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jueves, 28 de julio de 2011

La Tiranía De La Comunicación


La Tiranía De La Comunicación
Ígnació Ramónet
Ignacio Ramonet (Redondela, Pontevedra (Galicia), 5 de mayo de 1943) es un intelectual español residente en Francia. Es doctor en Semiología e Historia de la Cultura por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) (Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, París) y catedrático de Teoría de la Comunicación en la Universidad Denis-Diderot (Paris-VII). Especialista en geopolítica y estrategia internacional y consultor de la ONU, actualmente imparte clases en la Sorbona de París. Desde 1990 hasta 2008[1] fue director de la publicación mensual Le Monde Diplomatique y la bimensual Manière de voir. Es cofundador de la Organización No Gubernamental Media Watch Global (Observatorio Internacional de los Medios de Comunicación) de la que es presidente. Un editorial escrito en Le Monde Diplomatique durante 1997 dio lugar a la creación de ATTAC, cuya labor se dedicó originalmente a la defensa de la tasa Tobin. En la actualidad se dedica a la defensa de una gran variedad de causas de y tiene como presidente de honor a Ignacio Ramonet. Fue también. Es Doctor Honoris Causa de la Universidad de Santiago de Compostela, en España, y de la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina.

(EXTRACTO)

 

La televisión necrófila


El falso «scoop del siglo», difundido por la televisión italiana el 5 de febrero de 1998, marcará una época sin duda alguna en la historia de los media. Aquel día, Gianni Minoli, presentador del magazine «Mixer», un programa semanal de información de la RAI-2, anunció la difusión de un «documento de primer orden»: la confesión del juez Sansovino, que reconocía haber falseado, con la complicidad de otros miembros del tribunal electoral, los resultados del referéndum de 1946, que permitió a Italia abolir la monarquía y constituirse como una república.
Al final de la emisión, y cuando el país entero se hallaba conmocionado, Minoli desveló la superchería: el juez era un actor, los «documentos antiguos» en blanco y negro habían sido rodados en un estudio con figurantes. En resumen, todo era falso, salvo la profunda emoción experimentada por millones de telespectadores. «Quisimos mostrar», concluía Gianni Minoli, «cómo puede manipularse la información televisada. Hay que aprender a desconfiar de la televisión y de las imágenes que se nos ofrecen.»
Una lección moral como ésta era necesaria efectivamente después de la revelación, a fines de enero de 1990, de las imágenes atroces de las fosas de Timisoara en Rumania, que resultaron ser un montaje (5) en el que los cadáveres alineados bajo los sudarios no eran víctimas de las masacres del 17 de diciembre, sino cuerpos desenterrados del cementerio de los pobres y ofrecidos de forma complaciente a la necrofilia de la televisión.
Rumania era una dictadura y Nicolai Ceaucescu un autócrata. Partiendo de estos datos indiscutibles, una vez más la televisión se dejó llevar en su cobertura de los acontecimientos de diciembre de 1991 en Bucarest por sus peores tendencias morbosas. La carrera del sensacionalismo la condujo hasta la mentira y la impostura, metiendo en una especie de histeria colectiva al resto de los media, e incluso a una parte de la clase política. Las imágenes de las falsas fosas de Timisoara conmocionaron a la opinión pública, víctima de groseras manipulaciones. ¿Cómo es posible todo esto en una democracia, que se define también como una «sociedad de comunicación»?
El falso osario de Timisoara es sin duda el engaño más importante desde que se inventó la televisión. Sus imágenes tuvieron un impacto formidable sobre los telespectadores que seguían apasionadamente, desde hacia varios días, los acontecimientos de la «revolución rumana». La «guerra de las calles» proseguía entonces en Bucarest, y el país parecía correr el riesgo de volver a caer en las manos de los hombres de la Securitate, cuando «la fosa» apareció para confirmar el horror de la represión.
Estos cuerpos deformados se asociaban en nuestra mente a los que ya habíamos visto tendidos, amontonados, en los depósitos de los hospitales, y corroboraban la cifra de «4.000» víctimas de las masacres de Timisoara. «4.063», precisaba por su parte un «enviado especial» del diario Liberation; y algunos artículos de la prensa escrita intensificaban el dramatismo: «Se ha hablado de camiones de basura transportando innumerables cadáveres hacia lugares secretos para enterrarlos o quemarlos allí», informaba un periodista de la revista Nouvel Observateur (28 de diciembre de 1989). «¿Cómo llegar a saber el número de muertos? Los conductores de los camiones, que transportan metros cúbicos de cuerpos, son eliminados con una bala en la nuca por la policía secreta para evitar testigos», relataba el enviado especial de la Agencia France Press (Liberation, 23 de diciembre de 1989).
Viendo en la pequeña pantalla los cadáveres de Timisoara no podía ponerse en duda la cifra de «60.000 muertos» (algunos hablaban incluso de 70.000) que habría provocado en algunos días la insurrección rumana (6). Las imágenes de las fosas comunes otorgaban crédito a las afirmaciones mas delirantes.
Difundidas a las 20 horas del sábado 23 de diciembre de 1989, contrastaban con el ambiente en la mayor parte de los hogares, en los que se preparaban las fiestas de Navidad. ¿Cómo no verse conmocionado por la imagen de ese «testigo», con la camisa de cuadros, que sirviéndose de una cuerda y sujetando por los tobillos, iza a una víctima que, cabe imaginar, ha muerto bajo horribles torturas? (7). Al mismo tiempo, una serie de testimonios escritos confirmaban estas impresiones, añadiendo detalles espantosos: «En Timisoara», destacaba por ejemplo el enviado especial de El País, «el ejército ha descubierto cámaras de tortura en las que, sistemáticamente, se desfiguraba con ácido los rostros de los disidentes para evitar que sus cadáveres fueran identificados» (8).
Ante esta hilera de cuerpos desnudos de torturados, ante ciertas expresiones que se podía leer sobre «metros cúbicos de cuerpos», «camiones de basura transportando cadáveres»... otras imágenes regresaban a la memoria de forma inevitable: las de los documentales sobre los horrores en los campos de exterminio nazi. Era algo insoportable, y lo mirábamos casi incluso como un deber, pensando en la frase de Robert Capa, el gran fotógrafo de guerra: «Los muertos habrían perecido en vano si los vivos se negasen a verlos.»
Los telespectadores dieron prueba de una profunda compasión por los muertos: «Muchos lloraban viendo las imágenes de la fosa de Timisoara», constataba un periodista (9). Otros vieron cómo nacía dentro de ellos un sentimiento irresistible de rebelión y solidaridad: «He visto todos esos horrores en la televisión», cuenta un testigo, «mientras preparaba la fiesta; me sentí prácticamente obligado a hacer algo» (10). «Electrizado por el canal Cinco y Erance-Info», confiesa un periodista, «rabiaba; ¿íbamos a dejar a todo un pueblo en manos de los carniceros de la Securitate?» (11).
Los ánimos se encendían; el editorialista Gérard Carreyrou, después de haber visto tales imágenes, lanzaba desde TF-1 un verdadero llamamiento a la formación de brigadas internacionales para «ir a morir a Bucarest». Jean Daniel, constatando «el divorcio entre la intensidad dramática de los hechos transmitidos por televisión y el tono de los gobernantes», se preguntaba «si nuestros gobernantes carecían de interés en convertir sus sentimientos en acciones» (12). Y Roland Dumas, entonces ministro de Asuntos Exteriores, parecía darle la razón cuando declaraba: «No se puede asistir a tal masacre como simple espectador.»
De esta forma, a partir de imágenes cuya autenticidad nadie se había molestado en verificar, se llegó a concebir una acción de guerra, se aludía al derecho de injerencia, y algunos reclamaban incluso una intervención militar soviética para aplastar a los partidarios de Ceaucescu...
Se había olvidado que, hoy en día, una información televisada es esencialmente un divertimento, un espectáculo que se nutre fundamentalmente de sangre, de violencia y de muerte. Por otra parte, la competencia desenfrenada que experimentan las distintas cadenas incita al periodista a buscar lo sensacional a cualquier precio, a querer ser el primero sobre el terreno, a enviar sobre la marcha imágenes duras, incluso aunque le sea materialmente imposible verificar si está siendo víctima de una manipulación, y sin haber tenido tiempo para analizar seriamente la situación (como fue el caso de los acontecimientos de Pekín en la primavera de 1989). Este ritmo frenético, insensato, que impone la televisión, arrastra también a la prensa escrita y le impulsa a buscar lo sensacional a riesgo de incurrir en sus mismos errores (13).
En contrapartida, los poderes políticos no ignoran esa perversión necrófila de la televisión, ni sus temibles efectos sobre los espectadores. En caso de conflicto armado, como es sabido, controlan estrictamente el recorrido de las cámaras y no dejan filmar libremente.
Un ejemplo reciente al que nos referiremos en los capítulos siguientes es la invasión norteamericana en Panamá, que coincidió en el tiempo con los acontecimientos de Bucarest. Mientras que el número de muertos fue muy superior (de 2.000 a 4.000 civiles según las diversas fuentes), nadie habló del «genocidio panameño», ni de «fosas». Porque el ejército norteamericano no permitía a los periodistas filmar las escenas de guerra. Y una guerra «invisible» no impresiona, no hace rebelarse a la opinión pública. «Nada de imágenes de combates», constata un crítico de televisión, decepcionado por los reportajes sobre Panamá, «si acaso algunos planos confusos de soldados apuntando sus armas hacia un puñado de resistentes en el hall de un edificio» (14).
Panamá era mucho menos «palpitante» que Rumania, convertida, como el conjunto de los países del Este tras la caída del muro de Berlín, en una especie de territorio salvaje en el que no existía ninguna reglamentación en materia de rodajes. Rumania era un país cerrado y secreto. Pocos expertos conocían su realidad. Y he aquí que, en el transcurso de los acontecimientos, centenares de periodistas (15) se encontraron en el corazón de una situación confusa y desde allí, en unas pocas horas, y sin la asistencia de los habituales agregados de prensa, tenían que explicar lo que pasaba a millones de telespectadores. El análisis muestra cómo con frecuencia hacían suyos los rumores insistentes que, inconscientemente, reproducían viejos mitos políticos y que, de forma perezosa, razonaban por mera analogía.
Un mito dominó el tema rumano: el de la conspiración. Y una analogía: la que asimila el comunismo al nazismo. Este mito y esta analogía estructuran casi todo el discurso de los media sobre la «revolución rumana». La conspiración es la de los «hombres de la Securitate» descritos como innumerables, invisibles, imperceptibles; surgiendo de la noche, de improviso, de subterráneos laberínticos y tenebrosos o de inaccesibles tejados. Hombres superpotentes, superarmados, principalmente extranjeros (sobre todo árabes, palestinos, sirios y libios) como nuevos jenízaros, huérfanos reclutados y educados para servir ciegamente a sus amos, capaces de la mayor crueldad: por ejemplo, de entrar en los hospitales y disparar sobre todos los enfermos, rematar a los moribundos, destripar a las mujeres embarazadas, envenenar el agua de las ciudades...
Todos los aspectos horribles que la televisión confirmaba eran, como ya se sabe hoy, falsos. Ni subterráneos, ni árabes, ni envenenamientos, ni niños secuestrados a sus madres... Todo eran rumores y puras invenciones. En contrapartida, cada uno de los términos de estas narraciones: «Desde un bunker misterioso», contaba por ejemplo un periodista, «Ceaucescu y su mujer dirigían la contrarrevolución, los batallones negros, caballeros de la muerte, que corrían, invisibles, por los subterráneos...» (16) corresponde exactamente al fantasma de la conspiración, un mito político clásico que sirvió en otros tiempos para acusar a los jesuitas, los judíos o los masones. «El subterráneo», explica el profesor Raoul Girardet, «juega un papel siempre esencial en el sistema de leyendas simbólicas de la conspiración (...). Nunca deja de percibirse la presencia de una cierta angustia, la de las trampillas bruscamente abiertas, laberintos sin salida, corredores que se extienden hasta el infinito (...). La víctima ve cómo cada uno de sus actos es vigilado y espiado por mil miradas clandestinas (...). Hombres de la sombra, del complot, que escapan por definición a las más elementales reglas de la normalidad social (...). Surgidos de otra parte, o de ninguna parte, los secuaces de la conspiración encarnan al extranjero en el estricto sentido de la expresión» (17).
Este mito de la conspiración se ve completado por el del «monstruo». En el país de Drácula era fácil hacer de Ceaucescu (que era, incuestionablemente, un dictador y un autócrata) un vampiro, un ogro, un satánico príncipe de las tinieblas. En el relato mítico propuesto por los media encarna el mal absoluto, «el que se apodera de los niños en la noche y que lleva en sí el veneno y la corrupción» (18). El único medio para combatirlo: el exorcismo, o su equivalente, el proceso (en brujería), puesto que entonces «expulsado del misterio, expuesto a la luz del día y a la mirada de todos, puede al fin ser denunciado, desafiado, enfrentado» (19). Esa fue la función mítica, catártica (y no política) del proceso al matrimonio Ceaucescu, que antaño hubieran sido llevados, sin duda, a la hoguera.
La otra gran imagen del discurso sobre Rumania es la analogía del comunismo y del nazismo.
Los acontecimientos de Bucarest se produjeron después de que los demás países del Este - con la excepción de Albania - hubieran conocido una «revolución democrática».


 

Ideología del telediario


Millones de ciudadanos ven cada noche un tele-diario. En casi todos los países del mundo. Y lo hacen generalmente - las encuestas lo confirman - con gran atención. Esta enorme audiencia (en comparación, supera a la de la prensa diaria, incluyendo todos los rotativos) suscita fundamentalmente dos tipos de codicias: comerciales y políticas.
Publicitarios y políticos ponen sus empeños y sus deseos en este espacio televisivo, polo de atracción de todas las miradas al comienzo de la noche, con el afán de situar, bajo la mirada convergente de los consumidores-electores, productos e ideas, objetos y programas.
Por otra parte, los presentadores de los informativos de televisión, esos «amigos que llegan hasta nuestro hogar», han adquirido, desde hace años, una influencia desmesurada y sus comentarios (o sus humores) pueden condicionar en un momento dado al conjunto de la opinión pública. Fascinados, subyugados por una deslumbrante puesta en escena de la marcha del mundo, los telespectadores, los ciudadanos ¿son capaces acaso de resistir a esa formidable empresa de masificación?

Historia de un género

El telediario nació como género en Estados Unidos. Fue en junio de 1941 cuando se produjeron las primeras emisiones regulares de televisión desde el mítico edifico del Empire State Bulding en Manhattan. El primer telediario se emitió en 1943 en Shenectady. Y a partir de 1947 aparecen programas diarios de información en la parrilla de la programación habitual de la televisión.
La creación de estas emisiones tuvo su origen en una exigencia de la Federal Commission of Communications (FCC) que sólo concedía licencias de explotación de emisoras de televisión comercial (por un período de tres años) a condición de que se comprometieran a producir regularmente programas informativos.
Muy pronto estas emisoras (agrupadas básicamente en tres cadenas o networks: American Broadcasting Company, ABC; Columbia Broadcasting System, CBS; y National Broadcasting Company, NBC) comprenden que las noticias televisadas, como cualquier otro tipo de emisión, pueden convertirse en una fuente importante de beneficios. Se dan cuenta de que la competencia con los demás medios de comunicación de masas, sobre todo la prensa escrita, en el reparto del maná publicitario exige desarrollar precisamente la especificidad de este espacio, la información, y conquistar para el seguimiento de los telediarios a millones de lectores de periódicos.
El sector de la información va a experimentar a partir de entonces un desarrollo espectacular. Al principio, el telediario se parecía a un diario hablado de la radio: la cámara encuadraba a un presentador que, levantando la cabeza de vez en cuando, se limitaba a leer las noticias de la jornada, redactadas por un periodista. Luego se incorporaron imágenes, primero mapas y diagramas, después fotografías y, por último, fragmentos filmados de reportajes de actualidad cuya función primordial era ilustrar el comentario escrito, sin ninguna continuidad entre ellos.
El recurso al material filmado, que debía ser sometido a un lento proceso de laboratorio, privaba a la televisión de la posibilidad de ilustrar inmediatamente los acontecimientos tratados a lo largo del telediario.

La invención del vídeo

Hubo que esperar hasta 1957 para que la casa Ampex, al lanzar al mercado el primer magnetoscopio (vídeo), permitiese al fin la grabación magnética de las imágenes y su difusión diferida. La televisión supo entonces sacarle provecho al mito principal que encarnaba: el de la emisión en directo. Multiplicó el número de acontecimientos (sobre todo deportivos y políticos) transmitidos en directo.
En Estados Unidos, una red de repetidores hertzianos hizo posible, desde 1951, la transmisión directa de imágenes desde una costa a otra del país, de Nueva York a San Francisco. En 1952, la política se incorporó a la era de la televisión. «Las convenciones, republicana y demócrata, de 1952 fueron un breve momento de gloria en la infancia de la televisión», cuenta Walter Cronkite, el primer presentador de un noticiario televisivo, «antes de que los políticos descubrieran su inmenso potencial y decidieran intentar controlarla. Por vez primera, millones de estadounidenses vieron la democracia en acción a la hora de elegir a sus candidatos presidenciales» (20). La maravilla de la instantaneidad fascinó a los primeros telespectadores y otorgó a los acontecimientos mostrados en el telediario la fuerza de una evidencia única en los medios de comunicación de masas. La transmisión en directo aumentaba también la credibilidad de las noticias y hacía de la televisión (gracias al telediario) el espejo de la realidad, el fiel reflejo del mundo.

El rey de los programas

De esta forma, a lo largo de los años sesenta y setenta, el telediario se transformó en el rey de los programas de televisión, en la locomotora que arrastraba tras ella a toda la programación y que, a primera hora de la noche, concentraba a la audiencia más importante. Su extraordinario éxito entre un público muy amplio (en las grandes democracias, hasta mediados de los años noventa, el 87 por 100 de los ciudadanos lo veía regularmente) reside en parte en la eficacia de técnicas periodísticas absolutamente específicas.

Dos limitaciones principales

El telediario tiene que superar dos limitaciones principales de orden estructural:
1)       no puede rebasar demasiado los treinta minutos de duración (veinte en Estados Unidos), ya que el esfuerzo de atención del telespectador es limitado.
2)       tiene que forzar al telespectador a verlo completo, con todas sus secciones, por diferentes que sean (política nacional, internacional, economía, deportes, cultura, etc), mientras que un lector de periódico siempre tiene la posibilidad de saltarse lo que no le interesa y comenzar a informarse por donde quiera.
Estas limitaciones imponen al teleperiodista la necesidad de ser breve pero interesante; tiene que hacerse entender y ser capaz de captar el interés; ser sencillo y espectacular, didáctico y atractivo; tiene que elaborar su texto teniendo en cuenta el mínimo denominador común de la audiencia en materia cultural, para que le entienda el mayor número posible de telespectadores.
Como puede suponerse, se trata de un auténtico reto, ya que treinta minutos de telediario equivalen, en texto escrito, a una sola página del diario El País, por ejemplo. De ahí la necesidad de abordar tan sólo un número muy reducido de acontecimientos y de tratarlos únicamente de forma muy escueta, superficial.

Simplificación y síntesis

Generalmente, las informaciones están sintetizadas al máximo, reduciéndose a una pequeña retahíla de frases-clave, con el fin de insistir mucho en el hecho dominante de la jornada y en el ánimo que se trata de inspirar. El telediario dice la noticia y, al mismo tiempo, nos dice lo que hay que pensar de esa noticia.
En ese sentido, se trata claramente de un prét-á-penser que, mediante el carácter espectacular de las imágenes reproducidas y el énfasis del presentador, se nos ofrece bajo la apariencia de un espectáculo atractivo, fruto de una sabia dramaturgia.
Así lo ha reconocido, por ejemplo, uno de los presentadores mas célebres de los telediarios franceses, Roger Gicquel: «La elección de las informaciones se hace en función de una eventual composición dramática con eventuales noticias de impacto. Es esa dramaturgia, inherente a la información, la que yo exploto.»

Triunfo de las leyes del espectáculo

Insensiblemente, las leyes del espectáculo mandan sobre las exigencias y el rigor de la información. Las soft news (sucesos, deportes, alegres notas finales, anécdotas...) son, a menudo, mas importantes que las hard news (temas políticos, económicos o sociales de verdadera gravedad). Y la fragmentación sutil de la actualidad en un mosaico de hechos separados de su contexto tiene como objetivo principal distraer, divertir en función de lo accesorio. Y evitar que se reflexione sobre lo esencial a partir de la información.
El recurso a especialistas, a reportajes y entrevistas, pretende dar un sello de autenticidad a lo que no es más que una serie de aseveraciones apresuradas y, a menudo, de un simplismo demoledor. Estas características, que son comunes a los telediarios de la noche (19 h, 20 h, 20,30 h o 21 h), pueden estar más o menos acentuadas. En algunos casos, si las informaciones están muy fragmentadas y dispersas, tendremos un telediario de noticias de corte tradicional, que prescinde de cualquier explicación seria y que abunda en la mayoría de los estereotipos. En otros, si el número de secciones se limita a los temas tratados con mayor profundidad, el telediario se asemeja a una emisión tipo revista de actualidad, donde las cuestiones son planteadas con menor brevedad, dando un papel preponderante al aspecto visual.

Las imágenes: un problema

A menudo, las imágenes constituyen un problema porque el aspecto visible de los acontecimientos no explica su esencia o su complejidad. Los hechos realmente serios suelen ser difícilmente representables en imágenes. ¿Cómo ilustrar, por ejemplo, la inflación, si no es mediante los eternos planos de las etiquetas de los precios de los supermercados?
Inevitablemente, el telediario da prioridad a las imágenes espectaculares - incendios, disturbios, violencia en las calles, catástrofes, guerras - y, condicionado por esa selección, realizada en nombre de la calidad visual, se ve condenado a favorecer lo anecdótico y lo superfluo, a especular con las emociones insistiendo en la dramatización.
Ante la carencia de imágenes sobre alguna situación, ciertas cadenas han intentado fabricarlas artificialmente, produciendo falsos documentos. El caso mas célebre de trucaje fue el que organizó, en 1962, la NBC en Berlín, cuando costeó la construcción de un túnel bajo el Muro para filmar todas las fases de una pretendida evasión al Oeste.
También los presentadores de telediarios (o las cadenas de información continua, como Cable News Network, CNN) lanzaron, a finales de los años ochenta, llamamientos a los videoaficionados para que les vendiesen sus imágenes relacionadas con la actualidad. Algunas de ellas tuvieron consecuencias importantes, como las que mostraron al candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Gary Hart, a bordo de un yate en compañía de una amante, y que significaron el final de su carrera política. O las que mostraron en Los Ángeles cómo unos policías blancos apaleaban a un conductor negro, Rodney King, y que desataron los motines raciales más violentos de la historia reciente de Estados Unidos.

Información y show-business

En el film de Sidney Lumet Un mundo implacable (Network, 1976) los productores del telediario llegan incluso a firmar un contrato con un grupo de terroristas para tener los derechos exclusivos de filmación en directo de sus fechorías y su secuestro de rehenes. Esta película describe muy bien, por otra parte, los vínculos existentes entre el tratamiento televisado de la actualidad y las reglas del show-business.
En Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, se ve a un operador de noticiarios (interpretado por el propio Coppola) que pide a los soldados en plena batalla que «no miren a la cámara» para que las tomas tengan un aire aún más verídico...
A veces, la presencia in situ de equipos de televisión desencadena, especialmente en casos de manifestaciones masivas, una efervescencia artificial vorazmente filmada por las cámaras. Los reporteros llegan en cierto modo a dirigir cinematográficamente los comportamientos de las masas con objeto de dramatizar mejor el acontecimiento.

Un caso de dramatización

Durante la época de la crisis de Irán - de diciembre de 1979 a enero de 1980 - , con motivo del secuestro de unos rehenes norteamericanos por parte de los estudiantes islámicos en el edificio de la embajada de Estados Unidos de Teherán, una multitud de curiosos adquirió la costumbre de congregarse ante las rejas de la embajada. Allí reinaba un clima de feria: tenderetes de comidas, quioscos de té, vendedores de refrescos y de cacahuetes, voceadores de periódicos, ristras de retratos de Jomeini, etc. El ambiente era relajado y pacífico. Pero bastaba la aproximación de una cámara de televisión para que la atmósfera cambiase completamente: los rostros se inmovilizaban y se alzaban los puños. Como habrían hecho los extras profesionales de una superproducción cinematográfica, después de una pausa para tomar café, la muchedumbre volvía a representar, mientras duraba el rodaje, el papel que el telediario deseaba: expresaba el odio y la cólera, la amenaza y la exaltación, en una palabra: el célebre «fanatismo musulmán».
Esto permitió dramatizar el comentario sobre la crisis de Teherán y poner mayor énfasis en el peligro que corrían los rehenes norteamericanos. La complicidad entre la multitud y los periodistas había alcanzado, al cabo de los días, tan alto grado de acuerdo, que la periodista Elaine Sciolino podía describirla así en Newsweek: «La multitud está actualmente tan sofisticada que agita sus puños en silencio mientras el operador regula sus objetivos. Sólo empieza a soltar alaridos cuando entra en escena, con su micrófono, el técnico de sonido...» Gracias a este tipo de imágenes, el telediario puede crear historias, relatos dramáticos, sobre un acontecimiento de actualidad.

Agencias de imágenes

Este tipo de imágenes determina el tono, el estilo de la inmensa mayoría de los telediarios, ya que su fuente, su procedencia, es muy limitada.
Básicamente son tres o cuatro las agencias internacionales que se disputan el mercado de las imágenes de actualidad: Visnews (británica), WTN (anglo-norteamericana), CBS (norteamericana) y CNN (norteamericana). La más poderosa y, por tanto, la más influyente, es Visnews (controlada en gran parte por la agencia de prensa financiera Reuters) que envía todos los días a varios centenares de cadenas de televisión de más de cien países las imágenes más espectaculares, las más sensacionales, las más universalistas, filmadas por sus reporteros situados en los más remotos «puntos calientes» del planeta.
Las cadenas públicas europeas dependen de la red de intercambios de la Unión Europea de Radiofusión, el EVN (Electronic Video News). Todas las mañanas tiene lugar en Bruselas una especie de Bolsa de imágenes; las televisiones de los países europeos y las agencias internacionales proponen allí sus reportajes sobre los temas de actualidad. Cada cadena nacional recibe la lista redactada por télex o fax y elige. Inmediatamente se le transmiten las imágenes, que sólo tendrán que ser montadas en el magnetoscopio para darles un cierto tono casero.

Espectacular a toda costa

El defecto de este sistema es evidente: para ser ampliamente aceptadas - condición indispensable de rentabilidad - , las imágenes de agencia tienen que ser espectaculares a toda costa e interesar al mayor número de telespectadores. Tienden a poner mayor énfasis en el aspecto exterior del acontecimiento, en la anécdota, el escándalo y la acción (violencia, sufrimiento, sangre, muerte), que en las ideas o en las explicaciones. Por otra parte, evitan la polémica y la controversia, y se presentan como apolíticas y universales lo que, a menudo, reduce su interés.
Por último, su supeditación a la actualidad, en el sentido más coyuntural, les obliga a volver constantemente, cíclicamente, sobre cuestiones y regiones repetitivas (Oriente Medio, el Golfo, Bosnia, Ruanda, el terrorismo, los atentados, los conflictos, las guerras...) descuidando el tratamiento y la información sobre la situación de muchos países, especialmente del Sur, o la información sobre las «catástrofes suaves», como la miseria, el hambre, el analfabetismo, el paro; o los desastres ecológicos «invisibles», como el aire contaminado, el efecto invernadero, la desertificación, etcétera.

Un entretenimiento hollywoodiense

Concebido, en definitiva, como un entretenimiento, este telediario de modelo hollywoodiense dedica una atención desproporcionada a las pequeñas noticias que giran en torno a la forma de vida de los individuos y que ofrecen una visión del mundo más apetecible, menos sombría, menos desesperada. Su objetivo es provocar emociones: angustia, dolor, euforia, horror, sorpresa... Esa es la materia esencial de los telediarios.
El ritmo de esta «espectacularización» del mundo no deja nada al azar, es el resultado de una exacta dosificación de tensiones, de dramas, de esperanzas y de consuelos. Esta dosificación adopta como modelo los criterios dramáticos de los films norteamericanos de la serie B, elaborados en Hollywood en los años treinta, según los cuales, la regla de oro para mantener en suspenso a un público muy amplio consiste en introducir un impacto dramático cada diez minutos, seguido de una secuencia más tranquila.
Como en aquellos films, se procura no terminar con una nota trágica o excesivamente grave (la audiencia se quedaría abatida). Las leyes del happy end (final feliz) exigen terminar con una nota optimista, una anécdota divertida. Ya que la función del telediario tiene algo de psicoterapia social debe, por encima de todo, infundir esperanza, tranquilizar sobre las capacidades de los gobernantes nacionales, inspirar confianza, suscitar el consenso, contribuir a la paz social.

La estrella principal

La lógica del show-business, de la dramatización y de la transformación del telediario en verdadero espectáculo, ha estimulado la aparición de vedettes. Algunos periodistas de televisión se han convertido en auténticas estrellas. En nombre de esta lógica, y a fin de que el espectáculo gane en coherencia, los telediarios norteamericanos, desde el principio de los años sesenta, están organizados en torno a un presentador único (el anchor-man (21), hombre-ancla), que mantiene la coherencia del informativo.
Esta especie de «arúspice» garantiza la unidad de tono y humaniza el discurso periodístico. Gracias a él, las informaciones dejan de parecer dispersas y ganan en dimensión humana, adquieren, en el sentido estricto de la palabra, un rostro. En Estados Unidos los primeros presentadores únicos fueron Walter Cronkite, de CBS y, después, Barbara Walters, de NCB, verdaderas instituciones, símbolos de la televisión cuya popularidad fue inmensa hasta mediados los años ochenta. Como lo es hoy, por ejemplo, la de Dan Rather, de CBS.

Walter Cronkite

Walter Cronkite fue sin duda el periodista más famoso del mundo audiovisual hasta su jubilación en 1983. Durante diecinueve años comentó diariamente (de lunes a viernes) las informaciones de la noche por la cadena Columbia Broadcasting System (CBS) a las 19 horas, desde Nueva York. Su telediario tuvo un índice de audiencia muy superior al de sus competidores de ABC y NBC. Se estimaba que veintidós millones de norteamericanos veían cada noche «el fenómeno Cronkite». A sus sesenta y tres años seguía fascinando a los telespectadores como el primer día, con su encanto de siempre algo pasado de moda, su misma sonrisa tranquilizadora y directa, su mirada franca y maliciosa.
Walter Cronkite poseía un peso político considerable. Durante la crisis de Watergate, la toma de posición de su telediario fue decisiva para la caída del presidente Richard Nixon. Fue Cronkite quien, por primera vez, hizo dialogar, en doble conexión, durante su telediario, al presidente de Egipto Anuar El Sadat y al primer ministro israelí Menahem Begin. Y fue en el transcurso de esta emisión cuando el presidente egipcio se comprometió a acudir a Jerusalén.
En la lista anual de las treinta personas de mayor influencia en Estados Unidos, establecida en 1980 por el semanario US News and World Report tras consultar a mil quinientos sesenta y nueve «importantes» (miembros del Congreso, empresarios, sindicalistas), Walter Cronkite quedó en octavo lugar. Mejor situado que algunas personalidades políticas de primer orden, como Cyrus Vance (que entonces era secretario de Estado), Warren Burger (presidente del Tribunal Supremo), Edward Kennedy (que quedó en decimocuarto lugar) y el propio presidente Ronald Reagan (vigésimo sexto lugar).

El presentador: la información principal

Mucha gente elige ver el telediario de una u otra cadena por simpatía hacia su presentador. Lo importante ya no es la situación en Argelia, en Bosnia o en Ruanda, sino cómo Dan Rather, o cualquier otro presentador, va a reaccionar ante estas situaciones. El periodista pasa a ser así la información principal.
Y deja al público fascinado por su maestría intelectual. Da la impresión de estar muy atareado frente a su mesa, donde se ven algunas cuartillas; lleva un bolígrafo en la mano, habla bien. Esto es lo que más impresiona. Algunos telespectadores creen que improvisa o que se ha aprendido el texto del telediario de memoria, lo cual también les llena de asombro. Ignoran que simplemente está leyendo el texto en un aparato inventado en Estados Unidos: el teleprompter o autocue.

El teleprompter

El texto del presentador, mecanografiado en una banda de papel de nueve centímetros de ancho (para que el movimiento horizontal de sus pupilas sea prácticamente inapreciable) pasa por el objetivo de una cámara de vídeo en miniatura.
La velocidad de esta cinta es controlada por un asistente, que ha mecanografiado el texto y conoce el ritmo de lectura del presentador. Pasado al revés por un monitor de vídeo colocado horizontalmente, el texto refleja y pasa al derecho, mediante un juego de espejos, por un cristal inclinado a cuarenta y cinco grados. El conjunto monitor-cristal está incorporado a la cámara que encuadra de frente al periodista. La cámara filma a través del cristal, sin la interferencia del texto que el presentador va leyendo mirando directamente al objetivo.
El teleprompter ha liberado al periodista de las cuartillas escritas que antes tenía que consultar constantemente, levantando y bajando la vista. Ahora puede poner su soltura al servicio de una mayor seducción. Se esfuerza por captar la atención, vende su artículo: «Yo soy un vendedor», reconoce Patrick Poivre d'Arvor, el mas célebre presentador de telediarios en Francia, «vendo productos que los demás han preparado, puesto a punto; yo los lanzo lo más honestamente que puedo.»

Narrador omnisciente

El presentador se convierte así en el narrador omnisciente del folletín de la vida. Multiplica los seudoacontecimientos (una falsa noticia más una rectificación equivalen a dos informaciones... y dan, además, apariencia de seriedad) no dudando en provocar él mismo los hechos sobre los que, a continuación, reflexiona. Él es, finalmente, la garantía de la credibilidad del telediario. El público confía en él, lo que dice es la verdad.

Historia de la credibilidad

La información audiovisual ha pasado por tres fases históricas. A cada una de ellas corresponde un tipo de retórica de la credibilidad.
1)   Por ejemplo, en el noticiario cinematográfico, que en España se llamó No-Do, la credibilidad surgía del hecho de que las imágenes eran comentadas por una voz en off anónima. Esta voz daba el sentido a las imágenes. Decía lo que veían los espectadores, lo que tenían que ver. Su anonimato credibilizaba el discurso cinematográfico, ya que era la voz de una instancia o de una alegoría: la información. Esta voz anónima (masculina en todos los casos) tenía una función casi divina: la de saberlo todo.
2)   En el telediario de tipo hollywoodiense, con presentador único, la credibilidad está basada en un mecanismo exactamente opuesto al precedente. En el no anonimato del informador. Aquí quien me informa - el presentador o la presentadora - tiene nombre y apellidos, tiene rostro. Me mira a los ojos, me habla con franqueza, establece conmigo una relación de fuerte proximidad. Es mi amigo, entra en mi casa todas las noches. Esta relación de confianza es la base de la credibilidad en lo que me dice.
3)   En los informativos de tipo CNN, de información continua, la credibilidad no se basa en ninguno de los dos mecanismos anteriores. Ni en una voz anónima, ni en el rostro amistoso de un presentador, sino en la capacidad tecnológica de conectarse en directo con el acontecimiento. Esta posibilidad asombrosa de realizar la «ubicuidad absoluta» fascina al telespectador, que cree asistir en directo, y en tiempo real, a los hechos. El mismo los ve con sus propios ojos, por tanto no puede equivocarse. El efecto tecnológico le hace pasar de espectador a testigo, y esto le hace creer en lo que ve.

Una fuente de beneficios

La evolución del estilo de los telediarios, el énfasis puesto sucesivamente en la dramatización y en la espectacularización de las informaciones, así como la personalización de los presentadores, transformó esta emisión en un entretenimiento muy apreciado por una audiencia amplísima.
El aumento del índice de audiencia despertó el interés de la publicidad, que comprime a los telediarios entre una interminable serie de anuncios comerciales al principio y al final de cada emisión (en Estados Unidos, hay además dos espacios publicitarios durante el transcurso del telediario)(22). Para algunas cadenas, el 80 por 100 de los ingresos publicitarios procede de los anuncios comerciales emitidos antes y después del telediario de la noche.
Los telediarios son, pues, en primer lugar, una fuente de beneficios para muchas cadenas. Sólo después viene la preocupación de informar.

Creíbles y fiables

Contrariamente a lo que podría creerse - ya que la televisión es, para muchos, la expresión del Estado o del gobierno (cuando es pública) o de los intereses comerciales (cuando es privada) - la mayoría de las encuestas revela que, a pesar de un descenso reciente de su credibilidad después de las mentiras de la guerra del Golfo, los telediarios son generalmente considerados como fiables. Mucho más que cualquier otra fuente de información.

La CNN

Esta simpatía del público por las informaciones televisadas no pasó desapercibida a un hombre de negocios norteamericano, Ted Turner, que en 1980 creó una cadena de televisión por cable, Cable News Network (CNN), dedicada por entero a la información.
La CNN emite programas de información desde Atlanta, en el estado de Georgia (sede también de la Coca Cola Company...), veinticuatro horas sobre veinticuatro. Sus emisiones comenzaron el 1 de junio de 1980. La CNN fue integrada en 1996 en el grupo Time-Warner, el más importante del mundo de la comunicación. Su financiación está asegurada por la publicidad, y dispone actualmente de concesiones en cinco satélites de telecomunicaciones, que le permiten difundir - caso único en el mundo, junto con el de la cadena musical MTV - en los cinco continentes. Es el primer ejemplo de información global.

El Sur, un infierno y un paraíso

¿Cómo referirse al Sur en este contexto? El Sur está más ausente que nunca, puede decirse que no está presente en nuestros canales digitales si no es como tema, como objeto. Y no como sujeto. No como productor de imágenes, sino como soporte de imágenes en la medida en que es actor de la información. En este sentido, cualquier observador se da cuenta de lo que le supone al Sur carecer de capacidad para producir imágenes.
En las pequeñas pantallas de nuestros países, el Sur está presente esencialmente en dos registros, en dos atmósferas comunicacionales.
1)   La primera es, precisamente, en los telediarios. Con motivo de acontecimientos negativos de cualquier tipo, catástrofes naturales - terremotos, incendios, inundaciones, erupciones volcánicas, huracanes, sequías - el Sur está presente sobre todo cuando esos desastres acarrean drama, sufrimiento y muerte. O bien cuando hay desórdenes de tipo político: guerras civiles, guerrillas, insurrecciones, golpes de Estado, matanzas, ejecuciones. El Sur irrumpe en los telediarios casi exclusivamente en el caso de catástrofes políticas o naturales. Para los ciudadanos-telespectadores que ven los telediarios, el Sur es esencialmente un infierno. Es un lugar donde ocurren todos los cataclismos, todos los desórdenes, todas las violencias.
2)   Hay otro discurso que habla del Sur en el sistema comunicacional: el discurso publicitario. La publicidad habla del Sur de manera simétricamente opuesta. Habla de paisajes maravillosos, de playas impolutas, de cielos majestuosos, de naturaleza virgen, de aborígenes afables, sonrientes y serviciales. Es decir que, en general, la publicidad habla del Sur como de un paraíso.
Por tanto, en nuestro sistema comunicacional, el Sur es un infierno o un paraíso pero jamás un espacio normal, con pueblos normales. Como, por ejemplo, cuando nuestro sistema comunicacional habla de nosotros. Cuando la televisión habla del Norte, habla de huelgas y de conflictos, pero también habla de debates políticos, de resultados electorales, de la situación económica, de la vida cultural, etc.
Del Sur no se habla nunca en términos neutros, ordinarios, porque no tiene la capacidad de emitir su propio discurso sobre sí mismo en dirección al resto del mundo. Esta es una de las consecuencias de su ausencia en el gran contexto comunicacional. Hoy el Sur - pensemos, en particular, en el África negra - ha salido de las preocupaciones del mundo desarrollado.
Por eso el Sur no tiene importancia en sí. Sólo tiene importancia en la medida en que el Norte esté presente o en cuanto los intereses occidentales (en torno al petróleo y el gas) estén involucrados. ¿Quién habla ahora de la guerra del sur de Sudán? ¿Quién habla de la guerrilla de Timor Este? Prácticamente nadie, pese a que son guerras en las que hay muertos cada día. Este es un elemento que verifica lo que se ha señalado antes. No solamente hay muertos que interesan, también hay muertos que no interesan.
Puede haber excepciones, hay ocasiones en las que el discurso humanitario también circula; el telediario tiene siempre un cierto discurso humanitario; pacifista oficialmente, pero pocas veces insistirá en aspectos que proporcionarían una información profunda sobre países en los que «no ocurre nada», es decir, donde no hay cataclismos, desastres, guerra civil, etc. Sin embargo, la televisión realiza en ocasiones excelentes documentales sobre Estados o regiones del Sur, y si uno los ve puede aprender mucho. Pero, claro, la audiencia de este tipo de documentales y la audiencia del telediario no se pueden comparar. La primera es mucho más pequeña. Indiscutiblemente, podemos decir que, en este aspecto, la prensa escrita informa mucho mejor que el telediario. Sin embargo, no contextualiza esa información. Esa es la incapacidad en la que se encuentra la prensa escrita en el panorama informacional de hoy.

La información del pobre

La credibilidad de las informaciones televisadas es más elevada en la medida en que el nivel socioeconómico y cultural de los telespectadores es más bajo. Las capas sociales más modestas apenas consumen otros medios de comunicación y casi nunca leen periódicos; por eso no pueden cuestionar, llegado el caso, la versión de los hechos propuesta por la televisión. El telediario constituye la información del pobre. En eso estriba su importancia política. Manipula más fácilmente a los que menos defensa cultural tienen.

Una fábrica de opinión pública

Censura, distorsión, personalización y dramatización: estas son las cuatro plagas principales de los telediarios de tipo hollywoodiense. Estas tareas representan otros tantos tributos que hay que pagar para la conversión de la información en espectáculo, y su deriva en «culebrón».
La cascada de noticias fragmentadas produce en el telespectador extravío y confusión. Las ideologías, los valores, las creencias se debilitan. Todo parece verdadero y falso a la vez. Nada parece importante, y esto desarrolla la indiferencia y estimula el escepticismo.
La solución para este estado de cosas no es fácil. Y lo peor es que, probablemente, una apropiación democrática de los telediarios no modificaría fundamentalmente su naturaleza, ya que es su forma natural de desglose y de interpretación del mundo - más que el contenido (transformable) de las informaciones - lo que hace que el telediario masifique. No deja que nadie se forme su opinión. Para que todos reproduzcan la llamada opinión pública.

Un género en crisis

¿Van a desaparecer los telediarios? Sin duda alguna. Al menos bajo la forma de esas solemnes misas vespertinas que nos proponen aún en Europa las grandes cadenas. En Estados Unidos este tipo de emisiones ha entrado ya en crisis (y la experiencia nos muestra que en materia de televisión este país siempre va por delante). Entre otras razones, a causa de la competencia de las cadenas digitales especializadas, de Internet, de la bajada importante en la audiencia de las tres principales redes generalistas (ABC, CBS, NBC) y del muy elevado coste de la producción informativa.
Bajo el reinado de la información-espectáculo, la puesta en escena se impone a la realidad, la verdad se configura mediante falsas reglas.
En este sentido, un modelo de televisión aparece ya como condenado. En principio, un pequeño número de grandes cadenas se proponían mostrar, globalmente, el mundo exterior a los telespectadores. Dos tipos de emisiones reinaban entonces: las películas de cine y los telediarios.
Desde hace poco tiempo, la nueva televisión impone un modelo diferente. Es multipolar y el número de estaciones emisoras tiende a aumentar sin cesar. Su principal característica estriba en situar su propio universo en el centro de sus preocupaciones. El mundo de la televisión se convierte en el sujeto principal de esta nueva televisión, de ahí la importancia de las estrellas de la pequeña pantalla, de las emisiones rodadas en el plato y del papel de protagonista que se reserva al telespectador.
En resumen, la televisión se concentra en torno al único tema que interesa al mayor número de telespectadores y que, con frecuencia, constituye su única cultura: la propia televisión. La emisiones dominantes son ya los telefilmes, los juegos y un tipo de programas (reality shows) en los que la vulgaridad se reivindica explícitamente como el lazo fundamental de comunicación con el público.
Este tipo de concentración egocéntrica convierte en cada vez más caducas a las emisiones de información en las que, a pesar de todo, el mundo exterior sigue siendo el objetivo principal (de forma significativa los créditos y el decorado de los telediarios presentan siempre un mapamundi o un globo terráqueo). La mayor parte de las cadenas de más reciente aparición, tanto en Europa como en otros lugares, ya no presentan más que cortos flashes de noticias, con frecuencia leídos por un periodista y con una ausencia casi total de imágenes.

La relación con la verdad

¿Cómo se ha llegado a esta situación cuando, hasta el momento, las informaciones televisadas se hallaban en el centro del debate sobre el medio y figuraban a la cabeza de las preocupaciones de los dirigentes de los países? Para muchos de ellos, la conquista del poder significaba, hasta hace muy poco, el dominio de la televisión y la posibilidad, fantasmagórica, de manipular a la opinión pública mediante las informaciones. La fractura del antiguo modelo televisual parece a todas luces haber dado fin a esta quimera.
Sin embargo, también hay que decir que la emisión de informaciones - en primer lugar los telediarios - ha cambiado poco a poco de naturaleza y modificado su propio discurso. Las leyes del espectáculo y de la puesta en escena han ocupado el lugar más importante y conmocionado las relaciones con la realidad y con la verdad.
 El punto de inflexión se sitúa sin duda alguna tras el fin de la guerra de Vietnam. Este conflicto marcó el apogeo de un cierto «voyeurismo» informacional. Las cámaras de los reporteros de la televisión se pegaron al terreno de la acción y mostraron de forma cruda los sufrimientos de los combatientes. Unas imágenes que otorgaron a esa guerra toda su aura épica. Los telespectadores pudieron asistir a la derrota del imperio. Y todo el mundo recuerda aquellas trágicas imágenes de helicópteros derribados sobre el mar durante la caída de Saigón en 1975, que favorecieron un giro en la opinión contra los responsables políticos. Para el poder, la televisión alcanzaba de esta forma los límites de su libertad para mostrar la actualidad.
A partir de ese momento, y no solamente en Estados Unidos, las imágenes de guerra iban a ser objeto de un control estricto. De algunos conflictos sencillamente no habrá imágenes. Y cuando se conoce la pasión obsesiva de los telediarios por la sangre y la violencia, puede imaginarse la frustración de las cadenas emisoras. Por ejemplo, en lo que respecta a la guerra de las Malvinas por parte del Reino Unido, a la invasión del sur de Líbano por Israel, o a la ocupación de Granada por Estados Unidos, nada de imágenes, o en todo caso imágenes «limpias»: soldados correctos, prisioneros respetados, violencia nula.
Podemos citar un ejemplo que implica indirectamente a Francia: la guerra del Chad en 1988. Qué no se habrá dicho de las espectaculares victorias de las tropas de Hisséne Habré sobre las del coronel Gaddafi. Los «raids fulminantes» y el «desastre hollywoodiense» teniendo como telón de fondo «la serena majestad del desierto» iban a tener una magnífica cobertura, plenamente cinematográfica, y permitir tomas sensacionales en la época de la información-espectáculo. Pero, como pudo constatar todo el mundo, las imágenes de estos combates no fueron vistas (los primeros reportajes que ofreció la televisión francesa - rodados por el ejército chadiano - no mostraban [dos semanas después de los hechos] más que tomas de material militar y de prisioneros capturados durante la toma de Faya-Largeau).
Los poderes desconfían de la fuerza de las imágenes, porque pueden empañar las más bellas victorias. ¿Qué impresión habrían producido sobre la opinión pública las imágenes de soldados israelíes, en Tiro o en Sidón, maltratando en 1982 a civiles, encerrando en campos a millares de hombres enjaulados, en resumen, comportándose como cualquier ejército en tierra conquistada? O las de los «heroicos combatientes» de Hisséne Habré, liquidando sistemáticamente a los prisioneros libios.
Las guerras, en un universo supermediatizado, son también grandes operaciones de promoción política, que no podrían llevarse a cabo al margen de los imperativos de las relaciones públicas. Deben producir imágenes límpidas, que respondan a los criterios del discurso publicitario. Y ésta es una tarea demasiado seria para dejarla en manos de los reporteros de la televisión.

Únicamente lo falso es estético

Esta preocupación de los políticos coincide en la actualidad con la de los responsables de la televisión.
Éstos desconfían cada vez más de lo real, de su lado sucio, hirsuto, salvaje: no lo encuentran bastante tele-génico, y parecen convencidos de que lo verdadero es difícilmente fumable, de que únicamente lo falso es estético y se presta bien a la puesta en escena. Estiman que, aunque ciertamente el mundo está hecho para ser filmado, no se puede filmar de cualquier manera, porque existe una retórica de lo visual y unas leyes de esa puesta en escena a las que debe plegarse todo lo que vaya a ser mostrado a través de la televisión.
A estas cuestiones se vincula paradójicamente en el caso de las informaciones televisadas, la preocupación por el directo. Porque es el directo lo que crea «la ilusión de la verdad». El telediario se confronta así a un problema muy difícil como mostrar Uve, y con una puesta en escena adecuada, acontecimientos que han sucedido poco antes de la hora de la emisión y que no han sido convertidos en imágenes más que después de que se han producido.
De hecho, tal como sucede en el caso de la prensa escrita, la televisión se ve obligada a reconstruir la noticia y - salvo casos excepcionales - no puede mostrarnos su desarrollo. Lo ideal sería, por supuesto, saber dónde y cuándo se van a producir los acontecimientos y situar adecuadamente a las cámaras. En la película Un mundo implacable, Sidney Lumet relata la guerra que enfrenta a dos grandes redes estadounidenses por superar las audiencias de sus telediarios: hasta el punto de que puede verse a una cadena organizar, en directo y en sus propios estudios, el asesinato del presentador del telediario, cuya cota de popularidad se había hundido...
La información televisada corre cada vez más cerca de lo real. Tiene tendencia a convocarlo a la hora del telediario y en el estudio de la cadena. Con toda seguridad se trata de lograr lo más fácilmente filmable, y en directo.
¿Cómo hacerlo? Hay que reducir antes de manera radical la política a lo concreto. Lo abstracto carece de imagen, ese es su gran defecto ontológico. Únicamente lo real es fumable. No la realidad. Vayamos pues a lo concreto. Por ejemplo, personalizando al máximo la política. Un partido, un país, son un hombre - normalmente, su jefe - , un rostro. La vida pública se convierte en un contraste entre personas localizables, fumables. A las que se puede convocar a los estudios y hacerles hablar. El comentario sobre sus declaraciones ocupa el lugar del comentario sobre la realidad. Sobre ese principio descansan muchas emisiones.
Con frecuencia se produce un efecto ilusorio: las preguntas de varios periodistas, los sondeos en directo, las llamadas de los telespectadores, todo tiende a acreditar la idea de que el líder entrevistado va a ser juzgado respecto a su análisis sobre la situación o respecto a su actuación. Puesto que el sondeo final, el veredicto, determina de hecho si el político ha sido considerado «convincente». Se trata, en efecto, de juzgar al hombre y a su capacidad de convicción, su psicología, su carácter, su habilidad y no a su política. En este sentido no existe diferencia alguna entre una emisión «política» y un programa popular de la noche del sábado. Lo que juzgan los espectadores en los dos casos es la capacidad en el terreno mentira-verdad.
Esta triste concepción de la política (y de la televisión) encanta a algunos: «Mirad a los hombres públicos. Mirad cómo los trata [la televisión]», declara exultante Bernard-Henry Lévy. «Mirad cómo los desvela, los despoja, cómo les perturba, cómo les fuerza a expresarse espontáneamente, a improvisar. En la televisión, ya lo he dicho otras veces, se lee en sus rostros como en un libro abierto, al modo como una jovencita se despoja de su vestido. En esas "horas de la verdad" (23) tan bien tituladas, hay un desnudar al personaje que resulta muy apasionante y que no carece de interés para la democracia, dicho sea de paso» (24).

La víctima, el salvador y el dignatario

En los telediarios, las leyes de la puesta en escena crean la ilusión del directo y, por tanto, la de la verdad. En cuanto se produce un acontecimiento, ya sabemos cómo nos va a hablar de él la televisión, según qué normas, qué criterios fílmicos.
El acontecimiento puede ser inesperado, no el discurso que nos lo va a desarrollar. En este caso, más que en otros, se verifica el sustancioso postulado de Osear Wilde: «La verdad es, pura y simplemente, una cuestión de estilo» (25).
Por ejemplo, imaginemos que explota una bomba en Madrid ocasionando víctimas. ¿Cómo nos mostrará este suceso el telediario de la noche? ¿Qué espacio ocupará en el desarrollo del informativo? La violencia y la sangre le permiten aspirar al espacio principal: la apertura de la emisión.
Las imágenes se organizarán en torno a un escenario inmutable: primera parte, un reportero nos indica desde el lugar del suceso (efecto de emisión en directo) en qué circunstancias se ha producido, recordará los destrozos, que la cámara mostrará ampliamente, y luego un primer testigo (perfectamente una de las víctimas o en su defecto alguien que haya asistido a los hechos) relata lo que ha visto (sus ojos han grabado «en directo» el suceso).
Segunda parte: a modo de confirmación de esta narración, la cámara se demora aún sobre los destrozos, incluyendo un segundo testimonio: se trata siempre del de una autoridad que actúa sobre el terreno (bombero, municipal, policía, militar, etcétera - es indispensable el uniforme - ), explica cómo han intervenido sus dotaciones, evalúa sumariamente los desperfectos, define los riesgos, la naturaleza del explosivo, etc.
Última parte: tras una nueva incursión sobre los lugares destruidos y nuevas imágenes de las ruinas, un testimonio final, el de una autoridad superior (jefe de policía, oficial, alcalde, ministro, político...), que se distancia del acontecimiento en su estricto sentido y lo relaciona con un marco general, por ejemplo el del «terrorismo internacional», relativizando, racionalizando, calibrando.
De esta forma, en tres tiempos y por medio de tres figuras emblemáticas (la víctima, el salvador, el dignatario), el acontecimiento es mostrado a la vez en todo el alcance de su horror y explicado en su lógica. No queda nada de irracional. Los telespectadores se sienten conmovidos a la vez por los efectos de la violencia e impresionados por la buena actuación de las autoridades. La información, construida de esta forma, se dirige a la emoción y a la sensibilidad de los espectadores, pero también a su razón.
Un guión como éste permite a la narración funcionar ante cualquier acontecimiento del tipo que sea. Y a los telespectadores «digerir» todas las noticias. Y todo esto cualesquiera que sean las explicaciones propuestas por las autoridades durante el tercer testimonio de los descritos. Que éstas sean verdaderas o falsas importa poco. El telediario propone así un universo en el que todo es verdadero, y también su contrario (26). Lo que cuenta es la lógica del discurso filmado que va a permitir que se insista visualmente sobre las imágenes más dramáticas, las más violentas, las más sangrientas. La televisión es un arte y «la afirmación de hermosas cosas inexactas, el objetivo mismo de su arte» (27).

Modificar el orden de las cosas

La culminación de esta lógica (planteamientos razonables, imágenes delirantes) se alcanza en ciertas emisiones que se proponen explicarnos los grandes temas políticos de la actualidad: Argelia, el conflicto israelí-palestino, el Golfo, Cuba, Bosnia, etcétera. Mientras que el comentario - oral, narrado cara a cara por un periodista - es serio, histórico, grave, las imágenes desfilan a un ritmo delirante, puntuadas por una música superdramatizante, y no evocan más que (exclusivamente) el sufrimiento más insostenible (mujeres, niños, viejos, son mostrados de forma detallada en todos los ángulos del dolor), la violencia guerrera, las masacres, los incendios... En resumen, una monstruosa yuxtaposición de Fernand Braudel y Cecil B. de Mille; el tono del ensayo con un fondo de spaghetti-western. El colmo de la teratología fílmica y el ejemplo genuino del desasosiego actual de cierta televisión en materia informativa.
También sucede habitualmente que un acontecimiento sea esperado, programado, previsto, con fecha fija. En ese caso, la puesta en escena se impone a todo lo demás. No solamente en la organización del discurso televisual, sino también en el desarrollo del propio acontecimiento. La lógica de la televisión se impone entonces a la de la vida. La retransmisión está ajustada, es verdadera; lo real es lo que es falso. Porque las necesidades de una buena puesta en escena televisual obligan a modificar el orden de las cosas, incluso de las más íntimas.
Umberto Eco, evocando la retransmisión televisada de la boda del príncipe heredero de Inglaterra con lady Diana, y, en especial un cortejo de jinetes, indicaba hasta dónde puede llegar entre ciertos realizadores de la información televisada la preocupación por la puesta en escena: «Los que han visto la televisión han destacado que el color de las boñigas [de los caballos del cortejo] no era ni oscuro, ni pardo, ni desigual, sino que se presentaba siempre y en todas partes en un tono pastel, entre el beige y el amarillo, muy luminoso, de forma que no llamara la atención y armonizara con los colores suaves de los vestidos femeninos. Pronto hemos podido leer, aunque lo habríamos imaginado igualmente, que los caballos reales habían sido alimentados durante una semana con píldoras especiales para que sus excrementos tuvieran un color telegénico. Nada debía ser dejado al azar, todo estaba al servicio de la retransmisión» (28).

 

 


Mitos y desvaríos de los media


Durante seis meses (entre agosto de 1990 y febrero de 1991) la atención del mundo se concentró en torno a la crisis del Golfo. Dirigentes del planeta, media y ciudadanos siguieron día tras día la dramática evolución del problema mas grave de la política internacional desde el final de la segunda guerra mundial que desembocó, a partir del 17 de enero de 1991, en un conflicto de gran envergadura.
En numerosos países - Europa occidental, mundo árabe-musulmán, Estados Unidos... - la vida cotidiana se vio conmocionada. En unos casos por el temor a posibles atentados, en otros, por el deseo de acompañar sentimentalmente a las fuerzas enfrentadas en el conflicto. La economía, los transportes, el ocio, sufrieron una fuerte sacudida. Hasta tal punto, que los analistas de la vida política consideraron esta grave crisis como un corte entre dos épocas.
No sólo marcó el verdadero final de la guerra fría, sino también, de forma indudable, el umbral de una nueva era política, cuyos límites no se perciben todavía con claridad, pero que se caracteriza claramente por dos o tres datos-clave.
En primer lugar, el fin del mundo bipolar. Es decir, el fin de un mundo dominado militarmente por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética (la Rusia que ha sucedido a ésta ha reconocido por su parte que la inmensidad de sus problemas internos le obliga a concentrarse sobre ellos y a desertar de los múltiples frentes abiertos en el planeta).
Segunda característica: sobre las ruinas de este hundimiento ideológico del Este se erige ahora la hegemonía de un sistema de pensamiento, el ultraliberalismo económico, que tiene la vocación de expandirse por todo el planeta y ocupar - en particular en el Este, pero también en el Sur - el espacio que ha dejado libre el socialismo de Estado.
Tercera característica: una guerra comercial de nuevo tipo enfrenta entre sí a los tres polos más ricos de la Tierra: América del Norte (Estados Unidos, Canadá y México), la Unión Europea (UE) y la zona Japón-Asia-Pacífico (a pesar de las crisis financieras que han venido sacudiendo a la región desde el verano de 1997).
Finalmente, hay que destacar que el conjunto de estas características apareció al término de una década, la de los ochenta, cuyas particularidades dominantes habrían sido la globalización de la economía y la irrupción de las nuevas tecnologías informáticas, que ha conmocionado, a través de la inervación de todas las redes, a los ámbitos del poder, la economía, la producción y la cultura. Dicha mutación produce en sí misma un cambio de era y hace envejecer comparativamente a todos los demás modelos, relegando aún más a los países pobres del Sur a la periferia más distante del mundo rico y desarrollado.
El conjunto de estas rupturas políticas, científicas, económicas y culturales no ha sido «pensado» aún, (en el sentido más estricto del término). Ningún filósofo o politólogo ha entrado hasta ahora en una descripción precisa, en una definición de sus perfiles y sus consecuencias en todos los campos. En primer lugar, porque el cambio está teniendo lugar en el mismo momento en que estamos dando cuenta de él.
Galopamos a lomos de este gran cambio, pero ignoramos hacia dónde nos conduce y cuándo se detendrá. ¿Cuál será el paisaje político, económico, social, cultural y ecológico del planeta cuando finalice este formidable seísmo de fin de siglo? Nadie puede describirlo en este momento. En tales circunstancias, una de las cuestiones que puede plantearse es relativa a la función de los grandes medios de comunicación de masas en este contexto.
La mejor manera de responder a esta pregunta es analizar la forma en que los medios han reflejado y repercutido esa extraordinaria conmoción que significó la guerra del Golfo.
Como se constata ante cada tempestad mediática, la sobreinformación entraña una desinformación. La avalancha de noticias - con frecuencia hueras - retransmitidas «en tiempo real» histerizan al espectador y le dan la ilusión de que se informa. Pero la distancia muestra que «el modelo CNN» es una engañifa y confirma que el hecho de hallarse sobre el terreno no basta para saber de un acontecimiento.
Desde el inicio de la guerra del Golfo, los telespectadores sintieron una gran insatisfacción ante las imágenes del conflicto ofrecidas por las cadenas de televisión. Faltaba algo fundamental: la propia guerra, convertida, paradójicamente, en invisible. Reemplazada por toda una serie de sustitutivos decepcionantes, de mediocres sucedáneos: documentos de archivo, maquetas, mapas, narraciones de expertos militares, debates, testimonios telefónicos... en resumen, todo... salvo imágenes de la propia guerra, punto ciego de un gigantesco dispositivo puesto en marcha precisamente para filmarla en primer plano...
¿Qué había sucedido entonces? ¿Por qué esta espera insatisfecha del público? ¿Mentía la televisión, una vez más?
De hecho, la frustración de los telespectadores arrancaba de un gran malentendido que tiene como origen dos prácticas recientes de la televisión, tan espectaculares como contradictorias. En primer lugar, los hábitos creados durante la cobertura de algunos grandes acontecimientos de política internacional que tuvieron lugar en 1989, y, más exactamente, tres de entre ellos: Pekín en junio, Berlín en noviembre, Rumania en diciembre.
Cuando cada una de estas situaciones, completamente imprevistas, irrumpe en la actualidad, su enorme importancia no plantea ninguna duda a la hora de trastocar la programación de las cadenas de televisión en aras de la gran pasión de los telespectadores. Cada uno de estos acontecimientos encerraba una riqueza tal de emociones, de dramas y de tragedias, que constituía en sí mismo una especie de espectáculo completo. La esperanza, la violencia y la muerte, bajo la mirada cautiva del telespectador, se desarrollaba por su parte en un marco político de gran simplicidad, de un maniqueísmo elemental: la lucha del «Bien» contra el «Mal», de la causa justa contra la infamia.
La pugna por esta conmovedora información-espectáculo enmascaraba un hecho capital: con motivo de estos acontecimientos la televisión se impuso a los demás medios de información de masas y tomó la delantera en la jerarquía de los media, dictando su ritmo, a la radio y a la prensa escrita especialmente, obligándoles a seguirla, a dar la misma importancia a los mismos hechos, a suscitar emociones idénticas...
Gracias a la disminución en el volumen de los medios de registro de imágenes en vídeo (el sistema Fly Away, autónomo, pesa menos de 100 kilos), la televisión se convirtió desde el final de los años ochenta en un media realmente ligero y, mediante los satélites de alcance planetario rivalizaba en velocidad con la radio y el teléfono. Esta capacidad para focalizar la atención del mundo entero no había sido utilizada hasta el momento más que para la cobertura de los grandes acontecimientos deportivos (Juegos Olímpicos, Mundiales de fútbol). A partir de ese momento se podía emplear para retransmitir situaciones políticas. La información televisada estaba en condiciones de tratar los acontecimientos con el modelo del deporte: «en directo y en tiempo real». Podía comentarse una situación en el mismo momento en que se desarrollaba. Todo el éxito de la cadena Cable News Network (CNN) descansa en esta potencialidad, que se encuentra ya en vías de generalización.
Pero lo que en el ámbito deportivo no tiene grandes consecuencias - un partido de fútbol se desarrolla según reglas de juego conocidas, el balón es el hilo conductor del partido (seguirlo es «ver» el partido) y sus resultados no admiten al final discusión alguna - presenta temibles riesgos cuando se trata de cubrir de esta forma un hecho político. Porque describir «en directo y en tiempo real» un acontecimiento no permite en modo alguno al periodista adquirir la menor perspectiva, dotarse de tiempo para la reflexión, verificar, simplemente comprender lo que pasa ante sus ojos... tantea, interpreta, adorna... y, nolens volens, equivoca a los telespectadores.
Conformar la información bajo el modelo del deporte, sin conocer - por definición - las reglas del juego de lo real, es confundir información y actualidad, periodismo y testimonio. Y esto conduce a graves meteduras de pata, como pudo constatarse durante los acontecimientos de Pekín en junio de 1989 y, sobre todo, durante los de Rumania en diciembre de 1989.
Por otra parte, con la glasnost soviética, la caída del muro de Berlín y la del régimen de Nicolai Ceaucescu, las cámaras de televisión pudieron pasearse sin trabas detrás del antiguo «telón de acero», visitando los lugares más prohibidos, los más insólitos (prisiones, hospicios, sedes de los servicios policiales, gulags, hospitales, depósitos de cadáveres), mostrando las situaciones más conflictivas: tumultos, enfrentamientos, represión, desórdenes... Acreditando la idea de que el triunfo de la democracia iba a transformar a esos países, antes territorios en los que primaba el secreto y la censura, en edificios de cristal, de total transparencia. Se sugería de esta forma que la función cívica de la información televisada consistía precisamente en atravesar la apariencia de las cosas y desvelar la verdadera naturaleza de la sociedad.

Objetos simbólicos para una guerra televisada

Los telespectadores, atentos y fuertemente conmovidos por el conflicto del Golfo, no dejaron de percibir sin duda que, a lo largo de toda esta tragedia, tres objetos, con formas ampliamente identificadas, se impusieron sobre los demás.
En primer lugar, la máscara antigás. Como surgida del fondo de los miedos, este objeto confiere a su portador un rostro de himenóptero, de insecto inquietante con grandes ojos saltones y boca-filtro monstruosa. Recuerda sobre todo la obsesión ancestral de una muerte invisible e inodora, una bruma mortífera que amortajara con su sudario venenoso a los hombres y a las armas para fundirlos en un magma de idéntico y terrorífico rostro.
Desde ese punto de vista, la máscara antigás ha conmovido legítimamente a telespectadores conscientes de que otra de las grandes características de nuestro tiempo es la desmasificación, la crisis de las ideologías de masas y la búsqueda por parte de cada cual, individuos y comunidades, de trazos identificatorios y marcadamente distintivos.
En este sentido, la máscara antigás fue percibida como un objeto espantoso, que amenazaba con abolir al nuevo individuo para reenviarlo al espacio indiferenciado de las masas sin rostro, sin voluntad, obedientes a las órdenes de una jerarquía lejana y omnisciente. Que el uso de la máscara fuera declarado obligatorio a causa de las amenazas ejercidas por un régimen autocrático y de partido único confirmó la idea de que se trataba de un objeto llegado del pasado, de antes de la democracia, de antes de la liberación del hombre. Pero, al mismo tiempo, la máscara fascinaba porque se vio en ella el rostro de lo que amenaza a las democracias que implosionan por la hipertrofia de los media: el rostro anónimo y múltiple del «ciudadano-encuestado», ese ser abstracto que fascina hoy a los poderes y les dicta su conducta.
La máscara antigás, objeto emblemático de la guerra del Golfo, atormentará durante mucho tiempo el ánimo de los ciudadanos porque recuerda los espantos del pasado reciente, pero también porque anuncia los nuevos peligros que amenazan al individuo cercado, rodeado, asediado, agredido por los media.
Otro objeto fuertemente mediatizado: el bombardero norteamericano Fl 17 A Stealth, llamado el «furtivo». Surgido del espacio brumoso de misterio que le envolvía desde hacía años, este avión secreto había sido utilizado ya por primera vez en el transcurso de la invasión de Panamá en diciembre de 1989. Pero, en el sentido estricto de la expresión, no había sido visto. En el Golfo se le pudo percibir por vez primera y constatar que no se parecía a ningún otro objeto volante. Antes que nada por su forma original, inédita (se le creería sacado de un cómic de Batman...), que se convirtió en objeto cautivador para el telespectador, más por su forma que por sus prestaciones técnicas y sus proezas guerreras.
Dicha forma, como se sabe, es angulosa y triangular. Ninguna curva, ninguna redondez, al contrario que todos los demás objetos volantes o circulantes que, sometidos a múltiples tipos de pruebas aerodinámicas, a partir de investigaciones sobre formas que ofrezcan la menor resistencia al aire, han adoptado, gracias asimismo a las investigaciones etológicas, el perfil de los animales (peces y pájaros, especialmente) que han sabido moldear sus cuerpos para penetrar idealmente en un fluido.
El Stealth deroga por primera vez esa ley del diseño dinámico. No busca la velocidad, sino la invisibilidad. No de cualquier tipo, porque no es del ojo humano de lo que trata de ocultarse - aunque vuele sólo por la noche y esté pintado rigurosamente de negro - sino de los instrumentos electrónicos de detección, de los radares. De esta forma, su extraña línea, bicorne y angulosa, fue diseñada para dejar el menor rastro posible en los radares enemigos. Y por supuesto integran su fabricación numerosos materiales nuevos, en particular cerámicas y plásticos de muy alta resistencia, siempre con el mismo objetivo.
Pero lo que más impresiona es su forma. Porque se distancia de una ley general del diseño, que la escuela de La Bauhaus terminó por imponer a lo largo del siglo: un objeto debe tener, estrictamente, la forma de su función. El resto es fioritura, impureza. El bombardero Stealth no posee la forma de su función. Tiene la forma de su eco en el radar...
En este sentido, para los instrumentos de localización es tan fascinante como una pintura en trompe-loeil lo es para la mirada humana. Pero plantea a los creadores del diseño problemas tan apasionantes como las representaciones anamorfoseadas suscitan a los admiradores de ciertos pintores. Se sabe, por ejemplo, que en su cuadro Los embajadores (1553) Hans Holbein El Joven representó una forma alargada, pálida, extraña, que no se torna visible sino con la ayuda de un espejo situado sobre el lienzo: se descubre entonces que se trata del cráneo de un muerto...
Ciertos objetos - sobre todo armas - se fabrican hoy con materiales y formas que les permiten atravesar sin problemas los arcos detectores de metales en los aeropuertos y otros lugares especialmente controlados. La invisibilidad hacia las máquinas de vigilancia o de detección condiciona las formas y los materiales del objeto. Y no ya su función. A menos que consideremos que la función «positiva» - para lo que el objeto sirve - tiene una importancia menor que la función «negativa», es necesario que el objeto exista, que no sea destruido. En este caso, la forma es la condición de vida para el objeto; su función deviene secundaria. Mientras que las máquinas de vigilancia se multiplican por todas partes - videovigilancia, sistemas sofisticados de alarma domiciliaria, radares disimulados contra el exceso de velocidad, satélites-espía con zooms superpotentes... - ¿cabe imaginar la próxima aparición de objetos «furtivos», virtualmente capaces de escapar a estos controles y que harían de esta prestación su principal cualidad, sin preocuparse por tener una estética armoniosa para el ojo humano?
En fin, el tercer objeto que atrajo la atención de los telespectadores de la guerra del Golfo fue sin duda el misil antimisil Patriot. En este caso lo que sorprende en primer lugar es la forma «no heroica» del ingenio. Una batería de tubos, banalmente dispuestos a la manera de los antiguos «órganos de Stalin» de la segunda guerra mundial. Nada que recuerde la panoplia futurista de los films de George Lucas, al estilo de La guerra de las galaxias. Una forma minimalista, elemental y tosca de fabricación, como si en este caso (contrariamente al F117) la eficacia de la función hubiera prevalecido sobre cualquier otra consideración.
Objeto fascinante por su funcionamiento mismo y por su rapidez (aunque se sepa hoy que la gran mayoría de los Patriot erraron su objetivo, y que este ingenio está lejos de ser tan eficaz como se ha dicho) que le permiten el estar directamente ligado a un satélite-espía que detecta el lugar desde el que va a lanzarse un misil (el precalentamiento de éste antes de su lanzamiento a muy altas temperaturas traiciona su posición), y le informa de su salida, su velocidad y su trayectoria.
El Patriot, con la información recibida, establece su propia velocidad y trayectoria para interceptar en un punto exacto al misil y destruirlo. Objeto literalmente futurista, puesto que es el resultado de las investigaciones emprendidas en Estados Unidos en el marco del programa denominado «guerra de las galaxias» y que durante mucho tiempo se creyó que era obra de la imaginación delirante de un sabio chiflado.
Pero todas las cualidades del Patriot podríamos decir que se compadecen mal con su forma, tipo arte povera, más high-tech y descarnada que ninguna otra, hasta el punto que podría pensarse que se trata de un objeto aún sin terminar, en fase de experimentación. O a una estética «sin diseño» a lo soviético, como ciertos ingenios espaciales de la base de Baikonur. En este sentido, el Patriot se vincula a la familia de las «formas crudas» (al contrario de las «formas cocidas»), de las que forman parte, de una forma difusa, los aparcamientos subterráneos con pilares bastos del encofrado, los intercambiadores de los suburbios, los buggies de bricolaje, la panoplia Max-mad... Es decir, el universo de formas en las que la modernidad se conjuga con la penuria, la violencia con la desnudez, y donde lo esencial es existir, sobrevivir...
Tres objetos clave - la máscara antigás, el bombardero Stealth, el Patriot - que tienen a la supervivencia como el lazo que les une. La supervivencia del ingenio en sí mismo (Stealth) o, en el caso de los otros dos, la de los que se sirven de ellos. Como si, en este siglo que termina, sobrevivir fuera ya el objetivo razonable. Como si simplemente el hecho de vivir se hubiera convertido en un lujo.
¿Traducen estos tres objetos (que permanecen aún sin duda en el ánimo de los ciudadanos) una visión demasiado pesimista del mundo? Se podría aventurar que sí. Porque los tres pertenecen, por otra parte, a un universo herido e inédito; un mundo en el que los dispositivos de visualización y de interacción multisensorial se desarrollan y nos obligan a mirar hacia nuestro entorno con nuevos ojos. Gracias al progreso de la imaginería digital, los «ambientes virtuales» pueden ser creados ya. Las imágenes de síntesis orientan al Patriot o a los Stealth, pero también a las bombas guiadas mediante láser que la televisión mostró con profusión durante la guerra del Golfo para acreditar la idea (que finalmente se demostró que era falsa) del «ataque quirúrgico» de castigos dado de forma muy exacta a objetivos exactos.
Las máquinas cerebralizadas y dotadas ya de visión - gracias a la inclusión de circuitos integrados - se multiplican. Su proliferación plantea nuevos problemas a las personas, como el de la percepción de lo real, y les conmociona en muchos sentidos. Las propias fronteras de lo real son traspasadas hasta límites que producen una especie de vértigo a la razón. Sumergiéndonos - por la visión y por las sensaciones - en un medio virtual creado gracias a imágenes de síntesis, las nuevas técnicas modifican nuestra percepción del mundo y hacen tambalearse nuestras referencias más sólidas.
¿El propio nombre «Patriot», es fruto del azar? ¿No se trata de decirnos que, en medio de tantas transformaciones, conviene engancharse a un valor seguro: el patriotismo?
Esta puede ser la gran mutación actual que debe poner en guardia a los ciudadanos, porque ante tantos desórdenes la razón vacila y algunos sienten la tentación de agarrarse a ideas vacías, incluso al pensamiento mágico.
¿Es casual que en nuestra época, con todo su gran tecnologismo, florezcan por todas partes los horóscopos y los juegos de azar, y que tengan tanto éxito la astrología y las quiromancias? Ante el avance insólito del progreso científico el ciudadano, perplejo, se ve tentado por el pensamiento regresivo. La vuelta a los «valores» seguros y arcaicos: patriotismo (y sus excesos, el nacionalismo, el chovinismo), fundamentalismo religioso, fanatismo neoliberal...
La guerra del Golfo hizo estallar también pasiones exasperadas que daban prueba de la profundidad de un moderno desamparo, más grave que nunca. Porque el ciudadano ha perdido en poco tiempo el sentido mismo de su dimensión cultural.
La cultura aparecía como una especie de hojaldre compuesto de cuatro capas superpuestas: cultura «cultivada», cultura «etnológica», cultura científica y cultura de masas.
La cultura «cultivada» es la que se ha designado tradicionalmente y por definición como «la cultura», es decir, la suma de los conocimientos históricos en materia de artes desde Grecia y Roma hasta nuestros días, clasificados por edades, por escuelas y por autores. Esta cultura ya no la posee nadie o casi nadie.
La cultura «etnológica», folclórica o popular es todo el saber acumulado en el transcurso de la historia por la tradición, desde las vidas de los santos, a las fiestas populares, la vida campesina, las recetas caseras, el arte de sanar con las plantas, los oficios artesanales, etc.. Esta cultura, pletórica en épocas pasadas y durante milenios en el mundo rural, ya no la poseemos una vez convertidos en urbanitas.
La cultura científica es la que domina nuestro tiempo, la que organiza nuestra época, la que determina los cambios fundamentales que vivimos y de la que, sin embargo, lo ignoramos casi todo. ¿Quién sabe por qué se forma una imagen en su televisor? ¿Por qué se enciende una lámpara eléctrica? ¿Por qué se eleva un ascensor? ¿Cómo funciona un motor de automóvil? ¿Qué es un retrovirus? Misterios...
De los cuatro componentes de la cultura, tres escapan a la gran mayoría de los ciudadanos que, paradójicamente, nunca han estado oficialmente tan bien «cultivados», puesto que, por término medio, han pasado más años que sus padres y todos sus antepasados en las escuelas, los institutos y las universidades.
¿Qué cultura domina? La cultura de masas, que desprecia ampliamente a éstas, que no enseña nada, y que, por definición, es efímera, está destinada a desaparecer en el olvido...
Y en el corazón de la cultura de masas: la cultura de la televisión. Espacio nodal en el que se forma el imaginario de nuestro tiempo. Tal es el (triste) panorama cultural, en el momento en que vivimos una gran mutación.
En vísperas del desencadenamiento de las hostilidades en el Golfo, a comienzos de 1991, numerosos telespectadores pensaban que las cadenas de televisión repetirían los despliegues de Pekín, de Berlín y de Rumania (sin sus errores). Que mostrarían el drama, la violencia y los sufrimientos de esta guerra. Los equipos habían tenido tiempo de prepararse, de organizar todos los montajes técnicos para que en la fecha anunciada, los telespectadores pudieran seguir la guerra en directo... Flotaba en el aire una especie de promesa de imágenes fuertes, susceptibles de satisfacer tanto la necrofilia de la televisión como el voyeurismo del público. Periodistas y telespectadores habían olvidado simplemente un detalle: desde el inicio de los años ochenta ninguna potencia occidental implicada en un conflicto ha permitido a la prensa, y aún menos a la televisión, ver la guerra de cerca.
Ni el Reino Unido cuando la reconquista de las Malvinas en 1982, ni Estados Unidos cuando la ocupación de Granada en 1983, ni Francia en el Chad en 1988, ni Estados Unidos durante la invasión de Panamá en 1989, dejaron a los periodistas seguir los acontecimientos. Ninguna imagen se vio de todas estas guerras, o en todo caso algunas tomas bajo el control de los ejércitos. La lección de Vietnam ha sido asimilada por los estados mayores. Nada de permitir que las imágenes-shock de los sufrimientos humanos de la guerra vayan a erosionar la moral de la retaguardia y dar una impresión detestable del ejército en campaña.
Todo esto era sabido, y funcionaba hasta el momento como un sobreentendido. Los estados mayores se contentaban - como en Granada o en Panamá - con prohibir la presencia de la prensa en el perímetro de las acciones para protegerles mejor «del riesgo de los combates» (lo que no impidió a los marines estadounidenses matar al periodista español Juantxu Rodríguez, fotógrafo de El País, durante la invasión de Panamá, porque se interesaba por los detalles desde demasiado cerca) (29).
En el conflicto del Golfo esas prácticas de censura se convirtieron en reglas explícitas. Por ejemplo, el ejército francés, recurriendo a una ordenanza de 1944, prohibió ya oficialmente a los periodistas permanecer «en contacto con el fuego». Los directores de informativos de las cadenas de televisión francesas (públicas y privadas) aceptaron que las imágenes del frente fueran filmadas por operadores de la Escuela de cine y prensa de los ejércitos (ECPA) y supervisadas antes de su difusión por el SIRPA, que dirigía entonces el general Germanos.
Los periodistas norteamericanos, sometidos a normas impuestas por el Pentágono, casi tan severas como las francesas, denunciaron a su gobierno y declararon: «Estas restricciones equivalen a una política de censura por primera vez en la historia de la guerra moderna» (30).
De hecho, no era la primera vez que se ponía en práctica este tipo de normas, pero era efectivamente la primera en que eran admitidas públicamente por parte del Pentágono.
De esta forma, las cadenas que habían situado a decenas de periodistas en la región (cada una de las cuatro redes estadounidenses, ABC, CBS, NBC y CNN, habían enviado más de un centenar, con un gasto de 5 millones de dólares por semana...) se quedaron sin imágenes del frente. La guerra del Golfo permaneció como invisible, y los telespectadores, habituados a una frenética cobertura de los acontecimientos del Este, manifestaron una gran decepción. Después de los dos primeros días de información «en continuo», las cadenas constataron que no tenían gran cosa que ofrecer en directo y que el exceso de llamadas telefónicas a corresponsales sin información, que confesaban tener que ver la CNN para saber lo que estaba ocurriendo, había acabado por cansar a los telespectadores y contribuido a degradar aún más en el ánimo de los ciudadanos la imagen del periodista.
El modelo CNN, que tanto fascina a ciertos profesionales de la televisión, apareció como una superchería. Encontrarse sobre el terreno, lastrado con decenas de kilos de material electrónico, inmovilizado con frecuencia en un estudio o en una habitación de hotel, impedía al periodista moverse a la búsqueda de informaciones, y le reducía, en el mejor de los casos, al papel de simple testigo. Éste constató entonces, y los telespectadores con él, lo que Fabricio (el personaje de La cartuja de Parma de Stendhal) en Waterloo: estar allí no bastaba para saber.
El reportero de la CNN John Holliman (que formaba equipo con los dos mejores periodistas de la cadena, Bernie Shaw y el famoso Peter Arnett) se haría célebre por ser el primero en anunciar, la noche del 17 de enero de 1981, el comienzo de los bombardeos sobre Bagdad. Lo hizo por teléfono y mirando desde la ventana de su habitación de hotel, sin conocer con precisión quién bombardeaba, con qué medios, sobre qué objetivos y cuál era la naturaleza de la respuesta iraquí. En resumen: ninguna información, salvo la que cualquier habitante de Bagdad hubiera podido dar igualmente cogiendo el teléfono...


 

La batalla Norte-Sur en la información


 ¿Cómo se refleja el desequilibrio entre el Norte y el Sur en el actual contexto internacional de los medios de comunicación?
Se trata de un problema que estuvo presente en el centro de los debates intelectuales de comienzos de los años setenta. Fue la gran batalla que ensayistas como Armand Matterlart, Herbert Schiller y muchos otros desarrollamos en torno al proyecto del Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación, el NOMIC. La cuestión se debatía oficialmente en el seno de la UNESCO donde el premio Nobel de la Paz Sean McBride elaboró un célebre informe que sigue conservando bastante vigencia, y en el que demostraba que el desequilibrio en materia de información en favor del Norte era de tal magnitud, que amenazaba la singularidad y la diversidad de las culturas, en particular las del Sur.
En cualquier caso, nos parecía importante plantear la cuestión de la propiedad de los medios para saber de dónde venían los mensajes, quién los elaboraba, qué sentido y qué consecuencias podía entrañar la recepción de éstos en los espíritus y en las mentes de aquellos que los recibían. Nos preocupaba el problema de la manipulación de las personas del Sur por parte de los medios de comunicación del Norte.
La batalla se perdió. La UNESCO abandonó este debate y dio por buena la idea de que los flujos transfronterizos de información eran una necesidad que venía impuesta por el mercado internacional y por la propia realidad mundial. En definitiva, se admitió que podía aceptarse una especie de «darwinismo» en el campo de la comunicación. Vencían aquellos que habían logrado constituir grupos emisores dominantes: ellos habían conquistado el derecho a emitir y, por tanto, había que aceptar esa realidad como ley de vida. El NOMIC desapareció de las reflexiones, y nadie volvió a hablar durante la década de los ochenta del problema del desequilibrio Norte-Sur.

¿Existe un neoimperialismo cultural norteamericano ?
La cuestión volvió a la actualidad a comienzos de los noventa con motivo de las discusiones del GATT (transformada más adelante en Organización Mundial del Comercio). La posición de los europeos frente al dominio de Estados Unidos se aproximó bastante a la de los países del Sur. De forma inesperada, pudo verse a ministros conservadores, como el de Cultura de Francia en la época, hablando de «imperialismo cultural norteamericano», como lo hubiera hecho veinte años antes un militante de extrema izquierda. En definitiva, se recordaba de pronto que ese imperialismo podía constatarse realmente.
Algunas cifras reflejaban claramente ese dominio. Ya en 1980 observábamos, por ejemplo, que cuatro de cada cinco mensajes emitidos en el mundo provenían de Estados Unidos. En 1990 la situación era similar, especialmente en cuanto a los programas audiovisuales - emisiones de televisión, películas proyectadas en salas o vídeos a la venta en las tiendas - que provenían fundamentalmente de EE UU.
Otra dimensión de la dominación está constituida por su proximidad a los intereses de los poderosos. Cuando, por ejemplo, algún acontecimiento tiene que ver con un centro productor de imágenes, en este caso Estados Unidos, la información adquiere importancia de forma automática. Podemos recordar un artículo de la prensa francesa en el que un periodista comentaba: «Nosotros, siempre que ocurre algo en el mundo conectamos inmediatamente con la CNN, que es el "padrenuestro" actual. Qué es lo que podemos observar en este momento en Haití», decía el periodista con mucha ironía, «la CNN se refiere permanentemente a Haití, donde hay seis fragatas norteamericanas vigilando. De vez en cuando citan a la canadiense, pero nosotros, los franceses, también tenemos un barco en la zona y jamás nos citan.»
Con esto se quería señalar que, cuando la CNN habla de algo que ocurre en el mundo, lo hace desde el punto de vista de los intereses norteamericanos. Se trata de una cuestión muy importante a la hora de analizar la información que circula en el mundo: en la medida en que los productores de las imágenes son fundamentalmente anglosajones, a la hora de dar importancia a una información, se parte del principio de observar previamente si los intereses occidentales se encuentran o no amenazados.

Nuevas formas de dominación: la tríada del Norte

Aunque aparentemente la situación general en el campo de la información y la comunicación parecía mantenerse estable desde los años setenta, la situación se vio modificada sustancialmente dos décadas más tarde. Hasta entonces existía un único polo dominante en los aspectos tecnológico, económico y de contenidos. Pero, al igual que en otros campos, fue sustituido por una especie de «tríada» constituida por Estados Unidos, Japón y la Unión Europea.
La tecnología en el mundo de la información y la comunicación para «difusión hacia el gran público» pasó a ser fundamentalmente japonesa.
El capital adquirió un gran componente europeo, apareciendo, como uno de los principales grupos de comunicación del mundo, el alemán Bertelsmann. Los europeos se implantaron en los grandes holdings de comunicación norteamericanos: fue el caso de la Thomson francesa, o de sociedades como la News Corporation de Rupert Murdoch (británico, aunque sea norteamericano de nacionalidad y australiano de nacimiento) y cuyos canales de televisión Sky son británicos con dimensiones y aspiración planetarias.
En lo que respecta a los contenidos y programas, el predominio en la elaboración era de Estados Unidos, aun cuando no siempre pertenecieran ya a ese país. Algunas empresas japonesas compraron grandes compañías norteamericanas de cine. Así, la Columbia fue absorbida por Sony, la Universal por Matshusita. También las empresas francesas se movieron en este sentido: el Crédit Lyonnais se hizo con la propiedad de empresas de producción de cine en Hollywood.
En consecuencia, se produjo una diversificación: donde a principios de los setenta dominaban exclusivamente los norteamericanos, pasaron a dominar los tres polos de la «tríada». En cualquier caso, seguía el control en el Norte.

La información como mercancía

La primera enseñanza respecto a los años setenta es que hay que abandonar aquella paranoia absoluta que inducía a creer que una suerte de «comité central» dominaba el mundo de la información y la comunicación, como un manipulador de marionetas desde la sombra.
En los tiempos del neoliberalismo triunfante, el sector de la información constituye un mercado en el que todo se negocia y donde todo tiene un precio. La prueba es que en las reuniones del GATT se contemplaba con el mismo rasero que el comercio de automóviles, de acero o de trigo. Y tratándose de productos que cuentan con un mercado, hay informaciones con más valor que otras. Para obtener las informaciones más rentables conviene saber dónde se encuentran y captarlas, lo cual es difícil. Y, por ejemplo, en la medida en que los acontecimientos pueden producirse en cualquier lugar del mundo, lo ideal sería contar con cámaras en todas partes.
El fenómeno resultante es que cada vez hay más cadenas de televisión y que al mismo tiempo cada vez son más débiles por sí solas. Por ejemplo, antes en España había una sola emisora de televisión con dos cadenas, y era muy poderosa, como es lógico. Ahora hay varias, pero cada una de ellas es menos potente de lo que era la única, y cuenta con muchos menos medios para enviar equipos que estén atentos a lo que pueda ocurrir en cualquier lugar. ¿Quién puede permitirse esta movilidad y presencia? Únicamente las llamadas agencias de imágenes. Si nos centramos en el sector de la información televisada, a escala internacional sólo hay dos agencias de imágenes, además de la CNN, que dominan el mercado mundial y que difunden el mismo material audiovisual a todo el mundo: Visnews y WTN.
Las agencias de imágenes saben que las informaciones rentables son como los yacimientos de oro: se dan únicamente en unos pocos lugares, no en todos. Los yacimientos informacionales rentables son aquellos que tienen tres dimensiones: violencia, sangre y muerte. Y toda información que cuente con ellas se vende automáticamente. Si además se puede transmitir en directo y en tiempo real, entonces puede alcanzar una difusión planetaria, porque es exactamente el tipo de información que las televisiones desean.

El dominio de la tríada en cifras

Volvamos a la hegemonía de lo que hemos dominado la tríada que domina los medios de comunicación. Sus integrantes, Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, representan el 70 por 100 del Producto Bruto mundial, lo que constituye ya en sí mismo un abuso de dominación. Ahora bien, si consideramos únicamente la producción de bienes y servicios de información, el nivel de control respecto a la totalidad del planeta se eleva al 90 por 100.
En este sentido es interesante recoger algunas cifras publicadas por la Unesco ya en 1990:
-               De las 300 empresas más importantes de información y comunicación, 144 eran norteamericanas, 80 de la Unión Europea y 49 japonesas, es decir, la inmensa mayoría.
-               De las 75 primeras empresas de prensa, 39 eran norteamericanas, 25 europeas y 8 japonesas.
-               De las 88 primeras firmas de informática, 39 eran norteamericanas, 19 europeas y 7 japonesas.
-               De las 158 primeras empresas fabricantes de material de comunicación, 75 eran de EE UU, 36 europeas y 33 japonesas.
Y «el resto» (cuando se da) tampoco pertenece al Sur, sino a países como Canadá, Australia, Suiza, Austria, Taiwán, Corea del Sur... es decir, al Norte al fin y al cabo, independientemente de su ubicación puramente geográfica. Podemos añadir que, en 1998, la situación es similar, e incluso aún más gravemente desequilibrada, respecto a lo que reflejaban estas cifras de la Unesco.
Por otra parte, en 1990 la economía de la información y la comunicación representaba una cifra global de negocios de 1 billón 185 mil millones de dólares. De esta cantidad, 500 mil millones pertenecían a Estados Unidos, 264 mil millones a la Unión Europea, 253 mil millones a Japón y sólo 168 mil millones al resto del mundo. La dominación a la que nos hemos referido se refleja nítidamente en estas magnitudes.
Si añadiésemos las cifras de las empresas publicitarias que pertenecen al mundo de la comunicación, el desequilibrio sería aún más fuerte a favor del Norte. Excepto algunas publicitarias en América Latina (México, Argentina, Brasil) y en India, no hay grandes empresas publicitarias en el Sur.
Algunos expertos prevén que, hacia el año 2000, en los ocho o diez sectores industriales de la economía desarrollada, particularmente en los de la informática y las telecomunicaciones, no habrá más que siete u ocho redes de empresas multinacionales que dominarán el 75 por 100 del mercado mundial. Evidentemente, estas siete u ocho redes serán de empresas del Norte y, esencialmente de la tríada, porque lo que se observa es precisamente una serie de fusiones y concentraciones en este ámbito: el 80 por 100 de las operaciones de integración son tratos de empresas japonesas con europeas, de europeas con estadounidenses, de estadounidenses con japonesas...

La revolución de las comunicaciones interactivas

El mundo de las telecomunicaciones interactivas es uno de los que se ha visto más fuertemente sacudido por las grandes maniobras que agitan la economía mundial en los últimos años.
Por ejemplo, cuando Estados Unidos se dio cuenta de que Japón estaba alcanzando la capacidad suficiente para obtener el liderazgo mundial en la tecnología de las comunicaciones, especialmente en el campo informático, el equipo presidencial Clinton-Gore lanzó el proyecto de construcción de las grandes «autopistas de la comunicación».
Estas autopistas consisten en la interconexión de tres aparatos de comunicación: el teléfono, el ordenador y el televisor, realizándose ésta en doble sentido, en lo que se denomina conexión interactiva.
De esta forma, según estiman algunos expertos, el campo de la industria cultural y de la comunicación podría experimentar una gran transformación, además de constituirse, a principios del siglo xxi, en el principal mercado: un mercado de tres billones y medio de dólares.
Hasta hace poco se pensaba que esto sería difícil de lograr y que, en cualquier caso, sólo se conseguiría si se equipaba mediante cableado de fibra óptica al conjunto de los países desarrollados. Pero en este momento, gracias a los progresos en materia de compresión y descompresión digital de datos, ya se pueden utilizar como vectores, como transportadores de información, los cables telefónicos y coaxiales que difunden actualmente la televisión por cable. Basta con equipar a las redes existentes con una serie de equipos (módem) que permiten esta compresión y descompresión. De esta forma puede enviarse simultáneamente una gran cantidad de mensajes mediante el mismo medio de transporte.
Este es el origen de la cascada de concentraciones y alianzas a la que estamos asistiendo. Por ejemplo, el acuerdo que firmaron el primer grupo de comunicación mundial, Time-Warner, con la US West, una de las compañías telefónicas regionales más importantes de Estados Unidos. O la asociación del gigante ITT con el cableoperador Diatcom, el más importante de California. O los proyectos del magnate Rupert Murdoch, que ya domina la televisión por satélite en gran parte de Europa, especialmente en el Reino Unido, y que actualmente se plantea como objetivo el control de la televisión por satélite en el continente asiático. O, por citar otro caso, la alianza entre Bell Atlantic, principal compañía telefónica de Estados Unidos, con TCI, principal operador por cable de ese país. En términos accionariales y financieros ésta fue en su momento la fusión más importante de la Bolsa de Nueva York: 23.000 millones de dólares.
Lo que constatamos es que los gigantes de la telefonía se asocian a los gigantes de la televisión (de transmisión hertziana o por cable), o bien a los propietarios de las empresas de informática, para tratar de obtener la triple conexión antes mencionada: teléfono, ordenador, televisor.
Todo ello tiene como objetivo la creación de «super-autopistas de las telecomunicaciones» y el impulso al nuevo «reino» de Internet, permitiendo, teóricamente, que el ciudadano disponga de lo que Marshall Mac Luhan describía (cuando definía a las comunicaciones) como «extensiones de cada uno de nuestros cinco sentidos».
De hecho, lo que se persigue hoy es que se pueda disponer en cada hogar de una pantalla que permita consultar, enviar mensajes, documentarse, ver películas, leer CD-Rom, seguir cursos a domicilio... según el deseo de cada cual. Una pantalla que también sirva para la telecompra (consultando directamente los catálogos de venta), que haga posible seleccionar exactamente la película que uno quiere ver, o pedir videoprogramas (programas televisivos ya emitidos, transmitidos el día anterior o diez años antes). Una pantalla a través de la que se pueda acceder, vía Internet, a todo un inmenso caudal de conocimientos mediante el vídeo (las enciclopedias en videodisco digital) y que a la vez permita la «visiofonía», es decir, hablar por teléfono viendo a la persona con la que se está comunicando; que se use para la teleconferencia, o sea, para conectar a varias personas que debaten sobre un mismo tema, sin necesidad de que se desplacen. Una pantalla que se utilice para acceder a la realidad virtual y para videojuegos. En fin, una pantalla que sea capaz de cumplir todas estas funciones a la vez y lo haga con imágenes de alta definición.

La guerra de alta definición

Otra de las batallas tecnológicas que se desarrolló a principios de los años noventa fue la de la televisión de alta definición (1.250 líneas). Se planteaban tres modelos de diferentes procedencias y tecnologías. El japonés era de tipo analógico y estaba ya a punto. Tenía el inconveniente (para poder imponerse) de que hacía obsoleta toda la infraestructura existente, al no ser compatible con los televisores domésticos.
Los europeos, por su parte, estuvieron trabajando en un proyecto que ya ha sido abandonado. Su tecnología de televisión de alta definición permitía el mantenimiento del parque existente, aunque, como es lógico, no se podrían ver en los televisores actuales, y en alta definición, programas emitidos como tales que serían vistos en la actual de 625 líneas (la alta definición es del doble y se supone que puede alcanzar la nitidez de una fotografía o una diapositiva).
Pero los norteamericanos, que se encontraban muy retrasados en materia de televisión de alta definición, percibieron que únicamente si eran capaces de dominar esta tecnología podrían liderar en el futuro las autopistas de las telecomunicaciones. De esta forma, impusieron, mediante la Comisión Federal de las Comunicaciones, una serie de normas que incluían la creación de una televisión digital que fuera transportable mediante cable y que fuera compatible con el parque existente. Los estadounidenses lograron culminar su objetivo, y va a ser finalmente la norma norteamericana en materia de televisión de alta definición la que se va a imponer en el mundo entero.
Puede apuntarse también que otra de las apuestas actuales es la de extender el teléfono celular por todo el planeta.
Las maniobras y estrategias descritas, como ha quedado de manifiesto, no sólo tienen que ver con la comunicación sino en general con la industria y la economía. Un gran país industrial del futuro tiene que ser, a partir de ahora, un país presente en estos sectores. Asistimos al desmantelamiento a escala global de la sociedad industrial clásica. La nueva sociedad industrial - según la tesis del vicepresidente norteamericano, Albert Gore - se erige sobre la base de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

El triunfo del multimedia

¿Se saldará la nueva batalla del multimedia con una derrota para Europa, tan grave como la que experimentó en su confrontación con Estados Unidos en materia de cine y televisión?
Como se recordará, la conclusión de los acuerdos del GATT en diciembre de 1993 estuvo marcada por los enfrentamientos entre Europa y Estados Unidos en el campo del audiovisual. Se trataba de conseguir que la extensión de los acuerdos del GATT a los servicios dejara fuera el audiovisual, en la medida en que las creaciones culturales no constituyen un producto como los demás.
Si este objetivo, que reclamaban Francia y todos los profesionales europeos del cine, se hubiera logrado, habría podido hablarse de una «excepción cultural». Pero la gran mayoría de los países de la UE eran hostiles a la posición francesa, y mucho más aún lo era la propia Comisión Europea.
La mayor parte de los países europeos, cuyas industrias cinematográficas han desaparecido prácticamente, carecían ya de cualquier interés nacional y no deseaban un enfrentamiento con Washington. Por su parte, la Comisión había sido ganada por las tesis neoliberales.
Resultado: el audiovisual fue incorporado, como el resto de los servicios, a las reglas del GATT, convertida en Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin embargo, en el seno de estas reglas no se llegó a un acuerdo entre ambas partes. Estados Unidos amenaza periódicamente con denunciar a la Unión Europea, sobre todo a Francia, como culpable de prácticas de «distorsión de la competencia» por sus ayudas públicas a la industria del cine.
Paradójicamente, basta con dar un vistazo a las cifras para constatar que Estados Unidos es el país más proteccionista del mundo en este campo, y que importa del extranjero menos del 2 por 100 de su consumo audiovisual. En contrapartida, el número de entradas en los cines de la Europa de los Quince para las películas estadounidenses pasó entre 1985 y 1994 de 400 a 520 millones, haciendo progresar su cuota de mercado del 56 al 76 por 100. Las entradas para las películas europeas (cada una sobre su propio mercado nacional) cayeron en el mismo período de 177 a 89 millones, es decir, una bajada en la cuota de mercado del 25 al 13 por 100.
La situación es muy parecida si se analiza la televisión. Sobre las cincuenta cadenas europeas de televisión «en abierto» - lo que excluye las cadenas por cable y codificadas - , las películas estadounidenses representaron en 1993 el 53 por 100 de la programación; las películas nacionales en su país respectivo el 20 por 100 y los films europeos no nacionales el 23 por 100.
Como sucede con la proyección en cines, existen diferencias significativas entre países. Las películas norteamericanas representan únicamente un 12 por 100 del total en la cadena cultural franco-alemana Arte, pero un 91 por 100 en la ITV del Reino Unido. Si se analiza por países y no por cadenas, Francia es el que consume menos películas estadounidenses (30 por 100 frente al 72 por 100 de los Países Bajos, el 64 por 100 para Reino Unido, el 63 por 100 para España, el 53 por 100 para Alemania y el 45 por 100 para Italia).
Los ciudadanos europeos conocen mejor la producción cultural de Estados Unidos que la de sus vecinos de la Unión. Se llega así a la paradoja de una construcción europea que desearía dotarse de una dimensión política, pero que, al mismo tiempo, sólo se mueve por las leyes del mercado.
Porque, en materia audiovisual, la ley del mercado significa siempre más películas estadounidenses y, en consecuencia, la creación de un imaginario colectivo europeo en el que las únicas referencias culturales provienen de otro lado del Atlántico.
Los intelectuales y los creadores franceses se cuentan entre los pocos que se sublevan ante esta cuestión fundamental. Los liberales les replican que, bajo la cobertura de preocupaciones culturales, se oculta una defensa de intereses económicos. Para Hollywood, efectivamente, no se trata de otra cosa, por eso los negociadores norteamericanos son tan obstinados.
Es importante saber que Hollywood obtuvo en 1995 un excedente comercial de más de 4.000 millones de dólares en sus relaciones con Europa, y que cerca del 56 por 100 de la facturación de los filmes estadounidenses proceden de la exportación. Hollywood tiene una necesidad vital del mercado europeo. En diez años, el balance comercial del audiovisual europeo respecto a Estados Unidos se ha degradado sensiblemente (las pérdidas eran de 500 millones de dólares en 1985, y pasaron de los 4.000 millones de dólares en 1995), y ha supuesto para la Unión Europea la desaparición de unos 250.000 empleos...
Para Estados Unidos, la industria del audiovisual y del cine se ha convertido en la primera en capacidad exportadora y el primer proveedor de divisas, por delante de la industria aeroespacial. Por esta razón todo lo que frene la expansión de los productos norteamericanos es combatido desde el departamento de Comercio de Washington, y por parte de Jack Valenti, presidente de la Motion Pictures Association of America (MPAA).
Este el caso de las medidas nacionales de apoyo financiero público a la producción audiovisual - a las que Francia dedicó 594 millones de francos en 1995, ocupando el liderazgo europeo- - y es también el caso de la directiva europea Televisión sin fronteras, adoptada en 1989 y renegociada al nivel de los Quince. Esta directiva pide a los exhibidores tratar «siempre que esto sea realizable y mediante los medios adecuados» de reservar a las producciones europeas «una proporción mayoritaria en el tiempo de difusión». Este es el documento que Estados Unidos califica de peligrosa arma proteccionista.

La explosión de las redes

Pero estas batallas en torno al cine y la televisión son ya menores comparadas con las que se preparan en el campo del multimedia. Las formidables transformaciones tecnológicas de los dos últimos decenios lo han condicionado todo. La mundialización de los intercambios de señales ha experimentado una aceleración fabulosa. La revolución de la informática y la comunicación ha entrañado la explosión de los dos verdaderos sistemas nerviosos de las sociedades modernas: los mercados financieros y las redes de información.
La transmisión de datos a la velocidad de la luz; la digitalización de los textos, las imágenes y los sonidos; el recurso a los satélites de telecomunicaciones; la revolución de la telefonía; la generalización de la informática en la mayor parte de los sectores de la producción y de los servicios; la miniaturización de los ordenadores y su interconexión a escala planetaria han trastocado poco a poco el orden del mundo.
Hiperconcentraciones y megafusiones se multiplican, dando origen a empresas de dimensión mundial cuyo objetivo es la conquista mediática del planeta. En Estados Unidos la nueva alianza entre Microsoft y la cadena NBC, que pertenece a General Electric, trata de crear una cadena de información a escala planetaria (MSNBC), que compita con la CNN (intervenida a su vez recientemente por Time-Warner, primer grupo mundial de comunicación). Rupert Murdoch planea asimismo sobre estos horizontes y trata de fusionar sus diferentes redes continentales, Fox (Estados Unidos), Sky News (Europa) y Star-TV (Asia) para crear una «cadena global», cuyo embrión, Fox News Service, fue lanzado en 1996 en Estados Unidos y que está destinada a su captación en el mundo entero.
El paisaje audiovisual mundial va a experimentar profundas transformaciones provocadas por la irrupción de la televisión digital, que permite el uso de un mismo canal para difundir ocho veces más cadenas al mismo tiempo. Esta oferta potencial de más de un centenar de cadenas temáticas se ha denominado en Francia bouquet numerique. En Estados Unidos, Direct-TV y USSB comercializan, por medio de satélite, dos ofertas digitales compuestas respectivamente de 175 y 25 cadenas. En este campo, la empresa francesa Thomson Multimedia dispone de una ventaja indiscutible al suministrar los descodificadores digitales y los sistemas de recepción para DSS, operador de Direct-TV y de USSB. Por otra parte, ha firmado contratos con Indonesia y América Latina. Las ventas mundiales de descodificadores digitales pasarán de 20 millones de unidades en 1997 a 75 millones en 1999. Estas perspectivas estimulan una feroz competencia entre Estados Unidos, Europa y Asia.
La globalización de los mercados, de los circuitos financieros y del conjunto de las redes inmateriales ha conducido a una desreglamentación radical, con todo lo que esto significa de deterioro del papel del Estado y de los servicios públicos. Es el triunfo de la empresa, de sus valores, del interés privado y de las fuerzas del mercado.

¿En qué queda la libertad de expresión?
La propia definición de «libertad de expresión» se ve modificada con los fenómenos descritos, ya que viene a ser contrastada con una especie de «libertad de expresión comercial», presentada como un nuevo «derecho humano». Se asiste así a una tensión constante entre la «soberanía absoluta del consumidor» y la voluntad de los ciudadanos garantizada por la democracia.
En torno a esta reivindicación de «la libertad de expresión comercial» se estructuraron las acciones de lobbying de las organizaciones interprofesionales (anunciantes, agencias publicitarias y media) durante los debates que se desarrollaron a lo largo de la segunda mitad de los años ochenta en torno a las nuevas reglas de la «Televisión sin fronteras» en el ámbito de la Unión Europea.
Esta «libertad de expresión comercial» es inseparable del viejo principio, inventado por la diplomacia norteamericana, del freeflow of Information (libre flujo de información) que ha ignorado sistemáticamente el problema de las desigualdades en materia de comunicaciones. La doctrina de la globalización mete en el mismo saco a la libertad, en su sentido estricto, y a la libertad de comerciar.
A partir de la segunda mitad de los años ochenta, organismos como el GATT, convertido luego en OMC, se constituyeron en el ámbito principal de los debates sobre el nuevo orden comunicacional. Considerada como «servicio», la comunicación fue objeto del enfrentamiento directo entre la Unión Europea y Estados Unidos que ha quedado descrito.
La polémica dista mucho de estar cerrada. Al debate sobre las industrias de la imagen se une ahora el de las «autopistas de la información». La idea central es la de la necesidad de dejar fluir la competencia libre en un mercado libre, entre individuos libres, y se expresa más o menos en estos términos: «Dejad a las gentes ver lo que quieran. Dejadles en libertad para juzgar. Confiemos en su buen sentido. El único juicio que puede aplicarse a un producto cultural es el del éxito o el fracaso en el mercado.»
Los políticos no dudan en extraer conclusiones grandilocuentes: los ciudadanos deben prepararse para la inmersión en «un mundo sumergido en la información». Una vez finalizados los condicionantes y las trabas que han sufrido durante mucho tiempo la edición, la cinematografía, la industria del sonido y el audiovisual.

La apuesta del ciberespacio

Una cuestión queda planteada en la era del multimedia y del ciberespacio: ¿Vamos a asistir, a la vuelta del próximo milenio, a la sustitución de los media tradicionales por ese nuevo milagro que representa Internet?
El número de ordenadores personales en el mundo era en 1995 de unos 180 millones, para una población global de casi seis mil millones de individuos. La posibilidad de acceso a Internet estaba entonces limitada a un 3 por 100 de esta población. En ese año únicamente un pequeño número de países ricos, que representaba aproximadamente a un 15 por 100 de la población mundial, poseía alrededor del 75 por 100 de las principales líneas telefónicas, sin las cuales no se puede acceder a Internet... Más de la mitad del planeta no había usado nunca un teléfono: en cuarenta y siete países no había más que una línea por cada cien habitantes. En toda África negra hay menos líneas telefónicas que en la ciudad de Tokio o en la isla de Manhattan en Nueva York...
En enero de 1996 se estimaba que un 60 por 100 de los diez millones de ordenadores conectados a Internet pertenecían a estadounidenses. ¿Cuál es el lenguaje dominante en el ciberespacio?: el inglés.
Las diferencias sociales provocadas por la era de la electrónica van a ser pronto comparables a las desigualdades resultantes de las inmensas inversiones financieras transnacionales. En cuanto a las fuerzas económicas que se han apoderado de las redes, tienden a generalizar, o peor aún, a reforzar, los obstáculos que impiden su acceso a la generalidad de la población.
Los retos son cruciales para el futuro. El programa norteamericano The National Information Infrastructure, biblia de William Clinton y de su vicepresidente, Albert Gore, es claro: «Es función de la libre empresa asegurar el desarrollo del programa de las autopistas de la información.»
Martin Bangemann, comisario europeo encargado de las telecomunicaciones, declaraba igualmente que la sociedad de la información no se abrirá camino más que «si dejamos desenvolverse a las fuerzas del mercado» y que la «condición previa» debe ser el «levantamiento» de los actuales monopolios nacionales en las telecomunicaciones y en las infraestructuras y redes. Con la privatización imparable, las redes, y sobre todo Internet, serán progresivamente liberadas de cualquier demanda de servicio público, en beneficio de los intereses particulares.
No menos de 26 compañías telefónicas pertenecientes a países del Sur serán puestas en venta en los próximos años. ¿Cuál será la regla global para el futuro? La propiedad privada de todas las estructuras que constituyen la plataforma del ciberespacio.
Los gigantes de las telecomunicaciones, como ATT, Microsoft y MCI, esperan con fruición colonizar el ciberespacio ligando la notoriedad de sus nombres a las proezas de sus equipos de marketing, lo que les aportará cuantiosos medios en el campo de los servicios a sus clientes y en sus fórmulas de facturación.
¿Dónde se utiliza con mayor intensidad Internet? En el terreno comercial. En octubre de 1996, el apartado «comercial» incluía mas de una cuarta parte de todos los servidores de Internet, superando ampliamente al campo de lo «educativo», utilizado por las instituciones universitarias.
Y, sin embargo, el sueño que encarna Internet, el del intercambio de información universal y sin obstáculos, no ha muerto ni mucho menos. Pero mientras la transmisión del saber siga las pautas impuestas por el poder político-económico, este ideal de una «democracia de la información» seguirá residiendo en el terreno de la utopía.

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