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miércoles, 13 de febrero de 2013

Cuidado, economía y agendas políticas: una mirada conceptual sobre la “organización social del cuidado” en América Latina

   

Cuidado, economía y agendas políticas: una mirada conceptual sobre la “organización social del cuidado” en América Latina

Valeria Esquivel



    Introducción
Gracias a una intensa construcción política desde las agencias de Na- ciones Unidas en la región, la palabra “cuidado” asociada a las políti- cas públicas se escucha y se lee cada vez más. El “cuidado” es uno de los conceptos articuladores del texto Trabajo y Familia publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y la Organización In- ternacional del Trabajo (OIT/PNUD, 2009) para hablar de “conciliación”. La “organización social del cuidado” articula los trabajos publicados por ONU Mujeres y elaborados por el que fuera el INSTRAW que relacionan cuidado y migración. El cuidado ha estado presente en los Documentos de las Conferencias Regionales de la Mujer, para ser uno de los temas seleccionados en la Xma Conferencia (aunque todavía nombrado como “trabajo no remunerado”) e incorporarse primero más tibiamente en el Consenso de Quito (CEPAL, 2007) y luego, de manera contundente, en el Consenso de Brasilia (CEPAL, 2010a).

Esta construcción política abreva en la evolución conceptual “del traba- jo al cuidado” (parafraseando el título del libro de Susan Himmelweit [2000]) en la economía feminista, y en la crítica feminista a los “regíme- nes de bienestar”, que dio paso al análisis de los “regímenes de cuidado” y de allí a la “organización social del cuidado” (Sainsbury, 1999; Daly y Lewis, 2000; Faur, 2011a). En estas literaturas feministas, el “cuidado” es relación interpersonal, trabajo y costo, es práctica social y herramienta política, es subsidio a la producción, conflicto, ética, derecho y responsabilidad. Es- tas definiciones cercanas, pero no necesariamente intercambiables, im- plican no sólo distintas perspectivas disciplinarias y tradiciones teóricas, sino también distintos niveles analíticos. Por su riqueza y densidad, el “cuidado” ha sido, tanto en la academia como en la política, un concepto


potente y estratégico, capaz de articular alrededor del mismo debates y agendas antes dispersas, de generar consensos básicos y de avanzar en (al menos escribir) una agenda de equidad de género en la región.

Sin embargo, así como está presente en los consensos supranacionales y en las agendas de Naciones Unidas, el cuidado parece estar todavía au- sente en la agenda pública en nuestros países. La “agenda del cuidado” es, por ahora, una agenda construida “de arriba hacia abajo”, e incluso “de afuera hacia adentro”, importada de países en donde la “crisis del cuida- do”, asociada al envejecimiento de la población, resuena claramente entre las mujeres de clase media, permitiéndoles articular sus demandas por la provisión pública de servicios de cuidado para adultos mayores. En nues- tros países, la “agenda de cuidados” no es ni tan clara (qué se demanda) ni tan uniforme (quiénes lo demandan), y permea de maneras diferentes de acuerdo a las “resonancias”que el concepto tenga en los contextos locales.

Las explicaciones para la ausencia del cuidado en la agenda pública son, por supuesto, múltiples, y sin duda tienen que ver con el grado de avan- ce que tienen las agendas de igualdad de género –más en unos lugares, menos en otros– y la potencia de los organismos de la mujer para llevar- las adelante. Pero además existen otros factores.

Por un lado, su polisemia convierte al “cuidado” en un concepto un tanto resbaladizo (¡no por nada fue opuesto inicialmente desde el feminismo!).91 La idea de “cuidado” es muy fácilmente aceptada por visiones que feminizan, e incluso “maternalizan” el cuidado, naturali- zándolo como lo propio de las mujeres/madres. La apelación moral al cuidado (en particular en el caso del cuidado de niñas y niños) remite a valores familiares tradicionales (los ideales de “buena madre” y “bue- na esposa” en la familia nuclear tradicional) muy vigentes en la región. El cuidado con sus “alegrías” (porque “se hace por amor”) puede a ve- ces requerir del “sacrificio” del propio bienestar de las cuidadoras (hay menos “cuidadores”, y menos sacrificados también). A veces, el cuidado deja de ser recíproco para tornarse servil, o brindarse en condiciones extremadamente precarias cuando es remunerado (el caso de algunas “trabajadoras del cuidado”). Justamente, el cuidado es concepto dispu- tado también entre quienes la literatura llama “trabajadoras y traba-

60    Sevenhuijsen (1998:5) plantea que “el feminismo, en la forma que surgió en 1960s, puede muy claramente ser visto como una rebelión contra la naturaleza supuestamente ‘femenina’ del cuida- do y la consecuente subordinación de las mujeres a los varones” [en inglés en el original].


jadores del cuidado”, pero que difícilmente se reconocerían en esa eti- queta. Para maestras y maestros, el cuidado es un “saber no experto”, distinto de sus prácticas profesionales como educadores y cercano a la “asistencia”. En el ámbito de la salud, no existe “el cuidado” sino “los cuidados”, claramente tipificados (preventivos, paliativos, etc.).

Por otro lado, el hecho de que en nuestros países los modos de provisión y recepción de cuidados difieran de manera sustancial en distintos estra- tos sociales, o entre los contextos rural y urbano (una conclusión a la que apuntan todos los estudios sobre la organización social del cuidado en la región) puede dar cuenta también de la ausencia de una articulación polí- tica más fuerte alrededor de demandas por servicios públicos de cuidado.

En los sectores de mayores ingresos –justamente aquellos con más “voz” en el debate público– el acceso al cuidado simplemente “no es un proble- ma”: las tensiones distributivas al interior de estos hogares se resuelven muchas veces contratando servicios de cuidado, fuera o incluso dentro del hogar en la forma de trabajadoras domésticas remuneradas, de ma- nera a “conciliar” la provisión de cuidados y el trabajo remunerado de los miembros adultos de los hogares. Más allá de que continúe siendo en- tendido como responsabilidad de las mujeres (aunque en parte mercan- tilizado), en estos sectores el cuidado es un tema privado, y por lo tanto despolitizado. En paralelo, en los sectores populares el cuidado también es responsabilidad de las mujeres, pero esta responsabilidad no puede “gestionarse” ni “externalizarse”, con lo que los costos de proveerlo (de oportunidad, de  tiempo, de  ingresos)  se  incrementan  sustancialmente, lo que, a su turno, profundiza las inequidades existentes. En los sectores populares, también, las normas de género tienden a ser más conserva- doras, el cuidado es mucho más “deber” que derecho, y existen mínimas posibilidades de elegir cuánto, cuándo y cómo cuidar, debido a la ausencia de servicios de cuidado gratuitos y de calidad, a la desprotección laboral y a la falta de recursos (Friedemann-Sanchez, por publicarse). Estas normas de género son reforzadas por políticas sociales que enfatizan visiones “maternalistas”, señalando la maternidad como el “destino” que deberían privilegiar las mujeres pobres (Molyneux, 2007; Esquivel y Faur, 2012).

¿Cómo recuperar la potencialidad de la lectura feminista sobre el cui- dado en nuestra región? ¿Cómo enlazar las diferentes lecturas con la construcción de una “agenda del cuidado” en la región?


En este capítulo, me propongo primero trazar una hoja de ruta teóri- ca alrededor del concepto de cuidado, tanto en la economía feminista como en la crítica feminista a los estados de bienestar. Luego, resumiré los hallazgos de la literatura que, en la región, se ha ocupado de la or- ganización social del cuidado, mostrando su relación con los abordajes teóricos en los que estas miradas encuentran su anclaje. La siguiente sección se concentra en las y los trabajadores del cuidado, la “otra cara” de la organización social del cuidado. Este recorrido analítico conduce a clarificar las agendas del cuidado existentes en la región92, y abrir el interrogante sobre qué “organización social del cuidado” queremos.



    Perspectivas teóricas sobre el cuidado en América Latina

3.2.1 Del “trabajo doméstico” a la “economía del cuidado” 93
La mirada sobre el cuidado desde la economía tiene su origen en el lla- mado “debate sobre el trabajo doméstico”. En este debate, que se de- sarrolló durante los años 70s, se buscó comprender la relación entre el capitalismo y la división sexual del trabajo, con una clase privilegiada (los maridos) y una clase subordinada (las amas de casa) (Gardiner, 1997; Himmelweit, 1999). El trabajo doméstico se pensaba así como un re- querimiento del capitalismo (o complementariamente, de los varones, que “explotaban” a sus mujeres) que debía ser abolido (Himmelweit, 1999). Este esfuerzo por incorporar al trabajo doméstico en conceptuali- zaciones de origen marxista se realizó, sin embargo, a expensas de dejar fuera del análisis las formas de familia que no se correspondían con el arquetipo de varón proveedor-mujer cuidadora, desconociendo tam- bién el trabajo realizado para las generaciones futuras de trabajadores, en la crianza de los niños y niñas (Molyneux, 1979).94

Más adelante, se entendió al “trabajo reproductivo” como aquel “nece- sario” para reproducir la fuerza de trabajo, tanto presente como futura

92    En un trabajo reciente, me concentro en el análisis de las “políticas de cuidado” (Esquivel, 2011a).
93    Esta subsección se basa y actualiza Esquivel (2011a) y (2011b). Estas ideas se presentaron también en el panel de cierre de la Conferencia Internacional de IAFFE (International Association for Feminist Economics) en Buenos Aires, en julio de 2010.
94    Tampoco había referencias a los adultos mayores, o a personas necesitadas de cuidado perma- nente (Gardiner, 1997).


(Benería, 1979; Picchio, 2003). La definición del contenido del trabajo re- productivo no difiere de la de trabajo doméstico (“las tareas relacionadas con la satisfacción de las necesidades básicas de los hogares, relaciona- das con la vestimenta, la limpieza, la salud, y la transformación de los alimentos” [Benería, 1979:211]). Sin embargo, ya no era necesario abolirlo, sino entender que su desigual distribución en términos de género se en- cuentra en el origen de la posición subordinada de las mujeres, y de su inserción desventajosa en la esfera de la producción. El énfasis, entonces, estaba puesto sobre todo en “visibilizar los costos” para las mujeres que la provisión de este trabajo reproductivo traía aparejados.


Recuadro 3.1
La frontera de producción del Sistema de Cuentas Nacionales y las Cuentas Satélites de los Hogares

El Sistema de Cuentas Nacionales (SCN) “proporciona la información que describe el comportamiento económico -mediante el registro sistemático de las operaciones vin- culadas a la producción, distribución, acumulación y financiamiento- de un país, con el propósito de contribuir al conocimiento, el análisis, la planeación y el diseño de las polí- ticas públicas. (…)

La frontera de producción [del SCN] comprende lo siguiente:

a.    Producción de mercado, es aquella que principalmente se vende en el mercado a precios económicamente significativos, o se entrega al mercado de alguna otra manera. Son económicamente significativos los precios que tienen alguna in- fluencia sobre las cantidades que los productores están dispuestos a ofertar o los consumidores a adquirir. Esta producción se obtiene en las sociedades financie- ras y no financieras y es la más importante dentro de los agregados.

b.    Producción para uso final propio, se realiza en los hogares y comprende la produc- ción para consumo propio de bienes agropecuarios y no agropecuarios, los servi- cios de alquiler de viviendas de propietarios, los servicios domésticos remunera- dos y la autoconstrucción. Esta producción del sector hogares tiene como destino principal el consumo propio, por lo que no se rige por los precios de mercado.

c.    Otra producción, no de mercado, es aquella que se ofrece de manera gratuita o con precios simbólicos, que pueden o no cubrir los costos de producción y que no tienen influencia en las cantidades a producir o consumir. Proviene del gobierno general y de las instituciones sin fines de lucro.

Como se observa en el inciso “b”, algunos de los servicios de “autoconsumo” de los hogares producidos con trabajo no remunerado no están incluidos en la contabilidad nacional; sin embargo en el SCN se establecen las bases para valorar su producción en una cuenta satélite al reconocer que “…las actividades como el lavado, la elaboración de comidas, el cuidado de los hijos, de los enfermos o de las personas de edad avanzada son actividades que pueden ser realizadas por otras unidades y que, por tanto, quedan dentro de la frontera general de la producción”.

Fuente: Gómez Luna (2008:37-38)


Como en el debate sobre el trabajo doméstico, la perspectiva es agregada o “estructural”: los hogares (y las mujeres en ellos) sostienen el funcio- namiento de las economías al asegurar cotidianamente, con su trabajo reproductivo, “la cantidad y la calidad” de la fuerza de trabajo (Picchio, 2003:12).95 El trabajo reproductivo resulta así una suerte de “transferen- cia gratuita”, un subsidio de los hogares al sistema en su conjunto por el que, dado su volumen y su valor, sería imposible pagar. Las esferas pro- ductiva y reproductiva se imbrican, y la “invisibilidad” del trabajo repro- ductivo –debida a que no se realizan pagos por su realización– no impide ver su valor. Este es el origen del proyecto de contabilizar y valorizar el trabajo de las mujeres mediante su incorporación a las cuentas naciona- les, cristalizado en la Plataforma para la Acción de Beijing (Benería, 2003) (ver recuadro 3.1). Este es también el origen de los esfuerzos para medir el trabajo reproductivo a través de encuestas de uso del tiempo en los países en desarrollo, y en nuestra región (ver recuadro 3.2).


Recuadro 3.2
Encuestas de uso del tiempo

Aunque las encuestas de uso del tiempo no fueron pensadas únicamente como instru- mentos de medición del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, su recolección tomó un impulso importante a partir de que la Plataforma para la Acción de Beijing pro- piciara en 1995 la elaboración de “medios estadísticos apropiados para reconocer y hacer visible en toda su extensión el trabajo de la mujer y todas sus contribuciones a la econo- mía nacional, incluso en el sector no remunerado y en el hogar” (punto 68.b) a través de “estudios periódicos sobre el uso del tiempo para medir cuantitativamente el trabajo no remunerado, incluyendo aquellas actividades realizadas en simultáneo con actividades remuneradas o con otras no remuneradas” (punto 206.g.i) para la elaboración de “cuen- tas satélites separadas, pero consistentes, con las cuentas nacionales” (pto. 206, f. iii). En la última década, y a la par del desarrollo de importantes avances en la estandarización de metodologías de recolección de encuestas de uso del tiempo en los países centrales (EUROSTAT, 2004; UNSD, 2005), los países en desarrollo han avanzado también en la re- colección de este tipo de encuestas, inspiradas en la Plataforma para la Acción de Beijing.

Un nutrido y variado conjunto de encuestas de uso del tiempo se han aplicado en dis- tintos países de África, Asia y América Latina, en contextos en los que las bajas tasas de alfabetización y la presencia de importantes segmentos de población rural imposibilitan replicar el abordaje metodológico más frecuentemente aplicado en los países desarrolla- dos, es decir, el diario de actividades autoadministrado, en el marco de un relevamiento independiente y a escala nacional. Como dificultad adicional, en varios países hubo que superar, además, la baja prioridad de la agenda de género en las oficinas estadísticas lo- cales, y la escasez de recursos financieros y humanos para encarar este tipo de encuestas.

La búsqueda de alternativas metodológicas se tradujo en innovaciones y adaptaciones en varios países en desarrollo, fundamentalmente en los instrumentos de recolección de in- formación (entre los cuales se encuentran los diarios estilizados, los diarios retrospectivos,

95    Ver el “flujo circular de renta ampliado” en el glosario.



las listas de tareas “cortas”, las listas de actividades “exhaustivas”) y en el modo en que la información es obtenida (por medio de entrevistas u observación directa).

Una “innovación” adicional fue la incorporación de estas encuestas como módulos en encuestas de hogares ya en marcha, en un intento por minimizar los costos asociados a los relevamientos independientes.

La estrategia de incorporación de módulos de uso del tiempo en encuestas a hogares es particularmente importante en América Latina: la casi totalidad de las encuestas de uso del tiempo levantadas a principios de la década del 2000 han sido módulos en encuestas a hogares, ya sea encuestas de condiciones de vida, sociodemográficas y laborales, o de ingresos y gastos.97 Sin embargo, el hecho de haber seguido una estrategia modular no las hace a todas iguales, y su variedad muestra tanto diferencias en los objetivos de estas encuestas como las limitaciones impuestas por la encuesta receptora del módulo.

En efecto, entre las encuestas de uso del tiempo aplicadas como módulo se encuen- tran tanto listas de tareas cortas como listas de actividades exhaustivas, y diarios de actividades retrospectivos (o “del día de ayer”). Los diarios de actividades retrospectivos son completados por el/la encuestador/a, en base a una lista de preguntas diseñada al efecto. Como los diarios autoadministrados, los diarios de actividades retrospectivos son autorreferenciados, ya que las preguntas sólo pueden ser respondidas por la per- sona sobre la cual se indaga el uso del tiempo.98 A diferencia de aquéllos, sin embargo, no se requiere que la persona encuestada pueda administrar el diario, sino sólo que recuerde –con cierto nivel de detalle– su día de ayer.

Es importante subrayar, sin embargo, que los diarios de actividades –autoadministra- dos o restrospectivos– son los únicos instrumentos de recolección de información de uso del tiempo que permiten la recolección de actividades simultáneas, y con ello, la mejor captación de actividades de cuidado que pueden ser olvidadas por su relativa pasividad o por su menor valoración social.

Es en base a esta experiencia que las nuevas encuestas de uso del tiempo latinoa- mericanas han insistido en la utilización de diarios de actividades, pero “adaptados” a nuestras realidades.99 Las encuestas de uso del tiempo de Buenos Aires (Argentina, 2005), Gran Santiago (Chile, 2008), Rosario (Argentina, 2010) y Venezuela (2011) utiliza- ron el diario de actividades retrospectivo. En los casos de Brasil (2010) y Bolivia (2011) se utilizaron diarios asistidos, en el marco de encuestas independientes con un fuerte apoyo institucional. La adaptación, en estos casos, consistió en dejar el diario de acti- vidades como instrumento “orientador” y encuestar al día siguiente, completando el diario con la ayuda del/de la encuestador/a. En estos dos últimos casos, y en Venezuela se utilizaron medios electrónicos de captura de datos, lo que permitió abaratar costos de entrada y procesamiento de la información

Fuente: Esquivel (2008a) y (2010a).

97    La excepciones habían sido la encuesta de uso del tiempo cubana, que siguió el modelo europeo (ONE, 2002) y la encuesta de uso del tiempo de Montevideo, relevada en el marco de un proyecto de investigación con sede en la Universidad de la República (Aguirre y Batthyány, 2005).
98    Una dificultad particular de la inclusión de módulos de uso del tiempo en encuestas a hogares es que, en algunos casos, las encuestas establecen que un adulto puede responder por otros miem- bros del hogar no presentes. No puede ser el caso, sin embargo, si se trata de información sobre uso del tiempo.
99    La excepción es México, que siguió la metodología de lista de actividades exhaustiva que había aplicado con éxito en 2002, migrando a un levantamiento individual (no modular) en el año 2010.


Más cercano en el tiempo, el “trabajo de cuidado” se definió como las “actividades que se realizan y las relaciones que se entablan para satis- facer las necesidades materiales y emocionales de niños y adultos de- pendientes” (Daly y Lewis, 2000:285, énfasis agregado). La materialidad de este trabajo es sólo una de las dimensiones de la “relación de cui- dados”, que reconoce, además elementos motivacionales y relacionales (Jochimsen, 2003). Al entender al trabajo de cuidados como definido “más específicamente (que el trabajo reproductivo), poniendo el foco en el proceso de trabajo más que en el lugar de la producción (hogares versus mercado)” (Folbre, 2006a:186), la “economía del cuidado” amplía las fronteras del trabajo reproductivo para abarcar, junto con el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, a las actividades de este tipo que se realizan en la economía remunerada, es decir, al trabajo de las y los trabajadores del cuidado.

Existen por lo menos dos problemas con este desplazamiento concep- tual “del trabajo al cuidado”. El primero de ellos resulta del foco de la economía del cuidado en las actividades de cuidado “directo” de perso- nas, excluyendo las actividades más instrumentales, el trabajo domésti- co propiamente dicho -cocinar o limpiar, por ejemplo- con el argumento de que estas actividades no tienen un contenido “relacional” y son, por lo mismo, fácilmente reemplazables por sustitutos de mercado.100 En las economías desarrolladas, se dice, “la vida en familia se concentra cada vez más en compartir las comidas o en leer cuentos antes de ir a dormir, actividades para las que no existen sustitutos de mercado” y en las que las diferencias de género serían más agudas (Folbre y Nelson, 2000:129; Himmelweit, 2000:xviii).

Sin embargo, en nuestras economías, las mujeres y los varones que pro- veen cuidados no remunerados son también quienes más trabajo domés- tico hacen, y desconocemos si las diferencias de género son más o menos pronunciadas en uno u otro tipo de trabajo, un aspecto que depende del contexto y probablemente varíe con el estrato social (Budlender, 2008).

Además, la “mercantilización” del trabajo de cuidados en la forma de servicio doméstico es frecuente en nuestra región, en la que las con-

100    Aunque lo hacen por distintas razones, los modelos de negociación intra-hogar (ver capítulo
4) también tratan de manera dicotómica al “trabajo doméstico” y al “trabajo de cuidado”. En estos modelos, el trabajo doméstico es fuente de “desutilidad” (es decir, similar al trabajo) mientras que el trabajo de cuidados genera “utilidad” (es decir, es similar al ocio).


diciones de nuestros mercados de trabajo –en particular la elevada informalidad y la inequidad de los ingresos laboralez– sumada a la es- casa regulación del servicio doméstico y a las condiciones particulares del trabajo asalariado en este sector (relación individualizada con el hogar empleador, alta rotación y baja sindicalización) hacen al servicio doméstico “accesible” para ciertos sectores de la población. En efecto, el hecho de que el grado de mercantilización del trabajo doméstico y de cuidados dependa de la tecnología de los hogares y de sus ingresos monetarios nos recuerda que su distribución no puede pensarse de manera independiente del grado de desigualdad de ingresos y de los niveles de pobreza existentes.

Por otra parte, y a pesar de su distinta naturaleza, el trabajo domésti- co puede ser pensado como un “cuidado indirecto”, o como una “pre- condición” para que el cuidado directo ocurra (Folbre, 2006a; Razavi, 2007). Más aun, podría argumentarse que la diferenciación tajante entre el trabajo de cuidados y el trabajo doméstico basadas en su dife- rencial “mercantilización” es un “sesgo primermundista”, similar a la diferenciación artificial entre el trabajo doméstico y la producción de subsistencia en contextos rurales (Wood, 1997). Como en aquel caso, el problema radica en imponer un criterio de mercado para diferenciar los trabajos realizados fuera del mercado, olvidando la lógica “interna” que determina la realización de todos ellos en conjunto.

Un ejemplo de que esta distinción tajante puede no ser válida en cier- tos niveles de análisis es que, llevado al extremo, la extensión del cri- terio de “cuidado directo” a las y los trabajadores del cuidado excluiría de esta categoría a las trabajadoras del servicio doméstico. Si las y los trabajadores del cuidado son sólo aquellos que realizan trabajo directo, estas trabajadoras domésticas, que realizan una amplia gama de tareas
–algunas veces cuidan de manera directa a personas del hogar, y otras veces cocinan, limpian, planchan, etc.– quedarían fuera del análisis. Sin embargo, el modo en que se organiza la reproducción social en nuestra región (pero también en países receptores de mujeres migrantes) no puede entenderse sin incluir a estas trabajadoras en el análisis.

El énfasis en el cuidado directo por una parte, y la exclusión del trabajo doméstico del análisis por otra, son problemáticos, precisamente por- que son los varones autónomos quienes tienden a beneficiarse del tra-


bajo de las mujeres (también autónomas) para sostener sus estándares de vida (Picchio, 2003:11). Conceptualmente, la distinción dicotómica entre ambos trabajos conlleva, de manera más implícita que explícita, un cambio conceptual en el nivel de análisis, dejando el nivel estructural y macroeconómico de lado para hacer lecturas más institucionalistas (con relación a la política pública) y microeconómicas (a nivel de los ho- gares y de los servicios de cuidado).

El segundo problema conceptual en la nueva definición del cuidado es el énfasis puesto en el cuidado de dependientes, y la definición de las relaciones de cuidado como profundamente asimétricas. Si en el “de- bate sobre el trabajo doméstico” estaban ausentes los niños y niñas y en general toda persona dependiente, en el actual debate sobre la economía del cuidado los adultos no dependientes han desaparecido completamente del panorama.101 Las mujeres, en tanto, pasaron de ser subordinadas y dependientes ellas mismas de sus maridos, a ser adul- tas autónomas (aunque no exentas de mandatos y presiones sociales que ponen en cuestión esta autonomía) y proveedoras de cuidado.102

Así planteado, el cuidado de dependientes evoca una concepción dua- lista (y estática) de dependencia, como una “característica de la perso- nalidad” y como opuesta a autonomía (Fraser y Gordon, 1994). Aplicable sólo a niñas y niños muy pequeños, es dudoso que puedan ser pensa- dos así los adultos enfermos, discapacitados o simplemente mayores (Williams, 2009:29). Sin embargo, recibir cuidados no necesariamente se opone a la independencia o a la realización personal (Sevenhuijsen, 1998:4), y los adultos autónomos también pueden dar y recibir cuida- dos en términos recíprocos, tal como lo hacemos cuando cuidamos de amigos y amigas, parejas y familiares. En efecto, no es la dependencia o independencia, sino la “interdependencia”, lo que caracteriza nuestra condición humana (Tronto, 1993).

Dejar atrás la dicotomía “cuidador/a autónomo-receptor/a de cuidados dependiente” nos deposita en un terreno más rico, al entender tanto a las necesidades de cuidado como a las responsabilidades de brindar cuidados como ideológica y socialmente construidas. Nos recuerda que

101    Casi completamente, debería decirse, ya que en los últimos escritos el cuidado de adultos salu- dables es mencionado al pasar (Folbre, 2006a:186; Himmelweit, 2007:581).
102    Pérez Orozco (2006) va más allá, al sugerir que las mujeres “obtienen” su autonomía al ubicar a otro/a en el lugar de dependiente.


no hay nada “natural” en ellas (o muy poco, sólo cuando se piensa en ni- ñas y niños muy pequeños o en personas en riesgo de vida). Esta mirada crítica nos permite también analizar desde una perspectiva feminista los discursos (y las políticas públicas) que asignan a algunas mujeres roles de cuidado, y los limitan en otras mujeres o en los varones (Barker, 2005). Asimismo, nos permite entender las “relaciones sociales” que se dan en los hogares y las familias, en particular lo social (por opuesto a “privado”) de las desigualdades de género en las cargas de trabajo y en los estándares de vida (Gardiner, 2000).

Si el “cuidado” es polisémico, el concepto mismo de “economía del cui- dado” también lo es. Traducido directamente del inglés care economy, la “economía del cuidado” tiene la ventaja de aunar los varios signifi- cantes de “economía” –el espacio del mercado, de lo monetario y de la producción, allí donde se generan los ingresos y donde se dirimen las condiciones de vida de la población– con el “cuidado” –lo íntimo, lo cruzado por los afectos, lo cotidiano–. En este sentido, la economía del cuidado es más potente y menos abstracta que el “trabajo doméstico” o el “trabajo reproductivo”, e incluso que el “trabajo de cuidados”. Pero tanto es así que, a diferencia de lo que se entiende en la literatura sajo- na, la economía del cuidado se utiliza en nuestra región como sinónimo del “viejo” trabajo reproductivo (también llamado “trabajo doméstico y de cuidados no remunerado”, el equivalente al inglés unpaid care work). De esta manera, el mismo concepto tiene significados distintos, lo que muy posiblemente tenga que ver con agendas políticas diferentes en uno y otro contexto, tema al que volveré más adelante.

3.2.2 De los “regímenes de cuidado”
a la “organización social del cuidado”
La literatura feminista utiliza el “cuidado” como una categoría analíti- ca de los regímenes de bienestar103 que tiene “la capacidad de revelar dimensiones importantes de la vida de las mujeres (o mejor, de la con- dición humana) y al mismo tiempo capturar propiedades más gene- rales de los arreglos sociales sobre [la satisfacción de] las necesidades personales y el bienestar” (Daily y Lewis, 2000:284). El cuidado es en- tendido como trabajo y relación interpersonal (las ya mencionadas di- mensiones materiales y relacionales del cuidado), pero también como

103    Sobre la caracterización de los regímenes de bienestar en la región, ver capítulos 7 y 8.


responsabilidad socialmente construida (una dimensión normativa) que se inscribe en contextos sociales y económicos particulares (una dimensión institucional).

En efecto, desde esta mirada, interesan particularmente los marcos nor- mativos, sociales y económicos a través de los cuales se definen las res- ponsabilidades de cuidar, y se provee cuidado en las familias, el mercado, el estado o en la comunidad (Daily y Lewis, 2000; Razavi, 2007). De esta forma, la mirada microsocial –las normas de género que hacen que el cui- dado sea provisto mayoritariamente por mujeres en todas estas esferas– se enlaza con los modos particulares en los que el estado regula y moldea (por acción o por defecto) la prestación de estos cuidados.

Distintos regímenes de bienestar se asociarían así a distintos regímenes de cuidado, de acuerdo a los modos en los que se asignan las responsa- bilidades de cuidado y se distribuyen los costos de proveerlo (Sainsbury, 1999). Para caracterizar un “régimen de cuidado” interesa saber dónde se cuida (¿en los hogares? ¿en instituciones públicas como escuelas, hospitales de día, geriátricos? ¿en instituciones comunitarias?), quién cuida (¿las mujeres en tanto madres/? ¿madres y padres? ¿trabajadoras del cuidado?) y quién paga los costos de ese cuidado (¿el estado a través de transferencias para que el cuidado sea prestado por las mujeres en las familias? ¿el estado a través de la provisión de servicios de cuidados?
¿las familias, de acuerdo a su capacidad de pago?) (Jenson, 1997, citada por Razavi, 2007).

Desde esta perspectiva, el punto de partida no es ya una sección par- ticular de las políticas sociales (por ejemplo, las políticas laborales, o los programas de asistencia a la pobreza) o un tipo de familia privile- giado discursivamente y en términos de recursos (el modelo del “va- rón proveedor/ mujer cuidadora”; los modelos de “doble proveedor”, etc.) sino que el conjunto de políticas existentes –laborales, económi- cas, sociales– se analizan de manera integral tomando como punto de partida el cuidado de grupos particulares de dependientes (niñas y niños, adultos mayores o enfermos). Es un “corte transversal” sobre los distintos pilares de bienestar (las familias, el estado, el mercado y la comunidad) que permite entender su participación relativa en la provisión de cuidado –lo que Razavi (2007) llama la arquitectura del “diamante de cuidado”– y juzgar el funcionamiento de este diamante


de acuerdo a si los cuidados son recibidos o no (y la calidad de estos cuidados), y con relación a los modos en los que se garantiza (o se pone en tensión) la igualdad de género.

Este es un marco conceptual muy potente para el análisis de las po- líticas sociales desde una perspectiva feminista, porque permite mi- rar de manera transversal políticas típicamente pensadas de manera “sectorial” y aislada (salud y educación, por ejemplo), haciendo visibles los supuestos sobre el lugar que se pretende que tomen familias y mu- jeres en la provisión de cuidados implícitos en el diseño y aplicación de las mismas. Desde el análisis de los “ahorros en el sector salud” por la caída de costos cuando los días de internación se reducen (que no son otra cosa que el “aumento de costos” de los hogares, y de las mujeres en ellos); pasando por las licencias por maternidad/paternidad y para el cuidado de familiares (típicamente garantizadas sólo a las asalaria- das formales) o los marcos legales sobre las responsabilidades fami- liares, para llegar al análisis de las políticas de combate a la pobreza (programas de transferencias condicionadas),104 todas estas políticas se miran desde una perspectiva feminista a través de la lente de la “ló- gica del cuidado” (Esquivel, 2011a). Desde la “lógica del cuidado”, inte- resan las políticas que asignan “tiempo para cuidar, dinero para cuidar y servicios de cuidado” (Ellingsaeter, 1999:41, citada por Faur [2009]). Esta perspectiva complementa la más corriente “lógica de la protec- ción social”, a través de la cual se garantiza ingresos para alcanzar un mínimo umbral de consumo.105

En nuestra región, sin embargo, las políticas sociales no asignan roles de cuidado, ni ofrecen servicios de cuidado y transferencias de igual mane- ra a familias y mujeres de distintos estratos sociales. Esto, que podría ser esperable (debido al rol redistribuidor de la política social) ocurre a veces a expensas de subrayar diferencias de género, o incluso incrementando (en vez de compensar) inequidades de ingresos. En efecto, como se verá en la sección siguiente, en nuestra región ni las regulaciones laborales, ni las transferencias de ingresos, ni los servicios de cuidado son univer- sales. Como señala Faur (2011a) “en realidad, el propio estado muestra

104    Ver sección 3 y capítulo 8.
105    Ha sido frecuente en nuestra región que umbrales mínimos de ingresos se garanticen bajo argumentos de “pago al cuidado” (la condicionalidad de los programas de transferencias condi- cionadas, o las pensiones para el ama de casa, por ejemplo). Sin embargo, la apelación a la retórica del cuidado no implica necesariamente una mirada desde la “lógica del cuidado” (Esquivel, 2011a).


diferentes caras y resultados en su acción”. Por esto, en nuestros países no es posible hablar de un único “régimen de cuidado”, y una creciente literatura producida en la región utiliza de manera alternativa el con- cepto de “organización social del cuidado” (“la configuración dinámica de servicios proporcionados por diferentes instituciones y la forma en que los hogares y sus miembros beneficiarán de ellas”, Faur, 2011a), para evidenciar este comportamiento menos monolítico o “regimentado” y más fragmentario de la política social.

De manera interesante, los análisis sobre la “organización social del cuidado” sostienen en todos los casos una mirada feminista sobre el cuidado. Algunos aportes se inscriben en un “enfoque de derechos” para analizar el cuidado, documentando la presencia o ausencia de derechos consagrados en la legislación que, aun cuando no se nombran como “cuidado”, entran dentro del marco amplio de su provisión (la legisla- ción sobre familia, la legislación laboral, y los derechos económicos, so- ciales y culturales son los ámbitos usualmente relevados).106 El marco de derechos para el análisis del cuidado, todavía en construcción, reseña el derecho a recibir cuidados dignos de acuerdo a las necesidades concretas de las personas a lo largo del ciclo de vida; el derecho a optar entre cuidar y no cuidar, traspasando los mandatos de género;107 y el derecho a cuidar en condiciones adecuadas, tanto de manera remunerada como no remu- nerada en espacios institucionales (Carcedo et al, 2011). En tanto este tercer derecho se relaciona con las condiciones de trabajo de las y los trabajadores remunerados (ver sección 4), los otros dos muestran que el cuidado es, en realidad un “derecho en tensión”, entre los derechos que les asisten a los grupos de dependientes de recibir cuidados y el reparto de obligaciones sobre su provisión (el derecho a optar entre cuidar y no cuidar) (Faur, 2011b).

En la literatura sobre la organización social del cuidado, sin embargo, no se cuestiona la idea de cuidado de grupos poblacionales dependientes. La comparación entre las literaturas producidas en nuestra región con literaturas sajonas (norteamericana, australiana o británica) con sus énfasis en la ausencia de soporte estatal para la maternidad; con la lite- ratura producida en España y su énfasis en el cuidado de adultos mayo-

106    Ver Pautassi (2007) y los textos elaborados por UN-INSTRAW que se relevan más abajo (Ander- son, 2010; Arriagada, 2010).
107    Ver una profundización sobre este tema en la sección 3.


res, por ejemplo, hace evidente que aquello que se toma como supuesto y “natural” en un contexto no lo es en otros.108

La riqueza de estos análisis sobre la política social es ubicar al cuidado, y a la producción de bienestar, como un problema de política pública, corriéndolo del terreno doméstico y privado para articular demandas sobre la responsabilidad estatal en la provisión de cuidados. Pero, jus- tamente, el foco en el estado y en su potencial regulador de las dis- tintas esferas de provisión de cuidado deja intacta la dimensión es- tructural de esta provisión. El riesgo del foco exclusivo en las políticas sociales es dejar inexplicado e incuestionado el proceso por el cual se llega a la distribución de los ingresos, los tiempos y los recursos antes de que las políticas sociales sirvan para contrarrestar los efectos “cola- terales” del funcionamiento económico mediante su redistribución. En efecto, se hace necesario entender no sólo los modos en que la política social o las regulaciones del mercado de trabajo (por ejemplo, las lla- madas “políticas de conciliación”) distribuyen y asignan responsabili- dades de cuidado en distintos estratos sociales, sino también cómo en primer lugar estas desigualdades de clase se producen y reproducen en el ámbito económico monetario (Esquivel, 2011a).

La dimensión estructural y macroeconómica tiende a estar ausente de los debates sobre el cuidado (a veces incluso también la dimensión microeconómica del financiamiento) (Esquivel, 2008b; Bedford, 2010). Esto sucede en parte porque el análisis económico se ve como una cuestión abstracta y académica entre quienes no tienen formación en economía,109 y en parte también porque la literatura sobre los “regí- menes de bienestar” –de la que estas contribuciones académicas son tributarias– hace foco en las variaciones en el bienestar atribuibles al funcionamiento de los estados (y no a sus estructuras económicas), posiblemente debido a que en estos ejercicios comparativos las eco-

108    Como ejemplo, en un texto riquísimo sobre la situación española puede leerse: “todo el mundo sabe que el hueso duro de roer aquí es el envejecimiento y la atención de los llamados ‘dependientes’ (…) que una vez no lo fueron o siguen sin serlo totalmente porque se valen por sí mismos, incluso cui- dan de otros, pero que cada vez precisan más apoyo por parte de los demás” (Vega, 2006:10).
109    Como cita Bedford (2010:16) en un testimonio sobre la reunión del “grupo de expertos” pre- paratoria de la 53º reunión de la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (2009) “me gusta trabajar alrededor de la economía del cuidado, porque obliga a repensar el papel del Estado, lo que el ajuste estructural significó para África…Si haces un montón de trabajo programático, es muy fácil sentir que estos son temas ridículamente abstractos (pie–in-the-sky things) para que una se ponga a pensarlos, especialmente cuando somos financiados por [ciertos donantes] que no te permiten pensar en cosas mucho más allá de tu trabajo” (en inglés en el original).


nomías de las que se trata no son tan disímiles (los países de la OECD). En nuestra región, en la que las estructuras económicas varían tan enormemente, no parece atinado obviar el sustrato económico para mirar sólo las políticas estatales (o su ausencia) en su dimensión pu- ramente ideológica.

Incluso, algunos de los análisis sobre la “economía del cuidado” son en verdad análisis sobre la “organización social del cuidado”, con es- caso contenido de “economía” o en los que el contenido económico se entiende exclusivamente como la inclusión de mediciones sobre el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado en el análisis.110 De este modo, la “economía del cuidado” sería “otra” economía, distinta y hasta separada de la economía de mercado. Retomar el contenido eco- nómico en estas aproximaciones al cuidado implica no sólo visibilizar al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, sino recuperar el doble análisis del contenido social de las políticas económicas y del contenido económico de las políticas sociales (Elson y Çağatay, 2000). O, en otras palabras, entender cómo se produce, distribuye y redistribu- ye el bienestar. 111

    La organización social del cuidado en América Latina
Tal vez del mismo modo que la “economía del cuidado” revisita con he- rramientas nuevas y un nombre nuevo algunos “viejos” temas, puede afirmarse que la literatura sobre la “organización social del cuidado” en América Latina112 es una novísima mirada sobre temáticas de larga data en la región: los estudios sobre las familias, tanto desde la sociología como desde la demografía (Jelin, 1998; Ariza y de Oliveira, 2003; Cerrutti y Binsktock, 2009; CEPAL, 2010b): las problemáticas sobre “conciliación” familia-trabajo (Mora y Moreno, 2006; OIT/PNUD, 2009); la informali- dad de ciertos grupos de trabajadores (entre los que las trabajadoras domésticas no son un grupo menor); la caracterización y evolución de los sistemas de protección social; y las políticas de combate a la pobre- za, entre otros temas. Aquellas miradas más institucionales (sobre la fa-


110    En otros casos, la “organización social del cuidado” se define como la “economía política y social del cuidado”, de nuevo, con escasa economía en el mismo (Arriagada, 2009:5, tomando el concepto elaborado por UNRISD, 2009).
111    Para una elaboración, ver Esquivel (2011a).


milia, sobre el mercado de trabajo, sobre el estado) dan paso a miradas más transversales, que cruzan estas distintas instituciones y regulacio- nes utilizando el cuidado de grupos poblacionales específicos como la “puerta de entrada” del análisis.

Esta puerta de entrada analítica muestra en todos los casos relevados un caleidoscopio de políticas, programas y regulaciones, con variado nivel de financiamiento y cobertura, no necesariamente coherentes entre sí, y a veces resultado de procesos ubicados en distintos marcos tempora- les (y políticos) que se descubren como “capas geológicas” de la política social. Los primeros “recuentos” de programas, políticas y regulaciones, y las primeras evaluaciones empíricas sobre la efectiva recepción de cui- dados (dificultadas, en muchos casos, por la falta de información sobre la cobertura de las regulaciones laborales y de los servicios de cuidado) dieron cuenta de las varias aristas y dimensiones analíticas que acarrea caracterizar la “organización social del cuidado” en nuestra región.

Las dimensiones seleccionadas para el análisis de la organización del cuidado infantil abarcan la legislación laboral (licencias por materni- dad y enfermedad, políticas de “conciliación”)113; el acceso a la escola- ridad inicial y primaria, y las características de este acceso (cobertura, obligatoriedad de provisión por parte del estado, extensión de la jor- nada escolar), y los programas sociales dirigidos a la niñez (Rodríguez Enríquez, 2007; Salvador, 2009; Anderson, 2010; Arriagada, 2010). En los casos en que existe información, se incluye en el análisis al trabajo de cuidados no remunerado, calculado en base a las encuestas de uso del tiempo, y se señala la pertinencia de analizar al trabajo domés- tico remunerado como un “servicio de cuidado” (ver sección 3.4). En general, también, se incluye como punto de partida (a veces, no de- masiado articulado con las demás dimensiones) una estimación de la

112    Esta literatura se ha producido en los últimos cuatro años con similares marcos teóricos, fruto de dos proyectos de investigación: “La Economía Política y Social del Cuidado”, del United Nations Research Institute for Social Development (UNRISD), que trató los casos de Argentina y Nicaragua (UNRISD 2010; Esquivel y Faur, 2012; Martínez Franzoni et al, 2010); y el proyecto del INSTRAW sobre “Cadenas Globales de Cuidado”, para los que se analizaron los corredores migratorios entre Bolivia y España; Perú y España; Ecuador y España; Perú y Chile; Paraguay y Argentina; y Nicaragua y Costa Rica (ONU Mujeres). La Red de Género y Comercio (IGTN - LATAM) trabajó también con un enfoque similar sobre la organización social del cuidado de Argentina y Uruguay (Rodríguez En- ríquez, 2007; Salvador, 2009).
113    Algunos aportes indagan también sobre la legislación de familia, y el carácter punitivo de la misma cuando las familias no brindan cuidado (para el caso de Paraguay, por ejemplo, ver Soto et al, 2011; para el caso de Nicaragua, ver Espinoza et al, 2011).


“demanda de cuidado” potencial, basada en la evolución esperada de la dinámica poblacional.

No es extraño que en América Latina exista una elevada heterogeneidad en la organización social del cuidado, derivada de dinámicas familiares, mercados de trabajo, y estructuras económicas muy diferenciadas, así como también de estados con fortalezas y tradiciones disímiles.114 Sin embargo, los relevamientos muestran algunos rasgos comunes que caracterizan la organización social del cuidado en la región. Entre és- tos, sobresale con fuerza el hecho que el cuidado sigue siendo función principal de familias y mujeres en él, y por lo tanto un asunto “privado”. La información que proveen las encuestas de uso del tiempo es contun- dente al respecto, mostrando la persistencia de patrones tradicionales de división sexual del trabajo. Con todo, existen enormes desigualdades en el acceso al cuidado entre las familias, que reflejan (y subrayan) las desigualdades de ingresos. En el caso de Chile, por ejemplo, “existe un continuum entre las familias cuyo extremo va desde la falta de acceso al cuidado, como puede ser el caso de la población en extrema pobreza y que no accede a los beneficios de las políticas públicas orientados hacia ella (…) hasta la población de los niveles de ingresos superiores que ac- ceden a cuidados privados y de calidad” (Arriagada y Todaro, 2011:63). La otra cara de la moneda de esta desigualdad es una elevada fragmenta- ción de la cobertura efectiva de la normativa, de los programas y planes sociales, y de los servicios de cuidado, asociada a distintos estratos de ingresos, grupos étnicos, y localizaciones territoriales distintas. Como se señala para el caso de Perú, “los alcances desiguales de los programas y servicios sociales, y las demandas heterogéneas de los individuos y las familias, conducen a un reparto del peso de los cuidados que es tam- bién desigual” (Anderson, 2010:65).

Los estudios realizados en la región muestran que las políticas de con- ciliación familia-trabajo incorporadas a las regulaciones laborales son débiles, y siguen siendo pensadas como “asuntos de mujeres” (son ellas, y no los varones, los “sujetos” de estas políticas, Faur [2006]). Pero ade- más, estas políticas de conciliación sólo cubren a los segmentos forma- les del mercado de trabajo, ya que la “titularidad” del derecho es de la “madre trabajadora” –no de las trabajadoras informales, ni de los pa- dres– dejando a amplias secciones de la fuerza de trabajo femenina no

114    Para una tipología al respecto, ver Martínez Franzoni (2010).


cubierta y en condiciones de vulnerabilidad (OIT/PNUD, 2009; Martínez Franzoni, 2010; Lupica, 2010).115

La idea de que el cuidado de niñas y niños debe ser provisto por las fa- milias (y las madres), en particular cuando son pequeños, se encuentra en el sustrato de la muy baja cobertura de salas maternales, guarderías y jardines de infantes en la región (Martínez y Monge, 2007). Aún en los países con estados de bienestar más desarrollados (Uruguay, Argentina, Costa Rica, Chile, por ejemplo) y en donde la educación primaria se acer- ca a la cobertura universal, los servicios de cuidado para niños y niñas en edad pre-escolar provistos por el estado son escasos, dejando espa- cio para soluciones “vía mercado” en las familias que tienen recursos, o vía “comunitaria” para las familias que carecen de ellos (Rodríguez Enrí- quez, 2007, Carcedo et al, 2011; Faur, 2011a). Y si bien en algunos contex- tos la política pública ha avanzado hacia una progresiva cobertura uni- versal en los años inmediatamente anteriores a la escolaridad primaria (la “obligatoriedad” de las salas de 4 y 5 años en los casos de Uruguay y Argentina, y de 3, 4 y 5 años en México), en otros, los servicios de cuidado infantil públicos se focalizan en los sectores más empobrecidos, y aun así la cobertura tiende a ser muy inferior a la demanda potencial (en el caso de Costa Rica, por ejemplo, la cobertura llega sólo al 18% de la po- blación objetivo, Carcedo et al, 2011).

En contextos de menor desarrollo del sistema educativo (los casos de Ecuador y Nicaragua, por ejemplo, aunque existen iniciativas de este tipo también en Argentina y México), se privilegia la gestión comunita- ria de servicios de cuidado infantil, con financiamiento estatal (Staab y Gerhard, 2010; Martínez Franzoni et al, 2010).116  Apelando a los saberes “naturales” (es decir, no profesionales) de las mujeres, estos centros son atendidos por “madres comunitarias” en sus propios hogares, lo que exacerba estereotipos de género y puede comprometer la calidad y se- guridad de las prestaciones (Staab, 2011). 117

115    En estos tres textos, la “conciliación” se entiende como más amplia que la regulación laboral, y funciona como puerta de entrada al análisis de las políticas de cuidado.
116    A veces se subsidia a la demanda (México), otras veces la oferta (Argentina, Ecuador, Nicaragua).
117    Staab (2011:54) aclara, que, para el caso de Ecuador, “en noviembre del 2010, sin embargo, el MIES [Ministerio de Inclusión Económica y Social] anunció una reforma generalizada del progra- ma. Esta prevé que a partir de enero 2011 la gestión y coordinación de los centros – renombrados “Centros para el Buen Vivir” – es asumida directamente por empleados del MIES (…) Apuntando a un lenguaje menos maternalista, las cuidadoras se llamarán ‘promotoras (en vez de madres) comu- nitarias’ y, más importantemente, recibirán el salario mínimo.”


En otros casos, los problemas no son sólo de cobertura o tipo de ges- tión de los servicios de cuidado infantil, sino de adecuación de las prestaciones a las necesidades de las familias. En Perú, por ejemplo, “el Estado proveedor de centros preescolares y cunas infantiles (…) pre- tende exigir la asistencia regular de los niños [mientras que] los fa- miliares suelen entender que estos son servicios que pueden y deben usarse cuando nadie de la familia está disponible para atender al niño o la niña pequeña” (Anderson, 2010:33). Los horarios de los servicios de cuidado y la duración de la jornada escolar (a veces se requiere ser trabajadora de tiempo completo para acceder a jardines de infantes de jornada simple) pueden también conspirar contra el objetivo de- clarado de estas políticas de posibilitar que las madres se integren al mercado de trabajo (Staab y Gerhard, 2010).

Estas características ponen de relieve que lo que diferencia a estas ini- ciativas (y a la postre, su real cobertura) es la titularidad del derecho a acceder a los servicios, y la definición de “beneficiario” de los mismos (que puede coincidir o no con la/el titular): mientras que las iniciativas universales definen a los niños y niñas como beneficiarios y como titu- lares del derecho a acceder a los servicios de cuidado, enfatizando las ventajas de la educación inicial y ampliando ofertas de cuidado profe- sionalizadas (aun cuando, a veces, el problema es que sólo se centran en las niñas y niños, y no a sus familias), las iniciativas focalizadas en la población pobre son fragmentadas y tienden a hacer mayor foco en las “madres pobres” y sus necesidades de generar ingresos, más que en las niñas y niños.118 Las políticas que asocian el acceso a los servicios de cuidado al empleo registrado de la madre (típicas de paí- ses con mayor desarrollo de sus legislaciones laborales protectoras, y de sectores productivos con elevado nivel de formalidad, entre ellos el sector público) suelen tomar en cuenta a la vez la situación de niños y niñas y de sus familias, aunque la titularidad de derecho es de la ma- dre ocupada formal (y no del padre). Como en el caso de las políticas de conciliación consagradas en la legislación laboral, en nuestros con-

118    Como señalan Carcedo et al (2011) para el caso de Costa Rica, “otro de los requisitos además es que las madres cuenten con algún trabajo remunerado, ya que los servicios se consideran un apoyo a las familias para salir de la situación de pobreza facilitando a las madres la posibilidad de trabajar para obtener algún ingreso. Nótese sin embargo, que las condiciones del trabajo deberán ser pre- carias, insuficientes y probablemente infrinjan normas laborales, ya que para mantenerse dentro del servicio es condición sine qua non permanecer en situación de pobreza. (…) Lejos de ser una estrategia de combate a la pobreza este tipo de requerimientos más bien la están perpetuando.”


textos de elevada informalidad laboral la cobertura de estas políticas nunca es universal.119

Aun cuando los cuidados de la salud son parte de la evaluación de los cuidados, en pocas ocasiones se los analiza en profundidad (¿tal vez porque es un área de estudio específica?), señalándose la existencia de programas de salud materno-infantil de carácter (o vocación) universal (para los casos de Argentina y Uruguay: Rodríguez Enríquez, 2007; y por ejemplo, Martínez Franzoni et al, 2010 para el caso de Nicaragua).

Por el contrario, los análisis de la organización social del cuidado de niñas y niños incluyen en todos los casos la consideración de los pro- gramas de transferencias condicionadas (PTC), por su extensión y por la relevancia que han tomado en el marco de las políticas sociales (ver capítulo 8), aunque su relación con la provisión de cuidados es difusa. En efecto, si bien el acceso a estos programas está relacionado con la presencia de niñas y niños en los hogares, y la condicionalidad se asocia a que los niños y niñas cumplan con los chequeos de salud y asistan a establecimientos educativos (condicionalidad que deben cumplir las madres pobres), claramente la transferencia monetaria está dirigida a mantener un nivel mínimo de consumo del hogar, propio de la protec- ción social, y no es “dinero para cuidar”. Por el contrario, todo el cuidado que no es salud y educación se supone provisto por las madres, a la vez beneficiarias y responsables de cuidar.

Algunas de las evaluaciones sobre la organización social del cuidado re- levadas abarcan también el conjunto de prestaciones y políticas sociales no directamente relacionadas con el cuidado, incluyendo los programas de infraestructura y prestaciones en especie (por ejemplo, programas alimentarios) (Anderson, 2010; Salvador, 2009; Genta y Contreras, 2010). En el caso de los adultos mayores, se incluye también el análisis de los sistemas de previsión social, que brindan acceso a una cobertura de ser- vicios de salud pero difícilmente incluyan dinero para “comprar cuidados” (Salvador, 2009; Arriagada y Todaro, 2011). Esto sucede porque la “lógica del cuidado” (dinero para cuidar y servicios de cuidado a dependientes) se solapa con la “lógica de la provisión social”, que provee de ingresos a po- blaciones en riesgo. Aún bajo un abordaje universalista de la protección

119    Por ejemplo, en el caso de Bolivia, alcanzan a las y los ocupados del sector público, que represen- tan sólo al 10% de la población ocupada (Jiménez Zamora, 2010).


social (a través de la cual el estado garantice un nivel mínimo de ingresos a toda la población), la “lógica de la protección social” adhiere a una me- dición tradicional del bienestar como equivalente a un nivel de consumo mínimo (o a la medición de la falta de bienestar entendida como la po- breza por ingresos). La disponibilidad del trabajo doméstico y de cuidados necesario para transformar ingresos en consumo se da por supuesta, y las transferencias de ingresos no implican “dinero para cuidar o recibir cuidados” sino sólo para consumir una canasta de bienes y servicios mí- nimos que no incluye a estos cuidados en un sentido amplio. En la lógica de la protección social, los cuidados cubiertos son aquellos que no pue- den cubrir los hogares, ya sea porque se requiere un saber experto (salud, educación) o porque implican situaciones de dependencia extremas (por ejemplo, invalidez). En efecto, aun en el caso de políticas destinadas a gru- pos de dependientes, como niñas y niños pequeños o adultos mayores, se asume que el cuidado requerido de manera cotidiana será provisto por las familias (Esquivel, 2011a).

Muchos de los análisis sobre la “organización social del cuidado” re- cientemente producidos en la región dan cuenta de que el “cuidado” no está presente en la agenda pública. Para el caso de Argentina, Rodríguez Enríquez y Sanchís (2011:62) señalan: “el tema del cuidado es la gran ausencia de las perspectivas, abordajes y estrategias de los actores rele- vados. La propia noción de cuidado resulta difusa, inaprehensible para ellos. (…) Aun cuando se alude a la necesidad de acciones de concilia- ción, la noción de cuidado como derecho, el rol del trabajo de cuidado como eje de la reproducción social y del funcionamiento sistémico, y las particularidades de la actual organización social de los cuidados no aparece ni en el discurso, ni en los abordajes ni en las estrategias de los actores involucrados”.

No es de extrañar que esto sea así. El cuidado como herramienta de análisis del bienestar es muy nueva, y novísima en la región. Además, como ya se mencionó al comienzo de este capítulo, para muchos de los actores involucrados (los hacedores de políticas de educación y salud, por ejemplo) el concepto de “cuidado” tiene significados distintos a los que les atribuimos desde la “lógica del cuidado”. Pero la polisemia del cuidado atraviesa también nuestras contribuciones, en las que los lími- tes del “cuidado” son “difusos”. La confusión entre los análisis canónicos sobre la protección social, y aquellos que caracterizan a la organización


social del cuidado –con sus solapamientos– puede contribuir a la con- fusión, y necesitamos avanzar en clarificar qué suma la “lógica del cui- dado” a esos análisis tradicionales. Al igual que las contribuciones sobre la organización social del cuidado, desde las contribuciones realizadas tomando como marco la “conciliación con corresponsabilidad social” se está avanzando “hacia el cuidado”, abandonando el foco exclusivo en la regulación laboral para incorporar las políticas de conciliación familia/ trabajo para grupos de trabajadores no formales (OIT/PNUD, 2010; Mar- tínez Franzoni, 2010). Otra vez, el solapamiento entre ambas perspecti- vas es muy alto, aunque la visión “desde el mercado de trabajo” tiende a dejar afuera a quienes no están en ese mercado, así como también a las políticas que no se centran en la generación de empleo.

El análisis del cuidado en un “marco de derechos” es también una pers- pectiva en construcción. El reconocimiento de que “el acceso a cuidar y ser cuidado es un derecho fundamental y a la vez una responsabilidad de todas y todos y de la sociedad en su conjunto”, como mencionan Arriagada y Todaro (2011) implica, en realidad, derechos y responsabili- dades “en tensión”, tensión que no se resuelve con la mera enunciación de la existencia de derechos (Faur, 2011a). ¿Quién y cómo se garantiza el derecho a recibir cuidados dignos y el derecho a cuidar en condiciones adecuadas? ¿Cómo debe intervenir el estado para garantizar estos dere- chos? ¿Mediante qué instrumentos de política? ¿Quién debe cuidar? En particular el derecho a optar entre cuidar y no cuidar aparece como un derecho absoluto, aunque el significado que se le da a este derecho en la literatura es el que existan servicios de cuidado para reemplazar par- cialmente el cuidado familiar. También, se relacionan con la oposición al ensalzamiento del cuidado como lo naturalmente femenino, que encubren situaciones de sobreexplotación (Friedemann-Sánchez, por publicarse). Como se señala para el caso de Paraguay “no es un tema de discusión en el Paraguay el derecho a no cuidar. No existe reconocimiento de ese derecho” (Soto et al, 2011:66). Pero la pregunta sería, enunciado de esta manera ¿podría serlo? ¿Qué significaría elegir “no cuidar”? ¿“No cuidar nunca”? ¿“Cuidar menos”? ¿No son los varones/padres quienes están “ejerciendo” este derecho?

Por otra parte, ¿qué sucede con el “derecho a no ser cuidado”, a no que- dar en el lugar “dependiente”, desprovisto de agencia? En el caso pe- ruano, por ejemplo, “resulta relevante considerar las situaciones en las


que determinadas personas o segmentos de la sociedad sufren la viola- ción de su derecho a rechazar ser objeto de cuidados, o proveedores de cuidados, en algunas de sus formas y bajo determinadas condiciones. Se trata de un derecho de optar fuera del sistema. Demasiadas veces los cuidados provistos por el Estado, las organizaciones filantrópicas, las empresas y muchas ONGs van acompañados de condicionalidades, actitudes de control y tutelaje, y el estigma de ser objeto del asistencia- lismo y la caridad” (Anderson, 2010:67).

De hecho, lo que sucede en esta literatura sobre la “organización del cui- dado” es que la enunciación del cuidado como “derecho universal” no alcanza todavía a generar una agenda única de propuestas, ni una guía de acción sobre las políticas públicas respecto de los modos en que este derecho se garantizaría, lo que puede opacar las distintas agendas de políticas en discusión en la región. A este punto volveré más adelante, luego de analizar la situación de las y los trabajadores del cuidado.

    Las y los trabajadores del cuidado


    Un marco de análisis para pensar el trabajo de cuidado remunerado120
Las y los trabajadores del cuidado son asalariadas y asalariados cuya ocu- pación conlleva la prestación de un “servicio de contacto personal que mejora las capacidades humanas de quien lo recibe” (England, Budig y Folbre, 2002:455). Entre las ocupaciones del cuidado se encuentran los médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, docentes de educación inicial (preescolar), primaria y secundaria, profesores universitarios, tera- peutas, etc. Si bien la mayoría de estos trabajadores se desempeña en los sectores de salud y educación, también pueden encontrarse ocasional- mente en otras ramas de actividad (por ejemplo, una docente de educa- ción inicial en una guardería de una fábrica, un médico en una institución deportiva, etc.). El importante nivel de feminización de estas ocupaciones indica que las mismas constituyen un sector que genera oportunidades de empleo para muchas mujeres (Razavi y Staab, 2010).

Con su trabajo, las y los trabajadores del cuidado prestan servicios que cubren las necesidades de salud y/o educación de quienes reciben los

120    Esta subsección se basa en Esquivel (2010b).


cuidados. Así, el contenido de trabajo de estas ocupaciones coincide con la definición más amplia de cuidado como aquellas actividades en las que las necesidades de quienes reciben los cuidados “son el punto de partida de lo que se debe hacer” (Tronto, 1993:105, citada por Jo- chimsen, 2003:239).

Como se mencionó con anterioridad, en nuestra región, las ocupacio- nes del cuidado incluyen también al servicio doméstico. Aunque el contenido de trabajo de esta ocupación se encuentra definido de ma- nera amplia, y puede incluir o no actividades de “contacto personal”, el servicio doméstico no puede, por ello, excluirse del análisis de las ocupaciones del cuidado en nuestros países. Lo más habitual es que las empleadas domésticas cocinen, limpien y laven y planchen ropa, aunque, de ser necesario, también cuidan a niñas y niños y atienden a los miembros del hogar ancianos o enfermos. En este sentido, no es que nos falte precisión o información para decidir si estas trabajado- ras son cocineras, limpiadoras, o niñeras. Más bien, es que son todo eso a la vez, y el “contenido de trabajo” de su ocupación varía de acuerdo a las necesidades del hogar empleador sin por ello variar sustancial- mente su remuneración. En efecto, el trabajo de las trabajadoras do- mésticas es reemplazar (en todo o en parte) el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que se realiza en los hogares, a cambio de una remuneración.

La tipificación por sexo del trabajo doméstico y de cuidados no remu- nerado –que sigue siendo mayoritariamente provisto por mujeres– se hace extensible al servicio doméstico, cuyas trabajadoras son casi siempre mujeres. La asociación del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado con las características atribuidas a las mujeres –y no con unas calificaciones adquiridas mediante la educación o una capa- citación formal– implica también que la mayoría de estas trabajado- ras tiene un nivel bajo de instrucción formal. Desde el punto de vista conceptual, la inclusión de las empleadas domésticas en el análisis de las ocupaciones del cuidado se basa en la idea (mencionada más arriba) de que los cuidados –en particular los que se prestan en los hogares– arcan tanto el cuidado directo como el indirecto, es decir, el trabajo doméstico que es un requisito previo para que el cuidado directo pueda prestarse. Dado su peso relativo en el empleo, de nin- guna manera menor en nuestros países, una mirada desde el cuida-


do permite afirmar que la magnitud y condiciones de trabajo de esta ocupación no pueden explicarse sino por los modos particulares en los que se organiza la provisión de cuidado en nuestros países, por la cual algunos hogares acceden a la posibilidad de comprar sustitutos para su trabajo doméstico y de cuidados en el hogar, sólo posible en un contexto de elevada inequidad de ingresos.

En las últimas décadas, una serie de factores han tenido profundas implicaciones sobre el crecimiento de las ocupaciones del cuidado. Por un lado, la participación laboral de las mujeres ha generado una cre- ciente demanda por este tipo de servicios (Folbre, 2006a). Si bien en el nuevo esquema de participación laboral remunerada femenina, las mujeres siguen siendo las responsables últimas de sostener la gestión doméstica de los cuidados, también es cierto que la disminución del tiempo disponible implica que muchas de las labores de cuidado an- tes realizadas en forma no remunerada en la esfera del hogar ahora deben ser delegadas y resueltas mediante otros mecanismos. En este sentido, la compra de estos servicios en el mercado y/o la utilización de servicios públicos juegan un papel central en el modo en que las familias organizan el cuidado.

Por otro lado, un factor adicional que suele invocarse para explicar el crecimiento en la demanda de servicios de cuidado tiene que ver con cambios demográficos. El aumento de la expectativa de vida en la ma- yoría de los países de la región (que implica mayores demandas de cui- dado por parte de adultos mayores) así como los cambios en las formas de convivencia (con el consecuente crecimiento de los hogares uniper- sonales y/o con jefatura femenina) generan una mayor necesidad de servicios remunerados de cuidado (CEPAL, 2009). En este contexto, la generación de oportunidades laborales social y económicamente va- lorizadas en este sector son condiciones esenciales para desarrollar y consolidar un sistema de servicios de calidad que contribuya a la redis- tribución de los costos del cuidado (Folbre, 2006a).

Existe una creciente evidencia empírica que indicaría que en ocupa- ciones se generan salarios y condiciones de trabajo más precarios que aquéllas no relacionadas con el cuidado. Por ejemplo, un estudio rea- lizado por England, Budig y Folbre (2002) en Estados Unidos encontró que las ocupaciones del cuidado sufren entre un 5% y un 6% de pena-


lización salarial.121  Las explicaciones para esta penalización apuntan al contenido de cuidado de estas ocupaciones, asociado a las muje- res y a la maternidad y, por tanto, socialmente poco valorado, lo que puede influir en “la idea que tiene la gente de cuánto deben ganar quienes trabajan en este sector” (England, Budig y Folbre, 2002:457). Otra explicación conexa es la que justifica su remuneración inferior con el argumento de que “el cuidado tiene ya su propia recompensa”, es decir, que quienes son propensos a “cuidar a los demás” aceptan salarios más bajos porque “les gusta” su trabajo y obtienen de él una satisfacción intrínseca (para una crítica a este planteamiento, ver Fol- bre y Nelson, 2000).


Recuadro 3.3
Las y los trabajadores del cuidado en el mundo

Un estudio comparativo reciente analiza la existencia de una penalización salarial de las ocupaciones del cuidado en 12 países. Los países seleccionados incluyeron, además de a los Estados Unidos, a países con sistemas regulatorios y de protección social fuerte- mente consolidados (Suecia, Finlandia, Francia, Alemania, Holanda, Canadá y Bélgica), así como países europeos post-socialistas (Hungría y Rusia) y países en desarrollo (México y Taiwán). Los resultados indican que las ocupaciones del cuidado implican frecuentemen- te, pero no siempre, una penalización salarial. Si bien las características demográficas de los trabajadores del cuidado no diferían sustancialmente de los trabajadores de otros sectores, sí se observó una diferencia en términos del nivel educativo. Los trabajadores del cuidado, en promedio, cuentan con niveles educativos superiores a aquéllos que se desempeñan en otras ocupaciones. Además están sobrerrepresentados en ocupaciones profesionalizadas en el sector público. Si bien estas características suelen estar asociadas a mayores remuneraciones, en el caso de las y los trabajadores del cuidado, el mayor nivel educativo y la profesionalización así como el mayor grado de desempeño en el sector público actuaron como “efectos protectores” sin los cuales las penalidades observadas hubieran sido mayores.

La investigación muestra gran variabilidad en los niveles y alcance de la penalización de las ocupaciones del cuidado según distintos grupos de trabajadores. Por ejemplo, en los países bajo análisis, los trabajadores de la salud –particularmente los médicos– resultan mucho menos penalizados que los del sector educación (y, como es dable esperar, mucho menos aún que en el servicio doméstico). Por otra parte, son los varones los que sufren más la penalización por desempeñar ocupaciones relativas al cuidado.

Las mujeres tienen menos probabilidades que los varones de ser penalizadas, e incluso en algunos países, pueden obtener remuneraciones proporcionalmente más altas por



121    Estos análisis resultan de “controlar” (estadísticamente) la remuneración horaria de las y los traba- jadores del cuidado por una serie de factores individuales, tales como el nivel educativo, las trayecto- rias sociales y laborales así como por las características de cada ocupación (el grado de feminización, el sector en el que se desarrollan [público, privado] y el nivel de sindicalización).



desempeñar ocupaciones del cuidado. El hecho de que se trate de ocupaciones pre- ponderantemente feminizadas da cuenta de algunas pero no todas las penalidades observadas (ya que las mismas persisten en buena medida, aun controlando el nivel de feminización de las mismas). En este sentido, un hallazgo importante se relaciona con los diferenciales de salarios que presentan estas ocupaciones según contexto en el que se desarrollan. El estudio analizó los contextos nacionales en los que se desempeña- ban las y los trabajadores del cuidado en función del nivel de equidad en la distribución de los ingresos ocupacionales, el grado de sindicalización de las ocupaciones, el tamaño del sector público y el nivel de gasto público en la provisión de servicios de cuidado. En los contextos donde la regulación del mercado de trabajo había logrado una menor inequi- dad en la distribución de ingresos laborales, allí donde existían altos niveles de sindicaliza ción, en los países donde el sector público tenía un mayor peso relativo en la generación de empleo, y donde el gasto público en la provisión de servicios de cuidado era más alto, es donde se registran los menores niveles de penalidad salarial para estas ocupaciones.

De hecho, en función de la incidencia de estas variables, en algunos países la penaliza- ción del cuidado como trabajo remunerado es anulada, e, incluso, en casos como Suecia, desempeñar este tipo de trabajo reporta ingresos promedio más altos que los del resto de las ocupaciones. Este tipo de hallazgos es sumamente significativo ya que indica que el contexto donde se desarrollan las ocupaciones del cuidado no sólo importa sino que tiene un papel fundamental en los salarios relativos de las y los trabajadores del cuidado.

Fuente: Budig y Misra (2010).


Se han propuesto también explicaciones basadas en las características particulares de los servicios de cuidado, según las cuales su productividad sería menor que la de otros sectores. Esta menor productividad laboral podría traducirse en el atraso relativo de los salarios, la pérdida de cali- dad del cuidado (sobre todo, en el sector público) o en el encarecimiento relativo de los servicios de cuidado (en el sector privado) (Himmelweit, 2007; Folbre, 2006b). Sin embargo, hay que señalar que este argumento
–la llamada “enfermedad de los costos”– es estrictamente válido sólo en condiciones de pleno empleo, en las cuales los salarios de los diferentes sectores aumentarían junto con la productividad. Antes de llegar al pleno empleo, sin embargo, hay margen para la expansión de los servicios de cuidado sin que ello suponga una presión a la baja sobre los salarios de las y los trabajadores que los prestan, pues la productividad de estos ser- vicios no es necesariamente más baja que la de otros sectores.



Recuadro 3.4
La firma del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo: hacia el recono- cimiento del valor y los derechos del trabajo doméstico remunerado

Las trabajadoras domésticas remuneradas representan a un significativo contingente dentro del universo de las y los trabajadores del cuidado, sobre todo en los países en vías de desarrollo. En un contexto como el latinoamericano, nada menos que 14 millones de mujeres –en promedio, un 15 por ciento de la población femenina ocupada de la región– desempeñan esta ocupación (Valenzuela y Mora, 2009). La mayoría de ellas desarrolla su trabajo en condiciones precarias, con los bajos salarios, y sin protección social y legal, como resultado del incumplimiento de la normativa laboral, pero también porque esta normativa es generalmente débil (Loyo y Velázquez, 2009).

En este contexto, la reciente firma en junio de este año por parte de los estados miem- bros de la OIT este año del Convenio 189 sobre el “Trabajo decente para las trabajadoras y los trabajadores del servicio doméstico” y su suscripción por parte de la mayoría de los estados latinoamericanos, puede contribuir a mejorar las condiciones de trabajo de estas trabajadoras en la región. Entre los derechos más salientes estipulados en el Convenio se encuentran: 1) la garantía de libertad de asociación sindical y el reconocimiento del derecho a la negociación colectiva; 2) el establecimiento por parte de los Estados de una edad mínima para el ejercicio de la ocupación, 3) la estipulación de consideraciones es peciales para los menores de 18 años que ejercen la ocupación; 4) la expresa inclusión de las trabajadoras migrantes dentro de las normas establecidas; 5) el establecimiento de políticas para la prevención y tratamiento de situaciones de abuso, acoso y violencia, 6) la promoción de contratos de trabajo por escrito; 7) el patrocinio de políticas que tiendan a eliminar la residencia forzosa en el lugar de trabajo y promuevan la plena disponibilidad de la documentación personal; 8) la garantía de igualdad de trato respecto al resto de los trabajadores en lo que concierne a: los periodos de descanso, el acceso a la seguridad social (incluyendo todos los derechos relativos a la maternidad) y el acceso a la justicia para la resolución de los conflictos laborales; 9) la inclusión de las trabajadoras dentro de regímenes salario mínimo allí donde estos existan y la promoción de mecanismos para la regulación de la modalidad y la forma de pago; 10) el establecimiento de normas y controles relativos a la seguridad y la salud en el ámbito laboral; 11) la sanción de medidas para controlar y regular el funcionamiento de las Agencias de Empleo que median en esta ocupación y; 12) la generación de mecanismos y medidas que promuevan el efectivo cumplimiento de las normas estipuladas.

El texto del Convenio es acompañado de una Recomendación (no.201) que profundiza sobre los contenidos propuestos, amplía los detalles deseables respecto a los linea- mientos del Convenio y sugiere alternativas en forma más detallada para implementar las medidas propuestas, aunque no tiene carácter vinculante para los estados. Entre los puntos importantes incluidos en la Recomendación, pero no en el Convenio, se des- taca la extensión de la cobertura de la seguridad social para quienes se desempeñan pocas horas para múltiples empleadores, una situación muy frecuente que suele estar asociada a niveles de protección social significativamente más bajos que los de las tra- bajadoras de jornada completa (Pereyra, 2010); y las sugerencias específicas respecto a la protección de las trabajadoras migrantes, cuyo peso y vulnerabilidad dentro del sector son ampliamente reconocidos (Pérez Orozco, 2009).



Una vez sorteada la instancia de la ratificación, la labor de los gobiernos comprometi- dos implicará al menos dos importantes retos a futuro. Por un lado, impulsar, dentro de márgenes de tiempo razonables, los cambios necesarios en las legislaciones que regu- lan el trabajo del sector (históricamente discriminatorias), que quedarán en su mayoría desactualizadas respecto a los requerimientos del Convenio. Y, por otra parte –tal vez el desafío más importante– se precisará idear e implementar las medidas de fiscalización necesarias que garanticen el efectivo cumplimiento de la normativa establecida.


Más allá de esta discusión teórica –más pertinente tal vez en los países centrales que en nuestra región– puede decirse que el modo en que se presten y regulen los servicios de cuidado, y en particular la participa- ción estatal en su provisión, puede influir de manera crucial en las con- diciones de trabajo en los mismos (Esquivel, 2010b; Budig y Misra, 2010) (ver recuadro 3.3). También, ciertos aspectos del funcionamiento del mercado laboral en el que se insertan las y los trabajadores del cuidado pueden explicar la relativa precariedad y menores salarios de estas ocu- paciones. En mercados laborales con una fuerte desigualdad salarial y/o elevado desempleo, es posible que las y los trabajadores del cuidado ocupen los puestos más bajos de la escala salarial, concentrándose en las ocupaciones peor pagadas, como es el caso de las migrantes en las cadenas globales de cuidado (Folbre, 2006b; Pérez Orozco, 2009, ver la siguiente subsección). El grado de agremiación de las y los trabajadores del cuidado, los estatutos legales que los protegen –si específicos, como es el caso de las trabajadoras domésticas en muchos de nuestro países (ver recuadro 3.4) o generales– y el grado de cumplimiento de la norma- tiva laboral también afecta la situación de estas y estos trabajadores (Esquivel, 2010b) (ver recuadro 3.5).



Recuadro 3.5
Las y los trabajadores del cuidado en Argentina

Una tercera parte de las mujeres argentinas ocupadas lo hace en ocupaciones del cui- dado. Más o menos la mitad de ellas son maestras, profesoras, médicas, y enfermeras, ocupaciones que exigen un nivel relativamente alto de instrucción y calificación. El hecho de que esos puestos de trabajo se encuentren mayoritariamente en estable- cimientos de salud y educación gestionados por el Estado quizás explique en parte la leve sobrerrepresentación de las mujeres en el sector público. La otra mitad de las trabajadoras del cuidado se dedica al servicio doméstico. Poseen un nivel de instruc- ción bajo y son, por lo general, “no calificadas”. Prácticamente todas estas trabajadoras domésticas son no registradas, y representan casi el 40 por ciento del total de empleo asalariado femenino no registrado.


En cambio, las ocupaciones del cuidado representan sólo algo más del 3 por ciento de la ocupación masculina total, y el 5 por ciento de la ocupación masculina asalariada. Los varones que desempeñan ocupaciones del cuidado son, sobre todo, maestros, profesores y médicos. No es de extrañar, por consiguiente, que más del 80 por ciento de ellos tenga estudios terciarios, completos o parciales; que el 29 por ciento sean profesionales, y que el 56 por ciento posean calificaciones técnicas. El predominio del empleo público en las esferas de la educación y la salud es la razón de que la mitad de los trabajadores del cuidado varones estén empleados en establecimientos gestionados por el Estado, donde los grados de protección del empleo son superiores al promedio. Todos estos factores contribuyen a que la remuneración por hora media de los varones sea un 50% más alta que la de las mujeres que trabajan en ocupaciones del cuidado. Además, el 86% de los trabajadores del cuidado son mujeres. Son mujeres prácticamente todas las trabajadoras domésticas, el 77% del personal docente (maestras y profesoras) y el 69% del personal de la salud (médicas, enfermeras y auxiliares de enfermería).

En la Argentina, las y los trabajadores del cuidado componen un estrato heterogéneo, con diferencias en los niveles de educación, la condición de registración, el tipo de



empleador, el tipo de ocupación del cuidado, y el grado de feminización de la misma. Esta heterogeneidad parece explicar la ausencia de una “penalidad salarial” para el conjunto de estas ocupaciones en el caso de las mujeres, y la existencia de una leve penalidad (5%) en el caso de los varones. Cuando se desagregan las ocupaciones del cuidado se aprecia con notable claridad, tanto en las mujeres como en los varones, una penalización salarial de aproximadamente 10% en las ocupaciones de la salud. Este resultado es coherente con el deterioro de las condiciones de trabajo que han sufrido las y los trabajadores de la salud a lo largo de los últimos quince años.

Fuente: Esquivel (2010b).

    Un grupo particular de trabajadoras del cuidado: las trabajado- ras domésticas y cuidadoras migrantes
Las trabajadoras domésticas y/o cuidadoras migrantes encuentran este estatus en los países de llegada, al insertarse en las ocupaciones de cui- dado, en algunos casos con independencia de las ocupaciones que ha- yan tenido en sus países de origen o su nivel educativo. El fenómeno de las migraciones, y de la feminización de las migraciones, es más amplio y complejo que el explicado por estas migrantes, pero su situación es el principal factor detrás de algunos flujos migratorios recientes, como es el caso de la migración boliviana a España. Entre las migrantes bo- livianas es frecuente la migración en soledad, dejando hijos pequeños (0-14 años) en sus países de origen (por ejemplo, el 70% de las madres tiene hijos de estas edades, y más de la mitad de ellas tiene algún hijo o hija de esta edad residiendo en su país de origen) (Cerrutti y Maguid, 2010:47). Pero este no es el único caso: flujos migratorios de similares características pueden encontrarse también en el caso de ecuatorianas y colombianas hacia España, peruanas hacia Chile y España, paraguayas hacia Argentina, y nicaragüenses hacia Costa Rica, entre otros ejemplos. Lo que caracteriza a estos flujos es la inserción casi exclusiva de las mu- jeres migrantes en ocupaciones de cuidado y, en buena medida también (aunque no en todos los casos), la imposibilidad de migrar con sus fami- lias, habiéndolas constituido ya (es decir, teniendo hijos o hijas).

Estos flujos migratorios no sólo generan las llamadas “familias trasna- cionales”, cuando las familias se dividen pero el ejercicio de la mater- nidad (menos de la paternidad) y la responsabilidad por la manuten- ción de hijas e hijos se mantiene en forma de remesas, sino también las “cadenas globales de cuidado”, cuando las migrantes insertan en ocupaciones de cuidado en los países receptores, dejando hijos e hijas dependientes al cuidado de otros (muy frecuentemente, abuelas y tías).


En las cadenas globales de cuidado se transfiere cuidado de los países de origen a los países receptores (ver recuadro 3.6).122


Recuadro 3.6
Las cadenas globales de cuidado

“La conformación de las cadenas globales de cuidado es uno de los fenómenos más paradigmáticos del actual proceso de feminización de las migraciones en el contexto de la globalización y la transformación de los estados del bienestar (Pérez Orozco, 2007). Actualmente se empieza a analizar la relación entre los procesos de trasnacionalización, cuidados y migración, que se refleja en la inmigración de mujeres que encuentran traba- jo en el área doméstica y de cuidados en los países de destino.

El concepto ‘cadena global de cuidado’ fue usado por primera vez por Arlie Hochschild en un estudio sobre la actividad de cuidado, citando una investigación sobre una migrante filipina en Estados Unidos.123 Hochschild (2001) define cadena de cuidado como una serie de vínculos personales entre personas de todo el mundo, basadas en una labor “remu- nerada o no remunerado de asistencia”. De esta forma, relaciona la función de cuidado remunerado con la no remunerada, al ligar las tareas de cuidado en los hogares donde eran contratadas las migrantes y la situación de cuidado en sus propios hogares (…).

En su versión más simple, una cadena podría conformarse, por ejemplo, de una familia europea que al no contar con alguno de sus integrantes para cuidar de un adulto mayor que necesita asistencia constante, ha decidido contratar a una mujer latinoamericana para hacerse cargo del cuidado del adulto mayor. La mujer contratada, a su vez, ha mi- grado para asegurar unos ingresos suficientes a su familia, y ha dejado a sus hijos y a otros dependientes en el país de origen a cargo de su madre y de otros familiares. La conformación de las cadenas de cuidado involucra una multitud de intercambios posi- bles, desde los exclusivamente monetarios hasta un monitoreo y control de las formas en que se usan los recursos y las formas de socialización de los hijos en los hogares de origen. Asimismo, diversos intercambios económicos, culturales y sociales se producen entre empleadora del país de destino y trabajadora inmigrante.

Estas cadenas involucran grandes divisiones sociales y profundas desigualdades. Re- flejan divisiones de clases, de riqueza, de ingresos y estatus, con hogares ricos ubica- dos en regiones o países desarrollados y hogares más pobres que prestan parte de sus servicios de cuidado y de requerimientos laborales desde áreas más pobres del mismo país o países menos desarrollados de la misma región. (…) Los grupos de mayores re- cursos perciben los beneficios de satisfacer sus necesidades de cuidado, aun cuando ello implique el ‘descuido’ de quienes les proveen de estos servicios. De este modo, ellos pueden transferir las labores del cuidado a otros: hombres a mujeres, clases altas a clases bajas, nacionales a inmigrantes. Las personas ubicadas al final de la cadena son tan pobres que no pueden contratar una trabajadora doméstica y deben apoyarse en el trabajo doméstico no remunerado familiar (Yeates, 2005).

Fuente: Tomado de Arriagada y Todaro (2011:34).


122    Las migrantes que se insertan en el servicio doméstico o como cuidadoras no son el único caso de cadenas globales de cuidado. Ver Yeates (2011) para el caso de la enfermería.
123    El texto se llamó en inglés “The Nanny Chain” y fue traducido como “Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional”, donde care, cuidado, se tradujo como afecto y asistencia.


Las características de las cadenas globales de cuidado muestran bien los desajustes de la organización social del cuidado y del trabajo, tanto en los países receptores como en los países emisores, cruzadas ambas por las normas de género. En efecto, las cadenas globales de cuidado son más síntoma que causa de situaciones críticas de falta de cuidado.

En los países receptores no es sólo la “crisis del cuidado” debida al envejecimiento de la población y la inserción de las mujeres –otrora cuidadoras– en el mercado de trabajo, junto con “ausencia de mano de obra” dispuesta a insertarse en estos trabajos con peores remune- raciones y condiciones de trabajo lo que explica las cadenas: si fueran únicamente estos factores, el fenómeno de las cadenas globales de cuidado de trabajadoras domésticas y cuidadoras sería más generali- zado en los países ricos. Que lo sea sólo en algunos países (y también en algunos países de ingresos medios) se debe a que en éstos se da una importante “ausencia del estado” en la provisión de servicios de cui- dado institucionales, y prevalece la “privatización” del cuidado, lo que genera soluciones atomísticas “vía mercado”. La ausencia del estado también es evidente en el funcionamiento del mercado de trabajo (la persistencia de la norma del “trabajador ideal”) y en la desprotección de amplios grupos de trabajadores, ya sea debido a las restrictivas le- yes de extranjería (el caso, por ejemplo, de España) o la extendida pre- cariedad del servicio doméstico (los casos de los países receptores de trabajadoras domésticas de ingresos medios, como Argentina o Costa Rica), en contextos de elevada desigualdad de los ingresos laborales. Por otra parte, en estos países la asociación entre mujeres y cuidado continúa vigente, lo que hace que la solución de la “crisis” no pase por una redistribución de tareas de cuidado al interior de los hogares sino por la “externalización” de los mismos.

En los países de origen, por su parte, la migración es siempre antecedi- da por situaciones de pobreza y la búsqueda de recursos económicos, aunque la decisión de migrar está atravesada por múltiples razones, incluyendo la responsabilidad de las mujeres por la manutención de sus familias, la búsqueda de la propia autonomía y la necesidad de dejar atrás situaciones conflictivas (Soto et al, 2011; Cerrutti y Maguid, 2010). Tanto la organización social del trabajo como la del cuidado se encuentran en crisis en los países de origen. En el primer caso, las enormes carencias en términos de recursos e ingresos, y la falta de


oportunidades de empleo genera que la migración constituya una de las estrategias de supervivencia posibles, en particular para las muje- res con dependientes a cargo. Las falencias en la organización social del cuidado en los países de origen se hacen evidentes también en la falta de cobertura de servicios básicos que hacen al cuidado (salud, educación), y el hecho de que los estados se desentiendan de la situa- ción de las familias de las y los migrantes, como si fuera un problema del ámbito privado y de escasa magnitud (Pérez Orozco, 2009). Sin em- bargo, tanto no lo son que a nivel macroeconómico, la migración se constituye en una “válvula de escape” de mercados de trabajo que, de otra manera, mostrarían elevados niveles de desempleo, y un alivio en los balances de pagos de economías como la mexicana, la nicaragüen- se o la ecuatoriana (ver capítulo 6).

3.5 ¿Qué organización social del cuidado queremos construir?
Las agendas políticas posibles
Transformar al cuidado de concepto con potencialidad analítica en herramienta política exige avanzar en una construcción no exenta de contradicciones y matices, que tendremos que clarificar para po- der dialogar entre quienes creemos que el cuidado es una dimensión central del bienestar, y luego con otras y otros a quienes no hemos convencido todavía.

Este diálogo puede comenzar con clarificar las agendas del cuidado –en plural– vigentes en América Latina. Como trasfondo de un andamiaje analítico común, los estudios sobre la organización social del cuidado dejan entrever esta variedad de intereses y cursos de acción propuestos.



Recuadro 3.7
Algunos avances regionales en el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado

En los últimos años, algunos países de la región han registrado avances en lo que hace al reconocimiento y la valorización del trabajo doméstico. Estos avances varían entre enunciados que apuntan a la necesidad de reconocer al aporte de este tipo de trabajo a las economías nacionales así como legislación que establece la obligatoriedad de medir y difundir la magnitud de este aporte.

En Colombia, por ejemplo, se ha sancionado recientemente la denominada “Ley de Eco- nomía del Cuidado” (Ley 1413/2010). Esta ley establece que se implementará a nivel na- cional una Encuesta de Uso del Tiempo con el objeto de contar con datos precisos para valorizar monetariamente la contribución de las mujeres a la economía colombiana. El paso siguiente propuesto por la ley es la inclusión del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado en el sistema de cuentas nacionales a través de una cuenta satélite. El objetivo último de la ley, expresado en la fundamentación del proyecto, es el de “otor- gar un valor económico, no reconocido actualmente en el país al trabajo de hogar no remunerado”, acción que es considerada fundamental para “modificar la percepción social del trabajo del trabajo de la mujer y su aporte al desarrollo económico y social” (López Montaño, 2009:7).

En las reformas constitucionales recientes de Ecuador y Venezuela se ha reconocido explícitamente el valor del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. Este reco- nocimiento va acompañado de la enunciación del derecho de las personas que realizan estos trabajos a ser incluidas en los regímenes de seguridad social. En ambos casos se estipula que estos esquemas jubilatorios se financiarán con aportes personales y contribuciones del Estado.

La Constitución de la República de Ecuador “reconoce como labor productiva el trabajo no remunerado de auto-sustento y cuidado humano que se realiza en los hogares” (Art. 333). “El Estado garantizará y hará efectivo el ejercicio pleno del derecho a la seguridad social, que incluye a las personas que realizan trabajo no remunerado en los hogares, ac- tividades para el auto sustento en el campo, toda forma de trabajo autónomo y a quienes se encuentran en situación de desempleo” (Art.34).

Por su parte, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela establece que “El Estado reconocerá el trabajo del hogar como actividad económica que crea valor agrega- do y produce riqueza y bienestar social. Las amas de casa tienen derecho a la seguridad social de conformidad con la ley” (Art. 88).

Fuentes: Ley de Economía del Cuidado No. 1413/2010 (Colombia); López Montaño, C. (2009) Proyecto de Ley de Economía del Cuidado (Colombia); Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (1999); Constitución de la República de Ecuador (2008).


En el caso de Ecuador, por ejemplo, en el que la Constitución de 2008 reconoce el derecho “a las personas que realizan trabajo no remunera- do en los hogares” a la seguridad social, su tratamiento como “traba-


jadoras” está muy presente (ver recuadro 3.7). Para Genta y Contreras (2010:63), no existe duda que el cuidado debe remunerarse: “el no reco- nocimiento del derecho a proveer cuidado fuera de la familia provoca que no se reconozca el derecho de las cuidadoras a recibir un salario por las tareas de cuidado. Esta situación podría modificarse en algunos casos de hogares con migrantes, ya que se recibe una remesa que sir- ve como una remuneración del trabajo de cuidados de quien se queda a cargo, con lo cual esta transferencia de dinero favorecería a que se ejerza el derecho de las cuidadoras a recibir un salario. (…) El no recono- cimiento del derecho de las cuidadoras a recibir un salario por las tareas de cuidado determina el tipo de empleo al que mayormente acceden las mujeres en el mercado remunerado.” Para estas autoras, las reme- sas no son una transferencia de ingresos sino un pago al cuidado de quienes quedaron en los países de origen, y la remuneración al cuidado evitaría una inserción laboral informal e insatisfactoria.

En Venezuela y Paraguay se han debatido proyectos de ley que equiparan el trabajo doméstico y de cuidados de las amas de casa al trabajo domés- tico remunerado, otorgándoles el derecho a la seguridad social, en con- textos donde amplias secciones de la población han quedado excluidas de los regímenes de seguridad social contributivos.124 Estas iniciativas, que asocian el derecho a la seguridad social de las amas de casa a la “re- muneración al trabajo doméstico y de cuidados” pasado, en ningún caso son universales (poniendo restricciones en la edad de las beneficiarias, por ejemplo) y están más relacionadas con cubrir ingresos mínimos a conjuntos poblacionales específicos (bajo la lógica de la protección so- cial) que a (mal) remunerar el trabajo doméstico y de cuidados. Por otra parte, el “actor político” de esta agenda, las amas de casa sin participa- ción en el mercado de trabajo, es un actor que, aunque todavía numero- so y en algunos países organizado (en Venezuela y Paraguay, por ejem- plo), va disminuyendo su proporción entre las mujeres y familias jóvenes.

Estos debates muestran que la agenda de la remuneración al cuidado es una de las agendas vigentes en la región. En un documento reciente, por


124    En el caso de Argentina, la “jubilación para el ama de casa” se implementó sin la retórica del cui- dado, a través de una moratoria para quienes no tuvieran los años de aportes, que se paga “en cuotas” descontadas de la jubilación. El efecto de esta moratoria fue incluir masivamente a quienes habían quedado afuera del régimen contributivo por no alcanzar los umbrales mínimos de años de aportes, en su mayoría mujeres, sin cuestionar el carácter “contributivo” del mismo.


ejemplo, la CEPAL señala que “las desigualdades de género se expresan, por una parte, en formas diversas de discriminación en el mundo laboral (menos ingresos, más desempleo y empleo menos protegido) y por otra en la falta de remuneración y el poco reconocimiento de la economía del cui- dado, clave en la reproducción social y a cargo sobre todo de las mujeres” (CEPAL, 2010c:46, énfasis agregado). Aunque nunca se sostuvo de manera explícita que el cuidado debiera remunerarse, el concepto mismo de “tra- bajo no remunerado”, utilizado por la Plataforma para la Acción de Beijing en 1995, evoca esta falta, definiendo al trabajo doméstico y de cuidados más por lo que no es (no es trabajo remunerado) que por lo que es.125

Sin embargo, como señalan Dobrée et al (2011:111) en su análisis del caso paraguayo, “aun cuando los discursos que sostienen la demanda de las amas de casa recuerdan el valor del trabajo que realizan y su carácter indispensable, no se pone en cuestión la atribución exclusiva que se hace a las mujeres de las labores de cuidado y domésticas del hogar.” La remuneración del cuidado tiende a subrayar estereotipos de género (“va- rón proveedor-mujer cuidadora”) y brinda incentivos económicos para que las mujeres más pobres se retiren del mercado de trabajo.126

En la cuestión sobre el rol que debería cumplir el mercado de trabajo, y cuánto se cree en su potencialidad para modificar las condiciones de vida de las mujeres, se encuentra en el núcleo del debate sobre agen- das alternativas a la remuneración al cuidado. Por ejemplo, para el caso boliviano, y luego de describir que “los derechos a recibir cuidados son amplios, se encuentran especificados en la ley y han sido ratificados en la nueva Constitución Política del Estado”, Jiménez Zamora (2010:37) se- ñala que “su implementación es insuficiente [porque] [e]l derecho a re- cibir cuidados depende fundamentalmente del tipo de inserción laboral de las personas y del lugar de su residencia (…) [L]a efectiva afirmación
125    La ONG “Campaña por los Salarios para el Ama de Casa” (en inglés, Wages for Housework Cam- paign, WFH) fue la que sostuvo más vigorosamente la agenda del reconocimiento y la valorización de lo que hoy llamamos trabajo doméstico y de cuidados en Beijing, atada claramente a su remunera- ción. La Plataforma, sin embargo, no incorporó esta última dimensión. Para un análisis de las distintas agendas políticas en Beijing, y cómo éstas enmarcaron el vocabulario de las agencias de NNUU y la agenda feminista sobre los estudios de uso del tiempo, ver Esquivel (2011c).
126    Basada en sus indagaciones sobre la situación de cuidadores de progenitores mayores y enfermos en situación de extrema pobreza en áreas rurales de Colombia, Friedemann-Sánchez (por publicar- se) propone “el pago por parte del gobierno a los cuidadores, y la provisión de servicios sociales, que aliviarían la carga de quienes proveen cuidados y los liberaría del cautiverio [que representa brindar cuidados intensivos] asegurándoles que puedan generar sus propios ingresos” (énfasis agregado). Esta es una propuesta más específica, y seguramente más justificable que la más general de “remu- neración al cuidado”.


de los derechos de cuidado pasa por el crecimiento de oportunidades de empleo formales, con posibilidades de acatar las leyes laborales, de protección y de seguridad social vigentes. La precarización del empleo y el protagonismo del sector informal hacen que medidas de protección laboral y de seguridad social sean difícilmente asumidas. Por todo lo cual, el afirmar los derechos de cuidado en Bolivia, pasa necesariamente por un proceso de desarrollo y crecimiento económico que acompaña la generación de empleos, pero de empleos dignos como los llama el actual plan nacional de desarrollo.”

Las miradas desde la conciliación con corresponsabilidad social tienden a compartir el diagnóstico y la propuesta, enfatizando el rol del mercado de trabajo: “desde la perspectiva del mundo del trabajo, en lugar de bus- car la equidad promoviendo simplemente la incorporación de las mujeres a un mercado laboral estructurado por género, lo que se requiere es de- construir la norma del “trabajador ideal”: hombre y sin responsabilidades domésticas con su familia o su vida personal. Así, se modifica la relación entre mercado y trabajo del hogar de manera que todos los adultos, hom- bres y mujeres, puedan alcanzar sus ideales familiares y laborales” (OIT/ PNUD, 2009:117). Sin embargo, junto con las propuestas para avanzar en los marcos legales que regulan el derecho a acceder a licencias remunera- das (maternidad y paternidad; cuidado de familiares enfermos), a los ser- vicios de cuidado en los lugares de trabajo y en general a las “políticas de conciliación”, se reconoce también que la garantía de acceso a estos dere- chos a través de la inserción en el mercado de trabajo puede ser insuficien- te dados los niveles de informalidad vigentes en la región (Benería, 2008).

En efecto, las propuestas para redistribuir el cuidado corren el eje del derecho de las trabajadoras (menos de los trabajadores) a “conciliar” trabajo y familia (en ese orden) al tratamiento del cuidado como res- ponsabilidad compartida no sólo entre varones y mujeres, sino entre las familias y la esfera pública (Elson, 2008). A diferencia de la remunera- ción al cuidado, en esta agenda es el trabajo doméstico y de cuidados, y no el dinero, el que se redistribuye. El modelo al que se aspira no es más el del “varón proveedor-mujer cuidadora”, sino el del “cuidador o cuida- dora universal” (Fraser, 1997; Gornick y Mayers, 2003).127


127    Este desiderátum y la insistencia en la redistribución del cuidado, entendido este último como “responsabilidad (u obligación) compartida” me parece más feliz y potente que el formulado “derecho a no cuidar”.


El reciente consenso de Brasilia, suscripto en el marco de la XI Conferen- cia Regional sobre la Mujer (CEPAL, 2010a) apunta de manera muy clara hacia la necesaria redistribución del cuidado “señalando que el derecho al cuidado es universal y requiere medidas sólidas para lograr su efectiva materialización y la corresponsabilidad por parte de toda la sociedad, el Estado y el sector privado”. Los dos primeros acuerdos del Consenso ma- terializan esta agenda: los estados se comprometen a “a) Adoptar todas las medidas de política social y económica necesarias para avanzar en la valorización social y el reconocimiento del valor económico del trabajo no remunerado prestado por las mujeres en la esfera doméstica y del cuida- do” y “b) Fomentar el desarrollo y el fortalecimiento de políticas y servi- cios universales de cuidado, basados en el reconocimiento del derecho al cuidado para todas las personas y en la noción de prestación compartida entre el Estado, el sector privado, la sociedad civil y los hogares, así como entre hombres y mujeres, y fortalecer el diálogo y la coordinación entre todas las partes involucradas” (CEPAL, 2010b).128

La concreción de esta agenda de redistribución de los cuidados consti- tuye todo un desafío. Poner a los cuidados en el centro de la agenda permite repensar tanto las políticas de conciliación (para que sean realmente con “corresponsabilidad”) como los mismos sistemas de protección social, que, con su definición de grupos de riesgo, sólo a veces incluyen al cuidado.

Como se postula para el caso de Bolivia, “el rol del Estado no se restringe al reconocimiento y visibilización del trabajo doméstico no remunerado de las mujeres y su contabilización en las cuentas nacionales. De la mis- ma manera, el problema de la redistribución de las responsabilidades de la protección social no se limita al ámbito de las familias, al contrario, pasa por la redistribución de estas responsabilidades y deberes entre el Estado, el mercado y la familia/comunidad” (Salazar et al, 2010:132).

La agenda de la redistribución de los cuidados es una agenda en cons- trucción precisamente porque distintos instrumentos de política redis- tribuyen de manera diferencial las responsabilidades de cuidado entre el estado y las familias, y la presencia o ausencia de estas políticas “deja lugar” al mercado para quienes tienen los ingresos suficientes. Tal vez

128    La agenda conciliatoria está también muy presente en el Consenso de Brasilia, en prácticamente todos los restantes acuerdos (CEPAL, 2010b).


el criterio organizador de la agenda de la redistribución de los cuidados sea, como se mencionó al principio, hacer foco en los grupos de depen- dientes y postular una provisión de cuidados que cumpla “tres condi- ciones: ser universal, equitativa y de calidad. Universal porque toda la población que requiere de cuidados, independientemente de su nivel socioeconómico. Equitativa, puesto que es un derecho de toda la pobla- ción, y de calidad porque debiera responder efectivamente a las necesi- dades de cuidado” (Arriagada y Todaro, 2011:63).

Para darle contenido concreto a estos criterios de universalidad, equi- dad y calidad, el “diálogo y coordinación” que propone el Consenso de Brasilia implica trabajar con actores involucrados en el diseño de las po- líticas “anti-pobreza”, educativas, laborales, de salud y de la seguridad social,129 para quienes el cuidado no es el eje ordenador de sus discursos. Con ellas y ellos se requiere, en efecto, la construcción de un lenguaje y una agenda comunes (Esquivel, 2011a).

Este diálogo y coordinación, sin embargo, no está exento de riesgos. El primero de ellos es “romantizar” y “ensalzar” al cuidado, perdiendo de vista los costos implícitos en su provisión. Como menciona Anderson (2010:68), “los cuidados son imaginados como una actividad liviana, poco exigente, y los espacios donde se realizan los cuidados son naturalizados de tal modo que se hacen resistentes a la investigación y la reflexión críti- ca.” Redistribuir el cuidado implica hacerlo a pesar de estos costos, no por- que estos costos no existan. Probablemente, el cuidado se distribuya de manera menos desigual cuando el mercado de trabajo deje de funcionar bajo la norma del “trabajador ideal”, y cuando las formas menos social- mente valoradas de reemplazo del trabajo doméstico y de cuidados vía mercado (el servicio doméstico) reflejen mejor su “valor”, lo que requiere de políticas integrales de protección para el sector.

El segundo riesgo es diluir la agenda de equidad de género que sostie- ne la agenda del cuidado, en pos de garantizar ciertas redistribuciones de ingresos. Los programas de transferencias condicionadas que “sos- tienen” el cuidado provisto por las mujeres y atan las condicionalida- des al cumplimiento de ciertas obligaciones que se asocian al cuidado (asistencia a la escuela y centros de salud, por ejemplo) se presentan

129    Y no solamente. También puede y deben pensarse desde el cuidado las políticas macroeconómi- cas (ver Esquivel, 2011a).


como “pro-mujeres”, cuando en realidad sus connotaciones familistas y maternalistas refuerzan el cuidado como lo propio de las mujeres/ madres, e impropio o subsidiario de los varones/padres. Lo mismo su- cede cuando, bajo el argumento de visibilizar y valorizar el cuidado, se propone su remuneración.

Por último, el tercer riesgo es hacer aparecer al cuidado como un terre- no exento de tensiones, cuando compromete no sólo tiempos y recur- sos, sino también lo íntimo y lo afectivo, las creencias y las opciones de mujeres y varones, y el bienestar de quienes necesitan cuidados. El foco exclusivo en ciertos grupos de dependientes (por ejemplo, niñas y niños en edad preescolar) justificado con argumentos eficientistas o de “in- versión social” (Razavi, 2010), y los saberes profesionales involucrados en la prestación de los servicios, no deben ser obstáculo para el diálogo con las familias, y la mejora en el diseño de estas prestaciones que incorpore las necesidades de las mismas.

Tal vez, los contornos de la organización social del cuidado que quere- mos, y de las políticas que nos lleven hasta allí, se definan con más cer- teza por lo que no queremos. No queremos que el cuidado siga siendo “cosa de mujeres”, constitutiva de la identidad femenina; queremos su redistribución entre varones y mujeres, y entre las familias y la sociedad. No queremos que la carga de cuidados de unas se alivie a costa de las condiciones de trabajo de otras, ni que los modos de provisión de cui- dados sigan reflejando y perpetuando las inequidades de ingresos. No queremos un estado paternalista ni maternalista, sino un estado cuida- doso del bienestar de todos y todas. No queremos que la parentalidad, la enfermedad y la ancianidad representen costos tan extremos que ha- gan del cuidado un lujo, y comprometan las condiciones materiales de vida de quienes asumen la provisión de cuidados. En fin, no queremos una sociedad desigual e injusta, sino una en que el cuidado se encuen- tre en el centro del bienestar.


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