José Ramón García Menéndez.
1. De la razón crítica en ciencias sociales
La Filosofía de la Ciencia contemporánea, especialmente la
que incide en Ciencias Sociales, se caracteriza por una visión criítica de las
concepciones heredadas del positivosmo que, en síntesis, representan una
epistemología cuyos principios se identifican con la defensa a ultranza de
cuatro reglas: a) regla fenoménica
(pues solamente se conoce lo que es susceptible de ofrecer una experiencia
sensorial u observacional); b) regla
nominalista (cualquier conocimiento general sólo hace referencia a objetos
singulares); c) regla del repudio de
todo valor cognoscitivo originado por enunciados normativos o por juicios de
valor; y d) regla de la unidad
metodológica de la ciencia. (Kolakowski, 1966, pp. 15 y ss.).
Los fundamentos neopositivistas de esta filosofía suponen
-en el contexto de una determinada ciencia social- la conformación de un
conocimiento empírico, racional y objetivo (con todos los matices que podamos
incorporar a los citados adjetivos) cuyo propósito es explicar y predecir la
realidad social. Principios, por lo demás, que caracterizan la etapa
fundacional de la Razón Analítica en Ciencias Sociales bajo la notable
ascendencia de Popper y la posterior crítica sostenida por Kuhn y Lakatos,
quienes, desde distintos sesgos de historia interna y externa, cuestionaron las
dos dicotomías centrales del neopositivismo: primero, la tajante distinción entre lenguajes y sintaxis
destinados a los enunciados teóricos y a los enunciados observacionales; y segundo, la clara separación entre los
contextos de descubrimiento y de justificación ( y con la crucial intervención
intelectual de Quine y Toulmin en ambos aspectos).
Cabe destacar, en consecuencia, que las críticas frontales
o benévolas, según los casos, a las concepciones heredadas han creado las
condiciones más favorables para un necesario proceso de desidealización de la
actividad científica en el que se abandona la creencia en una racionalidad
tautológica (y por tanto, autocontenida y blindada a la crítica externa) para
destacar, en cambio, el análisis de los intereses de los científicos y de los
grupos sociales en que éstos desarrollan su actividad.
En este sentido, la reflexión epistemológica en Ciencias
Sociales ha revalorizado dos referentes que fueron tradicionalmente relegados (
o incluso, negados) por la Razón Analítica contemporánea de raíz positivista:
primero, el papel del consenso en la
aceptación de la verdad en la
actividad científica y, segundo, la intervención
localizada de la verdad en los diversos ámbitos científicos. Ambos temas
cuestionan, sin duda, el estatuto superior (casi mitómano) de la ciencia en la
sociedad actual y proclaman, asimismo, el interés de un relativismo beligerante
en la metodología de las ciencias sociales. En otros términos, dada la crítica
a las concepciones heredadas de la Razón Analítica, se impone una doble
conclusión. Primero, no es la metodología sino el consenso de la comunidad
científica lo que determina la posición de la práctica científica y, por tanto,
del rol de la ciencia en la que la
“verdad” por consenso es un principio netamente externalista. Y segundo, se sustituye la noción de
objetividad en la investigación (y en la comunicación) de las ciencias sociales
por el de intersubjetividad (en el seno de procesos comunicativos).
La radicalización de esta posición crítica está
representada, sin duda, por P. Feyerabend quien, tras un sugerente tránsito por
los sucesivos tramos de la tradición positivista concluyó en una noción de
ciencia como mera “tradición cultural” y de los científicos como simples
“vendedores de ideas”. Para Feyerabend, resulta imposible que el investigador
se someta a criterios fijos y aparentemente infalibles para acceder al
conocimiento pues el progreso científico se produce, con frecuencia, debido a
una auténtica violación de las normas dominantes.
Así, pues, y en el terreno metodológico defendido por el
autor, es admisible todo tipo de práctica, incluso aquellas que violentan deliberadamente las reglas
convencionales de comportamiento en el proceso investigador (Feyerabend,
1974, p. 15) El rótulo que Feyerabend se ha ganado de “anarquismo metodológico”
pudiera ser, en buena medida, injusto si sólo expresara el efecto revulsivo que
contienen sus escritos, especialmente tras cortar el cordón umbilical que le
unía al pasado de la Razón Analítica y presentar un pensamiento sobre la
composición y la labor de la comundiad actual de epistemólogos a través de un
peculiar (y novedoso) lenguaje cinematográfico que trata problemas filosóficos
con escenografías tan rigurosas como arrogantes.Ello se debe, sin duda, a dos
razones principales: primero, la propuesta filosófica de Feyerabend es una
crítica del método científico no fundamentado en una opción esencialmente
democrática, entendida como pluralidad de opiniones (y, por lo tanto, de
comunicación) no sólo necesaria para el conocimiento objetivo sino que, además,
es la única elección metodológica compatible con una perspectiva humanista de
la ciencia; y, segundo, la aproximación del autor rechaza el legado filosófico
recibido por considerarlo un simple producto de “ciencia” como mito no
reconocible, paradójicamente, en la propia metodología positivista matriz.
Sin duda, la intervención corrosiva de Feyerabend abonó la
aparición de lo que se denominó “Nueva Filosofía de la Ciencia” (Brown, 1983),
que representa una victoria de la visión relativista de la historia de la
ciencia que no se conforma con la reflexión del nexo direto entre observación
empírica y correlato interpretativo para satisfacer un determinado grado de
validación sino que se hace imprescindible defender el carácter falible del
conocimiento. Pero, también, la resistencia al incómodo legado neopositivista
en ciencias sociales contiene profundas implicaciones éticas y políticas
-aparte de las estrictamente epistemológicas. De este modo, tras décadas de
compromiso positivista en el cultivo de la falacia
de la objetividad amoral, en palabras de S. Giner, resurgió el ámbito de las teorías normativas en el campo de la
Filosofía Social, Moral y Política (Giner, 1987, pp. 11-55) con hitos importantes,
representados no sólo por el “anarquismo filosófico” sino, también, por la
perspectiva crítica en torno a la naturaleza y funcionalidad de la ciencia
contemporánea en el desarrollo de las fuerzas productivas y en la consolidación
y reproducción del sistema social y económico vigente (entre numerosas fuentes
cf. Rose y Rose (1979 y 1980) que actualizan anteriores reflexiones ya clásicas
del binomio marxismo-ciencia debidas a Goldmann (1970), Godelier et. al (1970) y Geymonat (1975); así
como a diversas aportaciones de Sociología de la Ciencia que proponen una
visión materialista en el estudio del contexto de descubrimiento (Merton,
1977), Gouldner (1980) y Bernes et. al.
(1980).
En definitiva, Feyerabend ataca a la mística de la invarianza del significado de los contenidos
científicos para convertir el objetivo de la ciencia en un tropo cambiante, historiado interna y externamente, como requisito
ineludible para saber qué es la
ciencia y situar su lenguaje (Feyerabend, 1989). Sin duda, y en relación a lo
señalado anteriormente, existe en todas las corrientes dominantes de la
Filosofía de la Ciencia un hálito autorreproductivo y una tendencia excluyente
que ofrece, en mayor o menor medida, una determinada oposición al cambio pues,
como afirma R. K. Merton, el sistema científico -como cualquier otro sistema
estructurado por unas determinadas leyes de funcionamiento- tiene como
finalidad última su mantenimiento a largo plazo. Merton -considera que si la
acción del científico no se adapta a la racionalidad interna del sistema, se
convierte en una acción disfuncional, genera un conflicto y termina por
autoliquidarse ante las necesidades reproductivas del propio sistema.
En este sentido, el avance científico expresa una
racionalidad que no depende del mandato positivista de la lógica popperiana ni
siquiera, en menor grado, de los modelos kuhniano y lakatosiano sino de los
condicionamientos del sistema social de producción científica (Merton, 1964).
Esta observación supone una visión crítica que, genéricamente, tiene como tarea
fundamental la denuncia del frecuente solapamiento entre objeto y ámbito de las
ciencias sociales (y, entre ellas, la Teoría de la Política Económica), pues
una cabal visión del progreso de la Ciencia Económica no puede constreñirse a
la exclusiva contemplación de aquellos modelos ideales de racionalidad
científica pretendidamente seguidos por el colectivo investigador. Ni tampoco
formarse en una especie de solipsismo
científico que fija la personalidad del conocimiento adquirido mediante nexos
externos a la racionalidad circundante.
La crítica de la razón hunde sus raíces filosóficas en el
abandono ilustrado de las visiones individualistas del progreso del
conocimiento ( el solus ipse
cartesiano) y continúa con las perspectivas críticas del materialismo histórico
hasta la actual formulación de la Teoría
Crítica de la Escuela de Francfort. Desde esta tradición, la racionalidad
científica no se entiende a escala individual ni estereotipada sino que forma
parte de la razón social. Una opción
que implica dilucidar dialécticamente dos cuestiones primordiales.
En primer lugar, la
consideración de la dimensión social en la constitución y evaluación del
progreso del conocimiento económico en una senda en la que no sólo se
identifica la compleja problemática de la razón, la ciencia y la crítica sino
que, también, supone la ordenación de la Historia y de la Ciencia como progreso, es decir, con un cierto
criterio de “fatalidad” teleológica, de avance entre el caos y el orden hacia
una dirección, en el que se presenta el rol clave que juega la carga valorativa
e ideológica que marca imperceptiblemente el “omega” del progreso y determina
la relación del presente con el pasado y el futuro del desarrollo científico. En segundo lugar, por tanto, la
caracterización del progreso científico implica la inclusión del ámbito
axiológico e ideológico en el objeto de análisis pues ello permitirá evaluar
una racionalidad científica cuya “objetividad” no responde a cautelas asépticas
ante los juicios de valor y los enunciados ideológicos sino entre el
investigador y los resultados de su trabajo; una sutil racionalidad, en fin,
que actúa como factor desencadenante o restrictivo de las tendencias que rigen
aquella “fatalidad” y que, según el materialismo histórico, se caracterizaría
por las tendencias y las contradicciones emergentes entre el desarrollo de las
fuerzas productivas y las relaciones de producción (Heller, 1974, p. 114 y
ss.).
La Teoría Crítica
parte de estos supuestos explicitados anteriormente: primero, la existencia de contradicciones en el capitalismo
contemporáneo como producto de la contraposición de los intereses de las clases
sociales dirigentes entre las exigencias que dicho dominio supone y que se
reflejan, en segundo término, en la serie de requisitos materiales y
necesidades sociales que genera el cambio y la reproducción del sistema
vigente; fenómenos que condicionan la proposición y puesta en práctica de la
Política Económica. En otros términos, uno de los principales objetivos
analíticos de la Escuela de Francfort-tanto de la primigenia como la de su
principal albacea, J. Habermas- consiste en la pormenorizada reflexión y reconstrucción
del conocimiento científico, como progreso y resultado de la Filosofía, de la
Ciencia y la Tecnología -ese “triángulo inverosímil pero fértil”, en palabras
de M. Bunge (1990)-; conocimiento científico entendido en el plano de las
fuerzas productivas y con un carácter esencialmente unidimensional destinado a
la producción material y a la reproducción de determinadas relaciones sociales.[2]
Esta opción metodológica, sin duda, trasciende el limitado
alcance de posiciones paradigmáticas que si son, con frecuencia y de modo
aparente, sólidas en el plano de la coherencia teórica, se muestran, en cambio,
débiles como representación positiva y normativa de problemas socioeconómicos
concretos y reales, mas allá del estudio de casos bajo la restrictiva hipótesis
de trabajo inherente a la cláusula ceteris
paribus de cuyo uso (y abuso) se distancia la presente aproximación
relativista.
En este sentido, una reconstrucción crítica del
conocimiento acumulado por las Ciencias Sociales permite establecer una síntesis
que supere la empobrecedora oposición entre los métodos formales y los basados
en el análisis histórico, no sólo apelando -y con cierta frecuencia, de una
forma sectaria- a los indiscutibles resultados de la contrastación o a las
posiciones ideológicamente irreconciliables, sino, más bien, ofreciendo un
esquema de trabajo que supere dinámicamente la simplicidad de móviles, los
estereotipos idealistas y la excesiva rigidez de las conclusiones de
interpretaciones convencionales sobre el progreso del conocimiento científico
en el ámbito social.
La secuencia popperiana conjetura-refutación-falsación,
proporciona una excesiva rigidez explicativa para las Ciencias Sociales porque
la invalidación de un determinado sistema teórico, como informan Kuhn y Lakatos,
requiere la disponibilidad de un paradigma o programa de investigación
alternativo y de un especial tratamiento para el conjunto de supuestos
particulares y excepcionales, de carácter defensivo, que constituyen la
estratagema inmunizadora relevante para la caracterización de una etapa
revolucionaria (en términos kuhnianos) o de transición interparadigmática (en
términos lakatosianos).
Sin duda, las últimas aportaciones explicitadas pusieron al
descubierto las debilidades de la lógica popperiana referentes a la
aceptabilidad social en el análisis de las discontinuidades del desarrollo del
conocimiento científico (sea lógica de la investigación, paradigma o programa
de investigación). No obstante, los diversos intentos de confluencia
epistemológica comparten una común limitación pues no es suficiente la búsqueda
de un marco formal que, en cada período de la Historia del Pensamiento, permita
la crítica sobre la inadecuación de las interpretaciones predecesoras sino,
también, que impulse la acción inmediata en la resolución de problemas reales.
Este marco conceptual crítico, en denominación de M. Dobb,
sujeta un filtro -con su trama metodológica y su urdimbre analítica- que,
superpuesta a la realidad económica y social e históricamente situada,
selecciona la información y la jerarquiza en los fundamentos del debate teórico
sobre el conjunto de categorías científicas disponibles y las exigencias
político-económicas que se consideran cruciales en el complejo desarrollo de
las fuerzas productivas (Dobb, 1975, esp. pp. 13-52). En consecuencia, la
reconstrucción crítica de la Teoría de la Política Económica, por ejemplo,
reclama el derecho a una investigación continuada sobre el papel de la Ciencia
como factor detonador de la Historia, especialmente en sus relaciones
triangulares con la Filosofía (cosmovisión) y la Tecnología (aplicación
inmediata) en el seno de un determinado sistema económico, tópico reflexivo que
emerge del tenso diálogo que mantiene la Teoría Crítica de la Escuela de
Francfort con la tradición empirista apadrinada por David Hume y con las
consideraciones desvinculantes de Max Weber cuando distingue y separa,
analíticamente, los juicios de hecho y los juicios de valor; o, en términos de reconstrucción crítica, la acción
racional instrumental y la acción racional axiológica.
Con el ascenso del capitalismo decimonónico, para la Teoría
Crítica, primó una concepción de la Ciencia como racionalidad instrumental en la que el principio de la Razón se
percibe no tanto por la conquista de la libertad sino por el dominio de las
fuerzas que gobiernan la economía, la burocracia y la técnica. En definitiva,
según exponen autores tan significativos como Adorno y Horkheimer, ése ha sido
el resultado de una lectura interesada, por parte de las clases económicamente dominantes,
del salto cualitativo intrínseco en
el movimiento de la Ilustración. La acción
racional instrumental se transforma, por tanto, en una ideología basada en:
a) una concepción positivista de la ciencia; b) el carácter neutral del
conocimiento científico básico y aplicado; y c) la propuesta de modelos
unitarios de certidumbre y contrastación que se presenta como aval de la
unificación de las ciencias, independientemente de su objeto.
Esta perspectiva presupone, sin duda, que las Ciencias
Sociales no tienen conciencia de sí
mismas, es decir, capacidad
introspectiva, ya que sólo son meros instrumentos de acción racional que
adapta diversos medios a unos fines dados por la acción axiológica externa a la
primera. “Este ideal conservador de la ciencia- en palabras de Adorno-, que
alguna vez ayudó a la filosofía a liberarse de las ataduras teológicas, se ha
convertido en el interín, él mismo, en una ciencia
que prohíbe pensar el pensamiento” (Adorno, 1970, p. 59, sub. n.). Aquí
radica la primera de las dos cuestiones fundamentales de la Teoría Crítica respecto a la observación
ajustada de la posición de las Ciencias Sociales en un complejo sistema de
coordenadas epistemológicas e históricas: el
ascendente positivista cosifica la ciencia, hasta el punto que evalúa e,
incluso, acepta como científico a un determinado conocimiento pero que, en
cambio, no considera la “conciencia” de su crucial mediación social.[3]
Este reduccionismo es producto de la evolución del
capitalismo liberal, desde el siglo XIX; un proceso de creciente complejidad
(incluso en las mixtificaciones), en el que las formas de producción no están
determinadas exclusivamente por las clases dominantes sino, también, por el
producto y la organización de la actividad científica y burocrática que
suponen, asimismo, fórmulas diversas de racionalidad políticoeconómica a las
que la Teoría Crítica trata de dar una respuesta que supere las limitaciones
analíticas de otras interpretaciones convencionales sobre la supuesta autonomía
del desarrollo científico y técnico o sobre la supuesta desvinculación
axiológica del conocimiento científico.
El máximo exponente actual de la Teoría Crítica, Habermas,
como depositario del rico legado intelectual de la Escuela de Francfort,
recupera los contenidos de las dos cuestiones precedentes para elaborar la
siguiente tesis genérica: una sociedad fundada en la ciencia, como la actual,
puede constituir una sociedad racional en la medida en que el desarrollo del
conocimiento científico básico y aplicado tenga dirección mediada por la
opinión pública, o sea, (en términos habermasianos), cuando la acción comunicativa guía la acción racional intencional. Conceptos
que, obviamente, requieren ciertas precisiones a partir del amplio apoyo
bibliográfico y divulgativo del autor, parangonable a la vasta obra de K. R.
Popper, como da testimonio el número y diversidad temática de sus publicaciones
y una intensa labor como conferenciante como corresponde a la fecundidad de la imaginación dialéctica, en términos de
Jay (1974), engendrada en la Escuela de Francfort. No obstante, y a pesar del
nexo común, Habermas no es exclusivamente un abastecedor de ideas recibidas
sino, más bien, el creador de un sistema de pensamiento, tan complejo como
personal, que resulta del cruce de diversas líneas argumentales y con un
enfoque “enciclopédico”.
El sistema teórico de Habermas, en síntesis, se mueve en
distintos planos discursivos pero presenta un hilo rector que, según propia
declaración del autor, puede enunciarse como el esfuerzo en unir teoría y práctica en una tentativa de
reconstrucción histórica de las corrientes críticas dominantes en Ciencias
Sociales.
Con dicho destino analítico, Habermas propone la categoría acción racional intencional como la
conjunción de acciones instrumentales con las escalas teleológicas (ideología y
juicios de valor). Esta superposición no sólo está regida por reglas técnicas y
resultados contrastados sino que, también, implica predicciones condicionales
sobre acontecimientos observables por parte del investigador.
La acción racional
intencional supera, por tanto, la polémica división de acciones
instrumentales y acciones dirigidas propuesta por el reduccionismo weberiano
(cf. respecto a la desvinculación axiológica de la investigación social, Weber
(1964) y (1975O; y respecto a la localización biográfica y análisis de su obra,
entre otros, a Marsal (1978) y Bendix (1979), y Vincent (1972 ) y Mitzman
(1981), respectivamente. La propuesta de Habermas de una categoría analítica
como acción racional intencional
supone, en la obra del autor, dos consecuencias inmediatas que se transforman
en los dos ámbitos principales de especulación: en primer término, la necesaria
aproximación al campo, al lenguaje y a la sintaxis de la racionalidad ( es
decir, a una teoría de la comunicación); y , en segundo término, a una
plasmación práctica del análisis teórico que deviene, incluso sutilmente, en la
formulación de una teoría de la praxis
política (cf. Giddens, 1988, pp. 119135). En Habermas, ambas aproximaciones
(teoría y práctica) resultan de un ambicioso programa de trabajo en cuatro
ámbitos de referencia principales: a) La crisis de legitimación en la sociedad
contemporánea; b) el desarrollo de la Teoría Crítica, c) los procesos de
modernización; y d) el debate actual en torno a
condicionamientos ético-políticos de la democracia.
La interacción reflexiva en las anteriores líneas de
investigación no permite una exposición desglosada de la mism. Sin embargo, es
preciso fijar las siguientes reflexiones.
1ero.) En las sociedades capitalistas contemporáneas se da
un fenómeno, según Habermas, de separación progresiva entre el sistema
económico, el sistema político y el mundo cultural. Este hecho produce, con
frecuencia, escisiones en la vida socieoeconómica (contraponiendo, por ejemplo,
esfera económica y cultural, dominio público y privado, etc.) Ello produce una
serie de fragmentaciones, incluso dramáticas, que se acumulan y generan un
déficit de legitimación del sistema. La cuestión, en el programa habermasiano,
es crucial, pues su tesis se inicia con la constatación de una inexistente
racionalidad que permita superar con coherencia y eficacia, en términos de
reproducción, aquella lastrante fragmentación de intereses. La ciencia, como
conocimiento y como actividad social, también participa de este proceso de
escisiones para cambiar desde un universo simbólico unificado, según los
cánones de la tradición, hacia múltiples formas del saber (científico,
expresivo-estético,...).
2do.) Como depositario del legado de la Escuela de
Francfort, Habermas avanza la Teoría Crítica en direcciones no siempre
coincidentes con M. Horkheimer (la religiosidad utópica) T. Adorno (el hondo
pesimismo individualista) o W. Benjamin (el gusto por lo singular), para volver
a una nueva lectura de KantHegel-Nietzche de la que extrae su propuesta de
reconstrucción teórica, en la que la discusión científica debe evitar la
cosificación positivista y los estereotipos weberianos de la vida social que
niegan, de uno u otro modo, el conflicto, la diferencia y la existencia de
perturbaciones éticas. En este sentido, si bien Habermas sigue la línea
dialéctica implícita en las aportaciones de la Escuela de Francfort, la supera
en cuanto somete a reconstrucción al mismo
materialismo dialéctico e histórico. Habermas, por tanto, no olvida el
celebrado aforismo de Benjamin -todo producto de una determinada civilización
oculta su barbarie- pero, en cambio, no se resigna a una dialéctica negativa
(Adorno) ni al idealismo optimista (Horkheimer), sino que entiende que la
racionalidad (analítica, para un programa positivo de investigación en Ciencias
Sociales; necesaria, para una lectura intrínsecamente normativa de la misma)
requiere imperativamente el desarme de
todo un andamiaje conceptual de los sistemas teóricos precedentes para
recomponerlos (reconstruirlos) conforme a un hilo argumental que proporciona la
acción comunicativa a la luz de la experiencia histórica y de los problemas
reales del presente (opción relativista) que permitan alcanzar con un grado
satisfactorio de eficacia teleológica, la acción racional intencional en
aquellos objetivos que la Teoría Crítica de una determinada disciplina se había
propuesto.
3ero. Respecto a los procesos de modernización, Habermas
sigue la línea antipositiivista consistente en una lectura crítica de los
índices cuantitativos que no ponderan las transformaciones del sistema
productivo ni denuncia sus límites, fenómenos de nuestro tiempo que no sólo
caracterizan determinados estilos de crecimiento sino que genera fuentes
adicionales de déficit de legitimación, tanto de instituciones como de
conflictos. En este ámbito, la obra de Habermas gana en complejidad cuando hace
una lectura materialista de la Historia mediante su reconstrucción.
Sin embargo, como toda la trayectoria del autor, la
propuesta metodológica implica simultáneamente una ventaja y un riesgo porque,
si bien la Teoría Crítica en Habermas supera el “catecismo” simplificador que
redujo el materialismo histórico a una caricatura que resiste sus propias
debilidades analíticas afirmando que la herramienta (el marxismo) modifica la
mano que la utiliza (las clases económicamente subalternas), en cambio el
programa habermasiano, difumina, con la introducción del análisis de los procesos
subjetivistas y de comunicación de los agentes sociales, la nitidez del método
que se pretende ofrecer por la Teoría
Crítica. 4to. Esta tendencia idealista (entroncada, incluso, en las
corrientes postmodernas del pensamiento débil) se manifiesta en la
participación de Habermas en los debates actuales sobre la democracia en las
sociedades capitalistas contemporáneas. El autor sostiene que reflexionar sobre
el pensamiento emancipador- proporcionar una orientación ética a la dimensión
estratégica de la acción racional. La ética política en la esfera pública de la
sociedad se considera, pues, no un mero producto de agregación de posiciones
individuales, incluso regladas, sino un compromiso que invite ¿enunciado idealista de Habermas...? - a ser moralmente exigentes
con los procedimientos empleados en la acción práctica y en la acción
comunicativa. El escenario de tales propuestas es, para el autor, la democracia
participativa donde el ciudadanos trasciende su unidad votante-contribuyente y
se convierte en sujeto activo en los procesos de elección y decisión de
objetivos sociales.
La envergadura de la obra completa de J. Habermas impide
cualquier intento de síntesis, dados los límites del presente ensayo. Sin
embargo, es preciso profundizar-desde una opción de reconstrucción teórica- en
dos cuestiones que estimamos de la máxima relevancia: el problema de la
objetiividad y la selección de una metodología relativista para la indagación
en Ciencias Sociales. Ambos temas nos permitirán, en un segundo momento, situar
el problema de la relación teoría-praxis en un ámbito concreto como el de la
Política Económica, en sus dos niveles, básico y aplicado.
2. Conocimiento Científico e Interés.
Siendo una versión corregida de la Conferencia Inaugural
del Curso de Filosofía (Francfort, 1965), Conocimiento
e Interés (Habermas, 1982) es una obra clave en el pensamiento de Habermas
pues, por una parte, recoge la influencia de los fundadores de la Escuela pero,
por otra, presenta una densa reformulación de la Teoría Crítica a través de una relación interdisciplinar entre
Filosofía, Teoría y Sociología del Conocimiento, con la que no solamente
procura una nueva lectura sugestiva de tradicionales contenidos de las grandes
corrientes del pensamiento occidental sino que, mas bien, su proyecto de
investigación se dirige a una crítica histórica integral del positivismo con el
objeto de depurar la razón crítica de
adherencias inmunizadoras que limiten su función teórica y práctica de
esclarecimiento y transformación de los fenómenos sociales y económicos de
interés.
En otros términos, el centro del discurso habermasiano está
ocupado por los problemas generados por la indiferencia del positivismo ante la
dimensión social del conocimiento científico pues “al dogmatizar la creencia de
las ciencias en sí mismas, se atribuye una función prohibitiva y hace de
pantalla frente a una investigación dirigida hacia una autorreflexión en
términos de “teoría del conocimiento”, en palabras de Habermas, quien concluye
que “si una materia del conocimiento traspasa el marco de la metodología
científica, recibe el mismo veredicto de superfluidad y de falta de sentido que
había atribuido antes a la metafísica” (Habermas, 1982, pp. 75 y 76). La
crítica de Habermas supera, como dijimos, las tesis antipositivistas
tradicionales pues, para el autor, las ciencias sociales han alcanzado dos
logros principales a lo largo de su desarrollo: el rendimiento afirmativo, que profundiza en enunciados sobre
uniformidades empíricas y el rendimiento
crítico, por el que las ciencias sociales recuperan lo que han perdido bajo el
reino del positivismo vulgar, es decir, su capacidad autorreflexiva
(Habermas, 1988).
En este sentido, Habermas coincide con Schumpeter en la
opinión que localiza el inicio de una determinada ciencia históricamente conformada, en el momento en que el
conocimiento científico se vuelve sobre sí mismo y comienza a reflexionar sobre
su situación en las ramas del árbol del saber; mirada introspectiva, interior,
conciencia que se transforma en autoconciencia cuando se observa y concluye
críticamente como el resultado de una realidad que debe superar. Ahí radica, a
mi juicio, el verdadero “talón de Aquiles” del positivismo en Ciencias
Sociales: la falsa disección entre dimensión hermeneútica y dimensión social del
conocimiento. En efecto, al desgarrar la conexión existente entre conocimiento e interés, los partidarios de una ciencia social axiológicamente
desvinculada se posicionan de manera ficticia fuera del complejo social de
investigación, sin percatarse que confrontan como objeto externo una realidad
socioeconómica de la que forman parte. El entendimiento del complejo de la vida
social de como es, en definitiva, no
puede separarse de como debería ser.
Las implicaciones de esta reflexión son claves en el marco
de un proyecto como el presente, pues la dimensión social de la investigación
permite profundizar en el significado del campo de conocimiento económico -y,
por tanto, en la aproximación a una Teoría
Crítica de la Política Económica- como proceso y como producto, dos
categorías directrices explicitadas anteriormente. En consecuencia, se
trasciende al tradicional debate sobre si esta dimensión es o no crucial para
comprender los fenómenos socioeconómicos para situar la cuestión, en cambio, en
cómo se entiende el carácter social, ético y político en la conformación básica
y aplicada de la Teoría de la Política
Económica mediante las siguientes precisiones.
B) Actitud teorética y el riesgo del solipsismo
científico
El conocimiento emerge de una actividad que relaciona
específicamente sujeto y objeto de investigación, referente susceptible de
interpretación diversa pero sometida, en cambio, a un análisis pluridimensional
pues, como proceso, deriva de pulsiones sociales y, como producto, es el
resultado de una actividad dialogal.
En sugerentes palabras de G. Bachelard, “¿...como no plantear la coexistencia
de mi pensamiento común cuando es el del tú
que me viene la prueba de la fecundidad de mi
propio pensamiento? Con la solución de mi problema, el tu me trae el elemento decisivo de mi coherencia. Él pone la piedra
angular de mi sistema de pensamiento que yo no podría completar” (Bachelard,
1978, p. 61). Mantener al margen las condiciones de dicho diálogo implica adoptar, en Ciencias Sociales, una actitud meramente
teorética de la realidad. En otras palabras: provocando el distanciamiento, el observador asume no sólo el riesgo
del aislamiento individual sino, incluso, del solipsismo (seudo) científico.[4]
Cuando Horkheimer se refiere a Weber, utiliza el término freischwebend intellectuell (intelectual
suspendido en el vacío) (Horkheimer, 1966, pp. 9 y ss.), pues en nombre de la
independencia de su trabajo respecto a cualquier anclaje finalista, el
investigador social anuncia y acepta otra dependencia especificada en su
posición extramuros a la realidad circundante. Por eso “cuando el científico
social no tiene ningún aquí en el
mundo social, tampoco ordena ese mundo en capas en torno a sí. No puede entrar
nunca en una relación nosotros con otros sin
abandonar, al menos transitoriamente, su actitud científica”, en palabras de un
intelectual “desvinculado” como Schütz (1967, p. 40)
La constante apelación al método de suspensión del juicio
valorativo del observador “desinteresado” neutraliza el intento de aproximación
crítica a la realidad pues sustituye la opción por un determinado sistema de
valores en la práctica por otro
sistema de valores en la ciencia, es
decir, por las consideraciones en torno a la racionalidad instrumental limitada
a la ciencia como producto. Sin embargo, entre los partidarios de la
desvinculación axiológica de las Ciencias Sociales surgen dos riesgos adicionales.
En primer lugar, cuando más se reconoce y se proclama la idea de racionalidad
instrumental del conocimiento y más se cultiva, por tanto, la actitud
teoricista, más contradictoria es la siempre problemática superposición
Razón-TeoríaRealidad. De esta manera, del espíritu positivista surgen
-consciente o inconscientemente- dudas e, incluso, resentimiento ante procesos
sociales que se resisten al pensamiento del autor que se forma por una visión
individual ante un universo solipsista.
Como comentamos en su momento, la lógica de la
investigación y la crítica antideterminista de Popper responde, en buena
medida, a esta contradicción porque “...la ciencia es sólo una serie de
respuestas a una serie de preguntas y, evidentemente, cambia en la medida en
que las preguntas cambian (...) Las respuestas no tienen por qué ser las mismas
simplemente porque las preguntas no tienen por qué ser idénticas” (Lamo de
Espinosa, 1975, p. 58)
En segundo lugar,
la marginación de las prácticas dialogales en la actividad científica supone,
asimismo, una tentación autocomplaciente pues sería negar una de las
potencialidades del conocimiento: contradecir
lo existente, sea el pensamiento heredado o sea la realidad social vigente.
Dicho de otra forma, “existir intelectualmente, es hacer fecha y, al mismo
tiempo, enviar al pasado a quienes en otro tiempo hicieron, a su vez, fecha”
(Bordieu, 1980, p. 113). Para la Teoría
Crítica, el conocimiento se opone tanto a catalogar y a almacenar
simplemente la información, como a olvidar; funciones que si bien constituyen
trabajos auxiliares útiles representan, en cambio, a investigadores que no son,
en célebre frase de Nietzche (1954, t. 4, pp. 240 y ss.), más que meros
empleados de la ciencia pues existen, incondicionalmente, para ésta pero la
Ciencia, con mayúscula, no existe para ellos (cf., al respecto, Horkheimer,
1966, pp. 46-47)4
C) Condiciones materiales y matriz
ideológica
Si fuera necesario seleccionar una frase que aglutinara el
sentido crítico de la sección anterior sobre los riesgos solipsistas de una
actitud teorética, al margen de la realidad social, ésta sin duda se debería a
la pluma autorizada del historiador E. H. Carr, cuando escribe, en concreto,
que “...las ciencias sociales (...) no pueden acomodarse a una teoría del
conocimiento que disloca el sujeto y que sostiene una rígida separaci´n entre
el observador y la cosa observada” (Carr, 1978, p. 161).
correcto; sólo que no puede ser dicho, sino que se
hace a sí mismo manifiesto. El mundo es mi mundo. Esto se manifiesta en el
hecho de que los límites del lenguaje (de ese lenguaje que sólo yo entiendo)
significan los límites de mi mundo (Wittgenstein, 1983, pp. 113-120).
4 Sobre el particular, M. Horkheimer y G.
Bachelard relatan sendas anécdotas que ilustran las cuestiones precedentes
sober la impavidez del intelectual desinteresado ante las convulsiones de
la realidad y en torno a la actividad científica como acto dialogal/dialéctico. En el ensayo “Montaigne y la función del
escepticismo”, Horkheimer afirma que el escepticismo es una modalidad enfermiza
de la aparente independencia intelectual, porque es inmune a la verdad y a la
falsedad (Horkheimer, 1973, pp. 9-76). Siguiendo la versión de Diógenes
Laercio, tanto Montaine como, posteriormente, Horkheimer se refieren a la
sentencia de Pirro cuando declara a su tripulación a la vista de un cerdo
comiendo despojos tranquilamente en la cubierta del barco atrapado por la
tempestad: “...así debe ser, amigos míos, la cruel ataraxia del sabio...”. Por
su parte, Bachelard cuenta que el antropólogo Lyell, ante la confesión de un
colega sobre un determinado descubrimiento geológico aislado que desmentía
ciertas nociones fundamentales de la paleontología oficial, le responde cordial
e irónicamente: “Lo creo, porque Usted lo ha visto; si lo hubiera visto yo, se
lo aseguro, no lo creería...” (Bachelard, 1976, p. 61 y n.). Ambas anécdotas
reflejan la importancia de ciertos rasgos de humor que tienen un alcance
epistemológico en una actividad dialéctica pues Bachelard recuerda
constantemente que no es suficiente tener “razón” sino que hay que tenerla
contra alguien (Ibid., pp. 15 y 288).
Existen dos dislocaciones principales en la producción del
conocimiento científico, como problemática culminación de complejos factores
socioeconómicos estimulados por los requerimientos materiales de una
determinada sociedad. En primer término, la ciencia resulta de uan actividad
que conecta la labor del investigador con la matriz ideológica dominante y con
el grado de desarrollo de las fuerzas productivas en un circuito de doble dirección:
el sistema proporciona medios
infraestructurales y financieros pero exige respuestas técnicas y
político-económicas eficaces ante los problemas que el propio sistema considera
relevantes. Y es en el contexto de esa singular actividad -colectiva, dialogal
, impulaS y/o condicionada por factores jurídicos, institucionales, culturales,
económicos y sociales- donde debe ser presentada la ineludible cuestión de la
objetividad en las Ciencias Sociales que no resulta exclusivamente, a nivel
epistemológico, de la validación empírica de los enunciados sino que se
implementa, especialmente, cuando dicha contrastación deja de ser un asunto
privado del científico y se convierte en acontecer social sometido al juicio de
lacomunidad (Bachelard, 1978, pp. 60-62)[5]
La segunda disociación se produce cuando la mayor participación ciudadana en
los procesos de decisión político-económica no sólo profundiza la democracia
material sino que, simultáneamente, muestra la irresoluble contradicción
existente entre una producción socializada y la forma privada de apropiación de
la riqueza producida. Este fenómeno de separación afecta a la ciencia social
pues cuando más se esfuerza en conseguir un saber relevante y concreto a la vez
que complejo, más intensa es la presión de la abstracción de sus construcciones
y más especializada es la hermeneútica de sus informaciones.
En este sentido, en una aproximación crítica, las ciencias
sociales que diseñan teorías elitistas, tecnocráticas o esotéricas suponen, de
hecho, la institucionalización del privatismo, del monopolio del saber (y, en
el peor de los casos, la mediocridad generalizada por la especialización
excluyente), lo cual les hace inmunes a cualquier tipo de crítica. No
sorprende, por tanto, que la ciencia social de raíz positivista tenga una
propensión a saltar del universo simbólico liberal al universo simbólico
autoritario. En nuestra disciplina, como curso de acontecimientos y como
documentación de su constancia, el objeto de estudio, sea de investigación
básica o aplicada, conlleva una selección previa según la óptica del científico
implicado no sólo en la defensa de un determinado ámbito paradigmático sino,
también, en la conservación o transformación de un determinado orden social.
Las aspiraciones weberianas de neutralidad del investigador
social chocan frontalmente, por tanto, con las exigencias de los intereses no
sólo individuales sino, más bien, en el marco de una determinada situación
social y de las condicionantes materiales del sistema donde dicho investigador
cultiva un conocimiento científico concreto. La única objetividad posible, en
palabras de E. H. Carr, no es posible localizarla en la organización de la
actividad científica ni, por supuesto, en la información del dato recabado
aparentemente con medios estrictamente técnicos. Si existe objetividad del investigador y neutralidad
en la investigación dependerá, en última instancia, de la honestidad
intelectual que no permite al científico comprometido (con su sociedad y con su
conocimiento) la deformación interesada entre dato e interpretación (Carr,
1978, p. 162). En definitiva, si se acepta la importancia de la dimensión
social del conocimiento estaremos en las condiciones necesarias (pero no
suficientes) para explorar una de las características más desconcertantes y, en
términos analíticos, atractivas de la investigación en ciencias sociales: la
irrupción y constante presencia de vectores políticos e ideológicos. El campo
de conocimiento político-económico deviene, por tanto, en un espacio abierto e
interdisciplinar donde se debate el problema de la ciencia y sus relaciones con
la naturaleza real y la instrumentación del poder. Cabría, al respecto, hacer
dos reflexiones adicionales en torno a esta cuestión.
Primero: Introducir una hipótesis de trabajo relativa a la
configuración de las fuerzas ideológicas en juego, a lo largo del proceso
decisional y del ejercicio político-económico -fuerzas ideológicas en el
sentido fijado por Michelet y Mairet (1989), como sistemas de imágenes, ideas,
rituales, técnicas, discursos y organización de poderes-, cobra su pleno
significado sí y sólo sí se considera la dimensión social del conocimiento
científico, con todas las implicaciones teóricas y prácticas que ello supone en
el campo de la investigación.
Segundo: el binomio establecido entre poder-ciencia
engendra relaciones no sólo de confrontación sino, más bien, de vasallaje en
donde la actividad científica queda desbordada y, en definitiva, sojuzgada por
el poder político; lo cual no sólo impide un desarrollo lineal e independiente
de la ciencia sino que, a la vez, contribuye a la descalificación de las
interpretaciones autonomistas de la
misma.
No obstante, esta perspectiva requiere un expediente global
en el que la constelación de aspiraciones y valores de una sociedad como fuerzas
motrices de la investigación, básica y aplicada, es inseparable -como referente
analítico- de la disputa entre científicos sociales ante la dicotomía
hecho-valor. En efecto, la corriente neopositivista liderada por Weber
generalizó la célebre conditio de la
desvinculación axiológica de la actividad científica encargada, desde entonces
y en el seno de estos enfoques, en informar sobre los fenómenos socioeconómicos
pero sin formular, en absoluto, juicios de valor sobre los mismos (cf. Weber,
1964 y 1975). El principio weberiano de a-valoración
(seguido por las corrientes ortodoxas de nuestra disciplina) mantiene su
posición con la defensa tajante de la neutralidad científica como cláusula
innegociable (para consolidar el status
de las Ciencias Sociales) e imprescindible (para su paulatina perfección). Así
piensa P. E. Hodgson, cuando afirma que “...la ciencia es conocimiento en el
sentido de que es algo objetivo y permanente, precisamente porque constituye la
aprehensión intelectual de una realidad que existe independientemente del acto
de conocer y del sujeto cognoscente. Por ello, una vez establecido, el
conocimiento es válido para siempre” (Hogson, 1984, p. 132); afirmación que no
hace más que glosar el enunciado específicamente popperiano que nos informa que
el conocimiento en sentido objetivo es conocimiento sin conocedor, conocimiento
sin sujeto cognoscente (Popper, 1974, p. 108). Las disociaciones comentadas
responden a la falsa (e interesada) disección entre dimensión hermeneútica y dimensión social, entre teoría del conocimiento y matriz ideológica...,
separaciones tributarias de la formulación de los campos unificados del
conocimiento científico por parte de las corrientes de pensamiento
convencionales: en dicha pretensión, especialmente, es donde se engendran los
principales problemas y riesgos metodológicos e, incluso, contradicciones al
tratar referentes sustancialmente heterogéneos, como corresponden- en una
terminología habermasiana- a las ciencias empírico-analíticas (ciencias
naturales) y a las ciencias históricocríticas (ciencias sociales).
El significado singular de los fenómenos socieconómicos
exigen una metódica diferenciada a la
empleada con éxito en campos de conocimiento que permiten no sólo la labor
altamente especializaa del investigador sino, también, la reiteración
experimental. En el ámbito empírico-analítico, el científico está auxiliado por
la prueba rreproducible y controlada (en sus condiciones y en sus resultados).
Los actores sociales, en cambio, poseen interpretaciones de su conducta
económica que no pueden someterse a enunciados generales (ni en el espacio, ni
en el tiempo) que tengan un carácter de inequívoca regularidad. No obstante,
como explicitamos anteriormente, si bien las orientaciones sociales tienen
significados intersubjetivos que no responden al gobierno de leyes universales
de comportamiento, en cambio están constituidas en una matriz conformada por
creencias y valores, por roles institucionales y sedimientos
consuetudinarios..., todo un complejo cuadro de supuestos del referente
analítico que impide una determinación unívoca y, por tanto, generalizable, de
las pautas de conducta económica de los agentes sociales.
En este sentido, si el objeto de la Teoría de la Política
Económica es un conjunto relevante de fenómenos socioeconómicos, ello presupone
la existencia de juicios de valor previos a los sujetos. Por tanto, haciendo un
parangón con la argumentación de M. R. Cohen (1952, pp. 199 y ss.), los
fenómenos que analiza la Teoría de la Política Económica, desde una perspectiva
de reconstrucción crítica, no son
magnitudes escalares sino magnitudes vectoriales, porque son fenómenos que se
hallan evolutivamente polarizados; contienen un carácter activo,
direccional..., marcado por las coordenadas ideológicas y axiológicas
implícitas en el análisis político-económico que es capaz, por tanto, de
diferenciar claramente el enunciado escalar “siete millas” (visión positivista)
del enunciado vectorial “siete millas al Noroeste” (visión crítica).
En el ámbito histórico-crítico, las limitaciones no
provienen exclusivamente de la naturaleza del objeto de investigación sino,
también, de la activa posición del científico sometido, en parte, a la adhesión
de un determinado paradigma y, en
parte, a la adhesión de un determinado proceso social puede modificar su
evolución, entonces es imposible, en palabras de T. Behr, que una ciencia
social sólo puede llegar a conocer del proceso lo que se le manifiesta a él
como observador, pero no cómo es el proceso en sí mismo (...) De aquí que sea
un absurdo la objetividad entendida como investigación de un mundo no alterado
por esa investigación” (Behr, 1977, pp. 38-39).
Tradicionalmente, los enfoques neokantianos y weberianos
(principales fuentes del positivismo vulgar que propugna la desvinculación
axiológica de las ciencias sociales) postergaron las restricciones originadas
consciente o inconscientemente- por el elemento de arbitrariedad introducido por el propio investigador.
En primer lugar, porque la cuestión planteada remite a un
producto selectivo a partir de conocimientos, relativos e incompletos, de los
fenómenos socioeconómicos. En segundo lugar, porque el economista, en cuanto
profesional o pedagogo, se siente ineludiblemente atraído por una singular
estructura analítica no desvinculada ni ética ni ideológicamente, tal como
sugiere la compleja influencia -de difícil desentrañamiento, por cierto- de
intereses del grupo social al que pertenece y de su posición condicionada en el
proceso productivo. En definitiva, los objetivos de la investigación de hechos
socioeconómicos no se alcanzan, de modo pleno, porque los científicos sociales
sean escrupulosamente imparciales (en el sentido mas sofista de la expresión)
sino, en cambio, porque la neutralidad emerge tanto en cuanto se prueba la consistencia
y los resultados de teorías rivales, potencialmente alternativas, al mismo
tiempo que se proporciona a la crítica de la comunidad científica las propias
conclusiones y test de consistencia
interna como muestra de vitalidad ante la inercia del conocimiento heredado
pues, de modo muy especial en el ámbito de las ciencias sociales, la tradición,
la formación y la costumbre dan origen a una disposición a percibir y a actuar
conforme a un estilo, es decir, de forma dirigida y restringida (cf. al respecto,
Fleck, 1986). No sólo en Ciencias Sociales sino, incluso, en las denominadas
ciencias empírico-analítias (donde el debate se estimaba definitivamente
resuelto por la opción desvinculante) (cf. Hempel, 1976), vuelve a presentarse
con renovada actualidad el problema de la ética y el compromiso del
investigador a lo largo del proceso científico y en el uso de su producto
(Bunge, 1980, esp. pp. 11 y ss.).
Con independencia del ámbito natural o social del objeto de
investigación, la actividad científica como práctica destinada al conocimiento
de las leyes que rigen la estructuración y el funcionamiento de las leyes que
rigen la estructuración y el funcionamiento de la realidad es irreductible a
otro tipo de conocimiento a
pesar de las diferencias provocadas por la inevitable
intervención axiológica e ideológica en el campo de las ciencias sociales.
Porque, en definitiva, el investigador cuenta, como afirma G. Myrdal, con
ciertos medios lógicos que protegen su investigación ante las desorientaciones
pues es preciso: “...desarrollar una conciencia total de las valoraciones que
determinan realmente nuestra investigación teórica y práctica; observar estas
valoraciones desde nuestro punto de vista respecto a la relevancia,
significación y factibiliddad en la sociedad estudiada, transformarlas en
premisas específicas de valor para la investigación, determinar el enfoque y
definir los conceptos en términos del conjunto de premisas de valor
explícitamente asentadas.” (Myrdal, 1970, p. 9)
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[1]
José Ramón García Menéndez es Doctor en Economía por la Universidad de Santiago
de Compostela (España) y Profesor Titular de Economía Aplicada en dicha
Universidad.
[2] Utilizo el término “unidimensional” en el
sentido propuesto por H. Marcuse (1969), cuando se refiere a que sin la fuerza
de las contradicciones, la Teoría Crítica no perdería su validez teórica, tanto
en cuanto esgrimiera su racionalidad interna pero, en cambio, sería incapaz de
transformar su racionalidad en práctica histórica (y por tanto tampoco en
práctica político-económica). Respecto a la opinión de M. Bunge (1990, p. 9,
sub. n.), el filósofo argentino se refiere a que “a primera vista, la ciencia y
la técnica son socias pero la filosofía les es extraña. Pero a poco que se
examine la cuestión de las relaciones entre los tres campos se advierte que
constituyen un todo...”, como muestran, por ejemplo y entre numerosos casos,
las relaciones que históricamente se establecen entre “mecánica
racional-ingeniería civil-filosofía mecanicista” “...que bastan para probar que
la ciencia, la técnica y la filosofía no son departamentos aislados entre sí
sino componentes de un sistema. En particular, muestran que la filosofía
adoptada por una rama de la ciencia o de la técnica puede estimularla o
inhibirla.”
[3] Este tema ha sido tratado
extensamente por Lamo de Espinosa (1981), obra en la que el recorrido por la
teoría de la cosificación, desde K. Marx a la Escuela de Francfort, complementa
anteriores trabajos del autor (1976 y 1978). Al respecto, y como señala J.
Muguerza, la concepción marxista no sólo tiene interés para la metodología de
las ciencias sociales sino que es lamentable su desaprovechamiento por parte de
los estudios socioeconómicos académicos pues el enfoque materialista no
sometido a restricciones deterministas del marxismo vulgar (como defendía
epistolarmente Engels en conocida misiva a E. Bloch) observa a los fenómenos
sociales como producto de los hombres pero que puede escapar al control de
éstos: “Es tentador pensar, a partir de ahí, que un adecuado conocimiento de la
realidad social contribuya a devolvernos su control (con lo que, entre
paréntesis, el destino de las ciencias sociales sería ni más ni menos que la autoabolición: en lugar de
invitarnos a preguntar una vez y otra cómo funciona la sociedad, llegarían a
ponernos en condiciones de decidir cómo queremos que lo haga). Más es de
suponer que, de todas las tentaciones escatológicas imaginables, ésta sea, y
por razones profesionales comprensibles, la que mayor irritación despierte en
los sociólogos” (J. Muguerza: “Cambiar el mundo y/o cambiar de conversación”,
El País-Libros, 15.XI. 1981, p. 3)
[4] Utilizo el término
solipsismo en su más estricta acepción filosófica y en el seno de la corriente
positivista del Tractatus de
Witgenstein, para relegar, en este momento, una noción literaria (metafórica)
que podría posibilitar el equívoco. En este sentido, como señala H. O. Mounce
en la introducción, el autor del Tractatus
propone la noción solipsista en las proposiciones 5.6 a 6, bajo las siugientes
consideraciones: 5.6 Los límites de mi lenguaje significan los límites de
mi mundo (...) y 5.6.2. Esta observación
nos proporciona la llave del problema, cuanto de verdad haya en el solipsismo.
Porque lo que el solipsismo significa es totalmente
[5] Al respecto, un científico
de la envergadura de Albert Einstein escribió en el primer número (1949) de una
publicación, asimismo, tan significada como Monthly
Review: “El hombre es, al mismo tiempo, un ser solitario y un ser social.
Como ser solitario, trata de proteger su propia existencia y la de quienes se
encuentran más cerca de él, de satisfacer sus deseos personales y desarrollar
sus habilidades innatas. Como ser social trata de obtener el reconocimiento y
el afecto de sus semejantes, de compartir sus placeres, de consolarlos en sus
penas y mejorar sus condiciones de vida. Sólo la existencia de estos impulsos
variados, con frecuencia en conflicto, explica el carácter social de un hombre
y su combinación específica determina la medida en que un individuo pueda
alcanzar un equilibrio interior y contribuir al bienestar de la sociedad.” (reprod. in P. M. Sweezy (C.): Introduction to Socialism, Bhopal, 1969,
p. 13).
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