tempranamente las limitaciones de la transposición y de su acomodación a lo que él llamó   el grupo de referencia de Bellaterra,  uno de los principales  nichos en que anidó el campo de la

didáctica de las ciencias sociales. Su crítica recurrente a la trasposición ha continuado y mejorado gracias al auxilio de A. Chervel; un excelente ejemplo pude consultarse en Luis y Romero (2005). También en la obra de F. F. García Pérez (1997 y 1999) se muestra una profunda crítica al metodologismo  didáctico y las variantes de la transposición didáctica. Los fedicarinos mencionados en esta nota destacan, dentro de la   actual   comunidad   universitaria   de  didactas,   por   su   separación   de   la  mayoritaria   proclividad “transpositiva” de la corporación.

 

 

mayoría de los que viven de este saber no suelen cultivar sus presupuestos epistemológicos, nadería a la que se muestra remiso el orbe funcionarial, más allá del limitado horizonte de proyectos y otros documentos de necesaria exhibición en oposiciones y otros gajes de la carrera profesional.

 

 

Este sesgo metodologista de la didáctica no ha sido, en general, compartido por las gentes de Fedicaria menos acuciadas por las exigencias administrativas. A pesar de ello,   se han presentado distintas posiciones acerca de  la  didáctica, polarizadas entre  los  que  la  definen  como  una actividad reflexiva de carácter práctico y político, no otorgándole el rango de disciplina  (Rozada, 1997), y los que la conciben como “una disciplina posible” (Luis, 1997). A pesar de que este debate31  no nos ha quitado el sueño (y didáctica hemos seguido pensando y haciendo con o sin adscripción precisa a una de estas dos posiciones), pudiera ser que nos ocurriera, Dios no lo quiera, como al “hombre listo” del que hablaba Marx en la Ideología alemana, el cual dio en pensar que las personas se hundían en el agua y se ahogaban simplemente porque se dejaban llevar por la idea de gravedad.

 

 

¿Dejaría de existir un campo de conocimientos y una comunidad discursiva porque   no   cumpla   tal   o   cual   condición   legaliforme   previamente establecida? Nos tememos que no. La distinción del eximio S. Toulmin entre disciplinas compactas, difusas, posibles y empresas racionales no disciplinables no va más allá de un meritorio afán taxonómico que además permite varias lecturas. La de J. Mª Rozada, tempranamente formulada en

1992, lleva muy bien el agua a su molino, o sea, que le permite, al tildar a la didáctica de no-disciplina, conducir la didáctica al campo de la política apartándola de lo académico y del veredicto de los expertos, lo que enfrenta su discurso con las tesis de A. Luis más partidario de reconducir esas aguas por los vericuetos de la “disciplina posible”. Ahora bien, con perdón del

exabrupto, desde una perspectiva crítica, maldita la falta que hace que la didáctica sea una disciplina o no ¡Qué lo averigüen quienes viven de ello! A los demás lo que nos interesa es, más allá y más acá de la academia, la actividad reflexiva y práctica que conlleva la didáctica crítico-genealógica.

 

 

Para  ello sería más  aconsejable considerar la  didáctica de  las  ciencias sociales realmente existente32, como una invención social, como una tradición  que  posee  una  sociogénesis  en  cada  escenario  escolar  e

 

 

31 El debate entre J. Mª Rozada y A. Luis en los años noventa vino precedido por un provocativo  artículo de Rozada  (1992).  Además  de los argumentos,  este debate  pone de relieve  los distintos  intereses  que mueven  a los protagonistas  del mismo (a ellos dos y a los demás). En general, dentro de Fedicaria  el apego a los gremios académicos es débil, dada la condición de sus miembros.

32 Eso es lo que hace y busca comprobar J. Mainer (2005) en su tesis  con la que se pretende poner al

descubierto las claves constitutivas de un cuerpo doctrinal y un campo profesional.

 

 

institucional acotado por el Estado. Se trata, en efecto, de un régimen de verdad inscrito en un campo que no ha de demostrar su validez formal, porque la gravedad existe también fuera de nuestras cabezas. Como existen las tesis, las cátedras, los cientos de artículos y los dos centenares de sujetos que merodean por sus alrededores. En cierto modo, como a menudo se  dice,  lo  que  es  la  economía o  la  historia es  lo  que  economistas o historiadores hacen. Que este hacer, en el caso de la didáctica, repugne al impoluto círculo categorial de Bueno, o a la tupida red conceptual toulminiana, o  incluso   a nuestros   a  menudo rigurosos   criterios   de valoración  del  trabajo  intelectual  ajeno,  nos  parece  asunto  de  menor cuantía. Porque toda verdad tiene su historia y la verdadera verdad de la didáctica de las ciencias sociales en España, todavía por escribir, no puede desprenderse de las relaciones de poder imperante, frecuentemente circunscritas a una charca insignificante, que pueblan ese saber ya institucionalizado33.

 

 

Mas para nosotros, valga la licencia expresiva, lo sustantivo de una didáctica crítico-genealógica es el adjetivo. La didáctica interesa en cuanto permite el desarrollo de un pensamiento y una acción críticos frente a la realidad educativa y los discursos que la justifican (incluidos, claro, está los provenientes de la didáctica instalada en el poder académico dominante). En cualquier caso, las relaciones de proximidad entre didáctica y política nos acercan al planteamiento de Rozada, aunque no del todo. Nos acercan porque concebimos la didáctica crítico-genealógica como una actividad teórico-práctica que se ejercita en un espacio público al servicio de postulados e ideas que anticipan una sociedad distinta a la regida por los principios operantes en el capitalismo. Pero a diferencia de lo defendido por nuestro amigo, para nosotros esta actividad no tiene un carácter inmediatamente político, ni es una práctica derivada directamente, como consecuencia  lógica y moral, de una teoría previa.

 

 

Desde luego, por añadidura, no toda actividad crítica posee valor y sentido por su utilidad práctica inmediata. El pensamiento crítico se caracteriza por guiarse conforme a criterios de utilidad no inmediata; por otro lado, la crítica teórica y la crítica práctica no tienen razón de vivir separadas dentro del mundo de la educación. Tanto teorizar sobre la escuela como dar clase son actividades sociales, prácticas individuales inescindibles de su dimensión colectiva,  de  su  naturaleza contradictoria y  de  su  horizonte antihegemónico.  Pero   tales   actividades,  que   constituyen  parte   muy relevante  de la didáctica crítica, se ubican, como ya dijimos,  en el terreno

 

 

33 La historia de las oposiciones al cuerpo de catedráticos del área es todo un  síntoma de cómo funciona lo que, sin ánimo de ofender (ni, por supuesto, de elogiar) hemos dado en llamar   charca. Nombre que merece por su tamaño como por el más que evidente carácter endorreico de sus aguas.

 

 

de fuerzas que pugnan por la hegemonía cultural más que en el restringido espacio de las luchas políticas inmediatas. De modo que el hecho de que en Fedicaria algunos defendamos principalmente la didáctica como actividad más que como cuerpo doctrinal fuertemente estructurado o gremio profesional bien definido, encierra una apuesta estratégica que permite:

 

 

-Efectuar  una  crítica  de  la  didáctica  dominante  (en  su  faceta  teórica, práctica y corporativa) como premisa de una didáctica crítica.

-Movernos libremente en los espacios intersticiales de saberes sin respetar fronteras ni campos de conocimiento.

-Aglutinar  en  nuestro  entorno  a  personas  y  colectivos  (de  profesores, padres y madres, alumnado, etc.) no implicados directamente en la enseñanza de las ciencias sociales.

-Formular los problemas de la escuela en una frecuencia de onda capaz de traspasar el registro técnico instrumental y sustituirlo  por otro orientado axiológicamente.

 

 

Esa radiofrecuencia fedicariana es la que pone a la didáctica crítica principalmente en el ámbito de la crítica de la cultura y la problematización genealógica del presente, haciendo verdad el trípode de fuerzas que actúan en su existencia: cultura, historia y política.

 

 

Pero pensar la institución escolar críticamente y ser profesor, dar clase todos los días, puede o no coincidir. Lo que es inconcebible, si bien se mira (si se mira sin prejuicios y honestamente), es que un profesor “siempre” sea crítico tanto en su magín como en su actuación. Y menos aún puede darse el caso que en todo momento uno haga  en clase lo que piensa fuera de ella (muy  a   menudo  ocurre,  como  demuestran  las  investigaciones  más solventes, todo lo contrario). Esto que pudiera parecer cuestión obvia no lo es tanto y enlaza con las relaciones de necesidad, de oportunidad entre lo teórico-práctico. El guión interpuesto entre ambas palabras señala nuestra idea de la didáctica como una oscura y ambivalente relación entre ambas (Mateos, 2004)34.

 

 

Dejando a un lado a los que han descubierto en el cinismo y el oportunismo una  nueva  moral  avalada  por  los  giros,  retornos  y  volteretas  del pensamiento autocalificado de postmoderno, conviene no ignorar algunos de los fantasmas  que pueblan nuestra propia formación.  Ciertamente una de  las  herencias de  nuestro itinerario intelectual, en  cuyos orígenes se suelen mezclar  dosis variables de cristianismo y marxismo, de sentimiento

 

 

34  J. Mateos (2004), “Actuar bajo...pensar y desear bien alto…”, texto inédito en el que se defienden las sutiles y extramorales  relaciones  entre teoría y práctica. Ahí intervino también  Mainer (2004), con otro documento intrafedicariano, subrayando las ideas del colega salmantino.

 

 

de culpa cristiana y filosofía de la praxis marxista, estriba en una particular manera de comprender los lazos entre teoría y práctica, que se relegan al espacio de la conciencia, de la autenticidad, de la militancia, del compromiso, del testimonio y otras tanta figuraciones por el estilo con las que se oculta de hecho la realidad más prosaica de cómo el sujeto, siempre condicionado por la estructura estructurante que es el habitus, interviene en el espacio social. La didáctica crítica ha de huir, como de un mal sueño, de la visión angelical del sujeto docente progresista movido por los resortes de una vocación irreprimible de redención de los demás35. El   mensaje de salvación se aferra como elemento consustancial a la institución escolar y se aviene malamente con la consideración racional de sus funciones reales. Ello no debe ser obstáculo (todo lo contrario) para que el conocimiento crítico que se encarna en el sujeto tenga un efecto desmovilizador sobre el mismo. Saber, por ejemplo como demuestra J. Merchán (2002), que el aula es un espacio donde producimos el currículo dentro de unas férreas constricciones cronoespaciales, no impide la acción. Sitúa a ésta entre la necesidad (las servidumbres del campo profesional) y el deseo (de otra escuela y otra sociedad). Pero el sujeto que encarna los saberes de una didáctica crítica  no  hace  estructuralmente hablando algo  distinto  a  los demás. La diferencia radica precisamente en su capacidad de pensar lejos y alto, de reflexionar por encima de la prosaica y limitada circunstancia que rodea a su práctica cotidiana. De manera que el sujeto de la didáctica crítica es docente que piensa, en cierto modo, contra sí mismo y contra su misma práctica, contra su pensamiento y contra su posición en el juego de las relaciones de poder dentro y fuera del aula. Y, quieras que no, también él se comporta como guardián de la tradición y esclavo de la rutina. Por lo que hace al profesorado, por consiguiente, la didáctica crítica no representa un espacio  teórico-práctico para la redención y salvación de uno mismo y los demás; por el contrario, la didáctica crítica postula un lugar donde se dan cita ideas y actos para la negación de uno mismo y los otros.

 

 

De esta suerte las relaciones de saber, poder y subjetivación propias de la didáctica crítico-genealógica actúan como el trasfondo  de una manera de pensar alto y hacer bajo dentro y fuera de la institución escolar. Así esa clase de didáctica brota principalmente de un no lugar institucional, como pueden ser las plataformas al estilo de Fedicaria  sin forma definida, donde se respira el aire de los colegios invisibles y de asociaciones voluntarias y contrahegemónicas. Esta concepción ha ido permeabilizando, orientando y deslizando progresivamente el discurso de algunos fedicarianos, muy especialmente de los que se dan cita en el Proyecto Nebraska,   desde la consideración de la didáctica como un abanico de postulados doctrinales

 

35 A esto se ha referido J. Mateos (2004) en el ya mencionado texto inédito, que dio lugar a una cierto intercambio y polémica epistolar en Fedicaria.

 

 

(Cuesta, 1999) o de hipótesis teóricas (Mainer, 2001, 53), hacia la idea de la didáctica  como “programa” o “agenda” de eventuales acciones teórico- prácticas (Editorial, 2003), que se sustentan sobre una mirada genealógica de la escuela capitalista y las prácticas pedagógicas presuntamente liberadoras.  Así  pues,  esta  especie  de  replanteamiento  de  la  propia didáctica (que tanto tiene que ver con la mirada sociogenética de la escuela y el conocimiento disciplinar que en ella se imparte), se entiende   como plan de trabajo dentro de la política de la cultura. Y ello conduce a su redefinición   como actividad teórico-práctica referida a la   formación de ciudadanos en contextos formales o semiformales de educación escolar36. Se diría que hemos abierto una perspectiva más holística (Editorial, 2003,

11), dentro de la política de la cultura al comprenderla como una forma de acción social colectiva donde la teoría y la práctica gozan de la misma preeminencia y quedan liberadas de toda hipoteca de culpabilidad por el hecho de que cada cual destine más tiempo a pensar o hacer. Pero esta orientación tiende a tomar distancias   de la comprensión idealista, tan al uso, de las prácticas pedagógicas. En cierto modo, como dice J. Mainer (Fediaria, 2004), es precio reivindicar una formación antipedagógica, aunque según, claro, lo que entendamos por “pedagogía”. Sin género de dudas es verdad que las tradiciones frankfurtianas de “Pedagogía Crítica” y “Ciencia de la educación crítica”37  resultan muy interesantes y dignas de consideración.

 

 

Es más, la versión habermasiana del pensamiento crítico frankfurtiano  ha concitado una gran aceptación en Fedicaria. Incluso algunos de sus miembros, siguiendo ese rastro intelectual, han postulado la relación de necesidad entre didáctica crítica y metodología dialógica, hasta el punto de que  su  posición podría calificarse como  didáctica crítico-comunicativa, cuyo contenido convierte al procedimiento deliberativo en su argumento más sustancial. Siendo ello muy coherente con esa suerte de razón procedimental empleada por Habermas, en nuestro caso,  el procedimiento no es más que el procedimiento. La didáctica crítica es, para nosotros, por encima de otra consideración, genealógica. Problematiza nuestro presente y a nosotros mismos pensando históricamente la realidad. Y el acceso a ese conocimiento  crítico  puede  realizarse  por  diversos  medios  y  métodos, dentro de los que el diálogo sería el preferido (uno de nuestros comunes postulados es  “aprender dialogando”), pero no  el  único.  La  dimensión

 

36  Habitualmente  los fedicarianos  han insistido  en esa función  educativa.  Alguno  de ellos con especial énfasis,  como  es  el  caso  de  A.  Martín   (2003),  quien  señala  la  importancia   no  sólo  de  formar democráticamente   a  los  alumnos   en  el  aula,  sino  también   en  el  uso  crítico  y  democrático   del conocimiento.

37   Especialmente   importante   resulta,   en  esta  dirección,   las  aportaciones   de  nuestra   más     ilustre

habermasiana  Paz Gimeno (1995, 1999 y 2005). La influencia de Habermas es poco visible en las gentes del Proyecto Nebraska, y sí resulta, en cambio,  muy notable en la obra de J. Mª Rozada o en los trabajos de A. Martín.

 

 

crítica  del  conocimiento y  del  aprendizaje  no  queda  asegurada  por  la superposición de una práctica de diálogo  sobre una realidad de poder en el aula muy sutilmente marcada, ni por la búsqueda del consenso en torno al mejor argumento.

 

 

En suma, nuestra concepción de la didáctica se aparta punto por punto del discurso dominante, pero también se siente un tanto alejada de las modalidades crítico-comunicativas y de cualquier otra que ponga el acento o trasmute  el instrumental psicopedagógico en fin en sí mismo. De donde se infiere una renuncia a todo asomo de idealismo y a cualquier clase de optimismo histórico, prefiriendo refugiarnos en una mirada ambivalente, desesperanzada y escéptica sobre el marco institucional ofrecido por la escuela.  Pero  esta  especie  de  esperanza  desesperanzada,  en  tanto  que crítica,   no elude una permanente reflexión sobre la práctica y la formulación de estrategias de intervención en el ámbito escolar, que dentro de esa política de la cultura, colaboren a ocasionar saltos lógicos y cortocircuitos, con los que desvelar e impugnar los códigos pedagógicos y profesionales imperantes    en los mecanismos    de transmisión del conocimiento, en las relaciones de poder y en los procesos de fabricación de las subjetividades. Ahí, en ese momento de esperanza  desesperanzada, subyace y subsiste una moral resistente que siempre cree percibir detrás de toda  dominación  su contrario. Y en esa dialéctica, donde acuden siempre necesidad y deseo, es donde emplazamos las experiencias y estrategias de la didáctica crítica a las que ahora nos referiremos.

 

 

4.2. Estrategias y experiencias entre la necesidad y el deseo

 

 

No ha mucho tiempo (Cuesta, 1999) formulábamos cinco postulados  para imaginar un programa de trabajo de otra didáctica: problematizar el presente, pensar históricamente, educar el deseo, aprender dialogando e impugnar los códigos pedagógicos y profesionales. Estas proposiciones han facilitado  unas  líneas  orientativas  para  afrontar  el  debate  sobre  el significado de la didáctica crítica y la intervención en el marco escolar, otorgando un cierto sentido al diseño de materiales curriculares y a la propia práctica docente. Pero más allá de esto, esos enunciados podrían ahora,  desbordando el  estricto  campo  de  la  enseñanza de  las  ciencias sociales, generalizarse como ideas   aplicables a la transformación del conocimiento escolar, porque en ellas se contiene todo un programa de innovación y cambio profundos de las reglas ordenadoras del sistema de enseñanza en la escuela. En cierto modo, allí se conciertan el deseo de otro conocimiento en otra escuela y en otra sociedad. Así, el deseo, la crítica y el cambio se solicitan como líneas para anticipar un uso público de la escuela  diferente en una sociedad más democrática, donde la búsqueda  de

 

 

una reconciliación entre el conocimiento y la vida empezara a vislumbrase tímidamente.

 

 

Pero pensar y vivir la didáctica de otra manera  implica también imaginar lo que se puede y debe de hacer, aquí y ahora, siguiendo la inspiración de los  postulados  más  generales.  Para  dar  cuenta  de  esa  aspiración  de actuación inmediata podríamos reseñar tres  orientaciones estratégicas y complementarias de nuestros postulados:

 

 

-Reconsiderar la función, la elaboración y el uso de materiales didácticos.

-Desescolarizar, desprivatizar y deslocalizar los aprendizajes.

-Buscar nuevas formas de   subjetivación a través del conocimiento y la problematización de las raíces de nuestras identidades culturales.

 

 

 

4.2.1. Reconsiderar la función, la elaboración y el uso de materiales didácticos

 

 

La política de la cultura en la que se inscribe la didáctica crítico- genealógica obliga a  reconsiderar y  resituar nuestra intervención en  el ámbito de producción, circulación y consumo de materiales de enseñanza. No vale a tal fin sostener un didactismo de cortos vuelos según el cual  el cambio en la enseñanza radicaría principalmente en la generación de proyectos curriculares alternativos, craso error en el que, a nuestro modo de ver,  incurrimos  parcialmente  algunos  de  los  grupos  fundadores  de Fedicaria. Es preciso, en cambio, afrontar y situarse con determinación y sin espejismos  frente a la economía política que, en expresión de Apple (1989), gobierna la producción y distribución de libros de texto y otros materiales curriculares. Así, una “pedagogía de lo posible” requiere una crítica  profunda  de  los  textos  visibles  (las  normas  del  Estado  y  los manuales sacados al mercado) e invisibles (las rutinas del aula) que realmente generan, reinventan y determinan el currículo programado, el enseñado y el retenido. Sólo así podremos atisbar los verdaderos alcances de nuestro propio trabajo en cuantos profesores que ocasionalmente elaboramos material didáctico con intenciones críticas frente a las pautas estandarizadas de las empresas editoriales. En nuestro entorno profesional, el conocimiento oficial santificado por el Estado es reelaborado por la empresas del gremio de  editores de libros de texto, auténticos agentes recontextualizadores del curriculum, que lo trasmutan en mercancías útiles y   de   consumo   perecedero   de   poderosa   influencia   en   los   lugares pedagógicos donde se toman las decisiones sobre los materiales que han de emplearse en la enseñanza. En la didáctica crítica que postulamos va de

 

 

suyo no desatender   esa particular faceta de la economía política del libro de texto.

 

 

En efecto, el volumen económico del asunto es digno de consideración. Los textos escolares representan más de la quinta parte de toda la facturación del sector del libro en España. Los manuales no universitarios  vendidos ascendieron a   más de 40 millones de ejemplares y su valor en el curso

2003-2004 se elevó a la nada despreciable suma de 615 millones de euros (algo más de cien mil millones de las antiguas pesetas) 38. En el año 2003 de los 14.651 títulos inscritos en el ISBN, correspondientes a la materia “Enseñanza. Educación”, 12.558 fueron libros de texto. A lo que se ve la ciencia pedagógica ha volcado sus esfuerzos en estos modestos auxilios de la memoria. Diez años antes, en 1993, los títulos inscritos fueron 4.101 (Martínez Bonafé-Adell, 2003, 163), lo que implica que, más allá y por encima de las contingencias del reformismo LOGSE   o del subsiguiente discurso  contrarreformista  de  la  LOCE,  el  sector  ha  triplicado  sus resultados y se ha comportado como si oyera llover ante las alternancias de las políticas educativas.

 

En realidad, el conglomerado de empresas del libro de texto constituye un importante poder dentro de la industria cultural española y se organiza como un auténtico lobby a través de  la Asociación Nacional de Editores de Libros Escolares (ANELE), que ora patrocina grandes escenarios culturales con el gobierno de turno, ora presiona a los agentes educativos para ejercer un control remoto pero efectivo del curriculum.

 

 

A la pujanza del grupo de presión hay que añadir su homogeneidad cultural y el carácter oligopolista de la oferta, que se encubre bajo pantallas y formas variadas. El género libro de texto ha ocasionado un sistema de producción cultural en cadena y estandarizada al servicio de productos clónicos a los que se añaden variedades regionacionales. Este es el mundo donde se apresta y comparece el radiante triunfo de la mercancía, porque, hoy más que nunca, el dinero es la seul chose que compte. El dinero y las identidades regionacionales (lo que a menudo es también lo mismo).

 

 

Por otra parte, no deja de ser sintomático que en los últimos 25 años, hayan desaparecido la mitad de las empresas. Y tampoco resulta baladí que los grupos Anaya y Santillana controlen casi el 50% de las ventas (Bonafé-

 

38  Esta información está tomada de las páginas web de la Federación de Gremios de Editores (http://www.federacioneditores.org) y la Asociación Nacional de Editores de Libros y Material de Enseñanza (ANELE) (http:// www.anele.org ). Resulta también muy ilustrativa  la compilación de trabajos y ponencias que aparece en la citada página de ANELE bajo el título de Los libros escolares y la lectura ante la LOCE (2003). Lo que aquí decimos lo expresamos más ampliamente en Cuesta (2005b) dentro del curso de invierno celebrado en la Universidad bajo la coordinación de A. Escolano, cuyas ponencias van a ser objeto de publicación.

 

 

Adell, 2003, 163), lo que no deja de ser expresivo de la cautividad oligopolística del mercado y de las alianzas que se han ido tejiendo entre el sector y otros poderosos consorcios especializados en el control ideológico y la fabricación de  las conciencias.

 

 

En este campo de juego los libros de texto no son más que la punta del iceberg, esto es, un producto cultural estandarizado al máximo en cuya base se alojan poderosos intereses económicos e ideológicos. De esta suerte la modesta mercancía que  casi obligatoriamente han de  comprar nuestros alumnos oculta en su interior el signo de las relaciones de cambio y de poder existentes en las sociedades del capitalismo tardío, donde la sumisión se hace más a base de instrumental simbólico que de fuerzas más físicamente coactivas. Los textos escolares en la educación de masas son, pues, una parte de los artefactos culturales que contribuyen a la difusión de una violencia simbólica legitimadora de las relaciones de poder-saber imperantes en cada momento

 

 

Ante  tan  apabullante situación,  la  búsqueda de  utensilios  eficaces  que hagan factible el estudio de problemas sociales relevantes, sorteando y eludiendo con habilidad el convencional, retrohumanista e identitario currículo oficial de todas la administraciones públicas y de sus terminales en la empresas editoriales, deviene en afán ineludible de toda pretensión crítica.

 

 

Ahora bien,  no  es  fácil romper o  desequilibrar los  circuitos en  donde campan a sus anchas los agentes recontextualizadores estatales (actores políticos y asesores técnicos) y mercantiles (empresas editoriales), con la frecuente colaboración, en alianzas no santas, de los gremios académicos. Desde luego, vista la experiencia de renovación pedagógica en las últimas décadas, no parece que fuere el camino más idóneo y aconsejable depositar una fe desmedida en la magia transformadora de los buenos materiales y las iniciativas creativas. En efecto, a veces se piensa ingenuamente que cambiando los viejos materiales tradicionales por otros nuevos e innovadores se garantiza el éxito del cambio escolar, como si la cultura escolar (la resistente “gramática de la escuela”) y la economía política que rige la producción de materiales consistiera en una especie de concurso libre y abierto de buenas ideas. Lejos de ello las implacables leyes del mercado y de los códigos disciplinares y profesionales marcan a fuego la realidad escolar. Y frente a ello es preciso pensar la cuestión del material didáctico de otra manera. Descartados los proyectos curriculares al viejo estilo, ahora se requiere imaginar una nueva generación de materiales y de proyectos didácticos capaces de empujar los impulsos críticos de parte del profesorado en su escenario de trabajo cotidiano, sorteando y aceptando a

 

 

un tiempo la “gramática de la escuela”, y situándonos bien al lado o bien al margen incluso de la dinámica de cada claustro, departamento o unidad más cercana de planificación curricular del centro. Haciendo en suma, una suerte de contragramática inteligente e informada de lo que es el terreno en el que pisamos.

 

 

Porque no hay razón alguna para enfrentarse, en su mismo terreno, a un enemigo imbatible cual es la ley implacable que rige la economía política del libro de texto; lo que hace falta es  buscar fórmulas oblicuas y creativas para  hacer  frente  al  “conocimiento oficial”  bendecido por  los  poderes académicos, y a las constricciones curriculares impuestas, en feliz concertación por las leyes  del mercado y los designios del Estado en los diferentes niveles territoriales. De donde se sigue la sugerencia de confeccionar, frente a los manuales y proyectos al uso, materiales dúctiles y ágiles a modo de herramientas para tratar problemas que puedan ponerse en circulación por Internet (por ejemplo, colgados de páginas web como la de Fedicaria, las de centros educativos, etc.) y por otros medios, que habiliten flujos no jerárquicos y no  mercantiles de información, carentes además de las servidumbres inherentes a la propiedad privada de las ideas. Esas redes de materiales alternativos, en régimen de copyleft, deben tener sus nudos en instituciones como  Fedicaria y  en  toda  clase de  grupos  autónomos de profesionales críticos que buscan renovados espacios de formación y un nuevo aparejo instrumental de trabajo en el aula. De esta suerte, tendría que irse generando   un fondo disponible al instante y una oferta gratuita y cooperativa de materiales para tratar, desde una perspectiva inequívocamente crítica, problemas de muy distinta naturaleza.

 

 

En la propia página web de Fedicaria (http://www. fedicaria. org) hemos diseñado un apartado titulado materiales para una didáctica crítica, que se organiza en tres de tipos de utensilios: a) fuentes y recursos disponibles para el estudio de problemas sociales, b) experiencias didácticas fedicarianas estructuradas y de libre uso e intercambio entre centros, y c) materiales prácticos de ayuda inmediata (guiones, presentaciones en power point, temas elaborados, etc.). En general, dentro de estos materiales los más estructurados y organizados serían una especie de Proyectos para el estudio de problemas sociales relevantes, porque, en consonancia con el tipo de didáctica que defendemos, irían articulados en torno a temas y cuestiones sociales  de  actualidad. Tendrían un  formato  ágil  y  versátil, lejano al de   unidad didáctica (por tanto, carecerían de una secuencia de actividades predeterminada) y poseerían, en cambio, el aspecto de una “carpeta” o “mochila” que reuniera un elenco de textos, imágenes y cualquier otro artefacto cultural capaz de dar cuenta y explicar el problema

 

 

de estudio previamente seleccionado39. Estos proyectos mantendrían, pues, un estilo abierto, como de invitación al profesorado a plantear un problema de estudio, a manejar libremente la gama de documentos seleccionado, a añadir otros de su cosecha y a trasladar la reflexión sobre su experiencia al resto de sus colegas a través de las páginas web de Fedicaria y de los centros educativos. Siempre bajo la premisa de que las experiencias didácticas son  difícilmente transmisibles  y  que  la  circulación de  estos materiales ha de hacerse bajo el signo de la horizontalidad y del diálogo, superando la reiterada división del trabajo entre el experto que hace y el práctico que aplica, y huyendo asimismo de cualquier proclividad hacia tecnicismo en  la  forma o  en  el  fondo (Editorial, 2004, 10-11). Por el contrario, se trata de desprivatizar, de socializar nuestro trabajo docente, de compartirlo situándonos fuera de las leyes mercantiles que rigen la distribución del  conocimiento dentro  de  las  sociedades del  capitalismo tardío

 

 

Esta  nueva generación de  materiales podría manifestarse, como hemos dicho, de forma muy diversa. Serían apropiados para alimentar una práctica pedagógica necesariamente escindida entre la necesidad y el deseo, y entre las obligaciones perentorias de la función docente y las aspiraciones de enseñar y aprender de otra manera. A esta suerte de navegación entre dos aguas, esa clase de frecuente esquizofrenia pedagógica vivida por el profesorado crítico, se respondería con la confección y circulación gratuita de  paquetes de materiales de muy diferente naturaleza y objetivos. Unos podrían facilitar las tareas cotidianas más onerosas (imaginemos, por ejemplo, unidades didácticas del programa oficial de bachillerato presentadas en power   point, o resúmenes de temas para memorizar con vistas  a  la  prueba  de  selectividad); otros,  por  ejemplo,  los  ya  citados proyectos para el estudio de problemas, podrán convertirse en auténticos instrumentos de formación para el profesor y el alumno plateando una inversión crítica del programa oficial mediante el estudio documentado y sistemático de problemas sociales relevantes. La distribución, circulación e intercambio de todo este tipo de materiales podrá albergar, dentro y fuera de Internet, un espacio insólito de ideas y prácticas contrahegemónicas en el seno de una red didáctica alternativa.

 

 

En cualquier caso, estas nuevas e inmediatas fórmulas   de producción y circulación de materiales irían acompañadas de  una actuación dentro de los centros dirigida a promover una segunda estrategia consistente en la desescolarización de los aprendizajes.

 

 

39   Algunas  ideas  a  propósito   de  los  materiales   didácticos   pueden  consultare   en  una  página  web coincidente con la orientación de Fedicaria:   www.rethinkingschools.org; véase también al respecto Lledó y Cañal (1993); Cuesta (2003ª), y Merchán (2003).

 

 

 

 

 

4.2.2. Desescolarizar, desprivatizar y deslocalizar los aprendizajes

 

 

La didáctica crítica se levanta sobre una negación de la escuela capitalista y las prácticas pedagógicas que en ella se han dado o puedan darse en el futuro. La dialéctica negativa, como bien señala Gurpegui (2005), no permite ciertas alegrías y, en cambio, ha de atemperar todo ardor pedagogista, toda confianza desmedida en el poder transformador de nuestras propias acciones intencionales dentro del contexto institucional donde  nos  movemos. En  cierto  modo,  el  estudio  sociogenético de  las prácticas escolares conduce a una suerte de formación antipedagógica, es decir, a una consideración peyorativa de  las ilusiones idealistas heredadas de la mitología escolar idealprogresista (el mito de la escuela como palanca redentora y panacea en el camino hacia el progreso). La verdad es que al analizar genealógica y críticamente las prácticas escolares del modo de educación tecnocrático de masas en el que nos encontramos, lo que cambia es mucho menos (y menos importante), de lo que se planifica y espera y, sobre todo, ocurre que, en su mayor parte, los cambios no obedecen directamente a  la  lógica  de  las  reformas  o  de  la  pedagogía, sino  que responden a criterios de otra naturaleza (Merchán, 2005). Ahí, en esa caja negra que son el espacio y el tiempo escolares (y especialmente en el aula como contenedor central cronoespacial), en esas anfractuosidades de la “pedagogía silenciosa” (Escolano, 2000) es donde se han frustrado y difuminado miles de esperanzas innovadoras. Ahí residen, en compañía de los códigos disciplinares y profesionales, las ocultas razones que explican el porqué actos con sentido educativo afirmativo y potencialmente transformadores han devenido en actividades de dominación y sujeción en sí mismas al establecer contacto con la organización escolar. De ahí que sostengamos, pese a todo, que desescolarizar las prácticas escolares, arrancar de ellas el sello escolar que las posee, constituye el reto que ante sí tiene una didáctica crítica que pugne por otra escuela para otra sociedad más libre e igualitaria. La desescolarización de las prácticas escolares sería una posible estrategia de la didáctica crítica orientada a ir rompiendo con todas las trabas estructurales y no estructurales que convierten al acto de educar en una operación, crecientemente tecnificada, de control, clasificación y selección del sistema sobre los individuos; en suma, sería como una estrategia orientada a potenciar prácticas alternativas y experiencias radicales que, a partir de una deliberada intencionalidad por fracturar y triturar la ominosa tradición pedagógica sobre la que se asienta nuestra profesión docente, pugnen por disolver la opresiva densidad de muros, horarios, espacios y disciplinas… Es mucho más que nada.

 

 

La escuela del capitalismo en el actual modo de educación tecnocrático de masas es una fábrica de privatización, de familiarismo  y de aprendizaje de un ethos consumista y sumiso (sumisión, por lo demás, compatible con la más absoluta insolencia del niño-adolescente feliz y escolarizado). Una contraorientación crítica, una práctica de momentos antihegemónicos, requiere poner a prueba la posibilidad, siempre limitada, de convertir la escuela de hoy en una porción de la esfera pública de una ciudadanía democrática. Ése sería precisamente un aspecto capital del uso público que esperamos de los centros. En esta dirección, es posible avanzar en la senda de desprivatización de lo público a través de la introducción, siguiendo algunos de   los postulados crítico-genealógicos, en la enseñanza de los problemas sociales relevantes dentro y  fuera de  las  aulas. Para  que  el estudio de los problemas sociales de nuestro tiempo no se asignaturice y pierda su dimensión fecundadora, para que se encarne en nuestras necesidades y deseos, es preciso imaginar situaciones y contextos alternativos a los que proporcionan las aulas normales, superadores de las rígidas reglas de esa “pedagogía silenciosa”  inherente al uso habitual  del tiempo  y  el  espacio,  porque  la  interpelación y  cuestionamiento de  las condiciones cronoespaciales de la escuela deben formar parte del elenco de asuntos propios de una didáctica crítico-genealógica. De esa manera podremos quitar o limar de las actividades educativas el sello indeleblemente descontextualizado y ajeno a la vida  que posee la lógica de producción  del  conocimiento escolar.  Para  ello  se  requiere  indagar en procedimientos y fórmulas de deslocalización y recontextualización del conocimiento dentro de un uso público del saber y de la escuela, con vistas a una premeditada tarea de erosión del zócalo de ideas y prácticas sobre el que se levanta el código disciplinar del saber escolarizado.

 

 

Ahora bien, para ello no basta con apelar al diálogo y a una metodología de enseñanza deliberativa, fundada en una pretendida comunicación entre iguales. Nuestro postulado “aprender dialogando” resulta inseparable de la impugnación de los códigos pedagógicos y profesionales, pues sólo mediante ello las relaciones de poder inscritas en el aprendizaje escolar se debilitan facilitando un tipo de comunicación distinta, menos asimétrica en la medida que las funciones y poderes atribuidos a profesores y alumnos se evaporan al tener que dar respuestas a roles profesionales, contextos cronoespaciales y simbólicos de diferente naturaleza a los habitualmente manejados en las aulas. Esta recontextualización vital del aprendizaje  sin duda afecta a las estructuras del sentir y puede realmente alcanzar  a los estratos profundos de la personalidad. De ahí que sea oportuno buscar espacios y tiempos en los que el alumnado y el profesorado puedan expresarse de otra manera, en escenarios que rompan las claves espaciotemporales  y  lingüísticas  dentro  de  las  que  ordinariamente  se

 

 

verifican los intercambios del aprendizaje escolar. En eso estriba la desescolarización que proponemos, porque para romper la magia y encantamiento   del   saber   escolarizado   es   necesario   deslocalizar   y multiplicar los escenarios cronoespaciales alternativos, facilitando el flujo de nuevos discursos y prácticas renovadas.

 

 

Para ello se precisa imaginar otros espacios, otros tiempos y otra gestión colectiva de lo que hoy llamamos escuela. Desde luego son deseables otros soportes arquitectónicos más en consonancia con al idea de un espacio público donde proceder a la reconstrucción colectiva de los conocimientos socialmente   acumulados.   Son,   pues   necesarios,   otros   centros   de dimensiones más adecuadas alejados del modelo celular y carcelario imperante en las sociedades disciplinarias (una herencia del modo de educación tradicional-elitista), y desde luego se ha de proponer otro tipo de ambientes y distribución espacial más flexible y polivalente que faculte el trabajo alternativo individual y en grupos. Ahora bien, no se trata sólo de trasmutar el actual aulario (herencia de sociedades disciplinarias arcaicas) en una suerte carpa traslúcida (propia de las sociedades de control)  donde correteen  los  escolares  bajo  el  señuelo  de  un  aprendizaje  libre  y  sin barreras. El espacio público, por el contrario, se compone de una dimensión material y otra finalista, que poco tiene que ver con los planteamientos teóricos y las experiencias de las escuelas desnudas de efectos de poder, tal como comparecen en  las  figuraciones de  las  bucólicas utopías de  una educación no directiva.

 

 

La impugnación del espacio lleva también a la de los tiempos escolares, pues ambas son las dos caras de la organización escolar. La flexibilidad de los  tiempos  escolares (los  horarios, las  asignaturas y  todo  lo  que  ello comporta) no responde a una mera adaptación postfordista de la organización ni siquiera constituye un fin en sí mismo; constituye la evidencia  de  que  el  aprendizaje  encapsulado  en  formatos  de  tiempo cerrados   propicia las rutinas   más engorrosas de la vida institucional y obstaculiza la circulación de iniciativas positivas.

 

 

Naturalmente, un  nuevo espacio y  un  nuevo tiempo no  son  categorías aisladas de la práctica social, son la práctica social institucionalizada. Por ello esa misma praxis debe estar orientada a otros fines diferentes de modo que los proyectos de trabajo y gestión constituyan una entidad conjunta dotada de sentido hacia una finalidad emancipatoria común. Y bien cierto es también que en esa ruta no ha de plantearse en términos de todo o nada; el itinerario hacia prácticas que conviertan la escuela en espacio público de esa cultura civil que reivindicamos es la base de acabar con la privatización consumista y familiarista de los actuales centros escolares. Ahí la didáctica

 

 

crítica interpela a la familia y al entorno social implicando sus agentes colectivos y rechazando el modelo asistencial-escolar que se ha ido imponiendo a medida que las formas de trabajo y de familia en el actual capitalismo exigen una socialización casi al margen del núcleo familiar. En una palabra, se trata de reinventar la escuela como espacio público para la adquisición del conocimiento, la incorporación de conductas cívicas y el ejercicio efectivo de la democracia.

 

 

Sin duda algunas de estas ideas se remontan ya a una vieja tradición que puso el acento en la formación cívica de los escolares. Eso ocurre parcialmente en el movimiento de las actuales escuelas democráticas y en otras tradiciones radicales de la escuela. Quizás conviniera insistir en que nosotros tenemos poca confianza en la función redentora de estas experiencias (y en las nuestras), o al menos en las posibilidades de propagación y del cambio social a partir de la escuela (la escuela nada es al margen de la sociedad, es la sociedad).

 

 

No obstante, algo de lo que postulamos vamos haciendo. Sin ningún ánimo de tomar las experiencias como ejemplos que deban ser seguidos, comentaremos algunos de ellos. El que se nos viene a la memoria, de inmediato, es el abanico de nuevas actividades de intervención dentro y fuera del aula que fueron propiciadas por el movimiento ciudadano contra la guerra de Irak, y en las que los grupos fedicarianos participamos de forma variada bajo el nombre de Lecciones contra la guerra (VV.AA.,

2003;  Cuesta,  2004).  Alrededor  de  ese  tema    Fedicaria de  Salamanca organizó un conjunto de actuaciones muy significativas de lo que entendemos por didáctica crítica. En efecto, en el mes de abril del 2003, se organizaron en el IES Fray Luis de León una jornada de presentación de actividades y trabajos del alumnado de varios institutos de la ciudad con el indicado  nombre.  Aunque  por  aquel  entonces  ya  eran  declinantes  las

movilizaciones contra la guerra, la experiencia resultó sumamente sugerente, pues sirvió como modesta ilustración de algunas de las posibilidades de  la didáctica crítica cuando el centro educativo se convierte en espacio de deliberación pública, en foro   donde se expresan los aprendizajes de los alumnos y las ideas  de todos los participantes (padres y madres, profesorado, alumnado, personal de servicios). La idea de convertir un problema educativo en eje monográfico de las actividades culturales (y “extraescolares”) de un centro o varios relacionados entre sí de forma que empape la programación didáctica de aula, la semana cultural del centro, las   excursiones,   etc.   responde   a   esa   necesidad   de   desescolarizar, deslocalizar y recontextualizar los aprendizajes. Y es camino que algunos, siguiendo los viejos proyectos de los grupos fedicarianos, basados en problemas relevantes invitamos a proseguir  esa idea pero cambiando los

 

 

escenarios: del aula al resto de los espacios del centro (exposiciones en los pasillos, intervenciones en el salón de actos, sesiones de biblioteca, salidas del centro, etc.)

 

 

Una oportunidad  muy conveniente para llegar a estos fines es reapropiarse de las efemérides buscando fórmulas contraoficiales de rememorar el pasado,  trasmutando el  interés  conmemorativo y  monumentalista de  la historia desde arriba en paradójico ejercicio de confrontación con el ayer. Ello implica profundizar en el significado del  pasado inmediato vivido por las generaciones adultas (por ejemplo, la transición a la democracia) a través  del  descubrimiento y  reconstrucción del  mismo  desde  y  por  la experiencia de aprendizaje de las jóvenes generaciones de los estudiantes; y ello muy especialmente recurriendo a la interpelación a sus mayores. La interpelación y el diálogo se erigen en parte insoslayable de una educación ciudadana que mira hacia atrás  tomando como punto de partida lo que nos preocupa de la actualidad.

 

 

Pero la actual escuela de la era del capitalismo, en el modo de educación tecnocrático de  masas, no  es un  espacio público en  el  que  pueda, sin resistencias, ser educada críticamente la mirada frente a los problemas de nuestro tiempo. Es preciso, sin embargo, demandar que lo sea y hacer todo lo posible para que en nuestro quehacer  profesional se halle el tiempo y el lugar para educar y educarnos estudiando la genealogía de los problemas de nuestro  tiempo.  A  tal  fin  se  requiere  multiplicar  las  iniciativas  y plataformas que defiendan otra escuela y unos nuevos usos públicos de la misma. Esa otra escuela que perseguimos no posee un plano ya dado, ni siquiera ha  de  ser fiel  a  un  programa preestablecido ni  debe tampoco aspirar a encontrar en cualquier recetario psicopedagógico el remedio para sus problemas, pues ello es totalmente incompatible con una crítica hecha desde la dialéctica negativa. La crítica de la escuela, siempre negativa, no puede tornarse afirmativa mediante la formulación de una alternativa superadora de las contradicciones inherentes al sistema escolar.

 

 

Por consiguiente, la construcción de la escuela como espacio público necesita prácticas sociales convergentes hacia la ampliación de los lugares sociales donde se configura una ciudadanía de distinto tipo a la que aspira la actual democracia de mercado. En eso consiste desescolarizar y desprivatizar   el conocimiento y recontextualizarlo dentro de los asuntos que nos preocupan. Consiste precisamente en promover un conjunto de prácticas pedagógicas generadoras de momentos de con ciencia social pública frente a la privatización consumista, familiarista y psicologizante que  caracteriza  a  las  sociedades  capitalistas  de  nuestro  tiempo.  Tal

 

 

propósito  es  solidario con  la  oportunidad de  abrir  y  descubrir nuevos procesos de subjetivación.

 

 

 

4.2.3. Promover nuevas formas de    subjetivación a través del conocimiento y la problematización de las raíces de nuestras identidades culturales.

 

 

Como ya se vio en los comienzos de este artículo, la crítica de la cultura resulta inseparable de una crítica de la construcción de la identidad cultural y de los mecanismos de subjetivación que fabrican los yoes de los individuos. Se diría, siguiendo a Castilla del Pino (2000, 257), que el sujeto se  configura como  un  sistema  de  posibilidades, de  yoes,  tantos  como situaciones y contextos susceptibles de ser vividos. De modo que no puede definirse al sujeto por uno o varios de sus ocasionales yoes, porque el aprendiz  no  es  una  realidad  definible  a  priori    ni  una  arcilla  fresca dispuesta a ser moldeada por las hábiles manos del docente. Al no existir tampoco un ego preexistente que salvar, la didáctica crítico-genealógica tiene por cometido más destacable y procedimiento de principio más habitual la  generación de  situaciones de  aprendizaje que  interroguen e interpelen a los sujetos (al profesorado y al alumnado) sobre sus ideas poniendo en cuestión el propio pensamiento. En cierto modo, los dispositivos pedagógicos promovidos por la didáctica crítica pueden entenderse como un conjunto de operaciones en virtud de las cuales el sujeto  se  observa,  se  descifra,  se  interpela,  se  narra,  se  domina,  etc. (Larrosa, 1995, 291). Y ello, como se dijo en la primera parte de este texto, como  consecuencia  de  la  laboriosa  observación  de  las  huellas  que  el proceso histórico social ha impreso en nosotros mismos y nuestras maneras de pensar y sentir. De modo que, a diferencia de lo que habitualmente se cree, no se trata de practicar el célebre mandato socrático de  “conócete a ti mismo”,  sino  más  bien  hallar  ese  desconocido  que  hay  en  nosotros mediante el acceso al conocimiento, lo que nos lleva indefectiblemente a la propuesta foucaultiana de “desprenderse de sí mismo” y “exteriorizarse”40. En  verdad, el  proceso de  conocimiento (y  la  relación de  éste  con los sujetos) se verifica como exterioridad en la medida que implica salir de uno mismo,  desencontrarse  y  transformarse.  Podríamos  afirmar  que,  hasta cierto punto, y frente a la superchería de la identidad fija y estable, el ejercicio de una didáctica crítico-genealógica comporta un ensayo de tejer y destejer yoes alternativos, de fabricación contradictoria de identidades en

 

 

40 Véase especialmente Foucault (1994) y en general todos los trabajos de  su última etapa intelectual, en la que se asiste a un recogimiento sobre el cuidado de sí mismo, una nueva moral que convierte la lucha resistente frente al poder como  una dura ascética del hacerse a sí mismo como si de una obra de arte se tratara.

 

 

el mismo proceso de conocimiento  y dentro de las coordenadas de poder existentes en los marcos institucionales donde se vive la educación41. En ellos se produce y reproduce el sujeto de conocimiento en la medida que las relaciones de poder son inseparables del saber y de los procedimientos  en que éste se transmite e incorpora al individuo transformándole. Esta metamorfosis ocasionada por la práctica pedagógica se efectúa siempre bajo determinadas circunstancias de simetría y asimetería entre los agentes educativos. En  ese  juego  de  distancias, poderes  y  saberes  se  forja  un repertorio de procesos de desidentificación e identificación, que buscan educar el deseo del alumnado hacia  la problematización del presente y el uso de un pensamiento genealógico-crítico. Y ello teniendo siempre en cuenta el carácter siempre inconcluso de la identidad (Mèlich, 2004, 61-62) y, por tanto, de todo acto consciente de ser, estar y conocer.

 

 

Es ya un viejo tema la pregunta a propósito de si la virtud es enseñable. Un tema, como puede comprobarse en los diálogos de Platón42  aporético y dilemático,  que  es  para  nosotros,  además,  ético.  En  efecto,  nuestra propuesta de subjetivación a través del conocimiento posee inocultables e imprescindibles componentes finalistas de naturaleza ético-políticos insoslayables a la hora de pensar e imaginar un vida buena y un mundo mejor. Que la virtud pueda y deba ser enseñada es pretensión inevitable  de cualquier proyecto dirigido hacia la emancipación; pero, claro está, tal propósito ha de ser sometido a la bridas de la prudencia y contar con el sano escepticismo que proporciona una mirada histórica acerca de cómo la educación hecha en nombre de esquema ideales de virtud ha generado a menudo su contrario, y no pocas veces se ha hundido en los atardeceres más   terribles   de   nuestra   historia   del   siglo   XX.   Ello   supone   un entendimiento complejo de los procesos de subjetivación, a años luz de cualquier brote de  ingeniería de las conciencias o adoctrinamiento, porque una y otro precisamente se apoyan,   como todo pensamiento de estirpe autoritaria, en el supuesto de la identidad sustancial e inflexible del sujeto, en el sujeto identitario. Por el contrario, el modelo de subjetivación que proponemos, siguiendo la ideas de Paz Gimeno (2005) bien podría ser  el de la dialéctica negativa, esto es, aquel que erige la contradicción y lo antidogmático en el fondo y la forma del aprendizaje, de manera que el alumnado -y por supuesto el profesorado aprenda a vivir en la ambigüedad de un conocimiento sobre la realidad social e histórica, que no implique la solución para una de las dos perspectivas de la visión dialéctica. Si queremos que nuestros futuros alumnos desarrollen un pensamiento crítico

 

 

41 Poco vínculo posee este procedimiento con la defensa de un sujeto sin ideas ni principios de actuación, ese individuo flexible creado por el constructivismo. Eso que R. Sennet (2000) llama “hombre irónico”.

42   Platón aborda  el dilema de la enseñabilidad  de la virtud  y las aporías del aprender   en el  Menón, el

Protágoras  y el Gorgias.

 

 

y antidogmático, es necesario enseñarles a pensar en forma ambivalente, y a no reducir sus análisis y la comprensión de los problemas sociales a una única perspectiva tomada como verdadera (Gimeno, 2005, 5 y 6).

 

 

Ahora bien, la pretendida educabilidad del deseo, esa enseñanza dirigida a desear más y mejor, que venimos propugnando, nada o muy poco tiene que ver con las   identidades estáticas, con “los traperos de las identidades vacantes” (Foucault, 1991, 26) y por eso tiene algo de desidentificación entendiendo por tal la necesidad de “pensar contra uno mismo”, de poner en cuestión las raíces de lo dado comprendiendo su realidad histórico- construida y huyendo de cualquier esencialismo ahistórico. Desidentificar equivale a problematizar, a pensar contra las verdades asentadas, contra las raíces de lo establecido.

 

 

Existe, pues, un sujeto deseable de la didáctica crítica. No es, desde luego, el sujeto trascendental al estilo kantiano, capaz de la autodeterminación y del  juicio  moral  propio; más  bien  el  sujeto  de  un  aprendizaje crítico- genealógico es el que se experimenta a sí mismo y se gobierna a sí dentro del haz de espacios de poder y saber en los que se hace. Como no se cansaba de repetir Foucault, precisamente la genealogía, esto  es, el pensar históricamente los problemas que nos afectan, constituye, en realidad, una ontología de nosotros mismos. De ese modo los postulados de la didáctica crítica (y de todo conocimiento que reivindique tal naturaleza) nos devuelven siempre al terreno de la gestación de las subjetividades.

 

 

Por tanto, en cierto modo, desidentificar al sujeto de conocimiento es tarea propia de la didáctica crítica. Y ello significa también cuestionar las raíces de las identidades culturales, denunciando la “mística devoción onfaloscópica” (Sánchez Ferlosio, 2002, 36) que anida tras la cultura dominante. De esta suerte la desidentificación como aspiración de la didáctica crítica enlaza con la impugnación de los mitos culturales43, haciendo, una vez más, a la didáctica parte de la política de la   cultura. Entre ellos los que reposan en el currículo bajo el género de historias nacionales e identidades culturales. La hipóstasis de ambos (naciones y

 

 

43 “El mito de la identidad cultural, distinta e irreductible, postulada para cada pueblo, nación o etnia, la común condición de los hombres que forman parte de esas etnias, naciones o pueblos, no ya en cuanto son hombres, sino en cuanto son copartícipes o herederos de tradiciones culturales comunes, quedará en cubierta  o eclipsada  por el postulado  de la irreductible  identidad  con sus culturas.  Cada cultura  como sustancia con la cual se identifica un pueblo, o una nación, o una etnia, pasará de este modo a desempeñar el papel que el tótem desempeñaba  entre los pueblos salvajes. Desde este punto de vista, el mito de la culturas  revelaría,  y  paradójicamente,  entre  otras  cosas,  el  salvajismo  sui  generis,  refluyente,  de  la humanidad  contemporánea.  No es de extrañar, según esto, que la reivindicación  de la dignidad cultural del salvajismo  (por ejemplo, la recuperación de las etnias amazónicas) constituya uno de los objetivos de la Antropología cultural del presente cuando se guía por el siguiente lema de Lévi-Strauss: <<salvaje es el que llama a otro salvaje>>” (Bueno, 1997, 28).

 

 

culturas) comparece como uno de los principales asuntos que cabe abordar en un didáctica crítico-genealógica 44  a fin de efectuar esa imprescindible tarea de desidentificación de los alumnos respecto a las figuraciones ancestrales y fantasmagóricas que pesan sobre sus cabezas, combatiendo a un tiempo las modalidades más dañinas de relativismo cultural, que se presentan  a  menudo  bajo  la  petición  del  principio  de  tolerancia.  No obstante, una cosa es la condición “inventada” y la debilidad ontológica de enunciados como  “pueblo  vasco”,  o  “nación  española”, o  “cultura  del vino”, y otra muy distinta es la indiscutible fuerza perfomativa de la acción de  las  tales  creencias.    Pues  bien,  ahí  mismo,  en  la  génesis  de  esas creencias, de esas identidades ha de situarse la tarea desidentificadora de la didáctica crítico-genealógica.

 

 

Bien es  cierto que  el  vaciado crítico de  las  identidades culturales que poseen al sujeto de conocimiento, lo que llamamos desidentificación (en sentido figurado), despierta en él deseos de reidentificación, dado que sin lazos de pertenencia no es posible imaginar el devenir humano, y este impulso  suele ser más cierto y acuciante aún en las edades escolares. De ahí  que  la  didáctica  crítica,  a  fin  de  asegurar  una  cierta  seguridad ontológica y evitar los efectos indeseables de las personalidades vacías, flexibles, inconsistentes y postmodernas, constructivistas, ha de generar procesos de reidentificación y de nuevas subjetividades mediante una conducción del deseo hacia un aprendizaje de desear más y mejor en el camino en el que las nuevas identidades se soportan en nuevas ideas y valores. Nuevas ideas, nuevos valores y nuevos sujetos facultados para cuestionar su propio pensamiento y  comprender que, en algún grado, todos somos, respecto a nosotros mismos, extranjeros.

 

Todos somos extranjeros45 era el título de una de las unidades didácticas de uno de nuestros  proyectos alternativos para la enseñanza de las Ciencias Sociales, y bien pudiera convertirse   hoy en un programa o proyecto de didáctica crítica, que tomara la percepción de la inmigración y las identidades territoriales como base de procesos críticos de “desidentificación”, de construcción de nuevas subjetividades críticas por encima del esencialismo cultural y territorial, por encima de las respuesta racistas, xenófobas o nacionalistas excluyente que tan extendidas se encuentren en nuestra vida cotidiana. Y también, por qué no decirlo, por

 

 

44  En Fedicaria  es asunto ya tocado en todos los proyectos  curriculares  de los grupos fundadores,  y es objeto monográfico de uno de los números de Con-Ciencia Social y de los trabajos y proyecto de tesis de A.  Martín.  También  de P. Gimeno  (2005)  que viene  a defender  la posición  de Habermas  acerca  del célebre patriotismo constitucional.

45  Título,  a su vez, de una de  las unidades  didácticas  del Proyecto  Cronos,  uno  de  los proyectos  de

enseñanza de las ciencias sociales que se gestó y aplicó durante la década de los años noventa, y que con otros grupos de parecido tenor dio origen a Fedicaria en 1995.

 

 

encima y más allá del umbral del pensamiento políticamente correcto, que confunde la crítica con un canon simplista, urdido de tópicos y retórica para quedar bien en público y en las encuestas 46. Insistir una y otra vez en la inmigración como problema cultural y como necesidad de tolerancia es ocultar cuál equivale a esconder realmente el problema; para evitarlo es preciso poner la cultura en su sitio y al capitalismo en el suyo.

 

 

 

 

 

COLOFÓN

 

 

De todo lo anterior se desprende que una didáctica crítico-genealógica (que presupone una determinada   impugnación de la cultura, el empleo de la historia como genealogía de los problemas del presente, y la inserción de lo didáctico como faceta de la política de la cultura) apunta al centro de una tarea que, como se vio, resulta ardua: la educación histórica del deseo. En ese territorio teórico-práctico se dan cita reflexiones contracorriente   en torno a la sociedad actual, dudas más que razonables a propósito de las virtudes de la escuela del capitalismo y experiencias ocasionales de nuevos materiales, nuevos escenarios de desescolarización, y nuevas experiencias de subjetivación, que actuarían como alimentación acumulativa, sin orden de preferencia, de teoría y práctica, de pensamiento y acción. Precisamente la didáctica que propugnamos se emplaza en un lugar suprainstitucional, extraoficial y  no  predefinido epistemológicamente, donde  se  cruzan  el pensar y el hacer, la necesidad y el deseo. Ahí, en los espacios públicos escolares, nos forjamos, nos experimentamos, como sujetos de un conocimiento y de una práctica; es allí donde proponemos generar elementos racionales y afectivos susceptibles de disponer reflexiones y experiencias anticipatorias, siempre parciales y provisionales, inspiradoras de momentos de con-ciencia (y práctica) social crítica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

46 El asunto es grave y se trasparenta en las encuestas del CIS sobre la percepción de la inmigración. En ellas hay un racismo “oculto”, pues se contesta lo que conviene, pero luego en otras respuestas comparece lo que realmente se piensa. Las mismas encuestas son en realidad una trampa, pues predeterminan qué respuesta es la correcta o no. Las encuestas, pues, “ponen” y “enuncian” el “problema”.

 

 

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