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miércoles, 20 de febrero de 2013

AMENAZA TORMENTA: LA CRISIS DE LOS CUIDADOS Y LA REORGANIZACIÓN DEL SISTEMA ECONÓMICO

AMENAZA TORMENTA1: LA CRISIS DE LOS CUIDADOS Y LA REORGANIZACIÓN DEL SISTEMA ECONÓMICO

Amaia Pérez Oroco


1-    Introducción


El curso político que comienza va a tener como platos fuertes de debate la aprobación de la denominada ley de atención a la dependencia, que se empieza a perfilar como el cuarto pilar del estado del bienestar, y las cuestiones sobre la llamada conciliación de la vida laboral y familiar, que, probablemente, sean elemento central en el también inminente debate de la ley de igualdad. La propuesta de este texto es entender ambos asuntos en interrelación, como fracturas socioeconómicas por las que escapan las tensiones, hasta ahora ocultas, del sistema en que vivimos; síntomas de un proceso de reorganización en la forma de cubrir la necesidad de cuidados de la población al que se denominará crisis de los cuidados. La crisis de los cuidados es un problema socioeconómico de primer orden, que afecta al conjunto de la población y que sólo puede percibirse en toda su magnitud si dejamos de centrar la visión en los mercados y lo monetizado y, en cambio, situamos como categoría analítica básica la sostenibilidad de la vida; es decir, si buscamos comprender “las formas en que cada sociedad resuelve sus problemas de sostenimiento de la vida humana” (Carrasco, 2001a: 12). La pregunta, por tanto, es cómo se está reorganizando la satisfacción de la necesidad de cuidados en el marco de un sistema que, como argüiremos, no prioriza las necesidades de las personas sino las de los mercados.

Antes de continuar, es conveniente especificar que este texto parte de las que puede decirse son dos afirmaciones cruciales de la economía feminista: En primer lugar, que la economía no es reductible a los mercados, sino que economía es mantener la vida, sea o no a través de las esferas monetizadas –es decir, lo mercantil forma parte del análisis de manera secundaria y no como eje central del mismo. En segundo lugar, que el género funciona como elemento organizador del sistema económico, por tanto, es necesario atender a las relaciones de género para poder comprender la estructura socioeconómica2. Sin embargo, dentro de la propia


1    Título surgido a raíz del serio aviso de Stark hablando de la atención a personas mayores de 65 años en el Estado español: “Parece amenazar una crisis de cuidados” (2005: 17).
2    Puede  decirse  que  esta  doble  afirmación  es  un  elemento  definitorio  de  la  economía  feminista. 
Otro  elemento constitutivo de la economía feminista sería el situarse en el terreno del la economía heterodoxa, al considerar que el análisis de las relaciones de desigualdad entre mujeres y hombres no puede hacerse en los estrechos márgenes de la economía neoclásica y que la creación de conocimiento es un proceso social, por lo que la neutralidad valorativa no es factible. Estos son elementos de diferenciación entre la economía feminista y  la  economía  del  género  que  puede definirse como un subsector de la economía ortodoxa dedicado a analizar las  relaciones  de  género  en  el  ámbito mercantil (para una distinción, ver Robeyns, 2000). Este texto parte de esas dos afirmaciones, sin dedicarse, por tanto, a demostrarlas, sino a analizar las implicaciones que, de ellas, se derivan y los debates en torno a las mismas. Basten dos datos para darlas por sentadas: el montante de horas de trabajo de cuidados no remunerado que reciben, anualmente, niñas/os y otras personas adultas en el Estado español, equivaldría, en número de empleos a tiempo completo, a 11,4 millones. De esas horas, el 81,1% son realizadas por mujeres (Durán, 2001).


economía feminista, no hay unanimidad de criterio acerca de las implicaciones analíticas y políticas que se derivan de un lugar común tan aparentemente sencillo. Este texto se sitúa en estos márgenes y persigue el doble objetivo de fomentar el diálogo, por un lado, entre la economía feminista y otras ramas del pensamiento económico crítico –mostrando el potencial teórico y político de mirar a la economía desde un ángulo distinto que descentre a los mercados y atienda a las desigualdades entre mujeres y hombres–; y, por otro, dentro del propio feminismo –el feminismo como ámbito académico y como movimiento social, en la economía y en otras ramas del pensamiento– en torno a los cuidados y a su crisis actual. Los momentos de crisis son momentos de cambio y de puesta en jaque de las estructuras, por ello, es necesario que el feminismo (los feminismos), las/os economistas críticas/os, tengan un discurso fuerte que contrarreste la retórica ortodoxa y que visualice inequidades y problemas estructurales que están emergiendo por las grietas del sistema, evitando que se consolide un cierre en el que se sigan resistiendo y conteniendo las tensiones en base a la desigualdad.

Por crisis de los cuidados va a entenderse el complejo proceso de desestabilización de un modelo previo de reparto de responsabilidades sobre los cuidados y la sostenibilidad de la vida, que conlleva una redistribución de las mismas y una reorganización de los trabajos de cuidados, proceso que está cerrándose actualmente de forma no sólo insuficiente y precarizadora, sino reaccionaria, en la medida en que se basa en los mismos ejes de desigualdad social e invisibilidad de trabajos y agentes sociales que presentaba el modelo de partida. Esta crisis de los cuidados tiene unas implicaciones de género centrales, ya que, en gran medida, el reparto histórico de los trabajos de cuidados ha estado asociado a las relaciones de poder de género, así, tanto los fenómenos de desequilibrio como de reequilibrio están profundamente marcados por el género. Este texto no pretende desenredar la madeja de esta crisis de los cuidados, sino tirar de algunos hilos que se consideran especialmente relevantes y/o que no son habitualmente tocados en los debates en torno a dicha crisis. La primera parte aborda cuestiones más teóricas y conceptuales, mientras que, en un segundo momento, se analiza la crisis de los cuidados propiamente dicha, la cual, como se argumentará en tercer lugar, se está cerrando de forma reaccionaria, lo cual plantea diversas cuestiones teóricas y políticas.

2-    La sostenibilidad de la vida en el centro: necesidad y trabajo de cuidados


Si otorgamos a la sostenibilidad de la vida, es decir, a los procesos sociales de satisfacción de necesidades, el estatuto de categoría analítica central, la primera pregunta que surge es de qué necesidades estamos hablando. Sin adentrarnos en lo que es, actualmente, un vivo debate –si hay necesidades básicas y no básicas, si puede o debe hacerse un listado de necesidades, si su alcance debería ser universal...–3, hemos de remarcar dos aspectos claves: la multidimensionalidad de las necesidades y su construcción social. Veamos todo esto en torno a la necesidad de cuidados.

2.1- Los cuidados como necesidad multidimensional


Por cuidados podemos entender la gestión y el mantenimiento cotidiano de la vida y de la salud, la necesidad más básica y diaria que permite la sostenibilidad de la vida. Presenta una doble dimensión “material”, corporal  –realizar tareas concretas con  resultados  tangibles, atender al cuerpo y sus necesidades fisiológicas– e “inmaterial”, afectivo-relacional –relativa al bienestar emocional. Cuidar es “hacerse cargo de los cuerpos sexuados” (Precarias a la deriva, 2005b) y de las relaciones que los atraviesan. En consecuencia, tanto lo corporal y sexual como lo afectivo –o, mejor, lo intersubjetivo, para utilizar un vocablo que no remita al discurso del altruismo femenino y los buenos sentimientos en la familia4– son parte indiscutible del análisis económico. Esto rompe directamente con los análisis económicos de corte androcéntrico, marcados por la condición de impersonalidad que establece el mercado –y que ha evitado, históricamente, la entrada en el análisis tanto de los cuerpos como de la componente intersubjetiva–, apareciendo así retos conceptuales y metodológicos de gran calado5.


3    En gran medida, vinculado al enfoque sobre las capacidades y privaciones de Amartya Sen, al cual la economía feminista aporta, entre otras cuestiones, el énfasis en los trabajos no remunerados y las esferas no monetizadas de la economía (Bosch et al., 2005). Muestras del vivo diálogo (y debate) entre la economía feminista y el enfoque de las capacidades es el número especial de la revista Feminist Economics 9 (2/3), editado por Bina Agarwal, Jane Humphries e Ingrid Robeyns.
4    La  introducción  de  la  componente  “inmaterial”  no  será,  en  ningún  caso,  sencilla  y  habrá  de  pasar  por  una
deconstrucción de las nociones de emotividad y subjetividad (Beasley, 1994) y por una superación de las coordenadas morales encorsetadas en el discurso de la buena madre o la buena esposa.
5    Sobre la negación del cuerpo sexuado –específicamente, del cuerpo femenino– en el discurso económico y el papel que juega en la doble creación de la figura del homo economicus como ente abstracto y del mercado como forma de organización  social  autosuficiente,  véase  Hewitson  (1999).  Sobre  la  exclusión  de  los  elementos  emotivos,  Nelson (2003). Sobre la exclusión de lo personal y si esto es producto de sesgos mercantilistas y/o androcéntricos, todo ello concretado en el concepto de trabajo subyacente a la recuperación feminista del trabajo doméstico, véase el debate entre Himmelweit (1995) y Wood (1997).
6    Beasley (1994) propone hablar del sexo como uno de los trabajos que se dan en el espacio doméstico; Hewitson (1999) analiza la componente económica del embarazo y la incapacidad de captarla con las herramientas analíticas androcéntricas, incluso si median transacciones monetarias, como en el caso de las madres de alquiler.
7    Aquí aparece la noción de la división sexual del trabajo con una doble dimensión, una clásica, referida al reparto por
géneros del trabajo en sentido amplio (hombres-trabajo asalariado / mujeres-trabajo doméstico) y una dimensión, correlacionada con la anterior, referida al  mercado laboral (segmentación vertical y horizontal). Al respecto, véase, Rodríguez y Larrañaga (2003).


Los cuidados ponen en el centro tanto la dimensión afectivo-relacional –componente subjetiva, imprevisible, irreductible a momentos o tareas concretas y preestablecidas–, como lo más carnal de la experiencia vivida. Una vez se tienen en cuenta estos aspectos, aparece la posibilidad de que “una misma actividad pueda tener para algunas personas sustituto de mercado (si los ingresos lo permiten) y, en cambio, para otras sea totalmente insustituible.” (Carrasco, 2001a: 15). Esta constatación tiene fuertes implicaciones analíticas, ya que no puede distinguirse entre actividades con sustituto de mercado y sin él –la consideración de que existe una relación de sustitución entre el trabajo no remunerado y la compra en el mercado se complejiza– y las esferas no monetizadas en ningún caso pueden entenderse en términos derivados de un paradigma mercantil –así, se complica el concepto mismo de trabajo o, incluso, del tiempo6. También aparecen retos políticos, porque sacar a la luz nuevas dimensiones económicas implica sacar a la luz nuevas desigualdades sociales. Así, visibilizar la componente más “material” de los cuidados ligada a la noción de trabajo doméstico mostró una distribución extremadamente desigual de los trabajos –y, consecuentemente, de la riqueza– entre mujeres y hombres7. Podemos decir que, en la lenta recuperación de las tareas ocultas de las mujeres, objetivo central de la economía feminista, los esfuerzos se han centrado en revalorizar las tareas más materiales y fácilmente aprehensibles con las herramientas conceptuales y metodológicas de partida, sujetas a un paradigma “falo/capitalo-céntrico” (Cameron y Gibson-Graham, 2003: 4), así como las tareas asociadas al papel de la madre y esposa, mientras que han quedado fuera tanto la dimensión afectivo-relacional como las cuestiones relativas a la mujer al otro lado del espejo, la “activa sexualmente” (Juliano, 2002: 73). Ahora, visibilizar estas dimensiones sexuales y afectivo-relacionales de los cuidados puede conllevar sacar a la luz diferencias entre las propias mujeres que rompen con la supuesta unidad femenina de intereses derivada de una experiencia homogénea de responsabilidad sobre el trabajo doméstico. Para captar todas esas componentes sin escindirlas y su reparto desigual por ejes de poder, Precarias a la deriva (2005a y 2005b) propone hablar de la estratificación del continuo  comunicativo  sexo-atención-cuidado.


Semejante noción multidimensional de la necesidad de cuidados implica que es ésta una necesidad de todas las personas en todos los momentos del ciclo vital, aunque en distintos grados, dimensiones y formas. Esta idea se enfrenta claramente a un discurso que está extendiéndose rápidamente en el debate público –también utilizado desde el propio feminismo– al que Izquierdo denomina “perspectiva de la cura” y que, según esta autora, viene caracterizado por los siguientes elementos:

“Se contempla el daño o la necesidad de cuidado como un hecho individual. Por otro lado, se tiende a adoptar una perspectiva física, los daños materiales, las agresiones físicas son los que suelen producir mayor consternación. En todo caso se supone una situación de dependencia en dirección fija. El cuidador o cuidadora que sólo cuida, el dependiente, que sólo recibe cuidados. No se concibe que todos en toda relación somos a la vez cuidadores y objeto de cuidados, curadores y objeto de cura.” (2003: 3)

Es decir, se utiliza un sentido estrecho de cuidados, ligado a las facetas materiales y centrado en la condición de dependencia, como una situación individualizada, basada en un supuesto de normalidad que marca la desviación, determinando quiénes no disfrutan de una salud o un cuerpo normales, sin atender a que todo criterio de normalidad es una construcción social.

2.2- La interdependencia como eje analítico y apuesta política


Es necesario detenernos brevemente en este asunto ya que es uno de los elementos de debate en el propio feminismo. El retrato que, desde el discurso económico androcéntrico, se ha hecho de las mujeres como seres dependientes de sus maridos y receptoras pasivas de los beneficios de la actividad masculina ha sido fuertemente combatido desde la economía feminista. Se ha mostrado que la distinción autonomía / dependencia era una distinción falsa que se erigía sobre la negación de los trabajos no remunerados y se ha señalado que era causa directa del deficiente acceso de las mujeres a los derechos económicos y sociales. Se ha mostrado que el sujeto fetiche del liberalismo, supuesto individuo autónomo, firmante del contrato social, existía en base a la negación de las facetas en las que éste era receptor de trabajos, gracias a la existencia de un oculto contrato sexual (Pateman, 1988). Sin embargo, ahora, corremos el riesgo de desplazar el eje que escinde a la sociedad entre personas autónomas y dependientes. En lugar de considerar autónomas/os a quienes trabajan (usando una definición mercantilista del trabajo como empleo) se plantea pasar a usar una definición más amplia que incluya el trabajo de cuidados no remunerado en beneficio de personas calificadas como dependientes. Los problemas son varios. Entre ellos: se ocultan las aportaciones de quienes son vistas/os como dependientes; la dependencia se convierte en una situación estática e individualizada en
lugar de reconocerse como un cambiante resultado de procesos sociales; se crea una escisión entre “nosotras” –las activas, las que cuidamos, las que elaboramos teoría, las que reclamamos la condición de plenas ciudadanas– y “las otras” –las receptoras pasivas del cuidado, cuyas voces permanecen ocultas–; se esconden las propias necesidades y dependencias de quienes cuidan; “se construye una relación asimétrica entre quienes necesitan cuidados y quienes otorgan cuidados, debilitando el potencial igualitario del análisis” (Bacchi y Beasley, 2004: 17)... En conjunto, se pierde la oportunidad de cuestionar la idea misma del individuo autónomo y de reclamar la interdependencia social.

La apuesta, por tanto, se situaría en la reclamación de la interdependencia, rebelándonos contra la asunción de un modelo de autosuficiencia que resulta frustrante –porque no es factible y ahí el estrés de la “superwoman”–, que establece relaciones de asimetría –entre quienes más se acercan al ideal de autonomía y, por tanto, a la ciudadanía plena y quienes no– y oculta las voces y las contribuciones de quienes son etiquetados/as –siempre desde fuera– como dependientes. Sin embargo, esta reclamación de la interdependencia no puede darse si no se da una revisión de la cultura del cuidado, es decir, de la otra dicotomía que acompaña persistentemente al par autonomía / dependencia: la del egoísmo frente al altruismo8, donde se acompaña la idea de “la fragilidad del otro” con la de la “generosidad radical de la existencia altruista” (Wyschogrod, 2003: 63) 9. La apuesta se situaría en reclamar una “lógica ecológica del cuidado” (Precarias a la deriva, 2005a y 2005b), o una “ética del cuerpo social” en palabras de Bachi y Beasley (2003). Huyendo de la exaltación conservadora del sentimiento maternal femenino (estrategia para que ellas, las altruistas, sigan encargándose de los trabajos que no tienen cobertura social), pero recuperando a un tiempo lo que haya de positivo en la reclamación feminista de la “ética del cuidado” (ése estar pendientes de las necesidades ajenas) y reconociendo las perversidades y desafectos que se mueven en las relaciones de cuidados (el maltrato, incluso, en palabras de Izquierdo, 2003). “[La revalorización de los cuidados [...] pasa por la destrucción de ciertas mistificaciones relacionadas con la independencia, la familia



8    Sobre el papel de esta distinción en el discurso económico y sus implicaciones de género, véase Hartmann y Folbre (1988). Ya desde Adam Smith se construye el egoísmo como motor económico, la mano invisible del mercado preconizada en La riqueza de las naciones (1759), mientras que el altruismo se identifica como el motor de lo no- económico, el reino femenino de la familia ensalzado en la Teoría de los sentimientos morales (1776). Para un análisis de este autor, véase Kuiper (2003).
9    Así, la definición de Folbre del trabajo de cuidados –“aquél que se realiza por afecto, o por un sentido de la responsabilidad para con otra gente, sin esperar una remuneración pecuniaria inmediata” (1995: 75)–, además de estar
muy basada en la distinción entre quien da y quien recibe cuidados, establece una férrea línea divisoria entre el cuidado realizado por dinero, el egoísta, y el realizado por otros motivos no egoístas, lo cual no permite capturar la naturaleza del trabajo de cuidados (una crítica a esta distinción es Tuominen, 2000).

y el amor” (Precarias a la deriva, 2004: 243). Y, desde ahí, nos colocamos en un terreno espinoso, que se sitúa entre el reconocimiento de que toda relación de cuidados surge de la asunción de cierta responsabilidad (Himmelweit, 2000) y el dejar espacio para reconocer el papel de las normas sociales, la coacción, la imposición; entre el rechazo a la “privación de sí” por la exigencia de “una presencia continuada y atenta a los asuntos de los otros” (Murillo, 1996: xvi) y el reconocimiento de que los cuidados no remunerados han sido históricamente los que han permitido sostener la vida día a día, han funcionado como “la mano invisible de la vida cotidiana” (Carrasco, 2001a: 16). Se trata, por tanto, de una constatación con fuertes implicaciones analíticas: que las personas no somos autónomas o dependientes, sino que nos situamos en diversas posiciones en un continuo de interdependencia (y, así, por ejemplo, no nos sirven las categorías cerradas de personas activas o inactivas) y de una apuesta política: la de que, si las coordenadas de organización socioeconómica no cambian y no se avanza desde la primacía actual de una lógica androcéntrica de acumulación hacia una lógica ecológica del cuidado, la interdependencia nunca se podrá dar en condiciones de equidad.

Por tanto, hablar de cuidados es hablar de una necesidad diaria de todas las personas, aunque en diferentes grados y dimensiones. Negar una separación estricta entre personas autónomas y dependientes no implica negar que existen distintas situaciones con distintos requerimientos. Esta diversidad ha de ser, de hecho, reconocida y atendida. Pero ha de ser definida en un debate en el que “todas las voces están representadas” (Traustadottir, 1997: 49), sin que se dé por supuesta la autosuficiencia de los sujetos que, históricamente, han encarnado la idea de autonomía y abriéndose espacio a la noción de que toda necesidad se construye socialmente, por tanto, también las situaciones de “dependencia”. En esa construcción, las relaciones asimétricas de género juegan un papel central, construyendo una subjetividad femenina dispuesta para el cuidado y una subjetividad masculina que espera ser cuidada, aunque sin reconocerlo10. Pero es que, además, el género viene marcado también por otros ejes de poder que  determinan  lo  que  se  considera  un  cuidado  adecuado11.  Las  propias  situaciones  de



10    ¿El desbordamiento de los cuidados viene mayoritariamente de eso que dicen el envejecimiento de la población o esto sería asumible si no hubiera una multitud de hombres a quienes podemos calificar de dependientes sociales, porque ni saben ni quieren hacerse la comida? El 71% de los hombres dedican menos de 10 horas semanales al trabajo familiar doméstico, según Carrasco et al. (2004) con lo cual no cubren ni sus propias necesidades; así, según estas autoras, “Si incluimos el trabajo familiar doméstico, habitualmente olvidado, son los hombres quienes resultan ser dependientes de las mujeres” (2004: 141).
11    En palabras de Hillyer, “la definición de lo que constituye una adecuada conducta nutriente es un ideal sesgado por
clase, propio de la clase media, en el que la feminidad requiere una conducta cuidadora que implique tiempos, conocimientos y habilidades de clase media” (1993: 181). Esta consideración es especialmente  pertinente  dada  la creciente multiculturalidad de nuestras sociedades.

enfermedad o discapacidad reflejan las desigualdades sociales y están profundamente marcadas por la clase12. Reconociendo esta diversidad, hemos de reclamar la interdependencia social y romper con esa encerrona que sólo nos permite movernos del pensar sólo en sí al pensar sólo en el resto.

2.3- El continuo necesidad-trabajo


Dar una definición amplia de la necesidad de cuidados implica dar una definición amplia del trabajo de cuidados. Es éste un concepto que está siendo objeto de múltiples debates en el seno de la economía feminista (p.e. Hewitson, 2002) y que pone en jaque los límites estrechos de la noción de trabajo utilizada por los discursos económicos androcéntricos. Trata de romper con las limitaciones de la noción de trabajo doméstico e incorpora una visión multilateral que entrelaza lo “material”-corporal y lo afectivo-relacional (Harrington Meyer et al., 2000a). Asimismo, atraviesa la frontera de lo monetario13, no sólo porque haya cuidados pagados y gratuitos, sino porque “difumina las barreras entre el ámbito público del trabajo remunerado y el privado del no remunerado” (Harrington Meyer et al., 2000b: 66): hay trabajos de cuidados gratuitos en lo público y pagados en lo doméstico. Lo cual nos lleva a redefinir las esferas de actividad económica, al crear híbridos como el tercer sector que es, en palabras del Grupo de estudio Feminismo y Cambio Social (2001), un “ni ni”, ni estado (aunque con dinero público), ni mercado (aunque a menudo con una lógica mercantil), ni hogar (aunque exista trabajo voluntario). Rompe las distinciones de trabajo / ocio y trabajo / consumo, al introducir las dimensiones afectivas y relacionales y permitir hablar del auto-cuidado. Por todos estos motivos, no puede captarse en un concepto cerrado, sino que se aprehende mejor mediante la idea de un continuo: que diluya las fronteras necesidad / trabajo y consumo / trabajo; que establezca una línea de continuidad entre el cuidado de la salud y el cuidado de la enfermedad; que no determine cortes abruptos entre distintas formas de cubrir los cuidados: el auto-cuidado (aquél que cubre una persona para sí misma), el cuidado mutuo (el que se da en condiciones de horizontalidad y reciprocidad) y el cuidado a personas en situación de “dependencia” (donde la




12    La salud no es una situación biológicamente determinada, sino, cada vez más, resultado de factores sociales, así, “el estado de salud no es más que la expresión sintética de todo el resto de indicadores de desigualdad” (La Rosa, 1998: 37). Sobre la construcción social de las situaciones de enfermedad, ver Durán (2000), de la discapacidad, Colectivo IOÉ y CIMOP (1998).
13    La frontera de lo monetario puede no ser siquiera el elemento determinante a la hora de diferenciar los distintos tipos
de trabajos de cuidados. Así, por ejemplo, Durán (2000) a la hora de clasificar las formas de cuidado de la enfermedad considera que el elemento fundamental es el espacio en el que se den, en lo doméstico o lo extradoméstico, estableciendo como criterio secundario la existencia de un salario.

reciprocidad está mermada por alguna causa). Y, finalmente, que reconozca el carácter colectivo del sujeto del trabajo de cuidados, ya que la necesidad de cuidados no se cubre nunca por una persona concreta, sino por redes sociales con distintos ejes gravitatorios y grados de responsabilidad e implicación14.

Este carácter transversal del trabajo de cuidados –entre lo económico y lo no económico, lo material y lo inmaterial, el trabajo y la vida, el egoísmo y el altruismo, lo público y lo privado, la autonomía y la dependencia– cuestiona los límites conceptuales y metodológicos en los que acostumbramos a movernos. Entre otras limitaciones, nos encontramos con que la inmensa mayoría de datos disponibles están construidos en torno a una definición estrecha de la dependencia y una noción instrumentalista y puritana15 del trabajo de cuidados. Es, asimismo, un concepto arriesgado, porque impide delimitar claramente qué es y qué no trabajo. Sin embargo, esto mismo abre nuevas posibilidades, porque, de un lado, desplaza el reto analítico, que ya no gira en torno a los límites del trabajo, sino a las condiciones del mismo y las relaciones de (a)simetría involucradas y, de otro, permite recoger la comprensión amplia de la economía como sostenibilidad de la vida, tal como se entiende en las siguientes palabras de Bosch et al.:

“[Trabajo en sentido amplio es una actividad que se desarrolla de manera continua y que forma parte de la naturaleza humana. De hecho, entendemos el trabajo como la práctica de creación y recreación de la vida y de las relaciones humanas. En la experiencia de las mujeres, trabajo y vida son la misma cosa. El trabajo nos permite crear las condiciones adecuadas para que se desarrolle la vida humana partiendo de las condiciones del medio natural.” (2005: 331) 16


14    Esta noción del sujeto colectivo fue introducida para el trabajo doméstico por Borderías (1984), punto sobre el que volveremos más adelante; para la discapacidad, por ejemplo, Hillyer (1993); una  aplicación  al  análisis  del  apoyo informal a la vejez es Colectivo IOÉ et al. (1995).
15    Juliano  señala  que  es  la  “Estigmatización  [la  que]  tiende  a  relegar  a  segundo  plano  el  aspecto  de  racionalidad
económica que subyace al trabajo sexual” (2002: 146). Podríamos argüir que las barreras morales juegan un papel determinante a la hora de mantener fuera del análisis económico toda componente corporal y sexual.
16    Estas autoras afirman que los determinantes que definen el trabajo según la economía androcéntrica y, podríamos
decir, implícitamente presentes en el concepto de trabajo doméstico (gasto de energía, existencia de coste de oportunidad, relevancia del resultado por encima del proceso, exclusión de toda componente personal, etc.), no es sólo que no sean los elementos distintivos del trabajo; sino que son los elementos distintivos de una actividad alienada y empobrecida, a la que se ha desprovisto de toda relación entre personas y con el medio. “Así, el trabajo-empleo se experimenta como un precio que hay que pagar para poder subsistir que supone, no sólo, un desgaste energético de quien lo realiza, sino también un empobrecimiento humano” (Bosch et al., 2005: 333). Es entonces cuando aparecen las distinciones trabajo / ocio, trabajo / consumo, trabajo / vida que la noción de cuidados cuestiona.

3-    La crisis de los cuidados y la reorganización del “iceberg” socioeconómico


Mirando al sistema socioeconómico desde una perspectiva que ponga en el centro la sostenibilidad de la vida, se percibe claramente “una profunda contradicción [...] entre los procesos de reproducción de las personas y el proceso de acumulación de capital” (Picchio, 1992: 480) . Por una parte, encontramos una lógica de acumulación, en la que la satisfacción de necesidades se da en la medida en que esto permite generar beneficios monetarios, acumular capital. Por otra, una lógica que podríamos denominar de “sostenibilidad de la vida” (no asimilable al ideal antes cuestionado del altruismo) dirigida a la generación directa de bienestar y valores de uso. Estas lógicas son opuestas; mientras que, en la primera de ellas, las personas se convierten en un medio destinado a lograr el fin de la acumulación de capital, en la segunda, su bienestar constituye un fin en sí mismo. En ocasiones, pueden coincidir, pero el conflicto está siempre latente. Además, son dos lógicas marcadas por el género, en un doble sentido material y simbólico. Material, porque se asocian a espacios económicos adscritos de forma diferencial a mujeres y hombres –la lógica de acumulación prima en el ámbito del mercado, mientras que la segunda abarca mayoritariamente las esferas de actividad económica no remunerada–; y simbólica porque la lógica de  acumulación es una lógica androcéntrica asociada con la trascendencia, instituyendo a los mercados en símbolo de la civilización que se erige sobre la dominación de la naturaleza:

“La conexión del capital con la masculinidad blanca proporciona importantes pistas sobre su funcionamiento: su desapego del objetivo de satisfacer necesidades (que es visto como femenino); su dedicación al crecimiento, a ser más grande y mejor que el otro; su compromiso con las jerarquías internas; su desconsideración de las consideraciones medioambientales” (Matthaei, 1996: 33) 17

Hablar de este conflicto de lógicas es hablar, con otras palabras, del conflicto capital-trabajo, pero utilizando una noción amplia de trabajo que abarque las actividades no remuneradas y que, como decíamos antes, no establezca una escisión entre trabajo y vida; es decir, que centre la atención “más acá” de los mercados, en la sostenibilidad de la vida. Si hablar de este conflicto no es nuevo en el ámbito del pensamiento económico crítico, sí lo es plantearse el papel que juegan todas las esferas socioeconómicas no monetizadas y, sobretodo, hacerlo


17    Esta visión de la civilización como dominación de la naturaleza y la consiguiente minusvaloración de los trabajos no remunerados no es exclusiva de la economía neoclásica. La definición de Marx de trabajo humano como aquél que permite un desapego progresivo de las necesidades animales supone, implícitamente, considerar que el trabajo de las mujeres en los hogares, en la medida en que parte tiene que ver con la reproducción biológica, es menos que humano (Di Stefano, 1991). Es éste uno de los puntos donde conectan la economía feminista y la economía ecológica (para un análisis de las relaciones entre ambas, ver Bosch et al., 2005).

Si la satisfacción de ambas lógicas a un tiempo no es posible, cabe preguntarse cómo se maneja el conflicto. La “resolución” del mismo sólo puede pasar por la concesión de prioridad a una de ellas. “Entre la sostenibilidad de la vida humana y el beneficio económico, nuestras sociedades patriarcales capitalistas han optado por éste último” (Carrasco, 2001a: 28). Los mercados se han erigido en el epicentro de la estructura socioeconómica, implicando la negación de una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida. Esta responsabilidad, que alguien debe asumir y en algún lugar ha de recaer para que la vida continúe, ha sido relegada a las esferas invisibilizadas de la economía, donde se absorben las tensiones y el conflicto es socialmente aceptable al permanecer oculto. Por tanto, en las sociedades que han puesto los mercados y su lógica androcéntrica de acumulación en el epicentro, el sistema socioeconómico toma la forma de un “iceberg”, donde las esferas de actividad económica permanecen escindidas en función de la lógica operante en cada una de ellas. La invisibilidad de aquélla en la que, en última instancia, se garantizan las necesidades de la vida y se absorben las tensiones es imprescindible para mantener a flote el sistema. Un punto privilegiado desde el que observar estas cuestiones son los cuidados: la inmensa mayoría de los cuales se da sin que medien transacciones monetarias y donde la “lógica de sostenibilidad de la vida” se ejercita cotidianamente (ya que cuidar es, precisamente, gestionar la vida y los cuerpos en el día a día), por lo que las tensiones con la lógica de acumulación son más agudas y fácilmente perceptibles cuando ambas se solapan18. Los cambios en la cobertura de los cuidados implican una reorganización de ese iceberg económico, cuya base invisible está protagonizada por mujeres, aunque el modelo de protagonismo femenino va pasando de lo que denominaremos una presencia-ausente a una doble presencia / ausencia.

3.1- La presencia ausente femenina y la quiebra del modelo


Decíamos que la crisis de los cuidados que estamos presenciando se desencadena por la quiebra de un modelo previo de reparto de los cuidados. ¿Cuál era, pues, dicho modelo? En



18    El solapamiento puede ocurrir por la ocupación del mismo ámbito –así, aparecen las dificultades para compaginar unos cuidados de calidad cuando se dan a través del mercado y, por tanto, están sujetos a una presión productivista de obtención de beneficios (Himmelweit, 1999; Stone, 2000)– o por afectar al mismo sujeto –situándose aquí las dificultades de “conciliación de la vida laboral y familiar”, nítidamente visibles a la hora de compaginar los tiempos que exige el mercado de las personas empleadas y los tiempos que exigen los cuidados (Carrasco, 2001a).

muy breves palabras, podemos señalar algunos rasgos centrales. La estructura socioeconómica se organizaba en torno a dos ámbitos claramente diferenciados, con trabajos, espacios, lógicas y protagonistas distintivos. Por un lado, se encontraba el ámbito de lo público, de la economía monetizada, donde operaba la lógica de acumulación. Por otro, el espacio de lo privado- doméstico, de la economía no monetizada, donde las mujeres realizaban los trabajos de cuidados no remunerados. Esta estructura se sustentaba en una estricta división sexual del trabajo, que funcionaba a nivel macrosocial y que venía epitomada en la familia nuclear tradicional como norma social. La pareja heterosexual con un estricto reparto de roles hombre ganador del pan / mujer ama de casa funcionaba como base sobre la que se erigía la estructura del mercado laboral y del estado del bienestar. El mercado asumía que los trabajadores (asalariados) eran una especie de champiñones u “hongo de Hobbes” (Carrasco et al., 2004) que brotaban libres de cargas o necesidades de cuidados, plenamente disponibles para el empleo. Sin embargo, dicho trabajador ideal sólo existía si había quien, en la retaguardia, asumía la responsabilidad de mantener la vida día a día. Ahí aparecía la figura del ama de casa plenamente disponible para el trabajo de cuidados. Y era sobre esa pareja heterosexual, basada en la asimetría aunque parecía complementarse, sobre la que se erigía el estado del bienestar con una estructura de prestaciones organizada en torno a la familia y la distinción entre derechos directos para los individuos autónomos y derivados para las ciudadanas de segunda cuyo acceso a los derechos económicos y sociales estaba mediado por sus relaciones familiares
con dichos individuos19. Por tanto, toda esa cantidad de trabajo de cuidados no remunerado

formaba parte de la base invisibilizada que sustentaba el conjunto de la estructura. La frontera de la (in)visibilidad estaba estrechamente asociada a una división de espacios (público / privado) y a una barrera monetaria (trabajo remunerado / trabajo no remunerado). Las mujeres tenían una “presencia ausente” (Hewitson, 1999) en el sistema económico: asumían responsabilidades, pero su actividad debía ocultarse, porque sólo así se maquillaba el conflicto entre la acumulación y el cuidado de la vida y se creaba el espejismo social de que los mercados eran autosuficientes y los trabajadores asalariados, autónomos. Bajo este modelo, los cuidados estaban socialmente garantizados –tema aparte es si lo estaban adecuadamente.

Sin embargo, la familia nuclear fordista era más una norma social que una realidad; funcionaba como ideal de vida, pero no era accesible para amplios segmentos de la población. Muchas



19    Análisis feministas de la construcción de los Estados del Bienestar sobre la división sexual del trabajo y el modelo de familia hombre ganador de ingresos / mujer ama de casa, son, entre otros, Lewis (1992) y Sainsbury (ed.) (1994).

mujeres de clase obrera debían responsabilizarse simultáneamente de los trabajos de cuidados no remunerados así como de algún tipo de trabajo asalariado. Precisamente, la incapacidad inicial de la economía feminista de captar esta realidad, presuponiendo que el papel del ama de casa era una experiencia universal de todas las mujeres, desató las críticas dentro del propio feminismo. Desvelar el papel de la división sexual del trabajo resultó básico para entender la situación económica de las mujeres; pero asumir que esto significaba que la familia nuclear era siempre su concreción microsocial supuso la universalización de las experiencias de las mujeres heterosexuales blancas y burguesas al conjunto de la población femenina. Fue necesario desarrollar otros conceptos que intentaran enfrentarse a esos sesgos clasistas: así, surge la noción de que el sujeto femenino del trabajo doméstico no era un sujeto individual, sino colectivo –es decir, cuando las mujeres iban al mercado laboral eran otras redes de mujeres las que suplían esa ausencia– (Borderías, 1984); por lo que la presencia ausente femenina no era tanto una experiencia individualizada, sino social20. Asimismo, si la figura del ama de casa estaba invisibilizada, las mujeres que debían compaginar esas responsabilidades domésticas con un trabajo asalariado vivían inmersas en una doble invisibilidad (Borderías, 1993), escondiendo el empleo una vez en el hogar para no errar en su rol de madres y esposas, y negando sus cargas familiares en el mercado laboral para cumplir con su papel de asalariadas plenamente dedicadas a su empleo. De esa falsa homogeneidad de la experiencia femenina se han derivado múltiples problemas, entre ellos, la reclamación de cambios o derechos que, supuestamente, favorecían a todas las mujeres, pero que, en la práctica, reflejaban los intereses
de las mujeres que usurpaban las voces del resto. Esta experiencia debe ser un acicate para reflexionar sobre cómo está siendo el proceso de debate actual en torno a los cuidados y preguntarnos si, realmente, están siendo incluidas las voces de todas las mujeres, punto sobre el que volveremos.

Este modelo está resquebrajándose por múltiples factores. Entre ellos, los habitualmente mencionados son el envejecimiento de la población, la inserción de las mujeres en el mercado laboral y el cambio en las unidades de convivencia. Sobre el segundo fenómeno, cabe señalar que la disminución en términos de disponibilidad para trabajar no remuneradamente, si bien es



20    Lo cual se relaciona con la consideración de la heterosexualidad no como un régimen de relaciones sexuales individualizadas, sino como un sistema político de relación entre colectivos sociales. Sin tener espacio y tiempo para adentrarnos en este debate, señalemos que el papel que juegan factores como la orientación sexual y la identidad de género en la economía no ha sido comenzado a analizar hasta recientemente (sobre el papel de las identidades, ver, por ejemplo, Hewitson, 2002; sobre la orientación sexual, el número especial de Feminist Economics 4(2) editado por Lee Badgett y Prue Hyman o diversos artículos en Gluckman y Reed, eds., 1997).
en sí misma fundamental, lo es más aún como reflejo de una modificación de los roles de género, de “la transformación de la identidad social femenina que, tendencialmente, no privilegia forzosamente la familia como ámbito de auto-reconocimiento y legitimación de su papel social” (Bimbi, 1989: 102). Sobre el cambio en las unidades de convivencia, cabe incidir en cuestiones como el incremento en los hogares unipersonales o monomarentales; pero también en otros aspectos menos reconocidos como la pérdida de tejido social que acentúa la vulnerabilidad de las personas y la búsqueda de soluciones individualizadas21. Los cambios simultáneos en la necesidad de cuidados y en la forma de cubrirlos están también relacionados con otros factores que, a menudo, se consideran ajenos, como la creciente precariedad vital que implica un incremento de la necesidad de cuidados a la par que una menor posibilidad de cuidar y ser cuidada/o22 o el cambio en lo que se percibe como cuidados adecuados –así, se dispara una tendencia hacia la mercantilización del auto-cuidado e, incluso, del cuidado mutuo. En conjunto, todos estos elementos, cuando menos, implican una urgencia en la redistribución de los cuidados y una reorganización de su forma de cobertura.

3.2- La ¿redistribución? de los cuidados


Dada la amplitud de lo que podríamos tratar y la complejidad de los datos sobre cuidados – debida a sus limitaciones conceptuales y su dispersión–, vamos a limitarnos a abarcar algunas cuestiones conceptuales y a señalar algunas tendencias centrales. Primeramente, atenderemos a los agentes sociales que están eludiendo responsabilidades sobre el cuidado de la vida (estado y mercados). De ahí se deriva que éstas sigan recayendo sobre los grupos domésticos, donde son asumidas por las redes de mujeres, con cierta recurrencia a servicios externos (de mercado o públicos) en un proceso de externalización del hogar (Precarias a la deriva, 2005a) que implica una agudización de las diferencias entre las propias mujeres, asunto que abordaremos en segundo lugar.


21    A este respecto es, por decirlo de algún modo, curiosa la tendencia que hay a no hablar de estos últimos elementos – tan íntimamente conectados con el desarrollo de núcleos urbanos al servicio de las necesidades de los capitales en detrimento de la calidad de vida de las personas– y, por otra parte, a enfatizar el sentimiento de responsabilidad –o de culpa– de las mujeres que optan por tener hijas/os sin un hombre a su alrededor.
22    Por una parte, las situaciones de “dependencia” reflejan variaciones en los niveles de vida y en las desigualdades
sociales. Por otra, la precariedad significa degradación de prestaciones públicas,  inseguridad  en  la  disposición  de recursos monetarios y, por tanto, en la posibilidad de comprar cuidados y empeoramiento de las condiciones en las que se da el trabajo de cuidados gratuito. Véase Río y Pérez Orozco (2004)
3.2.1- La negación de derechos y el creciente protagonismo mercantil


Sobre el papel que está jugando el estado en estos momentos de reorganización, cabe decir, en muy resumidas palabras, que no se está produciendo una redefinición de la estructura de derechos sociales y económicos que implique una ruptura con el modelo tradicional de reparto de los trabajos que delega los cuidados al ámbito de lo invisible, estructurando los derechos en torno a la unidad familiar y estableciendo distintos grados de acceso a la ciudadanía. La reivindicación feminista de individualización y universalización de los derechos es, exactamente, eso, todavía una reivindicación23 y los servicios de cuidados están, en palabras de
Bettio y Plantenga (2004), “subdesarrollados”24. Al debate público sobre ese cuarto pilar del

estado del bienestar que apuntábamos al principio, subyace la afirmación de que hay que poner remedio a la situación de vulnerabilidad que genera la inexistencia de un derecho a ser cuidada/o en caso de dependencia. Siguiendo este hilo, podemos afirmar que la negación de derechos que se está produciendo es mucho más amplia y compleja25.

Más amplia, porque no solamente se niega el derecho a ser cuidada a la población a la que se define como dependiente, sino al conjunto de la sociedad, ya que no existen garantías, en general, de acceso a unas condiciones de vida dignas y, si estas palabras suenan demasiado amplias, podemos concretar, por ejemplo, en la negación de un derecho al tiempo. No existe un derecho socialmente garantizado al tiempo de calidad, siendo éste un elemento determinante del bienestar26. No existe un derecho completo a cuidar (p. ej. a abandonar el mercado laboral por el deseo o la necesidad de cuidar) ni a no cuidar (p. ej. plazas suficientes en escuelas infantiles). Mucho menos existe un derecho combinado a elegir sobre el trabajo de cuidados, es

23    Estas dos reivindicaciones no siempre van unidas; mientras la primera de ellas se refiere a la reclamación de que la titularidad de los derechos sea individual y no familiar –aunque se establezcan mecanismos para reconocer los vínculos sociales en los que están involucradas las personas– la segunda se refiere a que la causa que dé origen a los derechos no sea una previa contribución social, sino la condición misma de ciudadanía. Para un debate, ver Villota (ed.) (2000).
24    Estas autoras califican al estado español como uno de los casos más típicos de los países europeos que “parecen
delegar toda la gestión de los cuidados a las familias” (Bettio y Plantenga, 2004: 99). En su comparación de distintos regímenes de cuidados, España figura con una baja puntuación en todas los índices desarrollados por las autoras para captar el grado de desarrollo de las diversas estrategias de cuidado formal, extremo que no alcanza ningún otro país de los analizados (UE de los quince excepto Suecia).
25    Un hilo, quizá, excesivamente pobre, porque abarca una noción muy individualista de  los  derechos;  porque  no cuestiona cuáles  son los agentes  o redes sociales  que deben garantizarlos,  dando por supuesto que han de ser las instituciones públicas; porque establece una clara separación de cuestiones que están entretejidas como el acceso a la
educación, la sanidad y las pensiones; porque se enmarca en las fronteras que delimitan quién es y quién  no ciudadana/o, etc. Pero, al fin y al cabo, un hilo del que tirar.
26    Esta carencia  y su  especial  repercusión  en  las  sociedades industrializadas, así  como  su  marcada  componente de
género, se recoge en el concepto de “pobreza de tiempo” (Floro, 1995).
decir, que conjugue el acceso al cuidado en condiciones dignas con la existencia de un grado suficiente de desfamilización27. Se trata, por tanto, de una negación concatenada de derechos.

Y, sin embargo, esta negación no es uniforme. Así, depende, por un lado, del vínculo existente entre las personas involucradas en una relación de cuidados: quién tiene derecho a cuidar (o a no cuidar) a quién, qué formas de convivencia adquieren legitimidad social. La explosión de modelos de convivencia no implica problemas sólo porque aparezcan hogares con muchas personas calificadas como dependientes y pocas (o ninguna) personas consideradas autónomas, sino que también crea desigualdades sociales en función del reconocimiento legal de los vínculos, es decir, crea estratificaciones sociales según el modelo de convivencia se acerque o aleje al que sigue siendo el referente, la familia nuclear heterosexual. La negación de derechos también depende de la posición de la persona sujeto de derechos, marcada por el género, la clase, la etnia...; los derechos no existen en abstracto, sino que hay niveles de reconocimiento, regulación y ejercicio que median el acceso concreto de cada sujeto a los mismos. Podemos trazar varias pinceladas de situaciones diferenciadas para ilustrar esta afirmación. A los hombres autóctonos los roles de género les garantizan cierto derecho a no cuidar; sin embargo, por ello mismo, les resulta más difícil adherirse a los (escasos) derechos, teóricamente neutros ante el género, a cuidar. El derecho a cuidar se convierte en deber para las mujeres autóctonas en la medida en que el grado de desfamilización es sumamente bajo. Pero, al mismo tiempo, se convierte en privilegio social en la medida en que se asocia a una cierta norma de género y es negado o dificultado para las mujeres que se alejan de la misma (mujeres migrantes, lesbianas, con discapacidad, etc. Traustadóttir, 2000). En el caso de las mujeres migrantes, la separación física de sus familias (derivada, entre otras causas, de las restrictivas leyes de extranjería) o las condiciones laborales (p. ej., de las empleadas de hogar internas o de muchas trabajadoras agrícolas, Colectivo IOÉ, 2001) implican una gran dificultad o, incluso, imposibilidad absoluta de “conciliar su vida laboral y familiar”. El derecho a cuidar también les es negado, en gran medida, a las mujeres con discapacidad, que son vistas como objeto de cuidado y no sujetos del





27    Con este término, desde la literatura económica feminista (originario de McLaughlim y Glendinning, 1994) se ha pretendido complementar la noción de desmercantilización (Esping-Andersen, 1990) como criterio para determinar el grado de bienestar garantizado en una sociedad dada. El bienestar se entiende como la posibilidad de desvincularse del trabajo sin que se deriven consecuencias negativas de esa decisión. La desmercantilización se refiere a la renuncia o pérdida del trabajo asalariado manteniendo un nivel de vida adecuado. Usar este concepto como medida única del bienestar es hablar sólo desde la óptica masculina de vinculación con el empleo. Visión parcial que se pretende remediar al hablar de la desfamilización, como la posibilidad de renunciar al trabajo de cuidados no remunerado sin que esos cuidados dejen de ser proporcionados a las personas que los precisan.
mismo28. Podemos concluir que no se trata simplemente de hablar de una negación homogénea del derecho a ser cuidada/o en caso de dependencia, sino de la negación estratificada por ejes de poder del derecho a involucrase en relaciones de cuidados satisfactorias y libremente elegidas.

Los mercados, las empresas privadas, son otro agente social que no está asumiendo responsabilidades en el cuidado de la vida, aunque sí están incrementando su protagonismo en el ámbito de los cuidados. Es imprescindible distinguir estas dos tendencias: Por un lado, los mercados han encontrado en esta dimensión una nueva área de obtención de beneficios, proceso que está inextricablemente conectado con la feminización del trabajo, tanto en lo concerniente al contenido del trabajo como a sus condiciones29. En el Estado español, la opción de compra en el mercado es aún limitada, mucho más que en otros países europeos (VV.AA., 2004), pero está creciendo. Actualmente, es aún una oferta heterogénea, desestructurada y fragmentada, en gran medida a causa del peso del sector informal (Carrasco y Rodríguez, 2000). Para captar sus variaciones, hay que recurrir no únicamente a cuestiones tradicionalmente consideradas económicas, sino a factores que la economía feminista se esfuerza por mostrar no son ajenas al sistema económico. Así, por ejemplo, para Carrasco y Rodríguez, la aún limitada proporción de servicios de cuidados que se da a través del mercado no se debe tanto a la una inhibición de la oferta debida al bajo nivel de beneficios, sino a la inhibición de la demanda debido a “una ética altruista del cuidado culturalmente asociada con la maternidad” (2000: 52). Por otro lado, esta transferencia de cuidados al mercado supone una expansión de la lógica de acumulación a un nuevo ámbito –con el consiguiente incremento en la desigualdad social, en función de que las personas o familias puedan o no pagar los servicios de mercado o, sobretodo, en función de la calidad del servicio que puedan permitirse–; pero no una asunción de responsabilidades sobre el cuidado de la vida por parte de las empresas, que
siguen funcionando en base al modelo del “trabajador ideal”-“hongo de Hobbes”. Diversos factores,  como  la  precarización  del  empleo  (ligada  a  la  feminización  del  trabajo)  y  la



28    Sin embargo, en todos estos casos las situaciones son más complejas y contradictorias de lo  que  esta  simple afirmación muestra. Así, las mujeres migrantes siguen sometidas, desde sus países de origen, a la exigencia social de cubrir su rol de cuidadoras, aunque la forma y el contenido de los cuidados se transformen  y den lugar a nuevas modalidades de familia, con vínculos que atraviesan la distancia física, dando lugar a las denominadas familias transnacionales (Salazar Parrenas, 2001). Similarmente, mientras que muchas mujeres con discapacidad ven negado su derecho a ser madres – p. ej., la promoción de la esterilización–, la forma en que se las pretende “insertar” socialmente suele pasar por el reforzamiento de su rol de cuidadoras del resto de su familia (Colectivo IOÉ y CIMOP, 1998).
29    Este  concepto  se  refiere  a  que  “el  contenido  y  las  condiciones  del  trabajo  hoy,  impuestas  tras  violentas
reestructuraciones, no son más que la extensión tendencial de las características del trabajo, tanto asalariado como no asalariado, estructural e históricamente asignado a las mujeres, al trabajo en sentido genérico” (Malo, 2001).
desregulación laboral implican una disminución de esta responsabilidad, ya que significan una mayor disponibilidad de las personas para las necesidades de los mercados.

Entre el papel –sumamente deficiente– del estado en la provisión de cuidados y el del mercado no existe un corte abrupto, ya que muchos de los servicios públicos de cuidados presentan algún grado de privatización. En este terreno intermedio aparece también con fuerza el tercer sector, ese “ni-ni” ya apuntado, que abarca toda una serie de organizaciones sin ánimo de lucro
–teóricamente, al menos– que otorgan servicios de cuidados de forma gratuita en base a parte de trabajo asalariado y otra gran parte de trabajo no remunerado –voluntariado– y cuyo análisis excede la capacidad de este texto30.

3.2.2- Las redes de mujeres y la doble presencia / ausencia femenina


El hecho de que ni el estado ni los mercados asuman la responsabilidad sobre los cuidados, implica que ésta vuelve a recaer sobre los grupos domésticos, que siguen siendo los gestores cotidianos de la vida. Al hablar de grupos domésticos pese a la diversificación de los mismos que hemos comentado anteriormente estaba teniendo lugar –para la cual han de desarrollarse herramientas analíticas31– hemos de enfatizar el papel que sigue jugando la familia de sangre32. La reorganización de los cuidados en el seno de cada grupo doméstico, apoyada en ocasiones en el acceso a servicios públicos, tiene una clara componente de clase directamente ligada a la disponibilidad  de  ingresos.  El  Colectivo  IOÉ  distingue  entre  la  “desprivatización  o



30    Lo cual es una muestra más de las deficiencias de un análisis económico aún encorsetado por los límites conceptuales y metodológicos heredados de paradigmas mercantilistas que no logran aunar el estudio de lo monetizado con lo no monetizado.
31    Frente al individualismo metodológico de la economía neoclásica y la consideración de la clase social como unidad
analítica de gran parte de la economía heterodoxa, la economía feminista apuesta por tomar el grupo doméstico como unidad analítica básica, con un posterior descenso a analizar las relaciones (de poder) interpersonales. Sin embargo, el grupo doméstico tampoco es una realidad sencilla, ya que atraviesa las fronteras espaciales (p. ej., las familias transnacionales comentadas en la nota 29) y las marcadas por la sangre o los vínculos legales (p. ej., personas jóvenes con vínculos de amistad); asimismo, una misma persona puede participar en más de un núcleo de decisión económica. Para captar la gestión cotidiana de estrategias económicas en la que están involucradas las personas, hay que habilitar el estudio de redes sociales con distintos ámbitos de actuación y ejes gravitatorios. Así, cabe insistir en la idea de que el sujeto del trabajo de cuidados es un sujeto colectivo; los cuidados  son  mayoritariamente  realizados  por  redes  de mujeres.
32    Aquí hemos de llamar la atención sobre un elemento de peculiar interés para el feminismo, que pretende fomentar
formas de vida más satisfactorias y plurales para las mujeres que la familia nuclear tradicional. Actualmente, estamos presenciando una tensión entre el florecimiento de formas de convivencia basadas en relaciones libremente elegidas y el recurso final a la familia consanguínea cuando las dificultades vitales se agravan. La inexistencia de una responsabilidad social en el cuidado de la vida implica que las relaciones de cuidados, a menudo, se den en circunstancias muy duras y, en esos casos, el refugio final sigue siendo el de la familia tradicional. Todo lo cual nos lleva a afirmar que, mientras no se dé una redistribución social de responsabilidades y un cambio profundo de estructuras socioeconómicas, será muy difícil la consolidación de formas de convivencia libremente elegidas; para esto hace falta más que modificaciones legislativas en el Código Civil e, incluso, más que una revolución sexual.
mercantilización del espacio doméstico” (2001: 766) que se da en los hogares de rentas altas y la intensificación del trabajo doméstico que se da en los de rentas bajas, situándose entre ambos sectores un amplio margen de familias. En todo caso, en su seno, las relaciones sociales de género asignan estas responsabilidades a las mujeres. Puede decirse que los hombres, a nivel colectivo, no asumen una responsabilidad, más allá de negociaciones individuales o de un ligero incremento de lo que debe calificarse más como ayuda que como redistribución de tareas. Se está produciendo un cambio del modelo previamente normativo de presencia masculina en el mercado / presencia femenina en lo privado a un nuevo modelo unipresencia masculina en el mercado / doble presencia femenina (Carrasco et al., 2004). Los roles de las mujeres están cambiando, pero los roles masculinos no están siendo igualmente modificados, lo cual se ve, por ejemplo, en la resistencia masculina a adaptar los ritmos y formas de trabajo asalariado a las cambiantes necesidades de cuidados33.

Es, por tanto, en el seno del colectivo femenino donde se está produciendo la redistribución de los cuidados, que sigue siendo una responsabilidad marcada por el género. Podemos decir que el rechazo al trabajo doméstico propuesto por el feminismo de la emancipación ha llegado a un límite, aquél que establece la frontera de la reproducción social34. La experiencia femenina de la presencia ausente se está transformando en una doble presencia / ausencia, concepto con el que se pretende captar “ese estar y no estar en ninguno de los dos lugares [el mercado y el trabajo de cuidados no remunerado] y el sufrimiento y limitaciones que tal situación comporta” (Izquierdo, 1998: 356). Es decir, es un concepto que remite al conflicto estructural de lógicas; a la necesidad de que los ámbitos donde se resuelve la vida sigan siendo invisibles; a los problemas que aparecen cuando ambas lógicas se solapan en la experiencia cotidiana de las mujeres y a las mil estrategias individuales35 que las mujeres desarrollan para soportar la tensión en términos de gestión de tiempos, espacios, recursos... y que se basan, además, en una transferencia de trabajo de cuidados entre las propias mujeres en función de ejes de poder. Este concepto, yendo más allá del victimismo de hablar de la sobrecarga laboral de las mujeres – aunque también la señala–, añade una dimensión de rebeldía al reclamar la “resistencia


33    Esta resistencia masculina a modificar sus pautas de responsabilidad sobre los cuidados está siendo crecientemente analizada por los denominados estudios de masculinidad (p.e. McMahon, 1999).
34    Dalla Costa (2004) llama la atención sobre la similitud entre el límite que las mujeres han establecido al rechazo al trabajo de cuidados no remunerado y el que los pueblos campesinos establecen a la explotación de la tierra, ambos marcados por la reproducción humana.
35    “En realidad, las estrategias aplicadas por las mujeres para reducir su carga de trabajo y su dependencia de los
ingresos ajenos son múltiples, si bien de momento en general siguen permaneciendo aisladas en el contexto familiar y desarrollando una lucha individual” (Picchio, 1992: 468). Este aspecto es fundamental, ya que se trata de negociaciones aisladas en el seno de cada grupo doméstico, faltándoles, por tanto, el potencial transformador de una lucha colectiva.
femenina a asumir las dicotomías y las fragmentaciones sociales derivadas de su situación entre dos mundos, regidos por lógicas diferenciadas, y que permite pensar formas alternativas de organización social” (Borderías y Carrasco, 1994: 91).

De nuevo, afirmar que las mujeres tienen una doble presencia / ausencia en el sistema socioeconómico no significa hablar de cada mujer individual, sino de éstas a nivel colectivo. Así, las posiciones femeninas son múltiples, produciéndose fuertes trasvases de trabajo de cuidados entre ellas. Una de las líneas fundamentales de trasvase –de mayor importancia en las familias de clase media-baja– se da en el seno de la familia extensa siguiendo “una doble lógica de consanguinidad y de género” (Tobío, 2002: 22). La otra vía de redistribución principal –basada en la externalización del hogar– sigue ejes de estratificación social como la clase y la etnia. Los trabajos de cuidados remunerados, tanto si tienen lugar en el sistema doméstico como en el extra-doméstico –aunque en el primero llevan asociada la invisibilidad propia del espacio36– y a pesar de las diferencias, pueden calificarse de precarios en términos
del tipo de contrato, duración, salarios, etc.37 Es decir, presentan diversas dimensiones y grados

de invisibilidad que tienen que ver con la vulnerabilidad, bajos salarios, alto grado de informalidad, pocas o deficientes prestaciones asociadas, poco reconocimiento de las cualificaciones exigidas, baja valoración social, alto grado de rotación, imprevisibilidad y flexibilidad horaria, deficiente definición de las responsabilidades, etc. Estas condiciones de invisibilidad, que no son uniformes, se relacionan con el proceso de feminización del trabajo y con la estratificación del continuo sexo-atención-cuidado y dan lugar a lo que se ha denominado un proceso de “hipersegmentación sexual del trabajo” (Vega, 2001).

Puede decirse que los problemas de la crisis de los cuidados se transfieren de unas mujeres a otras, en base a ejes de poder, en una larga cadena de la cual están sistemáticamente ausentes

36    Legalmente recogida en la existencia de un Régimen Especial de Seguridad Social para los Empleados de Hogar que puede interpretarse como una clara discriminación indirecta contra las mujeres.
37    El trabajo de cuidados en el sistema extra-doméstico se caracteriza por presentar un pequeño número de empleos estables y con altas cualificaciones y una mayoría empleos con bajos salarios y pocas posibilidades de  movilidad profesional (OECD, 1998), siendo el Estado español uno de los países donde el segmento inferior es más abultado (Stark y Regnér, 2002). En el trabajo doméstico, también hay condiciones diversas, asociadas a ejes de poder. Así, el porcentaje de mujeres migrantes es mayor cuanto más desfavorable es la modalidad de empleo, ocupando sólo el 10% del empleo fijo externo y 5% del externo por horas, que son los que presentan mejores condiciones y mayores salarios. Asimismo, dentro de cada subsector las mujeres migrantes realizan más tareas, trabajan más horas y tienen un sueldo a la hora inferior a las autóctonas (Colectivo IOÉ, 2001).

los hombres38. Estas cadenas atraviesan las esferas de lo no monetizado, del espacio doméstico e, incluso, de las naciones. El máximo exponente son las denominadas cadenas mundiales del afecto y la asistencia (Hochschild, 2001) o cadenas globales del cuidado (Precarias a la deriva, 2004), que están conformadas por mujeres en distintos puntos geográficos que se transfieren cuidados de unas a otras39. Estas cadenas son el exponente visible de la transnacionalización de la crisis de los cuidados, la exportación del problema –sin llegar a resolverlo– basada en consideraciones de hegemonía económica global y en relaciones globales de poder de género, de etnia y de clase. Este drenaje global de recursos no sólo en términos materiales, sino también afectivos muestra la interrelación entre las estrategias cotidianas de las mujeres para sacar adelante sus responsabilidades de cuidados y las desigualdades globales.

4-    El cierre reaccionario de la crisis


Estos procesos comentados de redistribución de los cuidados son insuficientes, sigue habiendo cuidados insatisfechos y, sobretodo, insatisfactorios. Pero, además, es un cierre reaccionario, porque refuerza los ejes de organización socioeconómica previos. Los mercados siguen situados en el epicentro de la estructura socioeconómica y su lógica de acumulación se expande a nuevas esferas. Sigue, por tanto, sin existir una responsabilidad social en el cuidado de la vida, que permanece relegada a los ámbitos invisibles. Y es aquí donde se producen los cambios, ya que las dimensiones de la invisibilidad se transforman, dejando de estar tan firmemente asociadas al espacio doméstico y a lo no monetizado, a la par que los cuidados se redistribuyen en el seno del colectivo femenino, con lo que la desigualdad en el reparto del trabajo de cuidados tiene crecientemente un carácter más inter-familiar que intra-familiar, manteniéndose la relevancia del género, aunque estructurado por otros ejes. La reestratificación sexualizada del continuo sexo-atención-cuidados va ligada a una reestratificación de los derechos. Ya no se trata, si es que alguna vez se trató, de la existencia de la doble ciudadanía de la que hablaba Hernes (1987), sino de una creciente segmentación en el acceso a la ciudadanía. El sistema económico sigue presentando la forma de un iceberg, basado en la ficción social de la existencia de individuos y mercados autónomos. En palabras de Izquierdo:


38    O, en todo caso, presentes únicamente en los eslabones finales. Hochschild (2001) señala como muchas veces los beneficiarios finales de la cadenas mundiales del afecto que se comentarán a continuación son hombres dueños de las empresas (a veces de cuidados) en las que trabajan las mujeres autóctonas.
39    Un extremo de la cadena puede ser una mujer en un país pobre que cuida (remuneradamente o no) a familiares de otra
mujer que ha tenido que migrar y que, a su vez, está cuidando a familiares de una mujer en un país rico para que ella pueda acudir a su empleo.
“Esa tensión entre la independencia y la dependencia se soporta concibiendo una ciudadanía hecha a base de exclusiones, todas ellas relacionadas con distintas dimensiones del cuidado” (Izquierdo, 2003: 5).

4.1- La conciliación ¿imposible?


Está expandiéndose un discurso que afirma que estas cuestiones son resolubles en los márgenes de la estructura actual siguiendo cuatro ejes de actuación: la búsqueda del pleno empleo de calidad, la atención a la dependencia, la conciliación de la vida laboral y familiar y la redistribución del trabajo de cuidados no remunerado entre mujeres y hombres en el seno de los hogares40. Los tres primeros objetivos son vistos como asequibles y deseables; es más, como dos caras de la misma moneda en cuanto a los problemas económicos de las mujeres se refieren. Los servicios de conciliación y atención a la dependencia no sólo vienen a solucionar el problema del exceso de carga laboral de las mujeres y las dificultades para compatibilizar sus empleos con su trabajo de cuidados no remunerado, sino que, además, son una fuente crucial de creación de puestos de trabajo (remunerado). Se trata, por tanto, de sacar al ámbito de lo público y lo monetizado, a la parte visible del iceberg, gran parte de los trabajos que son hoy día invisibles.

Este texto, por el contrario, afirma que esa parte invisible y excluida es requisito indispensable para el funcionamiento del sistema bajo las actuales coordenadas de organización socioeconómica. No se trata de recuperar el pleno empleo, porque éste nunca ha existido, sino que se ha basado siempre en exclusiones múltiples: la apropiación de los trabajos gratuitos de las  mujeres,  el  expolio  de  la  naturaleza  y  la  explotación  de  países  no  occidentales.
¿Pretendemos seguir ese juego de exclusiones situándonos ahora en la parte favorecida? ¿Los derechos de qué mujeres perseguimos se reconozcan? ¿Por qué la crítica a las leyes de extranjería, que permiten la existencia de un trabajo de cuidados remunerado en pésimas condiciones, o la lucha por el cambio del régimen de seguridad social del empleo doméstico no son parte del discurso de la conciliación? Por otra parte, estamos siendo testigas/os de la tergiversación de las argumentaciones y la perversión de las reivindicaciones feministas: La


40    Los términos mismos son capciosos. Ya  hemos comentado los problemas de  utilizar un concepto semejante de dependencia. Igualmente, al hablar de conciliación de la vida laboral y familiar podemos hacer varias críticas. De un lado, el término conciliación niega el conflicto social de lógicas e implica la existencia de desajustes coyunturales entre esferas compatibles. De otro, reducir el término laboral al ámbito del empleo supone, de hecho, una renuncia a la lucha histórica por el reconocimiento de que hay trabajos que no se pagan. A su vez, identificar todo lo que no es trabajo (es decir, no es empleo) con la familia implica no reconocer la pluralidad de formas de convivencia y de trabajos no pagados y, sobretodo, no reconocer que lo relevante es el conflicto entre las esferas del trabajo remunerado sujetas a una lógica productivista y el conjunto de la experiencia vital.

exigencia de servicios públicos de cuidados con empleo de calidad da lugar a la aparición de servicios privatizados cuya rentabilidad se fundamenta en el empleo precario y/o la baja calidad de los cuidados. La apuesta por la flexibilidad horaria y espacial en beneficio de las personas empleadas se transforma en una flexibilidad mayoritariamente dirigida a las mujeres y a beneficio de la empresa, en un requiebro político en el que el fomento de la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres se transforma en argumento para flexibilizar y desregular el mercado laboral. Y así sucesivamente41. Sobre el último de los ejes mencionados, cabe decir que los alegatos hacia un redistribución mas justa del trabajo de cuidados en el seno de los hogares, además de seguir enmarcando la responsabilidad sobre los cuidados en lo privado, desproveyéndola de su carácter global, muestran su (muy) limitado alcance en un contexto en el que encargarse de semejante labor es un factor de vulnerabilidad social y de pérdida de calidad de vida y en el que las relaciones de género de poder más que erosionarse, mutan de forma.

4.2- Una apuesta por la cuidadanía


El acceso a la plena ciudadanía de todas las personas no es posible en los márgenes actuales del sistema, sino que se precisa una transformación estructural. En palabras de Dalla Costa:

“La cuestión de la reproducción humana planteada por el rechazo de las mujeres a la procreación se está convirtiendo en la reivindicación de otro tipo de desarrollo, y busca horizontes totalmente nuevos. El concepto de bienestar no es suficiente. La reivindicación es ahora la felicidad. La reivindicación es la formulación de un desarrollo que permita la satisfacción de las necesidades básicas sobre cuya supresión surgió y creció el capitalismo” (2004: 6-7)

Como hemos ido argumentando, la idea misma de ciudadanía propia del Estado de Bienestar liberal-democrático conformado desde la posguerra, está construida sobre dos ejes claves. Por un lado, se erige sobre la figura del sujeto fetiche de la Ilustración, el hombre blanco, heterosexual, occidental, burgués, sin discapacidad –el BBVA, en palabras de Capellín: blanco, burgués, varón, adulto42– que encarna el ideal de autonomía. Por otro lado, es la forma de reconocer a los sujetos



41    Esta coopción puede continuar hasta límites insospechados, como lo muestra Hyman (1993) en su análisis del estudio de Gareth Morgan “Mitigando la  miseria- un estudio preliminar de la capacidad de los neocelandeses de absorber recortes en los ingresos reales”. Este autor recoge los esfuerzos feministas por valorar los trabajos no remunerados mediante su contabilización monetaria y, de ahí, deriva sus conclusiones: que las personas ganadoras de segundos ingresos en las familias –circunloquio para hablar de las mujeres– pueden ser más productivas en el hogar y podría ser más racional que volvieran a dedicarse por completo a él y que debe incentivarse la  eficiencia  en  la  producción doméstica, para lo cual es conveniente disminuir prestaciones sociales.
42    Maria José Capellín, en su participación en el seminario de lanzamiento de la campaña organizada por colectivos de
mujeres y sindicatos por una Ley Vasca de Atención a la Dependencia, Bilbo 13 de Mayo de 2005.
en una sociedad que sitúa a los mercados en el epicentro y, por tanto, niega la existencia de una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida, lo que requiere la existencia de trabajos y agentes sociales invisibles para la pervivencia del sistema43. El profundo sesgo estructural de esta noción de ciudadanía, ha llevado a lanzar la propuesta alternativa de la cuidadanía44, que no versa sobre una nueva “definición de un estatus para los sujetos a partir de la posesión de derechos, sino directamente de la posibilidad y necesidad de llevar a cabo determinadas prácticas [...] construir nuevas formas de vida social y política” (Precarias a la deriva, 2005b). La cuidadanía sería la
forma de auto-reconocerse los sujetos en una sociedad que ponga el cuidado de la vida en el centro; en un sistema socioeconómico donde, partiendo del reconocimiento de su interdependencia, los sujetos sean agentes activos en la creación de las condiciones para que todas las personas se inserten en redes de cuidados y de sostenibilidad de la vida libremente elegidas. Más allá de lo que puede entenderse como un simple juego de palabras, hay elementos básicos de esta propuesta que se remiten directamente a aspectos abordados en este texto: la apuesta por sustituir la lógica androcéntrica de acumulación por una lógica ecológica del cuidado y por reemplazar el perverso ideal de autonomía por un reconocimiento de la interdependencia social. Desde ahí, se trataría, quizá, de defender viejos (revisados) derechos e inventar nuevos, sin considerar a las personas como receptoras pasivas, sino como “sujetos responsables de una sociedad no jerárquica que apueste por poner la vida en el centro” (Junco et al., 2004).

En la búsqueda de semejante transformación estructural, aparece la cuestión urgente de cómo combinar la lucha contra la lógica androcéntrica de acumulación con la exigencia de reivindicaciones estratégicas que impliquen mejoras inmediatas para sectores de la población en situaciones de precariedad vital. Es decir, propuestas como las del discurso de la conciliación que acabamos de cuestionar pueden implicar una mejora directa e inaplazable de la calidad de vida. El reto –o uno de los retos– estriba en decidir cuáles son las reivindicaciones que hay que hacer ya y cómo convertirlas en palanca de cambio estructural evitando que sean cooptadas y utilizadas para reforzar el sistema que buscamos convulsionar. Para poder avanzar en esa doble dirección de las



43    Lewis (1998) remarca estos dos aspectos en la noción de ciudadanía que propone Alfred Marshall: habla, por un lado, de la “tensión entre los derechos de ciudadanía y la necesidad de la economía de libre mercado” y, por otro, de la “desigualdad y exclusión [resultante] de situar una figura normativa en el centro de su idea de ciudadanía, que, podemos comprender, aunque él nunca lo define específicamente, es el hombre blanco, sin discapacidad y ganador del pan” (1998: 109-116).
44    Las revisiones de la noción de ciudadanía desde la óptica de los cuidados son múltiples. Una amplia variedad de textos son las ponencias del congreso Sare organizado por Emakunde en el año 2004 (disponibles en www.sare- emakunde.com/pags/programaGeneral.asp). Otro caso es el modelo propuesto por Nancy Fraser y enmarcado en las
coordenadas del discurso de la conciliación: “Un estado del bienestar Cuidador Universal promocionaría la igualdad de género mediante el desmantelamiento efectivo de la oposición generizada entre ganar el pan y cuidar.  Integraría actividades que están actualmente separadas entre sí, eliminaría su código de género e incentivaría a los hombres a realizarlas” (1997: 61).
mejoras inmediatas y la transformación estructural es imprescindible un doble diálogo teórico y político. A nivel teórico, resulta clave avanzar en la elaboración conceptual y metodológica que permita que, poco a poco, vayamos desligándonos del marco analítico centrado en los mercados típico de los enfoques androcéntricos y poner, en su lugar, la sostenibilidad de la vida. Esto es una llamada urgente al diálogo entre la economía feminista y otras ramas del pensamiento económico crítico, que no pueden seguir teniendo un desarrollo paralelo45 que sitúe en planos insolapables cuestiones como la crítica al empleo precario y el análisis del reparto intra-familiar de los trabajos. Pero también es necesario el diálogo político. En el feminismo, un plano de debate agudo es el que nos sitúa ante las diferencias entre las propias mujeres. Cabe aplicarnos las mismas palabras que dirigía Lorde a las académicas estadounidenses hace dos décadas:

“Si la teoría feminista blanca americana no necesita lidiar con las diferencias entre nosotras y las consiguientes diferencias en nuestras opresiones, entonces, ¿cómo afrontáis el hecho de que las mujeres que limpian vuestras casas y atienden a vuestras criaturas mientras asistís a conferencias sobre teoría feminista son, en su mayor parte, mujeres pobres y mujeres de color?” (1984: 91)

Del reconocimiento de que hay relaciones de poder entre mujeres y de que “la cuestión no es saber quiénes somos, sino más bien, por fin, en qué queremos convertirnos” (Braidotti, 2002a), aparece el vértigo de construir un nosotras que reconozca el papel estratégico del género en la ordenación del continuo sexo-atención-cuidados, pero también las diferencias entre mujeres en su reparto. El feminismo también se enfrenta a la pregunta de cómo crear alianzas con otros movimientos sociales y políticos contrarios a la lógica del capital o a la lógica de expolio de la naturaleza sin que las cuestiones de la desigualdad de género se diluyan por el camino. Y también de abrir alianzas con otros movimientos que cuestionan la construcción generizada y sexualizada de las identidades sociales (p. ej., el movimiento TLGB) remarcando el papel que juegan las estructuras socioeconómicas. Múltiples frentes de debate teórico y político están abiertos y la reorganización del sistema económico que estamos presenciando, a la que, en este texto, hemos dado el nombre de crisis de los cuidados, supone un momento clave para abordarlos.









45    Como fue definido por Cristina Carrasco en la conferencia inaugural del I Congreso de Economía Feminista “La evolución de la Economía Feminista en las últimas décadas”, UPV-EHU, 14 y 15 abril, 2005 (www.ehu.es/economiafeminista).
5-    Retomando ideas: el debate desde nuevas coordenadas


Este texto ha pretendido argumentar la necesidad de desplazar el eje analítico desde los procesos de acumulación de capital hacia la sostenibilidad de la vida y plantear las nuevas vías de exploración teórica y política que, desde ahí, se abren: la búsqueda de nuevos conceptos y métodos que revisen, entre otras, las nociones del trabajo y de la autonomía de los agentes económicos e introduzcan las dimensiones afectivo-relacional y corporal-sexual; la integración de la crítica a fenómenos que a menudo se comprenden de forma aislada o la concesión de una dimensión estructural a procesos que suelen entenderse como meros desajustes coyunturales.

La metáfora del sistema socioeconómico como un iceberg ilustra la esencia jerárquica de una estructura erigida sobre un profundo conflicto entre el capital y la sostenibilidad de la vida, en la que el género es un eje crucial de estructuración que, sin embargo, no permite hablar de una experiencia homogénea de todas las mujeres. Los cuidados son un lugar privilegiado para analizar la recreación de las desigualdades de género, entendiendo que el género es una marca de subordinación cualificada por otras variables, para hablar, por tanto, de la recreación social del poder y para tratar de construir un sujeto colectivo de la acción política que, de forma clave, lidie con las diferencias jerárquicas en su seno. Los cuidados son un punto estratégico desde el que cuestionar la perversidad de un sistema económico que niega la responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida y cuyo mantenimiento precisa de la exclusión y la invisibilidad –heterogénea y multidimensional– de múltiples colectivos sociales.

Estamos asistiendo una crisis de esta estructura, a un momento de reordenación social de los trabajos. En el reajuste, se hacen visibles muchos factores que nos pueden llevar a criticar mucho más que la situación de estrés de las mujeres y su doble jornada, discutiendo sobre cuáles son los intereses sociales que se priorizan y qué tienen que ver las desigualdades sociales más sangrantes como la pobreza y la precarización –que, además, decimos se están feminizando y qué es eso de estar feminizándose si ya no creemos en un sujeto femenino unitario– con la regulación íntima de, por ejemplo, nuestros deseos, nuestros modelos de vida, nuestras sexualidades. El hablar de las responsabilidades femeninas en los cuidados –del paso de la presencia-ausente femenina a la doble presencia / ausencia de las mujeres y la triple ausencia del estado, los mercados y el colectivo masculino– puede llevarnos a cuestionar, desde el continuo sexo-atención-cuidados, el conjunto de la estructura socio-económica y los conflictos y desigualdades sociales de los que se sirve para persistir. Hacer esto probablemente no sea fácil, entre otras cosas, porque supone plantearnos qué papel ocupamos nosotras y
nosotros en semejante entramado, cuál es nuestra localización en el iceberg, y quizá la respuesta no sea fácil de asumir. Hablar de cuidados no s sitúa sobre una tensión conceptual – entre el intento de descentrar a los mercados del discurso a la par que analizamos los procesos por los cuales se erigen en epicentro de la organización social– y política –la tensión de buscar una transformación estructural al mismo tiempo que hacemos reivindicaciones estratégicas dentro del propio sistema. La crisis actual abre posibilidades, a la par que lleva en sí el riesgo de que vuelva a cerrarse el conflicto de forma perversa. Para intentar evitarlo, un intenso y franco diálogo –que no adoctrinamiento o soliloquio– entre la multiplicidad de voces que cuestionan el orden socioeconómico vigente es imprescindible.

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