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viernes, 21 de marzo de 2014

TEORÍA CRÍTICA EN LAS CIENCIAS SOCIALES. Conocimiento, racionalidad e ideología



TEORÍA CRÍTICA EN LAS CIENCIAS SOCIALES. Conocimiento, racionalidad e ideología[1] 
                                                                                                                                                José Ramón García Menéndez.
1. De la razón crítica en ciencias sociales
La Filosofía de la Ciencia contemporánea, especialmente la que incide en Ciencias Sociales, se caracteriza por una visión criítica de las concepciones heredadas del positivosmo que, en síntesis, representan una epistemología cuyos principios se identifican con la defensa a ultranza de cuatro reglas: a) regla fenoménica (pues solamente se conoce lo que es susceptible de ofrecer una experiencia sensorial u observacional); b) regla nominalista (cualquier conocimiento general sólo hace referencia a objetos singulares); c) regla del repudio de todo valor cognoscitivo originado por enunciados normativos o por juicios de valor; y d) regla de la unidad metodológica de la ciencia. (Kolakowski, 1966, pp. 15 y ss.).
Los fundamentos neopositivistas de esta filosofía suponen -en el contexto de una determinada ciencia social- la conformación de un conocimiento empírico, racional y objetivo (con todos los matices que podamos incorporar a los citados adjetivos) cuyo propósito es explicar y predecir la realidad social. Principios, por lo demás, que caracterizan la etapa fundacional de la Razón Analítica en Ciencias Sociales bajo la notable ascendencia de Popper y la posterior crítica sostenida por Kuhn y Lakatos, quienes, desde distintos sesgos de historia interna y externa, cuestionaron las dos dicotomías centrales del neopositivismo: primero, la tajante distinción entre lenguajes y sintaxis destinados a los enunciados teóricos y a los enunciados observacionales; y segundo, la clara separación entre los contextos de descubrimiento y de justificación ( y con la crucial intervención intelectual de Quine y Toulmin en ambos aspectos).
Cabe destacar, en consecuencia, que las críticas frontales o benévolas, según los casos, a las concepciones heredadas han creado las condiciones más favorables para un necesario proceso de desidealización  de la actividad científica en el que se abandona la creencia en una racionalidad tautológica (y por tanto, autocontenida y blindada a la crítica externa) para destacar, en cambio, el análisis de los intereses de los científicos y de los grupos sociales en que éstos desarrollan su actividad.
En este sentido, la reflexión epistemológica en Ciencias Sociales ha revalorizado dos referentes que fueron tradicionalmente relegados ( o incluso, negados) por la Razón Analítica contemporánea de raíz positivista: primero, el papel del consenso en la aceptación de la verdad en la actividad científica y, segundo, la intervención localizada de la verdad en los diversos ámbitos científicos. Ambos temas cuestionan, sin duda, el estatuto superior (casi mitómano) de la ciencia en la sociedad actual y proclaman, asimismo, el interés de un relativismo beligerante en la metodología de las ciencias sociales. En otros términos, dada la crítica a las concepciones heredadas de la Razón Analítica, se impone una doble conclusión. Primero, no es la metodología sino el consenso de la comunidad científica lo que determina la posición de la práctica científica y, por tanto, del rol de la ciencia en la que la “verdad” por consenso es un principio netamente externalista. Y segundo, se sustituye la noción de objetividad en la investigación (y en la comunicación) de las ciencias sociales por el de intersubjetividad (en el seno de procesos comunicativos).
La radicalización de esta posición crítica está representada, sin duda, por P. Feyerabend quien, tras un sugerente tránsito por los sucesivos tramos de la tradición positivista concluyó en una noción de ciencia como mera “tradición cultural” y de los científicos como simples “vendedores de ideas”. Para Feyerabend, resulta imposible que el investigador se someta a criterios fijos y aparentemente infalibles para acceder al conocimiento pues el progreso científico se produce, con frecuencia, debido a una auténtica violación de las normas dominantes.
Así, pues, y en el terreno metodológico defendido por el autor, es admisible todo tipo de práctica, incluso aquellas que violentan deliberadamente las reglas convencionales de comportamiento en el proceso investigador (Feyerabend, 1974, p. 15) El rótulo que Feyerabend se ha ganado de “anarquismo metodológico” pudiera ser, en buena medida, injusto si sólo expresara el efecto revulsivo que contienen sus escritos, especialmente tras cortar el cordón umbilical que le unía al pasado de la Razón Analítica y presentar un pensamiento sobre la composición y la labor de la comundiad actual de epistemólogos a través de un peculiar (y novedoso) lenguaje cinematográfico que trata problemas filosóficos con escenografías tan rigurosas como arrogantes.Ello se debe, sin duda, a dos razones principales: primero, la propuesta filosófica de Feyerabend es una crítica del método científico no fundamentado en una opción esencialmente democrática, entendida como pluralidad de opiniones (y, por lo tanto, de comunicación) no sólo necesaria para el conocimiento objetivo sino que, además, es la única elección metodológica compatible con una perspectiva humanista de la ciencia; y, segundo, la aproximación del autor rechaza el legado filosófico recibido por considerarlo un simple producto de “ciencia” como mito no reconocible, paradójicamente, en la propia metodología positivista matriz.
Sin duda, la intervención corrosiva de Feyerabend abonó la aparición de lo que se denominó “Nueva Filosofía de la Ciencia” (Brown, 1983), que representa una victoria de la visión relativista de la historia de la ciencia que no se conforma con la reflexión del nexo direto entre observación empírica y correlato interpretativo para satisfacer un determinado grado de validación sino que se hace imprescindible defender el carácter falible del conocimiento. Pero, también, la resistencia al incómodo legado neopositivista en ciencias sociales contiene profundas implicaciones éticas y políticas -aparte de las estrictamente epistemológicas. De este modo, tras décadas de compromiso positivista en el cultivo de la falacia de la objetividad amoral, en palabras de S. Giner, resurgió el ámbito  de las teorías normativas en el campo de la Filosofía Social, Moral y Política (Giner, 1987, pp. 11-55) con hitos importantes, representados no sólo por el “anarquismo filosófico” sino, también, por la perspectiva crítica en torno a la naturaleza y funcionalidad de la ciencia contemporánea en el desarrollo de las fuerzas productivas y en la consolidación y reproducción del sistema social y económico vigente (entre numerosas fuentes cf. Rose y Rose (1979 y 1980) que actualizan anteriores reflexiones ya clásicas del binomio marxismo-ciencia debidas a Goldmann (1970), Godelier et. al (1970) y Geymonat (1975); así como a diversas aportaciones de Sociología de la Ciencia que proponen una visión materialista en el estudio del contexto de descubrimiento (Merton, 1977), Gouldner (1980) y Bernes et. al. (1980).
En definitiva, Feyerabend ataca a la mística de la invarianza del significado de los contenidos científicos para convertir el objetivo de la ciencia en un tropo cambiante, historiado interna y externamente, como requisito ineludible para saber qué es la ciencia y situar su lenguaje (Feyerabend, 1989). Sin duda, y en relación a lo señalado anteriormente, existe en todas las corrientes dominantes de la Filosofía de la Ciencia un hálito autorreproductivo y una tendencia excluyente que ofrece, en mayor o menor medida, una determinada oposición al cambio pues, como afirma R. K. Merton, el sistema científico -como cualquier otro sistema estructurado por unas determinadas leyes de funcionamiento- tiene como finalidad última su mantenimiento a largo plazo. Merton -considera que si la acción del científico no se adapta a la racionalidad interna del sistema, se convierte en una acción disfuncional, genera un conflicto y termina por autoliquidarse ante las necesidades reproductivas del propio sistema.
En este sentido, el avance científico expresa una racionalidad que no depende del mandato positivista de la lógica popperiana ni siquiera, en menor grado, de los modelos kuhniano y lakatosiano sino de los condicionamientos del sistema social de producción científica (Merton, 1964). Esta observación supone una visión crítica que, genéricamente, tiene como tarea fundamental la denuncia del frecuente solapamiento entre objeto y ámbito de las ciencias sociales (y, entre ellas, la Teoría de la Política Económica), pues una cabal visión del progreso de la Ciencia Económica no puede constreñirse a la exclusiva contemplación de aquellos modelos ideales de racionalidad científica pretendidamente seguidos por el colectivo investigador. Ni tampoco formarse en una especie de solipsismo científico que fija la personalidad del conocimiento adquirido mediante nexos externos a la racionalidad circundante.
La crítica de la razón hunde sus raíces filosóficas en el abandono ilustrado de las visiones individualistas del progreso del conocimiento ( el solus ipse cartesiano) y continúa con las perspectivas críticas del materialismo histórico hasta la actual formulación de la Teoría Crítica de la Escuela de Francfort. Desde esta tradición, la racionalidad científica no se entiende a escala individual ni estereotipada sino que forma parte de la razón social. Una opción que implica dilucidar dialécticamente dos cuestiones primordiales. 
En primer lugar, la consideración de la dimensión social en la constitución y evaluación del progreso del conocimiento económico en una senda en la que no sólo se identifica la compleja problemática de la razón, la ciencia y la crítica sino que, también, supone la ordenación de la Historia y de la Ciencia como progreso, es decir, con un cierto criterio de “fatalidad” teleológica, de avance entre el caos y el orden hacia una dirección, en el que se presenta el rol clave que juega la carga valorativa e ideológica que marca imperceptiblemente el “omega” del progreso y determina la relación del presente con el pasado y el futuro del desarrollo científico. En segundo lugar, por tanto, la caracterización del progreso científico implica la inclusión del ámbito axiológico e ideológico en el objeto de análisis pues ello permitirá evaluar una racionalidad científica cuya “objetividad” no responde a cautelas asépticas ante los juicios de valor y los enunciados ideológicos sino entre el investigador y los resultados de su trabajo; una sutil racionalidad, en fin, que actúa como factor desencadenante o restrictivo de las tendencias que rigen aquella “fatalidad” y que, según el materialismo histórico, se caracterizaría por las tendencias y las contradicciones emergentes entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción (Heller, 1974, p. 114 y ss.).
La Teoría Crítica parte de estos supuestos explicitados anteriormente: primero, la existencia de contradicciones en el capitalismo contemporáneo como producto de la contraposición de los intereses de las clases sociales dirigentes entre las exigencias que dicho dominio supone y que se reflejan, en segundo término, en la serie de requisitos materiales y necesidades sociales que genera el cambio y la reproducción del sistema vigente; fenómenos que condicionan la proposición y puesta en práctica de la Política Económica. En otros términos, uno de los principales objetivos analíticos de la Escuela de Francfort-tanto de la primigenia como la de su principal albacea, J. Habermas- consiste en la pormenorizada reflexión y reconstrucción del conocimiento científico, como progreso y resultado de la Filosofía, de la Ciencia y la Tecnología -ese “triángulo inverosímil pero fértil”, en palabras de M. Bunge (1990)-; conocimiento científico entendido en el plano de las fuerzas productivas y con un carácter esencialmente unidimensional destinado a la producción material y a la reproducción de determinadas relaciones sociales.[2] 
Esta opción metodológica, sin duda, trasciende el limitado alcance de posiciones paradigmáticas que si son, con frecuencia y de modo aparente, sólidas en el plano de la coherencia teórica, se muestran, en cambio, débiles como representación positiva y normativa de problemas socioeconómicos concretos y reales, mas allá del estudio de casos bajo la restrictiva hipótesis de trabajo inherente a la cláusula ceteris paribus de cuyo uso (y abuso) se distancia la presente aproximación relativista.
En este sentido, una reconstrucción crítica del conocimiento acumulado por las Ciencias Sociales permite establecer una síntesis que supere la empobrecedora oposición entre los métodos formales y los basados en el análisis histórico, no sólo apelando -y con cierta frecuencia, de una forma sectaria- a los indiscutibles resultados de la contrastación o a las posiciones ideológicamente irreconciliables, sino, más bien, ofreciendo un esquema de trabajo que supere dinámicamente la simplicidad de móviles, los estereotipos idealistas y la excesiva rigidez de las conclusiones de interpretaciones convencionales sobre el progreso del conocimiento científico en el ámbito social.
La secuencia popperiana conjetura-refutación-falsación, proporciona una excesiva rigidez explicativa para las Ciencias Sociales porque la invalidación de un determinado sistema teórico, como informan Kuhn y Lakatos, requiere la disponibilidad de un paradigma o programa de investigación alternativo y de un especial tratamiento para el conjunto de supuestos particulares y excepcionales, de carácter defensivo, que constituyen la estratagema inmunizadora relevante para la caracterización de una etapa revolucionaria (en términos kuhnianos) o de transición interparadigmática (en términos lakatosianos).
Sin duda, las últimas aportaciones explicitadas pusieron al descubierto las debilidades de la lógica popperiana referentes a la aceptabilidad social en el análisis de las discontinuidades del desarrollo del conocimiento científico (sea lógica de la investigación, paradigma o programa de investigación). No obstante, los diversos intentos de confluencia epistemológica comparten una común limitación pues no es suficiente la búsqueda de un marco formal que, en cada período de la Historia del Pensamiento, permita la crítica sobre la inadecuación de las interpretaciones predecesoras sino, también, que impulse la acción inmediata en la resolución de problemas reales.
Este marco conceptual crítico, en denominación de M. Dobb, sujeta un filtro -con su trama metodológica y su urdimbre analítica- que, superpuesta a la realidad económica y social e históricamente situada, selecciona la información y la jerarquiza en los fundamentos del debate teórico sobre el conjunto de categorías científicas disponibles y las exigencias político-económicas que se consideran cruciales en el complejo desarrollo de las fuerzas productivas (Dobb, 1975, esp. pp. 13-52). En consecuencia, la reconstrucción crítica de la Teoría de la Política Económica, por ejemplo, reclama el derecho a una investigación continuada sobre el papel de la Ciencia como factor detonador de la Historia, especialmente en sus relaciones triangulares con la Filosofía (cosmovisión) y la Tecnología (aplicación inmediata) en el seno de un determinado sistema económico, tópico reflexivo que emerge del tenso diálogo que mantiene la Teoría Crítica de la Escuela de Francfort con la tradición empirista apadrinada por David Hume y con las consideraciones desvinculantes de Max Weber cuando distingue y separa, analíticamente, los juicios de hecho y los juicios de valor; o, en términos de reconstrucción crítica, la acción racional instrumental y la acción racional axiológica.
Con el ascenso del capitalismo decimonónico, para la Teoría Crítica, primó una concepción de la Ciencia como racionalidad instrumental en la que el principio de la Razón se percibe no tanto por la conquista de la libertad sino por el dominio de las fuerzas que gobiernan la economía, la burocracia y la técnica. En definitiva, según exponen autores tan significativos como Adorno y Horkheimer, ése ha sido el resultado de una lectura interesada, por parte de las clases económicamente dominantes, del salto cualitativo intrínseco en el movimiento de la Ilustración. La acción racional instrumental se transforma, por tanto, en una ideología basada en: a) una concepción positivista de la ciencia; b) el carácter neutral del conocimiento científico básico y aplicado; y c) la propuesta de modelos unitarios de certidumbre y contrastación que se presenta como aval de la unificación de las ciencias, independientemente de su objeto.
Esta perspectiva presupone, sin duda, que las Ciencias Sociales no tienen conciencia de sí mismas, es decir, capacidad introspectiva, ya que sólo son meros instrumentos de acción racional que adapta diversos medios a unos fines dados por la acción axiológica externa a la primera. “Este ideal conservador de la ciencia- en palabras de Adorno-, que alguna vez ayudó a la filosofía a liberarse de las ataduras teológicas, se ha convertido en el interín, él mismo, en una ciencia que prohíbe pensar el pensamiento” (Adorno, 1970, p. 59, sub. n.). Aquí radica la primera de las dos cuestiones fundamentales de la Teoría Crítica respecto a la observación ajustada de la posición de las Ciencias Sociales en un complejo sistema de coordenadas epistemológicas e históricas: el ascendente positivista cosifica la ciencia, hasta el punto que evalúa e, incluso, acepta como científico a un determinado conocimiento pero que, en cambio, no considera la “conciencia” de su crucial mediación social.[3]
Este reduccionismo es producto de la evolución del capitalismo liberal, desde el siglo XIX; un proceso de creciente complejidad (incluso en las mixtificaciones), en el que las formas de producción no están determinadas exclusivamente por las clases dominantes sino, también, por el producto y la organización de la actividad científica y burocrática que suponen, asimismo, fórmulas diversas de racionalidad políticoeconómica a las que la Teoría Crítica trata de dar una respuesta que supere las limitaciones analíticas de otras interpretaciones convencionales sobre la supuesta autonomía del desarrollo científico y técnico o sobre la supuesta desvinculación axiológica del conocimiento científico.
El máximo exponente actual de la Teoría Crítica, Habermas, como depositario del rico legado intelectual de la Escuela de Francfort, recupera los contenidos de las dos cuestiones precedentes para elaborar la siguiente tesis genérica: una sociedad fundada en la ciencia, como la actual, puede constituir una sociedad racional en la medida en que el desarrollo del conocimiento científico básico y aplicado tenga dirección mediada por la opinión pública, o sea, (en términos habermasianos), cuando la acción comunicativa guía la acción racional intencional. Conceptos que, obviamente, requieren ciertas precisiones a partir del amplio apoyo bibliográfico y divulgativo del autor, parangonable a la vasta obra de K. R. Popper, como da testimonio el número y diversidad temática de sus publicaciones y una intensa labor como conferenciante como corresponde a la fecundidad de la imaginación dialéctica, en términos de Jay (1974), engendrada en la Escuela de Francfort. No obstante, y a pesar del nexo común, Habermas no es exclusivamente un abastecedor de ideas recibidas sino, más bien, el creador de un sistema de pensamiento, tan complejo como personal, que resulta del cruce de diversas líneas argumentales y con un enfoque “enciclopédico”.
El sistema teórico de Habermas, en síntesis, se mueve en distintos planos discursivos pero presenta un hilo rector que, según propia declaración del autor, puede enunciarse como el esfuerzo en unir teoría y práctica en una tentativa de reconstrucción histórica de las corrientes críticas dominantes en Ciencias Sociales.
Con dicho destino analítico, Habermas propone la categoría acción racional intencional como la conjunción de acciones instrumentales con las escalas teleológicas (ideología y juicios de valor). Esta superposición no sólo está regida por reglas técnicas y resultados contrastados sino que, también, implica predicciones condicionales sobre acontecimientos observables por parte del investigador.
La acción racional intencional supera, por tanto, la polémica división de acciones instrumentales y acciones dirigidas propuesta por el reduccionismo weberiano (cf. respecto a la desvinculación axiológica de la investigación social, Weber (1964) y (1975O; y respecto a la localización biográfica y análisis de su obra, entre otros, a Marsal (1978) y Bendix (1979), y Vincent (1972 ) y Mitzman (1981), respectivamente. La propuesta de Habermas de una categoría analítica como acción racional intencional supone, en la obra del autor, dos consecuencias inmediatas que se transforman en los dos ámbitos principales de especulación: en primer término, la necesaria aproximación al campo, al lenguaje y a la sintaxis de la racionalidad ( es decir, a una teoría de la comunicación); y , en segundo término, a una plasmación práctica del análisis teórico que deviene, incluso sutilmente, en la formulación de una teoría de la praxis política (cf. Giddens, 1988, pp. 119135). En Habermas, ambas aproximaciones (teoría y práctica) resultan de un ambicioso programa de trabajo en cuatro ámbitos de referencia principales: a) La crisis de legitimación en la sociedad contemporánea; b) el desarrollo de la Teoría Crítica, c) los procesos de modernización; y d) el debate actual en torno a
condicionamientos ético-políticos de la democracia.
La interacción reflexiva en las anteriores líneas de investigación no permite una exposición desglosada de la mism. Sin embargo, es preciso fijar las siguientes reflexiones.
1ero.) En las sociedades capitalistas contemporáneas se da un fenómeno, según Habermas, de separación progresiva entre el sistema económico, el sistema político y el mundo cultural. Este hecho produce, con frecuencia, escisiones en la vida socieoeconómica (contraponiendo, por ejemplo, esfera económica y cultural, dominio público y privado, etc.) Ello produce una serie de fragmentaciones, incluso dramáticas, que se acumulan y generan un déficit de legitimación del sistema. La cuestión, en el programa habermasiano, es crucial, pues su tesis se inicia con la constatación de una inexistente racionalidad que permita superar con coherencia y eficacia, en términos de reproducción, aquella lastrante fragmentación de intereses. La ciencia, como conocimiento y como actividad social, también participa de este proceso de escisiones para cambiar desde un universo simbólico unificado, según los cánones de la tradición, hacia múltiples formas del saber (científico, expresivo-estético,...).
2do.) Como depositario del legado de la Escuela de Francfort, Habermas avanza la Teoría Crítica en direcciones no siempre coincidentes con M. Horkheimer (la religiosidad utópica) T. Adorno (el hondo pesimismo individualista) o W. Benjamin (el gusto por lo singular), para volver a una nueva lectura de KantHegel-Nietzche de la que extrae su propuesta de reconstrucción teórica, en la que la discusión científica debe evitar la cosificación positivista y los estereotipos weberianos de la vida social que niegan, de uno u otro modo, el conflicto, la diferencia y la existencia de perturbaciones éticas. En este sentido, si bien Habermas sigue la línea dialéctica implícita en las aportaciones de la Escuela de Francfort, la supera en cuanto somete a reconstrucción al mismo materialismo dialéctico e histórico. Habermas, por tanto, no olvida el celebrado aforismo de Benjamin -todo producto de una determinada civilización oculta su barbarie- pero, en cambio, no se resigna a una dialéctica negativa (Adorno) ni al idealismo optimista (Horkheimer), sino que entiende que la racionalidad (analítica, para un programa positivo de investigación en Ciencias Sociales; necesaria, para una lectura intrínsecamente normativa de la misma) requiere imperativamente el desarme de todo un andamiaje conceptual de los sistemas teóricos precedentes para recomponerlos (reconstruirlos) conforme a un hilo argumental que proporciona la acción comunicativa a la luz de la experiencia histórica y de los problemas reales del presente (opción relativista) que permitan alcanzar con un grado satisfactorio de eficacia teleológica, la acción racional intencional en aquellos objetivos que la Teoría Crítica de una determinada disciplina se había propuesto.
3ero. Respecto a los procesos de modernización, Habermas sigue la línea antipositiivista consistente en una lectura crítica de los índices cuantitativos que no ponderan las transformaciones del sistema productivo ni denuncia sus límites, fenómenos de nuestro tiempo que no sólo caracterizan determinados estilos de crecimiento sino que genera fuentes adicionales de déficit de legitimación, tanto de instituciones como de conflictos. En este ámbito, la obra de Habermas gana en complejidad cuando hace una lectura materialista de la Historia mediante su reconstrucción.
Sin embargo, como toda la trayectoria del autor, la propuesta metodológica implica simultáneamente una ventaja y un riesgo porque, si bien la Teoría Crítica en Habermas supera el “catecismo” simplificador que redujo el materialismo histórico a una caricatura que resiste sus propias debilidades analíticas afirmando que la herramienta (el marxismo) modifica la mano que la utiliza (las clases económicamente subalternas), en cambio el programa habermasiano, difumina, con la introducción del análisis de los procesos subjetivistas y de comunicación de los agentes sociales, la nitidez del método que se pretende ofrecer por la Teoría Crítica. 4to. Esta tendencia idealista (entroncada, incluso, en las corrientes postmodernas del pensamiento débil) se manifiesta en la participación de Habermas en los debates actuales sobre la democracia en las sociedades capitalistas contemporáneas. El autor sostiene que reflexionar sobre el pensamiento emancipador- proporcionar una orientación ética a la dimensión estratégica de la acción racional. La ética política en la esfera pública de la sociedad se considera, pues, no un mero producto de agregación de posiciones individuales, incluso regladas, sino un compromiso que invite ¿enunciado idealista de Habermas...? - a ser moralmente exigentes con los procedimientos empleados en la acción práctica y en la acción comunicativa. El escenario de tales propuestas es, para el autor, la democracia participativa donde el ciudadanos trasciende su unidad votante-contribuyente y se convierte en sujeto activo en los procesos de elección y decisión de objetivos sociales.
La envergadura de la obra completa de J. Habermas impide cualquier intento de síntesis, dados los límites del presente ensayo. Sin embargo, es preciso profundizar-desde una opción de reconstrucción teórica- en dos cuestiones que estimamos de la máxima relevancia: el problema de la objetiividad y la selección de una metodología relativista para la indagación en Ciencias Sociales. Ambos temas nos permitirán, en un segundo momento, situar el problema de la relación teoría-praxis en un ámbito concreto como el de la Política Económica, en sus dos niveles, básico y aplicado.
2. Conocimiento Científico e Interés.
Siendo una versión corregida de la Conferencia Inaugural del Curso de Filosofía (Francfort, 1965), Conocimiento e Interés (Habermas, 1982) es una obra clave en el pensamiento de Habermas pues, por una parte, recoge la influencia de los fundadores de la Escuela pero, por otra, presenta una densa reformulación de la Teoría Crítica a través de una relación interdisciplinar entre Filosofía, Teoría y Sociología del Conocimiento, con la que no solamente procura una nueva lectura sugestiva de tradicionales contenidos de las grandes corrientes del pensamiento occidental sino que, mas bien, su proyecto de investigación se dirige a una crítica histórica integral del positivismo con el objeto de depurar la razón crítica de adherencias inmunizadoras que limiten su función teórica y práctica de esclarecimiento y transformación de los fenómenos sociales y económicos de interés.
En otros términos, el centro del discurso habermasiano está ocupado por los problemas generados por la indiferencia del positivismo ante la dimensión social del conocimiento científico pues “al dogmatizar la creencia de las ciencias en sí mismas, se atribuye una función prohibitiva y hace de pantalla frente a una investigación dirigida hacia una autorreflexión en términos de “teoría del conocimiento”, en palabras de Habermas, quien concluye que “si una materia del conocimiento traspasa el marco de la metodología científica, recibe el mismo veredicto de superfluidad y de falta de sentido que había atribuido antes a la metafísica” (Habermas, 1982, pp. 75 y 76). La crítica de Habermas supera, como dijimos, las tesis antipositivistas tradicionales pues, para el autor, las ciencias sociales han alcanzado dos logros principales a lo largo de su desarrollo: el rendimiento afirmativo, que profundiza en enunciados sobre uniformidades empíricas y el rendimiento crítico, por el que las ciencias sociales recuperan lo que han perdido bajo el reino del positivismo vulgar, es decir, su capacidad autorreflexiva (Habermas, 1988).
En este sentido, Habermas coincide con Schumpeter en la opinión que localiza el inicio de una determinada ciencia históricamente conformada, en el momento en que el conocimiento científico se vuelve sobre sí mismo y comienza a reflexionar sobre su situación en las ramas del árbol del saber; mirada introspectiva, interior, conciencia que se transforma en autoconciencia cuando se observa y concluye críticamente como el resultado de una realidad que debe superar. Ahí radica, a mi juicio, el verdadero “talón de Aquiles” del positivismo en Ciencias Sociales: la falsa disección entre dimensión hermeneútica y dimensión social del conocimiento. En efecto, al desgarrar la conexión existente entre conocimiento e interés, los partidarios de una ciencia social axiológicamente desvinculada se posicionan de manera ficticia fuera del complejo social de investigación, sin percatarse que confrontan como objeto externo una realidad socioeconómica de la que forman parte. El entendimiento del complejo de la vida social de como es, en definitiva, no puede separarse de como debería ser.
Las implicaciones de esta reflexión son claves en el marco de un proyecto como el presente, pues la dimensión social de la investigación permite profundizar en el significado del campo de conocimiento económico -y, por tanto, en la aproximación a una Teoría Crítica de la Política Económica- como proceso y como producto, dos categorías directrices explicitadas anteriormente. En consecuencia, se trasciende al tradicional debate sobre si esta dimensión es o no crucial para comprender los fenómenos socioeconómicos para situar la cuestión, en cambio, en cómo se entiende el carácter social, ético y político en la conformación básica y aplicada de la Teoría de la Política Económica mediante las siguientes precisiones.

B) Actitud teorética y el riesgo del solipsismo científico
El conocimiento emerge de una actividad que relaciona específicamente sujeto y objeto de investigación, referente susceptible de interpretación diversa pero sometida, en cambio, a un análisis pluridimensional pues, como proceso, deriva de pulsiones sociales y, como producto, es el resultado de una actividad dialogal. En sugerentes palabras de G. Bachelard, “¿...como no plantear la coexistencia de mi pensamiento común cuando es el del que me viene la prueba de la fecundidad de mi propio pensamiento? Con la solución de mi problema, el tu me trae el elemento decisivo de mi coherencia. Él pone la piedra angular de mi sistema de pensamiento que yo no podría completar” (Bachelard, 1978, p. 61). Mantener al margen las condiciones de dicho diálogo implica adoptar, en Ciencias Sociales, una actitud meramente teorética de la realidad. En otras palabras: provocando el distanciamiento, el observador asume no sólo el riesgo del aislamiento individual sino, incluso, del solipsismo (seudo) científico.[4]
Cuando Horkheimer se refiere a Weber, utiliza el término freischwebend intellectuell (intelectual suspendido en el vacío) (Horkheimer, 1966, pp. 9 y ss.), pues en nombre de la independencia de su trabajo respecto a cualquier anclaje finalista, el investigador social anuncia y acepta otra dependencia especificada en su posición extramuros a la realidad circundante. Por eso “cuando el científico social no tiene ningún aquí en el mundo social, tampoco ordena ese mundo en capas en torno a sí. No puede entrar nunca en una relación nosotros con otros sin abandonar, al menos transitoriamente, su actitud científica”, en palabras de un intelectual “desvinculado” como Schütz (1967, p. 40)
La constante apelación al método de suspensión del juicio valorativo del observador “desinteresado” neutraliza el intento de aproximación crítica a la realidad pues sustituye la opción por un determinado sistema de valores en la práctica por otro sistema de valores en la ciencia, es decir, por las consideraciones en torno a la racionalidad instrumental limitada a la ciencia como producto. Sin embargo, entre los partidarios de la desvinculación axiológica de las Ciencias Sociales surgen dos riesgos adicionales. En primer lugar, cuando más se reconoce y se proclama la idea de racionalidad instrumental del conocimiento y más se cultiva, por tanto, la actitud teoricista, más contradictoria es la siempre problemática superposición Razón-TeoríaRealidad. De esta manera, del espíritu positivista surgen -consciente o inconscientemente- dudas e, incluso, resentimiento ante procesos sociales que se resisten al pensamiento del autor que se forma por una visión individual ante un universo solipsista.
Como comentamos en su momento, la lógica de la investigación y la crítica antideterminista de Popper responde, en buena medida, a esta contradicción porque “...la ciencia es sólo una serie de respuestas a una serie de preguntas y, evidentemente, cambia en la medida en que las preguntas cambian (...) Las respuestas no tienen por qué ser las mismas simplemente porque las preguntas no tienen por qué ser idénticas” (Lamo de Espinosa, 1975, p. 58)
En segundo lugar, la marginación de las prácticas dialogales en la actividad científica supone, asimismo, una tentación autocomplaciente pues sería negar una de las potencialidades del conocimiento: contradecir lo existente, sea el pensamiento heredado o sea la realidad social vigente. Dicho de otra forma, “existir intelectualmente, es hacer fecha y, al mismo tiempo, enviar al pasado a quienes en otro tiempo hicieron, a su vez, fecha” (Bordieu, 1980, p. 113). Para la Teoría Crítica, el conocimiento se opone tanto a catalogar y a almacenar simplemente la información, como a olvidar; funciones que si bien constituyen trabajos auxiliares útiles representan, en cambio, a investigadores que no son, en célebre frase de Nietzche (1954, t. 4, pp. 240 y ss.), más que meros empleados de la ciencia pues existen, incondicionalmente, para ésta pero la Ciencia, con mayúscula, no existe para ellos (cf., al respecto, Horkheimer, 1966, pp. 46-47)4
C) Condiciones materiales y matriz ideológica
Si fuera necesario seleccionar una frase que aglutinara el sentido crítico de la sección anterior sobre los riesgos solipsistas de una actitud teorética, al margen de la realidad social, ésta sin duda se debería a la pluma autorizada del historiador E. H. Carr, cuando escribe, en concreto, que “...las ciencias sociales (...) no pueden acomodarse a una teoría del conocimiento que disloca el sujeto y que sostiene una rígida separaci´n entre el observador y la cosa observada” (Carr, 1978, p. 161).
                                                                                                                                                                                 
correcto; sólo que no puede ser dicho, sino que se hace a sí mismo manifiesto. El mundo es mi mundo. Esto se manifiesta en el hecho de que los límites del lenguaje (de ese lenguaje que sólo yo entiendo) significan los límites de mi mundo (Wittgenstein, 1983, pp. 113-120).
4  Sobre el particular, M. Horkheimer y G. Bachelard relatan sendas anécdotas que ilustran las cuestiones precedentes sober la impavidez del intelectual desinteresado ante las convulsiones de la realidad y en torno a la actividad científica como acto dialogal/dialéctico. En el ensayo “Montaigne y la función del escepticismo”, Horkheimer afirma que el escepticismo es una modalidad enfermiza de la aparente independencia intelectual, porque es inmune a la verdad y a la falsedad (Horkheimer, 1973, pp. 9-76). Siguiendo la versión de Diógenes Laercio, tanto Montaine como, posteriormente, Horkheimer se refieren a la sentencia de Pirro cuando declara a su tripulación a la vista de un cerdo comiendo despojos tranquilamente en la cubierta del barco atrapado por la tempestad: “...así debe ser, amigos míos, la cruel ataraxia del sabio...”. Por su parte, Bachelard cuenta que el antropólogo Lyell, ante la confesión de un colega sobre un determinado descubrimiento geológico aislado que desmentía ciertas nociones fundamentales de la paleontología oficial, le responde cordial e irónicamente: “Lo creo, porque Usted lo ha visto; si lo hubiera visto yo, se lo aseguro, no lo creería...” (Bachelard, 1976, p. 61 y n.). Ambas anécdotas reflejan la importancia de ciertos rasgos de humor que tienen un alcance epistemológico en una actividad dialéctica pues Bachelard recuerda constantemente que no es suficiente tener “razón” sino que hay que tenerla contra alguien (Ibid., pp. 15 y 288).
Existen dos dislocaciones principales en la producción del conocimiento científico, como problemática culminación de complejos factores socioeconómicos estimulados por los requerimientos materiales de una determinada sociedad. En primer término, la ciencia resulta de uan actividad que conecta la labor del investigador con la matriz ideológica dominante y con el grado de desarrollo de las fuerzas productivas en un circuito de doble dirección: el sistema proporciona medios infraestructurales y financieros pero exige respuestas técnicas y político-económicas eficaces ante los problemas que el propio sistema considera relevantes. Y es en el contexto de esa singular actividad -colectiva, dialogal , impulaS y/o condicionada por factores jurídicos, institucionales, culturales, económicos y sociales- donde debe ser presentada la ineludible cuestión de la objetividad en las Ciencias Sociales que no resulta exclusivamente, a nivel epistemológico, de la validación empírica de los enunciados sino que se implementa, especialmente, cuando dicha contrastación deja de ser un asunto privado del científico y se convierte en acontecer social sometido al juicio de lacomunidad (Bachelard, 1978, pp. 60-62)[5] La segunda disociación se produce cuando la mayor participación ciudadana en los procesos de decisión político-económica no sólo profundiza la democracia material sino que, simultáneamente, muestra la irresoluble contradicción existente entre una producción socializada y la forma privada de apropiación de la riqueza producida. Este fenómeno de separación afecta a la ciencia social pues cuando más se esfuerza en conseguir un saber relevante y concreto a la vez que complejo, más intensa es la presión de la abstracción de sus construcciones y más especializada es la hermeneútica de sus informaciones.
En este sentido, en una aproximación crítica, las ciencias sociales que diseñan teorías elitistas, tecnocráticas o esotéricas suponen, de hecho, la institucionalización del privatismo, del monopolio del saber (y, en el peor de los casos, la mediocridad generalizada por la especialización excluyente), lo cual les hace inmunes a cualquier tipo de crítica. No sorprende, por tanto, que la ciencia social de raíz positivista tenga una propensión a saltar del universo simbólico liberal al universo simbólico autoritario. En nuestra disciplina, como curso de acontecimientos y como documentación de su constancia, el objeto de estudio, sea de investigación básica o aplicada, conlleva una selección previa según la óptica del científico implicado no sólo en la defensa de un determinado ámbito paradigmático sino, también, en la conservación o transformación de un determinado orden social.
Las aspiraciones weberianas de neutralidad del investigador social chocan frontalmente, por tanto, con las exigencias de los intereses no sólo individuales sino, más bien, en el marco de una determinada situación social y de las condicionantes materiales del sistema donde dicho investigador cultiva un conocimiento científico concreto. La única objetividad posible, en palabras de E. H. Carr, no es posible localizarla en la organización de la actividad científica ni, por supuesto, en la información del dato recabado aparentemente con medios estrictamente técnicos. Si existe objetividad del investigador y neutralidad en la investigación dependerá, en última instancia, de la honestidad intelectual que no permite al científico comprometido (con su sociedad y con su conocimiento) la deformación interesada entre dato e interpretación (Carr, 1978, p. 162). En definitiva, si se acepta la importancia de la dimensión social del conocimiento estaremos en las condiciones necesarias (pero no suficientes) para explorar una de las características más desconcertantes y, en términos analíticos, atractivas de la investigación en ciencias sociales: la irrupción y constante presencia de vectores políticos e ideológicos. El campo de conocimiento político-económico deviene, por tanto, en un espacio abierto e interdisciplinar donde se debate el problema de la ciencia y sus relaciones con la naturaleza real y la instrumentación del poder. Cabría, al respecto, hacer dos reflexiones adicionales en torno a esta cuestión.
Primero: Introducir una hipótesis de trabajo relativa a la configuración de las fuerzas ideológicas en juego, a lo largo del proceso decisional y del ejercicio político-económico -fuerzas ideológicas en el sentido fijado por Michelet y Mairet (1989), como sistemas de imágenes, ideas, rituales, técnicas, discursos y organización de poderes-, cobra su pleno significado sí y sólo sí se considera la dimensión social del conocimiento científico, con todas las implicaciones teóricas y prácticas que ello supone en el campo de la investigación.
Segundo: el binomio establecido entre poder-ciencia engendra relaciones no sólo de confrontación sino, más bien, de vasallaje en donde la actividad científica queda desbordada y, en definitiva, sojuzgada por el poder político; lo cual no sólo impide un desarrollo lineal e independiente de la ciencia sino que, a la vez, contribuye a la descalificación de las interpretaciones autonomistas de la misma. 
No obstante, esta perspectiva requiere un expediente global en el que la constelación de aspiraciones y valores de una sociedad como fuerzas motrices de la investigación, básica y aplicada, es inseparable -como referente analítico- de la disputa entre científicos sociales ante la dicotomía hecho-valor. En efecto, la corriente neopositivista liderada por Weber generalizó la célebre conditio de la desvinculación axiológica de la actividad científica encargada, desde entonces y en el seno de estos enfoques, en informar sobre los fenómenos socioeconómicos pero sin formular, en absoluto, juicios de valor sobre los mismos (cf. Weber, 1964 y 1975). El principio weberiano de a-valoración (seguido por las corrientes ortodoxas de nuestra disciplina) mantiene su posición con la defensa tajante de la neutralidad científica como cláusula innegociable (para consolidar el status de las Ciencias Sociales) e imprescindible (para su paulatina perfección). Así piensa P. E. Hodgson, cuando afirma que “...la ciencia es conocimiento en el sentido de que es algo objetivo y permanente, precisamente porque constituye la aprehensión intelectual de una realidad que existe independientemente del acto de conocer y del sujeto cognoscente. Por ello, una vez establecido, el conocimiento es válido para siempre” (Hogson, 1984, p. 132); afirmación que no hace más que glosar el enunciado específicamente popperiano que nos informa que el conocimiento en sentido objetivo es conocimiento sin conocedor, conocimiento sin sujeto cognoscente (Popper, 1974, p. 108). Las disociaciones comentadas responden a la falsa (e interesada) disección entre dimensión hermeneútica y dimensión social, entre teoría del conocimiento y matriz ideológica..., separaciones tributarias de la formulación de los campos unificados del conocimiento científico por parte de las corrientes de pensamiento convencionales: en dicha pretensión, especialmente, es donde se engendran los principales problemas y riesgos metodológicos e, incluso, contradicciones al tratar referentes sustancialmente heterogéneos, como corresponden- en una terminología habermasiana- a las ciencias empírico-analíticas (ciencias naturales) y a las ciencias históricocríticas (ciencias sociales).
El significado singular de los fenómenos socieconómicos exigen una metódica diferenciada a la empleada con éxito en campos de conocimiento que permiten no sólo la labor altamente especializaa del investigador sino, también, la reiteración experimental. En el ámbito empírico-analítico, el científico está auxiliado por la prueba rreproducible y controlada (en sus condiciones y en sus resultados). Los actores sociales, en cambio, poseen interpretaciones de su conducta económica que no pueden someterse a enunciados generales (ni en el espacio, ni en el tiempo) que tengan un carácter de inequívoca regularidad. No obstante, como explicitamos anteriormente, si bien las orientaciones sociales tienen significados intersubjetivos que no responden al gobierno de leyes universales de comportamiento, en cambio están constituidas en una matriz conformada por creencias y valores, por roles institucionales y sedimientos consuetudinarios..., todo un complejo cuadro de supuestos del referente analítico que impide una determinación unívoca y, por tanto, generalizable, de las pautas de conducta económica de los agentes sociales.
En este sentido, si el objeto de la Teoría de la Política Económica es un conjunto relevante de fenómenos socioeconómicos, ello presupone la existencia de juicios de valor previos a los sujetos. Por tanto, haciendo un parangón con la argumentación de M. R. Cohen (1952, pp. 199 y ss.), los fenómenos que analiza la Teoría de la Política Económica, desde una perspectiva de reconstrucción crítica, no son magnitudes escalares sino magnitudes vectoriales, porque son fenómenos que se hallan evolutivamente polarizados; contienen un carácter activo, direccional..., marcado por las coordenadas ideológicas y axiológicas implícitas en el análisis político-económico que es capaz, por tanto, de diferenciar claramente el enunciado escalar “siete millas” (visión positivista) del enunciado vectorial “siete millas al Noroeste” (visión crítica).
En el ámbito histórico-crítico, las limitaciones no provienen exclusivamente de la naturaleza del objeto de investigación sino, también, de la activa posición del científico sometido, en parte, a la adhesión de un determinado paradigma y, en parte, a la adhesión de un determinado proceso social puede modificar su evolución, entonces es imposible, en palabras de T. Behr, que una ciencia social sólo puede llegar a conocer del proceso lo que se le manifiesta a él como observador, pero no cómo es el proceso en sí mismo (...) De aquí que sea un absurdo la objetividad entendida como investigación de un mundo no alterado por esa investigación” (Behr, 1977, pp. 38-39).
Tradicionalmente, los enfoques neokantianos y weberianos (principales fuentes del positivismo vulgar que propugna la desvinculación axiológica de las ciencias sociales) postergaron las restricciones originadas consciente o inconscientemente- por el elemento de arbitrariedad introducido por el propio investigador.
En primer lugar, porque la cuestión planteada remite a un producto selectivo a partir de conocimientos, relativos e incompletos, de los fenómenos socioeconómicos. En segundo lugar, porque el economista, en cuanto profesional o pedagogo, se siente ineludiblemente atraído por una singular estructura analítica no desvinculada ni ética ni ideológicamente, tal como sugiere la compleja influencia -de difícil desentrañamiento, por cierto- de intereses del grupo social al que pertenece y de su posición condicionada en el proceso productivo. En definitiva, los objetivos de la investigación de hechos socioeconómicos no se alcanzan, de modo pleno, porque los científicos sociales sean escrupulosamente imparciales (en el sentido mas sofista de la expresión) sino, en cambio, porque la neutralidad emerge tanto en cuanto se prueba la consistencia y los resultados de teorías rivales, potencialmente alternativas, al mismo tiempo que se proporciona a la crítica de la comunidad científica las propias conclusiones y test de consistencia interna como muestra de vitalidad ante la inercia del conocimiento heredado pues, de modo muy especial en el ámbito de las ciencias sociales, la tradición, la formación y la costumbre dan origen a una disposición a percibir y a actuar conforme a un estilo, es decir, de forma dirigida y restringida (cf. al respecto, Fleck, 1986). No sólo en Ciencias Sociales sino, incluso, en las denominadas ciencias empírico-analítias (donde el debate se estimaba definitivamente resuelto por la opción desvinculante) (cf. Hempel, 1976), vuelve a presentarse con renovada actualidad el problema de la ética y el compromiso del investigador a lo largo del proceso científico y en el uso de su producto (Bunge, 1980, esp. pp. 11 y ss.).
Con independencia del ámbito natural o social del objeto de investigación, la actividad científica como práctica destinada al conocimiento de las leyes que rigen la estructuración y el funcionamiento de las leyes que rigen la estructuración y el funcionamiento de la realidad es irreductible a otro tipo de conocimiento a
pesar de las diferencias provocadas por la inevitable intervención axiológica e ideológica en el campo de las ciencias sociales. Porque, en definitiva, el investigador cuenta, como afirma G. Myrdal, con ciertos medios lógicos que protegen su investigación ante las desorientaciones pues es preciso: “...desarrollar una conciencia total de las valoraciones que determinan realmente nuestra investigación teórica y práctica; observar estas valoraciones desde nuestro punto de vista respecto a la relevancia, significación y factibiliddad en la sociedad estudiada, transformarlas en premisas específicas de valor para la investigación, determinar el enfoque y definir los conceptos en términos del conjunto de premisas de valor explícitamente asentadas.” (Myrdal, 1970, p. 9)
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[1] José Ramón García Menéndez es Doctor en Economía por la Universidad de Santiago de Compostela (España) y Profesor Titular de Economía Aplicada en dicha Universidad.
[2]  Utilizo el término “unidimensional” en el sentido propuesto por H. Marcuse (1969), cuando se refiere a que sin la fuerza de las contradicciones, la Teoría Crítica no perdería su validez teórica, tanto en cuanto esgrimiera su racionalidad interna pero, en cambio, sería incapaz de transformar su racionalidad en práctica histórica (y por tanto tampoco en práctica político-económica). Respecto a la opinión de M. Bunge (1990, p. 9, sub. n.), el filósofo argentino se refiere a que “a primera vista, la ciencia y la técnica son socias pero la filosofía les es extraña. Pero a poco que se examine la cuestión de las relaciones entre los tres campos se advierte que constituyen un todo...”, como muestran, por ejemplo y entre numerosos casos, las relaciones que históricamente se establecen entre “mecánica racional-ingeniería civil-filosofía mecanicista” “...que bastan para probar que la ciencia, la técnica y la filosofía no son departamentos aislados entre sí sino componentes de un sistema. En particular, muestran que la filosofía adoptada por una rama de la ciencia o de la técnica puede estimularla o inhibirla.” 
[3] Este tema ha sido tratado extensamente por Lamo de Espinosa (1981), obra en la que el recorrido por la teoría de la cosificación, desde K. Marx a la Escuela de Francfort, complementa anteriores trabajos del autor (1976 y 1978). Al respecto, y como señala J. Muguerza, la concepción marxista no sólo tiene interés para la metodología de las ciencias sociales sino que es lamentable su desaprovechamiento por parte de los estudios socioeconómicos académicos pues el enfoque materialista no sometido a restricciones deterministas del marxismo vulgar (como defendía epistolarmente Engels en conocida misiva a E. Bloch) observa a los fenómenos sociales como producto de los hombres pero que puede escapar al control de éstos: “Es tentador pensar, a partir de ahí, que un adecuado conocimiento de la realidad social contribuya a devolvernos su control (con lo que, entre paréntesis, el destino de las ciencias sociales sería ni más ni  menos que la autoabolición: en lugar de invitarnos a preguntar una vez y otra cómo funciona la sociedad, llegarían a ponernos en condiciones de decidir cómo queremos que lo haga). Más es de suponer que, de todas las tentaciones escatológicas imaginables, ésta sea, y por razones profesionales comprensibles, la que mayor irritación despierte en los sociólogos” (J. Muguerza: “Cambiar el mundo y/o cambiar de conversación”, El País-Libros, 15.XI. 1981, p. 3)

[4] Utilizo el término solipsismo en su más estricta acepción filosófica y en el seno de la corriente positivista del Tractatus de Witgenstein, para relegar, en este momento, una noción literaria (metafórica) que podría posibilitar el equívoco. En este sentido, como señala H. O. Mounce en la introducción, el autor del Tractatus propone la noción solipsista en las proposiciones 5.6 a 6, bajo las siugientes consideraciones: 5.6 Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi  mundo (...) y 5.6.2. Esta observación nos proporciona la llave del problema, cuanto de verdad haya en el solipsismo. Porque lo que el solipsismo significa es totalmente
[5] Al respecto, un científico de la envergadura de Albert Einstein escribió en el primer número (1949) de una publicación, asimismo, tan significada como Monthly Review: “El hombre es, al mismo tiempo, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, trata de proteger su propia existencia y la de quienes se encuentran más cerca de él, de satisfacer sus deseos personales y desarrollar sus habilidades innatas. Como ser social trata de obtener el reconocimiento y el afecto de sus semejantes, de compartir sus placeres, de consolarlos en sus penas y mejorar sus condiciones de vida. Sólo la existencia de estos impulsos variados, con frecuencia en conflicto, explica el carácter social de un hombre y su combinación específica determina la medida en que un individuo pueda alcanzar un equilibrio interior y contribuir al bienestar de la sociedad.” (reprod. in P. M. Sweezy (C.): Introduction to Socialism, Bhopal, 1969, p. 13).

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