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lunes, 11 de abril de 2011

PEDAGOGÍA Y ÉTICA EN LA CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA: LA FORMACIÓN EN VALORES EN LA EDUCACIÓN COMUNITARIA


PEDAGOGÍA Y ÉTICA EN LA CONSTRUCCIÓN DE CIUDADANÍA: LA FORMACIÓN EN
VALORES EN LA EDUCACIÓN COMUNITARIA

Jorge Osorio V. 


Reconstruyendo la historia de la educación comunitaria en América Latina

El “ciclo moderno” de una educación comunitaria latinoamericana se inaugura con la experiencia y la producción intelectual de Paulo Freire.  El Freire de los años sesenta constituye una metáfora viva del profundo cambio que experimentó el movimiento educativo en nuestro continente.  En torno al pensamiento freiriano se articularon, desde entonces, prácticas, sueños e ideas que paulatinamente constituyeron el campo de la identidad cultural y política de la “educación liberadora”.

Esta educación se nutrió de las experiencias de los movimientos populares que, con una fuerte carga ideológica y política transformadora, se desarrollaban en la mayoría de los países del continente, como expresión del contradictorio proceso de modernización que se vivía.  La “educación popular” y su “pedagogía del oprimido” dieron sustento cultural y ético a estas movilizaciones populares e impulsaron una aproximación a una teoría crítica del capitalismo modernizador.

Las exigencias políticas y materiales de las luchas de los movimientos populares en este ciclo fundacional de la educación comunitaria y las disputas ideológicas que se desarrollaban en el campo de la izquierda latinoamericana, llevaron a que las matrices intelectuales de los educadores se orientaran hacia las corrientes radicales, tanto de la teología de la liberación como del propio análisis marxista sea en su versión althuseriana o bien en la versión maoísta.
Es importante indicar que desde este ciclo “moderno” o fundacional la educación comunitaria ha tenido una fuerte manifestación intelectual. Quizás éste sea uno de sus principales atributos: establecerse como una práctica reflexiva. Sin dudas, Freire tiene una influencia decisiva en esta orientación, pues su producción pedagógica valoraba la capacidad de sistematizar los aprendizajes, a través de la investigación participativa, lo que hacía del educador un intelectual activo y dialogante con la cultura popular.

No obstante, este proceso temprano de constitución intelectual de la educación comunitaria no ha sido homogéneo, sino plural, diverso y contradictorio. No ha existido una sola visión política de esta educación. Más bien ella se ha establecido históricamente como un campo polémico. El mismo Freire desarrolló un tipo de práctica pedagógica que no aspiraba a elaborar certidumbres cerradas sino mapas intelectuales y políticos abiertos a la recreación constante.  Este fue un factor clave para explicar que la educación de los sectores populares desarrollase una capacidad dinámica y permanente de autocrítica. Tal como se manifiesta en algunos de los últimos textos de Freire –en Pedagogía de la Esperanza y Cartas a Cristina, por ejemplo-, la reconstrucción crítica de la educación emancipadora se hizo a una escala hermenéutica, fijando, en cada situación, los horizontes de sentido de sus actuaciones, relativizando el objetivismo, y abriendo campo a la reconstrucción de una memoria pedagógica crítica que posibilitase la comprensión de una construcción plural de fines, estrategias y orientaciones éticas y políticas.

Un segundo ciclo de la educación comunitaria se inició con la experiencia de la revolución sandinista, el desarrollo de los movimientos democráticos en América del Sur y la emergencia de nuevos movimientos sociales (movimientos de mujeres, de derechos humanos, economía popular) en la década de los años ochenta. El potencial crítico en este período se alimentó preferentemente de la reivindicación de los valores propios de la modernidad: la emancipación, la democracia, la justicia social y la igualdad.  En este contexto, la educación comunitaria puso de relieve la oportunidad del cambio revolucionario, la necesidad de construir sujetos colectivos para la edificación de una sociedad no-capitalista y la necesidad de abrir la política hacia el análisis de la cultura y de las discriminaciones de la vida cotidiana.

Consecuencia de este proceso de los años ochenta fue el reconocimiento colectivo de la necesidad de manejar nuevos referentes teóricos para entender los procesos políticos en que se desarrollaba la educación comunitaria. De este modo emerge en los debates y en los espacios de formación de los educadores populares la consideración del pensamiento de Gramsci, especialmente en la producción de los educadores-intelectuales del Cono Sur. A partir de esta nueva influencia, la educación de los sectores populares se define como “política cultural”, esto es no sólo como una “metodología” de afirmación y fortalecimiento de la expresión orgánica de los sectores populares, sino como una educación capaz de dar sentido a la construcción de un orden social y ético alternativo, lo que le impone plantearse los temas de la cultura, de las instituciones y del derecho, que habían estado ausente en el análisis marxista “instrumental” de la izquierda latinoamericana en los años anteriores .

La recepción del pensamiento de Gramsci entre nosotros permitió entender mejor la inicial ruptura de Freire con la educación de adultos desarrollista: la nueva tesis sostenía que la educación de los sectores populares en cuanto proyecto de transformación política y de fortalecimiento de sujetos colectivos, no debía reducirse a manejar los conflictos en el marco de comunidades desarticuladas entre sí, sino politizar lo comunitario, articular lo “micro” y lo “macro”, plantearse la crítica de los modelos de desarrollo vigentes y construir movimientos y redes de acción para el ejercicio de un poder social efectivo.

Paulatinamente, la educación comunitaria adoptó conceptos pertinentes para entender que los poderes funcionan no sólo troncalmente, sino que están ramificados en toda la sociedad y en la cultura (Foucault comienza a debatirse por la vía de los primeros encuentros feministas convocados por educadoras que trabajaban con sectores populares). El mundo de la vida cotidiana emerge como un espacio temático clave en nuestro pensamiento pedagógico. Lo “emancipador” se amplía al mundo privado, y se desarrollan nuevas metodologías de investigación cualitativa, de recuperación de las “historias de vida”, historia oral, recuperación de las tecnologías campesinas e indígenas y del saber popular. El tema del poder remitió a la cuestión de los saberes, a la necesidad de darle sustento pedagógico a los procesos de negociación cultural (lo plantea Freire, en su Pedagogía de la Pregunta) y asumir críticamente las asimetrías entre el poder-saber de los educadores y el mundo-vida de los movimientos y organizaciones populares.

Podemos decir que desde principios de los años noventa comienza un nuevo ciclo de la educación comunitaria que, paradojalmente, vuelve a retomar la primera utopía freiriana: la educación emancipadora como posibilidad de construir la comunicabilidad humana, como una pedagogía del conflicto, del diálogo cultural y de construcción de poderes transformadores surgidos desde los movimientos sociales y ciudadanos. Este ciclo es un sedimento vivo de las autocríticas de los anteriores momentos: estamos ante un “desmontaje”, una descontrucción, de las “síntesis definitivas”, de las narrativas cerradas, de los proyectos sin alteridad crítica, de los enfoques unilaterales del cambio. La comunicabilidad como metáfora freiriana nos abre al mundo plural e híbrido de los sujetos, invita a construir alianzas entre movimientos diversos articulados por una visión crítica de la realidad y a la constitución de redes de actores sociales dispuestos a pensar en un “otro” distinto al pensamiento neoliberal. Siguiendo esta formulación, podemos señalar que esta educación popular de inspiración freiriana se constituye potenciando la creación de mapas de posibilidades y de actuación para los sujetos, cursos de acción para que estos –desde espacios locales y particulares– fuesen capaces de construir alteridades valóricas y nuevas formas de hacer política global.

El campo epistemológico –el campo del saber, de la comunicación necesaria y de los modos más adecuados para “llegar a saber”– se transforma en el gran tema de la educación comunitaria, en la medida que la capacidad emancipadora de la educación se juzga como poder de construir saber productivo –una frónesis ético-política– capaz de articular juicio crítico, capacidad interpretativa y deliberativa, visión de integralidad y formación de la responsabilidad social y ciudadana de los sujetos. La educación se define como: construcción de sentidos y posibilidades de un pensamiento crítico (fuente hermenéutica); constitución de sujetos actuando en diversos espacios y movimientos (fuente crítica); ruptura del claustro del pensamiento único y reinvención del poder ciudadano (fuente ciudadanista).

Ética de la educación comunitaria: sentido y valores en su práctica pedagógica

Proponemos pensar la educación comunitaria valorando las corrientes modernas de transformación educativa , señalando sentidos críticos y presentando dilemas, tales como: construir sentidos y lenguajes posibles vis a vis programas técnicos cerrados en sus propias certidumbres;

promover experiencias nuevas y la reconstrucción permanente de las bases metodológicas del pensamiento que las sustenta vis a vis estrategias estandarizadas; lentar el pensamiento de los educadores en cuanto prácticos reflexivos vis a vis una educación reducida a la lógica inexpugnable del gerencialismo; entender la calidad de la educación como una apertura a la complejidad y a la globalidad de las relaciones humanas vis a vis un enfoque educativo restringido al de testeo y la medición de la productividad.

Para nosotros el debate pedagógico no es principalmente una cuestión disciplinaria sino ética, que plantea bases abiertas para establecer proyectos educativos comprensivos e integradores de las diversas dimensiones del ser humano. Por ello, la condición crucial del debate pedagógico es construir la comunicabilidad, la participación, el diálogo, la educación como una “esfera pública”.

Es preciso desarrollar en la educación comunitaria una pedagogía conversacional, construida y recontextualizada permanentemente, a través de la presentación de dilemas y encrucijadas, polémicas e inspiradora de la acción interpretativa de los sujetos. Podemos decir que este proyecto de reflexión significa buscar una “conectividad” entre los enfoques pedagógicos hermenéuticos y los enfoques críticos que permita sacar a la pedagogía de “la cárcel de la enseñanza y devolverla al aprendizaje y a los contextos de acción, es decir reconstituirla como teoría de las relaciones sociales del saber y del conocimiento y eje de la cultura, en un contexto global”.

Plantear la pedagogía comunitaria como una reflexión teórica, constituida como esfera pública, donde participan los actores de los procesos educativos, significa reconocer al educador(a) como sujeto de acciones transformadoras, como un profesional reflexivo, generador de un saber instrumental y argumental a la vez, es decir poseedor tanto de un sentido práctico como de un sentido de totalidad, asentado en los conocimientos locales y también en los universales.

Una educación orientada a estos fines supone ciertamente la revisión de la modernidad educativa de raíz ilustrada. Gran parte de nuestro pensamiento estratégico sobre el papel de la educación en el desarrollo de las sociedades democráticas ha sido inspirado y promovido por las ideas ilustradas de emancipación, autonomía, razón y derechos humanos. Inclusive nuestro proyecto de reflexión post-freiriano se genera a partir de la certidumbre de que es posible seguir expandiendo las libertades y desarrollando el valor de lo humano a través de procesos de emancipación. Y esta dirección es convergente con otra certidumbre: la que señala que la emancipación humana está relacionada con el desarrollo de la autonomía racional y con el goce de los derechos humanos como fundamento de la vida democrática. Sin embargo, el reconocimiento de estas creencias no implica necesariamente adherir a una idea de sociedad democrática sólo justificada y gobernada por las capacidades del pensamiento racional. Nuestro planteamiento de educación comunitaria se sustenta en una reconceptualización de la relación entre educación, autonomía y política, que cuestiona los contenidos restrictivos de una versión fundamentalista del racionalismo ilustrado.

En efecto, es preciso también pensar la educación comunitaria desde las posibilidades de la comunicabilidad humana, la producción de deseos y la expresividad de los cuerpos; tomar distancia de las narrativas racionalistas totalizantes, que reducen a “su” razón, la complejidad, especificidad, contingencia e integralidad del ser humano, al tiempo que presenta su propio discurso como incuestionable.

Globalmente lo que está en juego en este dilema es una crítica a todos los principios que, debido a su pretensión de estatuto racionalidad universales, nieguen la multidimensionalidad de la acción humana decidiendo de antemano cómo se constituyen y cómo se han de ubicar todos los sujetos en la sociedad.

A nuestro entender, el programa ético-pedagógico de la educación comunitaria deberá transitar por las siguientes coordenadas: como proceso de producción de identidades en relación a sistemas de poder, redes sociales e intercambio de saberes; construyendo una visión política que forme parte de una plataforma para revitalizar la vida pública democrática; nutriéndose de una teoría ética que dé sentido a las circunstancias del sujeto y a sus prácticas sociales en redes de poder; estableciéndose como una pedagogía de la diferencia a través de la cual la “identidad” es un lugar de la crítica de la historicidad del sujeto y de sus complejas posiciones; desarrollando metodologías desde lo contingente, lo cotidiano y lo histórico. Para esto, se debe romper los límites disciplinares del saber educativo y crear nuevas esferas para producir conocimientos.

El desafío de construir ciudadanías democráticas como nuevo contexto de la formación en valores en la educación comunitaria

En América Latina hay evidencias de que la política está en una transición incierta. Sin embargo, un acontecimiento destaca de manera nítida: la emergencia de movimientos sociales y ciudadanos sujetos de nuevas formas de asociatividad y de acción política, que están develando el agotamiento de la noción liberal de ciudadanía para interpretar las nuevas aspiraciones de diversidad y autonomía que expresan estos movimientos ciudadanos.

Se está gestando una ciudadanía plural, que pone de relieve los valores comunitarios, el sentido de responsabilidad pública, la mutualidad y reciprocidad en las relaciones humanas, la justicia ecológica y de género, la lucha contra las discriminaciones y la valoración de la multi e interculturalidad. Esta nueva ciudadanía está enfatizando:

a) La ampliación de los derechos civiles y sociales de hombres y mujeres.

b) La práctica de acciones democráticas directas, una intervención más contundente a nivel de las agendas de la opinión pública, a través del control ciudadano de las políticas gubernamentales.

c) Una reinvención de las instituciones del poder local, como espacios de reconstrucción de las relaciones sociales, culturales y económicas de la sociedad civil popular.

d) Una demanda por un desarrollo humano económica y ambientalmente sustentable.
Este sentimiento colectivo acerca de la fatiga de la política dominante es expresión de un proceso más profundo que marca una tendencia clave para entender la actualidad de nuestra región: estamos viviendo cambios radicales en el modo mismo de entender y practicar el sentido de la política. Por esta razón, es condición de la acción ciudadana transformadora construir una nueva cartografía de la política latinoamericana con sus respectivos códigos interpretativos.

Existen, a lo menos, tres grandes miradas para entender lo que está pasando en este cambio de época que vivimos.

a) Una es la mirada neoconservadora, cuyo pensamiento es muy seductor por lo simple: desde su perspectiva estamos viviendo una crisis moral fruto de una libertad sin límites, de un mercadismo extremo, de un neoliberalismo salvaje, de una liberación y experimentación sin límites, que se expresa en las vanguardias culturales y en el hedonismo como forma de vida.

Sin embargo, para el neoconservantismo éste es un momento histórico donde se ha agotado el experimentalismo, donde ya no hay lugar para “romper”, donde la estética radical alcanzó su propia impotencia y el capitalismo extremista se ve minado por su crisis de fundamentos valóricos y su incapacidad de crear un orden cultural que exprese jerarquías, tradiciones y comunidad.

b) Una segunda mirada es la del escepticismo post-moderno que explícitamente propone una desmoralización relativa de la política, por miedo a ciertas pretensiones absolutistas del pensamiento crítico y que podrían derivar en nuevas formas de integrismo.  La democracia debería autolegitimarse por la actuación de los propios ciudadanos sin necesidad de apelar a referencias éticas externas, dado que la política es siempre un campo relativo de interpretaciones y de decisiones.

c) La tercera mirada podemos llamarla “crítica”: comparte el diagnóstico de la desorientación valórica y del debilitamiento de los ideales comunitarios.  Sin embargo, la causa no está –como para los neoconservadores- en la cultura sino en los sistemas técnico-económicos y en la administración del Estado post-industrial; en el predominio de una racionalidad instrumental que ha provocado una anemia ética en la sociedad y en la política.  La razón instrumental ha invadido los espacios que antes pertenecieron a la razón ético-política y sus consecuencias se manifiestan en una especie de sequía en las relaciones intersubjetivas, que son la matriz de la creación de los valores.  La política cae bajo la dirección de los estrategas y los técnicos, se diluye en la macroeconomía, que de ser un instrumento de gestión se convierte en una normativa esterilizante de toda perspectiva de cambio.  El predominio del saber del tecnócrata reduce los espacios de la política ciudadana, empequeñece los ámbitos de la participación pública y despolitiza las decisiones que tienen que ver con el bienestar de la sociedad.

Podemos señalar, que la nueva ciudadanía, cuyo mapa empieza a configurarse en América Latina, se nutre bastante de este último diagnóstico, manifestándose como:

d) Capacidades y competencias para controlar la autoridad.

e) Como un rechazo al retraimiento privatizador de la sociedad que quieren los tecnócratas.

f) Como un proceso asociativo, protagonizado por redes, movimientos, opiniones públicas locales y regionales, que entienden su política como construcción de poder, de derechos y de responsabilidades (empowerment).

Estos nuevos movimientos ciudadanos replantean la política desde la práctica de actores sociales locales, que pugnan por el mejoramiento de su calidad de vida y se involucran en polémicas y disputas con actores gubernamentales que poseen instituciones y mecanismos mucho más poderosos. Sin embargo, es evidente que la política convencional ha disminuido su credibilidad y es inhábil para detener a este “reencantamiento” de la política ciudadana, que está siendo fuente de un nuevo imaginario social y educativo, que moviliza a los jóvenes, a las mujeres, a los movimientos indígenas, a las asociaciones de consumidores, a los ambientalistas y a los grupos de defensa de los derechos humanos. De ahí, la destacada preeminencia que van teniendo, en estas redes sociales, temáticas como la interculturalidad, el control ciudadano global (social watch), la sustentabilidad planetaria, una ética de responsabilidad solidaria integradora de lo social y lo ecológico, las luchas contra las discriminaciones étnicas y las injusticias de género y la solidaridad intergeneracional.

La política “vieja” tiene su contracara en esta ciudadanía plural y diversa, que va asentando una ética de la transformación social, que implica sustancialmente una manera integral de leer los derechos humanos de hombres y mujeres, de niños, jóvenes y personas adultas como basamento de la democracia participativa, en el marco de una cultura organizativa y social que pone de relieve principios de ética asociativa, tales como la mutualidad, la comunicabilidad y la reciprocidad, entre los seres humanos y de estos con la naturaleza. De esta manera, la ciudadanía es el aprendizaje de una estimativa ética integradora de lo social-local y de lo ecológico-planetario.

Practicidad de la formación en valores

Como hemos apreciado plantearnos la Educación en Valores es una forma de reflexionar sobre el sentido de nuestro pensamiento pedagógico y sus fuentes. Todas las acciones educativas emprendidas remiten a marcos conceptuales y a sistemas de apreciaciones más o menos formales. Analizar las condiciones de la práctica es tomar distancia de la idea vulgar de que ésta pueda ser un tipo de actuación irreflexiva. La reflexión pedagógica –es decir el pensamiento crítico sobre la educación– tiene una función habilitadora. Permite problematizar las teorías implícitas y abrir campo para nuevas teorías que expliquen e interpreten las situaciones de la práctica. Si las acciones están contenidas en marcos, la reflexividad de los educadores(as) se desarrolla como un proceso que incluye apreciación, actuación y reapreciación. Implica una valoración de los saberes que emergen de la práctica reflexionada y un diálogo con los saberes sistematizados disponibles.  Por esta vía, las situaciones singulares o las prácticas locales pueden ser entendidas e intervenidas de manera transformativa. En el intento de comprender, el educador puede actuar sobre su realidad y cambiarla si fuese preciso.

La Formación en Valores exige plantear algunas características de nuestra modernidad educativa: la diversidad cultural, la tendencia a trabajar sobre curriculum ideales distantes de la práctica de los educadores, la ausencia de éstos en los debates político-educativos. Sólo desde estos datos es posible hablar de construcción de ciudadanía en el ámbito educacional. Ciudadanía en este caso significa reconstrucción de las posibilidades de participación de los educadores y de las comunidades en el proceso de hacer educación para la democracia; significa la posibilidad de pensar tanto lo público de la educación como la propia escuela pública desde los distintos sectores ciudadanos, incluyendo los populares; implica la creación de redes profesionales de aprendizaje de los educadores, nuevas alianzas entre las instituciones promotoras de la educación comunitaria y las organizaciones productoras de conocimientos y procurar un cambio sustantivo de los contenidos de la participación magisterial en las reformas para hacerlas verdaderamente sustentables; significa construir un sentido de “justicia curricular” para que las discriminaciones que ocurren en nuestros proyectos educativos sean procesados de manera explícita valorando la ciudadanía de los jóvenes, sus culturas, su pluralidad y sus desplazamientos éticos.

La Formación en Valores exige plantearse el asunto de las dinámicas identitarias y los principios de participación y pertenencia social.  Es preciso articular las lógicas afirmativas de los sujetos, su pluralidad y reivindicación a ser titulares de los derechos a la diversidad y la diferencia con las lógicas de la cooperación, inclusivas y generadoras de “orden” y gobernabilidad. La ciudadanía en el ámbito de la educación comunitaria significa también el fortalecimiento de los  espacios de civilidad y desarrollar más sintonía entre la dinámica reconstructiva de lo común que constituye al ciudadano(a) y los procesos de identificación que nutren los deseos diversos y las actuaciones de los sujetos que son convocados por nuestros proyectos educativos y comunitarios. 

Dos vertientes dan sentido a estos desafíos: las tendencias que afirman los principios deliberativos de la razón práctica y comunicativa y que promueven los acuerdos basados en fundamentos (mínimos o máximos imperativos éticos) y las tendencias que constituyen una ética pública desde una  pluralidad de narraciones, identificando los impulsos éticos que desde la individualidad construyen cartas ciudadanas diferenciadas según contingencias.

El desarrollo de la Formación en Valores supone entonces plantearse una cuestión ética clave: ser ciudadano(a) implica una acción pública y una práctica comunicativa, un aprendizaje del valor del Otro, de su diversidad y del respeto de sus derechos. Para una tradición de la ética política, la formación ciudadana es principalmente una educación en las virtudes civiles adecuadas para vivir democráticamente. En efecto, la formación ciudadana es un aprendizaje de las “artes específicas de una ciudadanía moral”, lo que implica practicar la deliberación y el juicio, desarrollar capacidades y competencias para analizar dilemas éticos de alcance social y público, argumentar acerca de los fundamentos de las controversias y construir desde la cotidianidad la noción de la educación comunitaria como una “esfera pública” en la cual se manifiestan tensiones y controversias que deben ser procesadas de manera comunicacional.  Vista así, la educación comunitaria es un ámbito de construcción de sentidos, de interpretación de narrativas plurales y de encuentro ciudadano (es decir, encuentro de personas con derechos y responsabilidades públicas).

Formar para el ejercicio de la ciudadanía significa primeramente un proyecto hermenéutico, una acción pedagógica orientada a procesar narrativas, una manera de recuperar la memoria crítica y una aproximación a una tradición ética fundada en ciertos universales, que en nuestro entender deberían ser los derechos humanos.

Debemos entender ciudadanía en cuatro niveles. El primero se refiere a la ciudadanía como una cualidad jurídica que hace titulares de derechos a los sujetos en virtud de un marco objetivo, por ejemplo, los contenidos de una Constitución o de las cartas internacionales de los derechos humanos.

El segundo nivel es el de la ciudadanía como condición de calidad de la democracia y hace referencia a los procedimientos de la convivencia democrática, al conocimiento de las instituciones y a la participación ciudadana. En este nivel es preciso entender que la competencia principal es actuar responsablemente en el ámbito público y ejercer la titularidad democrática en los márgenes de la ética y de la política definidos por los universales arriba indicados.

El tercer nivel es el de la ciudadanía como fenómeno cultural y comunicacional. Se relaciona con la competencia de indagar en la realidad, identificar déficits democráticos, asociarse, comunicarse, resolver controversias de manera no violenta, globalizar dilemas de ética pública particulares, formar juicios críticos desde referencias o fundamentos que le dan sentido a la “ciudadanía moral”.

El cuarto nivel es el de la ciudadanía como rememoración crítica: este nivel es el de la ciudadanía como solidaridad con la historia del sufrimiento humano, como recuperación del sentido memorial de todo acto pedagógico y como simbolización de los límites de la modernidad en cuanto proyecto humanizador.

Otro tema que debe plantearse la Formación en Valores es su capacidad de promover el altruismo cívico, y los movimientos voluntarios de los jóvenes, que permitan un tránsito de la “tribu” a un asociativismo afectivo abierto a la seducción del “civismo” en cuanto práctica de la mutualidad, de la reciprocidad y de la donación. La formación en valores es una posibilidad para desarrollar una pedagogía del reencantamiento y una tensión reconstructiva de lo que se ha llamado el “crepúsculo del deber” que se asocia con una ciudadanía fatigada y anémica.

A nuestro entender existen tres “escenarios de justificación” para una formación ciudadana juvenil: uno es el escenario del individuo que identificamos con los retos de la actualización, de la práctica de la tolerancia, de encuentro con temas emergentes (ecología, discriminaciones, multiculturalidad, etc.) y del desarrollo de competencias de escucha y de inmersión en el “siglo” entendiendo sus claves, sus fuentes y sus dilemas.

Un segundo escenario es el de la proximidad que implica un ámbito de construcción de la alteridad, del sentido de vivir con otros en espacios mínimamente institucionalizados, que remiten a una historia y tradiciones comunes (rememoración crítica); es el escenario de deconstrucción de los pragmatismos estériles y de una pedagogía de lo público que asiente en los(as) jóvenes la idea de asociatividad y de participación ciudadana.

El tercer escenario es el de la política y por tanto el ámbito de las competencias del juicio, de la deliberación, de la formación del sentido de lo común y de la construcción de una idea de sujeto y de acción colectiva. En este escenario la pedagogía debe reconstruir la noción de ciudadanía como el derecho a tener derechos, por tanto, debe plantearse el asunto de las instituciones y de la ética pública aplicada a contingencias reconsiderándose los fundamentos dominantes de la “ciudadanía juvenil”. Estamos en el ámbito que permite una acción neoparadigmática, refundacional en los jóvenes, abierta a lo global y a lo plural, a una estimativa ética incorporada en la “cultura” pública de los sujetos. Estas estimativas no deben ser leídas sólo como imperativos morales sino como fuente de sentido y de un habla pública, como referenciales contextualizados por el juicio propio y asumidos como orientación y utopías éticas.

Quizás sea recomendable hacernos unas preguntas casi obvias, pero no por ello insignificantes: ¿qué valor estamos dispuestos a asignar a una explícita formación ciudadana de los(as) jóvenes? y ¿qué sentido tiene para nosotros la formación ciudadana en cuanto enseñanza de una memoria histórica y jurídica asociada a los derechos humanos, en cuanto una arquitectura pedagógica fundada en un saber explícito y en una deliberación pública (educadores, jóvenes, comunidades) acerca de la estimativa ética pertinente y sustentadora de una cultura democrática?. Según nuestro parecer la formación ciudadana exige plantearse el desafío de desarrollar una educación para la ciudadanía juvenil conforme a fundamentos capaces de nutrir una moral voluntaria deliberante (educación de juicio) vis a vis la apertura a una educación orientada a ampliar la solidaridad y a la práctica de virtudes ciudadanas referidas a los derechos humanos y a la creación de sociedades de cooperación.

Notas


* Licenciado en Historia. Magister en Humanidades. Secretario Ejecutivo del Consejo de las Américas, Santiago de Chile.

1 comentario:

  1. Felicitaciones por tan acertados articulos gracias por compartirlo, si es posible publique algo de como planificar con situacion significativa para la modalidad CNH gracias de antemano. Saludos

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