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miércoles, 4 de enero de 2012

“EL EDUCADOR MERCENARIO”

ESCRITURAS AHUYENTABLES I
“EL EDUCADOR MERCENARIO”

(PARA UNA CRÍTICA RADICAL DE LAS ESCUELAS DE LA DEMOCRACIA)



Pedro García Olivo

“Bist Du die Nacht?”
Rilke

A MODO DE PRÓLOGO


Escrituras  ahuyentables  I  recoge las  entrevistas  que,   durante  los  últimos años, sirvieron a Pedro García Olivo de 'escudo', de 'barricada' íntima, contra  la fuente inconmensurable de  su desasosiego: la Escuela. Las tesis que  erigió asimismo  en  artilugios  de  combate, armas  arrojadizas,  mientras  ejerció  de "anti-profesor" inejemplar y cuando, pertrechado de  desesperación, conseguía escapar de  la docencia. Casi desde todos los registros conocidos (teoréticos, coloquiales, filosóficos, poéticos,...), el autor  se ha forzado a 'hablar' de aquello que,  tal vez,  no  le permitía 'vivir'. Esta sorprendente "heterogeneidad" en  los modos textuales, conciliada con  el testarudo centramiento en  un objeto único, obsesionante  -la  Educación-,  constituye  quizás  el  rasgo más llamativo  de  la obra  que  presentamos. Por  no  decir nada del extemporáneo y desapacible radicalismo de sus tesis, siempre abrazadas a la experiencia de la persecución y, como  se ha sugerido, de una  locura sobrada de razón.

Este libro, "no apto  para  cualquiera", como  gustaba advertir Herman Hesse a  propósito de  su El lobo estepario, ha  acertado, en  nuestra opinión, con  su título:  Escrituras  ahuyentables.  Escrituras  que   cabe 'alejar',  'evitar',  'sortear' (ahuyentar); escrituras de  las que  podemos 'protegernos', sabedores  de  que nacieron con  la voluntad de  agredir ("Quién quiera que  seas, defiéndete; pues voy a dirigir contra  ti la honda de  una  terrible acusación", se nos 'aclara' en  el encabezamiento  de  "Presentación");  escrituras  de  las  que  siempre  es factible
'escabullirse',  ponerse  a  salvo,  como   no  ocurre   con   esas  otras literaturas

'inesquivadas',  casi  'inevitables',  que  caen sobre nosotros con  la  desfachatez del  diluvio  o  de  la  escarcha y  que  tan  difícil  resulta  no  leer  -  best-séllers, ocurrencias  de  los  autores 'de  moda',  montajes  editoriales,  obras complacientes   de   este   o   aquel   "escribidor"   mimado   por   el   mercado,... "Escrituras ahuyentables" que  definen desde el principio a su enemigo, el muy sacralizado 'engendro' que  quisieran borrar  de la faz de la Tierra: las Escuelas de la Democracia, nada menos que  las mejores de nuestras Escuelas...
"¿Eres  la  noche?",  nos pregunta, brutal  y  desconcertante,  Pedro García Olivo,  recogiendo  un  verso en  alemán  de  Rilke  ("Bist  Du  die  Nacht?"),   casi como  'prolegómeno' para  la extraña batalla contra  uno  mismo a que  aboca la lectura de  su obra.  Nos gustaría concluir esta breve  nota  con  una  tentativa de respuesta: no  lo hemos sido, no  sabemos por  qué  no  hemos podido serlo... Hasta nos parece ilegítima la pretensión de buscar en el lector la noche. Y, sin embargo, cuando pensamos en todas esas palabras sedientas de interpelación que  casi se amotinan en  Escrituras ahuyentables, a  las que  hemos añadido erráticamente  estas  pocas nuestras, quisiéramos  poder  abrigar  todavía, con Juan Rulfo, la esperanza de que  "algún día...  llegará la noche".

"¿Eres la noche?”

Víctor Araya


Canícula del 2007,  Valencia

“Quién quiera que seas, defiéndete; pues voy a dirigir contra ti la honda de una terrible acusación” Lautréamont

Capítulo I. Presentación

.- «¿Por dónde empezar?» era el título de una obrita de Roland Barthes con el que quería aludir precisamente a esta dificultad, ahora experimentada por nosotros, de iniciar el tratamiento de un tema complejo, con implicaciones que afectan de algún modo a todo el campo social. ¿Por dónde te gustaría empezar a ti?

Me gustaría empezar definiéndome, poniendo boca arriba todas mis cartas -aunque, de este  modo, quizás acabe  (¿en beneficio de  quién?) con aquella «partida contra un ventajista» en que, tan a menudo, se convierte la lectura de un texto. Soy un anti- profesor, un insumiso de la enseñanza que todavía se subleva contra el discurso vanilocuente de los ‘educadores’ y contra la sustancial hipocresía de sus prácticas. Comparto la opinión de Wilde: «Así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás». Y creo asimismo que la pedagogía moderna, a pesar de esa bonachonería un tanto zafia que destila en sus manifiestos, ha trabajado desde el principio para una causa infame: la de intervenir policialmente en la consciencia de los estudiantes, procurando en todo momento una especie de reforma moral de la juventud. «Un artificio para domar»: así la conceptuó Ferrer Guardia, como si por un instante se tambaleara su desesperada fe en la Ciencia. Pugno, en fin, por desescolarizar mi pensamiento, empresa ardua e interminable. Me temo que también la Escuela, otra vieja embustera, se ha introducido  en  el  Lenguaje;  y  por  ello  se  hace  muy  complicado  deshollinar  de escolaridad los modos de nuestra reflexión.
Incluso en la célebre interrogación de Adorno («¿Es todavía posible la Educación después de Auschwitz?») se percibe como un eco de este inveterado prejuicio escolar. Con su tan citada observación, el filósofo alemán se estaba refiriendo, en efecto, a una Educación Ideal, benefactora de la Humanidad, en la que aún destellaría una instancia crítica, un momento emancipatorio, negador de todo Orden Coactivo; una Educación testarudamente fiel al  programa de la Ilustración, desalienadora, destinada a influir positivamente sobre la conducta de los hombres, a llevar «más lejos» su pensamiento; una Educación capaz de contribuir a la reforma de la sociedad, a la reorganización de la existencia...  Se  preguntaba  por  la  ‘posibilidad’,  después  de  Auschwitz,  de  una Educación que nunca ha existido -o ha existido sólo como «falsa consciencia», como mito, como componente esencial de la «ideología escolar». Esa Educación de Adorno tampoco fue posible «antes» de Auschwitz. Más aún: los campos de concentración y de exterminio fueron concebidos y realizados gracias, en parte, a la educación «real»,
«concreta»,  que  teníamos  y  que  tenemos  -la  educación  obligatoria  de  la  juventud
‘recluida’ en Escuelas; la educación que segrega socia1mente, que aniquila la curiosidad intelectual, que modela el carácter de los estudiantes en la aceptación de la Jerarquía, de la Autoridad y de la Norma, etc., ésta es la única «educación» que conocemos- a la cual las democracias contemporáneas pretenden meramente lavarle la cara. Esta educación
‘efectiva’, de cada día en todas las aulas, habiendo coadyuvado al horror de Auschwitz, sigue siendo perfectamente posible después...
En resumen, me defino como un anti-profesor, un enemigo de toda pedagogía y un gran odiador de la Escuela. Me gusta pensar que tiendo a desescolarizar algo...
*

.- Sostienes opiniones muy críticas en relación con el sistema educativo estatal y las experiencias  pedagógicas  alternativas  (libertarias,  p.  ej.).  ¿Desde  qué presupuestos? ¿Cuál es el perfil político-filosófico de tus observaciones? ¿Podrías esbozar tu punto de partida?

Voy a responder a tu pregunta de una forma un poco brutal: yo soy un “anti-profesor”, y no puedo simpatizar con la figura  del ‘educador’. Tampoco puedo solidarizarme con el discurso y la práctica de los ‘pedagogos’, particularmente de los ‘pedagogos reformistas’; un discurso y una práctica regidos por las dos fuerzas que, según Goethe, constituían los mayores enemigos del hombre: la Esperanza y el Temor. Esperanza de
‘ilustrar’ a los hombres, de hacerlos más libres, más sabios, independientes, autónomos, condición de un futuro mejor, de una sociedad transformada, de una existencia pacífica. Y temor al exceso, al desborde, a la voz de esos hombres que no quieren dejarse
‘educar’, a los discursos que describen la “esperanza” como mero atavío de la engañifa (“La desesperación es sencilla -ha escrito Bataille-; es la ‘ausencia’ de toda engañifa, el estado de las superficies desiertas y, puedo imaginármelo, del sol”); temor también a la Represión, a suscitar el enojo de la Autoridad, a olvidarse en alguna mala hora de la Ley. “Tengo en cadenas (le dijo Mefistófeles a Fausto, en la obra de Goethe) a dos de los mayores enemigos del hombre: la Esperanza y el Temor.” Precisamente por aferrarse a la Esperanza (es decir, a la Ilusión, a la Engañifa, a los Mitos del Sistema), y por no poder ocultar su temor a transgredir verdaderamente la ley, su miedo a desobedecer, pánico  a  ganarse  la  malquerencia  del  Poder,  por  estas  dos  razones,  la  pedagogía moderna, aunque frunza el ceño al modo de los ‘reformistas’, aunque se inflame de retórica  ‘liberadora’,  al  gusto  del  progresismo,  continúa  ajustándose  a  la  parca definición de Ferrer Guardia: “es -dijo- un artificio para domar”. Me adscribo, pues, a la anti-pedagogía. Si quieres, luego puedo desarrollar esta cuestión...
En segundo lugar, acostumbro a presentarme como un “desescolarizador”: procuro, por lo menos, ‘desescolarizar’ mi pensamiento, lo que no es tan fácil.

.- ¿Cómo concibió su ideario antipedagógico?

En  mi  caso,  nunca  ha  habido una “primacía” de  la  ideología sobre la  vida, un “tutelaje” del pensamiento sobre la acción. Al contrario, lo poco que creo haber descubierto, lo poco que tengo que decir, proviene de la experiencia. Yo desemboqué en
el paradigma de la “irresponsabilidad” en la Enseñanza ‘después’ de un desencanto, de una desilusión: después de una práctica (bienintencionada, concienzuda) de la docencia
‘progresista’, ‘reformista’, ‘comprometida’, etc. Durante un par de años fui, en efecto, lo que en El Irresponsable más combato: fui un “ingeniero de los métodos alternativos”, un educador “moderno”, “solidario”, “revolucionario”... Lo peor que puedo decir de esa experiencia es que me salió bien: conseguía lo que quería, influía sobre los alumnos, casi me idolatraban... Pero, por dentro, algo en mí se rebelaba contra ese poder y esa influencia. Un par de alumnos (empollón ‘atípico’ el primero, sombrío, callado, insociable,  misterioso  en  medio  de  sus  excelentes  calificaciones;  y un  delincuente juvenil el segundo, desequilibrado, aficionado a las drogas) tuvieron el coraje de confirmar mis sospechas: “Pedro, eres un predicador, pero ‘de otra clase’; haces lo mismo que los demás, aunque ‘de otra manera’, más soportable, más simpática. ¿No te da vergüenza?”. Esto es, más o menos, lo que me dijeron, cada uno por su lado...
Empecé a horrorizarme ante el ‘éxito’ de mi estrategia: alumnos que pensaban cada vez  más  como  yo,  y ya  se  declaraban  “anticapitalistas”,  “libertarios”, etc.;  que  se rebelaban cada vez más contra las autoridades del Instituto, sobre todo si yo les guiñaba un ojo;  que empezaban a vestir el  ‘uniforme’ de la crítica y de la insumisión -el
‘uniforme’ que yo, de algún modo, les imponía... Sentí, en efecto, vergüenza de mi práctica. Comencé a examinarme con ojos críticos... La Enseñanza me resultaba relativamente “sencilla”. Cobraba un sueldo muy estimable casi sin sufrimiento, y, aparentemente, con la conciencia ‘tranquila’ -sin menoscabo de la exigencia de la lucha, sin lesión de mis ideales... Caí, al fin, en la cuenta de que yo era el peor de todos, de que constituía el “éxito supremo de la Institución” -el tipo de profesor que ésta requería para
‘reformarse’, ‘modernizarse’, embaucar astutamente a los alumnos y adaptarse a la perversidad  de  los  Nuevos  Tiempos.  Me  había  convertido  en  algo  mucho  más deplorable que un ‘profesor’: me había convertido en un ‘profesor amado’. A partir de ahí, empecé a cambiar de paradigma... Quise re-inventarme, hacerme otro. Ignoro si la esquizofrenia, que tan importante papel ha jugado en mi corazón y en mi cerebro, me ayudó en ese empeño... No me importa reconocer que, por aquel entonces, yo caminaba de su brazo; ella era la dueña secreta de mis días.
Y, por fin, en Orihuela, nació ese irresponsable que nunca podré volver a encarnar, que se halla (en dignidad, en inteligencia) mil veces por encima de mi ser actual, y que me sigue mereciendo un inmenso respeto. Su terrible cordura estaba hecha de sinrazón y, quizás no debería decir esto, de arte; su hermoso extravío sabía demasiado de los lugares comunes en los que nunca nos perdemos y donde todo está ya perdido. Algo debió quebrarse en mí, de todas formas. Me instalé orgullosamente en el inmoralismo, en el crimen, en el aborrecimiento máximo de la Escuela y de esos homúnculos que llamamos “educadores”... Le perdí, primero, el miedo a la Expulsión; luego la busqué con un ardor de loco.
*(3)

***

.- A la vista de su posicionamiento teórico y de la práctica que llevó a cabo, hay quien lo considera un “terrorista pedagógico”. ¿Se estima usted como tal?

Si he de serte sincero, te diré que prefiero sembrar el terror entre los profesores y los pedagogos antes que el reconocimiento o la discrepancia amable. Soy un gran odiador de la Escuela. Las palabras que encuentro y reúno para combatirla no están a la altura de
ese odio, y siempre me dejan insatisfecho. El daño que quisiera infligir a la institución escolar es infinito, y me atormenta percibir que apenas logro hacerle cosquillas. Experimento, sin duda, el resentimiento y la frustración de todos los terroristas; y debe haber algún inmenso amor a no sé qué otra cosa detrás del odio que albergo en mi corazón, como a ellos les sucede... Pero no me gusta la comparación: es injusta con ellos. A su lado, yo soy un niño jugando a dar miedo. Mi modestia me lleva a verme, sin más, como un anti-pedagogo. Eso es lo que soy, un “anti-pedagogo” visceral.
Como “anti-pedagogo”, impugno un supuesto que está en los cimientos de esa disciplina, en el surtidor de todas las críticas ‘progresistas’ a la Enseñanza tradicional y de todas las ‘alternativas’ disponibles: la idea de que compete a una selecta aristocracia del saber (los educadores, los profesores) realizar una importantísima tarea en beneficio de la juventud, una operación calificada sobre la conciencia de los estudiantes de la que se seguiría la mejora o transformación de la sociedad. Arrogándose una facultad demiúrgica (‘creadora’ de hombres), y como miembro de una “élite”, erigido en autoconciencia crítica de la Humanidad, el ‘educador’ se entregaría a una delicada corrección del  carácter de los jóvenes, a una muy ‘ilustrada’ labor de forja de la personalidad, siempre con la mirada puesta en el ‘bien’ del estudiante y en lo que conviene a la sociedad -se aplicaría a la modelación de sujetos ‘críticos’, ‘autónomos’,
‘creativos’, ‘independientes’, ‘libres’, ‘solidarios’, ‘tolerantes’, ‘pacifistas’, etc. Bochornoso, este  elitismo, aderezado de  filantropía, pone de  nuevo sobre la  mesa aquella moral de la doma y de la cría que tanto irritaba a Nietzsche e incurre una y mil veces en lo que Foucault y Deleuze, pensando no sólo en los educadores, denominaron “la indignidad de hablar por otro” (indignidad, en nuestro caso, de suplantar la voz del estudiante; de ‘reformar’ la Institución en su nombre; de intervenir policialmente en su subjetividad alegando que se hace por el propio bien del afectado; etc.). A la manera de un   déspota   ilustrado,   pertrechado   de   conocimientos   ‘especializados’   y   pautas
‘científicas’,  el  educador moderno, sucedáneo de  la  divinidad, se  entregaría a  una empresa ‘redentora’, ‘salvífica’, casi estrictamente ‘religiosa’...  Pero, en realidad, nada, absolutamente nada, ni los estudios, ni las lecturas, ni la formación ‘científica’, ni los títulos ‘académicos’, autorizan a un hombre (lamentable funcionario, muchas veces) a elevarse tan ‘por encima’ de los demás y decretar, desde esas alturas, qué tipo de “sujeto” necesita la Humanidad para ‘progresar’ o curar sus heridas; nada hay en su preparación o en su carácter que lo capacite para tentar aquella infamante operación pedagógica sobre la conciencia estudiantil; nada justifica que se arrogue un papel
‘divino’, remedo de la Creación, y mire a la sociedad toda con ojos de águila... Oscar Wilde estimó que los ‘educadores’ constituían “el azote de la esfera intelectual”. Y La Polla Records nos sugirió qué podemos hacer con ellos: “¡Gurú! Una patada en los huevos es lo que te pueden dar”. Estoy de acuerdo.
Sin embargo, todo esto no es “terrorismo”, no se ha ganado todavía esa calificación: se trata, meramente, de “anti-pedagogía”...
*(3)

***

Capítulo II. El objeto de la crítica

.- Concretando un poco más: ¿Cuál es tu línea de trabajo? ¿Hacia dónde diriges tus críticas? ¿Qué has querido denunciar en tu libro El Irresponsable, editado recientemente por Las Siete Entidades?

No dirijo mis críticas contra la figura “clásica” del maestro, del profesor adicto al Sistema, “tradicional” en términos pedagógicos -el hombre de la “clase magistral”, de la autoridad desnuda, de los programas “oficiales” y los exámenes torturantes, etc. Me parece que es ésa, como diría Marx, una “crítica sustancialmente acabada”. Todas las “críticas sustancialmente acabadas” tienden a justificar lo establecido, legitimándolo
‘por contraposición’; y a oscurecer, a obstruir, las “críticas por emprender”, o “en curso”, las críticas verdaderamente ‘oportunas’, ‘peligrosas’. Por ejemplo, la crítica de la Dictadura, sustancialmente acabada, distrae de la crítica de la Democracia -y el recuerdo permanente de los horrores ‘represivos’ de las dictaduras, vehiculado por los gobiernos, sirve a la “legitimación por contraposición” de las democracias, supuestamente  no-represivas.  En  nuestro  terreno,  la  crítica  facilísima,  ya  hecha, acabada, del “profesor tradicional” diluye y pospone indefinidamente la crítica, que considero inaplazable, del “profesor moderno”, “progresista”, “contestatario” -del “profesor reformista”. A esta crítica, ya sé que difícil, ya sé que polémica, y que se puede prestar a malas interpretaciones, pretendo contribuir. No es la mía una crítica
‘libresca’, exclusivamente ‘teórica’,  sino  que  procede de  la  práctica,  de  mi  propia experiencia como “profesor reformista”, una crítica ‘desde dentro’, después de quince años vinculado de una forma o de otra a la Educación.
Estas  son  las  preguntas  que  me  he  venido  haciendo  desde  el  principio:  ¿Es concebible una práctica genuinamente “crítica” de la Enseñanza, un ejercicio de la docencia que no ubique al profesor entre los meros ‘funcionarios del consenso’, en una posición de ‘solidaridad’ secreta con los fines y procedimientos del Sistema, posición de
‘culpabilidad’ política, de ‘complicidad’ represiva, de ‘identificación’ -más o menos revoltosa- con el Opresor? ¿Se sostiene la pretensión de educar “en la libertad”, “en la crítica”,  o  “para la  emancipación”, desde una Institución diseñada para inculcar el principio de autoridad, reproducir la dominación social y ‘sujetar’ a la juventud? ¿Cómo puede un profesor, un funcionario, un empleado del Estado, alegar que desarrolla su trabajo desde la perspectiva de la Contestación, de la Resistencia, de la Negación del Poder? Mi respuesta es hoy inequívoca: esto no es concebible, no se sostiene, nada de eso es posible...
Por esencia, la figura del Profesor es una figura autoritaria. Lo quiera o no, todo
“educador”, constituido por el Estado, ejerce el poder, gobierna en el aula, administra,
‘dirige’ a los alumnos... Se ampare en una u otra ideología, se aferre a una u otra propuesta pedagógica, invente los  métodos alternativos que invente, hable poco o mucho de la explotación, de la desigualdad, del racismo, etc., el Profesor, el Educador, por la naturaleza de su práctica social, por la estructura de la Institución en que trabaja, por el modo en que la Legislación ha ‘definido’ su oficio (delimitando un espacio de “obediencia”, espacio de la Norma; y también un espacio de “desobediencia inducida”, de “ilegalismo útil”, espacio de la disidencia integrada, del reformismo), por los conceptos  filosóficos a  que  se  acoge,  por  la  ‘moral’  que  vigila  sus  pasos,  por  la
‘formación’ que ha recibido, por la manera en que el Estudio, la Universidad, el Empleo
y la Nómina han ido moldeando su carácter, por lo que ‘enseña’ en el plano de la “pedagogía implícita”, del “currículum oculto”, por los modelos que perpetúa en su relación  con  los  alumnos  y con  las  autoridades educativas, por  su  actitud  ante  la Escuela, por los ‘signos’ de que se inviste, etc., por todo esto, el Profesor, el Educador (decía) aparece siempre como un baluarte de la reproducción ideológica del Sistema, un segregador  y  un  domesticador  social,  un  agente  de  la  represión  y de  la  violencia simbólica,  un  eslabón  decisivo  en  la  cadena  del  autoritarismo,  un  ‘corrector’  del carácter, un re-codificador policial del deseo...
No, no existen los “profesores auténticamente contestatarios”: hay, aquí, una contradicción entre los dos términos. Así como no es imaginable un “militar pacifista”, un “cura ateo”, un “guardia civil anticapitalista”, un “verdugo filantrópico”, etc., no es concebible un “profesor verdaderamente anti-autoritario”, “insumiso”, “crítico” o “revolucionario”. Como el oficio de verdugo, o el de guardia civil, o el de cura, o el de militar, el oficio de “profesor” deberíamos  dejarlo para los ‘partidarios del status quo’, para los adoradores del Sistema, para los autócratas en miniatura, para los déspotas desbravados, para los tiranos de andar por casa. Y a esto, a “autócratas”, a “déspotas”, a “tiranos”,  se  ven  reducidos  quienes,  abrazados  a  una  ideología  ‘subversiva’  o
‘revolucionaria’, y alardeando de propósitos ‘emancipatorios’, se instalan en el aparato educativo y, autoengañándose todos los días, ven el modo de permanecer, con la mirada fiera  y  el  bolsillo  repleto,  en  la  Institución  -autócratas  ‘encubiertos’,  déspotas
‘disconformes’, ‘tiranos’ muy simpáticos... Contra ellos dirijo mis críticas: por eso soy un anti-profesor...
Propongo,  pues,  el  abandono  de  la  Enseñanza  -aunque  mi  ideal  se  cifra  en “conquistar” la Expulsión. Pero no un abandono sin más, sino una renuncia después de cierto “recorrido”, después de cierta práctica “corrosiva”, de cierta perseverancia en la irresponsabilidad, en el Crimen. Y parto de una crítica del Reformismo Pedagógico, entendido como la estructura ideológica, y la disposición mental, en que se asienta aquel “autoengaño” -la justificación de una instalación pretendidamente ‘beligerante’, presuntamente ‘transformadora’, en el aparato educativo.
*(2)

***

.-  A    veces  se  tiene  la  impresión de  que manejas un  concepto “nebuloso” de Reformismo Pedagógico, de que el blanco de tus críticas es un objeto etéreo e indeterminado. ¿Qué entiendes por “Reformismo Pedagógico”?

Con el término “Reformismo Pedagógico” quiero aludir a las prácticas de enseñanza no-tradicional que tampoco se ajustan con exactitud a la ‘legalidad’ vigente en cada momento;  prácticas  disidentes  llevadas  a  cabo  por  el  profesorado  ‘progresista’  o
‘revolucionario’ desde dentro del aparato educativo estatal   (y para-estatal), operando determinadas ‘rectificaciones’, ciertas ‘correcciones’ (“reformas”) de los procedimientos oficiales, lo que las ubica en las fronteras de la ley o en un extrarradio próximo, y que se amparan siempre en las diversas corrientes pedagógicas de crítica de la Escuela antigua
-corrientes “reformistas”, o “progresivas”. Es, en definitiva, el “reformismo” del profesorado crítico con la Institución, pero que permanece en ella innovando, experimentando, trastocando; profesorado disconforme, inquieto, renovador, ‘ilustrado’, sustentador a menudo de una ideología anticapitalista y, como decía, de unos fundamentos de pedagogía moderna. Fue mi “reformismo” varios años, hasta que ya no
pude  seguir  engañándome;  y es  el  “reformismo” de  mis  amigos,  de  bastantes  ex- compañeros, de mis recordados maestros, de muchos intelectuales de izquierda que compaginan  la  docencia  y  la  investigación,  de  algunos  pensadores  libertarios  que trabajan en ésta o aquélla Facultad,... Hablo, por tanto, desde la  experiencia, desde el conocimiento ‘directo’, desde la práctica (suspendida). Y cuestiono este reformismo concreto, operativo, que se ejerce cada día en muchas de nuestras aulas, y, eventualmente, sus avales pedagógicos, las teorías que esgrime para justificarse.
Entre los rasgos que, a nivel empírico, ayudan a identificar este “reformismo”, yo destacaría los siguientes:
1) La aceptación (a regañadientes, bajo presión) de la obligatoriedad de la Enseñanza y, por tanto, el “control” -más o menos disimulado, sin excesivo celo, un tanto displicente- de la asistencia de los alumnos a las clases.
2) La negación del temario ‘oficial’, de la programación establecida, de los contenidos informativos prescritos, que serán sustituidos por otros supuestamente “no-ideológicos”, o  “no-manipulados”, o  “más  críticos”, o  “desmitificadores”, o “más científicos”, o “conscienciadores”, etc. El currículum alternativo podrá ser elaborado por el profesor mismo, o de forma ‘consensuada’ entre el docente y los estudiantes, o por alguna
‘comisión’ elegida a tal efecto, o por el ‘consejo de cooperativa’ autogestionario, o, en el límite, por la asamblea soberana de los alumnos, según el grado de audacia de una u otra propuesta “reformista”.
3) La modernización de la técnica de exposición y la reorientación de la dinámica de las  clases  (  “ingeniería  de  los  métodos  alternativos”).  El  profesorado “reformista” explota en profundidad los recursos didácticos de los nuevos medios audiovisuales, virtuales, etc., y procura sustituir el rancio modelo de la “clase magistral” por otras dinámicas  participativas  que  reclaman  la  complicidad  del  estudiante  -coloquios, debates, representaciones, juegos instructivos, talleres,...
4) La impugnación de los modelos clásicos de “examen” (memorístico-repetitivos, determinantes), que serán reemplazados por pruebas menos ‘dramáticas’, a través de las cuales se pretenderá calificar ‘capacidades’, ‘destrezas’, ‘facultades’, etc., y no ya la asimilación mecánica de unos contenidos expuestos. Al mismo tiempo, se promoverá la participación de los estudiantes en la “definición” del tipo de examen y en los sistemas mismos de evaluación -calificación por mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor, determinación de “las notas” por el colectivo de la clase, auto-evaluación razonada,...
5) La defensa de una mayor implicación de los alumnos en el ‘gobierno’ de los Centros (presencia acrecentada, p. ej., en los Consejos Escolares) y el fomento del “asambleísmo”   y   la   “auto-organización”   estudiantil   a   modo   de   lucha   por   la
‘democratización’ de la Enseñanza.
Aunque, en rigor, se debería hablar de “reformismos pedagógicos” (en plural), pues las prácticas ‘disidentes’ de enseñanza difieren unas de otras en muchos detalles, y presentan un acusado polimorfismo, creo que, más allá de esta diversidad superficial, sí cabe percibir cierta regularidad, cierto emparentamiento de fondo, cierta afinidad sustancial,  a  la  hora  de  afrontar  y  resolver,  desde  las  sensibilidades  profesorales
‘progresistas’, aquellas cinco cuestiones fundamentales -asistencia, temario, método, examen y gestión. Por eso suelo referirme a ellas cuando, como ahora, se me requiere una especie de “retrato robot” del Reformismo Pedagógico...
*(2)

***
.- Así presentado, el Reformismo Pedagógico se me  antoja siempre preferible a la esclerosis de la enseñanza tradicional, casi un avance en muchos aspectos... ¿Qué cabe  reprocharle, teniendo en  cuenta  el  desprestigio y  la  obsolescencia de  las fórmulas tradicionales?

¿Qué tengo contra este Reformismo, de apariencia tan “irreprochable”? ¿Cómo sistematizar mis cargos? Lo tengo prácticamente ‘todo’ contra él; todo contra su definición político-ideológica general, contra la actitud que exhibe ante la Ley, ante el Orden, ante la lógica del sistema escolar... Voy a intentar organizar mis imputaciones en torno a cuatro puntos, a cuatro aspectos identificativos de las prácticas “reformistas” en Educación:
1) Desde un punto de vista político-ideológico general, el Reformismo Pedagógico reproduce y difunde buena parte de los mitos autojustificativos de la Escuela (“ideología profesional”, “pensamiento escolarizado”) y también segmentos importantes de la ideología burguesa contemporánea, de la legitimación del Capitalismo tardío:
1-1) Ideología de la competencia, o del experto, del “especialista” que, en razón de su preparación ‘científica’ (pedagogía, psicología evolutiva, psicología de la personalidad, sociología,...), se hallaría preparado para una alta misión social: forjar, o contribuir a forjar,  hombres  ‘críticos’,  independientes, creativos,  solidarios,  ‘libres’, inmunes  al fanatismo y a los dogmas, hombres que respeten las diferencias y cultiven su propia singularidad, tolerantes, reflexivos, pacifistas, adversarios del oscurantismo, de las supersticiones, del racismo, amantes del diálogo y de la razón... Esta ideología de la competencia, o del experto, lleva aparejada, además, como se advertirá, una concepción aristocrática, o elitista, del Educador y su tarea: en todos los casos - reformismo institucional, disidencia reformista, reformismo para-estatal - se “dignifica” abusivamente, se mitifica, la figura del Educador, sobre el que recae una labor demiúrgica, remedo de la Creación (una operación pedagógica sobre la consciencia, moldeadora de caracteres, diseñadora de hombres, constituyente de ‘sujetos’), siempre orientada hacia la ‘mejora’ o ‘transformación’ de la sociedad. En tanto autoconsciencia crítica de la Humanidad (conocedores de las ‘lacras’ de la misma, del ‘tipo de hombre’ que ésta necesita para progresar, y del modo de contribuir a ‘crearlo’), los “educadores” se invisten, en fin, de lo que Foucault llamaba un poder pastoral, dando a su cometido una difusa, pero perceptible, tonalidad ‘religiosa’, una dimensión ‘moral’ -aquella moral del criadero descrita por Nietzsche-, con un inconfundible aroma a filantropía, a obra salvífica, ‘redentora’...
1-2) En correspondencia con aquella pretensión de hacer algo por los alumnos, para ellos y en ellos, se filtra también, en la práctica reformista, una variante moderna del “despotismo ilustrado”, una modalidad encubierta de autoritarismo: los estudiantes, concebidos como meros ‘objetos’, deben dejarse trabajar, dejarse modelar, siempre por su propio “bien”, si no por el “bien” de la comunidad en su conjunto; deben aceptar las nuevas pautas, engalanadas con todos los atributos del ‘progresismo’ y del ‘criticismo’; deben someterse a los nuevos métodos, que suelen exigir una mayor colaboración con la Institución;  y  deben  aplaudir  asimismo  la  retórica  ‘alumnista’,  la  máscara  de
‘democracia’,   que   oculta   el   despotismo   secreto   de   las   “reformas”   -temario
‘consensuado’, clase ‘abierta’, ‘auto-calificación’ responsable, ‘participación’ en la gestión, etc. Hablamos de autoritarismo encubierto porque, a pesar de las cuotas de poder que se “conceden” al estudiante, resulta evidente que, ‘glorificado’ por su Misión, es el Educador el que lleva las riendas de la experiencia... Poco importa que este “autoritarismo” se ejerza con la aquiescencia de los alumnos; poco importa que se
oriente hacia la ‘transformación’ de la sociedad. No deja por ello de ser “autoritarismo”; y de implicar, en virtud del consentimiento que obtiene, de la ausencia de rechazo que cosecha,   la   idea   de   Jerarquía   Necesaria,   de   Subordinación  Inevitable.   Y   hay autoritarismo en las llamadas “Escuelas Libres”. Y lo hubo en la Escuela Moderna. Y lo hay en las aulas de los profesores comunistas o anarquistas. Y lo habrá mientras el profesor considere que, como ‘educador’, le compete realizar un trabajo por los alumnos y sobre los alumnos...
En la medida en que este ‘autoritarismo’, este ‘despotismo’, se conjuga con aquella concepción “elitista”, aristocrática, de un determinado colectivo social, resulta que la praxis reformista -praxis de ‘expertos’, de ‘especialistas’, de operadores ‘científicos’-, por el juego de sus sugerencias (sugerencias de jerarquía inconmovible, de obediencia conveniente, de Escuela benefactora, etc.), de las separaciones que establece - profesor/alumno, sociedad ideal/sociedad real, tradición/modernidad, cultura/barbarie...-
,  de  sus  categorías  subyacentes,  afirma  y  apuntala  la  reproducción  ideológica  del Sistema, proyecta la ideología del mismo Orden que proclama combatir -enseña la fidelidad secreta a la Organización que expresamente niega.
2) En parte por esta connivencia de fondo, por esta afinidad teórico-política, no se da una verdadera “represión administrativa” del Reformismo Pedagógico. De hecho, este Reformismo se instala en el espacio de la Desobediencia Inducida, del Ilegalismo Útil. Y esto es lo que, desde el punto de vista de la “pedagogía implícita”, también enseña el profesor reformista: enseña a ‘obedecer desobedeciendo’, a decir que sí mientras mueve la cabeza hacia los lados, a practicar la transgresión tolerada, la revuelta aplaudida, el simulacro de la lucha. A este concepto de “ilegalismo útil”, Foucault   ha dedicado páginas esclarecedoras: se trata de una forma de ‘ilegalidad’ tan provechosa al Sistema como la legalidad misma; una forma de ‘desobediencia’ aún más reproductiva de lo establecido que la obediencia misma. “Ilegalismo útil”: un ilegalismo política e ideológicamente ‘rentable’. Éste es el terreno del Reformismo Pedagógico... La reproducción del Sistema se basa tanto en la consecución de la ‘obediencia’, del asentimiento o la aquiescencia, por parte de la población, como en la canalización (previsión y reconducción; ‘gestión de los riesgos’, decía Castel) de la desobediencia, de la disconformidad, de la discrepancia. Al ámbito de la “obediencia” corresponde el concepto de responsabilidad profesoral -y la figura ‘clásica’ del Educador. Al dominio de la “desobediencia inducida”, del “ilegalismo útil”, pertenece la práctica ‘reformista’ - y el estereotipo del educador ‘moderno’, ‘comprometido’, ‘crítico’.
No es ésta tanto una crítica ‘teórica’ como ‘empírica’: es inmediatamente comprobable, verificable, que las estrategias reformistas no son perseguidas, no son canceladas drásticamente, nada saben de la Represión. “Paideia” lleva 22 años funcionando: no se la teme, no hace daño, no está de más. Las propuestas de Ferrer Guardia  son  hoy,  en  gran  medida,  “pedagogía  oficial”.  Cientos  de  enseñantes
‘libertarios’ o ‘marxistas’ dan todos los días “clases” en sus centros escolares, arrugando más o menos el entrecejo, hablando mucho de la desigualdad, de la explotación, de la injusticia, al socaire de métodos perfectamente ‘activos’, permitiendo en algunos casos la ‘autocalificación’ de sus alumnos, promoviendo el asambleísmo estudiantil, etc., y sin padecer por ello persecuciones, consolidados en su oficio, a salvo de la expulsión... El Reformismo viola la legalidad vigente en los términos en que ésta anhela ser violada; andando el tiempo, incluso, sus propuestas empiezan a formar parte de las ‘legalidades’ sucesivas. Se sitúa, pues, en el terreno de una transgresión de la Norma que ha sido delimitado por la propia Norma. Hace Estado al combatirlo... Ante las prácticas reformistas, el Castigo sólo aparece como ‘fantasma’, como ‘simulación’. La “amenaza”
de la Represión, y no la represión manifiesta, se basta para ‘contener’, para regular, la falsa lucha del Reformismo Pedagógico. No es el Castigo, sino el miedo al Castigo, el que mantiene a los ‘reformistas’ en su risible guiñol de la contestación amable...
No es ésta, decíamos, una denuncia ‘teórica’, sino ‘empírica’. Las programaciones alternativas rara vez son requeridas por la Inspección; y, en los pocos casos en que se remiten a las autoridades educativas, al final obtienen la aprobación casi de trámite o se las responde con el silencio. La renovación de la dinámica de las clases es siempre
‘aplaudida’; y, si muestra perfiles inquietantes, pasa directamente a algún “Gabinete de Innovaciones Pedagógicas” que casi nunca se pronuncia. Por el sentido de las calificaciones, o por el tipo de examen, nadie se va a tirar nunca de los cabellos -el profesor, en esos menesteres, es un verdugo: puede cortar el cuello como quiera, pero tiene que cortarlo... Y las batallas por la democratización de los Centros, o por la participación de los estudiantes en la Gestión, suelen ser estimuladas por la propia Administración, ya que suponen un cierto “consenso” sobre las cuestiones de fondo del hecho educativo y no van más allá de una pelea en torno al ‘grado’ y las ‘materias’ de esa intervención de los alumnos.
No se persigue, en definitiva, el Reformismo, aunque se instale en la periferia de la legalidad o la rebase abiertamente. Está mal visto que los profesores denuncien a un
‘compañero’, sobre todo por introducir una u otra “innovación” aún no contemplada por la ley (señal de ‘preocupación’ pedagógica, de ‘interés’ por la educación...). Los padres prefieren no mezclarse en esos asuntos, y sólo se movilizan si se causa a sus hijos un
‘perjuicio’ evidente. La Inspección no acostumbra a actuar cuando no media denuncia, cuando no se ha solicitado expresamente su intervención. Y, en las contadas ocasiones en que se abre un expediente, al cabo de un tiempo éste se cierra por ‘falta de pruebas’, o se ‘duerme’, o se eterniza... El aparato policial de la Escuela, en fin, apenas reacciona ante los ilegalismos blandengues, ante las desobediencias acobardadas.
3) A través del Reformismo Pedagógico, el sistema escolar consigue, además, la ventaja suplementaria de convertir al estudiante en un cómplice de su propia coerción. La ingeniería de los métodos alternativos se presenta a sí misma casi como una “conquista” de  los  alumnos, un  fruto  de  su  oposición a  las  dinámicas autoritarias tradicionales. Sin embargo, no es una “conquista”, ya que deviene como cesión del profesor, como otorgamiento, o, más exactamente, como imposición disimulada. El estudiante acepta las nuevas reglas del juego por la coloración ‘alumnista’ de las mismas y porque con ellas se arrincona para siempre la detestada figura del profesor autoritaritario  clásico.  De  este  modo,  cae  en  las  redes  del  nuevo  autoritarismo encubierto, y empieza a “involucrarse” en el funcionamiento de la Institución, a “intervenir” en el proceso educativo (introduce temas de su agrado en la programación, toma la palabra en las clases, se autocalifica, vota en el Consejo Escolar, etc.). Termina autoinfligiéndose, de un modo u otro, la violencia del examen; autoimponiéndose la humillación diferencial de la calificación; co-responsabilizándose del tedio y la rutina
‘activa’  de  la  educación  forzosa;  llevando  el  peso  insoportable  de  unas  clases
‘reformadas’; etc. Mientras el profesor parece borrarse de la escena (para ‘dirigir’ la representación “desde fuera”), el estudiante empieza a ejercer, eventualmente contra sí mismo, de ‘educador’, de auto-enseñante, perdiendo así la “dominación escolar” - de los alumnos por el profesor- la nitidez de antaño. De todo esto resulta un reforzamiento de la Escuela, una ‘neutralización’ del estudiante como agente de la negación radical, una ‘reducción’ de las tendencias “evasivas” o “destructivas” tradicionales. La Escuela deja de ser percibida como una máquina contra el estudiante, y aparece ahora como una máquina de la que también forma parte el estudiante... Y el profesor sigue siendo el
Profesor, las figuras siguen delimitadas en lo imaginario, no se violan los roles, no se altera la relación; la jerarquía queda intacta, intactos los fines, las funciones, los propósitos; el Orden parece más ordenado que nunca, el poder fluye con más alegría, la pedagogía implícita hace estragos... La Escuela sigue destilando desigualdad social, sigue enseñando conformismo, docilidad, sigue aniquilando la curiosidad intelectual, la imaginación crítica..., sólo que ahora, se diría, con los estudiantes de su parte.
4) Los “reformistas” arraigan interesadamente en la queja y ven siempre el modo de permanecer en  el  oficio  (es  decir,  en  la  Nómina) aún  entre  quejas.  La  disidencia reformista intraestatal tiende a ‘fosilizarse’ sin remedio, a ‘petrificarse’, a convertirse en un ‘modelo rígido’, en una ‘metodología alternativa’ poco abierta a la autocrítica y a la autocorrección que habrá de acompañar al educador “progresista” a lo largo de toda su vida laboral. De esta forma, y en razón de su encasquilllamiento, pronto pierde sus aristas  más  duras, sus filos  críticos, su frescura innovadora, y se deja integrar sin problemas en el marco docente establecido. Al final, se convierte en una especie de “rito”, de ceremonia íntima, de “coartada” para poder ‘permanecer’ en una institución que se deplora afectando todos los gestos, todas las poses, de la consciencia en lucha. Con el paso del tiempo, la “ingeniería” se ha degradado en un esquema sumario, casi un conjunto de manías -un tipo de dinámica, una forma de evaluar, un temario reestructurado,....-, una especie de ideología pedagógica particular que todos aceptan sin acritud y en la que ya no habita el menor peligro. Al educador ‘comprometido’, o
‘solidario’, siempre ‘anticapitalista’, le sirve para tranquilizar su consciencia y poder disfrutar hasta el final de las “bondades” de su empleo -sueldo, prestigio, vacaciones,... “El gesto negativo, repetido indefinida e invariablemente, se ‘recupera’ como una nueva forma de la afirmación”: esto es lo que el Reformismo tiene interés en olvidar. “Paideia” lleva 22 años haciendo lo mismo, y casi lo mismo que hiciera -un siglo atrás- la Escuela Moderna.... En nuestras Universidades, en nuestros Institutos, un montón de profesores contestatarios llevan ya media vida ‘contestando’ lo mismo y del mismo modo -es decir “simulando la contestación”, cobrando por domar.
En definitiva (y por recapitular esta larga respuesta), el Reformismo Pedagógico puede interpretarse como un dispositivo racionalizador de la integración en el aparato del Estado, al servicio de aquellos que, a pesar de su anticapitalismo ideológico, trabajan para la Escuela capitalista, bajo la determinación de su estructura, de su forma de legalidad, de su definición socio-política, de su fundamentación filosófica, pudiendo oponerle apenas determinadas ‘correcciones’ técnico-metodológicas (relativas a los temarios, las  dinámicas, los procedimientos evaluadores, etc.), en función de las cuales alimentan la ilusión de desarrollar una práctica “crítica”, “transformadora”, “no-servil”. He dicho “ilusión”, porque la ‘renovación’, o ‘subversión’, de los métodos no logra alterar el funcionamiento represivo (y clasista) de la Institución; y porque estos profesores, con independencia de los contenidos de su ‘pedagogía explícita’, continúan ofreciendo -desde el punto de vista del “currículum oculto”- modelos ‘autoritarios’,
‘despótico-ilustrados’, ‘elitistas’, ‘aristocráticos’, casi ‘religiosos’, modelos de desobediencia limitada, de ilegalismo admisible, de fosilización de la crítica y permanencia culpable en puestos de ejercicio del poder. Por ello, no hay voluntad de perseguir este Reformismo, a través del cual la Escuela, modernizando su repertorio metodológico, incorporando progresivamente las propuestas didácticas ‘alternativas’, se capacita todavía más para interiorizar en la subjetividad de los estudiantes los principios de  autoridad,  jerarquía,  obediencia,  diferenciación  social  e  incuestionabilidad  del Estado. ‘Resacralizada’, ‘mitificada’, la figura del Educador Reformista, afín a la del “predicador” clásico, demiúrgica, restaura todos los derechos de la ética del Sistema
(aquella moral de la doma y de la cría, ya mencionada) y vuelve a proyectar los conceptos ideológicos de la Ilustración, recubridores de la dominación burguesa: un saber ‘crítico’ que hay que trasladar a las masas; una minoría que detenta ese saber y se consagra a su difusión; una población que vive en estado de semi-oscuridad, que debe ser ‘esclarecida’ y que es preciso reformar moralmente; el ensueño de que, de todo esto, se seguirá el Progreso de la Humanidad, la mejora de la sociedad o su transformación... Invisibilizándose, borrándose en parte del aula, aumentando la cuota de protagonismo y participación de los alumnos, el Educador Reformista contribuye además a diluir las contradicciones escolares tradicionales, a limar los antagonismos, convirtiendo al estudiante, muy a menudo, en cómplice de su propia coerción, agente de su mismo sometimiento, instancia de auto-control y auto-represión. Contra toda esta secuencia teórico-político-pedagógica se revuelve el Irresponsable, símbolo de la anti-pedagogía, que lucha “criminalmente” contra la máquina, sin pretender hacer nada por el ‘bien’ de los  alumnos  y anhelando padecer en  su carne la  verdadera represión, signo de  su peligrosidad política.
*(2)

***

.- El blanco privilegiado de tus ataques ya no lo constituye la «enseñanza tradicional», la figura «clásica» del profesor autoritario, sino justamente aquello que hoy se presenta como una ‘superación’ y un ‘avance’ en el ámbito educativo: el Reformismo Pedagógico, los profesores ‘inquietos’ o ‘progresistas’, las prácticas disidentes (e incluso «alternativas») de enseñanza... ¿Cuáles son los rasgos definitorios de las «pedagogías reformistas» contemporáneas? ¿Qué objeciones te merecen?

Entre  los  rasgos  que,  a  nivel  empírico,  ayudan  a  identificar  el  «reformismo pedagógico», yo destacaría los siguientes:
a)  La  aceptación  -por convencimiento o  bajo  presión- de  la  obligatoriedad de  la Enseñanza y, por tanto, el control más o menos escrupuloso de la asistencia de los alumnos a las clases. Las formulaciones reformistas aceptan este principio de mala gana, se diría que a regañadientes, y buscan el modo de ‘disimular’ dicho control, evitando el “pase de lista” tradicional, omitiendo circunstancialmente alguna falta, etc. Pero no se da nunca un rechazo absoluto, y explícito, del correspondiente requerimiento administrativo. Para claudicar, aún de forma ‘revoltosa’, ante la exigencia del mencionado control, el profesorado «disidente» cuenta con los argumentos de varias tradiciones de Pedagogía Crítica que aconsejan circunscribir las iniciativas innovadoras, los afanes transformadores, al ámbito de la ‘autonomía real’ del profesor, al terreno de lo que puede efectivamente hacer sin violar las principales figuras legales de la Institución -p. ej., las pedagogías no-directivas inspiradas en la psicoterapia, con C. R. Rogers como exponente; y la llamada «pedagogía institucional», que se nutre de las propuestas de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez, entre otros. Recabando la comprensión y la complicidad de los alumnos en un lance tan enojoso, sintiéndose justificado por pedagogos muy radicales, y sin un celo excesivo, el educador progresista controla, de hecho, la asistencia. Ignorando la célebre máxima de Einstein («la educación debe ser un regalo»), despliega sus «novedosos» y «beneficiosos» métodos ante un conjunto de interlocutores forzados, de ‘partícipes’ y ‘actores’ no-libres, casi unos prisioneros a tiempo parcial. Y, en fin, se solidariza implícitamente con el triple objetivo de esta
«obligación de asistir»: dar a la Escuela una ventaja decisiva en su particular duelo con los restantes, y menos dominables, vehículos de transmisión cultural (erigirla en anti- calle);  proporcionar  a  la  actuación  pedagógica  sobre  la  consciencia  estudiantil  la
‘duración’ y la ‘continuidad’ necesarias para solidificar hábitus y, de este modo, cristalizar  en  verdaderas  disposiciones  caracteriológicas;  hacer  efectiva  la  primera
«lección» de la educación administrada, que aboga por el sometimiento absoluto a los
‘designios’ del Estado (inmiscuyéndome, como ha señalado Donzelot, en lo que cabría considerar esfera de  la  autonomía de  las  familias, el  Estado no sólo ‘secuestra’ y
‘confina’ cada  día  a  los  jóvenes, sino que «fuerza» también a  los  padres, bajo la amenaza de una intervención judicial, a consentir ese rapto e incluso a hacerlo viable. He  aquí,  desde  un  primer  gesto,  la  doblez  consustancial  de  todo  progresismo educativo...
b) La negación (en su conjunto o en parte) del temario oficial y su sustitución por
«otro» considerado ‘preferible’ bajo muy diversos argumentos -su carácter no- ideológico, su criticismo superior, su ‘actualización’ científica, su mejor adaptación al entorno geográfico y social del Centro, etc. El «nuevo» temario podrá ser elaborado por el profesor mismo, o por la asamblea de los educadores disconformes, o de modo
‘consensuado’ entre el docente y los alumnos, o por el ‘consejo autogestionario’ o, en el límite, sólo por los estudiantes, según el grado de atrevimiento de una u otra propuesta reformista. Debidamente justificada, esta programación sustitutoria suele obtener casi de trámite su aprobación por las autoridades educativas, pues, dada la decantación ideológica de los profesores (que en la mayoría de los casos no va más allá de un progresismo  liberal  o  socialdemócrata),  tiende  a  tomar  como  referencia  el  patrón
«oficial», y se limita a desplazar los acentos, añadir cuestiones complementarias, suprimir o aligerar otras, etc. Sólo entre los profesores de orientación libertaria, los docentes formados en el marxismo y los educadores que -acaso por trabajar en zonas
‘problemáticas’ o socioeconómicamente degradadas- manifiestan una extrema receptividad a los planteamientos «conscienciadores» tipo Freire, cabe hallar excepciones, aisladas y reversibles, cada vez menos frecuentes, a la regla citada, con un desechamiento global de las prescriptivas curriculares de la Democracia y una elaboración detallada de auténticos temarios ‘alternativos’. Y, en estos casos en que el currículum se remoza de arriba a abajo, surge habitualmente una dificultad en el seno mismo de la estrategia reformista: si bien esos profesores aciertan en su crítica de los programas «vigentes» (efectivamente legitimatorios), luego confeccionan unos temarios de reemplazo demasiado cerrados, casi de nuevo dogmáticos, que sirven de soporte a unas  prácticas  en  las  que  el  componente de  ‘adoctrinamiento’ no puede ocultarse, entrando en contradicción con los propósitos declarados de formar hombres «críticos»,
«moral e ideológicamente independientes», etc. Reproducen así, de algún modo, la aporía que habitó entre los proyectos de sus viejos inspiradores ‘pedagógicos’ (Ferrer Guardia y los  pedagogos libertarios  de  Hamburgo, p.  ej.,  por un lado;  Blonskij y Makarenko, por otro; y el propio Freire, con sus seguidores, casi insinuando una tercera vía). Por último, y como han subrayado Illich y Reirner, registrándose acusadas diferencias al nivel de la pedagogía «explícita» (temarios, contenidos, mensajes,...) entre las propuestas ‘conservadoras’ y las ‘revolucionarias’, no ocurre lo mismo en el plano de la pedagogía «implícita», donde se constata una sorprendente afinidad: las mismas sugerencias de heteronomía moral, una idéntica asignación de roles, semejante trabajo de normalización del carácter, etc.
En definitiva, participe o no el alumnado en la tarea de «rectificación curricular», y destaque o no ésta por su envergadura, el revisionismo de los temarios nunca podrá
considerarse un instrumento efectivo de la praxis transformadora, pues, sujeto a veces a afanes proselitistas y de adoctrinamiento (que constituyen, en sí mismos, la negación de la autonomía y de la creatividad estudiantiles), queda invariablemente preso en las redes de la «pedagogía implícita» -atenazado y reducido por esa fuerza etérea que, desde el trasfondo del momento verbal de la enseñanza, influye infinitamente más en la consciencia que todo discurso y toda voz.
c) La modernización de la «técnica de exposición» y la modificación de la «dinámica de  las  clases».  La  Escuela  ‘reformada’  de  la  Democracia  procura  explotar  en profundidad las posibilidades didácticas de los nuevos medios audiovisuales, virtuales, etc.,  y  está  abierta  a  la  incorporación  ‘pedagógica’  de  los  avances  tecnológicos coetáneos -una forma de contrarrestar el tan denostado «verbalismo» de la enseñanza tradicional. Proyecta sustituir, además, el rancio modelo de la «clase magistral» por otras dinámicas participativas que reclaman la implicación del estudiante: coloquios, representaciones, trabajos en grupo, exposiciones por parte de los alumnos, talleres... Se trata, una vez más, de acabar con la típica pasividad del alumno -interlocutor mudo y sin deseo de escuchar-; ‘pasividad’ que, al igual que el fraude en los exámenes, ha constituido siempre una forma de resistencia estudiantil a la violencia y arbitrariedad de la Escuela, una tentativa de inmunización contra los efectos del incontenible discurso profesoral, un modo de no colaborar con la Institución y de no ‘creer’ en ella...
Todo  el  énfasis  se  pone,  entonces,  en  las  mediaciones,  en  las  estrategias,  en  el ambiente,  en  el  constructivismo metodológico. Estas  fueron las  inquietudes de  las Escuelas Nuevas, de  las  Escuelas Modernas, de las Escuelas Activas... Hacia aquí apuntó el reformismo originario, asociado a los nombres de Dewey en los EEUU, de Montessori en Italia, de Decroly en Bélgica, de Ferrière en Francia,... De aquí partieron asimismo los «métodos Freinet», con todos sus derivados. Y un eco de estos planteamientos se percibe aún en determinadas orientaciones «no-directivas» contemporáneas. Quizás palpite aquí, por último, el corazón del reformismo cotidiano, ese reformismo de las Escuelas de la Democracia, de los Institutos de hoy, de los profesores «renovadores», «inquietos», «contestatarios»... Es lo que, en El Irresponsable, he llamado «la Ingeniería de los Métodos Alternativos»; labor de ‘diseño didáctico’ que, en sus formulaciones más radicales, suele hacer suyo el espíritu y el estilo inconformista de   Freinet:  una  voluntad  de  denuncia  social  desde  la  Escuela,  de  educación
‘desmitificadora’ para el pueblo, de crítica de la ideología burguesa, apoyada fundamentalmente en la renovación de los métodos (imprenta en el aula, periódico, correspondencia estudiantil, etc.) y en la negación incansable del sistema escolar establecido -«la sobrecarga de materias es un sabotaje a la educación», «con cuarenta alumnos para un profesor no hay método que valga», anotó, p. ej., Freinet.
Cabe detectar, me parece, una dificultad insalvable en el seno de estos planteamientos: el «cambio» en la dinámica de las clases deviene siempre como una imposición del profesor,  un  dictado  de  la  Autoridad,  y  deja  sospechosamente  en  la  penumbra  la cuestión de los fines que pretende. ¿Nuevas herramientas para el mismo viejo trabajo sórdido? ¿Un instrumental perfeccionado para la misma inicua operación de siempre? Así lo consideraron Vogt y Mendel, para quienes la fastuosidad de los nuevos métodos escondía una aceptación implícita del sistema escolar y del sistema social general. No se le asigna a la Escuela otro cometido mediante la mera renovación de su arsenal metodológico: esto es evidente.
Por añadidura, aquella «imposición» del sistema didáctico alternativo por un hombre que declara perseguir en todo momento el ‘bien’ de sus alumnos, sugiere -desde el punto de vista del ‘currículum oculto’- la idea de una Dictadura Filantrópica (o Dictadura de
un Sabio Bueno), de su posibilidad, y nos retrotrae al modelo histórico del Despotismo Ilustrado: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Aquí: «Todo para los estudiantes, pero sin los estudiantes». Como aconteció con la mencionada experiencia histórica, siendo  insuficiente  su  Ilustración  -poco  sabe  de  la  dimensión  socio-política  de  la Escuela, de su funcionamiento ‘clasista’, que no se altera con la simple sustitución de los métodos; demasiado confía en la ‘espontaneidad’ del estudiante (Ferriére), en los aportes de la ‘ciencia’ psicológica (Piaget), en la ‘magia’ de los colectivo (Oury); nada quiere oír a propósito de la «pedagogía implícita», de la hipervaloración de la figura del Educador que le es propia, etc.-, su Despotismo se revela, por el contrario, excesivo: es el Profesor el que, desde la sombra y casi en silencio, lleva las riendas del experimento, examinándolo y evaluándolo, y reservándose el derecho a ‘decretar’ (si es preciso) las correcciones oportunas...
Gracias al vanguardismo didáctico, la educación administrada se hace más soportable, más llevadera; y la Escuela puede desempeñar sus funciones seculares (reproducir la desigualdad social, ideologizar, sujetar el carácter) casi contando ya con la aquiescencia de los alumnos, con el agradecimiento de las víctimas. No es de extrañar, por tanto, que casi  todas  las  propuestas  didácticas  y  metodológicas  de  la  tradición  pedagógica
«progresiva» hayan sido paulatinamente incorporadas por la Enseñanza estatal; que las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema educativo, promovidas por los gobiernos democráticos, sean tan receptivas a los principios de. la Pedagogía Crítica; que, por su oposición a las estrategias «activas», «participativas», etc., sea el proceder inmovilista del ‘profesor tradicional’ el que se perciba, desde la Administración, casi como un peligro, como una práctica disfuncional -que engendra aburrimiento, conflictos, escepticismo estudiantil, problemas de legitimación,... Tampoco llama la atención que buena parte de las experiencias de renovación didáctica y metodológica se lleven a cabo sin  operar  cambios  importantes  en  la  programación,  como  si  se  contentaran  con
«amenizar»  la  divulgación  de  las  viejas  verdades,  con  «optimizar» el  rendimiento ideológico de la Institución.
d)   La   impugnación   de   los   modelos   clásicos   de   ‘examen’   (trascendentales, memorístico-repetitivos), que serán sustituidos por pruebas menos dramáticas a través de las cuales se pretenderá calificar ‘actitudes’, ‘destrezas’, ‘capacidades’, etc.; y la promoción de la participación de los estudiantes en la definición del tipo de examen y en los sistemas mismos de calificación. Permitiendo la consulta de libros y apuntes en el trance del examen, o sustituyéndolo por «ejercicios» susceptibles de hacer en casa, por
«trabajos» de síntesis o de investigación, por pequeños «controles» periódicos, etc., los profesores reformistas desdramatizan el fundamento material de la evaluación, pero no lo derrocan. Así como no niegan la obligatoriedad de la Enseñanza, los educadores,
‘progresistas’ de la Democracia admiten, con reservas o sin ellas, este imperativo de la. evaluación. Normalmente, declaran ‘calificar’ disposiciones, facultades (el ejercicio de la crítica, la asimilación de conceptos, la capacidad de análisis,...), y no la repetición memorística de unos contenidos expuestos. Pero, desdramatizado, bajo otro nombre, reorientado, el «examen» (o la prueba) está ahí; y la «calificación» -la evaluación- sigue funcionando como el eje de la pedagogía, explícita e implícita.
Por la subsistencia del «examen» las prácticas reformistas se condenan a la esclerosis político-social: su reiterada pretensión de estimular el criticismo y la independencia de criterio choca frontalmente con la eficacia de la «evaluación» como factor de interiorización de la ideología dominante (ideología del fiscalizador competente, del operador   ‘científico’   capacitado   para   juzgar   objetivamente   los   resultados   del aprendizaje, los progresos en la formación cultural; ideología de la desigualdad y de la
jerarquía ‘naturales’ entre unos estudiantes y otros, entre éstos y el profesor; ideología de los dones personales o de los talentos; ideología de la competitividad, de la lucha por el éxito individual; ideología de la sumisión conveniente, de la violencia inevitable, de la normalidad del dolor -a pesar de la ansiedad que genera, de los trastornos psíquicos que puede acarrear, de su índole ‘agresiva’, etc., el «examen» se presenta como un mal trago socialmente indispensable, una especie de adversidad cotidiana e insuprimible; ideología de la simetría de oportunidades, de la prueba unitaria y de la ausencia de privilegios, etc.). En efecto, componentes esenciales de la ideología del Sistema se condensan en el «examen», que actúa también como corrector del carácter, como moldeador  de  la  personalidad  -habitúa,  p.  ej.,  a  la  aceptación,  de  lo establecido/insufrible, a la perseverancia torturante en la Norma. Por último, y tal y como demostraron Baudelot y Establet para el caso de Francia, el «examen», con su función selectiva y segregadora, tiende a fijar a cada uno en su condición social de partida, reproduciendo así la dominación de clase. Elemento de la perpetuación de la desigualdad social  (Bourdieu y Passeron), destila  además  una  suerte de  «ideología profesional» (Althusser) que coadyuva a la legitimación de la Escuela y a la mitificación de la figura, del Profesor...
Toda esta secuencia ideo-psico-sociológica, tan comprometida en la salvaguarda de lo Existente, halla paradójicamente su aval en las prácticas evaluadoras de esa porción del profesorado que, ¿quién va a creerle?, dice simpatizar con la causa de la «mejora» o
«transformación» de la sociedad...
Tratando, como siempre, de distanciarse del modelo del «profesor tradicional», su enemigo   declarado,   los   educadores   reformistas   pueden   promover   además   la participación del alumnado en la ‘definición’ del tipo de examen (para que los estudiantes se impliquen decididamente en el diseño de la tecnología evaluadora a la que habrán de someterse) y, franqueando un umbral inquietante, en los sistemas mismos de calificación -nota consensuada, calificación por mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor,  evaluación  por  el  colectivo  de  la  clase,  o,  incluso,  auto-calificación
‘razonada’... Este afán de involucrar al alumno en las tareas vergonzantes de la evaluación, y el  caso  extremo de  la  auto-calificación estudiantil, que encuentra su justificación entre los pedagogos fascinados por la psicología y la psicoterapia, persigue, a pesar de su formato progresista, la absoluta «claudicación» de los jóvenes ante la ideología del examen -y, por ende, del sistema escolar- y quisiera sancionar el éxito supremo de la Institución: que el alumno acepte la violencia simbólica y la arbitrariedad del examen; que interiorice como ‘normal’, como ‘deseable’, el juego de distinciones y de segregaciones que establece; y que sea capaz, llegado el casa, de suspenderse a sí mismo, ocultando de esta forma el despotismo intrínseco del acto evaluador. En lo que concierne a la Enseñanza, y gracias al ‘progresismo’ benefactor de los reformadores pedagógicos, ya tendríamos al policía de sí mismo, ya viviríamos en el neofascismo.
Recurriendo a una expresión de López-Petit, Calvo Ortega ha hablado del «modelo del autobús» para referirse a las formas contemporáneas de vigilancia y control: en los autobuses antiguos, un ‘revisor’ se  cercioraba de que todos los pasajeros hubieran pagado el importe del billete (uno vigilaba a todos); en los autobuses modernos, por la mediación de una máquina, cada pasajero ‘pica’ su billete sabiéndose observado por todos los demás (todos vigilan a uno). En lo que afecta a la Enseñanza, y gracias al invento de la «autoevaluación», en muchas aulas se ha dado ya un paso más: no es ‘uno’ el que los controla a todos (el profesor calificando a los estudiantes); ni siquiera son
‘todos’ los que se encargan del control de cada uno (el colectivo de la clase evaluando, en asamblea o a través de cualquier otra fórmula, a cada uno de sus componentes); es
‘uno mismo’ el que se ‘auto-controla’, uno mismo el que se aprueba o suspende (auto- evaluación).  En  este  autobús  que  probablemente  llevará  a  una  forma  inédita  de fascismo, aún cuando casualmente no haya nadie, aún cuando esté vacío, sin revisor y sin testigos, cada pasajero ‘picará’ religiosamente su billete (uno se vigilará a sí mismo). Convertir al estudiante en un policía de sí mismo: este es el objetivo que persigue el
«reformismo pedagógico» de la Democracia. Convertir a cada ciudadano en un policía de sí mismo: he aquí la meta hacia la que avanza la Democracia en su conjunto. Se trata, en ambos casos, de reducir al máximo el aparato visible de coacción y vigilancia; de camuflar y travestir a sus agentes; de delegar en el individuo mismo, en el ciudadano anónimo, y a fuerza de «responsabilidad», «civismo» y «educación», las tareas decisivas de la Vieja Represión.
e) El favorecimiento de la participación de los alumnos en la gestión de los Centros (a través  de  ‘representantes’  en  los  Claustros,  Juntas,  Consejos  Escolares,  etc.)  y  el fomento del «asambleismo» y la «auto-organización» estudiantil. a modo de lucha por la
‘democratización’ de la Enseñanza. En el primero de estos puntos confluyen el reformismo administrativo de los gobiernos democráticos y el «alumnismo» sentimental de  los  docentes progresistas, con una discrepancia relativa en  torno al  «grado» de aquella intervención estudiantil (número, mayor o menor, de alumnos en el Consejo Escolar, p. ej.) y a las “materias” de su competencia (¿los problemas de orden disciplinario?, ¿los aspectos de la evaluación?, ¿la distribución del presupuesto?). Dejando a un lado esta discrepancia, docentes y legisladores suman sus esfuerzos para alcanzar un mismo y único fin: la integración del estudiante, a quien se concederá -como urdiéndole una trampa- una engañosa cuota de poder.
Dentro de la segunda línea reformadora, en principio radical, se sitúan las experiencias educativas no-estatales de inspiración anarquista -como «Paideia. Escuela Libre», p. ej.- y las prácticas de pedagogía «antiautoritaria» (‘institucional’, ‘no-directiva’ o de fundamentación psicoanalítica) trasladadas circunstancialmente, de forma individual, a aulas de la enseñanza pública. Se resuelven, en todos los casos, en un fomento del asambleismo estudiantil y de la autogestión educativa -y en una renuncia expresa al poder profesoral. La Institución (estatal o para-estatal) se convierte, así, en una escuela de  democracia;  pero  de  «democracia  viciada»,  en  mi  opinión.  Viciada,  ante  todo, porque, al igual que ocurría con la pirotecnia de los Métodos Alternativos, es el profesor el que impone la nueva dinámica, el que obliga al asambleismo; y este gesto, en sí mismo ‘paternalista’, semejante al que instituyó el Despotismo Ilustrado, no deja de ser un gesto autoritario, de ambiguo valor «educativo»: contiene la idea de un Salvador, de un Liberador, de un Redentor, o, al menos, de un Cerebro que implanta lo que conviene a los estudiantes como reflejo de lo que convendría a la Humanidad. A los jóvenes no les queda más que «estar agradecidos»; y empezar a ejercer un poder que les ha sido
‘donado’, ‘regalado’. La sugerencia de que la «libertad» (entendida como democracia, como autogestión) se  conquista, deviene como «el  botín que cabe  en  suerte a  los vencedores  de  una  lucha»  (Benjamin),  está  excluida  de  ese  planteamiento.  Por añadidura, parece como si al alumnado no se le otorgara el poder mismo, sino sólo su
‘usufructo’, ya que la «cesión» tiene sus condiciones y hay, por encima de la esfera autogestionaria, una Autoridad que ha definido los límites y que vigila su desenvolvimiento. Como se apreciará, estas estrategias estallan en contradicciones insolubles, motivadas por la circunstancia de que en ellas el «profesor», en lugar de auto-destruirse, se magnifica: con la razón de su lado, todo lo reorganiza en beneficio de los alumnos y, de paso, para contribuir a la transformación de la sociedad. Se dibuja, así, un espejismo de democracia, un simulacro de ‘cesión’ del poder. De hecho, el profesor
sigue investido de toda la autoridad, aunque procure invisibilizarla; y la libertad de sus alumnos es una libertad contrita, maniatada, ajustada a unos moldes creados por él.
Esta concepción «estática» de la libertad -una vez instalados en el seno de la misma, los alumnos ya no pueden ‘recrearla’, ‘reinventarla’-, y de la libertad «circunscrita»,
«limitada», vigilada por un Hombre al que asiste la certidumbre absoluta de haber dado con la Ideología Justa, con la organización ‘ideal’, es, y no me importa decirlo, la concepción de la libertad del estalinismo, la negación de la libertad. Incluso en sus formulaciones más extremosas, la Escuela de la Democracia acaba definiéndose como una Escuela sin Democracia...
Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se está alterando en la Escuela bajo la Democracia: aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo progresivamente el aspecto de una asociación o de un enmarañamiento. Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte  al   estudiante  en   sujeto/objeto  de   la   práctica  pedagógica...  Habiendo participado,  de  un  modo  u  otro,  en  la  Rectificación  del  temario,  ahora  habrá  de
‘padecerlo’. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se
‘coresponsabilizará’ del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor «rutina» erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto? En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí sé sigue una invisibilización del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna de la Institución.
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.-  «Un  enemigo  de  toda  pedagogía», te  has  declarado... ¿Podrías  explicitar  el alcance de ese antipedagogismo tuyo? ¿Qué reprochas, en concreto, a la disciplina pedagógica?

En El Irresponsable, y también antes en «La hora del suicidio antiguo» (mi participación en el libro Contra el fundamentalismo escolar, editado por Virus en 1998) he procurado avanzar, en efecto, una ‘anti-pedagogía’. Como anti-pedagogo, impugno un supuesto que está en la raíz misma de esa disciplina, en el corazón de todas las críticas ‘pedagógicas’ a la enseñanza tradicional y de todas las ‘alternativas’ disponibles. Es la idea de que compete a los «educadores» (parte selecta de la sociedad adulta) desarrollar una importantísima tarea en beneficio de la juventud; una labor ‘por’ los estudiantes, ‘para’ ellos e incluso ‘en’ ellos -una determinada operación sobre su consciencia: «moldear» un tipo de hombre (crítico, autónomo, creativo, libre, etc.),
«fabricar» un modelo de ciudadano (agente de la renovación de la sociedad o individuo felizmente adaptado a la misma, según la perspectiva), «inculcar» ciertos valores (tolerancia, antirracismo, pacifismo, solidaridad, etc.)...
Esta pretensión, que asigna al educador una función demiúrgica, constituyente de
«sujetos» (en la doble acepción de Foucault: «El término ‘sujeto’ tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere  una  forma  de  poder  que  subyuga  y  somete»),  siempre  orientada  hacia  la
«mejora» o «transformación» de la sociedad, resulta hoy absolutamente ilegítima: ¿En razón de qué está capacitado un educador para tan ‘alta’ misión? ¿Por sus estudios?
¿Por sus lecturas? ¿Por su impregnación «científica»? ¿En razón de qué se sitúa tan ‘por encima’ de los estudiantes, casi al modo de un «salvador», de un sucedáneo de la divinidad, «creador» de hombres? ¿En razón de qué un triste funcionario puede, p. ej., arrogarse el título de forjador de sujetos críticos?
Se hace muy difícil responder a estas preguntas sin recaer en la achacosa «ideología de la competencia», o «del experto»: fantasía de unos especialistas que, en virtud de su formación ‘científica’ (pedagogía, psicología, sociología, etc.), se hallarían verdaderamente preparados para un cometido tan sublime. Se hace muy difícil buscar para esas preguntas una respuesta que no rezume idealismo, que no hieda a metafísica (idealismo de la Verdad, o de la Ciencia; metafísica del Progreso, del Hombre como sujeto/agente de la Historia, etc.). Y hay en todas las respuestas concebibles, como en la médula misma de aquella solicitud demiúrgica, un elitismo pavoroso: la postulación de una nutrida aristocracia de  la  inteligencia (los  profesores, los educadores), que se consagrará a esa delicada corrección del carácter -o, mejor, a cierto diseño industrial de la  personalidad.  Subyace  ahí  un  concepto  moral  decimonónico,  una  ética  de  la
‘amputación’ y del ‘injerto’, un proceder estrictamente religioso, un trabajo de ‘prédica’ y de ‘inquisición’. Late ahí una mitificación expresa de la figura del Educador, que se erige en autoconciencia crítica de la Humanidad (conocedor y artífice del «tipo de sujeto» que ésta necesita para ‘progresar’), revistiéndose de un genuino poder pastoral e incurriendo una y mil veces en aquella «indignidad de hablar por otro» a la que tanto se ha referido Deleuze. Y todo ello con un inconfundible aroma a ‘filantropía’, a obra
‘humanitaria’, ‘redentora’...
Esta presuposición, este prejuicio de que hay algo que corregir y algo que forjar en la subjetividad de los jóvenes, con matices, está en todas las realizaciones de la pedagogía, en todas sus propuestas, conservadoras, reformistas o aparentemente ‘revolucionarias’; está en Freinet, en Oury, en Neil, en Ferrer Guardia, en Makarenko...; está, hoy mismo, p. ej., en el trasfondo de los análisis de Jurjo Torres Santomé o de Teresa San Román, en el espíritu de la reciente hornada de educadores ‘antirracistas’; está en todas partes... Otro presupuesto de la pedagogía moderna estriba en el axioma de que «para educar es necesario encerrar». Todas las propuestas reformistas parten de esta aceptación del Encierro; y luego estudian el modo de «amenizarlo», de «amueblarlo» (procedimientos, didácticas, estrategias), siempre con la mirada puesta en el ‘bien’ del estudiante y en la
‘mejora’ de la sociedad... Sin embargo, la juventud también se auto-educa en la sociedad civil, fuera de los muros de la Institución, mediante la lectura no-dirigida, el aprovechamiento de los diversos canales de transmisión cultural independientes de la Escuela (entidades culturales, medios de comunicación, asociaciones,...), la relación
‘informal’ con los adultos, los viajes, la asimilación de las experiencias laborales, etc. Hay, pues, al margen de la Escuela, un vasto campo de posibilidades de auto-formación, de auto-educación, difuso y complejo, que impregna casi todo el tejido de la vida cotidiana, de la interacción social; campo de posibilidades que está siendo explotado, de hecho, por la juventud, y probablemente más por la juventud no-escolarizada que por la escolarizada, más por los trabajadores que por los estudiantes (demasiado encastillados,
estos últimos, en la mansión universitaria). ¿Quién, a lo largo de su vida, no se ha cruzado, en una u otra ocasión, con algún joven trabajador «sin estudios» (desechado por el sistema escolar o desertor voluntario del mismo) que nos ha sorprendido no obstante por la riqueza y consistencia de su bagaje cultural, por el modo en que se ha auto-educado y por su forma de entender el saber, tal y como quería Artaud, «a la manera de instrumento para la acción, una especie de nuevo órgano, un segundo aliento»?
Como ha comprobado Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes procesos populares de «auto-educación» -en las familias, en las tabernas, en las  fábricas,  etc.-,  los  patronos  y  los  gobernantes  de  los  albores  del  Capitalismo tramaron el Gran Plan de un «confinamiento educativo» de la Juventud. No olvidemos que la enseñanza moderna, estatal, se generaliza a lo largo del siglo XIX a fin de conjurar un problema creciente de deterioro del orden público, en gran medida estimulado por la no-regularización administrativa de los procesos de transmisión cultural. Poco a poco, la escolarización, rigurosamente obligatoria, empieza a competir con éxito por la hegemonía como instrumento de la socialización de la Cultura, debilitando el influjo de las restantes instancias, pero no acabando literalmente con ellas. Quiero decir con todo esto que, como ha subrayado I. Illich, el «encierro» no es la condición fundamental de la Educación, no es una premisa insuprimible, aunque así lo postule la ideología escolar. Ha sido esa ideología profesional de los pedagogos y de los docentes, de acuerdo con los intereses del Estado, la que ha centrado todo el debate a propósito de la Educación en torno a la figura de la Escuela. Naturalizada, presa de lo que Lukács denominó el “maleficio de la cosificación”, la institución escolar se ha convertido finalmente en un fetiche, en un ídolo sin crepúsculo. Y la exigencia del confinamiento educativo aparece hoy como un dogma de toda pedagogía, reformista o no;  como un «credo» al  que se  abrazan sin excepción los Estados, dictatoriales o democráticos.
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.- Has hablado de “anti-pedagogía”...  ¿A qué te refieres con ese concepto? ¿Qué recriminas al ‘pedagogismo’ moderno?

En esencia, entiendo por “anti-pedagogía” la negación del dogma fundacional de ese taimado  saber:  el  prejuicio de  que hay algo que corregir y algo que forjar en  la subjetividad de los jóvenes. Como anti-pedagogo, yo niego ese supuesto; y, para el ejercicio de la Corrosión que sugiero, y que durante dos años llevé a cabo, propongo justamente lo contrario: no pretender hacer nada “por” los estudiantes, dejar en paz a la juventud, no inmiscuirnos en “sus” asuntos, permitir que cada cual decida dónde reside su propio ‘bien’... Luchar contra la máquina escolar, obstruir sus movimientos característicos, dificultar su funcionamiento coercitivo. Luchar contra la máquina, mas ya no por los alumnos. Contra la máquina y, accidentalmente, con los alumnos (ya que la resistencia estudiantil puede ‘converger’ con la práctica corrosiva de los anti- profesores; y cabe cierta complicidad en el fraude, cierta solidaridad en la transgresión); pero nada más.
Al no situarse “por encima” de los demás, al no incurrir en la infamia de usurpar la voz del otro (infamia de hablar ‘por’ los estudiantes, de transformar los método en su nombre, etc.), el anti-profesor aún en ejercicio, en pleno ‘recorrido’, no pretende salvar
a nadie, no procura ayudar a nadie -¿cómo, si apenas está seguro de saber ayudarse a sí mismo? No le interesa, en absoluto, la cabeza del estudiante: lo suyo es desguazar la maquinaria escolar, desescolarizarse. A esto se refiere el término “anti-pedagogía”, que está en mi punto de partida. La Polla Records, en “Gurú”, tema de su álbum Salve, centró muy bien esta cuestión:
“Has venido a salvarme, de la otra parte del mundo;
me traes la salvación, pero eso es por tu cuenta y riesgo.
¿Quién cojones te ha mandado?
¡Gurú! Una patada en los huevos es lo que te pueden dar...
¡Vete a salvar a tu viejo, sólo pretendes cobrar!
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.- Todo el debate en torno a la Educación tiende a centrarse hoy en la figura de la Escuela (su reforma, su reorganización). Se diría que hablar de la Educación es hablar de la Escuela... Me parece que tú distingues entre los dos términos, muy en la línea de Iván Illich. ¿Es así?

En efecto. Otro dogma de la pedagogía estriba en el postulado de que “para educar es necesario encerrar”. Todas las propuestas reformistas parten de esta aceptación del encierro; y luego estudian el modo de ‘adecentarlo’, ‘dulcificarlo’, ‘amenizarlo’ - métodos, didácticas, estrategias,... Sin embargo, se trata de un “a priori” controvertible. Hay, al margen de la Escuela, un vasto campo de posibilidades de auto-formación, de auto-educación, difuso y complejo, que cubre casi todo el ámbito de la vida cotidiana, y que está siendo explotado, de hecho, por la juventud. De ahí, p. ej., esos jóvenes “sin estudios” que nos sorprenden por la solidez y riqueza de su bagaje cultural. De ahí esa sensación común de que no debemos a la Escuela el nódulo de nuestras creencias, de los conceptos que defendemos contra todo el mundo y hasta contra nosotros mismos, sino a otras instancias, otros azares, otras fuentes -los círculos de amigos, los encuentros y desencuentros familiares, el desenlace caprichoso de nuestras búsquedas intelectuales, etc.  En  estas  otras  fuentes  de  formación,  en  estos  otros  canales  de  impregnación cultural, estaba pensando Marx cuando argumentó que en las escuelas se deberían enseñar únicamente asignaturas “neutras”, como las matemáticas o la gramática, disciplinas que no admitieran divergencias de interpretación según una u otra doctrina, según éste o aquél partido. El resto, las materias “polémicas”, debería dejarse a la auto- educación  de  la  juventud,  de  la  población,  según  sus  inquietudes  e  intereses, potenciando y protegiendo los medios de ese aprendizaje informal.
Lo mismo que Marx, lo mismo que Nietzsche, lo mismo que Illich y Reimer, yo no
‘venero’ el ídolo del Confinamiento Educativo, no hago mío ese dogma. Considero, además, que, desde el punto de vista de la “resistencia”, de la “contestación”, de la “oposición” al Sistema, lo más coherente sería negar esa exigencia del Encierro, del Enclaustramiento; y trabajar para que, fuera de la Escuela, en la sociedad civil, en el extrarradio de las instituciones estatales, los jóvenes vean multiplicados los medios (los recursos, los instrumentos) de su auto-educación: colaborar, p. ej., en la creación y en el funcionamiento de ateneos, bibliotecas alternativas, asociaciones culturales, foros de discusión, revistas, galerías independientes, editoriales, colectivos de un signo o de otro, talleres de creación, etc., etc.
Reivindicar el abandono de la enseñanza estatal (y para-estatal), siempre después de un ‘recorrido’, de una práctica ‘corrosiva’, intensa y criminal, no significa, en absoluto, abdicar de la lucha cultural: significa ‘desplazar’ los acentos, salir de la órbita del Estado, echar por la borda los espejismos y las ilusiones pedagogistas... Proponer el abandono de la enseñanza tampoco equivale a dejar a los estudiantes, por así decirlo, en manos de la Reacción, a ‘traicionarlos’. Al contrario, los estudiantes no necesitan, nunca han necesitado, a los “profesores progresistas” para ‘resistir’, para combatir el Orden de la Escuela. Llevan toda la vida luchando por su cuenta; y la intromisión del profesorado
‘beligerante’ sólo ha servido para atenuar tal enfrentamiento, para asignarle otros fines, para adulterarlo... De mil maneras diversas, los estudiantes vienen negando el sistema escolar: absentismo, fraude en los exámenes, intimidación de los educadores, ludismo, huelgas, manifestaciones, desafección cotidiana, etc. En este contexto, la palabrería
‘posibilista’  (reconciliadora)  de  los  profesores  “modernos”  sólo  ha     sembrado confusión. Las pedagogías ‘reformistas’, sabido es, reforzaban el Sistema al hacerlo menos odioso. Neil, el fundador de “Summerhill”, llamó varias veces la atención sobre este extremo.
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.- Desde un punto de vista práctico, ¿no es preferible un “buen maestro”, un hombre  dialogante  y  comprensivo,  dominador  de  su  materia,  con  el  que  los alumnos de hecho sufren menos, a un “maestro tradicional”, de los de ‘palo y tentetieso’, desconocedor de su propia asignatura?

El concepto de “buen maestro” es un concepto ideológico. Le ocurre lo mismo que al de “buen padre”, o “buen empleado”, o “buen ministro”... Se llama “buen maestro” a aquel a través del cual la Escuela alcanza sus fines ‘clásicos’ -domar el carácter de los jóvenes, ideologizar, inculcar el principio de Autoridad, segregar socialmente,...- sin provocar la aversión de los estudiantes hacia el propio proceso educativo. A través de la figura  del  Buen  Maestro,  la  Escuela  aporta  su  contribución a  la  reproducción del Sistema sin correr el riesgo de despertar la oposición estudiantil. De alguna forma, el “buen maestro” constituye el éxito supremo de la Institución: incluso fuera del aula, en la calle, en un bar p. ej., allí donde los alumnos ‘rodean’ a un “buen maestro”, sigue la “clase”. Incluso fuera de la Escuela, el “buen maestro” (por haber interiorizado de forma absoluta la ‘ideología escolar’; por el papel de ‘profesor’, de ‘educador’, que hace suyo con orgullo; por los signos de ‘autoridad’ intelectual de que se inviste; por todo lo que ‘enseña’ en el plano simbólico) da escuela. Es, de alguna manera, una pequeña escuela andante, un “escolarizador” de la periferia misma de la Escuela. De ese modo, la operación pedagógica sobre la consciencia, en la que se cifra todo acto educador, pierde su carácter inmediatamente coercitivo, obvia aquel componente de ‘imposición’ molesta (de ‘artificio’ represivo) que aún conservaba en el aula. La Reforma quiere “buenos maestros” justamente para agigantar el área de influencia de la Escuela. Sólo hay una figura que le interesa tanto o más que la del “buen maestro”: la del “buen estudiante” -es decir, el joven reconciliado con la Institución, que por fin comparte la “ética” escolar, el “sentido común” docente; el estudiante ‘integrado’, ‘participativo’, ‘respetuoso’, algo más y algo menos que el empollón de siempre. Figuras, ambas, de la estupidez y de un acriticismo clamoroso, tanto una como otra (el “buen maestro” y el “buen estudiante”) se sitúan en el punto de mira del Reformismo Pedagógico.
Por ‘disfuncionales’, por ‘anacrónicos’, por mostrar a las claras todo el autoritarismo secreto  de  la  educación  institucionalizada,  por  granjearse  la  enemistad  de  los estudiantes, por exacerbar su irritación, su resentimiento, su voluntad de resistencia, etc.,   los   “malos   maestros”   (tiránicos,   incompetentes,   no-alumnistas)   tienden   a convertirse hoy en un obstáculo, una obstrucción, un escollo difícilmente salvable, un muro contra el que tropiezan una y otra vez las estrategias ‘reformistas’, los programas
‘modernizadores’ de la Enseñanza. Si tengo que elegir, prefiero a los “malos maestros”, ya que no engañan a nadie... Gracias a ellos, la Escuela funciona ‘peor’ -o sea, no es tan eficaz a la hora de dominar la subjetividad estudiantil.
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.- El Reformismo Pedagógico “oficial”, representado en nuestro país, y en nuestros días, por la LOGSE, parece en ocasiones ‘inspirarse’ en el programa de la Escuela Moderna. La necesidad de incrementar la participación del alumnado en la dinámica educativa deviene, en ambos casos, casi como una obsesión. De  hecho, este énfasis en los medios y en las formas de profundizar dicha “participación” podría considerarse como una constante, un leit-motiv, en los principales textos de renovación pedagógica. ¿Cuál sería la función de toda esa “ideología de la participación” que proyecta la Escuela en primer lugar hacia los alumnos?

La  “participación” del  alumnado, a  todos los  niveles (a  la hora de ‘diseñar’ la programación  y  de  confeccionar  el  temario,  en  la  misma  dinámica  de  las  clases
‘activas’, en la definición del tipo de examen y en los sistemas de calificación, en la gestión ‘democrática’ de los centros escolares, etc.), es, en efecto, una de las obsesiones centrales del Reformismo Pedagógico y, como sugieres, ha sido ‘asimilada’ paulatinamente  por  las  sucesivas “legalidades” educativas. La  “Escuela  Activa”  de Freinet, las recomendaciones “paidocéntricas” de los pedagogos ‘progresivos’ (aquella “educación centrada en el niño” de Ferrière, p. ej.; las experiencias de las “Escuelas Nuevas”; etc.), e incluso el énfasis en el asambleísmo y en la autogestión estudiantil que distinguiera a las llamadas “pedagogías institucionales” (Lobrot, Oury, Vásquez, etc.), han girado invariablemente alrededor de este “motivo fundamental” del Reformismo, este inocultable “acuerdo tácito” constituido por la conveniencia de involucrar a los estudiantes en la práctica educativa y de integrarlos en el aparato de gestión de la Escuela.
Se trata, siempre y por todos los medios, de “neutralizar” al estudiante como elemento de crítica y oposición a la lógica escolar. Negar la Escuela lleva a ‘defenderse’ de ella, a protegerse, a  no-colaborar, a  obstruir su funcionamiento opresivo. Participar en la dinámica de las clases y en el gobierno de los Centros supone ‘afirmar’ la Institución, transigir con ella, abdicar de la auto-protección. Aquí reside la perversidad de los proyectos  “participativos”:  conceden  al  sujeto  una  cierta  cuota  de  ‘poder’,  de
‘protagonismo’, un cierto margen de ‘autonomía’, incluso una sensación de libertad, a cambio de “insertarlo” en el funcionamiento de la Institución, de “vaporizarlo” como agente de la negación de la misma, de des-armarlo política e ideológicamente.
La ‘participación’ de los trabajadores en los beneficios y en la gestión de las empresas lleva, como es sabido, a la des-movilización proletaria, a la reconciliación de esas dos figuras estructuralmente opuestas, con intereses antagónicos, que son el Empresario y el Obrero. La  ‘participación’ de  los  estudiantes en  la  mecánica  de  las  clases, en  los
procesos de evaluación y en la regencia de los Centros aboca, igualmente, a la des- movilización estudiantil, a la reconciliación de otro par de figuras estructuralmente enfrentadas: la figura del Alumno y la del Profesor. Deleuze se ha referido a esta estrategia con un término muy expresivo: “hipocresía”. Es la hipocresía sustancial de todo Reformismo: disimular la privación de libertad, y el ejercicio despótico del poder, mediante  una  ‘concesión’  mínima  y  envenenada,  un  simulacro  de  protagonismo y autonomía. “No porque se le dé más cuerda al perro, deja éste de estar atado”, decía Martín Fierro...
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Capítulo III. “¿Qué hacer?” -la pregunta culpable.

.-  ¿Qué  hacer,  entonces,  en  la  Escuela  y  contra  la  Escuela?  ¿Cómo y  dónde concebir la posibilidad de una «educación libre», ¿Cómo lucha el anti-profesor, ese símbolo del desprecio de toda pedagogía a que aludes en tus escritos?

Por oposición al trabajo de los «educadores», a la práctica social dé los «profesores», he procurado esbozar en El Irresponsable un paradigma distinto, una ‘estrategia corrosiva’ que exige, más bien, la figura insólita del «anti-pedagogo», del «des- educador», del «contra-profesor». Esta figura no se reconoce ya en las ideas y en la praxis de un Freire, un Blonskij o un Neil. Sintoniza mejor con el gesto de un Groucho Marx que, en Sopa de ganso, nombrado Rector, confiesa su intención de que, con él, la Universidad funcione «todavía peor»; con la anti-prédica de un Zaratustra que habla así a sus discípulos: «mi consejo, realmente, es que os alejéis de mí y me evitéis»; con la maravillosa odisea interior de Heliogábalo, el «anarquista coronado» de Antonin Artaud, emperador que se viste de prostituta y se vende por cuarenta céntimos a las puertas de las iglesias cristianas y de los templos romanos...
El paradigma de la irresponsabilidad, que aboca a una práctica criminal de la docencia, exige (decía) la figura del anti-pedagogo, del contra-profesor que no pretende hacer nada, «por» los estudiantes, «para» ellos y «en» ellos -nada por el ‘bien’ de los alumnos y, de paso, por la ‘mejora’, o ‘transformación’ de la sociedad, ningún tipo de hombre que  modelar...  Sólo  así  cabe  concebir  la  “anti-pedagogía”.  El  Irresponsable  lucha
‘contra’ la máquina escolar, y aspira a provocar su avería. Es un ‘mecánico’ perverso, un destructor sin escrúpulos, un genio del sabotaje, un artista de la descomposición, un maniático del estropicio... Procura siempre transgredir la Ley desde fuera de la Moral, rebasar el ámbito de la ‘desobediencia inducida’, del ‘ilegalismo útil’, para arraigar en el dominio de lo Intolerable, de lo Inaceptable, de lo Insoportable -el lugar del crimen en la Institución. De ahí su afición al «luddismo», valorado como forma legítima de contestación, como insumisión absoluta al principio de realidad capitalista, como subversión simbólica de todo orden coactivo, como negación insobornable de la ética del Sistema. El anti-profesor en ejercicio, saboteador de la máquina escolar, simpatiza, por tanto, con el luddismo de los estudiantes (destrucción del «mobiliario escolar»: pupitres, sillas, pizarras y otros instrumentos de tortura; pero no sólo eso: también el fraude en los exámenes, la falsificación de los boletines, la intimidación de los calificadores, la burla, la chanza, la parodia, los motes, el absentismo, ‘reventar’ las clases, empujar poco a poco al docente a la neurosis, las pintadas, los robos, la risa, la agresión, la insubordinación clamorosa, la maledicencia..., formas, todas estas, de resistencia  estudiantil,  de  defensa  de  la  propia  subjetividad, del  propio  «carácter», situado invariablemente en el punto de mira de una Escuela por definición policial y de un profesorado a fin de cuentas mercenario) y lo desarrolla en su terreno, importunando y soliviantando al resto de los «enseñantes», obstruyendo -o eternizando- los Claustros, las Juntas, las Reuniones, coadyuvando al ‘extravío’ de las actas, de los documentos, de las cartas, de los ‘papeles’ oficiales, saqueando la biblioteca y regalando después los libros, denunciado a éste o aquel colega por «malos tratos» y al Inspector mismo por
«incompetente», no tomándose jamás en serio ninguna de las palabras proferidas por los
‘cargos  directivos’  del  Centro,  permitiéndose  todo  tipo  de  gestos  obscenos  y  de
‘provocaciones  simbólicas’  ante  las  autoridades  educativas,  exhibiendo  desde  el
principio un comportamiento, “inejemplar” y hasta francamente «delictivo», riéndose en la cara de todo el mundo y manifestando sin descanso un brutal olvido de sus ‘deberes’ profesionales, dando en todo momento la impresión de no temer a nada y de vivir como de paso por la Institución, jugando y rompiendo, disfrutando y violentando,... La lucha de El Irresponsable contra la Escuela asume así una extraña condición, una índole singular, escapadiza, sin duda «inmoral» (toda lucha es inmoral), trágica y festiva a la vez, abierta a la fantasía, al humor, a la imaginación, al juego, a lo gratuito, al gesto, a lo supuestamente  absurdo,  a  lo  incomprensible  e  insuscribible,  a  lo  terrorífico,  a  lo creativo, a lo patético, a lo desquiciante, a lo conmovedor -abierta, en una palabra, al arte y a la locura. Parte, en consecuencia, del Dolor; y no sabríamos decir hacia dónde apunta...
En tanto factor de desescolarización, por otro lado, el antiprofesor tiende a borrar la Escuela «en» la Escuela misma: en torno a él no hay control de la asistencia, no hay programación, no hay temario, no hay asignatura, no hay ‘dinámica’ (ni siquiera participativa), no hay examen... En realidad, en torno a, él no hay «clase», no hay Escuela.  Al  Irresponsable se  le  puede  ver  por  los  pasillos,  por  las  aulas,  por  los departamentos, no haciendo aparentemente nada (sin embargo, siempre está tramando algo,  concibiendo  algún  mal,  corrompiendo no  se  sabe  qué  cosa),  como  un  mero
«instrumento» al que los estudiantes pueden recurrir si les apetece. Así se presenta: desde el punto de vista de la transmisión cultural, como un recurso para la ‘auto- formación’ de los jóvenes, un útil que se puede usar o no; desde el punto de vista de la negación del poder, como un destructor de la máquina... De todo lo dicho se desprende que, por su oposición a la lógica docente, por su insumisión a las principales figuras legales de la Escuela (asistencia, temario, método, examen, gestión, disciplina...), por su propensión al luddismo (así como Baudrillard sostuvo «la importancia de los vidrios rotos  en  la  protesta obrera», el  Irresponsable defiende «el  interés  y el  sentido del Instituto quemado en la revuelta estudiantil»), los anti-profesores desarrollan su tarea en un ambiente de ininterrumpida «represión administrativa» -amonestaciones, denuncias, expedientes, sanciones, etc.- y cifran su ‘victoria’ absoluta, su ‘éxito’ definitivo, en conquistar la Expulsión. La estrategia. ‘corrosiva’ se concibe como un «recorrido»; tiene un principio y un final: el final que quiere es la Expulsión, única garantía del peligro de su lucha, de la verdad de su sublevación. Diría, por último, que el paradigma de la irresponsabilidad en  la  docencia,  al  que  me  sujeté  durante dos  años,  linda  con  la experiencia de la creación artística (del teatro, si bien de la Crueldad, de la poesía, aunque ‘maldita’;  de  la  literatura, pero escrita  con sangre) y es inseparable de un inquietante  proceso  esquizofrénico. Halla,  sin  duda,  en  el  Heliogábalo de  Antonin Artaud lo más parecido a un ‘modelo’...
Después   del   ‘recorrido’   por   la   «mansión   del   embrutecimiento»   (así   definía Lautréamont la Escuela), queda aún la posibilidad de una implicación en los procesos no-institucionales de ‘educación’ y de transmisión cultural: involucrarse en la retícula cultural no-estatal (centros sociales, ateneos, colectivos, editoriales no-mercantiles, asociaciones de un tipo o de otro, etc.), tener que ver con los modos y procesos de la auto-educación de la población, con las estrategias ‘informales’ de aprendizaje y socialización de la cultura. En mi opinión, la «educación libre» a la que te referías se da justamente allí donde acaba la Escuela, empieza sólo cuando acaba la Escuela...
*(1)

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.- ¿Cómo considera que se debería desarrollar una lucha, por parte de los alumnos y de los profesores, desde dentro del sistema educativo vigente y contra ese mismo sistema? ¿Se encontraría intrínsecamente ligada al placer de la destrucción- creación?

Hay  una  figura  que  me  irrita  tanto  como  la  del  “educador”  clásico:  la  del
‘metodólogo’ de la insurgencia, la del ‘experto’ en subversión, el hombre que se juzga facultado para decirnos cómo debemos y cómo no debemos insubordinarnos. Me parece que nadie debería arrogarse la función de definir “estrategias correctas”, “tipos eficaces de contestación”, “modalidades adecuadas de resistencia”, etc. Todo eso desprende un insoportable tufo a estalinismo, a una curiosa “división del trabajo” en el ámbito de la lucha (de una parte, los que piensan y se encargan de ‘establecer’ los objetivos y las maneras del enfrentamiento, la ortodoxia de la rebelión; y, de otra, los que de verdad se sublevan, la  carne cotidiana de  cañón, el  blanco material  de  las  policías y de  los jueces...). Por todo esto, no voy a responder a tu pregunta. La lucha de los alumnos es un asunto de los alumnos, y yo no voy a permitirme la infamia de pontificar sobre ella. La lucha de los profesores, me temo que no existe -yo, al menos, no la conozco... Sólo puedo hablar de lo que he sido y de lo que hecho, a veces ‘acompañado’ por otros hombres que tampoco se sentían ‘profesores’ y respetaban demasiado a los alumnos como para intentar ‘reconducir’ su insurrección. Sólo puedo hablar de la lucha de los “anti-profesores”; y ni siquiera para ‘proponerla’ como un modelo. Soy un cronista de mi propia lucha. Tuve la suerte de luchar un día, y hablo de ello. Al mismo tiempo, procuro no dejarme engañar por las pseudo-luchas de los educadores -particularmente de los “profesores reformistas”, de los “enseñantes inquietos”, los más mentirosos de todos. No me atañe definir cómo se ha de combatir la Escuela; lo mío es ‘mostrar’ una forma de insumisión y desenmascarar las falsas confrontaciones, las batallas amañadas, del  Reformismo  Pedagógico,  de  los  docentes  ‘revolucionarios’,  de  los  enseñantes
‘comprometidos’, de todos aquellos que se instalan en el aparato educativo (vale decir, en el Prestigio y en la Nómina) y, desde esa posición de poder, ‘soldados’ a los fines y a los procedimientos del Estado, todavía se atreven a presentarse como luchadores anticapitalistas, o “antiautoritarios”, o “anti-sistema”. ¡Terrible hipocresía, la de estos funcionarios  de  la  desigualdad  y  de  la  opresión  que  hablan  de  la  necesidad  de
‘transformar’ la sociedad y proclaman dedicarse a ello desde sus puestos mercenarios de trabajo! ¡Terrible engañifa, la que arrastra el concepto mismo de una “lucha de los profesores”! Nadie lucha menos que los profesores: la esencia de su práctica consiste en pasar a cuchillo hasta la menor raíz de una resistencia legítima...
El paradigma de la irresponsabilidad en la Enseñanza exige, más bien, la figura del
‘antiprofesor’, del ‘des-educador’, del ‘contra-pedagogo’ inejemplar. Y es cierto que, desde su radicalismo (violación de la Ley desde fuera de la Moral, voluntad de Crimen), desde su explícita afición al luddismo, se halla intrínsecamente ligado al placer de una
‘destrucción’ que es al mismo tiempo ‘creación’... Por otra parte, se concibe como un
‘recorrido’; y abomina del arraigo, del enquistamiento en el aparato educativo: para su final quiere la Expulsión. Durante todo el trayecto, tiende puentes hacia el arte, hacia la imaginación  crítica,  hacia  la  poesía  de  la  desestabilización. No  ‘enseña’  a  luchar; desengaña de las luchas aparentes... Hay días en los que me veo tentado de añadir que este paradigma requiere, a la vez, el privilegio de la locura y la única nobleza verdadera, que ha sido siempre la nobleza del dolor...

.- ¿Cómo cabe caracterizar el “arte de hacer pensar” de que habla en su libro?
¿Por qué anota que esa práctica debería extender su influencia a todos los ámbitos del espacio socio-institucional -fábricas, familias, hospitales, cárceles,...?

Aunque  el  Irresponsable  procura  no  intervenir  en  la  conciencia  del  estudiante, tampoco ignora que, por la mera lógica de la “exposición” circunstancial a su discurso, de los “encuentros” que se producen entre él y el alumnado, siempre quedará un ‘resto’ de influencia, un ‘poso’ de incidencia sobre la subjetividad de los jóvenes. Como mal menor, reorienta ese inevitable residuo de poder a fin de que, por una vez, no trabaje para la “divulgación de la cultura”, para la “transmisión del saber” -eufemismos cínicos que ocultan, sin más, una labor de adoctrinamiento de la población, de ideologización del  colectivo  escolar,  de  difusión  de  los  mitos  del  Sistema.  Lo  que  busca  el
‘antiprofesor’ es algo muy distinto, y que lo pone a salvo de los desvelos proselitistas todavía perceptibles en las “Escuelas Alternativas” (aún reconociendo el mérito y el valor de la obra de Ferrer Guardia, ¿podemos negar que desde el principio se vio tiznada de un decepcionante anhelo ‘proselitista’?): busca la provocación intelectual, la conmoción crítica del receptor, ese “hacer pensar” a que te refieres... No se presenta como el portador privilegiado de un conjunto de ‘verdades’ desenmascaradoras, desmitificadoras, explosivas -de hacerlo así no podría sustraerse a la lógica adoctrinadora-, sino como un artista de la descomposición de las certidumbres, un gran suscitador de la “expectación reflexiva”.
He dicho “artista” porque esta meta difícil del hacer pensar no está al alcance de una determinada ‘metodología científica’,  no  puede  ser  garantizada por  ningún sistema pedagógico, por ninguna propuesta didáctica. La Didáctica, lo Pedagógico y el Cientificismo, a pesar de sus declaraciones auto-justificativas, han perseguido siempre la impregnación ideológica de la sociedad, la conversión de la “ideología dominante” en sentido común, en conciencia anónima, en verosímil popular. Gramsci, Horkheimer, Barthes y Althusser han aludido convincentemente a este efecto ‘ideologizador’ de las prácticas científicas y culturales... “Hacer pensar” no es un objetivo que de verdad interese a tales prácticas; ni siquiera estaría en sus manos, en el caso insólito de que un día se sublevaran contra sus señores, el Estado y el Capital. Sólo al arte le ha sido concedido ese poder fascinante de sembrar la desconfianza y movilizar las energías intelectuales del receptor. Sólo el arte puede llevarnos a aquel “adiestramiento en el olvido de lo ajeno y en el placer de la opinión personal, regreso a las primeras preguntas y a las respuestas que no se han dado, reconquista de la afirmación huérfana y del primitivo orgullo de hablar por uno mismo” a que aludía en mi ensayo. La mejor literatura, la pintura y la escultura no-complacientes, el teatro más cruel, incluso el cine consciente de su especificidad, han conseguido manifiestamente ese efecto... Por ello hablaba de un “arte del hacer pensar”; y por ello el Irresponsable se aleja de la docencia y atenta contra la Escuela por los caminos de la creación artística.
Considero que este propósito de no ‘infundir’ un determinado pensamiento, de no
‘inculcar’ un sistema ideológico dado, y, a la vez, sembrar el principio de desconfianza, la vocación de disentir, es el único que merecería la pena generalizar por el resto de las instituciones   sociales   y   de   los   espacios   de   dominación,   familias,   hospitales, manicomios, cárceles, fábricas, cuarteles, etc. En todos estos recintos, la lógica implacable de la repetición del saber (saber psicológico, saber  médico, saber sindical,
saber penal, etc.), habiendo forjado ya una ideología profesional -ese discurso empobrecido y empobrecedor de los médicos, los psiquiatras, los sindicalistas, el funcionariado de prisiones,...-, un endurecido sentido común laboral, sólo puede combatirse desde aquella invitación, artísticamente inducida, a una “búsqueda del discurso virginal y de la interpretación salvaje, del relato que no se moverá más al abrigo de la cita porque querrá retornar a la indefensión de la piel desnuda y sabrá agradecer el estímulo del frío verdadero” - y no mediante el simple enfrentamiento con un conjunto ‘adverso’ de postulados ideológicos y de aseveraciones doctrinales supuestamente ‘críticas’. “Hacer pensar”: parece sencillo, pero es hoy lo más difícil del mundo...
*(3)

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.- No nos gusta estar de brazos cruzados; y, mientras llega el anhelado cambio,
¿qué podemos hacer?

Para empezar, no volver a formular esa pregunta. No volver a plantearla porque, en rigor, nadie tiene derecho a responderla. Sobran ya los “metodólogos de la lucha” que nos señalan los caminos y los modos de la contestación; sobra la Vanguardia Ilustrada; sobran los “especialistas en resistencia social”; sobran las “minorías esclarecidas” que creen saber lo que se debe hacer en este mientras tanto. Se acabó, por fortuna, el tiempo de los Catecismos Revolucionarios, de las Sagradas Escrituras de la Rebeldía, de la Estrategias Objetivamente Correctas y de los pedantes que se afanaban en responder a la pregunta leninista –“¿qué hacer?”.
Estamos solos, en este “mientras tanto”. Y somos autónomos. Ninguna “luz” vendrá de fuera...
Lo que decidáis hacer es asunto vuestro: no me permitiré la infamia de recomendaros nada. Bastante tengo con procurar orientarme en estas tinieblas mías de la contradicción y vislumbrar los medios de mi propia e incierta lucha...
*(4)

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.- Algunos pensamos ser futuros maestros... ¿Qué consejo podrías darnos?

Ningún consejo. O, a lo sumo, el de Zaratustra: “Mi consejo, realmente, es que os alejéis de mí y me evitéis”.
Pero sí que me gustaría alertaros sobre un peligro que os va a acechar de inmediato: el peligro del autoengaño, de la autojustificación, de la racionalización de una práctica infame y un empleo mercenario. Ya debéis saber que vais a ser contratados por el poder, por el Capital y por el Estado, para llevar a cabo los cotidianos y terroríficos “trabajos sucios”  sobre  la  subjetividad  de  los  jóvenes;  ya  debéis  saber  que,  como  Faustos menores, vais a vender vuestra alma al Diablo. Os redimiría de algún modo que, en ese trance, manchadas las manos y alquilada la conciencia, por lo menos no os engañaseis... Ojalá pudierais no existir. Ojalá pudiéramos no existir. Me temo que, andando el tiempo, la culpabilidad y el patetismo os hará exclamar aquello que también yo repito y me repito: “vivo en el cráter de un volcán y, de vez en cuando, amenazo con irme”...

.- ¿Es posible una práctica “anarquista” de la docencia? ¿En qué sentido Heliogábalo, el “anarquista coronado” de Antonin Artaud, se ha constituido, como reconoces, en el inspirador de el Irresponsable, tu prototipo de anti-profesor en ejercicio?

La práctica anti-pedagógica, anti-profesoral, de el Irresponsable ha tomado en parte como  modelo,  ciertamente,  a  Heliogábalo,  el  “anarquista  coronado”  de  Antonin Artaud...
Así  como  Heliogábalo  es  un  “anti-emperador”  que  ejerce,  aparentemente,  de emperador; el  Irresponsable es un “anti-profesor” que, según dicen, se dedica a la enseñanza. Así como aquél cuestiona todo el orden político-social, y moral, del Imperio Romano; éste atenta contra el Orden de la Escuela y la ‘ética’ educativa. Así como Heliogábalo no tiene “nada” que hacer por sus súbditos y, en el fondo, sólo los contempla como ‘público’; el Irresponsable “nada” hace por sus alumnos, en quienes a menudo no sorprende más que a unos ‘espectadores’. Así como aquél introduce el teatro y la poesía en el trono de Roma (contra el trono de Roma); éste concibe su práctica corrosiva como ejercicio de la creación artística. Así como se pudo decir de aquél que estaba “loco”, se podrá considerar que a éste la esquizofrenia lo constituye. Así como Heliogábalo, según Artaud, no fue “un loco”, sino un “libertario”, y un “libertario” irrespetuoso, en lucha contra el Sistema desde la cúpula del mismo; el Irresponsable, en mi opinión, es mucho más que “un esquizo”, y su trabajo responde exactamente a lo que cabría esperar de una práctica “antiautoritaria” de la docencia, vuelta contra el hecho mismo de la docencia. Y así como aquél “se hizo asesinar” para poner punto y final a su terrible  odisea  interior,  éste  pretende  “hacerse  expulsar”  para  que  el  aparato  no encuentre nunca la forma de ‘integrarlo’.
“En la primera reunión un poco solemne, Heliogábalo (nos cuenta Artaud) pregunta brutalmente a los grandes del Estado, a los nobles, a los senadores en disponibilidad, a los legisladores de todo tipo, si también ellos han conocido la pederastia en su juventud, si han practicado la sodomía, el vampirismo, el sucubato, la fornicación con animales, y lo hace en los términos más crudos. Desde aquí vemos a Heliogábalo maquillado, escoltado por sus queridos y sus mujeres, pasando en medio de los vejestorios. Les palmotea el vientre y les pregunta si también ellos se han hecho encular en su juventud...
‘Y éstos -comenta el historiador Lampridio-, pálidos de vergüenza, agachan la cabeza bajo el ultraje, ahogando su humillación’.” El Irresponsable   apoya su mano en el hombro de sus ‘compañeros’, les guiña un ojo y les pregunta: “¿Qué? ¿A cuantos os habéis cargao esta vez? ¿A casi toda la clase? ¡Eso está bien, toda la clase suspensa!
¡Así se hace!”. Heliogábalo se viste de prostituta y se vende por cuarenta céntimos a las puertas de las iglesias cristianas y de los templos paganos. Atenta así contra la figura misma del Emperador, contra la ‘dignidad’ del trono -y contra la religión, contra la moral...Un “anti-profesor” disfrutó en secreto el día en que sus alumnos, poniéndole una navaja  de  afeitar  en  la  garganta,  le  sugirieron  que  ésa  era  la  manera  correcta  de
‘consensuar’ las calificaciones. Como dio a todo el mundo “sobresaliente” (y había
‘razones’ para ello: la navaja estaba muy afilada), los muchachos, apiadándose de él, se limitaron a  afeitarle  el  bigote y la perilla. Dando lugar a esto, haciéndolo posible conscientemente, el anti-profesor atenta contra la figura misma del Educador y contra la supuesta ‘dignidad’ de  su  función -y,  de  paso,  atenta  contra  el  examen, contra la
calificación, contra la ‘ética’ escolar... Al poco tiempo de llegar a Roma, Heliogábalo echa a los hombres del senado y pone mujeres  en su  lugar. Nombra a un bailarín a la cabeza  de  su  guardia  pretoriana;  y  sitúa  en  puestos  de  alta  responsabilidad  a  un muletero, a un vagabundo, a un cocinero, a un cerrajero. Elige, en fin, a sus ministros por  la  enormidad  de  su  verga...  Heliogábalo,  dice  Artaud,  “trastorna  el  orden establecido, las ideas recibidas, las nociones comunes de las cosas. Realiza una anarquía minuciosa y muy arriesgada, puesto que se descubre a la vista de todos. Se juega la piel, para  decirlo  en  pocas  palabras.  Y  esto  es  cosa  de  un  anarquista  valeroso.”  Un
‘irresponsable’, en cierta ocasión, recogió a un vagabundo borracho de la autovía y, retribuyéndole con mil duros, lo nombró su sustituto para las clases de “ética” de la jornada. Hizo lo mismo más tarde con una extraña ama de casa, adúltera y esquizofrénica; y con un joven ‘inejemplar’, ex-presidiario, ex-desertor, delincuente en activo... Heliogábalo había proyectado -cuenta el historiador Lampridio- “establecer en cada ciudad, en calidad de prefectos, a gente cuyo oficio sería corromper a la juventud. Roma habría tenido catorce; y lo habría hecho, si hubiera vivido más tiempo, decidido como estaba a  enaltecer lo  más  abyecto y hacer honorables a  los  hombres de  las profesiones más bajas.” El anti-profesor detesta a los “delegados de curso” serios y razonables; prefiere instituir, en su lugar, “comités de fuga” enloquecedores, destemplantes. De entre los alumnos, le indignan los ‘aplicados’, los ‘estudiosos’, los
‘responsables’; y tiende a simpatizar con los ‘inasimilables’ y los ‘revienta-clases’. Como señala Artaud, “es fácil culpar a la locura y a la juventud por todo aquello que, en el caso de Heliogábalo, no es más que el rebajamiento sistemático de un orden, y responde a un deseo de desmoralización concertada. En Heliogábalo veo no a un loco, sino a un insurrecto. Su insurrección es progresiva y sutil, y primero la ejerce contra sí mismo.” Profundizando en esta empresa de desorganización moral, de degradación de los  valores, el  anti-emperador hace  cosas difíciles  de  ‘interpretar’, de  ‘asumir’, de aprehender ‘racionalmente’: castra a buena parte de los parásitos de la Corte, nobles, consejeros,  potentados, etc.,  y arroja  sus  miembros,  junto  con  granos de  trigo,  en pequeñas bolsas, desde las torres de su Palacio, el día de las fiestas del dios Pitio. “Nutre a un pueblo castrado”, interpreta Artaud... También los anti-profesores, en su lucha contra la moral educativa, en su práctica corrosiva, hacen cosas difíciles de ‘justificar’, como sustraer los estúpidos maletines de sus ‘compañeros’, atormentar meditadamente a los ‘directores’ de los Centros, embozar los desagües de los lavabos, pegarle fuego a las Actas de Evaluación o sabotear las reuniones del Consejo Escolar... Ahora bien, no suelen equivocarse de objeto: no suelen ‘afectar’ a los alumnos. Se puede decir de ellos lo que dijo Artaud a propósito de Heliogábalo: “Su tiranía sanguinaria, que jamás se equivocó de objeto, nunca afectó ni atacó al pueblo. Todos aquellos a quienes Heliogábalo envía a galeras, castra o flagela, los extrae de entre los aristócratas, los nobles, los pederastas de su corte personal, los parásitos de palacio,...” Heliogábalo, en fin, introduce el teatro y la poesía libres en el trono de Roma: “Su pasión por el teatro y la poesía en libertad se manifestó especialmente con ocasión de su primer casamiento. A su lado, y durante todo el tiempo que duró el rito romano, colocó a una decena de energúmenos borrachos, que no dejaban de gritar: ‘¡Perfora! ¡Introduce!’, ante el gran escándalo de los cronistas de la época, que omiten describirnos las reacciones de su novia.” El Irresponsable, por su parte, cuando toma la palabra en la Institución no lo hace para ‘exponer’, para ‘ilustrar’, para ‘formar’; sino, dentro de las coordenadas del Teatro de la Crueldad, para ‘crear’, ‘estremecer’, invitar a la risa o al llanto, configurar una obra artística que debería conservar el poder de herir...
Desde una perspectiva de “negación del Sistema”, de rechazo del Capitalismo, todo profesor franco consigo mismo en medio de su insumisión, insobornable, ha de reconocerse  en  posición  de  anarquista  coronado.  La  figura  del  Educador,  del Enseñante, del Profesor, es, en sí misma, una figura de poder, una figura autoritaria. Por ello, un profesor genuinamente “crítico”, capaz de una despejada “autopercepción”, debe negarse en primer lugar a sí mismo como engendro del poder y fuente de la autoridad; debe “auto-destruirse” al modo de Heliogábalo, ejercer contra lo que representa, de-sacralizarse, construirse como anti-profesor ‘magistral’, contra-educador inadmisible, ridículo. En cierto sentido, ha de convertirse en “víctima” de sus alumnos. De lo contrario, se adhiera a la ideología que se adhiera, continuará funcionando como propagandista psíquico del Sistema, agente dominado de la Dominación, modelo de autoridad y de jerarquía, lo mismo en el aula que en el bar, no menos en la calle que en el Centro...
Todo esto lo sabe el Irresponsable, que aspira a que algún día se pueda decir de él lo que Antonin Artaud sostuvo a propósito de su maravilloso, y quizás soñado, “anti- emperador”: “Se ensaña sistemáticamente, ya lo he dicho, en la destrucción de todo valor y de todo orden(...). Y es aquí donde se le ve palidecer, donde se le ve temblar, en busca de un brillo, de una aspereza a la que aferrarse ante la horrorosa fuga de todo. Es aquí donde se manifiesta una especie de anarquía superior, en la que arde su profunda inquietud; y corre de piedra en piedra, de brillo en brillo, de forma en forma, de fuego en fuego, como si corriera de alma en alma, en una misteriosa odisea interior que nadie ha vuelto a emprender después de él.”
*(2)

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Capítulo IV. Pedagogía ¿libertaria?

.- ¿Puede la pedagogía libertaria suministrar los fundamentos teórico-prácticos de una Nueva Escuela deseable?

Llegados a este punto, me veo obligado a mostrar mi cara más antipática... Me parece que la Nueva Escuela “oficial” del mañana, la Escuela Reformada de la “post- democracia”, se va a nutrir precisamente de los fundamentos y las técnicas de las escuelas libertarias contemporáneas -simulacro de ‘libertad’ en las aulas, ‘participación’ de los alumnos en el gobierno de los Centros y en la dinámica de las clases, invisibilización del poder profesoral, etc. Y que, de ese modo sutil, blando, alumnista, se capacitará para satisfacer “mejor” los requerimientos político-ideológicos y psico- sociológicos del Sistema. Y, con esta idea, que contraviene los presupuestos y las prácticas de las llamadas “Escuelas Libres” (tipo ‘Paideia’), no me sitúo, en absoluto, fuera del movimiento anarquista -en todo caso, me distancio de una fracción del mismo,
‘constructivista’ en el dominio pedagógico.
En la actualidad, las sensibilidades ácratas ante el problema de la Escuela se bifurcan en dos grandes orientaciones: para unos, se trata de “inventar” una Nueva Escuela, radicalmente distinta a la “oficial”, aprovechando el legado de Ferrer Guardia, de los pedagogos libertarios de Hamburgo, de experiencias como la de ‘Summerhill’, etc. Esta es la opción constructivista... Para otros, por el contrario, el mal radica en la ‘forma’ misma, en la Escuela en sí, en el hecho de la escolarización “obligatoria” (y en el prejuicio subyacente de que “para educar es necesario encerrar”). Desde esta perspectiva, toda ‘reforma’ de la Escuela y toda ‘invención’ de una Nueva Escuela (por muy “libre” que se predique) sirve a los intereses del Estado y del Capital, y sólo propende una optimización del rendimiento político e ideológico de la Institución. Esta es la opción desescolarizadora, avalada por autores como Illich y Reimer, entre otros. Hombres  y  mujeres  anarquistas  se  rompen  hoy  la  cabeza  procurando  diseñar  una Escuela no-opresiva, no-autoritaria, no-domesticadora; y, al mismo tiempo, otros hombres y mujeres no menos anarquistas luchan por arrancar sus hijos de las garras de la Escuela y proveerles de la educación que necesitan sin transigir por ello con el “encierro” -educación por la familia, educación en la comuna, colectividad educadora, auto-educación,... Durante estos últimos meses he tenido ocasión de conversar con partidarios de una y otra corriente: compañeros libertarios involucrados en experimentos pedagógicos anti-autoritarios (“Escuelas Libres”, “Escuelas Convivenciales”, etc.); y compañeros anarquistas empeñados en hacer viable, para sus hijos en primer lugar, aquella educación sin Escuela...
Yo trabajo en la línea de una crítica radical de la Escuela, de todo tipo de Escuela; y no puedo simpatizar por ello con los afanes “constructivistas”. Gusto de presentarme como  un  “anti-profesor”,  un  “desescolarizador”.  Apunto  hacia  un  nuevo  ejercicio político de la corrosión en la Enseñanza, hacia la culminación, como te decía, de un
‘recorrido’ subversivo, incordiante, empeñado en la conquista de la Expulsión. Y soy partidario de un fomento consciente, sistemático, infatigable, de los distintos medios e instrumentos de la auto-educación de la juventud -formas de transmisión de la cultura, de socialización del saber, independientes de la Escuela, desligadas del Estado, como los ateneos, las distribuidoras, los colectivos, las bibliotecas alternativas, las revistas y las editoriales no-capitalistas, etc. Hay, al margen de la Escuela, un vasto campo de
recursos para la auto-educación de la juventud, de la población, que garantizan hoy la posibilidad de una transmisión no-vigilada de la cultura. Procuro implicarme en ese proceso, apoyar en la medida de mis posibilidades el nacimiento y la consolidación de estas entidades culturales hostiles al aparato del Estado, y favorecer una expansión de los medios y las ocasiones para el aprendizaje informal, para la divulgación no- institucional de los conocimientos. No soy un iluso: no espero milagros de esta pequeña retícula cultural no-escolar. Pero, en mi opinión, nada cabe esperar de las experiencias escolares alternativas, nada desde el punto de vista de la ‘resistencia’ anticapitalista... Mi corazón me dice que “lo libertario” en la Escuela no es ‘reformarla’ y ‘preservarla’, sino ‘convulsionarla’ y ‘abandonarla’.
*(3)

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.-¿Cuál sería el ideal de Escuela para ti? ¿Existiría?

Una escuela sin maestros, sin profesores, sin educadores. Una escuela sin alumnos... La “maldad” de la escuela no reside, por así decirlo, en la arquitectura, sino en la posiciones de subjetividad que prescribe, en las prácticas sociales que la recorren. Allí donde hay un “profesor”, y un “alumno” se le acerca, en el aula o en el bar, en el pasillo o  en  la  calle,  se  reanuda  la  “clase”,  se  da  “escuela”.  El  profesor  es  una  escuela ambulante, esté donde esté, de día y de noche, los lunes lo mismo que los domingos...
Sin profesores y sin alumnos (por tanto, sin horarios, asignaturas, exámenes,...), la estructura física de la escuela recupera su inocencia: pasa a ser un útil, una herramienta, un medio para la auto-educación de la juventud, un depósito de materiales culturales,... Lo terrible es que toleremos la existencia de “educadores”. Cifro mi ideal en un exterminio casi apocalíptico de toda esa plaga de maestros, profesores, enseñantes, pedagogos, educadores y otros sojuzgadores de la juventud.
*(4)

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.- Durante la II República, en todos los pueblos de la provincia de Sevilla en los que había arraigado la C.N.T. existía, auspiciada por esta organización, una Escuela. Según el relato de nuestros viejos, en ella eran los propios trabajadores los que abordaban y exponían, de forma rotativa y en función de la época, los temas que despertaban su interés. Sin maestros profesionales y en la abolición del dualismo profesor/alumno,   estas   “escuelas”   (que,   por   su   precariedad,   hoy   no   se considerarían dignas de tal nombre) aparecían como auténticos refugios de la transmisión cultural no regulada por el Estado, verdaderas herramientas para la auto-educación de los trabajadores... ¿Qué opinión te merece este modelo, tan alejado de las prácticas ‘docentes’ contemporáneas?

No conozco el asunto lo suficiente como para poder responder a tu pregunta. Te diré sólo una cosa: no tengo nada que objetar a las experiencias ‘educativas’ que arraigan de forma deliberada en lo informal, que no se institucionalizan, que no se miran en el “espejo” de la Escuela (con su reparto de funciones; sus profesores y sus alumnos, separados  y  delimitados;  su  control  de  la  asistencia;  sus  temarios  prescritos;  sus
‘exámenes’, de un tipo o de otro; su afán adoctrinador, su obsesión proselitista; su
exigencia  del  ‘encierro’,  de  la  ‘clausura’,  de  las  cuatro  paredes  insuperables;  sus
‘reglamentos de orden interno’; etc.). En la medida en que la experiencia educativa de que me hablas no calcara el modelo de la Escuela, no se desviviera por obtener el beneplácito del Estado, y constituyese en sí misma un “factor de desescolarización”, cuenta con toda mi simpatía, con mi adhesión. Pero nunca podemos excluir la otra posibilidad: que, aún al  amparo de  una ideología anticapitalista, y en  un contexto
‘revolucionario’ o ‘post-revolucionario’, se re-institucionalice la vieja Escuela de siempre, la Escuela burguesa, la Escuela del Capitalismo, como ocurrió en la URSS con las “colonias educativas” de Makarenko...
*(2)

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.- Para finalizar, ¿qué opinión te merecen los esfuerzos de determinados padres, profesores y padres/profesores que, desde los márgenes del sistema, intentan desarrollar modelos alternativos de educación, de inspiración libertaria?

Yo trabajo en la crítica del Reformismo Pedagógico, y las experiencias a que te refieres (las llamadas Escuelas Libres, tipo “Paideia”) no constituyen, en mi opinión, más que una formulación, una modalidad, de ese ‘reformismo’. Como anti-profesor, como anti-pedagogo, como desescolarizador, no puedo solidarizarme con los modelos “alternativos” de que me hablas, que tienden todavía a legitimar las figuras -para mí odiosas-  del  Maestro,  de  la  Escuela,  del  Saber  Pedagógico.  A  mí  me  interesa  la
‘destrucción’ de la Escuela, no la ‘invención’ de una Escuela Nueva que, por muy “libre”que  se  presente,  coincide  casi  exactamente,  en  sus  rasgos de  fondo, con  la Escuela de siempre -las diferencias son sólo ideológicas, o retóricas. Todo cuanto he sostenido en contra del Reformismo Pedagógico resulta aplicable, p. ej., para el caso de “Paideia”, en la que no consigo ver más que un poco de cristianismo (no asumido, por supuesto) y un mucho de estalinismo. ¿Hay en “Paideia” también anarquismo? Yo creo que no. Hoy por hoy, me represento a “Paideia” como una escuela confesional privada, una organización para-estatal que no supone el menor peligro para el Sistema. A estas conclusiones me abocó la lectura de los “Manifiestos de Verano” de dicha Institución...
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Capítulo V. Implicaciones

.-  A  menudo se  alega  que  la  resistencia anticapitalista debe  “apoderarse” del Lenguaje. Pero ¿de qué forma? ¿Elaborando uno propio? ¿O arrebatándoselo, de un modo o de otro, no acierto a ver la manera, a sus poseedores?

En este asunto yo soy bastante más pesimista. Me parece que hace mucho tiempo que el Lenguaje se apoderó de nosotros, hasta el punto de que hoy ya no somos más que las palabras que nos hablan. Somos hablados por el Lenguaje; y lo peor de todo es que ese lenguaje encarnado en nosotros es un lenguaje discriminador y segregador, que arrastra la mácula de la dominación, del sexismo, de la xenofobia, del exterminio de la diferencia,... Nietzsche fue uno de los primeros en advertirlo, con una observación certera, fulminante: “Me temo que nunca nos desembarazaremos de Dios, pues todavía creemos en la Gramática”. También le pertenece una frase inequívoca, que señala el origen de todos estos males del lenguaje: “Desde siempre ha estado, entre las prerrogativas del Señor, la de poner nombres a las cosas”. De alguna forma, con estas dos referencias del “viejo martillo filosófico”, ya está casi todo dicho acerca de la perversidad del Lenguaje: teniendo su origen en la desigualdad y en la dominación de unos hombres por otros, en la violencia y en el ejercicio del poder, es ya todo su cuerpo el que se halla infectado, corrompido, y no sólo la semántica. La responsabilidad del Lenguaje en la reproducción de la dominación no deriva sólo del “significado” de las palabras que proferimos cotidianamente, de sus connotaciones ‘belicistas’ o ‘racistas’, de las implicaciones ‘sexistas’ de ésta o aquélla terminación; es también -y sobre todo- un asunto de orden sintáctico, de orden gramatical. Desde su misma raíz, el Lenguaje está investido de odiosos efectos de poder y de segregación. Es tan profundo su mal, que ya no admite reforma. Por añadidura, las condiciones sociales y políticas en que se desenvuelve nuestra existencia contemporánea aseguran que todo otro lenguaje que podamos inventar acusará semejantes deficiencias, la misma sustancial malevolencia. No está en nuestro poder elaborar, de un día para otro, un lenguaje libre de culpa. Nuestra sociedad está enferma, nuestro corazón podrido, de las relaciones de poder y de explotación no escapa ya ni el más olvidado de nuestros órganos,... Cualquier lenguaje que seamos capaces de concebir se verá afectado (constituido) por este poso de la barbarie y de la explotación que no logramos sacudirnos. Más aún: será un arma, un instrumento, de esa barbarie y de esa explotación...
¿Qué hacer, entonces? Prefiero que cada cual responda a esta cuestión a su manera. Unos se dedicarán a ‘marcar’ el lenguaje con signos que constantemente delaten la iniquidad de sus intenciones y la bajeza de sus orígenes (corregirán las terminaciones, invariablemente  ‘masculinas’,  o  las  complementarán  con  las  femeninas correspondientes; borrarán determinados vocablos de su léxico y los sustituirán por
‘otros’ menos nocivos; etc.). Y es ésa una empresa loable, con la que resulta imposible no simpatizar. Pero es una empresa insuficiente... Otros procurarán ‘destruir’ en sus obras este Lenguaje sucio que nos asfixia, desmembrándolo, invirtiéndolo, pervirtiéndolo,... Y es éste un “gesto” que no carece de interés, sin duda saludable. Pero sólo un gesto, una metedura de dedos en el ojo del Lenguaje, acción tan atrevida como insuficiente. Algunos no harán nada, y seguirán utilizando resignadamente un Lenguaje contra el que, a fin de cuentas, acumulan los mismos cargos que contra el Trabajo, la Familia  o  la  Casa.  Y  ¿quién  va  a  lanzar  contra  ellos  la  primera  piedra  de  la
desaprobación, si todos bajamos cotidianamente la cabeza ante algo o alguien y por desgracia sabemos de ‘resignaciones’ varias? Yo he optado por recorrer el Lenguaje armado  de  intenciones  insumisas,  desangrándolo de  metáforas  y  enfrentándolo  sin descanso a  las  miserias de  su condición servil. Y  es  el  mío  un proceder también insuficiente, en alguna medida resignado, probablemente poco más que un gesto... Pero
‘creo’ en esta lucha contra el lenguaje y en el lenguaje, con el lenguaje y por el lenguaje; ‘creo’ aún -no sé hasta cuándo- en la necesidad de una escritura sublevada...
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.- ¿Por qué hay que ser irresponsable?

La noción de “responsabilidad” se desprende de un concepto metafísico de Hombre. Exige, en primer lugar, el postulado de la unicidad de la conciencia, de la identidad e inalterabilidad sustancial del sujeto. Presupone, también, que al individuo le cabe, en medida suficiente, una libertad real de obrar, una autonomía concreta en el escenario histórico. Sin embargo, a partir del desplazamiento epistemológico operado por las tesis de Marx, Freud y Nietzsche, como señalara Foucault, esa concepción logocéntrica se ha visto definitivamente desacreditada. ¿Cómo responder de mis actos si desconozco a casi todos los hombres que soy (esa pluralidad contradictoria que me constituye), si mi subjetividad es un conflicto y un devenir, un descentramiento y una dispersión radicales, una danza errática de desgarramientos y escisiones? ¿Cómo responder si aparecemos tal meras marionetas de las circunstancias sociales, productos de lo históricamente dado, si somos “pensados”, “hablados” y “movidos” por la sombría organización de lo real, dibujo en la arena de la playa que borra la primera ola, hojarasca a merced de cualquier viento?
Por añadidura, el concepto de “responsabilidad”, instituido sobre esa mentira trascendental, ha sido utilizado durante siglos por la Moral dominante, alojándose en el principio de  realidad  capitalista,  en  el  “sentido común” de  la  clase  política, en  el “verosímil ético”, como diría Barthes, de los poseedores y de las poblaciones integradas. De su mano, se nos ha querido educar en la obediencia axiológica y en la subordinación psíquica, en la aceptación de un código onto-teo-teleológico reclutado para la salvaguarda  de  lo  existente;  con  su  ayuda,  se  logró  adiestrarnos en  la  repugnante disciplina de la auto-constricción y la auto-vigilancia, en una indefinida “rendición de cuentas” ante un espejo interior en el que se reflejan sin descanso las más odiosas figuras de la policía social anónima (Horkheimer).
Lejos de ese dominio de embustes para-religiosos y asechanzas represivas, lanzando cabos a la creación artística y al juego que desmitifica, a la poesía de la destrucción en suma, la “irresponsabilidad” consciente de sí misma, orgullosa de sí, desata, libera, disgrega, complica, estorba, asusta, huye y ayuda a escapar. Sólo en la “irresponsabilidad” habita hoy, como en un atentado contra todo orden social, el peligro y la disidencia de fondo, la insumisión abisal, el “buen diablo” de la rebeldía insobornable. Lamento no poder profundizar, por la naturaleza de esta entrevista, en un asunto tan importante... Añadiría, no obstante, que aspiro a poder declararme algún día “felizmente irresponsable de todos mis actos”.
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-. En este mundo, ¿hay capitalismo o imbecilismo?

Creo que, en el ámbito del pensamiento, sí se está registrando un proceso de imbecilización, una suerte de progresiva idiotización que se cobra sus mejores piezas entre los intelectuales, los funcionarios, los educadores, los políticos, los psicólogos, los sociólogos, los psiquiatras,... Basta con repasar la producción teórica y filosófica del llamado Pensamiento Único, del liberalismo-ambiente, para darse cuenta de que, a lo sumo, se trata de “pequeños debates entre imbéciles”. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las obras de Giddens, Gray, Rorty, Taylor, Habermas, Walzer, Rawls, Gellner, Macintyre, Sandel, Michelman y tantos otros en la esfera sociológica y politológica. Me estoy refiriendo, en concreto, a la “crema” de la reflexión occidental, una publicística sorprendente y definitivamente idiota...
A la decadencia de Occidente, a la lenta pero indisimulable crisis terminal del Capitalismo, a los estertores de nuestra Cultura, les está correspondiendo, entre los vapores  irrespirables  del  conformismo y del  escepticismo,  un  resplandor filosófico minimalista, esquelético, una insuperable anemia, un agotamiento insondable y una devaluación absoluta en la producción intelectual –lo que, en El enigma de la docilidad, denominé Pensamiento Cero o “pensamiento ausente”, la reflexión de la imbecilidad que se desconoce a sí misma...
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.- El alumnado padece los efectos del autoritarismo escolar, de la familia opresiva, del trabajo alienante, etc., y no siempre ‘reacciona’ ante ello. ¿Se debe, tal vez, a una auto-coerción, como a veces sugiere en su texto?

Creo que en gran medida sí. Pero aclarando enseguida que se trata de una “auto- coerción” inducida, una “auto-represión” trabajada, estudiada, promovida desde fuera. Nietzsche lo dijo: el estudiante es una víctima culpable. Existen, hoy por hoy, la auto- coacción y la coacción externa, la auto-domesticación y las estrategias ‘exteriores’ de sujetación, siempre alimentándose unas de otras, sosteniéndose mutuamente: consentimos el horror de lo de ‘afuera’ por la fortaleza de las mordazas interiores, de las auto-vigilancias personales, y, al mismo tiempo, esa iniquidad de lo real, esa infamia de lo existente, surte sin cesar ‘argumentos’, ‘razones’ (y expedientes, y procedimientos, y tecnologías), para que nos apliquemos en la docilidad y en la auto-coerción... Pero, a largo plazo, estimo que, en efecto, lo decisivo va a ser la solidez del aparato de auto- represión, la solvencia de los dispositivos de auto-control. En mi opinión, nos hayamos en los albores de la post--democracia, una formación político-social que habrá hecho de cada hombre un policía de sí mismo, y que, como complemento, habrá reducido espectacularmente todo el aparato de represión física estatal (policías, agentes, etc.). Avanzamos hacia la subrepción -invisibilización, ocultamiento- de todas las tecnologías de  poder y de  dominio, con  una  apuesta  decidida  por  los  mecanismos  de  control psíquico (simbólico) y un paulatino desechamiento del recurso a la fuerza, a la violencia explícita.
El “policía de sí mismo” ya aparece por algunas de nuestras aulas (en las Escuelas Alternativas, por ejemplo), bajo la forma de ese estudiante ‘participativo’, ‘activo’, que interviene en la gestión de los Centros, en la confección de los temarios, en la dinámica
de las clases, etc., y que, tentando la auto-calificación, a un paso estará de “suspenderse a  sí  mismo”  sin  remordimientos... Con  estudiantes así,  ya  casi  no hacen falta  los profesores. Con ciudadanos así, ¿para qué se querrán los policías?
Uno de los rasgos más perceptibles de las sociedades democráticas contemporáneas estriba, precisamente, en la misteriosa e inquietante “docilidad” de las poblaciones, una ‘ausencia de resistencia’ estulta y casi suicida, una conformidad con lo dado que nos convierte,  como  anotó  E.M.  Cioran,  en  “aspirantes  taimados  a  la  dignidad  de monstruos”, cómplices y partícipes del horror del Planeta, consentidores y beneficiarios de toda la desigualdad y de toda la violencia que nuestro sistema siembra a diario sobre la Tierra, responsables morales de cuantos Auschwitzs cosechemos a la vuelta de los años. Esta docilidad misteriosa y potencialmente homicida, que nos erige en monstruos, vive  hermanada,  por  así  decirlo,  a  aquella  “auto-coerción”  que  señalabas  en  tu pregunta...
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.- Has erigido, desde luego, al profesorado en el blanco de tus críticas, si no de tu desprecio... Pero los enseñantes se hallan también en posición de “trabajadores”, y pueden ser concebidos como víctimas, como objeto de la explotación. No debemos olvidar que desempeñan su labor en condiciones muy difíciles, un poco entre ‘la espada’ de las autoridades educativas y de las normativas vigentes y ‘la pared’ de unos alumnos a menudo  hostiles. Ejerciendo siempre entre la espada y la pared, bajo  la  determinación  de  estructuras  obsoletas,  etc.,  los  educadores,  tú  no  lo ignoras, arriesgan con frecuencia su equilibrio psíquico, su salud mental, en las aulas... Y todo ello por un sueldo relativamente ‘modesto’... Estas circunstancias,
¿suscitan en ti alguna reflexión? ¿Qué opinas, al respecto?

No estoy seguro de entender muy bien el sentido de tu pregunta... El profesor es un “trabajador”  como  también  lo  son  los  policías,  los  militares  profesionales,  los carceleros, etc. En tanto “trabajador”, puede ser concebido, en efecto, como una víctima, con un empleo ‘desagradable’, un sueldo que siempre se le antojará ‘modesto’, determinados  ‘inconvenientes’  laborales,  etc.  Y  puede  “quejarse”  por  ello,  como también se quejan los ‘antidisturbios’, que quisieran no salpicarse nunca el uniforme de sangre, cobrar más, ser aplaudidos en todo momento por la población, que nadie les arrojara  ladrillos  a  la  cabeza,  etc.  Se  expone, por  supuesto, a  un  cierto  “desgaste psíquico”, como el “desgaste emocional”, el “sufrimiento nervioso”, de los militares que asumen de antemano, en tanto ‘efecto colateral’ de sus campañas pacificadoras, un variable porcentaje de “víctimas civiles”; o el de los ‘agentes del orden’ que han de enfrentarse en ocasiones a hombres y mujeres humillados, que protestan con la razón de su parte y a  quienes -con gran ‘dolor’, con un enorme ‘pesar’- hay que acallar a garrotazos... Lo menos que puede hacer el profesor, como el antidisturbios, el militar o el agente del orden, es sufrir por la ignominia de su oficio. Y tiene derecho a ‘quejarse’, a protestar por las ‘miserias’ de su empleo; pero la suya será siempre una “revuelta de los privilegiados”. Aún más: una “revuelta de los opresores”. En tanto ‘trabajador’, el profesor es una víctima (decía Apple que el ‘educador’ era sin remedio “la primera víctima  de  la  Escuela”,  pues  en  la  Institución  terminaba  de  volverse  idiota,  se
‘imbecilizaba’); pero, como anotaría Nietzsche, una víctima culpable, un inocente vuelto culpable.
Después de haberme dedicado ocho años a la docencia directa, padeciendo la Escuela y haciéndola padecer, no me extraña, en absoluto, que algunos profesores se vuelvan literalmente “locos”, que muchos se hundan en la depresión o en la neurosis. Es lógico: no es tan fácil hacer el mal a sabiendas, no es tan fácil vivir alegremente en la mentira. La dosis de autoengaño que necesita cada día un profesor para seguir ejerciendo con la consciencia tranquila es inmensa, excesiva, y tiene también sus propios ‘efectos secundarios’. A mí lo que me extraña, y casi me aterra, es que no todos pierdan la razón en el aula; lo que me horroriza y casi me deprime es que haya profesores (y policías, y militares, y carceleros) “felices”, a gusto en su empleo, clínicamente sanos. Eso es lo que no entiendo. Un profesor ‘moderno’, con la consciencia en paz, la sonrisa siempre fresca en los labios y el corazón en equilibrio, amante de su oficio, dichoso, ‘realizado’, es para mí una imagen de pesadilla. Un tipo así no sólo encarna la máxima imbecilidad concebible en este mundo; ha de ser, también, un homúnculo desalmado...
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.- Un “profesor” es un hombre que tampoco ha podido inmunizarse a los efectos, sobre  su  subjetividad,  del  aparato  educativo;  que  ha  sido  inevitablemente
‘modelado’ por la Escuela y la Universidad; que algo ha dejado de ser y en algo se ha   convertido   después   de   ‘padecer’   el   proceso   de   “formación”   (   o   de “deformación”) que llamamos carrera y que concluye con la conquista de un título. Cuando uno de estos hombres, habiendo dado cuenta de la carrera y con el título debajo del brazo, erigido en “profesional” de la educación, empieza a dar clases, a manifestar lo que el Sistema ha hecho de él, ha hecho con él, ¿qué es lo que nos encontramos? ¿Ante qué tipo de hombre, qué producto de nuestra sociedad y de nuestras instituciones, se sientan los jóvenes cada día en las Escuelas?

Estudiar en nuestras Escuelas, en nuestros Institutos, en nuestras Universidades, es peligroso, nocivo para la salud intelectual. El aparato cultural de la sociedad burguesa ha sido diseñado, entre otras cosas, para aniquilar el deseo de aprender, para extirpar la curiosidad intelectual y sujetar de manera duradera el carácter de los jóvenes. Quienes se han visto “expuestos” a ese aparato durante más años (doctores, funcionarios, etc.) y quienes ya no pueden vivir de espaldas a él (graduados, licenciados,...) presentan, en sus caracteres, en sus formas de conducta y en sus modos de razonar, unas ‘regularidades’, unas  ‘similitudes’,  unas  ‘coincidencias’  espantosas, espeluznantes. Una  inteligencia masacrada,  una  sensibilidad  abotargada,  una  creatividad  adocenada,  una  capacidad crítica nula: estos son los rasgos del licenciado típico, dispuesto ya a presentarse a una Oposición  que  lo  convierta  en  “profesor”.  Son  también  los  rasgos  de  nuestros
‘científicos’, de nuestros ‘especialistas’, de nuestros ‘intelectuales’ y, en general, de todos aquellos que han consumido buena parte de sus vidas en ese cementerio del espíritu que es la Universidad. Estos hombres, así ‘modelados’ por el aparato cultural de nuestra sociedad, ya sólo sirven para obedecer. Y para mandar. Carne de docencia, por tanto.
Ciorán lo advirtió: “Deberemos vestir luto por el hombre el día en que desaparezca el último iletrado”. Y Bataille fue aún más rotundo: “La Ciencia está hecha por hombres en  quienes  el  deseo  de  aprender ha  muerto”. “Leer  (la  esencia de  la  ‘preparación universitaria’  en  Humanidades)  no  sólo  corrompe  el  escribir;  también  degrada  el pensar”, había anotado Nietzsche mucho antes... Recuerdo, en fin, que hace algunos
años, en un Congreso Mundial de Intelectuales, celebrado -me parece- en Granada, un estudioso inglés pidió la palabra y originó un considerable revuelo. Sostuvo que todos los allí congregados, y él incluido, eran unos “impostores”, unos “falsos intelectuales”, hombres adiestrados en la técnica de ‘repetir’ y de ‘no pensar’. Indicó, además, que los verdaderos intelectuales nunca acudirían a un Congreso como aquél; y que habría que buscarlos en los campos, en las fábricas, en los rincones de nuestras ciudades, en las cárceles,  en  cualquier sitio  menos  en  la  Universidad y en  los  Institutos. Estoy de acuerdo... La Universidad, como la Escuela, es el lugar del “profesor”, degradación tragicómica del ‘intelectual’, hombre que nada tiene que ver con la Cultura. Esta  es mi opinión.
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.- Desde tu perspectiva, toda actividad pedagógica es policíaca, esencialmente nociva. Pero, ¿no se podría decir lo mismo de otras muchas profesiones, como la de médico, que nos hace enfermar ‘artificialmente’, y excluye y persigue todas las vías “alternativas” de protección y restablecimiento de la salud; o la de ingeniero, que sanciona la destrucción del medio ambiente, la degradación del entorno natural o histórico; o la de periodista, que presta alas a la mentira deliberada y procura apagar hasta el menor eco de las verdades inquietantes, peligrosas para el orden establecido; etc.? En realidad, todas las profesiones definidas por el sistema capitalista son destructivas y corrompen tanto a quienes las ejercen (médicos, ingenieros, periodistas,...) como a quienes circunstancialmente afectan (pacientes, ciudadanos, lectores,...). ¿A qué se debe esa particular inquina tuya hacia el cuerpo docente? ¿Por qué te ensañas especialmente con los profesores, unos ‘empleados’ como otros, ‘culpables’ como todos, pero probablemente ni mejores ni peores que los demás? ¿Te mueve alguna razón personal?

Soy consciente  de  que,  en  la  sociedad  capitalista,  todos  los  oficios,  todos  los trabajos, están manchados de horror. Decía Genet que “pedir es más digno que trabajar, y robar más edificante que pedir”. Me temo que estoy de acuerdo. Me da vergüenza
‘pedir’, pero ‘robo’ todo lo que puedo. Y procuro trabajar lo mínimo... Por desgracia, aún no he hallado el modo de “escapar”  del trabajo, de poder vivir “sin” trabajar (y, por supuesto, sin explotar a nadie, sin que otro trabaje por mí). Conozco a un tipo que se enfada cuando se le pregunta: “¿en qué trabajas?”. “Yo no trabajo en nada, ¿me oyes?
¡En nada! Soy un busca-vidas”, suele responder. Lamentablemente, yo soy un pésimo “busca-vidas”; y tengo que trabajar para subsistir. Mi trabajo mínimo consiste en sacar a pastar un rebaño de cabras, lo que -por lo menos- deja mi cabeza en paz y me permite leer o escribir. Pero también esta tarea me salpica de horror, me hace cómplice del sistema, me culpabiliza: trabajo para el Mercado, en el cumplimiento más o menos respetuoso de la Ley; cebo a una casta de parásitos (intermediarios, matarifes, carniceros,...); extraigo mis medios de vida precisamente de la muerte de otros animales; etc. Creo, no obstante, que hay ‘diferencias’, ‘gradaciones’, un ‘estar más arriba o más abajo’ en la escala de la Complicidad, de la Culpabilidad, del Hundimiento en el Horror. Como cabrero me salpica el horror, y soy culpable; como profesor administraba el horror, y mi culpa ya no podía ser más grande. No simpatizo con los médicos, los ingenieros, los periodistas, etc.; y prefiero mil veces la compañía de un pastor a la de un
‘empleado’. Pero detesto, odio, a los funcionarios -y, particularmente, a los funcionarios
de Educación. Nadie puede, en el seno de nuestra sociedad, presumir de pureza, de inocencia política, de no servir de un modo o de otro a la Opresión; pero, como decía, hay ‘grados’, hay ‘tonalidades’ entre el “blanco” (o, mejor, el “amarillo”) de los busca- vidas que ni explotan ni se dejan explotar, ni obedecen ni se hacen obedecer, y el “negro” absoluto, de noche sin luna, de los empresarios, de los políticos, de los policías, de los profesores,... Me parece que, como cabrero, vivo en el “gris”.
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Capítulo VI. En torno a “El irresponsable”

.- ¿Qué papeles desempeñan en su obra las figuras del Desertor, del Esquizo, del Libertino, del Comediante, del Fugitivo, del Apátrida,...? ¿Qué sentido asumen, real o simbólico, ante una sociedad como la actual?

Todos estos “personajes” aparecen como especificaciones de una figura central, en la que  se  funden  conflictivamente:  la  figura  del  Irresponsable, el  hombre  que  ya  no responde ante nadie de sus actos. El Irresponsable, desde el punto de vista de su relación con las ideologías, es un desertor; atendiendo al veredicto ‘clínico’ de la Razón psicológica  (y psiquiátrica),  deviene  esquizo;  por  su  modo  de  detestar  la  Casa,  la Nación, los Hogares,..., se revela apátrida; observando su forma de actuar en el aula, ante los alumnos (y en la sala de profesores, ante sus ‘supuestos’ compañeros), se diría que practica la comedia; midiéndolo con la vara de la moral, aparece sin duda como un libertino; por su manera de reaccionar ante el poder, ante los mil escenarios dispersos de la dominación, cabe definirlo “fugitivo”; etc.
Lo que fui construyendo de esa forma en mi libro, al presentar estas ‘figuras’ que se remiten  las  unas  a  las  otras,  que  se  inscriben  unas  en  otras,  que  se  reclaman  y superponen, es el perfil de una Subjetividad Rigurosamente Insumisa, un tanto “inhumana” por su carácter absoluto, por el exceso de su ‘pureza’, por su aspecto
‘diamantino’. ¿Quién, de entre nosotros, no se ha sentido alguna vez ‘tocado’ por la esquizofrenia? ¿Quién no se ha sabido ‘fugitivo’, ‘desertor’, ‘apátrida’,...? ¿Quién no se ha permitido, por ejemplo, amar y amarse en el ‘libertinaje’? La forma de inhumanidad arrostrada por el irresponsable refleja la inhumanidad que me constituía por aquellos años: inhumanidad de un hombre devorado por su propia lucha, inhumanidad de un ser que vivía para la Rebelión Integral, que vivía sólo de esa rebelión. Como te decía, esa postura, que no he podido conservar todo el tiempo, me merece un tremendo respeto; y no seré yo quien cargue ahora contra ella...  Al contrario, reconociéndome hoy incapaz de asumirla con el valor y la verdad de hace años, “creo” en  ella. Admito que, en la sociedad actual, esa disposición infinita de combate, esa sed insaciable de lucha, puede conducir a lugares sombríos (manicomios, auto-destrucciones, suicidios, criminalidades,...) y corre el riesgo de no ser comprendida. Pero me da lo mismo... Continúo opinando que la ‘resistencia’, la sublevación contra los poderes coactivos del Capitalismo global, pasa por esas figuras inclementes y casi inhabitables de la deserción temeraria, de la comedia espantosa, del crimen arrogante, de la guerrilla sin desmayo, de la  esquizofrenia inaplacada,...  Y  me  dedico  a  denunciar  -esto  si  he  podido seguir haciéndolo-   la   impostura  mezquina,   la   falsía   radical,   de   todas   aquellas   otras modalidades ‘más razonables’, ‘más sensatas’, ‘más eficaces’, ‘realistas’, ‘positivas’,
‘constructivas’, ‘posibilistas’, etc., de “lucha” -el “reformismo pedagógico” y las “escuelas alternativas”, por ejemplo., o el “sindicalismo de Estado” y las organizaciones “representativas”, o las pequeñas travesuras “no-gubernamentalistas”, o las iniciativas parlamentarias ‘izquierdistas’, o...
No sé  si,  con esto, he  respondido a  tu  pregunta... Pero ¡vaya pregunta! ¿Cómo procurar decir algo en relación con ella sin sentir la obligación de tener que decirlo todo?
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.- El Comediante se representa a sí mismo, pero a su vez desempeña un sinfín de papeles. ¿Es de esta manera como pretende que los estudiantes adquieran un pensamiento crítico, reconociéndose en el modelo de un “actor errático”?

En toda elaboración de una obra hay pasajes en los que el autor se siente particularmente “seguro”, en los que aborda cuestiones que considera prácticamente “cerradas”, de sobra meditadas, discutidas, revisadas. Y otros, desasosegantes, en los que se manifiesta más la intención, o la inclinación, que la conclusión en sí, casi más el proceso de búsqueda de una tesis que la tesis misma; pasajes ‘abiertos’, ‘inacabados’ para siempre, ‘abocetados’, ‘movedizos’ -sobre todo, movedizos-, llenos de puntos de fuga, de cláusulas interrumpidas, incluso de contradicciones latentes... Este es el caso de mis páginas sobre el Comediante (páginas “definitivamente inconclusas”, por utilizar la expresión de Marcel Duchamp). No las estimo menos por eso; pero me cuesta trabajo responder a las interrogantes que suscitan... Me sentiría satisfecho si, para atender a tu pregunta, lograra meramente explicitar con claridad, como te decía, la inclinación, la intención a que obedecen...
El capítulo de El Irresponsable titulado “Comediante. La Representación Errática” aborda, justamente, uno de los aspectos más lacerantes, más dolorosos, de la práctica discursiva de este ‘anti-profesor’: aquel en el que, a pesar de todo, o a causa de todo, debe hablar en la Institución, tomar la palabra en el aula. Es algo que no le gusta, pero tampoco se cierra en banda a ello. Y hay ocasiones, ni siquiera pocas, en las que, por diversas razones (un interés manifiesto de los alumnos por este o aquel asunto, que provoca una demanda de ‘explicación’; la solicitud de un colectivo; un deseo feroz del
‘irresponsable’, al que no puede resistirse y que le empuja a explayarse ante los estudiantes; etc.), ha de hablar, casi se diría que “ha de dar clase” -pudiendo “dar clase” circunstancial  y  excepcionalmente,  el  ‘anti-profesor’ jamás  “da  escuela”...  ¿Como habría de hacerlo, entonces? ¿Cómo lo hace? ¿Cómo lo hice? Con esto me adentro en un terreno fragoso, en  un asunto que en  modo alguno tengo ‘resuelto’, campo de intuiciones, de sospechas, de cielos afoscados y niebla tornadiza sobre el menor apunte de idea...
Me pareció en primer lugar -es decir, así lo he sentido en el trance de “tener que hablar”- que era preciso des-atarse, no ‘interpretar’ ningún papel definido, no dejarse atrapar por ningún estereotipo (el estereotipo del profesor ‘contestatario’, ‘alumnista’,
‘reformista’, por ejemplo). No “interpretar” -no hacer, por tanto, de ‘educador’, de
‘profesor’, de ‘enseñante’-, sino “ser”. Ser, de una parte, uno mismo, jurando fidelidad profunda a los deseos, caprichos, manías, ‘estilos’, etc., que constituyen nuestra idiosincrasia; y ser, de otra, cualquier hombre imaginable, todo lo demás (estar abierto al astillamiento de la personalidad, a la fractura del carácter, a la multiplicación, desmembración, enriquecimiento del yo...). Lo que emerge de esta forma en el aula, como soporte de la palabra, es lo más opuesto a lo que cabría esperar de un “funcionario de Educación”: emerge un comediante, un ‘actor’ inaprehensible e impredecible...
Sentí, en segundo lugar, que la práctica ‘verbal’ del anti-profesor no debía caber en ningún molde concebible, no debía degenerar en una “fórmula”, un “esquema”, un “método” racionalizado... De hacerlo así, de formalizarse, perdería su ‘peligro’, que siempre procede de la imprevisibilidad, de la sorpresa, del temor que suscita la ausencia de  sistema.  Se  abría  entonces,  por  este  doble  movimiento  -no  “interpretar”  y  no
“formalizar”-, una puerta al arte, a la creatividad, a la poesía, al teatro (forzosamente,
“de la Crueldad”)...
En tercer lugar, creí comprender que lo más importante no era el ‘contenido’ de las palabras -su relación con la Verdad y la Mentira postuladas, por ejemplo-, sino el
‘modo’ en que éstas estallaban ante el público, ante el auditorio, ante los alumnos. Deduje de ahí una vindicación de la “intensidad” y de la búsqueda de la eficacia dolorosa: el “irresponsable” hablaría sólo para azotar a alguien; sus ‘charlas’ deberían ser realmente heridas, atentados, trastornos... Cuando, en medio del terror de tener que hacerlo, un ‘antiprofesor’ toma la palabra en el aula, algo sucede... Denuncias, apertura de expedientes, escándalos de prensa, un intento de homicidio,..., en mi caso; pero no sólo eso -algo sucede, también, en la vida del ‘receptor’.
Conforme avanzo en estas ideas, noto que me voy perdiendo. Pido disculpas por ello... Quiero añadir, en fin, y antes de que me pierda del todo, que las ‘propuestas’ del Comediante no están destinadas al alumnado, no le indican nada en su beneficio, en su provecho... El irresponsable da la espalda respetuosa y humildemente a los alumnos: al no situarse ‘por encima’ de los estudiantes, no tiene nada que hacer ‘por’ ellos y ‘en’ ellos -ninguna operación ‘pedagógica’ sobre su conciencia. Los deja en paz, simplemente. Lo suyo tiene que ver en exclusividad con la máquina escolar, con los modos y las tretas de un combate a muerte contra el Orden de la Escuela. La pretensión de hacer algo “por el bien” de los alumnos se le antoja sencillamente indigna. ¿En virtud de qué un triste ‘docente’ está capacitado para una labor tan “honrosa”? Son los estudiantes los que deben decidir cuál es su propio bien y luchar por él si lo consideran conveniente... El comediante mira a otro lado; no pierde nunca de vista esa máquina escolar que quisiera sabotear definitivamente, desguazar con el rigor de un mecánico perverso, averiar para toda la eternidad... Por decírtelo de una forma un poco provocativa: el ‘antiprofesor’ estima que no le compete en absoluto infundir un pensamiento crítico a sus alumnos. Tiene ya bastante, casi demasiado, con salvaguardar el rescoldo de ‘criticismo’ que subsista en él y llevarlo allí donde todavía pudiera originar un incendio. La ‘cabeza’ del estudiante le importa un pito...
*(3)

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* El presente trabajo recoge los planteamientos antiescolares y antipedagógicos que Pedro García Olivo vertió en una serie de entrevistas, a partir de la publicación de “El Irresponsable” (1999). A fin de que se perciba mejor la estructura de su posicionamieto teórico, hemos reordenado el conjunto de sus respuestas, organizándolas temáticamente. De este modo, por el juego de las reiteraciones y de los desplazamientos, cabe aprehender inmediatamente el núcleo generador de su crítica a la Escuela y la diversidad de las implicaciones que puede arrostrar.



FUENTES

*(1) Entrevista propuesta por la revista vasca “Ekintza Zucena”, publicada en el
2003, con el título “Posible aún después de Auschwitz”.
*(2) Entrevista para el periódico CNT, que se publicó, resumida, extractada y retocada, con el título “Para bajarle los humos a la Educación” ( CNT, n.º 260,
Granada, Julio de 2000). Para la composición de este libro hemos utilizado la versión original, inédita.
*(3)  Entrevista  propuesta  por  el  Ateneo  Libertario  de  Villaverde  Alto,  que continúa igualmente inédita. Se tituló “Sobre la infamia de la disposición pedagógica”.
*(4) Entrevista propuesta por el Grupo de Zamora, que se difundió por Internet, con el título “Vivo en el cráter de un volcán y, de vez en cuando, amenazo con irme”. No se ha publicado en soporte papel.






Pedro García Olivo, 2007


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